Mark no movió ni un dedo hasta que Daniella no se acercó a él, que levantó la mano para hacerle una señal. Podría haber sido un saludo, un intento de aplacarla o quizá algo que solo él sabía. Su rostro mostraba la misma expresión empática de siempre, pero a Daniella ya no le decía nada. Antes de que Daniella acertara a darle una explicación, Stavros pasó junto a ella levantando una lluvia de guijarros y detuvo el coche frente a Mark.
—¿Shakespeare? —preguntó.
—Yo soy —afirmó Mark al tiempo que asentía con la cabeza—. ¿Y usted es…?
Stavros no parecía haber entendido más que el movimiento de testa de Mark.
—Se llama Stavros —intervino Daniella—. ¿A qué crees que has venido, Mark?
—Le dije a la señora Babouris que deseaba hablar con ella sobre tu padre.
—¿Y por qué yo no sabía que ibas a venir?
—Le pedí que no te le dijera. Supuse que no querrías que viniera.
—Por lo menos en eso tienes razón. Se negaría, ¿no?
Mark se limitó a mirar a Stavros, que se había apeado del coche para colocar la maleta de Mark sobre el asiento delantero del pasajero.
—¿Queda muy lejos? —le preguntó Mark a Stavros.
El encogimiento de hombros y las palmas hacia arriba de Stavros parecieron satisfacer a Mark, quizá porque significaba que el conductor no hablaba su idioma. Stavros abrió una de las puertas de atrás y Mark le invitó a subir. Aquel gesto le pareció una disculpa muda que no consiguió sino que le dieran arcadas. No sabía si no dirigirle más la palabra o regalarle su dolor de cabeza, que aumentó cuando Stavros cerró la puerta después de que Mark hubiera subido. Cuando el conductor se dio media vuelta sin prestarles demasiada atención, Mark murmuró:
—Lo siento.
—Qué bien, eso lo arregla todo. —Verse obligada a responder la enfurecía todavía más—. ¿Qué sientes?
—No haberte dicho mi nombre completo cuando nos conocimos. Después ya no quise porque supuse que sospecharías.
—No veo por qué habías de suponer algo así. —El sarcasmo no le satisfizo del todo, de modo que preguntó sin ánimo de recibir una respuesta—: ¿Por qué iba creerme que hubieras preferido ser sincero?
—¿La verdad? No me considero un Shakespeare. Intenté deshacerme de todo eso cuando empecé a escribir.
El coche dio un volantazo tan rápido al salir del puerto que Daniella se hubiera caído sobre Mark si no se hubiera agarrado al asidero de la puerta.
—¿Qué es todo eso?
—Todo lo que descubrí, como tú.
La iglesia fue desapareciendo poco a poco del paisaje mientras Daniella escudriñaba el rostro de Mark. Ahora incluso su formalidad le hacía parecer arrepentido, lo que le confundió.
—Eso me lo tienes que explicar —dijo Daniella.
Mark señaló con un dedo a Stavros sin que este pudiera verlo por el retrovisor.
—Quizá debamos esperar a estar solos —sugirió, casi logrando parecer casual.
El hecho de que Mark fuera más cauto que ella misma la desconcertó, por no mencionar su incapacidad para disimular el tono de su voz tanto como Daniella había pensado que podía.
—Ya has visto que no entiende —dijo, antes de preguntar con la urgencia de alguien que busca un aliado desesperadamente—: Habla.
—Eso de lo que tu padre y el mío formaban parte.
—¿Cómo lo has averiguado?
—En realidad lo he sabido desde que murió mi hermana.
—¿Cuándo?
—Hará diecinueve años. Ella tenía siete años y yo seis.
—Lo siento. —No solo lo sentía, sino que recordó la fecha que su padre había anotado junto a Herrero de los libros.
—¿Qué le ocurrió? —preguntó.
—Mi padre estuvo a punto de caer en bancarrota cuando dejó la editorial en la que trabajaba para fundar Midas Books. El día en que Midas abrió sus puertas mucha de la gente que asistió al funeral de tu padre volvió a nuestra casa después.
—¿Mi padre también?
—Me temo que sí. Aquella fue la noche en que dicen que mi hermana salió sonámbula de casa, que fue por lo que la atropelló un tren en un paso a nivel sin barreras.
—¿Y tú no te lo crees del todo? ¿Nadie sospechó?
—No, dicen que aquel fue el año en que se empezó a levantar sonámbula.
—Sigues diciendo «dicen». ¿Tus padres no la llevaron al médico?
—Sí, ya se encargó mi padre de eso. Se la llevó a Eamonn Reith.
Daniella cada vez tenía la boca más seca, quizá por la polvareda que iba levantando el coche.
—No es que me fíe de él pero no entiendo cómo podría provocar que se levantara en sueños.
—Creo que nunca lo hizo. Se despertaba en cualquier lugar de la casa y nunca sabía cómo había llegado allí. Pero una noche en que yo todavía no me había dormido del todo me pareció oír que alguien entraba en su habitación y se la llevaba abajo, que es donde se despertó.
Daniella echó un trago de su petaca y se la ofreció a Mark al tiempo que le preguntó:
—¿Cómo se llamaba?
—Philippa.
—Y el segundo nombre de tu padre es…
—Ya sabes cuál.
—¿Intentaste decírselo a alguien?
—¿Quién me iba a creer? Pero sí, lo intenté y la familia me retiró la palabra durante varias semanas. Hace mucho que dejé de esforzarme, pero nunca he dejado de mantenerme alerta. Sé que no basta. Al principio solo vine a verte por lo de la revista, pero cuando me dijiste lo que habías visto después del funeral tuve claro que podríamos averiguar mucho más.
—¿Cómo? ¿No diciéndome nada?
—Antes quería preparar el terreno. Nunca me imaginé que me creerías desde el principio.
—No era solo para eso para lo que querías preparar el terreno, ¿verdad, Mark?
A Daniella le pareció bien que Mark se sonrojara un poco al contestar:
—Mientras me creas ahora.
—Todavía no tengo muy claro qué es lo que creemos. —Mark pestañeó sin comprender y Daniella prosiguió—: ¿Por qué te parece que hacen lo que hacen?
—A veces pienso que es solo la manera que tienen de asegurarse de que los unos guardarán los secretos de los otros, o quizá sea así como demuestran que están totalmente dispuestos a hacer lo que los demás les digan. El caso es que parece como si debieran hacer, ya sabes, un sacrificio cuando se ven en graves apuros si quieren que los demás los ayuden, aunque a veces solo si necesitan un empujón para alcanzar el éxito.
—Debe de haber algo más. No puede ser tan patético. Yo creo que todo viene de la época anterior a la Biblia, cuando hacían sacrificios para cualquier cosa.
—En aquellos sacrificios siempre se ofrendaban vírgenes, ¿no? Por aquel entonces las gentes debían de vivir en el desierto y esperarían comida y agua a cambio.
—En la Biblia se habla sobre alguien que mató a Caín, que fue vengado siete veces. Creo que es lo que hicieron con Norman Wells por hablar conmigo.
Mark miró a lo alto de la colina.
—Ya casi hemos llegado. ¿Tenías una lista de todos?
—Y de las fechas en que cada uno hizo lo que hizo.
—¿Qué piensas hacer con ella? —preguntó con cierto apremio antes de mirarla—. ¿Te encuentras bien?
Daniella vio a Nana en los escalones de la entrada de la villa, inclinada hacia delante, con las manos en las rodillas. Debía de haber visto el coche pero parecía como si fuera a correr una maratón.
—De maravilla —contestó Daniella—. ¿Por qué?
—Pareces más cansada que hace un rato.
Daniella pensó que incluso al coche le costaba seguir adelante, pero sabía que era por la reprimenda que Nana le había echado a Stavros por su manera de conducir.
—Demasiado caminar y muy poco dormir —explicó—. Quería colgar la lista en Internet, pero Nana no tiene acceso.
Justo entonces Nana salió a recibir el coche, tan rápido que su perfume se adelantó al de las flores que bordeaban el sendero.
—¿Qué estáis diciendo de mí? —les preguntó.
Al parecer la pregunta era un mero saludo, puesto que antes de que Daniella le contestara Nana ya le estaba diciendo a Mark:
—De modo que tú eres el chico de Victor Shakespeare.
—No puedo decir que no.
—No veo por qué ibas a querer negarlo, ¿verdad? Es algo de lo que estar orgulloso y estoy segura de que él también puede presumir de ti. —Nana clavó la mirada en él y preguntó—: ¿Te importaría explicarme una cosa?
—Es un placer conocerte. Gracias por invitarme a venir —dijo Mark estrechándole la mano sin haber salido todavía del coche—. ¿Qué cosa es esa?
—No querías decirle a mi joven amiga que te ibas a quedar con nosotras, pero ya veo que estáis juntos.
—Mark quería darme una sorpresa —intervino Daniella para anticiparse a Mark, que también contestó.
—Tuvimos una discusión pero ya lo hemos arreglado.
—Yo diría que todavía no os habéis puesto muy de acuerdo. —Nana les sonrió primero a uno y después al otro y luego dijo—: ¿Vais a compartir habitación?
—No lo creo —dijo Mark antes de soltar una risita.
—No —reiteró Daniella con una carcajada de alarma.
—Disculpad mi atrevimiento. Tenía que preguntároslo por si debía preparar otra habitación para Mark. —Nana abrió la puerta del lado en que estaba Mark y le cogió la mano mientras le daba unas órdenes en griego a Stavros. Quizá le dijera al conductor que sacara del coche la maleta de Mark, puesto que fue lo que hizo, pero después siguieron hablando el suficiente tiempo para que Mark aprovechara y susurrara:
—Daniella.
—¿Qué?
—Nana…
Nana echó hacia delante el asiento delantero del pasajero y le ayudó a apearse del coche.
—Permíteme indicarte dónde vas a dormir para que puedas prepararte antes de cenar.
Cuando Nana se lo llevó de la mano, Mark le lanzó una mirada de frustración a Daniella, que no pudo hacer nada. Stavros tiró de la maleta de Mark hasta la habitación que quedaba en el extremo del pasillo, alejada de las de Daniella y de Nana. Daniella quiso acompañar a Mark hasta su cuarto, pero Nana le puso su fría mano en el brazo.
—¿Vas a cambiarte para cenar, Mark?
—No sabía que se trataría de una cena formal.
—No lo será. Debe ponerse cómodo, ¿verdad, Daniella? Lo decía por si querías refrescarte, Mark.
—En cuanto me dé una ducha estaré listo.
—Las chicas respetaremos esa sencillez —dijo Nana, cerrando la puerta del nuevo invitado—. Prepararemos unos cócteles en la terraza —gritó Nana a través de la madera—. ¿Qué te apetece tomar?
—Si puede ser, una cerveza.
—Cómo no, una cerveza —dijo, como si no cupiera esperar otra cosa de un hombre—. ¿Y tú, Daniella?
—No me apetece mucho beber.
—No debes dejar que beba sola si no quieres que me sienta como una mujer desesperada. Mézclalo con un poco de agua y ya verás qué bien te sienta.
—Tomaré un poco de vino blanco entonces.
—Blanco, como corresponde a un señorita. —Cogió a Daniella del codo y se la llevó a la cocina, donde se sirvió un generoso vermú con ginebra mientras Theo probaba ruidosamente una cucharada del guiso que estaba removiendo. Nana le pasó a Daniella la ginebra y un vaso grande de vino y salió tras ella a la terraza llevando una jarra de agua y un vaso vacío.
—Querrás echar hielo en el agua —dijo antes de regresar dentro de la villa y volver a salir con el vaso tintineante como unos cascabeles.
Las redes que rodeaban los árboles más altos emitían destellos rojos, como si hubieran recogido algo más que aceitunas. El sol, que empezaba a encogerse, iba dejando un rastro carmín desde el horizonte hasta la playa desierta. Nana se reclinó en su raquítica silla y cerró los ojos, como si disfrutara de una paz que las cigarras no quisieran concederle. Su cara, sumida en una calma absoluta, parecía monumental. De haber sabido que Nana se iba a echar una siestecita, Daniella se las hubiera ingeniado para escabullirse y seguir hablando con Mark; el caso es que se sentía demasiado extenuada como para moverse, o para beber agua helada en vez de vino. En cualquier caso, en ese momento salió Mark vestido con una camisa y unos pantalones, aunque no pudo preguntarle qué era lo que no le había terminado de decir en el coche.
—Aquí llega nuestro caballero —anunció Nana, abriendo los ojos en cuanto Mark puso el primer pie en la terraza, y dando unas palmaditas.
Las gambas (Daniella se imaginó que eran símbolos de copyright o etiquetas de agua congelada o números romanos, e intentó contarlas para averiguar cuántos siglos sumarían entre todas) fueron las protagonistas del humeante guiso que Theo les sirvió.
—Saginaki —sentenció antes de regresar a la cocina.
La salsa era lo bastante picante para que Daniella atacara tanto el agua como el vino. Después de comprobar que todo estaba en su punto, Nana siguió mirando a Mark.
—¿Por qué no nos hemos visto antes? —preguntó.
—¿Dónde íbamos a habernos visto?
—En el funeral de Teddy, por ejemplo.
—Entonces no conocía a Danny.
—¿Y a su padre?
—Lo había visto un par de veces.
—Así que quieres saber si puedo desvelarte algún misterio sobre él.
Daniella se había dado cuenta de que a Nana se le habían enrojecido los ojos hasta hacer juego con el cielo crepuscular. Una oleada de furia y aflicción le empujó a espetar:
—¿Puedes?
—Tengo algunas cosas que contarle al mundo. ¿Vamos a mantener la entrevista ahora?
Mark entreabrió la boca pero miró a Daniella.
—Como tú prefieras —contestó.
—Entonces mejor dejarlo para más tarde.
—Pobre niña. Todavía le duele —dijo Nana—. ¿No te ha servido mi isla para recuperarte?
—Un poco.
—Me encantaría que te sirviera para aliviar todas tus penas. —Nana cerró los ojos, extinguiendo por un momento su fulgor, y acto seguido miró pestañeando a sus dos invitados—. ¿Entonces cuál es vuestra historia?
—Historia —repitió Daniella para ver si así se le ocurría alguna respuesta.
—¿Sobre qué? —preguntó Mark.
—¿Cómo os conocisteis?
—Por la misma razón por la que estoy aquí. Quería hablar con Daniella sobre su padre.
—Imposible.
—¿Por qué? —preguntaron los invitados a coro.
Ambos se rieron pero a Nana le pareció más sincera la risa de Mark y Daniella se preguntó si sería por eso por lo que la anfitriona le contestó a él.
—Ya has visto su reacción. Todavía no está preparada.
Daniella se sirvió más marisco y más agua mientras pensaba en algo que decir para participar en la conversación.
—Descubrimos que teníamos otras cosas en común.
—¿Sería inadecuado por mi parte si pregunto cuáles?
—Los dos sabemos lo que queremos —respondió Mark— y juntos lo vamos a conseguir.
Daniella supuso que debería admirar la capacidad de conversación de Mark, pero le pareció que tenía demasiada labia. El arrebol del atardecer hizo destellar la dentadura de la silueta sonriente de Nana.
—Hablas de información, ¿verdad? —dijo.
—Desde luego —asintió Mark—. Sobre tus películas.
—Precisamente hoy estábamos inmersas en una, ¿verdad, Daniella? Yo por lo menos. ¿Qué es lo que te gustaría saber, Mark?
—Ponme un poco en antecedentes. Cuéntame qué te empujó a los platós.
—Tendría que hablar de Teddy Logan.
—No pasa nada —intervino Daniella—. No quiero que la gente no pueda mencionarlo en mi presencia.
—Te hablaré sobre mi época dorada —le anunció la actriz.
Daniella se terminó el marisco y se bebió un par de vasos de agua mientras los escuchaba. Nana no habló solo de sus filmes sino que también contó su idílica historia sobre cómo la convirtieron en un mito que enmascaraba una sombría realidad; una vez que terminó la ración del fibroso postre melifluo que les sirvió Theo pensó que ya bastaba de sensiblerías.
—¿Os importa que me vaya a dormir? Estoy muerta de cansancio —dijo de repente, sin alejarse demasiado de la realidad; de hecho, estaba tan extenuada que apenas levantó la barbilla para despedirse de Mark cuando pasó por detrás de la anfitriona.
Mark no se inmutó. Poco después de que Daniella hubiera entrado a duras penas en la villa le oyó decir:
—Permíteme ir al cuarto de baño. Luego me gustaría hacerte algunas preguntas más.
Daniella esperó junto a la puerta de la habitación de Mark, y en cuanto este atravesó el recibidor, Daniella le preguntó susurrando:
—¿Qué ibas a decirme en el coche?
—¿Podemos hablar en tu habitación? —contestó Mark con voz aún más queda.
—Donde sea, mientras me lo cuentes.
—De acuerdo, pues vamos…
El gesto que Mark hizo de guiarla molestó a Daniella, entre otras cosas porque acentuaba lo delicado que era el asunto. Daniella entró en su habitación con paso firme, encendió la luz y corrió las cortinas. Por la ventana vio que Theo le estaba murmurando algo a Nana, que sonrió a Daniella antes de que las cortinas impidieran seguir viendo su cinematográfico perfil, resplandeciente en medio de la noche. Mark se había quedado junto a la puerta y le hizo señas a Daniella para que se acercara.
—Habla ya —susurró.
—Decías que querías colgar la lista en Internet.
—¿Y qué?
—¿Por qué no lo hiciste?
—Ya te lo dije. Aquí no hay conexión.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Nana.
—Lo que me imaginaba. No debía de querer que entraras porque no era verdad.
—¿Quién te ha dicho eso? —susurró Daniella con furia y sintiéndose infantil por repetir la pregunta de Mark.
—Danny, Nana tiene una página en Internet. Entré en ella antes de salir para acá.
—Eso no significa que la haya creado ella misma. Debe de ser obra de algún fan.
—Te equivocas. Cuando entré Nana acababa de informar sobre la congelación de sus derechos.
—Muy bien, debía de referirse a que no se puede entrar desde aquí. Debe de actualizar la página cuando viaja al continente.
—¿No ha salido en todo el tiempo que llevas aquí?
—No. ¿Por qué?
—¿Cuándo llegaste?
—Hace tres días. ¿Y?
—La noticia sobre sus derechos apareció ayer. Lo sé porque era la segunda vez que entraba en la web.
Daniella miró a Mark sin saber si sentirse más traicionada por Nana o por él, ni qué hacer en ningún caso. Mark se mostró igual de reacio a pestañear hasta que el teléfono sonó en la terraza. Daniella oyó a Nana decir «Babouris», las pisadas de Theo entrando en la casa y después de nuevo la voz de la anfitriona, aunque esta vez más baja. «Ella está aquí», dijo.
Debía de referirse a Theo, pensó Daniella oyendo el chirrido de una silla al retirarla.
—Solo lo sabes tú y aquellos a quienes tú se lo hayas contado —murmuró Nana—. Él no podía soportar no decírselo a nadie, pero ha sido mi secreto desde entonces.
Cuando volvió a hablar, su voz sonó más lejana.
—Precisamente lo que te dije, demostrarte que soy capaz. Y si es necesario lo volveré a hacer en cuanto tenga uno propio.
Apenas se le podía oír. Mark se acercó a la ventana y miró a Daniella, que se colocó tras él, furiosa por lo que se negaba a dar por sentado.
—No creas que no lo haré porque soy una mujer —dijo Nana entre los árboles—. La memoria de los griegos es milenaria. Las mujeres estuvieron ahí desde el principio y es hora de que os deis cuenta. Es hora de que reclamemos el poder que nos corresponde.
A regañadientes Daniella pegó a la ventana una oreja, que se le quedó fría. Con el hombro atrapó una cortina, que tembló impaciente por dar paso a la escena final. Daniella no respiró hasta que volvió a escuchar la voz de Nana, que sonaba sin el menor rastro de afectación.
—Espera a que te envíe una cinta. No será como una película pero te prometo que será real. Llegará muy pronto, mi nuevo yo.
Daniella tenía los puños apretados y el cuello estirado, dispuesta a seguir escuchando con atención, pero lo único que oyó fueron las pisadas de Nana en la terraza.
—Tengo que salir, —musitó Mark—, si no empezará a preguntarse dónde me habré metido.
—Ahora que me tienes en ascuas y hecha un lío te largas.
—En cuanto tenga la oportunidad averiguaré qué es esto de la web y luego…
—¿Cómo piensas hacerlo?
—Esperaré hasta que se hayan acostado todos, excepto tú si quieres acompañarme, y buscaré el ordenador.
—Difícil. Si lo hay, lo tendrá en su habitación porque ya he visto el resto de la casa.
—¿Puedes salir a hablar con ella para que yo pueda echar un vistazo?
—Has dicho que te estará esperando. —Durante unos segundos la cargazón que latía en su cabeza le hizo creer que no debía extender más la respuesta—. Sal tú a entretenerla —dijo— y yo miraré en su habitación.
—¿Estás segura?
—Quiero estarlo.
La sonrisa vacilante de Mark subrayó la preocupación de su rostro antes de que saliera raudo a su habitación. La cisterna seguía cargando agua cuando salió al recibidor. Cuando el alboroto cesó, Nana dijo:
—Aquí estás. Empezaba a creer que había perdido mi encanto.
—Oí que estabas al teléfono y pensé que querrías hablar en privado.
—Eres tan considerado. Solo eran negocios.
—¿Era importante?
—De vida o muerte.
A Daniella le enfureció aún más la desconfianza que Mark había sembrado en ella y que no hacía más que crecer. No le ayudó sentir que debía recordar algo que Mark había dicho reciente o quizá no tan recientemente. Salió con cautela al pasillo, en parte para dejar de oír a Mark y Nana. En el interior de la villa reinaba el silencio. Agarró el pomo de la puerta de Nana, la abrió un poco y vio a Nana.
Estaba de espaldas a la ventana sin cortinas. Sin embargo Mark, que sí la había visto, clavó los ojos en la anfitriona tan hondo que Daniella no dudó que Nana sospecharía que algo iba mal.
—Háblame sobre su padre, ahora que no está.
—Me ayudó a conocerme a mí misma —empezó Nana mientras Daniella entraba de puntillas en la habitación para volver a salir antes de oír algo que no pudiera soportar. La habitación solo estaba iluminada por la luz del pasillo y por el tenue resplandor indirecto de la terraza. Había una cama en la que cabían bien dos personas, un enorme ropero empotrado y un tocador sembrado de destellantes joyas. En la esquina más alejada de la puerta y la ventana, desde las que no era posible ver el rincón, había un ordenador sobre un escritorio.
Nana no tenía por qué querer esconderlo, pensó Daniella; lo habría colocado allí para protegerlo de la luz directa del sol. Cruzó la habitación rápida y sigilosamente y Mark siguió con la mirada fija en Nana para que no se notara que la estaba viendo. Daniella vio los carteles que colgaban de las paredes, ampliaciones del rostro de Nana sobre las que ponía algo que la oscuridad no permitía leer bien. «Me enseñó todo lo que debía saber para triunfar», dijo Nana cuando Daniella se acercó al escritorio. Vio que del ordenador salían dos cables. Uno era el de alimentación pero el otro, como pudo comprobar al acercarse pese a desear estar equivocada, pertenecía a un módem de conexión a Internet.
Cuando se arrodilló para ver adónde conducía el cable, queriendo creer que no tenía por qué estar conectado, cayó en la cuenta de que debía de sentirse igual que Chrysteen cuando esta negaba de todas las formas posibles cuanto pudiera hacerle sospechar de su padre. El cable terminaba en una toma de teléfono. No cabía duda de que había conexión a Internet, pero no fue por eso por lo que levantó la cabeza de repente. Por fin había comprendido. Sintió como si el dolor que le atravesó el cuello hubiera prendido fuego en su cerebro. Para saberlo de la lista de su cuaderno, Mark debía de haber hablado con Chrysteen… debía de haberla hecho enfrentarse a parte de la verdad.
Daniella se puso en pie de un salto, o lo intentó. Ni se levantó del todo ni se cayó de rodillas y estuvo a punto de agarrarse instintivamente a la silla con ruedas del escritorio. En el último momento logró apoyarse en la más cercana de las dos almohadas que había sobre la cama. Consiguió recuperar el equilibrio, aunque no pudo evitar correr la almohada unos centímetros sobre la sábana de seda que cubría el colchón. Se agachó para dejarla en su sitio y que Nana no se diera cuenta de que habían revuelto sus cosas. Antes de llegar a tocarla se quedó paralizada, extendiendo las manos en un vano intento de alejar de sí lo que acababa de descubrir, con la cabeza inclinada hacia abajo, como si su cuello lacerante no le permitiera levantarla.
Permaneció así agachada durante largos segundos pero no consiguió apartar su feroz y dolorida mirada de aquello. Tuvo que retirar la almohada para destapar el resto del objeto que acababa de descubrir. Brillaba con la misma debilidad que se había apoderado de todo su ser. No obstante no le cabía la menor duda de que era un cuchillo idéntico al que encontró en la tumba de su padre.