23

Apenas había empezado Daniella a subir las escaleras cuando tuvo claro que cada escalón que subía solo le llevaba a sentir un dolor aún más intenso. Se apoyó en la barandilla para volver al pasillo, que hubo de recorrer a tientas para entrar de nuevo en la cocina y sentarse en la silla de la que se acababa de levantar.

—Chrys —dijo, sin darse cuenta de lo apagada que sonaba su voz—. ¿Te importaría hacerme la maleta?

—Claro que no. Quédate con el doctor Reith. Volveré en menos que canta un gallo.

—Basta con que eches un camisón en mi maleta vieja y algo para ponerme.

—¿Cuánto tiempo cree que tendrá que quedarse, doctor Reith?

—Para asegurarme, echaría equipaje para unos cuantos días.

—Nada especial —le dijo Daniella a su amiga, como si pretendiera volver a recuperar así el control, y cerró los ojos hasta que Chrysteen trajo la pequeña maleta y le enseñó el contenido—. Espero que no me haga falta todo eso, pero muchas gracias —le dijo mientras Chrysteen cerraba la cremallera.

Eamonn Reith la cogió mientras Chrysteen ayudaba a Daniella a levantarse y la llevaba del brazo hasta el coche del doctor. Era un Bentley, casi tan gris como su traje, que estaba aparcado en doble fila impidiendo la salida el Ford de Daniella. Pese a que a juzgar por la carrocería parecía recién salido de la fábrica, por dentro olía a viejo y a cuero… quizá se debía a la sequedad del aire. Se dejó caer en el asiento del pasajero, manteniendo la cabeza erguida, como si no quisiera derramar todo el dolor que contenía, y bajó la ventanilla para hablar con Chrysteen mientras Eamonn Reith echaba el equipaje en el maletero.

—¿Avisarás a la universidad para decirles por qué no voy a poder ir?

—Llamaré ahora mismo, y también al Trencher.

—Oh, Chrys, espero no perder el trabajo.

Eamonn Reith se sentó, enérgico, en su asiento, y tiró de su cinturón de manera que Daniella se diera cuenta de que debía abrocharse el suyo.

—Ahora olvida todas tus preocupaciones —le recomendó—. No te ayudarán a recuperarte.

—Llamaré para preguntar cómo te encuentras —dijo Chrysteen metiéndose la tarjeta del hospital en el bolsillo— si veo que no nos llamas.

El Bentley arrancó y salió sin hacer apenas ruido para mezclarse entre el tráfico. La carretera y las casas iban quedando atrás, pero el sol que se alzaba ante ellos permanecía inmóvil, anclado en un cielo de eterno color azul brillante. Las casas parecían agacharse para que se pudiera ver mejor, y los campos tiraban de él hacia el horizonte. Daniella se había concentrado en contener el dolor, pero este parecía haberse estabilizado gracias a la llanura de la carretera.

—Gracias por preocuparte por mí —dijo.

—Es lo menos que puedo hacer. De todos modos, me coge de camino a casa y me alegro de poder, por fin, ayudarte en algo.

Daniella cerró los ojos mientras el Bentley se desviaba hacia el sur y se apartaba de la carretera que llevaba al lugar donde se había chocado su padre. Durante un rato se sintió arrullada por el zumbido sordo y monótono del motor y las ruedas. Debió de echarse una cabezada, porque cuando volvió a abrir los ojos vio un cartel escrito con enormes letras infantiles que le hizo darse cuenta de que ya no estaban al sur de Yorkshire, sino mucho más abajo.

—Creí que dijiste que no estaba lejos —protestó provocando un nuevo aumento del dolor de cabeza.

—Dije que era un paseo. He hecho lo posible para asegurarme de ello. En cualquier caso, aquí estamos.

Sin embargo no parecían estar en ninguna parte. La autopista quedaba atrás ya, al igual que la señal que Daniella acababa de ver. El psicoanalista se metió por un estrecho camino sin señalizar que serpenteaba entre mullidos setos erizados y demasiado altos para que Daniella pudiera ver más allá de las curvas. Después de, por lo menos, otro kilómetro, el Bentley llegó a un cruce desierto y sin señalizar, desde donde se podía ver una hilera de chopos más adelante, al pasar el cual la carretera llevaba a una serie de curvas durante la que le costó mantener la cabeza erguida; «Lo siento», decía Eamonn al pasar por casi cada una. Cuando el primero de los chopos asomó por la siguiente curva, dijo «Ya falta poco». Poco a poco fueron apareciendo los demás, con su follaje verde oscuro meciéndose tan sigilosamente que Daniella no podía afirmar con certeza que los viera moverse, sobre todo porque en los setos no parecía producirse la menor vibración. Después apareció la larga y alta muralla blanca de piedra sobre la que se alzaban, y una entrada cuyas verjas, de ornamentado diseño plateado, los esperaban abiertas.

—Siento que estuviera tan lejos —se disculpó Eamonn Reith.

Una pequeña placa de oro colocada en la columna izquierda de la entrada indicaba que habían llegado al Hospital del Soto. De no ser por ella, Daniella hubiera creído que aquel amplio y simétrico edificio blanco de dos plantas era una casa de campo. A ambos lados de la generosa puerta de la entrada las ventanas eran altas, amplias y elegantes; de una de ellas emergía el trino de un piano. En lo alto del empinado tejado rojo dos esbeltas chimeneas parecían querer llamar la atención del cielo. Un camino de grava de la anchura de dos coches serpenteaba entre céspedes en pendiente, en los que los arbustos descansaban bajo su propia sombra. Repartidos por la hierba había bancos en los que las enfermeras de uniforme blanco se sentaban a hacer compañía a los pacientes, vestidos con ropa de calle. El camino daba la vuelta al edificio y llevaba a un amplio aparcamiento en el que solo había media docena de coches y un par de microbuses rotulados con el nombre del hospital. Daniella oyó ruido de utensilios de cocina y percibió un olor de verduras cocidas mezclado con el del césped recién cortado mientras se apeaba poco a poco del coche y Eamonn Reith sacaba su equipaje del maletero.

—Permíteme acompañarte hasta dentro —dijo.

Al cruzar la robusta puerta de la entrada accedieron a un vestíbulo más pequeño de lo que cabría esperar de un edificio como ese. Desde allí se podía acceder a distintos lugares; ambas paredes contaban con puertas y con sofás, supuestamente para que los ocuparan los visitantes. También había una escalera junto a la ventanilla de una oficina que debía tener la puerta en alguna parte. Una mujer joven y fornida con sonrisa de anuncio publicitario descorrió la ventanilla haciendo un ruido similar al de dos copas brindando.

—Tú eres Daniella —dijo con una seguridad tal que pareció que se lo estaba revelando, y acto seguido desvió la atención a la puerta de la izquierda, que se abrió con un leve chirrido.

—Phyllis, esta es nuestra nueva amiga, Daniella. ¿Puedes llevarla a su habitación?

—He venido a por ella. La he visto llegar —dijo la enfermera, otra corpulenta rubia de pelo corto cuyo rostro (boca generosa de sempiterna sonrisa, nariz ancha, ojos azules y separados) le recordó a Daniella lo grande que de niña le parecía la cara de su madre—. ¿Me acompañas, Daniella? Deja que te lleve la maleta.

—¿Está Julian? —preguntó Eamonn Reith a la recepcionista.

—Ha salido. Esta tarde tenía sesiones informativas.

—Por supuesto, me lo dijo. ¿Quiere que me encargue de los trámites?

Phyllis, que llevaba su nombre bordado en letras plateadas sobre el pecho izquierdo de su impoluto uniforme blanco, cogió la maleta y extendió todos los dedos excepto uno, como para demostrar lo poco que pesaba para ella.

—¿Lista? —dijo.

Daniella tenía la sensación de que todavía seguía en el coche, avanzando por la carretera sinuosa. Apoyó una mano en la pared, que estaba innecesariamente caliente, para seguir a la enfermera escaleras arriba. En el espejo del recodo vio una miniatura de sí misma, una caricatura de mirada perdida y cráneo abotagado. Una vez que llegaron arriba del todo, la enfermera giró a la derecha y se metió por un amplio y bien iluminado pasillo, a ambos extremos del cual las ventanas de las salidas de incendio ofrecían vistas del campo. Pasaron por un dormitorio desde el que se veía una ciudad en el horizonte, supuestamente Haresborough, antes de llegar a una habitación de la fachada delantera del hospital.

Estaba decorada con papel de flores rosas y verdes pasteles y equipada con unas gruesas cortinas de cordones descorridas y con un cubrecama que llegaba a una alfombra cuyo patrón representaba un bosque de chopos. Phyllis tendió una de sus manos de largos dedos para mostrarle a Daniella los muebles —un guardarropa en la esquina más alejada de la puerta, un tocador lleno de cajones y equipado con un espejo atornillado a la pared y un mueble que no se sabía muy bien cuál era su sitio en la habitación ni si era una silla o un sillón— mientras colocaba sobre la cama la maleta de Daniella con un solo dedo y la rodeaba para volver a salir.

—Que disfrutes tu estancia con nosotros —dijo.

—Lo intentaré —dijo Daniella antes de echarse junto a su maleta sobre la colcha y cerrar los ojos. Los latidos del interior de su cabeza habían empezado a apagarse, cuando oyó que alguien subía las escaleras y se acercaba a su habitación.

—¿Daniella? —susurró Eamonn Reith—. ¿Estás dormida?

—No, solo descansando.

—Tengo algo que te vendrá muy bien. ¿Puedes sentarte un momento?

Daniella abrió un ojo y vio al doctor sosteniendo una cápsula y un vaso pequeño de plástico.

—¿Qué es eso? —quiso saber.

—Un relajante que me han pedido que te suba. Te calmará el dolor del cuello.

Se sentó y se tomó unos instantes para superar un nuevo ataque de dolor. Se tragó la cápsula y se bebió toda el agua del vaso, que dejó con torpeza sobre la mesilla de noche antes de volver a colocar muy poco a poco la cabeza sobre la almohada. Entonces Eamonn Reith dijo:

—Antes de que te pongas demasiado cómoda, ¿podemos dedicar un minuto a las formalidades?

Daniella vio que Eamonn sacaba un formulario de su chaqueta.

—¿Tengo que rellenar todo eso ahora mismo? —gimió.

—Es tu historial médico, alergias, parientes más cercanos, esas cosas, y por supuesto que durante estos días te entregarás al hospital —le explicó mientras hojeaba el formulario para ir enseñándoselo—. En realidad no debería haberte dado ese calmante hasta que no hubieras cumplimentado los papeles.

—¿Te importa rellenarlos por mí para que solo tenga que firmar?

—Claro, si me dices lo que tengo que poner.

A Daniella le empezaron a pesar los párpados, así como el resto del cuerpo, mucho antes de que el interrogatorio llegara a su fin. Cuando Eamonn le tendió el formulario para que lo repasara, sus páginas parecieron amenazarla con incrementar el dolor que le bombardeaba la cabeza. Hojeó rápidamente el cuestionario hasta llegar a la última página, en la que garabateó su nombre antes de refugiarse en la almohada dejando caer los papeles sobre el cubrecama.

—Bien hecho —susurró Eamonn Reith. Daniella solo le oyó salir de la habitación. El doctor pronunció las últimas palabras tan bajo que Daniella no supo muy bien si quería que las oyera—: Seguro que a Teddy le alegraría saber que te has puesto en nuestras manos.