La mañana siguiente al día en que no consiguió comprar agua en el puerto, Daniella se despertó impaciente, sin saber demasiado bien por qué. No era porque la amiga de Nana fuera a regresar al continente, puesto que a Daniella le daba lo mismo que se marchara o que se quedara, a pesar de lo que Daphne le había preguntado durante la cena. A medida que el sol se había ido poniendo, Daphne se había ido emborrachando más y más, fumando antes de cada plato sin ofrecer en ningún momento ni un cigarrillo a Daniella. Hablaba en griego con Nana antes de traducir cada comentario, quizá como excusa para tocarle la mano a Daniella o para acariciarle el brazo. Las traducciones hacían referencia al vino, a la comida, a la compañía, de nuevo al vino, a la amistad desde la infancia con Nana, a su trabajo como química de investigación en el laboratorio de la gama Nana s Glamour… Daniella pensaba que Daphne estaba hablando en griego de las maravillas del Metaxa servido junto con el café, negro como la noche, cuando de repente le acarició el brazo con una de sus gélidas manos.
—¿Cómo era realmente?
—¿Quién?
Daphne frunció el ceño antes de disculpar a Daniella por haber tenido que preguntarlo.
—Decíamos que de no haber sido por él, quién sabe qué rumbo hubiera tomado la vida de Nana. ¿Qué otro iba a ser sino tu padre?
—Vale.
Daniella esperaba que la mujer estuviera lo bastante borracha para cambiar de tema, sin embargo Daphne la agarró con más fuerza.
—Entonces cuéntanos algo sobre él. Cosas que solo su hija podría saber.
Daniella tensó los labios como si se los estuviera mordiendo. Hasta ese momento no había caído en la cuenta de lo difícil que le resultaría contarle a alguien desconocido que la relación con su padre se había basado en una absoluta farsa, un engaño del que ella había sido la víctima. Las comisuras de la boca empezaron a temblarle de nervios o de tristeza, hasta que Nana intervino:
—No pasa nada, Daniella. Lo comprendernos. Todavía es muy reciente.
A pesar de que Daphne intentó disculparse con efusividad, tanta que en ocasiones incluso se olvidaba de que seguía hablando en griego, Daniella se retiró a su habitación en cuanto creyó que no sería maleducado dejarlas solas. Se tendió en la orilla del mar de los sueños, cuyas olas no quisieron llevársela sino dejarla allí, varada en la cama, oyendo cómo las dos mujeres parloteaban y reían como colegialas, primero junto a su ventana y después en la habitación de Nana, donde las voces se fueron tornando más íntimas. Aquello le recordó su amistad con Chrysteen y cómo había fracasado en su intento de rescatarla, pero ahora que había vuelto a salir el sol tenía una nueva oportunidad para amueblar sus pensamientos. Podía telefonear a Chrysteen sin riesgo de que le contestara su padre, puesto que su amiga habría regresado ya a York.
En cuanto terminó de vestirse salió a la terraza. Nana estaba leyendo una copia impresa con el ordenador en la escuálida y elegante mesa, que hubiera estado desnuda de no ser por un cuenco de uvas oscuras como la sangre venal y por el teléfono inalámbrico, que más bien parecía un garrote de hueso. Saludó a Daniella con una sonrisa tan blanca como la solitaria y aborregada nube que el resplandeciente cielo iba empujando hacia el horizonte del mar.
—¿Te molestamos anoche? —preguntó.
—De ninguna manera.
—Nos lo estábamos pasando tan bien que al principio no nos dimos cuenta de que estábamos pegando a tu dormitorio, pero luego nos fuimos a mi habitación.
—Debía de estar dormida ya —dijo Daniella antes de que empezaran a sentirse violentas.
—Hoy tienes muy buen aspecto. ¿Preparada para desayunar? Voy a llamar a Theo y así le dirás qué te apetece, o mejor ya se lo digo yo por ti.
—¿Puedo hacer una llamada antes? Tienes que dejarme pagarte. Es otra vez a Inglaterra.
—Con tu presencia aquí ya me siento muy bien pagada. ¿Quieres que te deje sola?
—No, no hace falta. No quiero seguir ocultándote nada.
—Entonces yo tendré que hacer lo propio —dijo Nana, que después de tenderle el teléfono perdió la mirada en el horizonte, donde la algodonosa nube parecía haberse reducido a la mitad. Mientras Daniella marcaba el número de York, la cocinera de Nana salió a la terraza haciendo ruido con sus sandalias e hizo un aspaviento tan escandalizado para indicar lo delgada que pensaba que estaba la invitada que esta se vio obligada a hacer algún gesto para que creyera que le apetecía desayunar. La anciana regresó cojeando al interior de la villa cuando el teléfono empezó a dar tonos de llamada, que chirriaban igual que las cigarras, cuyo coro parecía capaz de ahogar todos los demás sonidos de la isla. Cuando dejaron de sonar lo tonos se produjo un silencio tan prolongado que Daniella pensó que se había cortado la comunicación. Entonces Maeve contestó sin demasiado entusiasmo:
—¿Diga?
—Adivina quién soy.
—Daniella —dijo Maeve más animada, aunque enseguida volvió a afilar la voz—: ¿Dónde estás?
—Prefiero no decírselo a nadie todavía, Maeve. Así no tendréis dudas sobre si contárselo a los demás o no. Intento causar los menos problemas a mis amigos.
—Ya es un poco tarde.
—Venga, Maeve, creía que Duncan y tú habíais prometido no enfadaros por mí.
—En aquel momento no sabíamos lo que habías hecho, aunque de todas maneras no me refería a Duncan y yo.
—Entonces no habéis… todavía estáis…
—Parece como si estuviéramos esposados el uno al otro.
—Me alegro. ¿Puedo hablar ahora con Chrysteen? No creo que le importe si la tienes que despertar.
—No.
—Perdona… ¿no qué?
—Que no puedes hablar con ella.
—¿Por qué no? —protestó Daniella, consciente de lo lastimeramente infantil que había sonado la pregunta, aunque tampoco le dio demasiada importancia—. ¿Qué ocurre, Maeve?
—No está aquí y lo siento, Daniella, pero es por tu culpa.
Daniella hundió los dedos en el enrejado metálico del tablero de la mesa y, al verlo, Nana puso una mano sobre la de Daniella.
—¿Por qué? —gimió Daniella.
—Cuando te recogió en el hospital anotaron el número de su matrícula. La policía descubrió que había sido ella y ahora su padre la tiene encerrada en casa.
El carraspeo de los insectos le taladraba los tímpanos hasta llegar al limbo que le abotagaba la cabeza.
—¿Por qué quiere tenerla vigilada? —preguntó casi sin darse cuenta.
—Imagino que por ayudarte pese a saber que él no lo aprobaría.
—Por el amor de Dios, no puede encerrarla por eso. Tiene casi la misma edad que yo.
—Es posible que su padre piense igual que el tuyo, que no se es adulto hasta cumplir los veintiuno. Tampoco me parece que se haya visto obligado a encarcelarla. Chrysteen nunca ha sido ni la mitad de rebelde que tú.
Daniella pensó que había tardado demasiado tiempo en rebelarse.
—¿Has hablado con ella? —preguntó con toda la calma de que fue capaz.
—Una vez.
—¿Cuándo?
—Anoche.
—¿Y?
—No hablamos mucho. ¿Qué quieres que te diga?
—Cómo está. ¿No puedes decirme cómo está?
—Parecía que estaba bien. Más avergonzada que otra cosa, pero intentó bromear sobre ello hasta que llegó su padre.
—¿Por qué? —Tragó saliva—. ¿Qué hizo su padre?
—Imagino que le diría que colgara pronto, que es lo que suelen hacer los padres cuando ven a sus hijos hablando por teléfono. No te esfuerces en hacer que parezca que la ha enclaustrado en algún lugar recóndito para que nadie sepa qué ha sido de ella. Chrysteen nos llamó.
—¿Cuánto tiempo pretende tenerla en casa?
—Yo diría que hasta que estime que Chrysteen ha aprendido la lección. Debería volver pronto porque todavía tiene que terminar un trabajo. A menos que su padre venga a buscarlo y se lo lleve, pienso yo.
Nana apartó su helada mano de la mesa, como huyendo de lo que Maeve estaba sugiriendo sin darse cuenta, y Daniella se sobresaltó, aunque sin exteriorizarlo. Nana estaba haciendo espacio para la bandeja del desayuno que Theo acababa de sacar de la villa: zumo de naranja, Sticky Rotters en paquetes individuales, lonchas de queso, huevos duros de cáscara morena, cubitos de mantequilla envueltos en papel de aluminio, pan caliente… Daniella se apretó el teléfono con las dos manos contra la mejilla.
—¿Seguirás en contacto con ella?
—¿No te parece que lo mejor sería dejarla tranquila una temporada?
—Todo lo contrario. Creo que necesita saber que sus amigos se preocupan por ella, así que espero que la llames siempre que puedas para que no se le olvide.
—Supongo que eso no tiene nada de malo.
Theo se puso firme junto a la mesa y se cruzó de brazos. Daniella cogió el vaso de zumo y se refrescó la boca reseca dejando que las cigarras hablaran por ella.
—Gracias, no os preocupéis por mí —le dijo a Maeve antes de colgar.
Al tiempo que las cigarras elevaron el volumen de su cántico, Daniella le preguntó a Nana:
—¿Puedo hacer otra llamada?
—Mientras no nos desilusiones.
—¿Desilusionaron cómo?
—No desayunando, como si no.
—Pienso desayunar.
Fuera la que fuera la traducción que Nana le hizo a Theo, esta no se movió ni un palmo. La anciana cruzó los brazos con más firmeza aún sobre sus pechos vestidos de negro, y le hizo una mueca de enfado a Daniella por no haber soltado todavía el teléfono. Daniella marcó el nuevo número antes de que le diera tiempo a cambiar de opinión. Los tonos que sonaron le hicieron pensar que Chrys estaba ahí mismo, que el teléfono estaría sonando sólo en la cocina, en vez de también en el estudio de su padre, donde había tantas cosas ocultas, mientras el pulso se le iba adaptando a la cadencia del sonido. Se oyeron primero un par de notas agudas y después otras dos que sonaron incluso más chirriantes, luego se escuchó un ring o un ruido muy similar, y por fin:
—¿Hola?
Era el padre de Chrysteen. Puede que solo tuviera algo de prisa, pero Daniella no pudo evitar sentirse aprisionada por su voz seca y cortante ni sobrecogida por la idea de que lo había interrumpido en medio de alguna actividad que preferiría que nadie viera ni oyese.
—¿Sí? —insistió, todavía con mayor brusquedad—. ¿Hola?
Le dio otro sorbo al zumo. Los cubitos de hielo le chocaron con los dientes; el escalofrío que le recorrió la mandíbula le hizo tragar con dificultad. Dejó el vaso sobre la bandeja para no romperlo apretándolo con la mano, y justo cuando iba a decir algo oyó a Chrysteen:
—¿Quién es, papá?
Chrysteen gritaba desde una habitación demasiado grande para ser el estudio de su padre. Parecía tranquila, tan despreocupada que Daniella creyó que estaría fingiendo. ¿O quizá era solo que esperaba que Chrysteen no estuviera tan jovial, tan confiada como parecía? Daniella ardía en deseos de gritarle inútilmente que tuviera cuidado con su padre hasta que oyó a la madre de Chrysteen:
—¿No sabes quién es?
Chrysteen no estaba sola con su padre. Eso debía bastar por el momento. Daniella colgó y las cigarras se quedaron mudas de repente. Le devolvió el teléfono a Nana; en medio de aquel silencio que ni siquiera el tranquilo mar conseguía romper, untó de mantequilla una tostada caliente como sus propias manos, le quitó la cáscara a un huevo y se echó algunas lonchas de queso quebradizo en el plato. Una vez que empezó a comer, Theo dio una palmada y volvió a refugiarse en la casa. El huevo y el pan sabían como si estuvieran recién hechos, y a Daniella le hubiera encantando disponer del tiempo suficiente para saborearlos. En lugar de degustar con tranquilidad aquellos manjares, le dijo a Nana:
—No vas a creer esto que te voy a decir.
—Pocas cosas me sorprenden a estas alturas de la vida.
—No me refiero a eso. Sé que acabo de llegar pero voy a tener que volver ya.
—Quisiera que cambiaras de opinión. ¿Hay algo que deberíamos haber hecho para que disfrutaras más de tu estancia aquí?
—Imposible disfrutar más. No se trata de eso. No tiene nada que ver contigo ni con la isla.
—Disculpa si me entrometo, pero no pude evitar escuchar lo que le dijiste a tu amiga. Me dio la impresión de que no querías que nadie supiera dónde estabas.
—Sigo sin quererlo.
—Tendrás que perdonarme de nuevo pero ¿no lo averiguarán si regresas?
—Hay otras cosas que me preocupan más.
—Si me permites la pregunta, ¿las cosas marchan mal por casa?
A Daniella le pareció tan graciosa la pregunta que estuvo a punto de espetarle toda la verdad.
—Un poco —se limitó a decir.
—Pareces preocupada por alguien cercano a ti.
—Lo estoy.
—¿No puedes hacer que alguien arregle las cosas por ti?
—No veo cómo. Necesito hablar con ella en persona.
No era solo a Chrysteen a quien debía proteger… también debía avisar a todos los demás del peligro que corrían. Si lograba convencer a una sola de esas personas, entonces todo habría valido la pena. Seguro que alguien la creería… alguien en quien pudiera confiar más que en Mark. Lo lograría sin la mirada de duda de Nana, que dijo:
—Entonces no debo intentar convencerte para que te quedes.
Daniella pensó que sería educado dar otro bocado antes de preguntar:
—¿Cómo llegó Daphne aquí?
—En barco. El suyo.
—¿Crees que le importaría llevarme de vuelta con ella?
—No creo —respondió con una risita—. Su barco es más pequeño que el que te trajo.
—El mar está mucho más tranquilo.
—Por desgracia no tendrás la oportunidad de comparar.
—No lo cojo.
—Precisamente —dijo Nana, alzando la comisura izquierda de la boca indicando que la broma no tenía mayor gracia—. No te irás con mi amiga. Se marchó al amanecer.
Daniella pensó que aquello estaba sacado del guión de alguna película, no muy buena por otro lado.
—¿Entonces puedo ir en tu barco? Te pagaré lo que me pidas.
—No me des nada. No es mi estilo. Estás invitada en mi casa. —Cuando terminó de decir esto añadió con igual lentitud—: Quizá sea ya demasiado tarde.
—¿Cómo? —gruñó Daniella, que tuvo que contenerse para no repetir la pregunta.
—No lo habían reparado del todo. He tenido que enviar mi barco otra vez al continente. Quizá ya haya salido.
—¿Puedes confirmarlo?
—Por supuesto, en ello estaba.
Nana le echó una mirada de reproche durante un instante que a Daniella le pareció vital. Vio que su anfitriona descolgó el auricular, pero estaba demasiado nerviosa para quedarse esperando a ver qué pasaba. Retiró la silla haciéndola chirriar sobre el mármol y atravesó toda la casa para asomarse al camino, del que las destellantes moscas huyeron a su llegada. Desde allí vio el barco blanco empequeñeciendo a las demás embarcaciones, dispuestas en forma de collar medio hundido en medio del mar. Parecían alejarse, pero después la perspectiva fue cambiando a medida que iba corriendo. Había llegado al final del sendero de mármol, donde el suelo polvoriento le hizo patinar y detenerse, teniendo que apartar la mano del abrasador capó del solitario coche blanco, antes de cerciorarse de que estaba viendo la estela del barco, cuyas ondulaciones lo iban arrastrando sin piedad a alta mar.
Cuando estiró las manos intentando traer la embarcación hacia sí oyó la voz hueca de Nana desde el interior de la villa. Daniella miró por entre los árboles, rogando para que el barco diera media vuelta por arte de magia. Cuando los rizos adoptaron forma de raspa de pescado a ambos lados de la cada vez más ancha estela, Daniella se giró para mirar a Nana.
—Va a volver, ¿verdad? —rogó.
—No parece —respondió Nana, abandonando el griego.
—Ya sé que no lo parece, pero ¿va a volver? ¿Qué te ha dicho?
—¿Quién?
—El hombre con el que has hablado, lo que sea. El barquero. El capitán.
—No he hablado con él. Dame un momento.
Descolgó e inició una nueva arenga en griego. El barco se alejaba tan poco a poco que seguro que podrían detenerlo. No tenía por qué estar tan cerca de la línea de barcos de pesca como parecía, pensó Daniella hasta que no hubo duda de que los había dejado atrás.
—Me temo que se ha ido —dijo Nana colgando el teléfono.
—Pero ¿por qué no has podido…? —Daniella empezaba a pensar que parecía irremediablemente infantil—. ¿Con quién estabas hablando? —dijo con cierto tono acusador.
—Con el muchacho que se encarga de la tienda. Creo que lo conociste. Es un poco perezoso. Para cuando logré convencerlo de que saliera de la tienda, mi hombre ya estaba demasiado lejos como para verlo, como imagino que habrás comprobado.
El chico podría haber sido cualquiera de las personas que se veían en el puerto, que estaba demasiado lejos para poder distinguirlos o para saber quién había estado intentando llamar al barco por señas. ¿Por qué ni el chico ni nadie salió en otro barco para decirles que regresaran? De nada parecía servir preguntarle a Nana, sin embargo le dijo:
—¿Por qué no has podido hablar con el capitán?
—Porque el sistema de comunicación de mi barco está estropeado. Eso era lo que tenían que revisar. Debo decir que no me haría gracia que te subieras a él sin que pudierais llamar a tierra firme.
Daniella vio la última espuma de la estela destellar como un cuchillo; después se dio media vuelta.
—¿Puedes hacerme un último favor?
—Espero que no sea el último. No me gustaría que esto fuera el final.
—De acuerdo, puede que no sea el último de todos, sino solo el de esta visita si me permites regresar más adelante, pero ¿podrías cambiarme algo de mi dinero inglés?
—¿A…?
—A moneda griega, obviamente. —Por si acaso no fuera tan obvio, Daniella se corrigió—: A moneda griega.
—Ya sabes que aquí no lo necesitas.
—Ahora sí.
—¿Podrías decirme por qué?
—Tengo que pedirle a alguno de los pescadores que me acerque al continente.
—Lamento decirte que perderás el tiempo.
Daniella sintió como si el aire polvoriento hubiera formado una espesa nube alrededor y se le hubiera metido en la boca.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque… bien, porque hace no mucho tiempo, en concreto la última vez que tuve invitados, alguien tuvo la necesidad de marcharse cuando mi barco no estaba porque había ido a por otra pareja y nadie en todo el pueblo quiso llevar a esa persona.
—Pero si les pago bien sí que me llevarán, ¿no?
Era la primera vez que Daniella veía ofenderse a Nana fuera de la pantalla.
—Si no lo hacen por mí, tampoco lo harán por dinero.
—¿No puedes convencerles para que lo hagan por ti si de verdad es importante?
—Algo así no es un simple favor y no puedes pedírselo sin más. No es seguro ir tan lejos en uno de esos barcos. —Nana miró a alta mar y después clavó los ojos en Daniella—. Piensa en otra solución y cálmate —dijo—. ¿No hay nada que puedas arreglar por teléfono?
—No sé qué. No lo creo. Tengo que pensarlo.
—Tómate tu tiempo; yo mientras haré algunas llamadas y después me dirás qué has pensado.
Daniella regresó con paso penoso al interior de la casa y se sentó en el borde de la cama. El dolor de sus pechos pareció evaporar sus pensamientos cuando apoyó la cabeza entre las manos para liberar la tensión del cuello mientras contemplaba el suelo de mármol, que parecía una lápida sin epitafio. Pensó que cuanto menores fueran los niños, más sencillo resultaría convencerlos de que se encontraban en peligro, pero no sabía si sabría reaccionar ante el miedo que podría causarles. ¿Debía llamar a los hombres de la lista y decirles que conocía su secreto? Supuso que ya tendrían una excusa más que preparada ante ese tipo de amenazas (el destino de Norman Wells le daba una idea de lo salvajes que podían llegar a ser) pero de repente vio claro a quiénes podría coger por sorpresa todo esto, quiénes tendrían que proteger a los niños que no creyeran que Daniella mintiera ni que estuviera loca: las madres. Sin embargo no fue eso lo que le hizo levantar la cabeza. La voz de Nana le llegó desde el otro lado del recibidor; reducida por la distancia a casi a un murmullo, la percibió con la suficiente nitidez para escuchar el nombre de Oxford Films.
En concreto, lo que oyó mientras se incorporaba rápida y sigilosamente, fue «¿Alguna novedad por Oxford Films?». Se quitó las sandalias y salió sin hacer el menor ruido al pasillo a tiempo para oír a Nana decir:
—¿Entonces cuándo? ¿Cómo de pronto?
Daniella se detuvo en medio del pasillo. No sabía si el mármol que pisaba estaba frío o caliente.
—Eso es demasiado tarde —dijo Nana—. ¿Cuánto quiere decir eso que tendré que vender?
Se oyó un estruendo de sartenes que pareció un grito metálico de ira que pretendiera espantar a Daniella. Al dar un paso, su pie se despegó del mármol haciendo un ruido similar al de los labios chasqueando y se quedó paralizada, apoyada con una mano sudorosa en la pared. Después ya solo se oían los latidos de su corazón mientras Nana continuaba.
—Nunca. No pienso perder el control. Te daré instrucciones cuando haya tomado medidas.
Al poco Daniella se cansó de esconderse, entre otras cosas por lo absurdo que era. Se calzó las sandalias y salió al pasillo acompañada por el ruido que hacían mientras Nana seguía hablando.
—Dentro de pocos días tendrás noticias mías, quizá menos.
Estaba mirando su barco destellar como un cuchillo que el horizonte hubiera levantado para después dejarlo caer. Se dio media vuelta y se colgó el teléfono del cinturón de su holgado vestido, mientras su invitada bajaba por las escaleras.
—Sí, Daniella —dijo.
—Al igual que te ocurrió a ti antes, no he podido evitar oírte. ¿Puedes decirme lo que habéis estado hablando sobre los estudios?
—Nada que no quisiera que supieras.
—¿Te importa contármelo de todas maneras?
—Estoy segura de que ya lo sabes. Sabrás a qué ha llevado la manera en que tu padre y su socio estructuraron los negocios de distribución y las filiales.
—No te entiendo. ¿Qué quieres decir?
—Solo que hasta que no terminen de investigar los asuntos de Teddy todos los beneficios de Oxford Films, así como todo lo relacionado con ellos queda congelado.
—Nadie me lo había dicho.
—Quizá pensaron que ya tenías bastantes preocupaciones o puede que…
—Dilo. Cuéntamelo todo.
—Cuando yo tenía tu edad había cosas de las que algunas personas no hubieran hablado con una jovencita.
—Hoy día ocurre igual. Nana, no quiero que pienses que soy una maleducada después de lo amable que has sido conmigo, pero ¿qué tiene que ver contigo?
—Mientras estés aquí eres responsabilidad mía.
—No, lo que quiero decir es que en qué medida te afectan a ti los problemas de Oxford Films.
—¿No sabías que cobro un porcentaje cada vez que se proyectan las películas en las que aparezco yo?
—Pues no. Qué suerte.
—Puede que ya no sea tan afortunada. Si no liberan pronto mi parte tendré que vender acciones de Nana s Glamour y ya no tendré el control.
—¿No puedes pedirlas prestadas hasta que las cosas se arreglen?
Daniella no pudo evitar espetarle esto porque se sintió injustamente acusada, pero Nana se limitó a mirarla con ostentosa paciencia.
—Olvida lo que he dicho —se corrigió Daniella—. No sé mucho sobre cómo funcionan los negocios. No me permitían saber nada.
—Teddy debía de querer mantenerte al margen —dijo Nana mirando a su invitada como si pensara cuán inocente era. O quizá su mirada siempre comprensiva solo quería decir que debía seguir hablando por teléfono y no con Daniella, que se retiró, sintiéndose avergonzada, confundida y fuera de lugar, y se topó con Theo a la entrada de la villa. La anciana puso gesto de enfado y le formuló una airada pregunta.
—Lo siento, pero creo que ya he terminado —contestó Daniella.
Antes de que Nana hubiera terminado de traducir a Theo, esta había alzado las manos como si la hubieran apuñalado por la espalda y siguió cojeando para recoger la bandeja mientras Daniella buscaba refugio en su habitación. Lo que acababa de descubrir sobre Oxford Films ahogó todos sus pensamientos, que se asfixiaban en su propia irrelevancia. Se sentó en el borde de la cama con la cabeza entre las manos, como si intentara exprimírsela para obtener alguna idea, se echó de espaldas para ver si se inspiraba más, se incorporó para sentarse otra vez cuando le empezó a entrar el sueño y por fin se puso de pie cuando le empezó a doler el cuello, después de haber tenido su poco servicial cabeza apoyada durante un buen rato contra la pared. Dio vueltas por la habitación y luego se arrimó a la ventana. En la playa de la parte de la isla que quedaba más alejada del puerto había una gran lancha motora meciéndose con placidez al ritmo de las olas moribundas.
Era el barco que paseaba a los turistas por las islas. Contó por lo menos una docena de personas en la playa y en el agua. Las cigarras debieron de impedir que la oyera llegar, pero no pudo evitar pensar que la isla había hecho cuanto había estado en su mano para que no se diera cuenta. Agarró su bolso y una chaqueta fina, que pasó por entre las asas del bolso. Seguro que en la lancha quedaba sitio para ella. No le importaba lo hacinados que pudieran ir los turistas o lo revuelto que estuviera el mar mientras pudieran llevarla al continente.
No podía ni ver ni oír a Nana, que estaba en el recibidor. Pensó en dar un grito para llamarla, pero ¿y si la que aparecía era Theo? Daniella no tenía tiempo que perder dando explicaciones… la evasión era ahora su único objetivo. Salió a la terraza y se acercó con sigilo hasta la esquina más alejada de la cocina, desde la que saltó a la tierra ardiente.
A lo largo de cientos de metros pendiente abajo los árboles estaban rodeados por redes que a Daniella le parecieron trampas de precisión. Los insectos que se escondían entre el ramaje emitían un sonido eléctrico. Entre las redes se extendía un laberinto de senderos, que podría no ser tal. Se metió por uno que parecía que impediría que la vieran desde la casa, de librarle de la amenaza de tener que dar explicaciones.
Los árboles se encontraban más separados unos de otros de lo que parecía desde arriba. Cada vez que volvía la vista atrás todavía era blanco fácil desde la villa, al tiempo que la pendiente le seguía impidiendo ver la playa. Debajo de las redes más bajas la maleza hacía el terreno muy traicionero, por lo que resultaba imposible seguir todo el tiempo por el mismo sendero. Se vio obligada a buscar caminos que no estuvieran cubiertos de piedras demasiado duras para pisar sobre ellas en sandalias. Tenía que saltar de un sendero a otro continuamente, haciendo que las cigarras chirriaran su canto con regocijo burlón.
Ya había menos árboles. El sol le abrasaba la sesera, le quemaba la espalda y se reflejaba en la reseca tierra y en las piedras blanqueadas cociéndole los ojos. Se había dejado las gafas de sol en la habitación. Sentía que el calor polvoriento le perseguía y mandaba callar a las cigarras a su paso; en aquel momento hubiera dado la vida por un trago de agua. Ya debía de andar muy cerca de la lancha, se dijo.
Desde un pequeño claro, tan llano y geométrico que parecía un altar natural, divisó la embarcación meciéndose en su sueño, mientras que de los pasajeros solo se veían sus cabezas, que parecían flotar en el mar. El tortuoso sendero por el que iba bajaba hasta la playa por entre muros de piedra que le impedían controlar el barco. Siguió corriendo hacia abajo, resbalando sobre las piedras pulidas, escalando y a veces gateando sobre los matorrales de maleza; las tiras de las sandalias le hacían daño en los puentes de los pies y le rozaban detrás de los tobillos. El cuello le dolía de tanto estirarlo cada vez que pasaba bajo una sombra, que en todos los casos estaban pegadas al muro con estridente júbilo, proyectadas por los árboles infestados de insectos. Después el muro se hizo lo bastante bajo para dejarle ver que algunos turistas habían subido al barco y se habían echado a tomar el sol en cubierta. Aquello, desde luego, no significaba que estuvieran a punto de zarpar, sin embargo corrió aún más aprisa por el sendero, que volvió sobre sí mismo varias veces sin permitirle seguir controlando el barco. La maleza le hacía tropezar y saltar, tendiéndole a su paso hierbas polvorientas y ramas espinosas que se le trababan en la chaqueta y le arañaban los brazos y las piernas. A lo largo de todo el estrecho camino iban apareciendo ramas que le obligaban a agacharse y a contorsionarse. Cuando por fin el sendero llegó a su fin y se ensanchó, Daniella hubo de seguir avanzando con cautela, sosteniendo el bolso en alto por delante. Una brisa salada le revolvió el pelo y le arañó los ojos cuando salió de la maleza y apareció en medio del arco de arena que conformaba la guijarrosa playa. Se encontraba a varios cientos de metros del susurrante mar y sola en medio de los inhospitalarios guijarros. Todos los excursionistas habían regresado ya al barco, que empezaba a alejarse de la playa.
La embarcación se encontraba más lejos de la orilla que ella, pero Daniella podía correr más.
—¡Esperen! —gritó desgañitándose antes de echar a correr por la playa. A los pocos metros se tropezó con un amasijo de piedritas resbaladizas y se cayó de rodillas. Las chinas se las amorataron cuando quiso coger el cuaderno, que se le había escapado del bolso—. ¡Esperen! —volvió a gritar con la voz rota mientras corría cojeando por la arena—. ¡Díganle que me espere!
Los pasajeros la habían visto. Los que estaban tumbados en la cubierta levantaron la cabeza y los que estaban asomados a la barandilla le hicieron señas con las manos. Le estaban diciendo adiós pero cuando se tropezó con los guijarros sueltos, los turistas empezaron a agitar los brazos como para espantar los insectos que los rodeaban. Intentaban decirle que se marchara.
—¡Tengo que salir de aquí! —gritó, controlando la voz para no parecer una histérica—. ¡Pagaré! ¡Díganselo!
En la barandilla desde la que se veía la espumosa estela y el humo gris había dos hombres que se miraron sin comprender. Cuando ahuecaron las manos para gritarle algo el resto de turistas se sumó al alboroto. Daniella no hubiera entendido nada ni siquiera si solo hubiera sido una persona la que le contestara, igual que ellos no comprendían sus gritos, porque le estaban arengando en griego.
Debían de querer avisarla de que la embarcación no era un transbordador, de que no podían subir pasajeros de más, pese a que, como podía ver, sobraba espacio.
—¡Espérenme! —aulló, como si no entendiera qué querían decirle—. ¡Tengo que irme! —Bajó la inconsistente pendiente de la orilla y se hubiera quitado las sandalias de no ser porque correr descalza sobre las afiladas chinas la hubiera hecho ir todavía más despacio. Los pasajeros se callaron y se quedaron mirándola; entonces oyó un seco estruendo de piedras a su espalda. Alguien bajaba corriendo por la pendiente que bordeaba el sendero por el que había llegado ella. Era Stavros, el hombre de Nana.
Llevaba los ojos protegidos por unas gafas de sol, que destellaban como metal fundido cada vez que el sol se reflejaba en ellas y que se volvieron negras cuando salió a la playa. Se acercó a Daniella, haciendo crujir los guijarros bajo sus pesadas botas. Con un dedo se señaló a sí misma y al barco, se apuntó a la boca, que movía sin articular palabra, le apuntó a él y después otra vez la embarcación. Su ancha cara cuadrada de gruesos labios permaneció impasible como una roca. Antes de terminar de gesticular, Daniella decidió que no le importaba lo que Stavros hiciera mientras no se cruzara en su camino. Cuando se metió en el agua, que estaba tan incomprensiblemente fría que le dieron calambres en las piernas, Stavros empezó a gritar algo en griego.
Se dirigía al capitán, un hombre moreno y corpulento de enorme cabeza y pecho desnudo casi tan peludo como su barbilla prominente. Corrió a la popa para responder a Stavros mientras Daniella intentaba mantener el equilibrio sobre las chinas sumergidas y descubría que el suelo marino descendía de golpe a solo unos metros de la orilla. Corría el riesgo de perder pie antes de poder acercarse al barco, y entonces el agua arruinaría su cuaderno. Pero el capitán, que había terminado de hablar con Stavros, había empezado a girar el timón. Mientras Daniella regresaba a duras penas a la seguridad de la orilla, el barco emitió un rugido ronco y entrecortado y una larga bocanada de humo. A través de las nubes que se disipaban en el aire inmóvil pudo ver que la lancha se movía, si bien avanzaba tan poco a poco que Daniella tuvo que convencerse a sí misma de que regresaba a por ella. Pero no lo estaba viendo, más bien quería creer que así era. Se quedó quieta al borde la pendiente mientras la embarcación se alejaba cada vez más de la orilla con burlona lentitud.
La resaca le tiraba de los tobillos mientras salía chapoteando del agua para ir con Stavros. Este estaba de pie en la orilla, de brazos cruzados, con el rostro tan inexpresivo como la negrura de sus gafas. Daniella tuvo que contener toda su rabia y esforzarse por parecer serena mientras iba saliendo del agua; entonces Stavros cogió la petaca que llevaba enganchada al cinturón y se la ofreció. Daniella estuvo a punto de apartarla de un manotazo, aunque cambió de opinión cuando vio que estaba llena de agua. A pesar del sabor la vació de un trago y jadeó para darle las gracias a regañadientes, haciéndole sonreír.