36

Daniella llevaba unas cuantas horas despierta pensando que alguien se había colado en su habitación, pero cuando alguien entró de verdad supuso que lo estaría soñando. ¿Sería por el lejano y constante susurro acolchado del oleaje, esparcido por toda la isla por un viento descarriado? No, aquel sonido (unas sordas y blandas pisadas de pies descalzos) se estaba acercando, acompañado del discreto e insidioso perfume de Nana. Daniella aguantó la respiración cuando aquel olor lo invadió todo y sintió una presencia cerniéndose sobre ella.

Le dolían tanto los ojos que no sabía si cerrarlos fuerte o abrirlos de par en par. Lo más difícil era mantener tanto los ojos como el resto del cuerpo completamente inmóviles, excepto por los movimientos respiratorios que tanto le costaba hacer constantes y silenciosos para que no se supiera que estaba despierta y para vencer los temblores que podrían evidenciar que sabía que había un intruso. Cada vez que tomaba aire inhalaba el perfume de Nana y sintió que si seguía respirando se le anudaría en la garganta y empezaría a toser. Se le empezaron a agarrotar el cuello y los hombros y sintió en su mejilla la dureza la almohada. La estela de un hálito seco y caliente le acarició la otra mejilla. El calor del cuerpo de Nana planeó sobre ella, como si todo el bochorno de la noche se hubiera concentrado entre aquellas cuatro paredes, y entonces descubrió que la actriz estaba desnuda. Se oyó a sí misma tragar el sabor del perfume, sin saber si se podía ver cómo se le movía la garganta. Notó que Nana se inclinaba hacia ella y sintió su propio cuerpo tensarse para no encogerse si la tocaba y para no revelar que estaba haciendo un sobrehumano acopio de valor. Entonces, después de dejar un suspiro tan mudo que pareció una leve brisa que se hubiera colado en la habitación, Nana se apartó de la cama.

Daniella tuvo que concentrar toda su atención en los sonidos que percibía para poder oír la puerta cerrarse. Sin estar segura de haberla oído, empezó a notar que alrededor de la cama imperaba el silencio. ¿Seguiría Nana ahí, observándola? Lo cierto era que su perfume se había establecido junto a la cama. Daniella entreabrió los ojos e intentó percibir algo más que oscuridad.

—¿Se ha ido? —susurró, oyéndose apenas a sí misma.

Tuvo que abrir bien los ojos para ver la sombra que se había parado delante de su cara. Cuando la sombra volvió a su mitad del colchón Daniella vio el débil y luminoso contorno de la puerta cerrada. Mark se volvió hacia ella, guardándose de tocarla.

—Sí —siseó.

A Daniella le costó creerlo hasta que oyó la puerta de la otra habitación cerrarse subrepticiamente. Después tragó saliva.

—Necesito beber agua.

—¿No querrás arriesgarte, verdad?

—Ni yo ni tú.

—Podría estar en el hielo.

—Te refieres a lo que me haya estado dando para que no me duela cuando ocurra.

—O puede que te haya estado haciendo sentir agotada y que no te haya permitido mantener la cabeza despejada.

Le pareció que todavía no se le habían pasado los efectos.

—Debo marcharme, —susurró con dureza—, pero ahora está despierta y me puede oír.

—Tampoco tienes por qué irte antes del amanecer. Nadie te podrá llevar hasta entonces.

—Para ti es muy fácil decir que espere —murmuró, aunque Mark no había dicho eso—. Como no es tu amiga la que está en peligro.

—Si es que lo está —dijo antes de continuar apresurado cuando Daniella lo miró colérica—. Me refiero a si correrá más peligro después de que yo hablara con ella.

—Ojalá no hubieras ido a verla. Todavía no entiendo por qué tuviste que hacerlo.

—Intenté llamar de nuevo a tu casa por si querías hablar conmigo.

—Sobre los padres.

—Más que nada. Se puso tu amiga Maeve y me contó que Eamonn Reith fingió querer llevarte a un hospital normal, pero que luego te quisieron atacar con un cuchillo.

—Porque Eamonn le lavó el cerebro.

—Sabía que sería algo de eso. Crees que hicieron que pareciera que aquella mujer se había escapado, y así la hubieran cargado a ella con el muerto.

—O a mí por haber llevado un cuchillo. Ya sabes, ni siquiera me registraron el bolso. Aquella gente pretendía cerrarme el pico o ganar más poder.

—Te creo. Por eso me las ingenié para que Maeve me dijera que te habías ido con Chrysteen a Oxford, pero cuando vi que no estabas en tu casa fui a la de ella.

—¿Y te dijo que yo estaba aquí?

—Lo supuso porque oyó a Nana Babouris invitarte en el funeral de tu padre.

—De acuerdo, necesitas averiguarlo, pero ¿por qué tuviste que hablarle de su padre? Debiste de hablarle sobre él, porque de lo contrario Chrysteen no te hubiera contado lo de la lista.

—Ella me lo pidió. Cuando supo quién era mi padre quiso que le contara no solo lo que sabía de su padre, sino de todo el asunto.

—¿Qué te preguntó?

—Quería saber si te estabas imaginando cosas a causa del trauma por la pérdida de tu padre.

—¿Te concretó qué cosas?

—Sí, por eso le dije que todo era cierto.

Pese a que Daniella sabía que Mark no le estaba mintiendo, todo lo que le dijo le hizo querer salir disparada hacia el puerto.

—¿Cómo se lo tomó? —musitó.

—Creo que no demasiado mal.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Me dio las gracias por hacerle ver que no te habías vuelto loca, después me dijo que lo más probable era que estuvieras aquí, y por último me pidió que la dejara sola para poder pensar.

—¿Pero tú qué tal la viste?

—Bastante tranquila, teniendo en cuenta las circunstancias.

—¿De verdad lo estaba? ¿No sería que no quería que supieras cómo se sentía de verdad?

—No sabría decirte. No la conozco tanto.

Daniella hubiera preferido que Chrysteen no se hubiera fiado de Mark, si bien también deseó no haber dejado nunca de confiar en él. Por lo menos ahora había recuperado la confianza suficiente para pedirle que le dejara refugiarse en su habitación después de haber encontrado el cuchillo. A Mark le sorprendió y le agradó verla sentada en su cama, y cuando Daniella le contó lo del hallazgo se mostró bastante preocupado. Daniella, para sentir que controlaba la situación, insistió en que se trasladaran a su habitación en cuanto estuvieran seguros de que Nana ya no saldría de la suya; una vez que cambiaron de cuarto, Daniella dejó que Mark se echara a su lado.

—¿Crees que se habrá dormido ya? —susurró Daniella con apremio.

—¿Chrysteen?

—Ella. —Incapaz de pronunciar el nombre de la actriz, señaló con el pulgar la pared que separaba las dos habitaciones—. ¿Cómo es capaz…? —susurró, sin poder terminar la frase—. ¿Cómo puede haber gente así?

—¿Sabías que en la antigua Grecia las mujeres ofrecían a sus hijas en sacrificio a los oráculos?

—¿Ahora también eres historiador?

—Lo leí no recuerdo dónde.

—Perdona, no quiero parecer una bruja. —Le apretó la mano y se incorporó—. Ya queda muy poco para que amanezca. Es hora de bajar.

—Yo estoy preparado si tú lo estás.

—Entonces adelante —decidió, no sin que le surgiera otra pregunta—. ¿Hablas griego?

—Ni papa.

—Entonces no me serás de gran ayuda, ¿verdad? —dijo entre dientes mientras se quitaba la sábana de encima—. Ya no hablaremos más hasta que no nos pongamos en camino.

Daniella estaba en ropa interior. Sacó a tientas unos pantalones cortos y una camiseta de un cajón. Se puso también una chaqueta fina y cogió las sandalias y el bolso. Mark ya había recogido la ropa que había llevado hasta antes de quedarse en calzones, y esperaba de pie con las sandalias en la mano. Daniella le tocó el hombro y le puso un dedo en los labios antes de acercarse de puntillas a la puerta.

El pasillo de mármol estaba desierto y excepcionalmente frío. La villa y la isla parecían paralizadas en medio de una absoluta calma chicha. Daniella avanzó tres vacilantes pasos que le helaron los pies descalzos y, justo cuando se encontraba delante de la puerta de Nana, oyó un suspiro contenido y vio que algo se agitaba en el recibidor.

Se quedó inmóvil, escuchando solo el latido de su corazón, hasta que localizó el origen del sonido y del movimiento: el balanceo de una hoja de hiedra al son de una brisa que se había colado en el interior de la casa. Mark acababa de cerrar la puerta. Daniella hizo un círculo con el índice y el pulgar y le pareció que estaba intentando descifrar un símbolo secreto. Avanzó hasta el recibidor con toda la rapidez que le permitía el obligado sigilo; de repente, temió que la fría corriente que corría a ras del suelo le provocara algún calambre que le hiciera gemir sin que después fuera capaz de hacer otra cosa que esperar agónicamente a la pata coja a que saliera Nana a ver qué ocurría. Tuvo que recorrer los últimos metros sobre los talones, aunque no pudo evitar que los dedos siguieran tocando el suelo. Se pegó a una pared junto a la que había un florero rebosante de hiedras, y vio que la puerta doble de la villa permanecía cerrada por las noches.

No debían de estar cerradas con llave. Ningún isleño osaría allanar la villa. Apretó la mano contra el frío y húmedo mármol (¿o sería su mano la que estaba fría y húmeda?) y se inclinó hacia atrás para ver por qué Mark no la había alcanzado. Se había parado junto a la puerta de Nana, señalándola con la cabeza y mirándola de reojo. Daniella apartó la mano de la pared. Le iba a hacer una señal a Mark para que se tranquilizara, cuando de repente la puerta se abrió y Nana salió al pasillo.

Daniella se tapó la boca para reprimir una boqueada y se escondió. Estaba segura de que la actriz pensaría que pasaba algo raro.

—¿Hemos caído en desgracia? —preguntó Nana.

Mark se quedó mudo durante un par de latidos del corazón de Daniella.

—¿Hemos qué, perdón?

—Que si hemos… que si vuelves a tus orígenes.

—Eh… no… sólo a mi habitación.

—Ahí es adónde ibas.

—Sí, ya volvía.

—Entonces buenas noches. Duerme bien lo que queda de noche.

—Buenas noches. —Durante la pausa que siguió, Daniella solo oyó su corazón aporreándole en el pecho—. Antes estuviste en su habitación, ¿no?

Daniella se apartó la mano de la boca y casi se le escapa la boqueada que antes quiso ahogar. ¿Cuál era el propósito de aquella pregunta? La actriz respondió antes de que Daniella comprendiera que Mark sólo quería darle tiempo para fugarse de la villa.

—Sí —respondió Nana.

Mark no podía saber que la puerta de la casa estaría cerrada, del mismo modo que Daniella no podía saber cuánto ruido harían. La mera posibilidad de que las voces del pasillo despertaran a Theo o a Stavros la obligaron a seguir avanzando por el vestíbulo sobre sus mudos talones.

—¿Qué querías? —preguntó Mark.

—Cómo te lo diría, satisfacer los deseos de mis invitados.

Daniella, que estuvo a punto de perder el equilibrio por las arcadas que le provocó aquella excusa, tuvo que apoyar bien los pies en el mármol.

—Creo que Daniella no necesita nada —dijo Mark.

Daniella tiritó por la frialdad del suelo mientras colocaba las sandalias sobre el bolso delante de la puerta izquierda, una enorme y bien pulida plancha blanquecina de madera de pino, y agarró con las dos manos el pomo de la puerta de la derecha, que quedaba por encima de la cerradura.

—Entonces, ¿por qué estamos aquí?

—No sé a qué te refieres. Yo no…

—¿Por qué estás conmigo y no con tu… supongo que todavía debo llamarla amiga?

Los relieves del gélido pomo parecían querer morderle las yemas de los dedos. Al girarlos unos centímetros chirrió débilmente, pero no tanto como temía, si bien no tenía ni idea de cuánto hubiera crujido el pomo entonces.

—Ahora quiere descansar —dijo Mark—. Estaba dormida.

—Quieres decir que la he molestado.

—Digamos que ambos lo hemos hecho. Ahora no quiere que nadie la moleste. No quiere que nadie entre en su habitación. Dice que ya nos verá cuando se levante.

Se le iba a notar, pensó Daniella, que estaba a punto de sufrir un ataque de pánico. Nana sospecharía de por qué Mark insistía tanto, si no lo había adivinado ya. Daniella giró el pomo hasta el tope. Ya no chirrió más y las bisagras no hicieron el menor ruido cuando empezó a abrir la puerta. Cogió el bolso y las sandalias y los colocó sobre el escalón superior. Cuando empezó a sacar el primer pie, oyó a Nana decir:

—Entonces será mejor que pongamos fin a esto.

—¿A qué?

—A hablar en el pasillo si se va a despertar.

Daniella cerró la puerta más rápido de lo que la había abierto. Las bisagras no gimieron. Fuera lo que fuera lo siguiente que Mark le dijera a Nana, ya no podría oírlo. Daniella se giró a tiempo para ver las sandalias a punto de caerse de lo alto del bolso. Evitó que se cayeran de pleno pero no pudo evitar que las suelas emitieran un leve golpe seco al tocar el suelo. Después de cogerlas con la mano izquierda y de levantar el bolso con la otra, bajó rauda los escalones, que estaban todavía más fríos que el suelo del interior. El sendero de mármol también estaba helado; en cuanto puso los pies en él vio delante de ella un arbusto que resplandeció como una llama.

Había activado una lámpara que había oculta junto al sendero. Cada pocos pasos, mientras hacía fuerza con los dedos de los pies para que no se le agarrotaran, se seguían encendiendo luces artificiales que iluminaban las hojas y la vegetación para indicar el camino a la entrada de la villa. Cuando miró atrás las puertas seguían cerradas, no parecía que hubieran descorrido ninguna cortina, pero ¿y si Theo o Stavros habían visto las luces? Cuando todavía seguía en medio de las luces, el dolor de los pies empezó a hacerse insoportable. Se calzó las sandalias y se agachó a duras penas para abrochárselas. Apartó una cigarra muerta, ligera como una hoja, antes de continuar arrastrando los pies hasta el final del sendero, manteniendo todo el sigilo que las sandalias le permitían.

Cuando estaba pasando junto al coche aparcado se apagó la luz más cercana a la casa. Cuando llegó a la carretera vio que ya se habían apagado la mitad de las lámparas del sendero. A pesar de que le ayudaba a ocultar sus huellas, la oscuridad le hizo pensar que parecía que nunca había venido a la villa, de modo que se sintió menos segura de lo que esperaba al ver apagarse la última luz. Ya faltaba poco para que el cielo empezara a iluminarse y pudo ver que en el puerto ya empezaban a encenderse las primeras ventanas, como incitándole a echar a correr por la carretera.

Ahora los árboles estaban mudos. Los escarabajos empezaban a revolotear. La oscura carretera imponía sus aún más oscuras cunetas para impedirle que viera bien el puerto y la villa, blanca como un templo o como un mausoleo. Durante varios minutos solo pudo ver curvas y más curvas. Empezaba a pensar que estaba inmersa en una pesadilla en la que debía huir al puerto una y otra vez, condenada a repetir la misma escapada absurda hasta el fin de sus días. Seguía habiendo zonas cálidas; cuando volvió a soplar la fría brisa nocturna tuvo la impresión de que la desértica sequedad le perseguía. El invisible polvo del camino le abrasaba la boca, pero de nada le servía desear tener la petaca que se había asegurado de dejar en la habitación. Por lo menos ya había recorrido la mitad del trayecto y no veía que ningún barco hubiera salido del puerto. Solo pensar que podían dejarla en tierra otra vez le hacía correr más rápido. Cuando ya se encontraba tan cerca del muelle que podía distinguir la maraña de tejados sobre el oscuro oleaje oyó un ruido proveniente de la villa.

Al principio le pareció un simple susurro, imposible de identificar. Antes de saber de qué se trataba entendió que le perseguía. Forzó sus doloridos ojos y vio que algo se movía entre los árboles, recorriendo una tras otra las curvas de la carretera. Era el coche de Nana bajando aprisa por la colina con el motor y las luces apagados.

Daniella se lanzó como una flecha hacia el puerto, ignorando los roces de las correas de las sandalias en los pies desnudos. La carretera dio varias vueltas sobre sí misma mientras el invisible pero resuelto coche empezaba a pisarle los talones. Ya se encontraba justo encima de los tejados más elevados, cayéndose casi por la rocosa pendiente que bordeaba ese tramo del camino, que era demasiado escarpada como para arriesgarse. Pasó como un dardo frente a la iglesia y la tétrica madeja de casas, corrió como una exhalación ante las ventanitas iluminadas, que parecían querer guardarse toda la luz para sí, y se deslizó sobre los guijarros del otro lado de la calle. Había cinco hombres en el malecón, desamarrando o cargando sus barcos; había también un hombre hablando con una mujer, quizá su esposa, la cual estaba de espaldas a Daniella. Daniella atravesó la playa como una centella, sin poder evitar que las piedritas se le metieran en las sandalias y le hicieran daño en los pies, y oyó que el coche se detuvo detrás de ella con un victorioso tirón del freno de mano. En cuanto los pescadores levantaron la cabeza para verla, Daniella hundió la mano y tanteó en su bolso.

—¡Atenas! —gritó, agitando en el aire un fajo de billetes griegos junto con cincuenta o sesenta libras.

Los pescadores se miraron unos a otros y se encogieron de hombros casi al unísono. La mujer se dio media vuelta, su silueta se agitó recortada sobre el mar inquieto, y se puso las manos sobre la parte de su informe vestido negro que debía taparle los labios. Su arrugada cara alargada parecía hecha de resquebrajado cuero rígido y abotonada con unos ojos negros como el basalto. No se inmutó cuando Daniella sumó cien libras a su oferta y tendió el dinero para quien estuviera dispuesto a ganárselo.

—Atenas —rogó.

La mujer palpó el fajo con un achaparrado dedo. Mientras contaba los billetes Daniella oyó las pisadas de alguien que corría sobre los guijarros de la playa. La mujer agarró el fajo y le lanzó a su marido una lluvia de palabras casi desprovistas de consonantes. Daniella, que todavía no había soltado el dinero, volvió la cabeza para ver quién corría hacia ella. Era Mark.

La mujer la agarró por la muñeca y le hizo una apremiante pregunta que Daniella no comprendió hasta que vio a la mujer señalando con la cabeza y mirando a Mark.

—Los dos —dijo Daniella agarrando a Mark de la mano para asegurarse de que la mujer la entendiera. Mark tenía la mano caliente y sucia y parecía ansioso por que se la cogiera. Daniella no le soltó hasta que el pescador y su esposa acabaron de discutir y gesticular, que fue cuando el hombre ayudó a Mark y Daniella a subir a la pequeña barca.

La embarcación se meció cuando Daniella se sentó en la proa y se bamboleó cuando Mark hizo lo propio a su lado. El mar les salpicó cuando el barquero tiró de la cuerda del motor de la popa. La barca se levantó un poco y salió disparada, escindiendo la negra piel del mar y revelando su blanda y destellante pulpa; poco a poco la isla se fue encogiendo, hasta que solo se pudo ver la mancha blanca de la cima. Un rato después de que la villa se hundiera en el horizonte Daniella tuvo la impresión de que su destino había caído en medio de una telaraña invisible, cuyas hebras tirarían de ella aunque se escondiera en las entrañas del mundo.