Daniella vio que las mujeres la miraban con un ansia que parecía escanearle el cerebro. No tenía ni idea de lo que podría haberles dicho si Alison no hubiera resollado:
—No dijiste que tu padre fuera famoso.
—Siéntate y cuéntanos cómo era —le apremió Cynth.
—No sé mucho más.
Puede que Hilary no pretendiera clavarle el dedo en la muñeca, pero a Daniella ese gesto le pareció bastante infantil.
—¿Cómo no vas a saber cosas de tu propio padre? —reclamó, soltando una risa no tan jubilosa como las de antes.
—Ahora mismo no me apetece mucho hablar sobre él —dijo Daniella a modo de petición.
Cynth se rascó la cabeza y luego se frotó la frente.
—¿Te dejó hace poco?
—Eso es —boqueó Alison antes de volver a respirar hondo—. ¿Cuándo salió en las noticias?
—Murió hace un par de semanas —dijo Daniella, una de las pocas cosas de las que estaba segura.
Los ojos de Hilary se llenaron de lágrimas al tiempo que dibujaba una leve sonrisa.
—No sigas hablando si no quieres —le aconsejó, sin dejar de agarrar a Daniella con su mano fría y húmeda—. Quédate aquí con nosotras si te apetece. Luego te toca a ti.
—¿Qué me toca? —preguntó Daniella con sorpresa.
—Jugar, qué va a ser. No olvides que estábamos jugando.
Daniella se contuvo para no dar un manotazo para que le soltaran la muñeca, quería quedarse sola para pensar.
—Creo que me vendría bien echarme una siestecita —intentó decir.
Hilary la apretó más fuerte mientras decidía qué expresión poner, y después se quedó boquiabierta, inclinando la cara y la mirada al tiempo que mantenía la barbilla quieta.
—Deberías habernos dicho que estabas cansada —protestó al soltar a Daniella—. Cierra esos ojitos y no vuelvas a abrirlos hasta por la mañana.
—Ya te contaremos cómo ha ido la partida —prometió Alison.
—No será como tú te crees —dijo Cynth a Daniella o a sus compañeras en un tono inquietante.
Aquello le sonó un tanto extraño a Daniella. Se dirigía al pasillo cuando una fornida rubia rapada en cuyo bolsillo de la pechera ponía Doreen la miró desde la mesa donde estaba echando una partida de damas con el mayor de los pocos hombres que había en el salón.
—¿Nos dejas? —preguntó.
—Se va a la tierra de Nod[1] —gritó Hilary.
—¡Ah! —exclamaron muchas de las personas que allí se encontraban. El oponente de Doreen levantó la vista, seguida con pesadez por el resto de su moteada cabeza calva—. Duerme mientras puedas —le aconsejó.
—Se refiere a que aproveches que eres joven y que todavía puedes conciliar el sueño por las noches —explicó una mujer que hacía punto con unas agujas despuntadas; acto seguido se puso a descoser su trabajo informe como si hablar le hubiera hecho distraerse.
—Espérame aquí —le dijo la enfermera corpulenta a Daniella, que salió apresurada del salón.
Daniella se dio cuenta de que no quería mirar a ninguna parte, sobre todo porque hubiera tenido que forzar alguna sonrisa de haber cruzado la mirada con alguien. Estaba segura de que la mujer alta amortajada en su vestido negro la observa sin tregua. El repiqueteo de las saltarinas agujas estaba empezando a poner a Daniella de los nervios, cuando reapareció Doreen con una cápsula y un poco de agua en un vaso de plástico.
—Hazme el favor de tomarte esto antes de dejarnos —dijo.
Era el mismo relajante que se había tomado antes. Todo lo que pudiera evitar el dolor de cabeza que amenazaba con regresar era bienvenido. En aquel momento era su prioridad, de modo que no dudó en tragarse el medicamento.
—Gracias —dijo, esperando que hubiera algo por lo que darlas, y salió del salón con sus pensamientos a rastras.
Cuando subía por las escaleras, Daniella cayó en la cuenta de que la tierra de Nod era un país bíblico, una tierra estéril a la que Caín se retiró después de asesinar a su hermano. Al mirar su reflejo en el espejo del descansillo vio que se le hinchaba la cabeza como una piñata cargada de oscuras hipótesis que alguien estuviera a punto de reventar. Caminó aprisa hacia su habitación para coger la bolsa de aseo y se escondió en el cuarto de baño, que estaba justo enfrente.
Olía a flores invisibles y era todo de un blanco marmóreo, excepto la alfombra verde, que a Daniella le parecía fabricada con césped. En un enorme espejo de pared que había frente a la lechosa bañera se vio a sí misma sin saber qué pensar ni qué hacer. Terminó tan pronto como pudo, entre otras cosas porque no había cerradura ni cerrojo para impedir el paso de los demás. Después volvió a su habitación, cogió la silla y la apoyó contra la puerta. Entonces lo vio claro. Acababa de darse cuenta de qué fecha era una de las que su padre había anotado al final de su cuaderno. Sin duda alguna el año y, pensándolo bien, también el mes apuntados junto a «Herrero del prójimo» coincidían con esos en los que la hija de Norman Wells fue asesinada.
Se acordó de aquel diciembre… casi podía sentir el frío. Recordó a su madre diciéndole a su padre lo horrible que era lo que le había sucedido a la niñita de los Wells, como si esta familia no hubiera sufrido ya bastante por la quiebra de la empresa de catering que había proporcionado toda la comida consumida durante los rodajes de varias películas de Oxford Films. En aquel momento a Daniella le había parecido que su padre había cambiado de tema muy bruscamente para no preocupar a su hija de diez años, pero ahora Daniella acababa de recordar su mirada; aquellos ojos le parecieron tan inquietantes que supuso que se estaba dejando llevar por su imaginación. ¿Por qué lo último que dijo su padre fue que era su día? ¿Qué se le pasaría por la cabeza para confesarle que necesitaba reunir todo el valor del mundo? Más de lo que Timothy Turner había sugerido sin saberlo, pensó… más y peor.
Debía dar las gracias por la medicación, que tanto le estaba calmando, ¿o acaso también evitaba que se apercibiera de todo lo que debía? ¿Por qué Norman Wells había matado al hijo de Alan Stanley? ¿Se trataría de una demostración de lealtad, después de que lo hubieran visto hablando con Daniella? ¿Lo habrían torturado hasta matarlo porque aquella demostración no bastaba? Daniella se preguntó si aún estaría por descubrir lo peor, y entonces sintió un profundo escalofrío que le hizo arrimarse a la ventana como si en esta pudiera encontrar algún consuelo.
Más allá de los jardines, los chopos seguían bailando en silencio y poniendo en práctica un balanceo que parecía más furtivo cuanto más se alejaban de las luces que alumbraban las verjas. Se veían faros surcando la carretera, que quedaba a varios kilómetros. Se sintió atrapada en medio de toda aquella oscuridad y tuvo que convencerse a sí misma de que no tenía motivos para pensar que se encontraba en peligro: nadie podría pensar que ella era una amenaza, puesto que le habían robado tanto el libro como el cuchillo. Quizá la conmoción y la consternación que había estado experimentando regresaran durante el sueño, pero después tendría que pensar en lo que iba a hacer. Se puso el camisón y se acurrucó bajo las frías sábanas que había bajo la colcha.
Pese a que se sentía tan relajada que se hubiera sorprendido de haber tenido fuerzas para ello, no consiguió dormirse, ni aun después de apagar la luz. Empezó a darle vueltas a la conversación que había mantenido con el escritor y se dio cuenta de que hasta que no consiguiera desenredarse de aquella telaraña de pensamientos no podría seguir adelante. Intentaba llegar a alguna conclusión cuando empezó a conocer cuántos retretes había en el hospital y lo a menudo que tiraban de sus cadenas, por lo menos una vez por cada comensal. Cuando por fin se hizo el silencio ya se encontraba más calmada, y al poco se quedó dormida.
Un recuerdo la despertó de repente. ¿No ponía en la parte inferior de aquella página de su cuaderno algo que no le había dado tiempo a leer antes de que Mark la interrumpiera? ¿No había leído «Herrero de la mente» y después una fecha? Eamonn Reith la distrajo y, pese a que pudiera parecer paranoica hasta rayar en la locura por pensar que quizá tal fuera la intención del psicoanalista, ese nombre secreto bien podría ser el suyo. No quería pensar en las consecuencias que algo así podría acarrear hasta después de mover la silla; debería haberla encajado bajo el pomo en lugar de dejarla apoyada contra la puerta. Abrió un poco los párpados, que le pesaban como el plomo, y cayó en la cuenta de que para encender la luz primero tendría que sacar una mano de debajo de las sábanas, donde las había guardado durante el sueño. Entonces abrió los ojos como platos, tanto que le dolieron. La silla ya no estaba apoyada contra la puerta. Quienquiera que estuviera sentado en ella la había arrimado hasta el pie de la cama.
Daniella abrió la boca y emitió un grito ensordecedor. Se mordió los labios y casi consiguió no hacer más ruido, pero no pudo evitar que un bufido de miedo se le escapara por las fosas nasales. Intentó quedarse tan inmóvil que se puso a temblar hasta que vio que el intruso no se había inmutado o, en todo caso, no se había movido más que la habitación, que se mecía al son de las tenues sombras que los chopos arrojaban en su interior. La persona que allí había sentada era una mujer, la mujer alta que había estado observando a Daniella durante la cena y en el salón agazapada bajo su largo vestido negro. Su rostro parecía más descolgado que nunca, tan suelto que su mentón huidizo parecía haberse fundido con el cuello de su largo camisón blanco, donde su barbilla se había refugiado. Daniella apoyó las palmas de las manos en el colchón para incorporarse. Entonces la cama crujió sin que la ropa de cama pudiera acolchar el ruido, lo que hizo que la mujer levantara la cabeza.
Debía de estar dormida, o casi. Parpadeó fuerte, como para recordar dónde estaba. Cuando vio a Daniella pareció molestarse y, sin duda, le costó reconocer quién era. Daniella quiso sacar un brazo de debajo de las sábanas pero le costó tanto que le volvió a doler el cuello; después tanteó el suelo en busca del bolso para sacar la alarma antiatraco. Golpeó el bolso con el dorso de la mano, de modo que solo consiguió alejarlo aún más… aunque todavía fue capaz de alcanzarlo. Lo agarró y con gran esfuerzo lo levantó hasta pegárselo al pecho, hurgando en su interior en busca de la alarma.
—¿Qué es lo que quieres? —dijo, soltando el bolso para pulsar el interruptor de la luz.
—Daniella.
Su contestación se podría interpretar como una respuesta o como una queja por haber encendido la luz, aunque parecía decidida a no pestañear, a menos que se hubiera olvidado de hacerlo. Daniella también tuvo que forzar la vista para adaptarse a la luz al tiempo que respondía:
—Sí, soy yo. Estás en mi habitación.
—Lo sé.
La mujer pareció orgullosa de ello y ofendida porque Daniella pensara que no lo sabía.
—¿Y qué crees que estás haciendo? —preguntó Daniella, apretando la alarma.
—Quería hablar contigo —dijo la mujer, que, para completar la explicación, añadió—: Me llamo Winnie.
—¿Es que antes no podías hablar?
—Estabas con ellas. Esto es entre nosotras.
—Si necesitas decirme algo, —se obligó a decir Daniella—, adelante.
Winnie se inclinó hacia delante, empinando sobre las rodillas sus dedos estirados, y después pareció dejar escapar sus pensamientos. Se echó hacia atrás como para atraparlos, después hacia delante de nuevo y luego añadió por fin, con cierto tono de triunfo:
—Te ha traído el doctor Eamonn.
Daniella sacó la mano del bolso por temor a que la alarma saltase de tan fuerte que la estaba agarrando.
—¿Tienes algo que decirme sobre él?
—Quizá ya lo sepas.
—Puede, pero dilo de todas maneras.
—Ya sabes lo bueno que es.
—Supongo.
Daniella quería persuadir a Winnie para que dejara de hablar del doctor, e hizo falta una pausa bastante larga para que quedara claro que ya había terminado. Entonces Winnie empezó a asentir vigorosa y repetidamente con la cabeza; sus mejillas se inflaban al empezar cada sacudida y se desinflaban al terminarla. Esto hizo que a Daniella le surgiera una pregunta, si bien no tenía muchas ganas de formularla.
—¿Trabaja aquí?
—Claro que sí. Pero no está siempre —dijo Winnie, que se puso un poco nerviosa al ver su meditación interrumpida—. ¿Dijo de mí y de cuchillos?
Daniella se pasó la lengua por los labios.
—¿Qué tenía que decir?
—Dice que no debo esconderlo —explicó Winnie alzando los brazos con aire profético de manera que se le escurrieron las mangas hasta sus huesudos y arrugados codos—. No me importa que se sepa mientras lo sepas tú.
Daniella tragó saliva, no solo por haber visto aquellos brazos escuálidos, pintarrajeados ambos por una docena o más de sonrosadas cicatrices de cortes.
—¿Por qué mientras lo sepa yo?
—Porque tú también tienes cosa de cuchillos.
A Daniella le costó pronunciar sus siguientes palabras como si le hubieran convertido en arena en la boca.
—¿Quién te lo ha dicho?
Winnie puso expresión conspiratoria, aunque Daniella se quedó consternada cuando se dio cuenta de que no necesitaba oír la respuesta. Una desesperada esperanza de estar por lo menos un poco equivocada la empujó a preguntar:
—¿Qué clase de hospital es este?
—Nunca lo has olvidado, ¿verdad? Debes de ser peor que yo. De la clase que abundamos por aquí. —Winnie intentó poner de nuevo su sonrisa de complicidad pero no podía esperar a decir—: ¿Quieres que te enseñe dónde hay cuchillos?
Daniella sabía que la situación podía volverse peligrosa.
—¿Dónde?
—No hagas ruido. Ven conmigo.
Cuando Winnie se puso en pie con torpeza Daniella hundió una mano en el bolso.
—Dime dónde.
—Hacemos falta las dos.
—¿Para qué?
Winnie la miró perpleja y después se rio o, por lo menos, dejó escapar un ruido gutural.
—No puedes llegar a ninguno tú sola —anunció con engreimiento—. Tengo que estar allí para levantarte.
—Entonces no hay razón para que no me lo digas, ¿no?
Winnie se inclinó hacia ella para escudriñarla, al parecer para asegurarse de que Daniella no le iba a tender una trampa.
—Apuesto a que ya has adivinado dónde —dijo por fin—. Cierran la cocina cuando no hay nadie, pero desde mi ventana he visto que hay una ventana que podemos usar.
—Vale.
—Pues vamos. No tendrías que haberme entretenido hablando tanto tiempo. Pronto será de día y nosotras nos haremos tarde.
—Ahora no. Estoy demasiado cansada, solo conseguiría hacer ruido. Espera hasta mañana.
—Si tienes cuidado no harás ningún ruido.
Winnie frunció el ceño e hizo una serie de pucheros y ruidos con los labios.
—Solo lo hago por ti, sabes, —dijo enfadada—, porque sigues buscando un cuchillo.
—Gracias —dijo Daniella con cierto esfuerzo—. Pero ahora no, gracias.
—Te vas a quedar a dormir, ¿eh?
—Voy a intentarlo.
Winnie siguió haciendo mohines.
—No te molestes en decirles que he estado aquí ni nada de lo que te he contado. Se supone que yo ya estoy casi curada pero tú acabas de llegar, así que me creerán a mí, no a ti. Pensarán que te has vuelto loca.
Después de avisar a Daniella de esto último, hablando despacio y cada vez con un aire más triunfal, Winnie se cruzó de brazos, dejando todas sus cicatrices a la vista. Pasó un buen rato hasta que dejó de observar a Daniella, que de nuevo empezaba a considerar utilizar la alarma, cuando de repente Winnie echó a caminar de espaldas hacia la puerta, deslizando los pies descalzos por la alfombra. Winnie salió y, mientras la puerta se cerraba, siguió mirando a Daniella como si no supiera cómo dejar de hacerlo, hasta que por último susurró unas palabras de buenas noches:
—En realidad era por mí. Has tenido tu oportunidad. Yo también he cortado gente.