20

Cuando llegó a Oxford ya casi había anochecido. A dos horas de York, el tráfico de la autopista se había ralentizado como si se hubiera unido a algún funeral cerca de Leicester, a medio camino de su destino. Después de avanzar un poco más, descubrió que todo se debía a un amasijo de tres coches que habían chocado unos con otros o, más bien, a que todos los conductores que pasaban por allí levantaban el pie del acelerador para ver mejor la chatarrería. Luego tuvo que soportar varios kilómetros de pesada cola en primera después de pasar por Rugby, y de nuevo tras dejar atrás Northampton, pero nunca supo muy bien cuál fue la causa de estos dos últimos atascos; dos misterios más que añadir a la lista. El accidente que vio le recordó a su padre; tanto la posibilidad de ser testigo de más choques como la ausencia de los mismos no hacían sino intensificar las punzadas que le regalaba el cuello. Por lo menos cuando salió de la autopista empezó a cruzarse con menos coches y pudo descansar un poco la vista a medida que avanzaba por la tortuosa carretera, incapaz de alcanzar el arrebol del horizonte mientras el crepúsculo se escabullía por los campos. Hubo de acceder a una segunda autopista para coger el tramo que había entre dos salidas adyacentes; los faros con los que se cruzó a lo largo de esos kilómetros parecieron llevarse consigo el último resplandor de la tarde. Cuando accedió a Chiltern Road, los árboles impidieron el paso de las luces y del murmullo de Oxford, lo que le vino muy bien para concentrarse en la caída de la noche.

La lechosa proa de la iglesia navegaba con su brillo trémulo huyendo de la penumbra que tejían los árboles. Daniella aparcó en la cuneta acolchada, cerca de la entrada principal pero no enfrente, se apeó y se frotó el cuello. La oscuridad desenrolló su alfombra por la solitaria carretera, fundió las hojas de los árboles con el cielo ennegrecido y pareció marchitar los barrotes de la verja como si los estuviera carbonizando. Cogió la linterna del maletero, que cerró con todo el sigilo posible, bien para que el ruido no realzara la imperante atmósfera de soledad, bien por temor a que la oyeran. No había nadie, se dijo con cierto enfado mientras se acercaba a la entrada que había junto a las puertas cerradas.

Las piedrecillas del camino susurraban con estridencia a su paso hasta que llegó a un sendero. A su lado, la iglesia ofrecía un aspecto amenazador, con sus estrechas ventanas centelleando como astillas de carbón. Lápidas y sombras de arcos danzaban a su alrededor allá donde la oscuridad no se veía salpicada por losas que semejaban amplias pinceladas de jalbegue. De los árboles que había detrás del templo provenían ruidos que le sonaron extraños, hasta que recordó que los hacían los cuervos. El sendero blanquecino se fue quedando en silencio hasta que llegó al césped. Encendió la linterna y apuntó al frente.

Creyó que alumbraría más. El haz iluminó vagamente el nombre y las fechas de nacimiento y muerte de su padre hasta que siguió adentrándose. La oscuridad se tragó las inscripciones cuando una mata de hierba recién cortada brotó al pie de la lápida, aunque Daniella no podía distinguir con seguridad dónde acababa una baldosa de césped y empezaba otra. Se puso de rodillas junto a la tumba y la apuntó con la linterna.

—Lo siento, papi —susurró—. No quiero molestarte, solo necesito saber.

Después, tanteó con los dedos sobre el sepulcro hasta que palpó el borde de una baldosa de hierba.

Al levantarla hizo un ruido sordo de desgarro y un leve tamborileo de tierra desmigajándose. El olor del suelo expuesto le secó la boca. Aguantó la respiración mientras apartaba la baldosa, con su brillante parte inferior vuelta hacia arriba, y clavó las uñas en la tierra. Sin duda debería haberse equipado con alguna herramienta. No podía soportar que la arenilla de la tierra se le quedara entre las uñas, así que decidió utilizar el borde de la linterna a modo de pala. El haz se derramó por la hierba, se apagó y se volvió a encender, como si estuviera haciendo algún tipo de señal. Daniella seguía sosteniendo la respiración cuando oyó una respuesta… voces susurrando en la oscuridad.

Tomó una bocanada de aire que sabía a tierra. Al erguir la cabeza, una punzada de dolor le atravesó la garganta y, por un momento, pensó que el collarín quería asfixiarla. Adondequiera que mirara veía siluetas, tan inmóviles como las lápidas que había pensado que eran. Entonces una se retorció detrás de una lápida inclinada y otra asomó por detrás de un querubín. Se encendieron tres rostros que se acercaron balanceándose hasta ella.

Daniella perdió el miedo antes de que se acercaran demasiado. Lo único que la enfurecía era que su corazón tardara tanto en recuperar su ritmo normal. Eran unas adolescentes. Dos estaban en los huesos, pero la tercera abarcaba lo mismo que sus amigas juntas. Las tres vestían de negro y la más grande llevaba tatuajes bajo su camiseta sin mangas. Esta última y una de sus compañeras llevaban el pelo rapado; la corpulenta lo llevaba blanco y la otra verde como el musgo, mientras que la tercera lucía unos despeinados mechones negros. Uno de los muchos anillos que le colgaban de la cara destelló en su labio inferior al anunciar:

—Quiere exhumar a alguien.

Los haces de las linternas que hasta entonces habían mantenido bajo la barbilla convergieron al instante en Daniella.

—No puedes hacer eso —dijo la chica más fuerte.

—Este lugar nos pertenece —le informó la chica de pelo musgoso.

—Es de noche —recordó la amiga anillada.

—Aquí hay tantos cabrones como en cualquier otra parte, —dijo la chica de pelo verdusco—, pero aquí no pueden darnos órdenes.

—Entonces tampoco me las deis vosotras a mí.

—No es lo mismo. Estás en nuestro territorio y nosotras dictamos las reglas.

—Una de ellas es «no exhumarás».

—No pretendo desenterrar a nadie. ¿Qué tal si dejáis de apuntarme a los ojos con las linternas?

—No nos da la gana. Queremos ver quién era la que se pensaba que esto era de ella.

Las adolescentes rodearon a Daniella envolviéndola en una nube de halitosis etílica. A pesar de la luz que le punzaba en las pupilas, Daniella pudo ver las gruesas botas que llevaban y la palabra «CULO» perfilada en el pelo rapado de la chica más grande.

—Soy su hija —explicó Daniella, señalando con su linterna a la lápida.

—Nunca oí hablar de él —dijo la joven de las argollas.

—Ni falta que hace. Es mi padre y punto.

—También nosotras somos hijas de alguien.

Quizá la chica del pelo musgoso sonó demasiado orgullosa de ello, porque en seguida la más corpulenta dijo:

—Ojalá no lo fuéramos.

—Eso no significa que puedas desenterrarlo.

—Te repito que no he venido a exhumar a nadie. Solo quiero recuperar algo que está aquí escondido.

—¿Y qué hace ahí?

—Cayó aquí.

—¿Es dinero? —preguntó la más alta, que añadió con un entusiasmo que hasta ese momento no había mostrado ninguna de las tres—: Te ayudaremos a encontrarlo.

—Entonces ayudadme a ver. Alumbrad aquí.

Los tres haces apuntaron a la parte descubierta, donde el suelo destelló como el carbonado. Daniella se arrodilló otra vez y excavó con el borde de la linterna. Las adolescentes se acercaron tanto a ella que el olor a cerveza se hizo constante. Lo único que se oía eran los arañazos del metal y la tierra esparciéndose sobre el césped. Entonces un objeto destelló en medio del hoyo, que ya era de un palmo de hondo: un guijarro negro que echó patas y antenas antes de escabullirse bajo tierra de nuevo. Siguieron excavando unos dedos más sin encontrar más que tierra, y luego ahondaron un par de dedos más. Las jóvenes empezaron a mascullar; una de ellas, aburrida, apuntó con la linterna a Daniella. Cuando esta sacó un terrón y lo tiró por el césped con tanta fuerza que se desmigajó al chocar la puntera de la bota de una de las chicas, oyó otro ruido, el ruido de un metal golpeando contra otro.

—¿Qué ha sido eso? —dijo la más grande.

—Me ha manchado la bota de barro —se quejó la chica de los anillos dando un pisotón contra el borde de la tumba.

—No. ¿Qué ha sido ese clonk?

Daniella utilizó la linterna para barrer la tierra de encima del objeto que había descubierto. Todos los haces apuntaron al mismo sitio, haciendo relucir el metal que recubría aquel tesoro.

—Yo te lo sacaré —se ofreció la chica de pelo musgoso.

—No te molestes —le dijo Daniella mientras seguía apartando más tierra. Los destellos provenían de la misma superficie. Las tres adolescentes metieron las manos para hacerse con el objeto, ansiosas por apartar las de Daniella. Esta metió las yemas de los dedos debajo del objeto e hizo una mueca de dolor. Se había cortado la punta del dedo corazón con un borde y se le había metido tierra en la herida. Con todo, consiguió desatascar el tesoro enterrado.

Primero salió la punta y después fueron apareciendo unos treinta centímetros de hoja. A pesar de lo largo que era tampoco se podía decir que fuera un cuchillo. El extremo parecía peligrosamente afilado, y los bordes no eran del todo rectos. El mango, que Daniella creyó que era de roble, estaba bien pulido pero al incrustarle la hoja la habían ladeado un poco. Emitía destellos dorados mientras Daniella volvía a echar la tierra en su sitio y recolocaba los tepes de césped, golpeándolos para asentarlos; cuando hubo terminado se puso de pie poco a poco. Las chicas habían estado murmurando entre ellas todo el tiempo:

—Es un cuchillo —dedujo una.

—Es tan raro —dijo otra, incapaz de resolver el misterio.

—No me cabe en la cabeza —anunció la tercera.

Después la más alta se acercó a Daniella.

—Déjamelo ver —dijo.

Daniella hizo centellear la hoja cegando por un momento a la chica.

—Hala, ya lo has visto, es de verdad —dijo.

Las otras dos le cerraron el paso a Daniella mientras la corpulenta tendía un brazo propio de un boxeador.

—Déjame verlo bien.

—Ya te lo aguanto yo. Es mío.

—¿Quién lo ha dicho? —replicó la chica del rostro anillado—. Lo has encontrado en nuestro territorio.

—Y pienso llevármelo.

La adolescente grande alzó su linterna a modo de garrote.

—¿Qué te hace pensar que te dejaremos marchar?

Ahora a Daniella le empezó a doler también el cogote. Casi la habían asfixiado con la caja fuerte de su padre y esto era la gota que colmaba el vaso: no se dejaría dominar por tres crías mientras tuviera un cuchillo en las manos.

—Esto —dijo blandiendo la hoja.

Las adolescentes se rieron, además la más grande lanzó un escupitajo al otro lado de la tumba.

—Se cree muy fuerte —dijo con renovado entusiasmo—. Pues muy bien, vamos a ver de qué…

—No sé si soy muy fuerte pero sí que no tengo ganas de perder el tiempo. Dejadme marchar.

Las chicas se miraron entre sí, pero no movieron un dedo, lo que irritó todavía más a Daniella. Cuando alcanzó con el cuchillo la cara de la más grande no supo si tenía más miedo de hacerle daño o de que la hoja saliera despedida. La chica retrocedió y se tropezó, casi cayéndose sobre la tumba de al lado.

—La puta me ha querido matar —gritó como pidiendo ayuda.

—Lo haré si alguna se cruza en mi camino. Alejaos de mí —ordenó Daniella hendiendo el aire a su paso. La chica de pelo verdusco consiguió esquivarla, pero la chica de los anillos se mostró bastante poco sorprendida, si bien en absoluto interesada en cómo debía de doler una cuchillada. Daniella seguía esperando que se lanzara contra ella, cuando un rápido balanceo de la hoja dibujó una línea roja que atravesaba la garganta de su oponente.

—¡Mierda! —exclamó la chica retirándose.

Daniella tenía la boca seca pero no podía mostrar su consternación. Se fue hacia las puertas sin mirar atrás y sin dejar de oír las voces de las adolescentes:

—¡Mirad, me ha cortado!

—¡Mierda!

—¡Mierda!

Oyó que caían piedras sobre una de las tumbas y acto seguido empezaron a llover sobre ella. La mayoría chocaron contra la pared de la iglesia, pero algunas le alcanzaron en los hombros. Una le impactó y añadió otro moretón más a su cuello. Avanzó por el camino resistiéndose a echar a correr. El ataque de los proyectiles finalizó antes de que llegara a la salida que había junto a las puertas. Mientras se subía penosamente al coche pudo ver los haces de las linternas de las adolescentes más allá de la parte trasera del templo.

Ahora no podía conducir de regreso a York. Estaba contenta porque era la segunda noche que no iba a trabajar al restaurante. El viaje y el encuentro con aquellas chicas la habían agotado; sentía como si alguien le aporreara la cabeza por dentro y le hubiera cosido el cuello a navajazos. Metió el cuchillo en el bolso y arrancó el motor. Mientras conducía hacia la casa de su padre, controlándose para no pisar demasiado el acelerador, le parecía como si los setos brillaran y adoptaran formas imposibles. Aparcó el coche sobre la grava, caminó con torpeza hasta la puerta de la entrada y entró.

Se sentía totalmente incapaz de pensar. Encendió la luz del vestíbulo y luego la del despacho de su padre, y tuvo la impresión de que lo que había vivido aquella noche se le había quedado grabado en la memoria. No pudo evitar sentir una punzada en el cuello al ver la caja fuerte cerrada. Descolgó el teléfono y marcó su número de York; le respondieron apenas sonó el primer tono.

—¿Hola? ¿Hola?

—Hola, Chrys. Soy yo.

—¿Dónde estás?

—Esta noche me quedaré en casa de mi padre. Se me ha hecho demasiado tarde para conducir de vuelta para allá.

—¿Por qué fuiste a casa? Duncan dice que no se lo dijiste.

—Prefiero mostrártelo en lugar de contártelo. Quizá para entonces sepa de qué se trata. ¿Ha vuelto Maeve?

—Están arriba, reconciliándose. ¿Cuándo vas a volver?

—Mañana por la tarde, supongo. No tengo clases hasta entonces.

Tenía que pensar en qué iba a hacer con el cuchillo. Podría haberlo guardado en la caja fuerte, pero prefería tenerlo cerca, en parte porque la idea de abrir la caja le provocaba escalofríos. Apagó las luces del despacho y del vestíbulo cuando subió, pero no fue capaz de apagar la del rellano. El vacío que llenaba la casa hacía que ya no pudiera sentir como propia su habitación, con su tocador desierto y con su cómoda y su armario deshabitados. Por lo menos, todavía quedaba su querida cama. Se puso el pijama en seguida, dejó el cuchillo bajo la mesilla de noche, apagó la luz y se metió a tientas en la cama.

Al principio el collarín no le permitía conciliar el sueño. Cuando se cansó de dar vueltas buscando una postura cómoda, se lo quitó y lo guardó en la mesilla. Se sentía exhausta. Se durmió antes de lo que esperaba y se despertó más tarde de lo que pretendía. Pensó que lo que la había despertado era la claridad que ya inundaba la habitación, hasta que volvió a sonar el timbre.

Cuando se sentó en el borde de la cama el cuello le dolió menos de lo que temía. Atravesó el rellano como un rayo para ponerse la bata de su padre y mirar por la ventana de su habitación. Un hombre y una mujer, no mucho mayores que ella, esperaban en el camino de grava. Llevaban un uniforme tan oscuro como sus sombras informes. Eran policías.

Se apretó el cinturón de la bata mientras bajaba apresurada. Al abrir la puerta se quedó desconcertada al comprobar que no había echado la cadena la pasada noche.

—¿Señorita Logan? —preguntó la mujer.

Su mirada afilada y sus finos labios remilgados parecían hechos para contradecir la gracia de su nariz respingona. Daniella se dio cuenta de que su voz se tornó tan rígida como su cuerpo.

—¿De qué se trata?

—¿Señorita Daniella Logan?

—La misma. ¿Qué…?

—¿Podríamos hablar con usted?

—Venga. Quiero decir, lo siento —dijo Daniella abriendo la puerta del todo—. ¿Qué quieren?

La mujer le dijo con los ojos que ya le había respondido a eso. Su compañero parecía más dispuesto a dialogar; tenía pecas, un indomable pelo rojo y una mirada no del todo desdeñosa, pero el hecho de no relajar los labios en ningún momento no le servía más que para realzar la anchura de su nariz. Antes de que pudiera abrir la boca, Daniella hizo patente su confusión:

—¿Cómo han sabido que estaba aquí?

—Llamamos a su número de York —respondió la mujer.

—¿Por qué?

—¿Podemos hablar dentro?

—Como prefieran. Pasen. Por aquí —dijo Daniella entrando en el salón mientras el hombre cerraba la puerta. Se apresuró a sentarse en el borde del sofá y esperó a que sus visitantes se sentaran enfrente. El hombre rompió el hielo.

—¿Puede decirnos por qué está aquí, señorita Logan?

—¿Por qué no iba a estar aquí si es mi casa?

—Teníamos entendido que era usted estudiante.

—Aun así sigue pudiendo ser mi casa, ¿no creen? Mi padre me la dejó en herencia.

—Estuvo usted aquí la pasada noche —dijo el hombre extendiendo una mano.

—¿No van a decírmelo? ¿Qué ha ocurrido ahora? Han ocurrido muchas cosas; mi padre ha muerto, para empezar.

Los policías apenas se miraron entre sí pero el hombre dejó hablar a su compañera.

—¿Se acercó usted anoche a su tumba?

—¿Acaso no podía? Era mi padre.

—Una niña dijo que alguien que estaba profanando la tumba la atacó con un cuchillo.

—¿Han visto a la que dicen que es una niña?

—Fue una llamada anónima.

—¿Y con eso basta?

La mujer afiló todavía más la mirada mientras su compañero preguntaba:

—¿Basta para qué, señorita Logan?

—Para que vengan a mi casa porque crean que fuera yo la del cuchillo.

—¿Lo era?

—Yo no ataqué a nadie. Ellas iban a por mí. Se habían cruzado en mi camino, quiero decir, no querían dejarme marchar, así que tuve que defenderme.

—Con un cuchillo.

—Yo no voy por ahí con un cuchillo, si es lo que están pensando. Lo que llevo es una alarma antiatraco.

—Pero la pasada noche sí que llevaba un cuchillo.

—Porque me lo encontré. Había tres chicas, no sé si se lo mencionaron cuando les llamaron, y yo no diría que eran unas niñas, más bien éramos casi de la misma edad, créanme. Querían quitarme el cuchillo y por eso una de ellas se cortó, pero solo se hizo un arañazo. Apuesto a que ni siquiera se molestó en ir al hospital.

—Dice que se encontró el cuchillo —dijo la mujer.

—Lo encontré donde lo habían enterrado. Supuse que estaría allí. Ya saben lo que vi la noche del funeral de mi padre.

El hombre puso fin a la pausa que se había producido.

—Ahora está diciendo…

—Los hombres que vi no estaban profanando su tumba, sino que estaban enterrando algo.

—Un cuchillo. ¿Por qué cree que iba nadie a hacer algo así?

—No era un simple cuchillo. Puedo enseñárselo.

Los visitantes se levantaron al mismo tiempo que Daniella.

—¿Dónde está? —preguntó la mujer.

—Como les he dicho, nunca voy armada. Lo guardé en mi habitación.

La mujer fue la primera en salir del salón y subió por delante de Daniella, mientras que el hombre caminaba pocos pasos por detrás de esta. Daniella no temía que la arrestaran. Con un enfrentamiento en el cementerio no podían hacer mucho, sobre todo cuando la chica que había llamado para inculparla no se había querido identificar. Lo único que importaba era que por fin tenía algo que enseñar. Entró con paso firme en su habitación y esperó a que entraran también los policías antes de acercarse a la cama, esforzándose por qué no pareciera que estaba actuando y señaló adonde había guardado el arma. Entonces cerró la mano como si se le hubiera agarrotado. Lo que encontraron fue un cuchillo de trinchar tirado sobre la alfombra.

—No, no es ese —dijo Daniella agitando la cabeza con tanta brusquedad que el cuello y la cabeza estuvieron a punto de estallarle de dolor—. Esperen —protestó cuando los policías flanquearon la cama—. Alguien se ha llevado el que encontré y ha dejado este en su lugar. ¿No han visto a nadie merodeando por los alrededores? Un momento, no lo toquen.

No se lo dijo al hombre, pese a que este se estaba acercando a ella con una lentitud que se podría haber interpretado como tranquilizadora o incluso discreta, sino a su compañera, que se estaba agachando para recoger el objeto. Alargó una mano.

—¡No lo toque! —gritó Daniella—. Las huellas. —Se puso el collarín para recoger el cuchillo.

La mujer podría haber ido a agarrar la muñeca de Daniella o el mango. El caso es que ambos se le escaparon cuando Daniella cogió el cuchillo. Sintió cómo la hoja del arma rajaba la palma de la mano de la agente y vio que la cama se salpicaba de gotas carmesíes, pero su mente parecía haberse evadido y encontrado un lugar donde aún no había ocurrido nada de todo aquello y donde no podía suceder.

—Lo siento, —acertó a decir no obstante—, es que no deben tocarlo porque si no… Mi cuello. Me duele el cuello.

Ahora se dirigía al hombre, que la había cogido por las muñecas con tanta fuerza que sintió que la había esposado. Dejó caer el cuchillo sobre la sábana, cada vez más roja, para demostrar que no oponía resistencia. Quiso que la mujer supiera cuánto sentía haberle infligido aquella herida, que le dolía tanto que le había llenado los ojos de lágrimas. El hombre le puso las muñecas a las espaldas y se las apretó con una sola mano, pero ni estaban en América ni en ninguna película en la que la policía inglesa actuara según los tópicos: no le pondría las manos detrás de la cintura para esposarla ni la sujetaría por el cuello. Sin embargo eso fue justo lo que hizo.