38

—Herrero de la salud.

—¿Disculpe?

—Herrero de la salud.

—¿Con quién hablo, si me hace el favor?

—Con la única mujer posible.

—Necesito su nombre.

—Todavía no tengo uno como el suyo. Sabe que eso es lo que quiero. Me gusta Herrero del glamour. ¿Qué le parece?

—¿Puedo llamarla en, pongamos, una hora?

—¿Para qué?

—No es el momento más acertado. Estoy en un funeral.

—Por los ruidos de fondo se diría que ya ha salido del templo.

—Las exequias comenzarán en unos minutos.

—Tiempo suficiente. Lamento no poder estar con usted. Me gustaría haber hecho esta llamada a la mitad de los allí presentes. Esta es una de las ocasiones en que se reúnen, ¿me equivoco?, cuando alguno de ustedes muere.

—¿De qué habla?

—Me estaba acordando de que fue en una ocasión así la última vez que los vi a todos juntos. Por supuesto la familia de Herrero del prójimo no pudo disfrutar de la presencia de ninguno de ustedes en el funeral porque había tirado de la manta.

—¿Puedo preguntar si es eso lo que pretende hacer usted?

—¿Por qué iba yo a querer algo distinto a lo que anhela todo el mundo?

—¿A qué se refiere?

—Triunfar.

—Suena encomiable.

—Le contaré algo que le sonará todavía mejor. Tengo lo que ha estado buscando.

—Quizá deba decirme lo que cree que es eso.

—La tengo a ella y lo que se debe emplear.

—¿Tiene planes para ellos?

—Tengo uno que no necesito explicarles a ninguno de ustedes y quiero que todos vean que lo he llevado a cabo, de lo contrario será absurdo, por supuesto.

—¿Me está pidiendo que le diga dónde?

—Creo que ya he pensado en el lugar perfecto.

—Entiendo que no hay riesgo de que nadie esté escuchando esta conversación.

—Nadie sino usted y los otros entenderían nada si nos espiaran. Es donde los Herreros del cine me convirtieron en lo que soy.

—Como sabe ese lugar está en litigio.

—Por las noches no hay nadie, ¿me equivoco?

—Tengo entendido que hay un hombre en la entrada.

—El Herrero del cine superviviente puede impedirle que vaya, ¿verdad?

—Supongo que es posible.

—Encárguese de que lo sea. No me gusta esperar. Quiero hacerlo esta noche, antes de que algo se tuerza.

—Perdone que le diga, pero habla como si estuviera en una de sus películas.

—Tiene mi palabra de que el espectáculo de esta noche será real.

—No sé cuánta gente podrá asistir.

—Espero que vayan todos los Herreros que están con usted ahora. No queda lejos y no puedo decirle lo que ocurriría de no ser así.

—Suena a amenaza.

—Disculpe mis nervios. Recuerde que para mí esto es más nuevo que para usted. ¿Acordamos una hora?

—¿Cuál tiene en mente?

—En cuanto llegue el día siguiente. Entonces no habrá nadie que pueda espiarnos. Comprenderá que permanezca oculta hasta entonces. No podrá ponerse en contacto conmigo, de modo que confío en que congregue a los hermanos esta noche.

—Espero poder.

—¿Un hombre de su influencia? Sabe que sí. Ahora vaya a su funeral y no deje que nada le quite las ganas de romper a llorar. Este al menos no dejó una hija que pudiera encontrar lo que usted esconderá en su tumba.

El primero de los coches, negro como las fauces de la muerte, llegó a la entrada de Oxford Films justo cuando el teléfono empezó a sonar en la cabina del portero, donde no había ninguna luz encendida. El coche se detuvo junto a las barreras, tiñendo de ámbar al vehículo que venía detrás. El conductor salió, dio la vuelta al coche, abrió la puerta de la cabina y levantó el auricular.

—¿Quién de ustedes es? —dijo la voz del teléfono.

—Hablamos antes.

—Herrero de la salud.

—Usted debe de ser Herrero del glamour.

—Como convenimos, ¿cierto? No podría sentirme más exultante. ¿Han venido todos a la celebración?

—Todos.

—Es un gran honor para mí, pero llegan pronto, ¿no creen? Sigue siendo el mismo día.

—Falta poco. ¿Y ahora podría preguntarle…?

—Cierto, ya casi es el futuro. No se preocupen, yo estoy por lo menos tan ansiosa como ustedes.

—Entonces, ¿podemos saber dónde encontrarla?

—Conduzcan todo recto hasta que vean la luz.

—Estoy mirando pero no veo nada.

—Estamos al final del camino. Les estamos esperando. Es emocionante, ¿verdad? Es como protagonizar una película.

—Aunque bastante más serio, no lo dude.

—¿Qué puede haber más serio que el éxito? Ya han encendido los focos y estoy preparada para entrar en escena. Pasen y vean. Pasen y participen.

Daniella estaba tumbada boca arriba sobre un altar. Era áspero como la arenisca y del mismo color, aunque su tacto era de plástico, que era de lo que estaba hecho. Era más largo y más ancho que una tumba. Por encima de él brillaban media docena de luces con más intensidad que el sol de Grecia. A sus pies estaba el cuchillo de Nana.

De momento no había nadie ni nada más. El altar fue utilizado para rodar una de las primeras escenas de El Diluvio, en la que los personajes, ataviados con harapos, celebraban un sacrificio a un dios que se representaba con un gruñido para después ser barridos por el agua. Los objetos que se ocultaban en la penumbra también habían tenido su importancia en la película: olivos que se habían ido marchitando con el paso de los años o dunas del tamaño de una persona que se podían mover para componer distintos paisajes. Cuando levantó la cabeza no pudo ver muy bien, pero pudo distinguir el destello ávido del puñal. Cuando volvió a posar la cabeza sobre la falsa losa hueca oyó un ruido de coches deteniéndose frente a las puertas abiertas del plató.

Exhaló un tembloroso suspiro que le supo a polvo caliente. Tensó todo el cuerpo, estiró los brazos sin despegarlos del tronco y arañó el plástico con las uñas, haciéndolo rechinar. Fueron cerrando con sigilo las puertas de los coches, una tras otra. Oyó tantos ecos que le pareció que estaban excavando un túnel. Oyó a los hombres susurrar como si estuvieran entrando en una iglesia, hasta que se callaron y solo podían escucharse sus sordas pisadas acercándose a las puertas. Le picaba todo el cuerpo como si los focos estuvieran vertiendo sobre ella una lluvia de calor. No pudo moverse (de hecho apenas podía respirar más que a base de cortas y secas boqueadas) cuando el primero de los actores entró en escena.

Era Anthony Saint George, el médico que no consiguió salvar a su padre. Su cabeza calva brillaba bajo la luz como una tumoral joya rosácea envuelta en mechones de pelo plateado. Pestañeó con rapidez, con su pequeña boca oculta bajo la sombra de su nariz aquilina y su larga cara ovalada brillando con debilidad. Vio el cuchillo que había a los pies de Daniella, aunque no pareció molestarse en mirarla a ella. Se acercó y metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta de su elegante traje negro, y los demás lo siguieron: Bill Trask del Beacon, Reginald Gray de Metropolitan Television, Alan Stanley, que le dedicó una breve mirada valorativa… así hasta una docena más de nombres que precedieron el de Eamonn Reith. Solo él tuvo la atención de mostrarse un poco avergonzado cuando sacaron sus cuchillos y los alzaron para recibir al arma del altar.

Daniella apretó los puños al ver aquella tormenta de destellos metálicos, tan brillantes y afilados que casi podía sentir cómo le abrían la piel. La inexpresiva cara de aquellos hombres le hizo comprender que habían decidido dejar de considerarla una persona. Ahora era solo la ofrenda que necesitaban para celebrar el sacrificio. Daniella no sabía cuánto tiempo permanecieron así (el suficiente para que la dificultad de respirar empezara a herirle el pecho) hasta que algunos hombres empezaron a blandir sus cuchillos y algunas caras comenzaron a cobrar cierta expresividad. Entonces la voz acolchada de Nana habló:

—No tardaré en unirme al ritual. Cuídenla hasta entonces.

Los hombres bajaron los cuchillos pero continuaron igual de emocionados, solo que ahora ya no podían ignorar a Daniella. Anthony Saint George le dijo con la mirada que tenía todo el derecho a actuar como pensaba hacerlo.

—Pobre niña, ¿llevas mucho tiempo esperando?

Daniella apretó sus rígidos labios y Eamonn Reith le miró a la cara.

—Creo que le han dado algo para que no sufra —murmuró.

Cuando Daniella hundió sus apagados ojos en los del psicoanalista, a los cuales asomaba un atisbo de preocupación, aunque fuera fingida, Alan Stanley tosió un agudo chillido:

—Espera un momento. ¿Qué te dijo?

—Nada —le aseguró Reith—. ¿No es mejor que no le hagamos hablar? Será más fácil para todos. Quizá ni siquiera sepa qué está ocurriendo ni dónde está.

—Ella no. No estoy hablando de Daniella —dijo Alan Stanley colocándose al otro lado del altar—. ¿Dónde se supone que está la señorita Babouris? Si no me equivoco…

Boqueó triunfal o furioso al dar un manotazo en la parte superior del altar cuando se agachó. Daniella miró de reojo y vio su mano posada sobre el plástico como una araña a la que le faltaran varias patas. Alan tenía en el dorso de la mano unos rasguños que a Daniella le provocaron dentera. Cuando se levantó blandió el magnetófono que encontró en un hueco debajo del altar.

—¡¿Qué es esto?! —le gritó a Daniella en la cara.

Daniella abrió el puño dejando ver el control remoto, se incorporó y se sentó en el borde del altar. Forzó una sonrisa y dijo:

—Has acertado. Aproveché unas frases de Nana de Dile sí al mañana y otra de Un sol para Susan.

Anthony Saint George pareció querer apuntar a Daniella con su arma para añadir énfasis a lo que iba a decir, pero quizá la consideraba demasiado sagrada:

—¿Y quién es la que llamó por teléfono?

—Fui yo. Puedo poner su voz si es preciso —dijo Daniella imitando la voz de la actriz.

—Habló conmigo desde su isla. A mí no me hubiera engañado —aseguró Alan Stanley con una rabia que parecía dirigir sólo a Daniella, agitando el magnetófono y haciendo cascabelear los casetes en sus pletinas—. ¿Adónde querías llegar?

Daniella se extendió los dedos sobre el plástico a ambos lados de su cuerpo e intentó relajarse para que no le temblaran los brazos mientras los hombres rodeaban el altar.

—¿A ti qué te parece?

—No creo que fueras tan estúpida como para pensar que íbamos a dejar que nos grabaras.

—No veo por qué no, puesto que sois lo bastante subnormales para creer que matar niños os traerá suerte.

—No es solo suerte —protestó Larry Larabee—. Algo muy superior a la mera suerte me elevó adonde estoy ahora.

Daniella apenas podía seguir conteniendo los temblores y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para parecer serena.

—No me hagas reír, Herrero de la risa.

La cara del cómico se ensombreció a pesar de los focos.

—Vas a ver que hay algunas cosas con las que nunca bromeo. No me cabe la menor duda de que las creencias más antiguas son las que llevan a la verdad, amor. Nunca desaparecieron, como comprobarás si miras bien a tu alrededor.

—Te convendría mostrarnos un poco de respeto —le sugirió Bill Trask—. Respeto a la tradición, para empezar. No creo que se te haya ocurrido leer la Biblia. Lot hubiera entregado sus hijas vírgenes a los Sodomitas para salvar a los ángeles. No quieras hacernos creer que fue solo cuestión de suerte.

—¿Así es como vendes tus mentiras a la gente, Herrero de las noticias? ¿O acaso es lo que necesitas para tragártelas tú? Solo que a ti todavía no te ha tocado asesinar a tu hijo, ¿verdad? Me pregunto cómo te sentirás cuando llegue el día.

Tuvo que escarbar en sus entrañas para poder seguir hablando. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, y cuando algunos de los hombres se acercaron a ella tuvo que apretar sus sudorosas manos para que no se le resbalaran de los bordes del altar. Los reflejos de las hojas de los cuchillos le punzaron en las pupilas. Entonces Larabee profirió un bufido que sonó desprovisto del menor rastro de jocosidad.

—Un momento —dijo—. ¿De dónde ha sacado nuestros nombres?

Los sectarios alzaron los cuchillos como para exhortarla a responder. Cuando Daniella se estaba diciendo a sí misma que hacía falta algo más que un baile de cuchillos para acobardarla, Reginald Gray dio un apresurado paso al frente y cogió el control remoto que Daniella había dejado sobre el altar.

—Eso no importa ahora —farfulló—. ¿Dónde estaba el magnetófono?

—Ahí —dijo Alan Stanley, utilizando el aparato para indicar el lugar.

—Silencio. Que nadie diga nada.

—¿Por qué hay que callarse ahora, Herrero de la palabra? —inquirió Larabee, aprovechando la oportunidad para hacer un chiste.

—Aquí hay alguien más. No podría haber controlado el magnetófono con esto desde aquí. No hubiera funcionado.

Alan Stanley estrelló el magnetófono contra el altar, provocando una lluvia de pequeños proyectiles de plástico. Tenía los ojos clavados en Daniella mientras los otros miraban a la penumbra o salían a explorarla, cuando de repente las dos dunas que había próximas a la cabecera del altar se abrieron y vomitaron a Mark. Tiró el control remoto del magnetófono sobre el altar antes de que ninguno de los sectarios acertara a hacer otra cosa que no fuera gruñir, y entonces un hombre fornido, cuya cara era una versión abotagada, amoratada y venosa de la de Mark, abrió los ojos como platos tras sus gafas de ligera montura dorada, sin dar crédito a lo que estaba viendo:

—¿Qué demonios estás haciendo aquí, Mark?

—Asegurarme de que nadie más acabe como Philippa.

—De nada te servirá hacerte el héroe. Puede que impresiones a tu amiguita, pero ya lo hemos visto todo antes. Algunos te conocemos desde que naciste. —Los focos tiñeron de púrpura hasta la última vena del rostro de Victor Shakespeare—. ¿Qué pensabas que ibas a conseguir? ¿Es que quieres arruinarte la vida?

—¿Vais a matarnos ahora a los dos? A ver si ahora que no tenéis contactos en la policía sigue colando lo de que parezca un accidente.

Su padre miró a Daniella, culpándola.

—Mark, no habrás dejado que tu amiga piense que no tienes motivos para estar agradecido.

—¿Por qué? —preguntó Mark en un tono que intranquilizó aún más a Daniella.

—Te avergüenzas de tu apellido pero nunca te quejaste del nivel de vida del que disfrutaste con nosotros, por si no lo recuerdas.

Mark agitó los hombros asqueado o con rabia contenida.

—De lo que me acuerdo es de Philippa y por tu culpa no conservo demasiados recuerdos.

—¿Ya te has olvidado de que os pasabais todo el día discutiendo, gritándoos y rompiéndoos los juguetes? ¿Ya te has olvidado de todas las veces que deseaste que la devolviéramos allí de donde la habíamos sacado?

—Si intentas hacerme sentir culpable por lo que hiciste, —gruñó Mark sin apenas separar los dientes—, no te molestes.

—Tu padre sólo desea que entiendas que la vida de la que tanto has disfrutado se la debes al sacrificio que hizo tu hermana —intervino Eamonn Reith con una amabilidad que le provocó arcadas a Daniella.

—¿Qué dices que hizo? —susurró apenas Mark—. Jamás tuvo elección.

—No lo sabrás hasta que no lo veas —le informó Bill Trask.

—¿Crees que yo podría vivir con toda la dicha que nos pudiera traer sabiendo que ella no era feliz? —dijo el padre de Mark—. Ahora está en un lugar que nosotros no alcanzamos a imaginar. Tienes que creerme, pienses lo que pienses de mí, y quizá así puedas aceptar que yo sabía que era ahí adonde debía ir.

—Quien es sacrificado con amor asciende directamente al Paraíso —aseguro Larabee, frotándose los ojos con los nudillos de una mano.

—Todos lo sabemos —dijo Alan Stanley apuntando con su cuchillo a Daniella y Mark—. ¿Cuánto tiempo más vamos desperdiciar?

Anthony Saint George tosió con la discreción de un mayordomo de película.

—Os habéis portado muy mal —afirmó.

Algunos de los demás advirtieron su turbación. Al parecer fue la excusa que necesitaban para entrar en acción, porque de repente inmovilizaron a Mark y a Daniella. El médico retrocedió un paso y volvió a entrar en el círculo iluminado, si bien protestando:

—Las cosas no deberían haber seguido este curso.

—Dinos qué otra alternativa queda —dijo Alan Stanley.

—Debe de haber alguna —deseó Victor Shakespeare en voz alta—. ¿No crees, Mark?

—¿A qué?

Su padre hizo ademán de acercase a él y agarrarlo de los hombros, pero se quedó donde estaba, escondiendo el cuchillo tras la cintura.

—Olvídate de los demás —dijo—. Estaremos solo tú y yo. Imagina cómo te sentirías si tú me destrozaras a mí la vida, y recuerda que la comparto con tu madre.

—¿Y qué quieres que haga?

—Todavía estás al principio de tu carrera. Todos los presentes estamos impresionados con tu trabajo. De aquí a unos años te habrás convertido en una figura de referencia en tu campo.

Daniella vio que los demás asentían para que Mark le hiciera caso. Tuvo la sensación de que el aire iluminado por los focos estaba tan sediento como ella misma y de que las dunas del estudio se habían tornado reales y misteriosas.

—¿Si hago qué? —preguntó Mark.

—Una promesa que quizá ni siquiera tengas que mantener.

Su padre miró los rostros que quedaban a las espaldas de Mark. Entreabrió la boca e hipnotizó a su hijo con una mirada solemne antes de salmodiar:

—Ofrendamos nuestros primogénitos como prueba de nuestra hermandad. Que su sacrificio confirme su sagrada inocencia y nuestra fe.

Algunos de los otros sectarios murmuraron las mismas palabras a coro. Cuando Daniella consiguió reprimir las náuseas que amenazaban con inundarle su boca reseca, Mark dijo:

—¿Cada vez que asesináis a un niño repetís lo mismo?

—Ya basta —intervino Alan Stanley con cierto tono triunfal—. Has desperdiciado tu oportunidad.

Podría haberse referido a cualquiera de los dos, pero fue Victor Shakespeare el que preguntó:

—¿Qué vas a…?

—Yo me encargaré de él. No te ofendas, Herrero de los libros, es solo por si no te ves capaz cuando haya que hacerlo. ¿Quién está conmigo? Herrero de la palabra, Herrero de la salud, llevadlo vosotros. Ya pensaremos dónde y qué por el camino; mientras, que Herrero de la mente se lleve a la chica a su hospital.

—Aunque nuestra joven pareja bien podría sufrir un desafortunado accidente —sugirió Larry Larabee.

Durante unos instantes Daniella pensó que la indecisión podría distraer a sus captores. Puede que estos también pensaran en esa posibilidad; Eamonn Reith y el cómico se acercaron a ella como si se hubiera convertido en un imán que atrajera de punta sus cuchillos. Lo único que podía hacer era aferrarse a la idea de que Mark y ella hicieron cuanto estuvo en su mano. La estrella de la televisión y el médico inmovilizaron a Mark, y Victor Shakespeare dejó de esconder las manos detrás de la espalda.

—Quizá esa sea la única salida, —dijo—, pero lo siento, Herrero del cine, no vas a llevártelo.

Alan Stanley enarcó una ceja y miró a los demás.

—Pues parece que todos están conmigo.

—A mí me parece que disfrutarías demasiado. Nunca se ha tratado de nuestro disfrute personal. Algunos creemos que le tomaste gusto después de tu sacrificio. Parecías muy ansioso por ajustarle las cuentas a Herrero del prójimo.

Daniella tragó saliva para poder decir:

—Quieres decir que fue él quien asesinó a Norman Wells.

—Al final.

Una oleada de cólera ensombreció la cara de Alan Stanley, que enseguida volvió a encenderse al recibir el reflejo de su arma al levantarla.

—Está bien, no nos moveremos —ordenó—. Hagamos ahora lo que tanto estamos retrasando. Vosotros dos agarrad al muchacho.

Reginald Gray y Anthony Saint George inmovilizaron a Mark por los brazos. Los focos parecían concentrarse en la cabeza de Daniella, que ya apenas podía articular palabra de lo seca que se le había quedado la boca. Justo cuando estaba a punto de espetar lo único que podía salvar a Mark (si es que los sectarios la creían) Victor Shakespeare se interpuso entre su hijo y Alan Stanley. Alzó una mano para apartar el cuchillo.

—Espera, no puedes…

La sonrisa macabra y los ojos vacíos de Alan Stanley le hicieron ver que estaba equivocado. Al ver que Victor Shakespeare no se apartaba, Stanley le abrió un tajo en la mano que le había puesto delante. En lugar de estremecerse de dolor y como si pretendiera demostrar lo que valía a su hijo, Shakespeare arremetió contra Stanley y le agarró de la muñeca. Stanley apartó el brazo y sacó su cuchillo por entre el puño todavía cerrado de su oponente. Como veía que ni aun así lo soltaba, agitó el arma con un movimiento de sierra. El dolor o la emoción empujaron a Shakespeare a actuar instintivamente. En cuanto la primera gota de sangre emergió de su puño dio un tirón a su cuchillo abriéndole la garganta a Alan Stanley.

Un brillante chorrito rojo surcó la barbilla de Stanley y una vena empezó a borbotear debajo de su oreja derecha. Miró fugazmente a Shakespeare como si se negara a aceptar la situación. Con una mueca desencajada que anunciaba que podía dar tanto como había recibido (a Daniella le pareció un niño grande peleándose en el patio del colegio) le descosió la garganta a Victor Shakespeare de parte a parte.

Shakespeare se llevó la mano al cuello y en seguida se le empezaron a teñir los dedos de rojo vivo. Soltó el puño del arma, que al golpear el suelo se separó en sus dos piezas. El ruido pareció sacar al resto de sectarios de su parálisis momentánea. Reginald Gray desarmó a Alan Stanley, que se tambaleaba sobre el charco de su propia sangre, mientras Anthony Saint George agarraba a Victor Shakespeare para sostenerlo en pie.

—Apartaos —gruñó el médico a Mark y Daniella como si fuera los culpables de la pelea—. Dejad sitio.

Mark parecía perplejo y dispuesto a asumir la responsabilidad. Cuando Daniella le cogió del brazo para indicarle que debía correr hacia la puerta, él se soltó. Se quedó mirando aturdido cómo el médico llevaba a su padre hasta el altar de plástico y le ayudaba a sentarse en el borde. Reginald Gray guio a Alan Stanley hasta el otro extremo del altar, para que se sentara lo más lejos posible de Shakespeare, aunque los heridos no parecían ser conscientes más que de ellos mismos. Anthony Saint George iba de uno a otro y les apartaba la mano con delicadeza del cuello para examinarles sus respectivas y sanguinolentas heridas.

—¿No deberíamos llevarlos al hospital? —preguntó apremiante Bill Trask.

—Ya es muy tarde para los dos. —El tono del médico siguió sonando acusador—. Tenemos que pensar en lo que aquí ha ocurrido —dijo girándose para clavar la mirada en Daniella y Mark—. Algo que explique cómo murieron también estos dos.

Daniella se agarró al brazo de Mark, aunque ya no tenía sentido retirarse con subrepción hasta la puerta; esa ruta había quedado bloqueada por varios sectarios. Creyó que el espectáculo del altar los había inmovilizado a Mark y a ella: el padre de Mark y el socio de su propio padre intentando no desangrarse mientras se iban encorvando, como si los borbotones carmesíes que emergían de sus cuellos les impidieran adoptar otra postura. Los heridos deberían hacer algo que captase la atención de los demás Herreros, ¿o sería ya hora de arriesgarse a decir lo que sabía? Aquel baño de sangre y la inminencia de más muerte —la de cualquiera— empezaban a marearla, y temía desmayarse en cualquier momento. Ante la amenaza de perder el conocimiento fue a abrir la boca para hablar, pero la interrumpieron antes de que dijera ni una palabra.

Excepto los dos que se iban marchitando sobre el altar, todos los sectarios levantaron la cabeza como perros de caza. Cuando el coro de sirenas empezó a acercarse por la general, Anthony Saint George dijo:

—No deben de venir aquí. —Parecía que tenía razón, puesto que cuando el aullido de las sirenas fue disminuyendo pensaron que habían pasado del edificio de los estudios. Daniella se soltó del brazo de Mark y justo cuando se disponía a echar a correr hacia la salida del plató las sirenas se lanzaron en enjambre a las puertas del edificio.

Fue entonces Mark el que se lanzó hacia la salida, para lo cual tuvo que esquivar a dos Herreros y la cuchillada de un tercero. Abrió la puerta de golpe, salió a la carretera que atravesaba los estudios y empezó a agitar los brazos hasta que lo enfocaron con las luces de los coches patrulla.

—¡Aquí! —gritó.

Eamonn Reith fue el único sectario en actuar con determinación. Justo cuando se abalanzó sobre Daniella para inmovilizarla tres coches patrulla y dos furgones frenaron en seco y desordenadamente frente al plató. El primero en salir del coche principal fue un tipo alto y corpulento que debía de ser por lo menos inspector, que extendió los dedos para conducir a Mark de nuevo al interior del edificio. La juventud de su rostro quedaba contradicha no tanto por sus entradas como por su mirada de resignación a lo que se iba a encontrar. Mark se reunió con Daniella mientras el policía entraba seguido de un séquito de agentes que Daniella fue incapaz de contar.

—Por favor, dejen sus armas en el suelo y aléjense de ellas —ordenó el policía.

Reith se decidió a hablar en nombre de los demás:

—Inspector jefe, ¿verdad? Esto no es lo que parece…

El policía miró con el ceño fruncido a los dos hombres derrumbados sobre el altar. Ambos tenían la barbilla hundida en la garganta y estaban apoyados el uno contra el otro como si se hubieran prometido amistad eterna.

—¿Puede llamar a una ambulancia? —suplicó Mark.

—Ya hay una en camino —contestó el policía, que clavó la mirada en los sectarios mientras indicaba a sus hombres que se contuvieran—. Por favor, tiren ya sus armas.

—Apartaos todos —ordenó Eamonn Reith a sus compinches como si le costara creer que el policía lo hubiera ignorado—. Dejad que estos oficiales examinen a las víctimas a ver si todavía se puede hacer algo.

—Por última vez, arrojen sus armas o nos veremos obligados a desarmarlos.

Estaba siendo demasiado cauto, pensó Daniella consternada; quizá se sentía intimidado. Cuando ordenó a sus hombres que entraran en acción, estos se quedaron a un paso de los padres, esperando a que arrojaran los cuchillos ellos solos. «Hasta la muerte», murmuró alguien; debió de ser Anthony Saint George, puesto que miró a su alrededor para ver si alguien se unía a él. Todos los Herreros se quedaron mudos, excepto Bill Trask, que tendió la palma vacía de su mano al inspector jefe.

—¿Es que no sabes quiénes somos?

—Estrellas del cine —propuso el oficial que estaba más cerca de él.

Trask no supo que cara poner ni de qué color ponerse.

—¿A qué viene esa tontería?

Mark no pudo contener la respuesta:

—Os han estado viendo por Internet desde que entrasteis aquí.

Por los pelos, pensó Daniella mientras veía cómo unos sectarios se iban ensombreciendo de ira y otros se quedaban con la mirada perdida. A Maeve y Duncan casi no les dio tiempo a encontrar un punto estratégico desde el que filmarlo todo, además tuvieron que preparar aprisa todo el equipo para la emisión. Hasta ahora Daniella no había estado segura de que Maeve no hubiera cambiado de opinión, aunque Mark pareció convencerla; el hecho era que, estuvieran donde estuvieran ahora, debían de haber llamado a la policía y a los medios. El inspector jefe esperó a ver cómo reaccionaban los Herreros ante el anuncio de Mark. De repente Reginald Gray se acercó a él, sosteniendo el cuchillo por la hoja con el índice y el pulgar.

—Como habrá visto, yo no le he hecho daño a nadie —dijo.

Bill Trask soltó una risa seca y dijo entre dientes:

—Aquí no, querrás decir.

Eamonn Reith fue el siguiente en entregar su arma a la policía.

—Esta chica es mi paciente —le dijo en confianza al policía—. Todos sabemos que no podemos fiarnos de nada de lo que aparece en Internet. Ella es la que atacó a nuestros amigos y de eso es de lo que ustedes deberían encargarse, ¿no es así? En sus informes constará que hirió a más de una persona con un cuchillo.

—Es cierto —afirmaron todos los demás sectarios—. Lo hizo ella —mintieron suplicantes—. Ha sido ella.

El policía aguardó hasta que todos los cuchillos de los Herreros estuvieron dentro de sus correspondientes bolsas de plástico.

—¿Por qué quieren que pensemos eso? —preguntó pensativo en voz alta.

—Porque algunos han asesinado a sus hijos y los otros han jurado hacerlo —reveló Daniella— y querían matarme a mí esta noche.

El policía la miró por encima antes de hundir la mirada en Reith. Cuando a Daniella empezó a palpitarle la cabeza de tanto contener la respiración, el policía dijo:

—Caballeros, debo informarles de que cualquier cosa que digan puede…

Como coreografiados, todos los Herreros se metieron al mismo tiempo la mano en la chaqueta para desenfundar sus armas ocultas: sus móviles.

—Por favor, entréguenselos a mis agentes —dijo el joven policía—. Cada uno de ustedes podrá realizar una llamada desde la comisaría, pero debo informarles de que están siendo arrestados bajo sospecha de…

Daniella no sabía si el policía se habría olvidado de que todo esto se estaba emitiendo o si por el contrario quería que se grabara todo. Cuando terminó de hablar los agentes ya habían confiscado los móviles a los Herreros, no sin alguna que otra riña. En ese momento una ambulancia se detuvo a la entrada del plató.

—¿Puedo ir con él? —preguntó Mark a los auxiliares que entraron con la primera camilla—. Sigue siendo mi padre.

Ninguno de los paramédicos le miró hasta que no terminaron de tomar los pulsos.

—Lo siento, hijo, los hemos perdido a los dos —anunció el mayor y más cansado de los auxiliares.

Los agentes se llevaron a todos los Herreros, que parecían haber envejecido varias décadas de golpe, como si toda su vitalidad se hubiera volatilizado. Sin embargo, Daniella estaba segura de que todavía conservaban alguna.

—¿Puede acompañarnos? —le preguntó el inspector jefe a Mark.

—Los desenmascararemos a todos —murmuró Daniella mientras seguía a un agente hasta su coche, que estaba aparcado tras el plató. Todos los focos se apagaron al mismo tiempo, como si el desierto hubiera confesado por fin su falsedad, y la puerta resonó en la oscuridad. Sin lugar a dudas los Herreros recurrirían a sus contactos para empañar la verdad, pero por lo menos esta había salido ya a la luz y la gente debía conocerla. Era hora de que las madres se pronunciaran, y también ella, y Mark. Daniella le lanzó una sonrisa por el retrovisor y él se esforzó por devolvérsela mientras se iniciaba el desfile de luces. Daniella había comprobado hoy el pánico que los Herreros le tenían a la verdad, y seguramente hacían bien en temerla. Esa era su creencia.