24

Antes de dormirse del todo, Daniella se fue tranquilizando a medida que el dolor iba desapareciendo de su cuello y hombros, y también de su cabeza. Oyó a Eamonn Reith bajando las escaleras, la puerta de su coche al cerrarse y el rugido del motor perdiéndose a lo lejos. Al igual que estos, los ruidos del hospital sonaban amigables sin que supiera explicar muy bien por qué: las carcajadas provenientes de la televisión y las risas espontáneas de la gente que la estaba mirando, estrépito de cocina, los chasquidos huecos e inconstantes del ping-pong y los golpes de las palas cayendo sobre una mesa, los acolchados y acogedores ruidos de las puertas del vestíbulo, de donde partían, que nunca se dirigían a su habitación. Una vez que el dolor desapareció, su ausencia le pareció como una lluvia balsámica y etérea que le empapaba de sueño. En varias ocasiones pensó que debería deshacer la maleta hasta que por fin se decidió a sentarse, no sin liberar un gemido, y a apoyarse contra la cabecera durante unos minutos, no fuera que el dolor de cabeza reapareciera a las primeras de cambio, antes de asomarse a la ventana.

El cielo había desplegado un manto de plomo que prometía lluvia. Los coches que circulaban por la carretera que se veía en el horizonte intentaban horadarlo sin éxito lanzándole los rayos de sol que se reflejaban en sus techos, mientras los campos rebosaban de luz para compensar. Los chopos, cuyo susurro Daniella apenas si alcanzaba a oír, acariciaban el cielo con distracción. Abrió la ventana todo lo posible, con la mano extendida sobre el marco superior, y vio aparecer un coche en el tramo de las curvas: una juguete primero, una maqueta después y luego un broche. Cuando el follaje bamboleante de un chopo lo eliminó del paisaje, Daniella se puso a deshacer la maleta, lo que no le llevó demasiado tiempo, pese a que ahora todo lo hacía mucho más despacio. Desdobló el camisón sobre la colcha y se le ocurrió que se parecía a una aplanada muñeca sin miembros que tuviera una arrugada almohada verde pálido por cabeza. Después pensó que era hora de explorar el hospital. Después de una última mirada de reconocimiento a la habitación desde el pasillo, cerró la puerta y bajó las escaleras.

La recepcionista estaba metiendo en sus correspondientes sobres unas facturas impresas en papel de carta membretado. Daniella se quedó mirándola hasta que le vino a la cabeza una pregunta que le hizo cierta gracia no haberse planteado hasta ese momento:

—¿Voy a tener que pagar?

La mujer levantó la vista y miró fijamente a Daniella antes de retomar su tarea con una sonrisa.

—Creo que la hacienda del señor Logan solucionará ese asunto.

—Podría pasar bastante tiempo antes de que todo se arregle.

—Eso nos han dicho.

Al parecer Eamonn Reith había hablado con la madre de Daniella. Intentó enfadarse, pero fue incapaz.

—No dejes que eso te preocupe. No es a eso a lo que has venido —le aconsejó la recepcionista levantando la vista hacia ella—. ¿Por qué no vas a conocer a los demás? Son buena gente, la mayoría.

La puerta a la que la enfermera señaló con la cabeza daba a un pasillo en el que había tres puertas. La alegre televisión se escondía detrás de la primera de la izquierda, que daba a un salón que abarcaba al menos la tercera parte del hospital. Las paredes y los muebles eran de colores vivos, los mismos que hubiera tenido el paisaje que se veía a través de los amplios ventanales de no haber sido por el plomo que teñía el cielo: paredes azules, sillas de respaldo recto y acolchado y sofá de rayas verde claro y verde oscuro. Solo unos pocos de las dos docenas de asientos estaban ocupados, sobre todo los que estaban más cerca de la enorme televisión delgada emplazada sobre un anaquel en la esquina más alejada de la entrada. Tres marionetas peludas hacían tonterías en la pantalla. Cuando intentaba, sin demasiado empeño, adivinar de qué programa infantil se trataría, un enfermero que había junto a las ventanas anunció:

—Atención todo el mundo; esta es Daniella.

Los que no estaban absortos en la televisión ya la habían visto: una mujer que a Daniella le pareció demasiado joven para estar haciendo punto o para tener tantas canas, otra mujer bastante entrada en años cuyos ojos se escondieron tras una masa de arrugas cuando se tapó sus huesudas rodillas poniéndose encima el libro de tapas doradas que estaba leyendo (Fracaso, de Midas Books) y en cuyos márgenes había estado escribiendo con minuciosidad.

—Aquí está —gritó la más baja de las mujeres que había frente al televisor, sentadas en un sofá, balanceando sus cortas y robustas piernas desnudas—. Ven con las chicas. Yo soy Hilary.

—Hilary la Jilarante —gritó su compañera, una mujer de pálidas y mollejosas extremidades, la mayor parte de las cuales rebosaba por fuera de la blanca carpa circense que llevaba por vestido, que respiró hondo para poder presentarse—. Alison.

—Jilarante Hilary —corrigió el último elemento del trío, que se incorporó apoyándose sobre uno de sus larguiruchos brazos cubiertos de vello moreno y se envolvió en su holgado y largo vestido negro—. Y yo, soy Cynth, ya sabes. Siéntate con nosotras, anda.

—Tenemos un sitio para ti —dijo Hilary dando unos golpecitos en el cojín que tenía a su lado antes de señalar con un achaparrado dedo al televisor—. Ven a ver esto. Parece que alguien ha metido la mano donde no debía.

Alison se inclinó hacia delante con un vigor tal que hizo ondular todo su cuerpo.

—Igual que hacen los doctores con algunos pacientes —dijo con una furia que le hizo resollar.

—Los nuestros no —le aseguró Cynth a Daniella—. No son de esos.

A Daniella le pareció un tanto cómico no solo el cuadro que conformaban aquellas tres mujeres, sino también la habilidad con que congenió con ellas.

—Eso espero. —Pensó que eso era lo que se suponía que debía responder cuando se sentó con ellas.

Hilary descargó una larga batería de risitas para expresar su acuerdo, tras lo que pasó a mirar la televisión. A sus compañeras les pareció igual de gracioso cómo aquellos muñecos de trapo sin piernas saltaban como si pretendieran desarraigarse a sí mismos. Daniella pensó que lo educado sería reírse un poco de vez en cuando, pero no vio nada que le hiciera gracia. Entonces Hilary gorjeó:

—Oh, oh, esto se pone feo.

Debía de referirse al primero de los pacientes que se acercaron a las ventanas, una mujer alta ataviada con un grueso vestido negro que ocultaba todo su cuerpo excepto la cabeza, los pies y unas bastas manos. Su pelo semejaba una pegajosa fregona rojiza que cubriera una enorme cara veteada teñida de preocupación, y parecía que estuviera aprendiendo a coordinar sus extremidades. Clavó la mirada en Daniella mientras la habitación se iba llenando, y Daniella esperó que la gente estuviera entrando para refugiarse de la amenaza de tormenta, no para escudriñarla. Supo que ninguno era el verdadero motivo cuando Hilary se puso en pie y correteó hasta la salida.

—Quédate con nosotras, Daniella. Puedes sentarte en nuestra mesa.

El comedor estaba al otro lado del pasillo. Había siete mesas redondas, la mayoría de ellas rodeada por cuatro sillas, pero cabían más. Hilary y compañía corrieron a ocupar una mesa que había junto a la ventana; desde esta se veía el aparcamiento, al otro lado del cual el césped se extendía hasta un muro y un espinoso y elevado seto que dificultaba la vista de la lejana Haresborough. Una vez que todos los pacientes hubieron ocupado su asiento —lo cual llevó bastante tiempo, dado que los mayores cojeaban y tropezaban o tenían que ser empujados en sillas de ruedas, como era el caso de dos de ellos—, dos mujeres jóvenes ataviadas con un uniforme verde más claro que el de las paredes empezaron a servir la cena: platos de sopa y ensalada para todas las mesas.

—Eso es, échale más —exhortó Hilary cuando empezaron a servir a Daniella.

—Esto te calentará —le aseguró Alison.

—Verás qué bien te sienta —dijo Cynth.

Era sopa de verduras con tropezones y un toque justo de pimienta. Daniella supuso que tenía hambre, puesto que fue la primera en terminar. Apenas había abierto la boca para comentarlo cuando Cynth primero y Alison después echaron en su plato los restos de sus respectivas sopas, a los que Daniella no acertó a negarse. Hilary se aseguró de reservarle la ración más grande de ensalada. Las compañeras de Daniella hacían todo lo posible por que se sintiera aceptada, cosa que podría haber conseguido a no ser por la mujer del largo vestido de luto, que la observaba fijamente desde la mesa de enfrente, de hecho tuvo que pelear para no quedarse con una silla que quedaba de espaldas a Daniella. Al parecer le interesaba tanto cómo comía Daniella que no consiguió levantar el tenedor más arriba de su barbilla.

El primer plato eran pechugas de pollo con una salsa cremosa que añadía más bien poco sabor, pero que daba a las verduras aspecto de pudín al tiempo que disimulaba su sabor. Cuando las mujeres del uniforme verde despejaron las mesas Hilary alzó las piernas, se recostó en la silla y se dio unas palmaditas en la barriga.

—¿Qué podríamos hacer ahora? ¿Eres barajera?

—Se refiere al bridge —explicó Alison.

—Te equivocas. Tú eres la bridgera. Siempre está intentando hacernos jugar porque le encanta eso de comunicarse por señas —le dijo Hilary a Daniella—. Parecemos espías, y luego se enfurruña si me río. Nuestro juego es el whist.

—Sé jugar al solo.

—Eso no vale —objetó Cynth—. No querrás jugar sola.

—Se refiere al solo whist, ¿no, Daniella? Ya hemos jugado a eso. Haremos que quieras tener una pareja —dijo Hilary, que hizo un gesto con una mano a Daniella para que regresara al salón antes de salir corriendo tras ella.

Las mujeres se sentaron cerca de un discreto teléfono azul metido en una pequeña cabina que había frente a las ventanas. Cynth alargó uno de sus larguiruchos brazos para coger una baraja del estante más alto de la pared, que estaba repleto de libros en rústica, muchos de los cuales eran de Midas y parecían lingotes de oro y plata. A Victor Shakespeare le gustaría y también a Mark, pensó Daniella con rabia contenida. Aquello hizo que casi se olvidara de una cosa:

—Tengo que decirle a mi madre dónde estoy.

—Ah —exclamaron las mujeres a coro.

Se quedó desconcertada por no haberse acordado de llamar hasta ese momento, aunque más por la tardanza que por la preocupación que sentía. Al descolgar el auricular descubrió que no tenía dial.

—¿Cómo se usa? —preguntó sintiéndose un tanto infantil.

—¿Qué tal si lo descuelgas? —respondió Hilary estallando de risa.

Daniella levantó el auricular, lo que provocó una carcajada a Hilary y risitas a las demás antes de que la recepcionista contestara:

—¿Hola? ¿Quién es?

—Soy Daniella Logan.

—Sí, Daniella. ¿Puedo hacer algo por ti?

—Necesito telefonear a mi madre.

—Muy sencillo. Dime el número y yo te pondré con ella.

—¿No hay algún teléfono de pago?

—Se cargará a tu cuenta. No te preocupes, nuestra tarifa no es muy elevada.

Daniella supuso que aquello significaba que no. Le dijo el número a la recepcionista y tras unos segundos oyó unos tonos que en seguida se vieron interrumpidos por la voz mecanizada y crepitante de su madre. Daniella le dijo al contestador dónde estaba y el número de teléfono que le dio un enfermero que había sentado junto a las ventanas; después ya no supo qué más decir. Cogió la cuarta silla de la mesa, sobre la que había un montón de cartas boca abajo esperándola, y Hilary observó:

—Para tratarse de tu madre, no has hablado mucho con ella.

—No estaba.

Cynth estaba dispuesta a iniciar una discusión cuando Alison intervino, casi sin voz:

—Daniella se refiere a que era un robot, como el de la oficina.

Cuando Daniella fue a recoger sus cartas el teléfono emitió un par de timbrazos solitarios.

—Ahí está tu robot —gritó Hilary salpicando con tanta saliva que tuvo que limpiarse la barbilla.

Daniella sonrió con educación y empezó a ordenar sus cartas, cuando el enfermero contestó a la llamada.

—¿Daniella? —dijo.

Apenas había agarrado el auricular cuando la recepcionista le dijo:

—Cuando termines cuelga sin más. Esta noche no trabajo.

Era verdad; por las ventanas se veía que la noche había caído ya sobre los verdes jardines. Al oír un clic, Daniella dijo:

—¿Hola?

—¿Daniella Logan?

Era una voz de hombre con cierto acento californiano que pensó que debería reconocer.

—La misma —afirmó.

—Dejaste un mensaje en mi contestador.

Tuvo que quitarse de la cabeza lo que le había dicho Hilary. Se apoyó con una mano en la pared, cuya temperatura le hizo pensar que corría sangre por su interior.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo?

—No hará ni dos días.

Al caer en la cuenta de quién era sintió como si empezara a despertar.

—Tú eres…

—Timothy Turner. Llamé al número que dejaste y tu amiga, Chrysteen, si mal no recuerdo, me dijo que habías tenido un accidente y que te habían llevado al hospital.

—Solo me tienen en observación.

—Mientras tú también seas observadora.

Daniella miró a las mujeres, que la espiaban por encima de sus abanicos de cartas.

—¿Qué quieres decir?

—No me hagas mucho caso. La curiosidad me pierde, así es el catedrático Turner. Estoy seguro de que los hospitales de mi añorado país siguen rigiendo el mundo.

—Entonces eres inglés.

—De Cambridge. Estudié teología y después la enseñé durante una temporada, hasta que me marché a Hollywood porque querían mi consejo para un proyecto que nunca vio la luz. Luego decidí quedarme aquí para enseñar.

Si te hubieras quedado aquí podrías haber aconsejado a mi padre. Hizo El Diluvio y David y Goliat.

—Allí sigue habiendo unos cuantos que tienen lo que hace falta para llegar lejos en la vida. —Con tanta ironía dejó claro que él no se incluía, y añadió—: ¿Dónde encontraste el libro por el que casi me expulsan de la facultad?

—¿Te refieres a la Biblia descifrada?

—Es el único que he escrito. Acabé arrepintiéndome de no haberlo quemado.

—¿Y eso?

—Demasiado conflictivo para los respetables de Orange County. No me entristecí del todo cuando lo retiraron. A veces es mejor no protestar si quieres salir adelante. Supongo que tampoco pasa nada porque llegara un ejemplar a tus manos. Estás demasiado lejos para que mis pagadores se enteren.

—Era uno de los ejemplares de Victor Shakespeare.

—¿De quién?

—El director de Midas Books. Compró todos los que pudo.

—Entiendo, y después no quiso publicarlos. Seguro que ahora no anda regalándolos por ahí.

—Solo sé que a mi padre le dio uno.

—Estaba relacionado con la película que estaba haciendo, quieres decir.

—Eso es lo que pensé yo.

—Bueno, ¿y a ti qué te ha parecido?

—No me he formado ninguna opinión.

—Bien, no puedo decir que no seas honesta. —Timothy no sabía si reírse o no, de modo que continuó un tanto a la defensiva—: Es curioso que entonces me llamaras y me pidieras que te llamara para dármela.

—No era eso lo que quería. No he leído tu libro.

—Me dejas perplejo. ¿Por qué me dejaste un mensaje entonces?

—Porque vi tu libro en la casa de mi padre, pero ahora no lo encuentro y quizá tú hayas oído que ha muerto.

—Todo Hollywood lo sabe. Quiero que sepas cuánto lo siento. —Después de un breve silencio, continuó—: Tendrás que perdonarme, pero sigo sin entender el motivo de tu llamada.

—Para preguntarte por el libro.

Un chisporroteo eléctrico dio paso a un grito.

—Vamos a empezar sin ti —le avisó Hilary, blandiendo las cartas con impaciencia.

—Enseguida estoy con vosotras —dijo Daniella después de tapar el micrófono mientras Timothy Turner inquiría:

—¿Sobre algún aspecto en concreto?

Daniella observó cómo Hilary recogía todas las cartas y las repartía entre las tres, dejando una carta boca abajo en el centro de la mesa. A pesar de todas sus indolentes teorías, solo fue capaz de formular una pregunta:

—¿En algún pasaje del libro hablas sobre herreros?

—¿Has dicho guerreros?

—Herreros. Hombres con el oficio de herrero.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque quizá a ciertas personas se les ocurriera formar una sociedad secreta después de haber leído la Biblia o puede que incluso… ¿Cuántos años tiene el libro?

—Es sólo un bebé. Menos de cuatro años.

Daniella recordó algunas de las fechas que su padre había escrito junto a la lista de nombres misteriosos.

—Entonces no puedes ser tú el que les diera la idea.

—Espero que no.

Hilary soltó una risotada cuando, al parecer, perdió una reina.

—¿Por qué no?

—Porque el único herrero que aparece en mi libro es el primero. Caín.

—Yo creía que era… —Daniella intentó recordar lo que le enseñaron sobre la Biblia en la escuela—. ¿No era agricultor? ¿No sacrificó algunos de sus animales sin que Dios se lo agradeciera demasiado?

—Los textos dicen que ofrendó partes del primogénito de su rebaño. No cabe duda de que era agricultor, pero debemos suponer que no es eso lo que pensaba la gente para la que fue escrita la Biblia en su día. El nombre Caín significa «herrero», un trabajador del metal.

—Un forjador del metal —pensó Daniella en voz alta.

—Sí, también se puede decir así.

—Entonces opinas que en las familias que adoptaran su nombre los hermanos tendrían que tener cuidado unos con otros —dijo, recordando que su padre había sido hijo único.

—No, no lo creo.

—¿Por qué no?

—¿A qué tipo de sociedad te referías antes?

Daniella no quería arriesgarse a ahuyentarlo.

—Puede que alguna que mi padre quisiera incluir en una de sus películas.

—No parece el tipo de películas por las que se hizo famoso.

—Es posible que solo pretendiera ver si funcionaba.

—Volver a la violencia, quieres decir.

—No lo sé. ¿Cómo saberlo?

—Disculpa, había olvidado que no habías leído el libro. La cuestión es que se puede discutir que Caín asesinara a su hermano.

—¿Cómo?

—Una pista puede ser el nombre de su hermano. Abel significa «vano». Quiere decir que en el Eclesiastes también. Por ese motivo cabe preguntarse si Caín tuvo hermanos alguna vez.

—De no haberlos tenido, ¿qué hubiera ocurrido?

—Eso es lo que yo me pregunto, y creo que la respuesta está en lo que has dicho antes.

—Lo que he… —Daniella vio tiritar a Alison como si hubiera sufrido un ataque de pánico, pero solo era un encogimiento de hombros que hizo por haber perdido la baza—. ¿Qué he dicho? —se vio obligada a preguntar.

—Lo de sacrificar al primogénito. De todo cuanto hizo Caín, fue lo primero que Dios no aprobó, no sé si te acuerdas. En mi opinión, la historia de Caín y Abel es la historia adornada del primer sacrificio humano, adaptado por el autor para que al público no le entraran ganas de hacer lo mismo. Del mismo modo que, como sabes, la historia la escriben los ganadores, la religión la dictan los sacerdotes. Puede que el autor considerara el sacrificio como un instinto, por lo que no querría arriesgarse a que los lectores se abandonaran a él, motivo por el que lo convierte todo en la historia de un asesinato. Pero, al igual que sucede con todos los crímenes, se pueden encontrar pistas si se busca lo suficiente.

—¿No crees que quizá te hayas esforzado demasiado? Creo que has llevado tus conclusiones demasiado lejos.

—Así es como a algunos escritores les gusta escribir, ya sabes, y no creo que ningún estudioso niegue que la Biblia pueda decir algo así. Además, el de Caín y Abel no es el único pasaje que oculta un ritual de ese tipo. En otras partes apenas se molestan en disimularlo.

—¿Como cuál?

—La mayoría de los personajes relevantes del Génesis son hijos segundos, pero no parece que nadie se interese por qué sería de los primogénitos; sin embargo, seguro que recuerdas la historia de Abraham e Isaac.

—Isaac se libró del sacrificio, ¿no?

—¿Tú crees?

—¿Si se salvó? Claro que sí —dijo Daniella, pese a que la conversación amenazaba con regalarle un nuevo y largo dolor de cabeza—. No recuerdo con exactitud lo que dijo Dios, pero impidió que Abraham tocara a Isaac.

—En realidad no fue Dios, sino un ángel, pero, en efecto, eso es lo que parece que ocurrió. Pero, según la Biblia, también dijo que Abraham y sus descendientes prosperarían porque no se negó a entregar a su primogénito, y aquí tengo que señalar que se cuenta que Abraham regresó del sacrificio, pero no se comenta nada acerca de Isaac. En el Midras, que es un conjunto de textos que sirvieron como rica fuente de inspiración para desarrollar la Biblia, Abraham o bien derrama su sangre o bien lo mata; en este último caso, Isaac hubiera regresado de entre los muertos.

Daniella sintió como si le estuvieran robando una historia cuyo valor no había sabido apreciar hasta ese momento.

—¿Y? —dijo cuando Cynth arañó la mesa para recoger la baza.

—Y entonces deduzco que Moisés, si aceptamos que fue el autor del Génesis, no pudo modificar demasiado la historia porque ya debía de conocerla todo el mundo, pero intentó ocultar en la medida en que le fue posible el hecho de que se celebrara el sacrificio.

—¿Entonces, según tú, la Biblia siempre habla entre líneas?

—Bien, recordemos a todos los primogénitos que tuvieron que morir en Egipto cuando fue Dios el que hizo que el faraón ignorase a Moisés cuando este le dijo lo que iba a ocurrir. A muchos no les importaría matar al primogénito del prójimo para conseguir lo que desean, ¿no te parece? No sé qué mensaje extraerían del Nuevo Testamento, con Herodes matando a todos los niños y Dios sacrificando al único al que Herodes no encontró, el propio hijo de Dios.

—¿Qué se deduce de eso, según tú?

—Es el último sacrificio del primogénito, ¿no es así? ¿Crees que eso es lo que tu padre podría tener en mente?

—No tengo forma de saberlo —dijo con voz alta y firme—. No dejó ninguna nota.

Sí que la había dejado, y mientras pensaba en lo que querría decir Timothy Turner dijo:

—Para la película que estaba preparando, quieres decir.

—¿No era de eso de lo que estábamos hablando?

—¿Puedo preguntarte por qué te importaría tanto que el proyecto no llegara a ver la luz?

Hilary escupió una risa chillona al tiempo que Daniella contestó:

—Es cuanto me queda de él.

—Disculpa. Lo entiendo. —Hizo una pausa quizá para demostrar que así era—. ¿Puedo ayudarte en algo más?

—¿En qué parte del libro aparece todo eso? ¿En qué pasajes se recoge?

—En los capítulos centrales. El resto del libro…

Daniella no siguió escuchando a Timothy; se apartó un poco el auricular de la oreja. Acababa de acordarse del ejemplar de la estantería de su padre, aquel por el que quisieron matarla para que ni ella ni nadie lo leyera. Se acordó también de que la nota de saludo de Midas Books sobresalía de entre las páginas centrales. Al darse cuenta de que varios de los pacientes que había en el salón estaban viendo un programa de televisión sobre una morgue, las risas enlatadas que revelaron que se trataba de alguna comedia parecieron burlarse de ella. Cuando oyó que Timothy se callaba y al instante volvía a hablar, Daniella reunió fuerzas para levantar el auricular.

—¿Hola? ¿Sigues ahí? —repetía Timothy.

—¿Dónde? —preguntó Daniella sin saber lo que decía.

—Ahora tengo que ir a ilustrar a mis alumnos. Espero haberte iluminado a ti también.

La luz tenía poco que ver con las ideas que le había metido en su maltratada cabeza, sobre todo cuando preguntó:

—¿Ya es de noche por allí?

Daniella podría haber pensado que se refería a su estado de ánimo. Cuando entendió que se refería a que en California ya había amanecido, Timothy terminó de decirle:

—En ese caso no diré buenas noches. Solo hasta luego.

—Hasta luego —masculló Daniella. Sintió como si el auricular hubiera ganado de repente un peso que lo arrastraba hasta la base. Colgó el teléfono y se quedó mirando a la difusa sombra que de ella proyectaban las luces sobre la cabina. Cuando una maraña de pensamientos empezaba a anquilosarse sobre su cuello, Hilary la cogió de la muñeca y tiró de ella.

—Ven y cuéntanoslo todo —chilló.