37

—Chrys, perdóname.

—¿Por qué?

—Por no insistir hasta que me creyeras.

—Casi lo conseguiste.

—Debí haberme quedado hasta que lo entendieras. Debería haber estado contigo en ese momento.

—No podías. Hubiera sido muy arriesgado para ti.

—Tú también corriste un gran peligro, Chrys.

—Ahora lo sé. Mark me abrió los ojos.

—Pero después se marchó y también te dejó sola.

—Le podemos echar la culpa si hay que buscar culpables, pero no es necesario.

—¿Entonces no me odias?

—Danny, ¿cómo odiarte si lo único que pretendías era protegerme? No es a ti a quien odio; lo que aborrezco es la verdad, lo cual carece de sentido.

—¿Seguimos siendo amigas?

—Más que eso, ¿no te parece?

—Debernos cuidar la una de la otra y velar por nuestra seguridad.

—Y por la de los demás. Debemos alertarlos. Ahora que nosotras dos y Mark lo sabemos, todo será más fácil.

Daniella deseó que eso fuera lo que se encontrara a su regreso, pero estaba adelantando demasiado los acontecimientos. Dirigió el coche que había alquilado en Heathrow por un desvío a la carretera de Oxford, sin dejar de pensar en ningún momento en la seguridad de Chrysteen. Nadie se atrevería a ponerle un dedo encima a Chrysteen ahora que Daniella había vuelto para desenmascararlos si lo intentaban y, ahora que lo pensaba, si no lo intentaban, también. Mark se reuniría pronto con ella; estarían juntos ahora de no ser porque en el primer vuelo que salía de Atenas solo quedaba una plaza de reserva. Quizá fuera mejor que se reencontrara con Chrysteen a solas; quizá así pudieran mantener la conversación que se había venido imaginando. Intentó llamarla dos veces desde Heathrow, pero encontró la línea ocupada en ambas ocasiones. Se dio ánimos a sí misma pensando que era imposible que la hubiera llamado Nana porque Mark había cortado el cable del teléfono antes de escapar de la villa en el coche.

El horizonte empezó a presentar sus torres a medida que se acercaba a la zona residencial donde vivía Chrysteen. Pese a que había conseguido dormir un poco durante el vuelo, la falta de sueño de los días previos clamaba venganza, de modo que le seguía pareciendo que estaba dormida o a punto de dormirse. Por eso las torres le evocaron las puntas de unas coronas de hormigón lucidas por unas titánicas cabezas invisibles. Se alegró cuando comprobó que en realidad aquellas torres solo eran parejas de chalés blancos como gigantes de sal. Por fin llegó a la casa de Chrysteen; había un coche aparcado en la entrada, pero no era ni el de su padre ni ninguno que conociera. Aparcó fuera, se apeó, cerró la puerta, caminó con decisión hasta la entrada y pulsó el timbre.

Retiró el dedo en cuanto aquel fragmento de la melodía de Guillermo Tell le recordó la historia del niño que confió en su padre sabiendo que no le haría el menor daño. En medio del silencio imperante oyó que jugaban al tenis en una cancha cercana, el seco golpe de una raqueta seguido varios tensos segundos después por una floja palmadita del contrincante y un grito de triunfo. Le pareció oír unas pisadas que se acercaban a la puerta, pero solo era el sonido que la pelota hacía al volar sobre la red. Justo cuando Daniella iba a hundir de nuevo el pulsador de mármol en su marquito dorado, se dio cuenta de que había una mujer que no había visto nunca antes mirándola por la ventana.

Por un momento pensó que se había equivocado de casa. No le hubiera extrañado que todavía siguiera en Nektarikos, puesto que la mujer parecía ir vestida de luto y llevaba peinado de beata, con el pelo tan tirante que le robaba la menor posibilidad de expresión a su alargada cara huesuda. Separó sus delgados y blancuzcos labios y los volvió a apretar cuando se apartó con apremio de la ventana para salir a abrir la puerta.

—¿Está Chrys? —preguntó Daniella apenas la mujer abrió la puerta.

La mujer examinó a Daniella de la cabeza a los pies; las sandalias, los pantalones cortos y la camiseta que llevaba no le despertaron la menor simpatía.

—¿Podría saber quién eres? —dijo por fin.

—Una amiga suya.

—¿He oído hablar de ti?

—¿Por quién?

—Por parte de quién.

Fue lo automático de la respuesta lo que empujó a Daniella a preguntar:

—¿Eres maestra?

—Era profesora. ¿Debo suponer que eres estudiante?

—Igual que Chrys.

La mujer se palpó la frente como si pretendiera contar los surcos que la atravesaban.

—¿Hace mucho que os conocéis?

—Desde que teníamos…

Daniella se calló, no solo porque una niña de unos ocho años hubiera salido de la cocina con un cuaderno de dibujo en las manos, ni siquiera porque le recordara a Chrysteen cuando tenía esa edad, sobre todo por sus vivarachos ojos amigables.

—Nana —dijo la pequeña.

—Ahora no, Dawn —le dijo la mujer, que miró a Daniella casi con confianza—. Mi otra nieta.

La niña había llamado a la mujer por un diminutivo cariñoso para una abuela, como se dio cuenta Daniella cuando Dawn dijo:

—Pero ya he terminado, mira.

—Qué bonito —dijo su abuela, que apenas lo miró por encima, por lo que Daniella sintió la necesidad de coger el dibujo, que representaba una raquítica casa roja por cuyas ventanas asomaban caras sonrientes. Todos los rostros eran tan iguales que a Daniella le parecieron chapas o máscaras, pero encontró el suficiente entusiasmo en medio de su creciente nerviosismo para decir:

—Es bueno.

—Por supuesto que lo es. Ahora sigue dibujando, Dawn, yo iré después a ver qué has hecho. Tardaremos solo unos minutos.

Daniella lo interpretó como un aviso, y cuando se preguntaba a qué vendría tanta brusquedad, Dawn preguntó:

—¿Qué dibujo?

—Algo agradable. Algo hermoso —respondió la abuela, palabras que a Daniella le parecieron tan absurdas en boca de aquella mujer que le dijo a Dawn:

—Píntate a ti.

—Lo intentaré —dijo la niña retirándose a la cocina y apretándose los labios con un lápiz de color para ayudarse a pensar.

—Cierra la puerta, por favor. —Cuando Dawn cumplió la orden de su abuela, esta miró por la ventana para ver a un hombre que acababa de dejar una carretilla rebosante de herramientas en el jardín de su entrada—. Será mejor que pases un momento, señorita… —dijo, señalando a Daniella con los dedos flojos.

—¿No puedes decirme simplemente dónde está Chrys?

—Por favor.

Ahora su voz sonaba más agradable, lo cual intranquilizó aún más a Daniella. Cuando la abuela de Chrysteen se dio media vuelta Daniella la siguió. El olor a cuarto de baño que impregnaba toda la casa se le ancló en la garganta, amenazando con jugársela. Un par de bastones golpetearon en su perchero cuando pasó aprisa por delante de ellos en dirección al salón, donde la abuela le indicó que tomara asiento en una butaca de orejas. Los cojines de cuero claro eran blandos como juguetes para bebés, pero Daniella se quedó sentada en el borde, bajo la luz directa del sol, mientras su inhospitalaria anfitriona se quedó sentada con la espalda recta, a contraluz. Al cabo de unos instantes la mujer, que había ido sumiendo la cara en una inexpresividad absoluta, sugirió:

—¿Te apetece beber algo?

—Tengo que conducir.

La abuela de Chrysteen asintió y mantuvo la cabeza gacha.

—¿Té o café? ¿Un vaso de agua?

—Nada, muchas gracias. Solo quiero…

—Perdona que te interrumpa pero ¿cuándo viste por última vez a mi nieta?

—Hace solo unos días —respondió Daniella, aunque le parecía que había transcurrido toda una vida.

—¿Y desde cuándo habías dicho que sois amigas?

—Desde que éramos más pequeñas que Dawn. Todavía lo somos, amigas, me refiero.

La mujer se inclinó hacia delante y hundió las manos en su negro regazo antes de preguntar, bajando la voz:

—¿Crees que estás preparada para recibir una muy mala noticia?

—No lo sé. ¿Qué ocurre?

—Mi nieta, tu amiga Chrysteen, ha fenecido.

Daniella pensó que, de haberse tratado de una mala telenovela, los personajes hubieran empezado a aullar «¡Nooooo!». Unas veces echaban la cabeza para atrás para soltar el alarido, otras colocaban los puños a ambos lados de la cabeza y otras combinaban las dos primeras variantes. Daniella quiso gritar de todas las formas imaginables, solo que aparte de ser inadecuado, reforzaría su sensación de estar encerrada en una película, en un sueño enquistado en su cabeza metamorfoseado en pesadilla.

—¿Cuándo? —rogó.

—Ayer.

Debió de ocurrir cuando intentaba escapar de Nektarikos para reunirse con ella, pensó Daniella, haciéndoselo a sí misma todavía más difícil de soportar.

—¿Cómo?

—Mi yerno la llevaba de vuelta a la casa que compartía con sus amigos en York.

Daniella observó que la abuela de Chrysteen debía hacer pausas constantemente para disimular su dolor. Daniella casi no podía hablar tampoco.

—¿Y? —consiguió decir.

—Todavía no está claro lo que ocurrió.

—¿Se sabe algo con certeza?

—Quizá nunca se llegue a determinar. La policía sigue interrogando a los testigos.

Daniella sintió que aún albergaba rabia en medio de todo su martirio.

—¿Sobre qué? ¿Vieron a Chrys…?

—A ambos…

—¿Cómo ambos?

—A Chrysteen y a su padre.

—Te refieres a que los dos…

—Se han ido.

Daniella agradecía la delicadeza de la abuela de Chrysteen, pero estaba ansiosa por saberlo todo.

—¿Pero qué vieron?

—Se suponía que mi yerno había recibido instrucción como conductor de la policía. —La abuela de Chrysteen pestañeó al mirar la puerta cerrada que daba al recibidor—. Solo se les permite conducir a velocidades elevadas para impedir un crimen o para atrapar a los delincuentes, ¿no es así? —dijo.

—¿A qué velocidad iban?

—Se dice que debían de ir a unos ciento cincuenta kilómetros por hora. Por la autopista, claro. Según mi hija, a mi yerno le encantaba correr. —Se quedó con la mirada perdida durante unos instantes, quizá recordando, y después cerró fuerte los ojos, primero uno y después otro, para aclararse la vista—. Todavía no entiendo por qué no frenó a tiempo. El tráfico estaba detenido en los tres carriles y, según los testigos, no frenó hasta que no estuvo más que a unos pocos metros del atasco. Derraparon y se metieron debajo de uno de esos enormes tráileres que hay ahora por todas partes. Todo el techo del coche… disculpa que no continúe. —Se frotó fuerte los ojos—. Algo debió de distraerlo… —supuso.

El comentario sonó tan airado que Daniella lo interpretó como una acusación que dirigió contra sí misma. Nada podría haber distraído tanto a Simon como una discusión con su hija acerca de todo lo que esta había averiguado sobre él. Daniella había querido contarle la verdad con el fin de protegerla, pero al final lo único que consiguió fue quedarse sin ella. Sintió que debía confesar su culpa, sin embargo solo acertó a preguntar:

—¿Cómo se encuentra la madre de Chrys?

—Necesita asistencia psicológica, como podrás imaginarte. Por lo menos está en las mejores manos.

—¿En las de quién?

—Habrás oído hablar de él. Goza de la más brillante reputación. El doctor Eamonn Reith.

Daniella prefirió no decir nada.

—Es la amabilidad personificada —dijo la abuela de Chrysteen—. En estos momentos está con ella para ayudarla con los preparativos del funeral.

—¿Van a volver aquí?

—Pronto, supongo. ¿Te importaría no quedarte a esperarlos?

—No.

—Es solo que no quiero que Dawn te vea si te derrumbas.

—Claro.

—Dawn no estaría aquí de no ser porque sus padres están en un viaje de negocios. Apenas conocía a su prima.

—Ya nunca se conocerán mejor —sentenció Daniella mientras se ponía en pie, con la vista empañada por las lágrimas. Ya estaba en el vestíbulo de camino a la puerta cuando apareció Dawn, que se había escabullido de la cocina—. Mira lo que he pintado ahora —le invitó la pequeña.

Daniella miró atrás y vio a la niña mostrándole la siguiente lámina del cuaderno. Pese a que o quizá porque el autorretrato era primitivo, con garabatos azules que apenas representaban la larga y rizada cabellera morena de Dawn, le recordaba dolorosamente a Chrysteen, como si se tratara, pensó Daniella con una repentina y espantosa lucidez, del bosquejo que un niño hubiera dibujado para la policía.

—¿No quieres ser una artista de mayor? —le preguntó Daniella a Dawn cuando puso los dedos en el cerrojo.

Cuando estaba forcejeando la verja de la entrada, un poco a tientas, la abuela de Chrysteen salió al sendero de la entrada.

—¿Podrás conducir? —preguntó con el volumen preciso de voz para que Daniella pudiera oírla.

—Tendré que poder —le contestó Daniella, que se refugió en el interior del coche para protegerse del pesado sol, que hacía brillar las casas dándoles aspecto de aldea griega—. Estaré bien —prometió mientras la abuela de Chrysteen regresaba a la casa. Todavía no podía abandonarse a su tristeza, no hasta que se alejara de aquel lugar en el que Eamonn Reith podría aparecer en cualquier momento. Arrancó y vio menguar en su retrovisor la casa de Chrysteen hasta desaparecer en la masa lechosa de las casas vecinas. En medio de todos los reflejos que iban resbalando sobre el parabrisas, su cara de ojos resecos mantuvo todo el tiempo la misma expresión aturdida y somnolienta. Cuando abrió la boca tuvo la impresión de estar en el cine viendo una película sobre sí misma.

—Lo siento, Chrys —musitó, como hablando en off.