Cuando tomaron rumbo oeste por la autopista que partía de la carretera que iba hacia el este, en dirección al cruce de Haresborough, Daniella supo que podría superar lo del hospital. Condujeron durante al menos media hora en dirección sur hasta que la autopista empezó a tender sus ramas formando una espoleta de treinta kilómetros de ancho a punto de partirse porque alguien estuviera tirando de ella para pedir un deseo. Un peligro había quedado atrás, pero su situación actual no era nada esperanzadora. Cuando por el retrovisor vio un coche de policía avanzando a toda velocidad por el tercer carril de la autopista, con todas sus luces palpitando como una migraña destellante provocada por la sirena, tuvo que contenerse para no ocultarse tras el volante. No podía tapar el número de la matrícula, pero continuó deseando poder hacerlo incluso después de que el coche patrulla desapareciera por el horizonte de la autopista. En cuanto se produjo un hueco en una caravana de camiones pudo ver una señal que indicaba la proximidad de un área de servicio, y se refugió en el carril interior, entre dos camiones lo suficientemente grandes como para camuflar su coche.
—¿Estás bien? —le preguntó Chrysteen mientras seguían al camión de delante para tomar la vía de acceso.
—Lo estaré —respondió Daniella, que en seguida se dio cuenta de lo ansiosa que había sonado. El camión se metió en el aparcamiento reservado a vehículos largos; el resuello de sus frenos pareció dar la bienvenida al paisaje que acababa de aparecer ante ellas: el coche patrulla frente a la piña de restaurantes de comida rápida en la que estaban todos los teléfonos. Daniella quería creer que la policía todavía no había recibido el aviso de buscarla por todo el país, pues de lo contrario debería huir sin plan ni destino. La primera plaza libre que vio distaba apenas media docena de angustiosos pasos del coche patrulla. Quiso asegurarse de que no había agentes dentro sin dejar de controlar el volante y los pedales, el cuerpo y la mente.
—Yo también voy —dijo Chrysteen cuando crujió el freno de mano.
Debía de creer que habían parado para ir al lavabo de mujeres, que debía de llamarse el servicio de damas en aquella época en la que tenían la misma edad que el niño que había sentado a la mesa de la ventana de un Burger King, con la barbilla y la garganta embadurnadas de kétchup hasta que su madre le limpió con una servilleta. Cuando Daniella se apeó del coche salieron dos agentes del vestíbulo desde el que se accedía a los distintos restaurantes. En cuanto estuvo a la vista de ellos, el de la derecha hizo un gesto con la mano a alguien que había detrás de ella. Se giró y vio otro coche patrulla incorporándose a la autopista; al volver a mirar hacia delante vio que el vehículo que estaba aparcado junto a los restaurantes salía corriendo tras él, con todas las luces destellando.
—Me preguntó quién habrá sido el desgraciado —dijo Chrysteen.
—Yo no —murmuró Daniella obligándose a creérselo. Dejó que Chrysteen entrara delante de ella al vestíbulo, que atronaba con el ruido de las tragaperras y los videojuegos, cuyas musiquitas sonaban más triviales que nunca—. No me esperes —dijo al detenerse junto a los teléfonos.
—¿A quién vas a llamar?
—Luego te lo cuento.
Chrysteen tardó en meterse en los aseos. No había llegado todavía cuando Daniella ya se había sacado la agenda del bolso. La tarjeta que Nana Babouris le dio el día del funeral seguía entre las páginas de la sección de la B. Tuvo que meter dos veces su tarjeta de crédito en la ranura para que el teléfono la aceptara. Marcó el número y oyó un siseo crepitante que le evocó el mar que la separaba de Grecia. El niño del kétchup que había visto por la ventana entró corriendo en el vestíbulo, perseguido por una niña que tenía los labios todavía más rojos y una madre empeñada en limpiar la cara a los pequeños con una servilleta de papel. Cuando salieron a perseguirse al aparcamiento los chisporroteos del teléfono se desvanecieron y dieron paso a la voz de Nana. Sonaba casi igual que en la pantalla, solo que habló en griego hasta que por fin dijo algo que Daniella pudo entender:
—¿Hola?
Daniella se giró hacia la pared, en la que había clavada una placa con instrucciones, cuya cubierta de plástico convirtió su reflejo en una tenue máscara blanquecina antes de que se atreviera a identificarse.
—Hola. Soy Daniella Logan.
—¡Daniella! —Sonaba tan alegre que hubiera encajado en la escena culminante de muchas de sus películas—. ¿Cómo estás? —exclamó Nana.
—Estoy… —a Daniella le pareció que llevaba demasiado tiempo sin ver lo que ocurría a sus espaldas, de modo que se giró para mirar a las caras de la gente; no le sonaba ninguna y por eso no confiaría en nadie—. Estoy un poco de todo ahora mismo —dijo, rodeando el micrófono con las manos.
—Mejor, así no te aburres, quieres decir, ¿no?
—No lo sé —dijo Daniella, que protestó—: No tengo mucho tiempo.
—No irás a colgarme ya, espero. ¿Cómo es que llamas?
Daniella hizo lo posible por qué Nana la oyera bien sin levantar mucho la voz.
—¿Recuerdas lo que me dijiste en el funeral de mi padre?
—¿Que le debo mi carrera? Lo digo y lo mantengo.
—No, aquello de que si necesitaba escapar de todo…
—¿… esta griega siempre te recibiría con los brazos abiertos? Nunca he dicho mayor verdad.
—¿Te importaría si eso fuera dentro de poco?
—Cuanto antes mejor. Puedes salir a surcar los cielos ahora mismo, como el ángel que eres —le animó Nana, que le gritó algo en griego a alguien que estaba cerca de ella.
De repente Daniella empezó a sentirse espiada, a causa de lo cual apenas pudo seguir hablando.
—¿Nana?
—Hijita.
—¿Siempre contestas el teléfono en otro idioma?
—¿Para sonar más internacional, quieres decir? No soy del todo europea ni americana. Mis raíces están aquí. Todavía tengo mucho de griega.
—¿Entonces por qué has respondido «hola»?
—Porque según la pantallita era un número de Inglaterra. ¿Estás en una cabina, verdad?
—¿Quieres decir —dijo Daniella con sorpresa— que también se puede saber eso?
—Espero tener algún día uno de esos aparatos tan avanzados, pero me refería al ruido de fondo. Parece como si alguien estuviera jugando a algo.
—Maquinitas del millón y videojuegos.
—¿Estás en un pub? En ese caso, chin-chin, ¿o debería decir por los amigos ausentes? Supongo que no te quedarás mucho tiempo.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Daniella con renovado nerviosismo.
—Pensaba que ya estarías de camino para acá. ¿Cuándo vas a salir?
—En cuanto pueda conseguir un billete, si todo sale bien.
—Así me gusta. Coge un vuelo hasta Atenas. Me aseguraré de que vayan a recogerte si me dices cuándo vas a llegar.
—Lo haré. Gracias, Nana. De verdad, muchas gracias —dijo Daniella, que se resistía a soltarse del salvavidas en el que el teléfono y su cordón se habían convertido para ella. En seguida volvió sentirse inmersa en el estrépito del vestíbulo y tuvo la sensación de que tanto escándalo potenciaba el efecto de la medicación mientras salía aprisa en busca de Chrysteen.
Tras una puerta que mostraba una silueta roja compuesta por una cabeza redonda y sin rostro pegada a un triángulo soportado por dos piernas separadas en V había un aseo largo y tan blanco como el vestíbulo. En las puertas de cuatro de los ocho compartimentos mostraban etiquetas de Ocupado que semejaban pequeñas bocas carmesíes arqueadas hacia abajo. Chrysteen estaba apretando un pulsador de metal que había sobre un lavabo para echarse un poco de jabón grumoso en las manos. Empujada por lo que parecía un ataque de pánico, Daniella se escondió en el primer compartimento libre que encontró. Cuando terminó de orinar, se limpió y se subió los vaqueros.
—¿Hablaste con la persona que querías? —preguntó Chrysteen alzando la voz por encima del ruidoso hálito inerte de un secamanos.
—Sí —dijo Daniella, que salió disparada hacia el coche.
Daniella bloqueó las puertas en cuanto las dos se hubieron montado. Cuando se puso el cinturón de seguridad apareció tras ella el rostro de un niño. No estaba en el asiento de atrás sino en la luneta trasera del coche que tenían detrás. El Ford fue ganando velocidad cuando salió a la autopista, pero al poco se quedó casi paralizado como un conejo deslumbrado por unos focos cuando un camión gigantesco que se les iba echando encima le hizo unas señales con las luces para que acelerara. Conducir ya le crispaba bastante los nervios como para encima tener que despojar a Chrysteen de su inocencia, pero debía empezar a preparar el camino.
—Chrys, ¿me puedes acercar el bolso? —dijo.
Chrysteen se giró y lo rescató del asiento trasero.
—¿Qué necesitas?
—Hay algo que quiero que veas. Mi viejo cuaderno de ejercicios de la escuela.
Chrysteen soltó una risita de sorpresa y de (y esto asombró bastante a Daniella) alivio.
—¿Qué tengo que buscar?
—Lo sabrás cuando lo veas —respondió Daniella, sin estar segura de que fuera cierto ni de si esperaba que lo fuera.
El ruido que Chrysteen hizo al pasar las páginas le hizo pensar a Daniella en un ratón acurrucándose en un nido de papel, en una mascota que pensaba que dormiría a salvo.
—«Qué he hecho en vacaciones» —exclamó Chrysteen entre risas—. ¿Durante cuántos años tuvimos que escribir la misma redacción? La última vez me lo inventé todo. Puse que había viajado por toda América. Saqué la inspiración de unas cuantas películas de tu padre.
—¿Por qué lo hiciste?
—Porque la cigarrera una vez me dijo que me había inventado una redacción cuando no era verdad. Ni siquiera se disculpó cuando mi padre le dijo que yo no había mentido. ¿No te acuerdas?
A Daniella le vino a la memoria el rostro cuarteado y nihilista de la cigarrera, el pelo canoso de aquella profesora laica y su cenicienta chaqueta de punto, que siempre apestaba a demasiados cigarrillos.
—Creo que no —dijo.
—Me parece que nunca le importó demasiado lo que nos sucediera de verdad ni a mí ni a nadie. Creo que la mitad de las veces no escuchaba la respuesta cuando nos hacía una pregunta. Estaba demasiado ansiosa por encender el siguiente cigarrillo.
—¿Qué es eso que te hubiera gustado que supiera?
—Nada malo. Nunca hicimos nada malo.
—Me refiero, ¿qué es lo que dijo que te habías inventado?
—Aquella vez que íbamos en el asiento de atrás cuando mi padre empezó a perseguir a aquel tipo. La cigarrera decía que mi padre jamás hubiera puesto nuestra vida en peligro e insistía en que hubiéramos estado al borde de la muerte pese a que le dije que a mi padre le habían enseñado a conducir así de rápido y más. Tampoco quiso oír que el tipo era un pedófilo que se había escapado del juzgado. Tú intentaste convencerla, pero te ordenó que te callaras.
—Para que veas que nadie me escucha.
—Yo sí, Danny. Yo te he escuchado más que nadie. Me enfadé mucho con ella por hacerme creer que mi padre me había puesto en peligro. ¿Sabes lo que soñé después? Que mi padre había querido matarme de manera que pareciera un accidente. Jamás la perdoné por aquello.
Daniella se limitó a frotarse los ojos y a guardar silencio mientras su amiga seguía hojeando el cuaderno. Cuando vio por el retrovisor un camión de brillante cabina roja remolcando una casa prefabricada de tejado empinado, Chrysteen llegó a la página de la lista de nombres secretos, que le llamaron la atención y se puso a leerlos.
—¿Es de tu padre? Parece la misma letra de los cheques que te mandaba.
Daniella se metió en el carril más despejado y relajó los dedos, que se le habían ido quedando agarrotados.
—Lo escribió él.
—¿Qué se supone que es todo esto?
—¿A ti qué te parece?
Chrysteen respiró hondo y suspiró antes de dar su opinión:
—Una logia.
—Los francmasones no utilizan nombres de ese tipo.
—Es igual, algo parecido a una logia —insistió Chrysteen con más reticencia aún—. Alguna clase de sociedad en la que solo los miembros saben quiénes la componen.
—A menos que descubras quiénes son.
Chrysteen volvió a repasar la lista como si se hubiera dado cuenta de algo.
—¿Crees que escribió Herrero del cine dos veces porque era él mismo?
—Él y su socio. Estoy segura de que se trata de dos personas.
—Herrero de la risa podría ser Larry Larabee y Herrero de las noticias igual es Bill Trask. Herrero de la mente será Eamonn Reith, no te… —Se quedó en silencio durante un momento y al volver a hablar su voz ya no sonaba tan firme—. ¿Quién crees que puede ser Herrero de la ley? —preguntó.
Daniella ya se había dado cuenta de que el nombre no iba acompañado de una fecha. Vio cómo la cabina del camión inundaba su retrovisor de rojo arterial.
—¿Quién crees que puede ser? —respondió pensando que era la mayor cobarde que había conocido nunca.
—Ahora dirás que es mi padre.
—Podría ser.
Chrysteen se sentó derecha como preparándose para hacer otra pregunta.
—¿Crees que tiene uno de esos cuchillos?
El camión se incorporó al carril del medio y siguió rugiendo junto a ellas. La puerta de la entrada de la casita temblaba entre unas ventanas por las que no se veía nada, como si alguien quisiera abrirla de golpe para salir y arrojarse contra el coche. El camión avanzaba a gran velocidad, dejando un rastro aceitoso que nacía de su tubo de escape, y Daniella fingió que esa era la razón por la que estaba retrasando su respuesta.
—¿Estás diciendo que ahora crees que existen?
—Nunca lo negué, no del todo, porque eras tú la que lo decía. Así que por eso el doctor Reith quiso hacerme dudar de ti. —Puede que fuera por no querer pensar en lo que ello implicaría por lo que añadió un tanto apresurada—: ¿Crees que llevarán mandiles?
Daniella se imaginó rodeada de hombres ataviados con delantales de carnicero embadurnados de sangre después de haber limpiado sus cuchillos en ellos.
—¿A qué te refieres?
—Los masones llevan mandiles, ¿no?, cuando celebran sus rituales. Esta gente debe de llevar cuchillos en lugar de mandiles para hacer ver que son miembros; se diría que se hacen llamar herreros. Los sostienen en alto, tal como tú los viste hacer. ¿Te imaginas a tu padre y al mío en ese plan? Sería todo un circo. —Estaba a punto de romper a reír, si bien hubiera sido una risa desganada o insegura, pero se le pasaron las ganas al quedarse mirando a Daniella—. Aun así, imagino que nos hubiera gustado verlos —dijo.
Chrysteen debió de pensar que Daniella se había puesto triste porque le había recordado que había perdido a su padre. Daniella siguió avanzando tras el camión, que se perdió en el horizonte de la autopista antes de que Chrysteen continuara:
—¿A qué crees que hacen referencia las fechas?
—Eso es lo que todavía tengo que confirmar, Chrys.
Chrysteen pasó la página y se acercó el cuaderno a la cara.
—¿Qué es lo que ha escrito aquí?
Hasta ese momento Daniella estaba segura de que la otra cara de la hoja estaba en blanco. Cuando miró el cuaderno vio a Chrysteen examinando la cubierta trasera.
—Casi no se puede leer —se quejó Chrysteen—. Está escrito en rojo, como lo otro.
—¿Me lo puedes leer?
—Veamos. —Chrysteen se quedó callada tanto tiempo que Daniella empezaba a temer que fuera algo ilegible, pero por fin su amiga comenzó—: Debe de hablar sobre cómo se metió en esto.
—Pues sigue —le apremió Daniella.
—Empieza «A. introducido. Dijo que puesto que disfrutaba de beneficios también debería comprometerse». ¿Crees que A. se puede referir a Alan Stanley?
—Ese… —Daniella no pudo encontrar un calificativo lo bastante malsonante para expresar la aversión que sintió hacia él—. Sí —dijo.
—Se sigue hablando de él. «A. sospechaba que tío tenía un secreto. Nunca habló de cómo prosperó durante la Depresión. A. continuó investigando hasta que encontró pruebas. AA. no se le escapa nada». ¿Será verdad?
—Sí —dijo Daniella casi escupiendo de asco.
Chrysteen miró a Daniella parpadeando, sorprendida por su vehemencia antes de proseguir:
—No sé si aquí termina de hablar de él. Luego dice «Entonces no estaba casado». ¿Qué tendría que ver eso?
Daniella supo que su padre se refería a sí mismo. Tuvo que superar todo un laberinto de emociones para poder decir:
—¿Eso es todo?
—Todavía no —respondió Chrysteen inclinando el libro hacia uno y otro lado para poder ver los reflejos de la tinta—. «Algunos tienen más para llevar pacto a cabo. Deberían tener» y luego pone una interrogación.
Se estaba preguntando si un hermano podría sustituir a Daniella.
—«Victorianos revivieron» —leyó Chrysteen—. «Victorianos» aparece subrayado. «Algunos nunca llamados a cumplir pacto». ¿Qué ocurre?
A Daniella le parecía inconcebible que su padre hubiera tratado de justificar su promesa de todas las maneras posibles, al parecer incluso creyendo que el victorianismo de que se imbuía la hacía de alguna manera más aceptable. Agarró el volante con firmeza y sintió que le dolía todo el cuerpo; el efecto de la medicación se le estaba empezando a pasar, dejando su mente desprotegida.
—Prefiero no decírtelo —le espetó—. No hasta que esté segura.
Chrysteen cerró el cuaderno y no le quiso hacer hablar, ni siquiera cuando salieron de la autopista y viraron hacia el suroeste, en dirección a Oxford. Durante media hora no vieron más que campos y pueblos, algunos de los cuales estaban rodeados de calles nuevas, hasta que por fin llegaron a Chiltern Road. Un coche plateado seguido por dos limusinas el doble de largas estaba entrando al cementerio. Aunque las chicas que la vieron encontrar el cuchillo merodearan por el cementerio también durante las horas de luz, no le cabía la menor duda de que el funeral las habría espantado. En cualquier caso, tenía que hacer un montón de cosas antes de que descubrieran su paradero.
La idea le hizo acelerar, aunque tuvo que frenar en cada esquina. Cuando vio las chimeneas de la casa asomando sobre los setos vivos pensó que no debía quedarse más de lo que tardara en recoger el pasaporte. Apenas llegó a las verjas pisó el freno tan a fondo que se le resintió el cuello. Las ruedas chirriaron como un perro atropellado cuando Chrysteen anunció algo de lo que ella ya se había dado cuenta:
—Hay alguien en tu casa.