28

Daniella estaba mirando cómo menguaban los chopos en el retrovisor, cuando de repente el coche se detuvo. Sintió como si se hubieran convertido en unos dedos gigantescos que les impidieran seguir escapando.

—¿Qué haces? —boqueó.

—Nos hemos olvidado de una cosa.

—¿De qué? ¿Qué pasa ahora?

—¿No habías traído una maleta?

—Es la vieja. Puedo vivir sin ella. Venga, Chrys, sigue.

—Pero habías traído ropa. No querrás dejártela ahí.

Daniella bajó su ventanilla. La carretera era tan silenciosa como los chopos, quizá para ocultar el alboroto de la partida de caza saliendo del hospital.

—No era mucha. Tampoco era mi ropa más cara ni nada de eso —dijo apresurada—. Solo sé que no pienso volver a poner un pie en ese sitio. Ya te expliqué por qué. Si no quieres llevarme, déjame apearme e iré andando.

—Cómo te voy a dejar ir andando. —Chrysteen desbloqueó el freno de mano y poco a poco el Accord siguió adelante, demasiado lento para los nervios de Daniella—. Tendrán que mandarte la ropa o llevártela, ¿no crees? —insistió Chrysteen.

Tras la siguiente curva el coche empezó a ganar velocidad. Los espinosos setos del retrovisor fueron sustituyendo a los chopos y se fueron quedando a solas con el cielo azul. Sobre el horizonte, un sol que brillaba con más intensidad que los focos de un plató acompañó al coche durante su huida. El asfalto de los tramos de carretera que iban apareciendo tras cada curva brillaba como la hoja de un cuchillo. Empezaron a ver tráfico; unos viajaban en dirección sur, hacia Londres, y otros en dirección norte, hacia York.

—¿Hacia dónde se supone que tenemos que ir? —preguntó Chrysteen.

—A casa.

—¿A York? ¿No crees que se imaginará que has vuelto allí?

—¿Quién?

—El doctor Reith, quién si no.

Daniella pensó que era muy probable, pero dijo:

—No me preocupa si tú y los demás estáis conmigo.

—Quieres decir que tendrá que admitir lo que ha hecho.

Al principio Daniella se quedó callada porque sabía que su amiga no se imaginaba todo lo que aquello suponía. Chrysteen siguió esperando una respuesta, y Daniella consiguió murmurar:

—Más o menos.

Chrysteen frenó en seco al llegar al cruce. No aprovechó la oportunidad que tuvo de seguir cuando se despejó el tráfico, y Daniella empezó a morderse el labio inferior para no seguir metiéndole prisa; entonces Chrysteen aprovechó otro hueco mayor que se produjo entre el tráfico, cruzó la general y entró en la carretera que llevaba al norte.

—Lo siento —dijo.

Daniella siguió guardando silencio hasta que el coche adaptó su velocidad a la del tráfico.

—Entonces ahora me crees.

—También quería creerte antes.

—Pero ahora estás convencida de que decía la verdad y que no me creías del todo. Ahora sabes que no estoy loca.

—Nunca pensé que lo estuvieras. Ninguno lo pensamos.

—Sin embargo sí que creíais que estaba enferma y que no sabía muy bien lo que decía, ¿no es así?

—Puede.

—Mientras rectifiquéis. No digo que no estuviera enferma. Una cosa, ¿crees que el doctor Reith intentó ponerme nerviosa para que pareciera que era necesario ingresarme en un hospital?

—No estoy segura.

Quizá Chrysteen se resistiera a decir que no, pero Daniella no podía seguir indagando; era demasiado consciente de que su amiga aún no sabía de la misa la media. Al final dijo:

—¿Chrys?

—Dime.

—¿Tiene tu padre un segundo nombre?

Chrysteen hizo un ruido como de sorpresa, similar a una risita.

—¿Para qué iba a querer un segundo nombre?

—Ya sabes, un nombre de pila compuesto.

—Mi madre decía que su otro nombre era «metódico». En otro tiempo era «reglamentación». Le obsesiona saber dónde está cada cosa y no quiere que nadie toque sus cosas personales.

—¿Qué cosas?

—Archivos del trabajo que se lleva a casa. A veces le da vueltas a los casos por la noche, así que tiene la costumbre de leerlos en su habitación. Han atrapado a mucha gente de esta manera, él y sus hombres.

—Entonces, ¿no tiene un segundo nombre de verdad?

—¿Por qué te interesa tanto?

—Porque hasta el día del funeral de mi padre no supe que tenía un nombre que nunca me reveló.

Chrysteen guardó silencio mientras adelantaba a un vehículo agrícola rodeado de dientes enhiestos manchados de tierra, y luego añadió:

—¿No tenía por qué tenerlo, no?

—Eres toda una guardiana de los secretos de familia.

—Tampoco lo llamaría secreto. De todas formas, ¿no lo sabía tu madre?

—Supongo, pero estás diciendo que no sabes si tu padre lo tiene.

—Claro que lo sé. Lo vi cuando tuvo que rellenar todos aquellos formularios para mi beca; es demasiado rico como para que me la concedan, de modo que tiene que pagarlo todo, como tu padre. Es Christopher.

Daniella vio los enormes dientes sucios menguar poco a poco en el retrovisor y sintió como si esos hierros o algo todavía más horrible estuvieran preparándose para embestir el coche.

—Así que tu nombre viene de ahí.

—Eso dice. Para que se sepa que soy parte de él.

—También lo eres de tu madre.

—Qué gracia, eso es exactamente por lo que ella le regañó.

Cuando Daniella volvió a hablar de nuevo, sonó como si le estuviera rogando a su amiga:

—¿Chrys?

—Lo siento —dijo Chrysteen acariciándole el brazo—. Te estoy haciendo recordar cuando tu padre también vivía.

—¿No tuvieron un hijo antes que tú?

—Soy todo lo que tuvieron y todo cuanto tienen. ¿Crees que todo esto te resultaría más llevadero si tuvieras una hermana o un hermano? Recuerda que yo siempre he estado a tu lado.

No por mucho tiempo, pensó Daniella compungida. Iba a perder a su mejor amiga. No, no a su amiga, solo su amistad; no podía esperar que le siguiera dirigiendo la palabra cuando le revelara lo peor. Comprendía que no quisiera volver a saber nada de semejante pájaro de mal agüero. No podía dejar que aquello le afectara ahora; la prioridad era garantizar la seguridad de Chrysteen. A todo esto le iba dando vueltas Daniella hasta que su amiga le interrumpió:

—No me lo cuentes si no quieres, pero ¿por qué no me hablas de todo lo que ha pasado?

—Alguien quería quitarme de en medio. Querían verme muerta.

—Daniella.

Chrysteen se preocupó mucho, pero ¿era porque creía a Daniella o porque le parecía una absoluta fantasía?

—Es cierto —insistió Daniella—. No soy la única que te lo puede asegurar.

—Si tú lo dices vale, pero ahora todo eso quedó atrás, ¿no? Ya te dije que ahora estás a salvo.

Sin darse cuenta se habían ido acercando demasiado al vehículo que tenían delante, y poco a poco empezaron a separarse. Daniella pensó que casi había hecho que su amiga se estrellara al intentar avisarla. Sin embargo, no podía quedarse callada.

—Me gustaría creerte, Chrys —dijo.

Después de eso ya no se dijeron nada más. Cuando por fin el coche giró hacia York, Daniella seguía sin saber cómo alertar a su amiga.

—Casi hemos llegado —anunció Chrysteen sin conseguir que Daniella se animara demasiado.

Los campos empezaron a salpicarse de casas primero y a cubrirse de calles más adelante. Cuando empezó a ver todos aquellos lugares tan familiares se dio cuenta de que los echaba de menos, como si ya se hubiera aislado del mundo. Cuando el coche entró en su calle, Daniella se puso a mirar nerviosa a uno y otro lado, pero ninguno de los coches que había por allí era lo bastante caro para resultar sospechoso. Dos jóvenes madres fumaban mientras vigilaban a sus enloquecidos niños en el parque, que era todo para ellos. Chrysteen aparcó el Accord detrás del coche de Daniella, que salió corriendo hacia las verjas y vio que habían limpiado el caminito de la entrada.

—Duncan lo despejó para darte la bienvenida —dijo Chrysteen.

A Daniella le pareció que la estaban tratando como si estuviera convaleciente y se dio cuenta de que prefería la colorida selva natural que antes cubría la entrada. No pudo evitar caminar con cautela sobre los pálidos y ásperos parches de cemento viejo como una niña que jugara a dar saltitos. Abrió la puerta de la entrada (que no había arreglado nadie) y se enjugó una lágrima al volver a ver el recibidor. La bicicleta de Duncan no estaba, quizá la hubiera guardado en su habitación, y habían sustituido el sombrero de fiesta por un sencillo globo amarillo de papel chino. Pese a que brillaba más que su polvoriento predecesor, no le evocaba ningún recuerdo.

—¿Hay alguien? —gritó con voz temblorosa.

—Nosotros —contestó Maeve saliendo de la cocina para recibir a Daniella con gesto de enfado.

Duncan se colocó furtivo junto a Maeve y miró con dureza a Daniella.

—¿Qué te han querido hacer? —preguntó perdiendo la firmeza de la voz a medida que formulaba la pregunta.

—Chrys os lo puede contar. Ha estado allí.

—El doctor nos quiso hacer creer que se trataba de un hospital corriente, —explicó Chrysteen—, pero había alguien que perseguía a Daniella con un cuchillo.

—¿Por qué? —quiso saber Duncan.

—Porque era un manicomio.

—¿Estás diciendo que un amigo de tu padre te llevó a un psiquiátrico sin consultar con nadie —repasó Maeve despacio para darle a Daniella la oportunidad de corregirle si se equivocaba— y que dejaron que uno de los otros… pacientes intentara qué?

—Es verdad. Yo he estado allí —intervino Chrysteen—. Supongo que la tornaron con Daniella porque era nueva.

—Algo así —dijo Daniella.

—Entonces yo la rescaté y menos mal. No me haría gracia saber que está en un sitio donde no pueden protegerla de la gente peligrosa, ¿no crees, Maeve?

—A nadie le gustaría —confirmó Maeve con cierto resentimiento.

—Entonces tendremos que decidir qué vamos a hacer cuando vengan a buscarla.

—¿Han descubierto lo que te pasaba mientras has estado allí? —preguntó Maeve mirando con el ceño fruncido a Daniella.

—Déjala tranquila —interrumpió Duncan—. Chrys te acaba de decir…

—¿No quieres saber si Daniella está cuerda?

—No pasa nada, Duncan, sé defenderme sola. —Daniella sabía que se trataba de la continuación de una riña que había comenzado durante su ausencia—. Fuera lo que fuera, ya se acabó. Era solo que estaba un poco estresada, y nada más, ¿de acuerdo? Hubiera vuelto yo sola sin molestar a Chrys de haber tenido mi coche.

Sintió que Maeve no había terminado de decir todo lo que pensaba y que no era solo Maeve.

—No me importa que llamaras —dijo Chrysteen—. Me alegro de que lo hicieras.

—Yo también —dijo Daniella justo antes de que el teléfono sonara detrás de ella.

Sintió como si el timbre le hubiera perforado el cuello. Nadie movió un dedo ni dijo una palabra hasta después del segundo chillido del aparato, tras el cual Duncan se acercó a él con aire desafiante, aunque Daniella no estaba segura de a quién quería hacer frente.

—¿Qué digo? —preguntó al agarrar el auricular.

—Podrías decir que no tienes noticias de mí. No es mentira del todo.

—No me importa mentir si es necesario.

Maeve dejó escapar un largo y sonoro quejido.

—Espero que a mí no me mientas nunca.

—Espero no tener que hacerlo nunca —replicó antes de levantar el auricular. Se lo colocó junto a la oreja y se quedó pálido—. ¿Quién lo pregunta?

Miraba a Daniella como si no la viera. Tras una pausa durante la que entreabrió los labios dijo:

—No está aquí.

Maeve se metió en la cocina, aunque solo para volver a salir de inmediato y oír a Duncan decir:

—No sabemos dónde está Daniella, ¿verdad?

Chrysteen meneó la cabeza. Maeve se quedó inmóvil y le clavó los ojos, lo que quizá hizo que añadiera un tanto apresurado.

—No se llevó su coche, ¿no? Entonces se habrá ido a pie. Yo buscaría por los alrededores del hospital. Por favor, no dejen de llamarnos cuando la encuentren —dijo antes de gritar un adiós tras colgar el auricular.

Maeve se cruzó de brazos y le apuntó con los pechos.

—Me gustaría saber por qué estás tan orgulloso de ti mismo.

—Me ha hecho ganar un poco de tiempo. Gracias, Duncan —dijo Daniella, en parte para apaciguar a Maeve—. ¿Quién era?

—No me lo dijo, solo que llamaba del hospital. Quizá tendrías que haber escuchado de cerca. Me sonaba un poco familiar.

—Tú también parecías darle algo de confianza —le reprochó Maeve— y no veo de qué puede servir.

—No importa —dijo Daniella—. Luego les diréis la verdad. Dadme unos minutos y me largaré.

—¿Adónde vas?

—Perdona si no os lo digo, Maeve. No quiero que discutáis sobre si debéis decírselo a nadie o no.

—Yo espero que discutamos acerca de otros ternas —dijo Duncan.

—Mientras no sea sobre mí.

—Sobre ti ya hemos discutido —dijo Maeve, incapaz de callárselo.

—Intentad no darle más vueltas, ¿de acuerdo? No me haría ninguna gracia saberme responsable de que mis amigos rompan. Si hay algo que me haría volver a enfermar, sería eso, incluso solo pensar que podría ocurrir.

Se sentía como si quisiera poner fin a los preámbulos de un último adiós.

—No pasa nada —dijo Maeve.

—Nada —acordó Duncan cogiéndole la mano.

En ese momento Daniella fue consciente de que ella no tenía a nadie a quien coger de la mano. Subió corriendo a su habitación para recoger su viejo cuaderno de ejercicios y meterlo en su bolso. Se puso de puntillas para coger de lo alto del guardarropa otra de las maletas que había traído a York llenas de ropa. En seguida empezó a separar apresurada lo que se iba a llevar y al poco Chrys se asomó a la puerta.

—Puedes entrar —susurró Daniella.

Chrysteen cerró la puerta y se quedó mirando a la maleta.

—Pregunta lo que quieras —dijo Daniella.

—¿Sabes adónde vas?

—A Oxford.

—¿Te ves capaz de conducir?

—Tendré que poder, no hay más remedio.

—¿Quieres que te lleve yo si crees que no puedes? Llevo tiempo pensando en pasar un fin de semana en casa.

—Necesito llevar mi coche, Chrys. Puede que no me quede mucho.

—¿Entonces te parece que vaya contigo? Siempre puedo volver en tren.

Por un instante Daniella tuvo la impresión de que todo iba cobrando sentido.

—Me encantaría que vinieras conmigo —dijo cerrando la cremallera de la maleta—. Chrys se viene conmigo —gritó mientras bajaba las escaleras. Entonces vio alivio en las caras de los que la acompañaron hasta la puerta para verla marchar. Después de lanzar el equipaje dentro del maletero y de que Chrysteen y ella se hubieran montado y cerrado las puertas, deseó poder compartir el mismo alivio. Antes de llegar siquiera a arrancar el coche se dio cuenta no solo de que se sentía como una presa, sino también de que apenas había empezado a contarle la verdad a su amiga.