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En cuanto Daniella cerró la puerta y se vio encerrada en la tórrida jaula que de repente le parecía su coche quiso salir y volver a la casa para rescatar a su amiga. Después pensó que el hecho de que ella corriera peligro no implicaba necesariamente que también lo corrieran Chrysteen o los hijos de los hombres cuyos alias no aparecían en la lista con una fecha al lado. Porque los niños referidos con sus correspondientes fechas tampoco lo estaban… ya no. Aquella idea pareció inundar la zona residencial con una luz más brillante y severa que la del propio sol, pero Daniella no supo si acentuaba aquello lo que las casas y sus ocupantes ocultaban o lo que uno nunca mostraría a los demás. Giró la llave y pisó los pedales como si quisiera aplastarlos. Apenas hubo pasado un par de impolutas casas blancas cuando frenó en seco, lastimándose el cuello.

¿Adónde quería ir? Todavía tenía que sacar un billete para Grecia. Si se metía en el centro podría cruzarse al padre de Chrysteen regresando a casa. Si volvía a la autopista tendría que pasar por delante de su casa, donde le dijo al agente inmobiliario que estaría. La rabia que sentía por su indecisión y por la gravedad de la situación le empujó hacia la autopista por una ruta que atravesaba otra zona residencial, que parecía un laberinto de ostentosas y opulentas casas blancas deslumbrantes como lienzos inmaculados, y que le llevó a Chiltern Road. La tomó, demasiado desesperada para poner trabas, pasó por delante de su casa, a cuya entrada no había aparcado ningún coche y vio un funeral, al que todo el mundo parecía haber llevado un ramo de flores. Cuando por fin vio la autopista (al tiempo que ella también estaba a la vista, en medio del despejado cielo que los campos habían formado a su alrededor) tuvo que desviarse al bacheado arcén, ralo como la barbilla de un adolescente tras el paso de incontables vehículos. ¿Qué dirección tomaría ahora?

Sacó el mapa de la guantera y echó un vistazo al despellejado país que extendió ante ella, en el que las venas azules representaban las autopistas y las arterias rojas las carreteras generales. El aeropuerto más cercano era el de Heathrow, pero ¿no pensaría todo el mundo que intentaría escapar desde ahí? Si conducía hacia el norte llegaría al aeropuerto de Birmingham y después al de Manchester, pero ¿no pensarían los demás también en esas alternativas? No tenía ni idea de para qué compañía aérea trabajaría Herrero de las alas, si es que no era el dueño. Pensó que cuanto más tiempo malgastara dudando antes podrían descubrir que no estaba en su casa. Entró disparada en la autopista en dirección norte. Cogió el desvío a la primera ciudad que se indicaba, Banbury.

Le vino a la cabeza una cancioncilla infantil que hablaba de montar a caballo, aunque la cruz hacia la que trotaba había sido derruida por los puritanos y reconstruida más tarde. Gran parte del mercado de la ciudad había cambiado; ahora era un tumor de edificios que, de cuando en cuando, dejaba ver casitas blancas y negras que le recordaban a las primeras películas de su padre. Todavía se encontraba en las afueras cuando pasó por una calle de tiendas, la primera de las cuales ocupaba la acera con una plétora de flores y plantas diversas, como en homenaje a los paisajes de antaño. Después vio en la calle unos percheros repletos de ropa que parecían servir para abastecer de vestuario a unos actores que estuvieran rodando en exteriores y después, por fin, una agencia de viajes. Aparcó el coche en una plaza que había a la entrada y entró corriendo en la tienda.

Cuando sonó el timbre que había colocado encima de la puerta de la entrada las dos personas que había tras el mostrador bajo levantaron la cabeza. La mujer de mediana edad, que tenía una mecha negra en su pelo rubio y que llevaba impreso PARADISE TRAVELS en su ajustada camiseta blanca, se limitó a mirar a Daniella y pestañear pero el muchacho, que llevaba la misma ropa aunque más holgada, levantó su ancha cara, que era lo bastante morena para hacer juego con el cartel de paisajes tropicales que había colgado detrás de él, y le dedicó una sonrisa flanqueada de hoyuelos antes de preguntarle:

—¿Adónde desea hacer una escapadita?

Pasaron unos segundos hasta que Daniella tragó saliva y se convenció de que el joven no sabía nada de ella.

—¿Le parece que lo necesito? —dijo, arrepintiéndose al instante.

—La mayoría de los clientes lo necesita cuando cumplen años. Por eso estamos aquí.

—Bien, solo quiero volar a Atenas.

—Grecia.

—Tiene que ser Atenas.

—Me refiero a la Atenas de Georgia.

—No.

—O a la de Nueva York.

—Tampoco.

—¿La de Ohio, quizá?

—Terry —intervino la mujer, haciéndole una mueca con el lado de la cara que tenía más cerca del muchacho—. No hagas el tonto.

—Hay griegos por todas partes —anunció, al parecer sin referirse a Daniella, puesto que añadió—: En cada rincón encontrará un trozo de historia.

Daniella se dio cuenta de que el chico pretendía ligar con ella y le hubiera encantado charlar con alguien de quien no tenía por qué desconfiar.

—Quisiera volar a Atenas lo antes posible —dijo.

—Nos encargaremos de que así sea. —Acto seguido tecleó algo con elegancia en el ordenador y la miró como si no mereciera aplauso alguno por su inefable hazaña—. ¿Podría decirme su nombre?

No tenía por qué pagar con la tarjeta de crédito cuando llevaba tanto metálico en el bolso.

—Eva —se inventó—. Eva Caín.

—No se puede decir que no sea un nombre bíblico —observó la compañera de Terry.

Antes de terminar de teclear la información, el muchacho preguntó:

—¿Y su dirección?

—Antes de darle todos los datos, ¿no podría decirme si podrán conseguirme un vuelo para Atenas hoy mismo?

—Si nosotros no podemos, nadie podrá —prometió mientras sus dedos bailoteaban gráciles sobre el teclado—. ¿Desde dónde tenía intención de salir?

—Desde cualquier aeropuerto al que pueda llegar a tiempo.

—Vamos a probar con Heathrow. —Antes de dejar de teclear se le ensombreció tanto la cara que Daniella no supo qué esperar, hasta que por fin Terry confesó—: No parece que queden muchas plazas.

—¿Cuántas quedan?

—No muchas. Ninguna, más bien. Qué pena que no tengan sitio para ir de pie. —Se puso a teclear de nuevo, pero tardó en revelarle el motivo a Daniella—. ¿Queda Birmingham muy lejos para usted?

—Ya se lo he dicho, no me importa lo lejos que esté siempre que pueda llegar a tiempo.

—Entonces buscaremos en Birmingham y en Manchester.

La búsqueda requirió varios minutos, al cabo de los cuales el golpeteo de las teclas de plástico empezó a hacerle sentir a Daniella como si estuvieran jugando a los dados dentro de su cabeza.

—¿Cree —dijo Terry por fin— que podría llegar al internacional de Birmingham en, aunque no sea muy recomendable, menos de una hora y media?

—No estoy segura.

—No hay problema. De todas formas solo era una opción. Un momento… esto tiene mejor pinta. Quizá esta alternativa le convenga más. ¿Puede llegar a Ringway, no Ringworm, que está en Manchester, en menos de tres horas?

—Está en Manchester, no cerca —intervino la compañera sin saber si afirmarlo o preguntarlo.

—Lo intentaré —dijo Daniella—. ¿A qué se refiere con «mejor pinta»?

—Quedan un par de billetes de lista de espera. ¿Le parece que llame a Delphic Airlines por si pueden proporcionarle uno?

—Eso no… —no sería posible, como se dio cuenta a tiempo, dado que el nombre que le había dado no era el que constaba en su pasaporte—… no me viene muy bien. Prefiero dejarlo —dijo.

—Venga a vernos cuando necesite unas vacaciones.

—Claro.

Mientras abría la puerta le dedicó una sonrisa fugaz a Terry y su compañera los miró a ambos con ojos maternales. El timbre sonó con estridencia sobre la cabeza de Daniella cuando salió a la calle. Vio a un policía mirando la matrícula de su coche.

Pensó en pasar por delante del policía como si nada y largarse, pero ¿adónde podría ir sin el coche? Tomó una bocanada de aire recién contaminado antes de acercarse al agente:

—No habré cometido ninguna infracción, ¿verdad? —preguntó.

El agente no la miró hasta que no terminó de comprobar con sus extraordinarios ojos azules celestes el ticket del parabrisas. Su nariz parecía demasiado ancha para su estrecha cara jaspeada, y sus prominentes dientes eran casi demasiado largos para aquella boca que su bigote rojizo y su barba punzante parecían empequeñecer.

—Me temo que sí —contradijo.

—¿Quién lo dice?

El agente la analizó con más desconfianza que al coche.

—¿Es usted de aquí?

—No. De Oxford —dijo, corrigiéndose al instante—. De York.

—No parece una gran excusa.

—No pretendía inventarme ninguna. Todavía no me ha dicho lo que se supone que he hecho mal.

—Si le han dado el carnet debería saber interpretar las señales.

—Le puedo asegurar que son dos cosas que se me dan muy bien.

—¿No le apetecía mirar la señal o pensaba que se refería a todo el mundo menos a usted?

Daniella no vio la señal por ninguna parte. Tuvo que girarse para verla al otro extremo de la calle. Los clientes más chismosos de las distintas tiendas vieron a Daniella caminar penosamente hasta la señal para poder leerla; después de comprobar que prohibía aparcar los días laborables entre las nueve y las seis sobre la línea amarilla que vio debajo de las ruedas de su coche y de las de otra media docena de vehículos volvió con el agente.

—No la vi —dijo—. Está demasiado lejos.

—Tiene el deber de comprobar si existe alguna prohibición. La línea amarilla sí que la vería.

—No la vi, se lo prometo. Lo único que vi fue una plaza y todos estos coches. Daba la sensación de que estaba permitido aparcar.

—El hecho de que los demás se salten las normas…

—Lo sé. No tengo excusa. Lo siento. ¿Tengo que pagar una multa? Dígame cuánto y pagaré.

El agente tardó tanto en responder como Daniella había tardado en decir esto último.

—¿A qué viene tanta prisa?

—Necesito coger un avión. Apenas me queda tiempo.

Daniella miró al agente de viajes, que debía de estar preguntándose por qué no habría comprado un billete en Oxford. El policía replegó los labios bajo la maraña pelirroja de su bigote.

—Me temo que debo pedirle que me enseñe su carnet y su seguro.

—Aquí están —dijo Daniella, pero no los encontró, no hasta después de revolver todo el contenido del bolso haciendo que su cuaderno se abriera y mostrara sus maltrechas páginas y las fechas que su padre había escrito—. Aquí —repitió mientras le tendía los documentos al policía, aunque solo consiguió que sospechara todavía más de ella. El agente sacó los papeles de su funda de plástico y justo cuando empezó a desplegar el certificado del seguro el timbre de Paradise Travels anunció la intervención de Terry.

—¿Desea que vaya llamando yo? —preguntó.

Daniella no quería arriesgarse a dar una respuesta, pero el policía levantó la cabeza, sin apartar los ojos del certificado.

—¿Puede confirmar que la señorita tiene que coger un avión?

—Así es, y no tardará mucho en despegar.

Tuvieron que pasar algunos segundos hasta que el agente volviera a plegar el certificado y lo guardara junto con el carnet dentro de la funda, que le devolvió a Daniella.

—Esta vez le dejo seguir, señorita Logan, pero en adelante preste más atención a las señales. Conduzca con cuidado. No queremos que corra ningún riesgo.

Daniella no miró a Terry mientras le daba las gracias al policía, volvía a meter los documentos en el bolso y se volvía a refugiar en el coche. Al encender el intermitente para indicar que se iba a incorporar al tráfico vio a Terry sosteniendo la puerta para que el policía entrara en la agencia. En cuanto el tráfico se lo permitió tiró del volante para regresar a la autopista. Los faros llamearon y mientras las ruedas chirriaban describiendo un arco cerrado Daniella creyó ver abrirse de golpe la puerta de Paradise Travels. Quizá solo se tratara del reflejo del sol en el cristal rectangular de la entrada. No vio a nadie salir tras ella, ni corriendo ni en coche, mientras la carretera iba quedando atrás en su retrovisor. Así y todo, Terry debía de haber descubierto ya que no le había dicho su verdadero nombre.