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No llevaba una hora conduciendo cuando divisó unos aviones a lo lejos. Emergieron del tenebroso horizonte que conformaba la ciudad de Birmingham en forma de destellantes navajas que, a pesar de que apenas parecían desplazarse, iban dejando a su paso una serie de cicatrices blancas que atravesaban el cielo añil. Las señales de la autopista avisaban de la presencia de aviones; las siluetas de las aeronaves eran tan básicas que bien podría haberlas dibujado un niño. Si no llegaba a coger el vuelo que salía de Birmingham o si al final ya habían ocupado la plaza que Terry le había encontrado, entonces tendría tiempo de sobra para subir hasta Manchester. Más allá de la señal que indicaba el desvío hacia el aeropuerto el tráfico avanzaba con pesadez, y la mayoría de los vehículos habían encendido las luces de emergencia; entonces Daniella aceleró para meterse en la vía de acceso tan rápido como le permitió su espontánea y casi inerte escolta de enormes coches.

Avanzó algo más de medio kilómetro por un tramo de doble carril hasta llegar a un nudo de carreteras de hormigón. Se metió en el nudo y bajó a un aparcamiento junto al cual pasaba un tren, sobre cuyos últimos vagones parecía querer aterrizar un avión de pasajeros. Daniella encontró una plaza libre entre dos furgonetas que más o menos ocultaban su coche, a unos cuantos cientos de metros de la terminal. Cuando estaba sacando el equipaje del maletero y preparándose para salir disparada a por el billete, alguien se acercó sigilosamente a ella y la agarró del brazo.

Al girarse, Daniella comprobó que no había intentado sorprenderla. Se había cogido a ella una niña ataviada con sandalias, traje de baño y camiseta que parecía que se acababa de dar un chapuzón en la playa. Sus padres, gordos y sonrosados, vestido con una exótica camisa de flores y unos pantalones cortos él y un vestido incomprensiblemente holgado ella, le metieron prisa:

—Corre, guapa, —le gritó el padre a Daniella—, que todavía llegas.

—Te está esperando —chilló la madre.

Querían que Daniella viera el rechoncho autobús que tenían a sus espaldas con las puertas abiertas. Daniella salió corriendo detrás de la niña bañista y dejó caer la maleta en un hueco que había delante del asiento en el que se despatarró, pero el vehículo permaneció inmóvil.

—¿A qué terminal? —inquirió el conductor.

—La del vuelo a Atenas.

—Por la puerta grande —dijo al cerrar las puertas, que expulsaron un suspiro de ahitera—. ¿Cuál es su vuelo?

—El que me lleve allí.

—No tiene billete.

—Todavía no —dijo Daniella intentando apaciguar el tono desdeñoso del conductor. Oír a la niña susurrar «¿No tiene billete?» y ver a los padres menear la cabeza como si la situación fuera de lo más lamentable no le fue de gran ayuda. El autobús dio una serie de vueltas innecesarias que hizo sospechar a Daniella que el conductor pretendía perder el tiempo adrede; lo cierto es que corriendo hubiera llegado antes. Por fin, después de lo que a Daniella le pareció una eternidad, apareció la terminal de Eurohub. Justo cuando Daniella estaba a punto de protestar porque el autobús no se había detenido y de empezar a sacudir las puertas se dio cuenta de que se dirigían a una terminal tan grande que bien podría haber dado a luz a la anterior. El autobús clavó los estridentes frenos a la entrada por la prisa que Daniella le estaba metiendo al conductor. Antes de que las puertas terminaran de abrirse Daniella ya estaba bajando la escalerilla metálica.

—Buena suerte —le gritó el conductor.

Antes de que las puertas automáticas se abrieran del todo, Daniella las atravesó para acceder al alargado vestíbulo, que estaba lleno de colas frente a los mostradores de facturación. Los monitores mostraban una información escasa. El vuelo AE 21 salía para Atenas en menos de media hora. Al poco estos datos fueron sustituidos por otros que informaban de que ese vuelo ya estaba embarcando y del número de la puerta. Miró desesperada a su alrededor y vio el cartel de Aegean Airlines asomando sobre dos colas que nacían de la misma, lo que le recordó absurdamente a la lengua de una serpiente. Ninguna de las dos pertenecía al mostrador de Aegean Airlines, hacia el que corrió abriéndose paso a través del séquito de maletas de una discutidora familia. Tras el mostrador había una chica de cara alargada y enmarcada por una melena rubia que, junto con su camisa blanca, resaltaba su moreno espectacular. Más que utilizar sus ojos verdes como el mar y de generosas pestañas para ver a Daniella parecía que los empleara como objeto de exposición mientras le decía:

—¿No ha facturado aún?

—No tengo billete. ¿Quedan?

—¿Para Atenas?

—Sí.

La chica pasó a teclear algo en el ordenador con una lentitud que casi parecía intencionada, como si pretendiera castigar a Daniella por su concisión. Antes de terminar de teclear preguntó:

—¿Tiene pasaporte?

—Cómo no —respondió Daniella, sacándolo enseguida del bolso y dejándolo caer sobre el mostrador.

La chica lo cogió sin mirar a Daniella y luego miró a ver si venía alguien con ella.

—¿Viaja acompañada?

Daniella se giró para comprobar que no iban a atraparla por la espalda y sintió como si le hubieran hecho darse la vuelta agarrándola del cuello. Detrás de ella solo había una anciana sin aliento sacándose el billete y el pasaporte de su vestido gris.

—Voy sola —aseguró Daniella.

—Qué suerte —dijo la chica, que al instante pareció arrepentirse por haber dado su opinión—. Entonces es billete sencillo. Solo ida.

—Así es.

—¿Cómo va a abonarlo?

—En metálico —respondió Daniella extendiendo el fajo de billetes sobre el mostrador.

La chica debía de haber estado ahorrando energías porque ahora sus dedos parecían empezar a esprintar sobre el teclado. Tras unos pocos golpes de tecla más, aparecieron el billete y la tarjeta de embarque.

—Pase por el control de seguridad —dijo la chica mientras una cinta transportadora se llevaba la maleta de Daniella— y después corra a la puerta.

Cuando Daniella participaba en las carreras de la escuela casi siempre ganaba, lo que significaba que siempre había alguien que la perseguía. Recordó a sus padres animándola y a su padre ahuecando las manos para gritarle algo que o bien ya había olvidado o bien nunca había llegado a oír; otro secreto a añadir a la lista. Ahora tenía la sensación de que un tropel de hombres que antes encabezaba su padre empezaba a pisarle los talones silenciosa pero inexorablemente, después de que su padre hubiera sido descalificado. Corrió hacia el control de seguridad sin pretender detenerse en él hasta que un guardia le puso delante su enorme manaza y le indicó que colocara el bolso en una cinta que atravesaba una cortinilla de correas colgantes y que pasaba bajo un arco cuya callada alarma tenía a Daniella sin aliento. Después de mirarle el pasaporte por encima, un funcionario de extravagante bigote le hizo un gesto para que corriera el sprint final a lo largo de los últimos cientos de metros que la separaban de la puerta de embarque.

La puerta estaba desierta; solo había varias docenas de asientos desocupados y una chica que iba vestida igual que la empleada de facturación y que lucía el mismo moreno. Revisó la tarjeta de embarque y el pasaporte de Daniella con sendos gruñidos interrogativos antes de indicarle que atravesara un austero túnel que, si bien parecía conducirla al campo de un estadio, la llevó hasta la entrada del avión. Una azafata se acercó a ella para llevarla hasta su asiento; en ese momento algunos pasajeros le dieron la bienvenida con comedidos e irónicos vítores. Debían de pensar que ella era la culpable de que el despegue se hubiera retrasado, lo cual Daniella pensó que era injusto: una vez que se hubo sentado y abrochado el cinturón vio que había un asiento vacío justo enfrente de ella. En seguida le entró el pánico cuando se puso a pensar quién podría ocuparlo, de manera que ni siquiera con la toallita de aroma de limón que le dio una azafata con unas tenacillas consiguió que dejaran de sudarle las manos.

Llevaba sentada por lo menos un cuarto de hora y empezaba a pensar que quizá su maleta tenía la culpa de todo el retraso, cuando el avión de pasajeros que vio por la ventanilla que había al otro lado de los generosos montículos florales (unos pechos casi tan grandes como la barriga que empollaban) de la durmiente pasajera que viajaría a su lado empezó a desplazarse hacia delante, con tal lentitud que a Daniella le costó darse cuenta de que su avión había empezado a dar marcha atrás. Al poco se detuvieron y así se quedaron hasta que Daniella empezó a pensar que habían ordenado al piloto que no despegara, bien porque iba a subir alguien a sacarla del avión o bien para darle tiempo a llegar al pasajero del asiento vacío. Entonces la aeronave vibró y empezó a avanzar, cogiendo velocidad poco a poco. Daniella se agarró con tal fuerza a los reposabrazos para exhortar al avión a despegar que despertó a la pasajera de al lado.

—¿La primera vez, hijita? No va a pasar nada —le aseguró la mujer, que al instante fue cayendo en un sueño aún más profundo mientras el mundo se desvanecía en silencio y se iba encogiendo como exprimido por la ventanilla, como si desde las nubes estuvieran filmando la escena final de una película.

Ya estaban en pleno vuelo y el asiento que tenía delante de ella seguía desocupado. Lo podría haber ocupado Chrysteen, así se hubiera puesto a salvo. Daniella descolgó el teléfono que había acoplado en el asiento de enfrente, asumiendo que solo se salvaría ella. Lo activó con su tarjeta de crédito y le hizo saber a Nana que ya estaba en camino.

—Busca un hombre con tu nombre —dijo Nana, cuya voz se desvaneció antes de que Daniella pudiera preguntarle qué quería decir.

Cuatro horas después, cuando se despertó sobre el Adriático con la boca seca de una pesadilla en que su padre la recibía en el aeropuerto sosteniendo un afilado cuchillo, vio a un hombre moreno en mangas de camisa sosteniendo pegado a su pecho de vello hirsuto con sus brazos, cubiertos por una pelambre igual de espesa, un cartelito en el que ponía su nombre, al que le faltaba una «1». Daniella se hubiera reído de todas sus dudas o de saberse segura después de haber salido del país de no ser porque temía que el hombre pensara que se estaba burlando de él. No podría explicarse porque no hablaban el mismo idioma. A Daniella eso no tardó mucho en dejar de preocuparle. Estaba demasiado ocupada intentando ignorar el humo del tórrido y polvoriento coche a medida que avanzaban por las calles desde las que seguían viéndose los milenarios pilares que brillaban como dientes gigantescos. Al poco llegaron al puerto y al sempiternamente revuelto mar, por el que viajaría durante alrededor de otra hora más a bordo de un barco bamboleante hacia Nektarikos.