Cuando Daniella se dio cuenta de que se estaba preguntando si a Eamonn Reith le agradaría la formalidad de su ropa se puso furiosa. Si sus pantalones cortos y anchos y la camiseta que apenas alcanzaba a meter por dentro de ellos le bastaban a ella entonces tendrían que bastarle a él también. En el parque que se veía por la ventana había dos madres jóvenes conversando con acaloramiento y gesticulando a cual más vehementemente con sus manos de uñas plateadas, mientras dos niños pequeños vestidos como pequeños luchadores de sumo correteaban con torpeza por la hierba iluminada por el sol. Daniella no parecía estar viendo aquel espectáculo. Estaba demasiado ofuscada pensando en que la visita de Eamonn Reith era un motivo más para estar cabreada.
No debía limitarse a quedarse sentada y enfadarse todavía más. El cuello empezó a dolerle tanto que se arrepintió de haber dejado el collarín en casa de su padre, a pesar de que se sentía libre como un perro al que le quitan la correa. Pese a todo, aún tenía que terminar su trabajo sobre las creencias; lo malo era que cada vez que intentaba continuarlo sentía como si le fuera a estallar la cabeza. Lo dejó y abrió el viejo cuaderno que tenía en una esquina de la mesa.
A medida que iba leyendo iba esbozando toda suerte de sonrisas (torcida al ver aquella letra que tanto quería parecerse a la suya, nostálgica después y luego melancólica). «Qué he hecho en vacaciones», ir a Jersey, que, como solemnemente había apuntado en honor de su profesor de inglés, estaba en las Islas del Canal de la Mancha, aunque se le había pasado mencionar que era el viaje al extranjero más largo que había hecho hasta entonces. La parte de «Un día en la vida de una estrella» que encontró más interesante era en la que decía que a Nana Babouris la maquillaba otra persona. Recordó a Nana en los platós; se acordó no solo del asombro que le causaba el glamour de las escenas de baile, sino también de su padre parpadeando con fuerza para secarse los ojos una vez que le sorprendió mirándola. Aquella no fue la única vez que le vio así: estaban en la primera cena de etiqueta (organizada por la Sociedad Benéfica de Niños) y otras ocasiones en que se había puesto traje de noche, por no hablar de las distintas entregas de premios de la escuela, en la última de las cuales su padre se frotó los ojos con la manga mientras su madre los miraba con cariño a ambos. Él debió de seguir sintiendo que iba perdiendo a su hijita a media que esta crecía; Daniella pensó que su padre había previsto la manera en que lo perdería. Siguió pasando las páginas hasta llegar a las últimas, que estaban en blanco, excepto una, la última de todas. La letra era de su padre.
En la parte superior había escrito con bolígrafo rojo y trazo firme la palabra HERREROS. Debajo de aquella palabra había elaborado una lista que no parecía tener mucho sentido.
Herrero del oro
Herrero de la palabra 14 de febrero de 1992
Herrero de la salud
Herrero de la risa 30 de abril de 1969
Herrero del juicio 19 de diciembre de 1961
Herrero de la ley
Herrero de las historias 1 de mayo de 1956
Herrero de las noticias
Herrero del prójimo 20 de diciembre 1990
Herrero de las reservas 12 de junio de 1955
Herrero del juego 30 de octubre de 1994
Herrero de la carne
Herrero de las alas 4 de marzo de 1991
Herrero de los libros 28 de agosto de 1981
Herrero del banco 1 de noviembre de 1958
Había muchos más, pero ancló los ojos en las últimas palabras, «Herrero del cine», que se repetían dos veces y en ningún caso aparecían fechadas. En seguida supo a quiénes se referían: a Alan Stanley y a su padre. Se dispuso a ver a quién más podía identificar, cuando el chirrido de la verja captó su atención y vio entrar a Eamonn Reith.
Era un hombre menudo y pulcro, que gustaba de vestir con discreción, si bien siempre lucía un alfiler de corbata que destellaba tanto como sus ojos. Su rostro era compacto y resuelto, llevaba su frondoso y corto pelo moreno cepillado con esmero de manera que enmarcaba sus labios sonrosados y le cubría el mentón ovalado. No miró hacia arriba antes de llamar al timbre. Daniella guardó el cuaderno en un cajón de su escritorio y se dispuso a bajar sin ninguna prisa para abrirla puerta, cuando Chrysteen le dejó entrar.
Antes de bajar los oyó hablar en voz baja, lo que le hizo pensar que Eamonn ya estaba adoptando un tono profesional. Daniella bajó aprisa las escaleras, haciendo golpetear furiosamente las sandalias. Eamonn estaba sentado en la mesa de la cocina, de cara al pasillo. Las venillas púrpuras que se entrecruzaban por su nariz aquilina amenazaban con arruinar su expresión de serenidad, cuando se levantó para estirar los brazos y recibir las manos de Daniella entre las suyas, duras y frías como la carne recién sacada del congelador.
—¿Preferirías hablar donde tu amiga no nos oyera? —dijo.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—Digo que por qué lo iba a preferir, claro, no hablar.
—¿Quieres que vayamos a algún lugar más cómodo?
—Aquí se está muy cómodo, ¿verdad, Chrys?
—Supongo, si nos hemos quedado a vivir.
—Entonces es perfecto. —El psicoanalista soltó las manos de Daniella, pero no dejó de mirarla mientras se sentaba frente a él. Después Eamonn dio un preciso sorbo a su vaso de agua—. ¿Te parece que comencemos?
—Pensé que había venido a eso.
—Claro. ¿Hay algo que quisierais decirme antes de empezar?
—Danny está herida.
—Es lógico. No sé si te ha dejado ver la profundidad de su dolor.
—No, en el cuello.
—No me cabe la menor duda de que eso es parte del problema. Tiene suerte de tener una amiga que se preocupa tanto por ella. ¿Qué efectos crees que podrían haber desatado esas heridas?
—¿Eso no deberías preguntármelo a mí? —intervino Daniella.
—Eso iba a hacer, por supuesto. Pensé que te gustaría conocer la opinión de tu amiga. Por favor, toma tú ahora la palabra.
—En este preciso instante creo que me van a hacer estallar la cabeza, por el dolor del cuello, quiero decir; pero puede que no sea solo por eso.
—¿Padeces otros síntomas? ¿Mareos?
—Ahora mismo no.
—¿Y qué es lo que más te ha llamado la atención de los cambios en el comportamiento que Daniella ha venido experimentando de un tiempo a esta parte?
—Ya le he dicho que me gustaría que se olvidara del tema.
—Me interesa mucho cómo os comunicáis. ¿Olvidar qué tema exactamente?
—Todo esto de su padre —concretó Chrysteen, que miró a Daniella—. Sea lo que sea, no sé qué bien puede hacerle descubrir nada.
—Quizá lo sabrías si se tratara de tu padre.
—¿No crees que eso lo has dicho porque no respetas del todo su opinión? —intervino el psicoanalista.
—No, no lo creo, además, a ti qué te importa, y, de hecho, a quién le importa.
—Supón por un momento que no viste lo que creíste ver en la tumba de tu padre.
—¿Cuándo?
—Comencemos por la primera vez.
—No lo vi. Me pareció ver un grupo de hombres levantando luces, pero en realidad eran cuchillos.
—Hombres que levantaban símbolos que ahora dices que eran cuchillos. —Eamonn asintió con la cabeza como si Daniella estuviera de acuerdo con él—. Tú estudias psicología, Chrysteen. Habrás leído a Freud.
—Bueno, pues yo no, —interrumpió Daniella, que se había enfurecido aún más al ver la mirada comprensiva de Chrysteen—, así que quizá no os importe desvelarme vuestros secretitos.
—Voy a pedirte que consideres lo siguiente como una mera hipótesis, ni siquiera como una posibilidad remota si crees que es imposible. Supón, para abrir un ulterior debate, que los hombres que allí viste eran, vamos a decir imaginarios. En ese caso, ¿cuál sería tu opinión?
—Diría que es una mierda porque no es verdad.
—Recuerda que se trataba de un supuesto.
—Si quisiera podría imaginar mierdas mucho más grandes sin ayuda de nadie —replicó Daniella, que se rio al pensar cómo se lo tomarían, aunque su carcajada sonó más bien como un quejido provocado por el dolor de cabeza, pensamientos incluidos—. Venga, vale, dime lo que se supone que debo responder.
—La respuesta tendría que salir de ti, de lo contrario pierde el sentido. —Sin embargo ofreció una mano extendida a Daniella y otra a Chrysteen, como para demostrar que no había ningún truco—. Si eliminas a los hombres, —dijo—, ¿no crees que estarías hablando de una necesidad perentoria de exhumar a tu padre, aunque, por supuesto, sabes que no podrías? Salvo que lo que de verdad quisieras fuera que todo volviera a ser como antes y supieras que ese sería un deseo que nadie podría concederte.
—Estás diciendo que todo se debe a que quiero que mi padre vuelva.
—Si eso es lo que sientes.
Daniella ya casi solo percibía el dolor de cabeza que se le extendía hasta los hombros, pero aun así consiguió decir:
—Ten por seguro que me gustaría que volviera conmigo, pero sé que es imposible y además te has olvidado de una cosa.
—Refréscanos la memoria.
—El cuchillo que encontré es de verdad.
—¿Sí?
—Creí que habías venido a prestarme apoyo psicológico. Pero no me parece que me estés ayudando a resolver nada.
—Me temo que no podré a menos que te abras un poco.
—¿A qué? ¿A qué tengo que abrirme ahora?
—No cabe duda de que encontraste un cuchillo ni de que excavaste en la tumba…
—Me alegra ver que me creen en algo.
—Ni de que has herido a dos personas, pero eso es algo que la hija de Teddy Logan jamás haría en circunstancias normales.
—Nunca quise hacer daño a nadie. Fue un accidente, en los dos casos.
—¿Qué nos dice la psicología sobre los accidentes, Chrysteen? —Al ver que Chrysteen se entristecía, Eamonn decidió responder a su propia pregunta—: Que no son tales. Solo son acciones que emprendemos para negarnos verdades que no nos atrevemos a admitir.
—¿Qué es lo que está sugiriendo que no me atrevo a admitir? —dijo Daniella con una voz alta y tensa, exprimida por el dolor que le martilleaba en la cabeza.
—Tiene que ver con el arma, ¿no te parece? El padre de Chrysteen me ha dicho que era un simple cuchillo de la cocina de tu casa.
—No era mío, estoy harta de repetirlo. Espero que haya sido suficiente ayuda por hoy, porque hasta aquí hemos llegado. Me va estallar la cabeza y quiero echarme un rato —dijo, y se puso de pie al instante.
Entonces su mente se fundió en negro; la oscuridad era tal que solo era capaz de saber dónde tenía la cabeza por el dolor que le martirizaba. Sentía su cuerpo lejos, sosteniéndose con torpeza sin necesidad de su voluntad. Oyó gritar a Chrysteen, pero se sintió abandonada en la negrura durante unos instantes antes de notar que la agarraban por los brazos. Incluso recibió con agrado la voz de Eamonn Reith cuando este le dijo:
—Te tenemos. Ahora vamos a sentarte.
Después de varios tumbos tropezó con una silla en la que hubiera resultado muy sencillo sentarla si quienes la estaban intentando ayudar se hubieran puesto de acuerdo en cómo debían proceder. Una vez que la soltaron se pudo concentrar en la firmeza de la silla. Oyó a Eamonn Reith susurrar «Es peor de lo que esperaba», y luego a Chrysteen gemir con tristeza. Daniella cerró los ojos y vio cómo la oscuridad se iba desvaneciendo; después los abrió y vio ambos rostros a su lado.
—Estoy bien —aseguró apoyándose en el borde de la mesa para ponerse de pie. Apenas se hubo levantando unos centímetros cuando sus brazos cedieron y se hundió en la silla.
—De eso nada —dijo Chrysteen con una severidad con la que Daniella nunca la había oído hablar.
—Me temo que tu amiga lleva razón.
—¿Y ahora cuál me vas a decir que es mi problema?
Reith pareció afligirse un poco por las palabras de Daniella.
—¿Cuánto tiempo dirías que tuviste el cuello atrapado?
—Demasiado.
—¿Podrías hacer una estimación?
—No lo sé. —La negrura le recordaba demasiado a la caja fuerte; casi sabía a metal—. Me parecieron minutos.
—Podría ser, a juzgar por el estado que presentas ahora. Te llevaron al hospital, claro. ¿Te hicieron pruebas de falta de oxígeno?
—No lo creo. Pasé allí la noche y después me vieron por la mañana.
—Y luego te dieron el alta sin haberte puesto siquiera un collarín para que así otro pudiera utilizar la cama.
—Me pusieron un collarín pero me cansé de él. Quizá alguien necesitara la cama más que yo.
—No si estabas tan mal como a mí me parece que estás. Aunque espero equivocarme.
Daniella ya no tenía ganas de replicarle.
—¿Qué cree que tengo?
—Puede que el suministro de oxígeno a tu cerebro se viera interrumpido y que ahora estés sufriendo los efectos.
—Chrys, ¿podrías acercarme a la clínica de la universidad?
—¿Estará abierta esta tarde? Mejor llamo para confirmar.
Daniella cerró los ojos para dejar de ver el jeroglífico ceño fruncido de Eamonn Reith. Solo pudo oír a Chrysteen descolgando el auricular y marcando, y la respiración casi inaudible del psicoanalista hasta que su amiga volvió apresurada.
—Danny, ha saltado el contestador. No habrá nadie hasta mañana.
—Entonces, ¿te importaría llevarme al hospital?
—No sé si en ese hospital te atenderán mejor que en el que te dejaron así —dijo Eamonn Reith—. ¿Te importaría si yo te recomendara uno?
—Me lo pensaré.
Aunque lo dijo Chrysteen, Daniella no estuvo del todo en desacuerdo. Abrió los ojos y vio a Eamonn Reith sacar su cartera.
—Tengo su tarjeta —dijo—. Es un paseo, en dirección sur.
El dolor de cabeza de Daniella se intensificó por el esfuerzo de leer la tarjeta. En letras plateadas y en relieve ponía HOSPITAL DEL SOTO DE HARESBOROUGH; después se indicaba un código postal que no le sonó y un extenso número de teléfono.
—¿Te parece que llame? —sugirió Eamonn Reith—. No tendría la sensación de haber hecho bien mi trabajo si no te proporcionara el mejor tratamiento.
Daniella intentó relajarse para ver si así podía pensar con más claridad, pero sentía como si el cerebro le palpitara dentro del cráneo, aunque no podría tomar otro par de aspirinas hasta dentro de unas horas.
—Llama si quieres —masculló al tiempo que cerraba los ojos para protegerse del sol, que se le clavaba en los ojos como un puñal.
Chrysteen empezó a darle un masaje en los hombros, como tenían por costumbre. La diferencia es que ahora no surtía efecto, quizá porque a Daniella le recordaba las manos de Mark recorriendo su cuerpo. Incluso algo tan nimio como estirar el brazo para coger las manos de Chrysteen agravaba aquel dolor que parecía estar a punto de devorar todo su ser.
—¿Podría hablar con Julian? —oyó susurrar a Eamonn Reith, que al instante siguió—: Le he detectado una dolencia a una joven que estoy tratando. Daniella Logan.
Daniella quisiera haberlo escuchado todo pero las palabras de ánimo que Chrysteen le estuvo diciendo al oído no se lo permitieron. Lo único que consiguió oír decir al psicoanalista fue «Es muy amable». Volvió aprisa a la cocina, sonriendo como un familiar que trajera el más estupendo de los regalos.
—Buenas noticias —anunció—. Tienen una cama para ti y estarán encantados de que acudas a ellos en seguida.