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Cuando ya se les podía oír desde la villa, Daniella no hacía otra cosa que quejarse sobre Stavros. No le importaba que le hubiera ayudado por una pequeña y escarpada cuesta para llegar a un sendero más llano que aquel por el que había bajado, ni que le tendiera la mano cada vez que habían de enfrentarse a algún tramo más difícil. Gatearon por entre los árboles más altos, en los que las aceitunas negras brillaban como si fueran los ojos de las redes.

—Nos vernos —dijo Nana antes de que Daniella pudiera darle una voz, y posó el teléfono sobre la mesa—. ¡Daniella! —gritó poniéndose de pie de un salto y con un sedoso frufrú de su vestido largo para ayudarla a llegar a la terraza—. Estábamos preocupados por ti.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —repitió Nana, frunciendo un tanto el ceño ante la rudeza de su invitada—. Porque Theo creyó verte caer por aquellas rocas.

—Bueno, pues ya ves que estoy muy bien.

—Mandé a Stavros para que comprobara que no te había pasado nada.

—Eso no fue lo único que hizo.

La mirada de Nana se oscureció aún más al mirar a Stavros, que subió con agilidad felina a la terraza.

—¿No? ¿Qué más hizo?

—Puede que debiera haberte contado lo que quería hacer, pero no te encontraba y se me acababa el tiempo. Quería coger el barco que trae a los turistas hasta la playa. Le dijo al barquero que no regresara a por mí. Estoy segura.

—Pronto lo descubriremos. —Nana lanzó una lluvia de gritos griegos a Stavros y recibió otra a cambio—. Eso me pareció —dijo cuando Stavros se metió en la villa.

Daniella dejó caer el bolso sobre la mesa y sacó una silla sin arrastrarla para que no le crispara todavía más los nervios.

—¿Qué? —preguntó tras sentarse frente a Nana.

—¿Qué te hacía pensar que Stavros quería impedir que cogieras ese barco?

—No lo sé —admitió Daniella, negándose a pensar que se estaba comportando como una paranoica, puesto que nunca había actuado como tal—. Es que me pareció que es lo que pretendía.

—En realidad lo que Stavros pretendía era ayudarte.

—¿Entonces por qué me dejaron en tierra?

—Muy sencillo: por el seguro. Es más importante de lo que tú te imaginas. El seguro sólo cubrirá el barco si lleva pasajeros con billete. Tienen prohibido coger más gente por el camino.

Daniella dejó caer las manos con las palmas boca arriba sobre la mesa. Debía de estar exhausta: se sentía mareada. Su mirada saltó del rostro atento de Nana a la copia impresa que su anfitriona había estado leyendo antes.

—¿Qué es eso? —preguntó creyendo tener derecho a saberlo.

—Algo de lo que quería hablar contigo. —Nana colocó las hojas como si fuera a pasárselas a Daniella, pero se limitó a recolocarlas con las uñas—. ¿Qué tal madre crees que podría ser? —preguntó.

—Ya tengo una.

Nana soltó una carcajada, sin saber si por la pregunta o por la respuesta.

—Me preguntaba si seré demasiado vieja.

—A mí no me lo pareces.

—Me he ganado la vida pareciendo lo que no soy, y quizá haya llegado el momento de poner punto y final.

—¿Hay alguien?

—Solo Daphne. —Antes de que Daniella decidiera que eso era un sí, Nana añadió—: Se puede arreglar si estás dispuesta a pagar.

—A un donante.

—Y todos los cuidados.

—¿Criarías aquí a un niño? —preguntó Daniella, que no esperó ninguna respuesta al descubrir lo que contenían todas aquellas hojas—. ¿Lo has conseguido en Internet?

—Todo está ahí, si sabes dónde buscar.

—Casi todo. —Aquella debía ser la manera en que compartiría los secretos de la lista de su padre con el mundo—. ¿Podría navegar un poco? —le preguntó de pronto.

—Tendría que saber lo que quieres mirar.

—Nada malo. Me refiero, nada donde no sea legal entrar.

—No te entiendo. Quiero decir que necesito más detalles.

—Quiero enviar un mensaje.

—Tengo que saber cuál, Daniella.

—¿Por qué? ¿Porque el destinatario verá que se envió desde aquí? ¿No hay una forma de ocultar eso? Seguro que sí.

—No.

A Daniella aquello le sonó tan tajante como la última palabra que un padre le dice a un niño caprichoso, lo que le hizo sentirse estúpidamente infantil hasta que Nana le explicó por qué:

—Lo que ocurre es que el mensaje no saldría desde aquí.

—¿Por qué no?

—Porque aquí no hay conexión a Internet. Daphne imprimió esto y me lo trajo para que lo leyera. —Nana volvió las hojas boca abajo y continuó—: La llamaré y le comunicaré tu mensaje.

—Tendría que escribirlo.

—Desde luego, adelante.

Que Nana tuviera que leer el mensaje parecía todavía más desalentador que escribirlo en una pantalla.

—Antes me gustaría refrescarme —dijo Daniella.

—Mi piscina te espera.

Daniella no tardó mucho en salir del agua. Cada vez que se movía, el agua destellaba como una charca de navajas. Si se quedaba flotando sentía como si yaciera tumbada en un altar casi inmaterial bajo la inmensa y milenaria mirada del cielo. Los escarabajos le dieron la impresión de que estaba rodeada por un público tan escandaloso como invisible. El malestar que todo aquello le provocó no tardó en sacarla de la piscina, tras lo que se cubrió con una toalla y se metió en la casa.

Se duchó y, cuando se estaba vistiendo, Nana llamó a su puerta.

—¿Cuánto crees que tardarás en escribir el mensaje?

Daniella se ajustó los pantalones cortos y la camiseta antes de abrir la puerta.

—Todavía no he empezado.

—Dentro de una media hora Daphne saldrá de la oficina y ya no volverá en todo el día.

—No me va a dar tiempo.

—¿Mañana?

—Supongo.

—¿Te apetece ver una película antes de cenar?

Daniella no se vio con fuerzas para negarse.

—¿Cómo se titulaba la que vi cuando era una niña en la que rescatas a la chica que bajan a la mina?

—¿Un sol para Susan? Aquel fue mi primer gran éxito. No se hable más, nos hará sentirnos más jóvenes.

La sala de proyección estaba enfrente del dormitorio de Nana. Tras cerrar la puerta utilizó el control remoto que había sobre el proyector para encender las luces indirectas. Dos filas de seis asientos cómodos como sillones miraban hacia una pantalla de unos tres metros de ancho enmarcada entre cortinas de terciopelo. Daniella tomó asiento en medio de la segunda fila mientras Nana metía un disco dentro del reproductor. Cuando el símbolo de Oxford Films (un caballero de armadura dorada que blandía una espada que refulgía como una llama) apareció en la pantalla, Nana se sentó junto a Daniella y apagó las luces.

A los pocos minutos, Daniella se arrepintió de haber preguntado por aquella película y no solo porque le hizo pensar en lo ilusa que debía de ser de pequeña. La mina victoriana parecía sacada del sueño de algún director de arte; no hacía falta que le dijeran que los húmedos y tétricos túneles eran un simple decorado ni cómo la niña (que se suponía que tenía ocho años y a la que tan bien habían caracterizado embadurnándola de sudor y mugre, dándole un aspecto enfermizo en las escenas donde se ocupaba de un pequeño huerto que había tras la barraca de la familia) conseguía tirar de una vagoneta rebosante de carbón. Daniella había olvidado que fue el propio padre de la niña el que la entregó a la mina para sacar adelante a la paupérrima familia y quien siempre encontraba una excusa que dar a la poco creíble maestra de escuela que interpretaba Nana. Cuando Nana suspiró al ver esa escena a Daniella le pareció todavía más insoportable, y el hecho de tener que seguir viendo la película hizo que se le intensificara el dolor del cuello. Nana volvió a suspirar largamente ante la escena de la maestra de la escuela bajando por la ruinosa calle empedrada bordeada de casuchas desvencijadas y ensombrecidas por un humo negro de camino a las casas de los niños que estaban demasiado enfermos para trabajar en la mina. A Daniella tanto suspiro le empezó a parecer demasiado pedante, y giró la cabeza para mirar a la actriz. Nana no estaba suspirando, simplemente respiraba fuerte cuando dormía.

Nana no podía esperar que su invitada se tragara la película entera si ni ella misma la soportaba. Daniella se levantó y sostuvo el asiento para que no golpeara contra el respaldo. Cuando estaba cerrando la puerta vio a Nana alzar la cabeza y dedicarle una mirada misteriosa, pero desde la pantalla, frente a la cual debía de presentar un aspecto estatuario, con los brazos cubiertos por una holgada túnica, como una reina o una sacerdotisa. Después Daniella cerró la puerta del todo, acolchando la música triunfante de la película, y salió de la casa.

Durante unos instantes la pesadez que había anidado en su cabeza le impidió comprender lo que acababa de ver. Al otro lado de la madeja que conformaban las barcas de pesca divisó un barco de más o menos su mismo tamaño dirigiéndose o bien hacia el horizonte o bien hacia Nektarikos.

Hubo de recordar lo engañoso que podía llegar a resultar el mar antes de afirmar si aquella se alejaba o se acercaba. Si venía del continente, seguro que podía llevarla de vuelta. Debía regresar con Chrysteen. Nadie se atrevería entonces a tocarle un pelo a su amiga. Se quitó las sandalias, las dejó junto a los escalones y volvió a entrar rápidamente en la casa.

Al llegar al recibidor oyó a Stavros y Theo riendo en la cocina. Seguían celebrando quién sabe qué cuando Daniella salió de puntillas de su habitación después de haber enjuagado y rellenado su petaca con el agua de la jarra que tenía junto a su cama y de coger su bolso. Se colgó la petaca del cuello y llevó las sandalias en la mano hasta el final del camino de mármol, donde se las volvió a calzar para echar a correr colina abajo.

Cuando llegó a los árboles las cigarras fueron enmudeciendo a su paso. Contuvo la respiración hasta que ya no se la podía ver desde las ventanas de la villa. El océano aparecía y se escondía a medida que iba pasando por los recodos del polvoriento camino. Antes de llegar a la iglesia, el nuevo barco enhebró su láctea estela entre dos barcos de pesca, que alzaron la popa para darle la bienvenida y volvieron a bajarla para seguir durmiendo. Daniella necesitaba seguir viendo el barco para recordar por qué huía. Cada vez que lo perdía de vista se preguntaba por qué estaba escapando y se dejaba llevar por el seco y constante golpeteo de sus pisadas, por los pies, que empezaban a dolerle, y por el roce de las correas de las sandalias contra la piel desnuda. De no haber tenido que detenerse cada vez que quería dar un trago hubiera bebido mucha más agua; beber sobre la marcha le hacía ir más despacio, por lo que cuando terminaba debía esforzarse más para recuperar el tiempo perdido. Por lo menos la cadencia de la carrera parecía calmar todos sus dolores; no se le ocurría por qué otra cosa podía ser.

Sobre los descuidados y enmarañados tejados Daniella vio que el barquero y su pasajero ya casi habían llegado al malecón. Empleó sus últimas fuerzas para doblar el último recodo y bajar por el reseco camino polvoriento. Cuando el puerto se ocultó detrás de las casitas Daniella oyó el portazo de un coche. Sonó junto a la villa. El coche lanzó un rugido que a Daniella le sonó igual que el ruido que hace un animal cuando localiza a su presa, y salió colina abajo.

A medida que pasaba corriendo por delante de las casas, las ancianas levantaban la cabeza como tortugas para mirarla con sus negros ojos. Dos niñas pequeñas desnudas salieron de una casita cubiertas de parras y se pusieron a bailar a su alrededor hasta que Daniella consiguió zafarse de ellas. Un gatito cochambroso que no se sabía si era rosa o negro se cruzó en su camino como un rayo sin dejar de aullar. Un anciano marchito que llevaba una escalera de mano metálica cargada al hombro le salió al paso y se tomó su tiempo para echarse a un lado. Cuando por fin llegó, cojeando, al camino de guijarros que bordeaba el puerto, vio al barco apuntándole con la popa y alejándose de ella. No fue por eso por lo que se detuvo sin gritarle al barquero, ni tampoco porque el coche de Nana hubiera pasado como una exhalación por detrás de ella. En medio del malecón, con una mano apoyada indolentemente sobre el asa de una maleta con ruedas, acababa de ver a Mark.