Por un momento Daniella pensó que la policía le había seguido el rastro hasta su casa. Los dos coches que había aparcados fuera eran tan blancos como las dentaduras de los anuncios de dentífricos, de modo que bien podrían ser ellos. Sin embargo no llevaban ninguna insignia rotulada ni tenían luces en el techo. No sabía muy bien qué pedal pisar hasta que vio que la puerta de la entrada se abría y que salieron tres personas. El que iba primero, un jovenzuelo de rostro ovalado y sonrosado que tenía un arbusto de pelo rojo casi más voluminoso que su cabeza, se protegió los ojos antes de saludarla. Nunca lo había visto antes y cuando gritó «¿Señorita Logan?» sin demasiada seguridad sus dudas aumentaron aún más. Pese a todo, Daniella no parecía tener otra opción que quedarse en la entrada.
El muchacho dejó abierta la puerta de la entrada y se quedó al lado, mientras ella y Chrysteen se apeaban del coche.
—¿Llave? —dijo el muchacho.
Cuando se dio cuenta de que se lo había dicho para ofrecérsela, supo quién era.
—Tengo la mía —respondió.
—Magnífico —dijo el jovenzuelo con más entusiasmo del que Daniella estimaba que merecía su respuesta, y se volvió a proteger los ojos para escudriñarla—. Disculpa, no te he preguntado cómo te encuentras.
—Mejor que la última vez que me viste.
—Espero que sí. Les estaba contando al señor y a la señora Purslow cómo te encontré después del, del incidente con la caja fuerte. Oh, qué modales…
Cuando Daniella entendió que se estaba reprendiendo a sí mismo, el jovenzuelo ya le estaba presentando a la pareja, un hombre de mediana edad totalmente calvo que cuadró los hombros cuando le estrechó la mano, y su joven novia (al menos pretendía parecer joven, con sus trenzas y un escaso vestido ceñido a su cuerpo menudo y escuálido).
—Señor y señora Purslow, la señorita Logan —dijo el agente— y usted es…
—Mi amiga —intervino Daniella, quizá con demasiada precipitación.
—El señor y la señora Purslow están pensando en formar una familia.
—¿Qué les ha parecido mi casa? —preguntó Daniella un tanto obligada.
—Un poco fría —confesó la señora Purslow con un tiritón, como si la visita la hubiera dejado helada.
—Hacen falta niños —explicó su marido.
Daniella estuvo a punto de decirles que ella se crio en esa casa, pero las palabras murieron en su boca seca. Antes de pensar en qué otra cosa podría decir, la señora Purslow anunció:
—Te llamaremos y te daremos una respuesta. Estarás aquí, ¿verdad?
—Acabo de llegar.
—¿Tu amiga se va a quedar contigo?
—Estaremos juntas si se trata de algo que tiene que ver conmigo —contestó Daniella antes de añadir aún con mayor torpeza—: ¿Por qué?
—Por si necesitabais a alguien.
—Todos necesitamos a alguien —aseguró el señor Purslow mientras acariciaba el cuello desnudo de su esposa.
El agente inmobiliario esperó junto a su coche hasta que los Purslow salieron levantando una estruendosa lluvia de gravilla. Cuando arrancó su coche hizo un círculo con el índice y el pulgar y lo coronó con los otros tres dedos; a Daniella aquella señal le recordó la manera en que los adultos ponían la mano para dibujar la sombra de un conejo en una pared cuando querían entretener a los niños. Cuando oyó que el viento que agitaba los setos empezaba a acariciar su coche, le dijo a Chrysteen:
—Espera fuera si quieres. Solo tardaré un minuto.
—¿Entonces no vamos a quedarnos aquí? —preguntó Chrysteen.
—No después de haberles dicho que sí.
—Son gente normal, Danny. No puedes desconfiar de todo el mundo.
—No puedo arriesgarme a permanecer donde la gente sabe que estoy. —Cuando Chrysteen abrió la boca Daniella la interrumpió—. Excepto tú. No podemos perder tiempo discutiendo, ¿de acuerdo?
—Tú verás. ¿Hay algo que tampoco quieras que sepa yo?
—No, Chrys. Nunca.
—Entonces me quedaré contigo —dijo Chrysteen, no sin cierto arrojo.
Pese a que la puerta de la entrada continuaba abierta, la casa seguía oliendo a cerrada; el olor a polvo tendido sobre las alfombras, a sillas y sillones en los que solo el sol se había sentado durante todo este tiempo. Quizá hubiera arañas en los rincones más oscuros tejiendo sus trampas mortales. Daniella corrió al despacho de su padre a ver la caja fuerte. Le costó tragar saliva mientras tecleaba los dígitos de un cumpleaños que no sabía cómo iba a celebrar. Se desbloqueó la cerradura, y cuando empezaba a tirar de la puerta para abrirla apareció Chrysteen para ayudarla. No contenía más que oscuridad, una negrura digna de la tumba más profunda. Cuando Chrysteen se apartó y con ella su sombra, Daniella pudo ver su pasaporte boca abajo en el fondo de la caja.
Lo abrió para mirar su fotografía (en la que, pese a no tener ni un año de antigüedad, se vio tan inocente como Chrysteen) y asegurarse de que era el suyo. Cerró la puerta metálica con el hombro, ignorando ya el dolor del cuello, y escondió el pasaporte en el bolso lo mejor que pudo.
—¿Piensas utilizarlo pronto? —preguntó Chrysteen.
—Puede. ¿Dónde está el tuyo?
—Sigue en mi casa. Crees que no debería habérselo dado a mi padre.
—Algo así.
—Sin embargo, el pasado verano tampoco hubiéramos podido permitirnos viajar al extranjero, ¿no crees? Mi padre tenía razón en eso. Sé que nuestros padres se gastaron más en la fiesta que celebraron por nosotras de lo que nos hubieran dado para pasar las vacaciones pero, al fin y al cabo, era su dinero.
Aquel día Daniella pensó que la fiesta que celebraron en casa de su padre no era sino un simple premio de consolación, pero ahora estaba segura de que el plan era mantenerlas en casa. Muchos de los invitados eran hombres que habían aparecido en la lista de su cuaderno.
—No importa —dijo Chrysteen—. Ya haremos una escapada un día de estos, ¿vale?
—Eso espero, Chrys. No te imaginas cuánto.
—Podríamos hacer una promesa, ¿te parece?
—Venga —acordó Daniella cogiéndole de la mano y descubriendo que no quería soltarla. Durante todo el tiempo que la estuvo agarrando pensó que podrían huir en lugar de revelarle la verdad a su amiga. Entonces se obligó a soltarla y salió corriendo—. Tengo que hacer el equipaje.
Su vieja y ajada maleta cubierta de adhesivos con los nombres de diversos complejos turísticos ingleses le esperaba acurrucada en lo alto de su guardarropa. Al cogerla se vio envuelta en una leve nube de polvo. Metió ropa, sin llegar a llenarla (camisetas con mensajes pasados de moda, faldas cuya longitud no sabía si aún hoy en día se seguiría llevando, un par de suéteres lo bastante gruesos para afrontar el invierno, algo de ropa interior ya descolorida), mientras Chrysteen la observaba. Daniella sacó la llave de su bolsillo, echó los picoteados cierres y levantó la maleta, que le pareció tan hueca como una promesa. Entonces Chrysteen preguntó:
—¿Te vas a marchar ahora?
—Primero debo hacer algunas llamadas, pero no quiero telefonear desde aquí.
—Llama desde mi casa.
—¿Habrá alguien?
—Por lo general mi madre no vuelve del banco hasta por lo menos las seis, y mi padre casi nunca asoma por casa durante el día.
—¿Podrías asegurarte?
—Supongo que será lo mejor —asintió Chrysteen casi con más disposición de la que Daniella podía soportar.
En el estudio, Chrysteen permaneció a la escucha durante bastantes menos segundos que los que hubiera esperado Daniella antes de colgar.
—Te lo dije, nadie.
—¿Crees que podrías averiguar dónde va a estar tu padre?
—Venga ya, Danny. No está agazapado a la vuelta de cada esquina esperando a que pasemos para abalanzarse sobre nosotras. —Cuando Daniella puso ojos de cordero degollado, Chrysteen suspiró y marcó un nuevo número—. Soy Chrysteen Hastings —dijo como disculpándose por ello—. ¿Está mi padre ahí?
En ese momento Daniella temió que el señor Hastings pudiera ponerse y que Chrysteen no supiera inventar una razón convincente para haber llamado. Pese a que Chrysteen solo dijo «Gracias», Daniella no se sintió aliviada hasta que le vio colgar el auricular.
—Se ha ido a Londres —explicó—. Quizá no vuelva ni para esta noche.
—Está bien —dijo Daniella casi dando gracias a Dios.
Después de casi un kilómetro de camino a Oxford, los setos que bordeaban la carretera empezaron a desaparecer y pudo ver el perfil de la ciudad sembrado de agujas amarillas como el desierto, y contorneado como una afilada hoja de sierra. No le dio pena cuando tal imagen quedó emborronada por los tejados de una zona residencial.
—Puedes aparcar en la entrada —dijo Chrysteen.
Se sintió un poco desilusionada cuando Daniella dejó el coche a varios edificios de distancia y tuvieron que volver caminando. El barrio ofrendaba múltiples sonidos al sol: la meditación de los cortacéspedes, los gritos y chillidos de los niños de la escuela. Nadie parecía mirar cuando Chrysteen abrió la blanca puerta doble, que era tan amplia como la de una capilla, y desconectó la alarma tecleando un código de seis dígitos que a Daniella le recordó las fechas de su cuaderno. El espacioso vestíbulo olía igual que un cuarto de baño y ostentaba una amplia escalera que conducía a una ventana protegida por una cortina de encaje blanco enmarcada por un intrincado papel pintado. Chrysteen pasó corriendo junto a un perchero de madera del que colgaban dos sinuosos bastones que se meneaban sobre dos pares de botas de senderismo, y empujó la puerta de la cocina con ambas manos para abrirla.
—Ay —dijo—. El teléfono está aquí.
Daniella la siguió hacia la larga y reluciente cocina metálica e impoluta, aunque se detuvo tras dar el primer paso, titubeante. El teléfono estaba unido por su cordón a una pared que se divisaba perfectamente por la ventana sin cortina, al otro lado de la cual se podía ver, tras una valla baja, a un hombre de espalda peluda en pantalón corto paseando un cortacésped que tenía el morro hundido entre la descuidada hierba. Ese hombre podría girarse y verla sin ningún problema.
—¿No hay otro? —preguntó ansiosa.
—Solo el de la habitación de mi padre.
—¿Podría utilizarlo, si es que estuviera menos a la vista?
Chrysteen se hubiera negado de no haber visto a Daniella ocultarse en el vestíbulo.
—Pero no toques nada más, ¿vale? —pidió.
—¿Por qué iba a querer revolver las cosas de tu padre?
Se retiró con la esperanza de que así su amiga saliera de la cocina, como al final ocurrió. Chrysteen agarró tímidamente el pomo, como una niña que se supiera profanadora de algo prohibido, y lo soltó en cuanto la puerta se separó del marcó. Daniella la abrió del todo. La habitación era más pequeña y sencilla de lo que esperaba. Las paredes estaban decoradas con un papel más complicado todavía que el del vestíbulo, y de ellas no colgaba nada que pudiera ocultar una caja fuerte, a menos que esta estuviera tras las estanterías rebosantes de libros de abogacía, todos los cuales parecían idénticos salvo por el número que marcaba sus lomos. Estaban amontonados frente a un robusto escritorio bajo de roble junto al cual había un sillón de cuero similar a los de los clubes de caballeros. El escritorio soportaba el teléfono, que tenía forma de losa blanca, una agenda de la que sobresalían etiquetitas amarillas de plástico que conformaban el abecedario y un ordenador que dormitaba bajo la luz que entraba por una ventana desde la que se veía un lateral de la casa de al lado. Daniella se sentó en la silla, que reclamó su atención al emitir un prolongado crujido, y sacó su cuaderno de su bolso, que había dejado caer sobre el escritorio a modo de desafío. Estaba buscando la lista de su padre cuando Chrysteen, que se había quedado junto a la puerta, murmuró:
—¿Danny?
—Chrys —respondió Daniella al tiempo que levantaba el auricular con un dedo.
—Hay algo que no me cuadra. Si son como los masones, ¿por qué no le echaron una mano a tu padre cuando vieron que tenía problemas?
—Tenemos que averiguarlo. Por eso es por lo que quiero hacer estas llamadas.
—Pensé que querías huir. ¿Qué piensas hacer cuando lo averigües?
—¿Te parece que lo decidamos juntas? —sugirió Daniella un tanto artera—. Se me ha ocurrido una manera para ahorrar algo de tiempo. Vamos a ver si alguno de estos aparece en la agenda de tu padre.
Chrysteen se acercó poco a poco al escritorio y levantó las manos como si fuera a agarrar la agenda, a rogar que se la diera o a apartarla de sí.
—¿Como quién?
—¿Quién te parece que podría ser Herrero de la palabra?
—Puede ser, cómo se llama, el que presenta el programa de por la noche en la Metropolitan, —dijo Chrysteen un poco a regañadientes—, quién es, casi nunca lo veo, Reginald Gray.
—Aquí está. Incluso viene su número personal. Chrys, no te va a gustar lo que voy a hacer pero no intentes detenerme hasta que hayas oído todo lo que ocurra, ¿de acuerdo?
—¿Lo que le ocurra a quién?
—Lo que ocurra al teléfono —dijo Daniella. Posó el teléfono (que le recordó a una babosa blanca aplastada) boca arriba y pulsó las teclitas cuadradas que sobresalían de la parte inferior. Cuando el número que marcó empezó dar tonos levantó el auricular e hizo una señal a Chrysteen para que se acercara. Su amiga se inclinó sobre el escritorio en el momento en que la decidida voz de un muchacho anunció:
—Despacho de Reginald Gray.
—Llamo en representación de la Sociedad Benéfica de Niños —dijo Daniella, que vio cómo a Chrysteen se le abrían los ojos y la boca como platos. Con la mano libre le tapó los labios a su amiga, sintiendo cómo se cerraban contra su palma—. Ya ha apoyado nuestro trabajo en anteriores ocasiones —se inventó.
—Por supuesto, pero en este momento no está. Soy su ayudante.
—Muy bien —dijo Daniella, pensando que no la había recibido mal del todo—. ¿Llevas mucho en la Metropolitan?
—Siete años, pero no todos con Regi.
—Espero que tú puedas proporcionarme la información que necesito —dijo Daniella, que giró el auricular para asegurarse de que Chrysteen también oyera al joven—. Tengo que poner al día nuestra base de datos.
—Si puedo te ayudaré.
—Sé que a ti no te molestará esta pregunta tanto como podría conturbarlo a él. Él y su esposa perdieron a su primer hijo, ¿me equivoco? —dijo Daniella, que vio que a Chrysteen le temblaban los labios de la misma manera que a ella le temblaba el cuerpo.
—A su hija única.
—Hija única, desde luego, a eso me refería. ¿No recordarás por casualidad cuándo aconteció esto?
—No creo que se nos haya olvidado a nadie de los que trabajábamos aquí entonces. Sucedió el día de San Valentín.
—Y hace pocos años.
—Mil novecientos noventa y dos. Lo sé porque aquel año nadie me envió ninguna postal.
—Cuánto lo siento —se vio obligada Daniella a condolerse mientras Chrysteen se ponía derecha y se destapaba la boca. Parecía que estaba a punto de decir algo, pero se limitó a girar el cuaderno hacia sí para repasar la lista. Apoyó ambas manos en el escritorio y alzó la cabeza para ponerla cerca del teléfono justo antes de que Daniella continuara—: ¿Podría recordarme cómo perdieron a…? Me temo que no tengo registrado el nombre…
—Felice.
—Qué curioso. Me pregunto de dónde lo sacarían.
—De Regi. Jamás utiliza su otro nombre, pero es Felix.
—Me lo imaginaba —dijo Daniella, sin sentirse triunfante en absoluto y preguntándose hasta cuándo aguantaría Chrysteen sin decir nada—. Entonces decía que Felice fue…
—Los Gray se fueron de vacaciones a África y un día en el que su esposa estaba enferma en cama Regi, acompañado de Felice, cogió el coche y se acercó demasiado a la frontera. Allí les tendieron una emboscada terrorista. Acuchillaron a la pequeña hasta matarla. Después las tropas arrasaron todo un pueblo, aunque no sé si alguna vez se llegó a demostrar que no les ayudó nadie. Regi nunca ha dejado de sentirse culpable, por supuesto; asimismo, su esposa le echó la culpa de todo y lo abandonó. En cierto modo, lo peor fue que su carrera empezó a flojear; pero después de la tragedia había tanta gente que se enteró de lo que le había ocurrido y que quería verle superarlo, no solo sus compañeros, sino el público en general, que consiguió el trabajo que tiene ahora.
Daniella no sabía si Chrysteen la había atrapado con la mirada o viceversa; solo estaba segura de que ninguna podía ni pestañear, ni siquiera cuando Chrysteen se apartó del escritorio.
—¿Quizá le estoy contando demasiado? —dijo el ayudante de Reginald Gray—. Es que no estoy muy seguro de qué desea saber.
—Nos preguntábamos si al señor Gray le gustaría hablar acerca de su experiencia en uno de nuestros actos.
Chrysteen puso cara de sorpresa y de incredulidad con tal acaloramiento que Daniella oyó sus labios cerrarse de golpe cuando el ayudante fue a responder:
—Me temo que no puedo responder por él a esto. Estará aquí dentro de un par de horas.
—Yo luego no podré —fabuló Daniella—. Intentaremos localizarlo. No es necesario comentarle nada de esto hasta que nosotros nos pongamos en contacto con él.
—Lo comprendo. —El ayudante sorprendió a Daniella con su respuesta. Volvió a posar el teléfono sobre su pequeña losa y miró a Chrysteen, que no pudo contenerse más.
—¿A qué crees que estás jugando?
—¿A ti qué te parece, Chrys?
—Te lo estoy preguntando yo.
—Antes escucha la siguiente llamada. Seguro que después es más fácil.
—Más fácil.
—Para ti —dijo Daniella, que se acababa de dar cuenta de que estaba hablando de sí misma—. Para que me creas —dijo a duras penas cuando vio que el siguiente nombre seguido de una fecha era Herrero de la risa. En la agenda el nombre de Larry Larabee venía acompañado de dos teléfonos, uno de los cuales era de un móvil. Prefirió no hablar directamente con él… ni con ninguno de los otros hombres que se escondían tras aquellos alias. Levantó el auricular y tecleó el otro número. Sonaron tres tonos antes de que el cómico gritara «Hola, holita» y le horadara el tímpano con una risita chillona.
—Dime quién eres y lo que quieres y cuándo —exhortó, dando a entender que solo era una grabación— y mientras tanto, ¿por qué no me dedicas unas risas? Vamos, cuéntame un chistecito. Dime algo que merezca ser compartido con el resto del mundo. ¡Que no muera la risa!
Tras el monólogo sonó un pitido breve que tentó a Daniella a soltar todo lo que se estaba cociendo en su cabeza como si ya no pudiera aguantar más la presión. Sin embargo, se contuvo y apretó un botón para cortar la comunicación, deseando que acabar con él fuera igual de sencillo. El siguiente alias que no dudaba a quién ocultaba, era Herrero de los libros. No le resultaba tan difícil hablar con el padre de Mark como con el resto, pero la lista de eses de la agenda era tan larga que le pareció que tenía una serpiente siseando dentro de la cabeza. Entonces Chrysteen preguntó:
—¿Qué intentas demostrar?
—Con uno no basta, ¿no te parece, Chrys? Se podría considerar una coincidencia. Oigamos a uno más y después… —En ese momento supo que prefería no saber lo que ocurriría entonces. Marcó el número del editor y miró la pantalla del ordenador, cuyo vacío le pareció tan insondable que creyó que le estaba mostrando o anunciando su no existencia.
—Teléfono de Victor Shakespeare —contestó una vivaracha voz femenina.
—¿Está ahí?
—No. Ha salido a almorzar.
—Muy bien —dijo Daniella con excesivo entusiasmo—. ¿Es su secretaria?
—Soy su asistente —contestó la mujer, afilando la voz más que nunca.
—Eso quería decir, disculpe. Supongo que sabrá que el señor Shakespeare ya ha colaborado con nosotros en anteriores ocasiones.
—¿Con quién hablo?
Chrysteen cayó sobre Daniella con todo el peso de su mirada, obligándola a erguir el cuello para soltar la siguiente mentira.
—Sociedad Benéfica de Niños —dijo.
—Creo que ha hablado de ustedes en alguna ocasión.
—Ahora que Norman Wells nos ha dejado queremos asegurarnos de quiénes continúan brindándonos su apoyo.
—Imagino que eso depende del tipo de apoyo que busque.
—Quizá el señor Shakespeare pueda dar pronto una charla en alguna de nuestras cenas —fantaseó Daniella preparándose para el siguiente reproche de Chrysteen—. O quizá no tan pronto, dado que tendrá que celebrar un triste aniversario dentro de poco, ¿no es así? Supongo que el señor Shakespeare no se sentirá con ánimos para hablar sobre el tema.
—¿Por qué lo dice?
—Imagino que le atormentará recordar lo sucedido.
—Sin duda.
—Entonces entiendo que no querrá compartir ese dolor.
—Esta pregunta debería hacérsela a él.
—No sé. No querría sentirme responsable. —Daniella sabía que parecía más informada de lo necesario y se empezó a hacer la tonta tan de repente que dio la sensación de que le había entrado miedo—. Solo quería, me gustaría… parece que no tenemos registrado el nombre de su hijo.
—Mark.
—El hijo que —dijo Daniella antes de bajar la voz para continuar—: Perdieron.
—Philippa.
—Que viene del otro nombre de Victor, ¿me equivoco?
—Philip, se refiere.
—Exacto. —Miró suplicante a Chrysteen, que no parecía dispuesta a guardar silencio mucho más tiempo, y dijo—: Es el vigésimo octavo aniversario de su muerte, si no me equivoco. La niña debía de tener doce años.
—Le había entendido que no estaba muy informada.
—Lo que no teníamos, por alguna razón, era su nombre. Bueno, en realidad, me temo que tampoco conocemos las circunstancias de su muerte.
—¿Por qué quiere saberlo?
—Porque… —Daniella vio que Chrysteen tenía los ojos clavados en ella y pensó que nunca la había mirado con tanto odio—. Por si pudiera resultarle demasiado doloroso —se inventó— hablar sobre el tema. ¿No fue una muerte muy violenta?
—Mucho. —La respuesta de la asistente resonó en el silencio que se produjo a continuación. Daniella se quedó devanándose los sesos pensando en la manera de proseguir sin que se notara demasiado hasta que la asistente de Victor Shakespeare dejó claro el motivo de su pausa—: Ah, eso pensaba. Ha vuelto. ¿Víctor?
La voz de asistente se apagó cuando tapó el micrófono con la mano. Daniella oyó unas voces de fondo que zumbaban como moscas atrapadas dentro de un vaso. Sin que llegara a distinguir ni una sola palabra, la conversación terminó y la asistente preguntó:
—Le paso, señorita…
Daniella tuvo la sensación de que el padre de Mark la iba a estrangular. Cortó la comunicación tan rápido que casi se parte la uña con el botón. Chrysteen se quedó mirándola fijamente.
—Magnífica interpretación —dijo por fin—. Deberías meterte a actriz.
—No podía hacer otra cosa. —Daniella encajó el auricular en la base y de repente sintió como si lo hubiera empleado a modo de arma letal—. Oh, Chrys, ¿qué he hecho?
—Dímelo tú.
—No me he acordado de ocultar el número de teléfono para que no nos devuelvan las llamadas.
—No te preocupes por eso.
—¿Por qué no? —Cuando Daniella estimó que su amiga ya no diría más, insistió—: ¿Por qué no, Chrys?
—Porque mi padre trucó el teléfono para que nadie a quien llamemos pueda ver nuestro número. Te parecerá tan sospechoso como todo lo demás.
—¿Qué demás?
—Todo lo que quieres averiguar sin decírmelo a la cara. Pero me parece que la mujer con la que has estado hablando no ha dicho ni la mitad de lo que quieres que yo piense que ha dicho.
Daniella cayó en la cuenta de que seguía agarrando el auricular y lo volvió a colocar sobre la losa.
—Chrys, solo quiero…
—En ningún momento ha dicho que la niña muriera en circunstancias extrañas, ¿o sí? Ni siquiera ha asegurado que su nombre viniera del de su padre.
—Yo creo que sí, Chrys…
—Por eso querías saber si el mío también —concluyó Chrys furibunda.
—Como el mío.
—Pues sí, como el tuyo. ¿Y qué? ¿Qué puede tener de malo?
—Eso no es todo. Ahora sabes que no.
—No, no lo sé. Si tienes algo que decirme escúpelo ahora. ¿Qué más estás diciendo que hizo tu padre?
—Es que no lo hizo. Ese es el quid de la cuestión. No hizo lo que se suponía que debía hacer.
—Entonces no puedes saber de qué se trata.
—Puedo. Lo sé. Ojalá lo ignorara.
—Pues dilo —le exhortó Chrysteen, que al instante se tapó las orejas con las manos—. Déjalo, prefiero no…
—O no le ayudaron a arreglar las cosas porque se negó a llevar a cabo el sacrificio que deben hacer o bien ese fue el motivo de sus problemas financieros, que no lo hizo.
Chrysteen parecía decidida a no abrir más la boca, pero entonces hizo una mueca de rabia.
—¿Qué sacrificio?
—Ya lo sabes. Lo has oído.
—No es cierto y no te atrevas a decirlo. Ni se te ocurra que puede ser verdad porque de lo contrario me obligarás a pensar que estás… que estás enferma, después de todo.
—Sabes que no. Te conozco. Te lo puedo asegurar.
—En ese caso puede que no me conozcas tan bien como creías. La verdad es que estás dejando muy claro que no conoces a mi padre.
—Chrys, sé cómo te sientes —dijo Daniella con ojos suplicantes y tendiendo la mano sobre el escritorio para ofrecérsela a Chrysteen, que se apartó de ella como si le estuviera tentando con un fómite—. ¿Cómo crees que me sentí yo cuando descubrí lo que escondía el mío?
—Y yo qué sé. Ya no sé si te conozco.
—Claro que sí. Sigo siendo la amiga que siempre he sido para ti. Solo intento protegerte, igual que hemos hecho toda la vida la una con la otra.
Chrysteen se enjugó las lágrimas que empezaban a empañarle los ojos antes de volver a mirarla.
—Pues venga, adelante, muéstrame alguna prueba de que mi padre está metido en toda esa mierda que tantas ganas tienes de que me trague. Y no vuelvas a decirme lo de mi nombre porque eso no demuestra nada.
—¿Chrys?
Chrysteen la miró fijamente, quizá para no romper a llorar.
—¿Qué?
—¿Sabes dónde está tu pasaporte?
—Ya te he dicho que sí.
—¿Qué te parece si lo coges y desaparecernos una temporada, como prometimos que haríamos un día de estos? Lo veremos todo más claro cuando nos larguemos.
—Sí que tienes que estar loca para salir con esas ahora.
—De acuerdo, pues si tan mal estoy necesitaré que alguien me acompañe para asegurarse de que no me pase nada, y solo te tengo a ti.
—Sabes que no puedo, de modo que tú tampoco deberías irte.
Hacía ya unas cuantas horas que debería haberle pedido a Chrysteen que se largaran, pensó Daniella demasiado tarde. ¿Hubiera logrado convencerla para salir del país sin saber por qué ni cuál sería su destino? Hubiera resultado más fácil que lo que debía hacer ahora. Un escalofrío de frustración, sobre todo por sí misma, le obligó a retirar las manos del escritorio para agarrar las asas de los cajones superiores.
—¿Qué crees que estás haciendo? —quiso saber Chrysteen.
—¿No querías pruebas?
—No los… —fue a ordenar Chrysteen, pero Daniella ya había abierto los cajones. El de la izquierda rebosaba de objetos: una grapadora y una caja de recambios, una paquete de pañuelos de papel, una lata de clips, una libreta de notas donde había bosquejado un espadachín cuya espada nacía de una empuñadura que más bien parecía un puño de hierro. El otro cajón solo contenía una colección de tarjetas del Día del Padre metidas unas dentro de otras como si formaran un libro.
—Son todas las tarjetas que le he ido mandando desde pequeña —explicó Daniella con fiera actitud protectora—. Más vale que tengas cuidado si no quieres que sepa que he entrado aquí y deja…
Jadeó de cólera. Daniella cerró los cajones superiores, pero solo para abrir los de abajo. En el de la izquierda había docenas de cajas transparentes de disquetes, pero fue el de la derecha el que de verdad llamó su atención. Allí, bien guardado, le esperaba, con la tapa abierta dejando ver el dibujo de un cuchillo y una cruz, la Biblia descifrada.
—Este es el libro que se llevaron de mi casa —dijo Daniella.
—No te atrevas a acusar a mi padre de aquello.
—No digo que sea el mismo ejemplar, pero sí que es el mismo libro.
—¿Y por qué no iban a leer el mismo libro?
—¿Por qué precisamente este? ¿Es el típico que leería tu padre?
Chrysteen se mordió los labios hasta que se le quedaron blancos, y después los volvió a separar, demasiado tarde para prohibirle a Daniella que cogiera el libro. Al dejarlo caer sobre el escritorio se abrió por una página donde había una frase subrayada: «Quienquiera que mate a Caín, siete veces sufrirá venganza». Timothy Turner interpretó que esto quería decir que quien realizara el sacrificio sería considerado sagrado, pero no tenía tiempo de explicárselo a Chrysteen. Al levantar el libro quedó a la vista una caja rectangular de caoba de unos cuarenta y cinco centímetros de largo.
—Chrys —dijo con delicadeza—. ¿Qué crees que es esto?
—No tengo ni idea pero no lo toques. Ya has revuelto bastante.
—Entonces ábrelo tú. Tienes que verlo con tus propios ojos.
—No pienso hacerlo, ni tú tampoco.
—Chrys, se nos acaba el tiempo —protestó Daniella alargando la mano para coger la caja. Chrysteen le dio un manotazo en los dedos para que la soltara y sacó la caja del cajón. Pareció querer rodearla con los brazos para evitar que Daniella fisgara en el interior y estar dispuesta a esconderla en algún lugar secreto, pero quizá le resultó imposible ignorar la consternación de su amiga. Colocó la caja sobre el escritorio y demostró ser tan incapaz de abrirla que Daniella tuvo que apretar los puños para contenerse y no intervenir. Justo cuando empezaba a pensar que estaba bloqueada por algún seguro oculto, Chrysteen dejó de intentar levantar la tapa y probó a deslizarla. La tapa se abrió con tal facilidad que cayó ruidosamente sobre el escritorio.
Daniella vio que Chrysteen se puso firme para no apartarse por el estrépito o por la luz del sol, que se reflejaba en aquello que contenía la caja y le iluminaba la cara, que de repente se le había quedado pálida, o por el propio contenido de la caja. Sobre un mullido cojín de terciopelo rojo oscuro había un cuchillo cuyo liso mango negro era tan grueso como la muñeca de un niño pequeño, y cuya pulida hoja plateada medía por lo menos treinta centímetros.
—¿Y? —preguntó Chrysteen.
—Dímelo tú, Chrysteen.
—Es su símbolo. Nunca dije que mi padre no fuera uno de ellos.
—Es más que…
—No, Daniella, no lo es. No tienes ninguna prueba de que lo es porque no las hay. No puedes quitarte de la cabeza que todo es más complicado, pero tienes que intentarlo. Los viste alzar los cuchillos porque es todo para lo que los utilizan. Es de locos pensar otra cosa. No digo que estés loca pero es que… —Chrysteen retrocedió y soltó un leve gemido, bien de miedo o bien de rabia, o puede que de ambos al mismo tiempo.
El teléfono empezó a tintinear como para avisarles de que las habían descubierto. Chrysteen lo miró con los ojos llorosos y después clavó una mirada acusadora en Daniella antes de salir corriendo de la habitación. Daniella pensó que huía del timbre del teléfono, hasta que la oyó contestar en la cocina.
—¿Hola?
Sonaba como si esperase que no la oyera. Desde el vestíbulo, Daniella vio que a su amiga le temblaba toda la cara, aunque en seguida intentó dejarla tan inmóvil como firme sonaba su voz.
—Hola, papá.
Daniella titubeó durante algunos segundos. Se aventuró hasta el final del vestíbulo y se detuvo donde el hombre del ruidoso cortacésped no pudiera verla. Entonces oyó a Chrysteen decir:
—¿Cómo has sabido que estaba aquí?
Aunque muy lejana, oyó con claridad la respuesta de su padre.
—¿Preferirías que no lo hubiera sabido?
—Claro que no. Ya os dije que no tardaría en haceros una visita a mamá y a ti, así que aquí estoy.
Se apartó de Daniella, quizá para que no le hiciera señas de lo convincente que sonaba.
—¿Está ahí tu amiga? —preguntó su padre.
—¿Cuál? Tengo muchas.
La vocecilla se volvió cortante como la hoja de un cuchillo.
—Daniella Logan.
Daniella sintió un escalofrío desde el cuello hasta la columna y los brazos, aunque Chrysteen apenas hizo una pausa antes de contestar:
—No.
—Pero sabes dónde está.
—Creo… —Chrysteen giró la cabeza hacia Daniella y la miró a los ojos, sin estar muy segura de lo que veía en ellos—… que la vi en su casa —respondió.
—¿Qué casa?
—La de su padre. La de aquí.
—Tengo que hablar contigo luego. ¿Estarás ahí cuando vuelva a casa? —preguntó más bien en tono imperativo.
—Espero —respondió Chrysteen.
—Me gustaría que así fuera —dijo la voz diminuta antes de desvanecerse.
¿Era una orden disfrazada de deseo o una señal de que quería averiguar la verdad? Daniella dudó si Chrysteen estaría preparada para ello cuando colgó, sobre todo cuando Chrysteen le dijo:
—No puedo hacer más. Márchate ahora. Vete adonde tuvieras pensado y no me digas qué lugar es.
—Chrys, ¿no vas a…?
—Lo que voy a hacer si no desapareces ahora mismo es llamar a mi padre y decirle que estás aquí.
Su mirada y su voz parecían haberse petrificado. Daniella la conocía demasiado bien para pensar que podría hacerle cambiar de opinión.
—Ten cuidado, Chrys —le aconsejó con impotencia—. No te… —Incapaz de terminar la frase, regresó a por su cuaderno para meterlo en el bolso. No era el sol lo que no le dejaba ver bien cuando salió de la casa. Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano para poder ver la casa al mirarla por última vez desde las verjas.
Esperaba que Chrysteen se arrepintiera y que se inventara alguna excusa para irse con ella. Lo cierto es que su amiga la estaba mirando desde la puerta de la entrada, que Daniella había dejado abierta al salir, solo que se puso a agitar con violencia una mano para indicarle que se largara al tiempo que con la otra hacía el gesto de llamar por teléfono. La cara se le había quedado rígida y pálida como una máscara que Daniella no soportaba mirar. Apenas había echado a caminar hacia el coche cuando oyó la puerta de la casa cerrarse de golpe, como una trampa.