—¿Es un libro?
Pese a que la mujer de la mesa de información le sacaba bastantes años a Daniella, llevaba trenzas e iba vestida con un escaso vestido de topos.
—Por eso he venido a una librería —respondió Daniella, conteniéndose.
—No vendemos solamente libros. Cada vez los compran menos. —Hizo una pausa, Daniella pensó que para darle tiempo a asimilar la impresión que debía de haberle causado, y después sugirió:
—Estará en la sección de «Religión», si es que está.
Daniella siguió la indicación de la reluciente uña de la ayudante; pasó junto a los expositores de plumas, videojuegos, películas de VHS (muchas de las cuales había producido su padre) y tarjetas de felicitación. La estantería que se veía al fondo de la tienda parecía el lugar que buscaba; allí había varios ejemplares de la Biblia normal, así como de la Biblia de las buenas nuevas (que Daniella creyó que sería la Biblia normal pero sin los pasajes desagradables o contradictorios), y la Biblia en galés y en el dialecto de Yorkshire. También había libros sobre esos temas; Daniella tuvo que inclinarse para leer sus lomos, rozándose el cuello contra el collarín. Puesto que ninguno era el libro que buscaba, se acercó a un hombre de mediana edad que estaba ordenando un expositor de libros tan voluminosos como la propia Biblia.
—¿Tiene la Biblia descifrada?
—¿Cómo que si…? Ah, te refieres a un libro que se titula así.
—Eso es.
—Es la primera vez que lo oigo.
—¿Cree que podría tenerlo?
—Llevo treinta años viviendo entre libros. Si es sobre religión, lo conocería —dijo frotándose la calva que coronaba sus canas, como para subrayar su autoridad—. Yo miraría en «Juegos y puzles».
A pesar de que el hombre parecía lamentarlo, más bien sonaba a consejo, de modo que Daniella siguió buscando hasta que dio con esa sección. Entre los pocos libros que cabían entre los rompecabezas y los juegos de tablero había dos ejemplares sobre criptografía, aunque no tenían mucho que ver con el título que buscaba.
—No está aquí —informó al hombre de la calva sonrosada.
—Entonces yo creo que será «Ficción».
Como Daniella no supo cómo interpretar eso, volvió a la mesa de información.
—¿Pueden pedirlo si no lo tienen?
—¿Quién es el autor, lo sabe?
—No, pero la editorial es Midas Books.
—¿Está segura? No parece un título propio de ellos.
—Seguro que es de ellos.
—Si usted lo dice —dijo la ayudante encogiéndose de hombros y descubriendo un hombro huesudo y pecoso antes de teclear el título en el ordenador—. Biblia, Biblia, Biblia —leyó en voz alta, aunque a Daniella más bien le pareció que balbuceaba—. No, lo siento. No está aquí.
—¿Aquí en la librería?
—En ninguna parte. No se ha publicado ni se ha impreso ni nada.
—Eso no puede ser —objetó Daniella, que en seguida se dio cuenta de lo que la nota de saludo que vio en el ejemplar robado podría significar—. Un momento. Debe de estar pendiente de publicación.
—Vamos a verlo —dijo la ayudante, que se puso a hurgar entre una pila de elegantes catálogos hasta que dio con uno que anunciaba los lanzamientos de Midas Books de los próximos seis meses, cuya cubierta llevaba en relieve los nombres de una media docena de importantes autores. Apenas terminó de mirar el índice cuando dijo—: Aquí tampoco. Como ya le he dicho, no tratan ese género en absoluto. Solo publican best sellers.
—Puede que hayan cambiado el título —dijo Daniella en un tono que incluso a ella le sonó desesperado, y se inclinó sobre la mesa para repasar el índice mientras el cuello se le hinchaba de dolor. Las palabras más cercanas a Biblia eran Barcos, Barriendo, Bizancio y Borrachos; no había ningún título que se pareciera ni remotamente al que ella buscaba. Vio que el catálogo incluía el teléfono de Midas Books y se lo garabateó en la muñeca con un bolígrafo agrietado que cogió de la mesa.
—Voy a llamarlos —anunció Daniella.
—Buena suerte —le deseó la ayudante, seguramente con ironía. Daniella salió de la tienda con paso decidido y se fue a casa. Sacó las llaves mientras sorteaba los hierbajos del caminito de la entrada. Repasó el número de la muñeca mientras cerraba la puerta de espaldas. Estaba a punto de levantar el auricular cuando oyó pasos en la cocina. Fuera quien fuera quien quisiera hablar con ella tendría que aguardar, se propuso a sí misma, solo que no se imaginó que fuera Mark.
Intentaba no parecer tan formal como siempre, pero sus profundos ojos castaños se abrieron de par en par y las comisuras de su boca no conseguían decidir en qué dirección arquearse.
—Hola —dijo.
—Hola —respondió Daniella.
—Chrys me contó lo sucedido cuando llamé, así que decidí acercarme a ver cómo estabas. Espero que no te haya molestado. Me dejó entrar y luego tuvo que marcharse a una conferencia.
—No me molesta en absoluto. Pero déjame llamar a alguien y en seguida estoy contigo. —Volvió a levantar el auricular pero no podía resistirse a preguntar—: ¿Conseguiste incluir en la revista lo que te conté?
—Parece que tendremos que esperar a que salga la crónica sobre tu padre.
Daniella se desilusionó, pero al ver que Mark parecía sentirlo tanto no quiso que se sintiera todavía peor.
—Hiciste cuanto estuvo en tu mano —le animó.
Mark se quedó esperando en el recibidor, como aguardando a que Daniella le indicara que hiciera algo, cuando una voz de mujer, que no sonó en absoluto hospitalaria, contestó:
—Midas Books.
—Quisiera hablar con Victor Shakespeare.
—Usted es…
—La hija de Teddy Logan.
La voz del otro lado del teléfono no consiguió disimular del todo su sorpresa.
—Un momento, por favor.
Mark había estado esforzándose por no parecer extrañado desde que Daniella empezara a hablar con la editorial.
—Lo sé —dijo—. Un nombre curioso para un editor.
Mark señaló y miró a la cocina.
—Te parece si…
—Podrías hacer café o té, si prefieres, si no te importa.
Mark ya estaba en la cocina antes de que Daniella terminara de hablar. Después Daniella fue atendida por otra voz, más amigable, que dijo:
—¿Perdón?
—Disculpe, estaba… ¿Puedo hablar con Victor Shakespeare?
—Ha salido. Soy su ayudante. ¿En qué puedo ayudarle?
—Me gustaría conseguir información sobre un libro titulado La Biblia descifrada.
—Veré que puedo hacer. ¿Qué necesita saber?
—Cuándo lo van a publicar.
—No creo que vayamos a hacerlo.
Solo porque el ejemplar robado contuviera una nota de saludo, dedujo Daniella consternada, no significaba que la nota viniera incluida en el libro.
—Entonces, ¿cómo podría saber quién va a publicarlo?
—Diría que nadie sacará ese libro.
—Eso no puede ser. —Daniella se dio cuenta de que parecía una niña pataleando—. Yo he visto el libro.
—Oh, yo también. Durante unos días tuvimos un montón de ejemplares por nuestras instalaciones. No tiene sentido por lo que he oído, pero lo tuvimos aquí.
—No entiendo.
—Es algo muy raro —dijo la ayudante de Shakespeare, que se lo explicó todo antes de que Daniella le preguntara por qué—. Por alguna razón, a Victor se le metió en la cabeza que podría tratarse de un libro que nos interesaría publicar, de modo que llamó a los Estados Unidos para que nos enviaran todos los ejemplares posibles. Ahí es cuando se le ocurrió iniciar una serie no novelesca.
—Pero no lo va a hacer.
—No me sorprendería que ese libro le hubiera quitado la idea de la cabeza. Jamás le he visto cogerle tanta tirria a un libro.
—Entonces me gustaría leerlo.
—No sé cómo. Se dejó de imprimir en cuanto nos hicimos con él y Victor ordenó que se reciclaran todos nuestros ejemplares.
Excepto uno, pensó Daniella, que dijo:
—¿Cómo podría conocer al autor?
—Puedo decirle quién era, o es, que yo sepa. ¿O quiere decir cómo podría ponerse en contacto con él?
—Las dos cosas.
—Puede escribirle a través de nosotros. Aunque, pensándolo bien, siendo usted quien es, no veo por qué no podría facilitarle su dirección. Aguarde un momento.
La ayudante estuvo ausente tanto tiempo que Daniella empezó a pensar que no podría encontrar las señas. Mark había dejado de hacer ruidos en la cocina. Daniella se asustó, sin poder evitar sacudir el cuello, cuando la ayudante de Victor Shakespeare le informó: Aquí está. Timothy Turner. Vive en Venice.
A Daniella no le sorprendió que fuera una dirección de California. La anotó en el bloc que llevaba consigo con el cabo de un lápiz que había en el asiento de la bicicleta de Duncan. Arrancó la hoja y se la guardó en el bolso mientras regresaba con Mark.
—Parece que por fin estoy en el buen camino —anunció.
Mark le ofreció una taza de té con leche de la que colgaba una cuerda y luego fue a por otra para él.
—De qué se trata.
—De un libro que robaron de la casa de mi padre. Alguien lo deseaba tanto que me hizo esto.
—Cabrones. —Mientras se daba media vuelta para volver a mirarla dijo—: ¿Por qué crees que es tan importante?
—Es lo que espero averiguar. Les dije a mi madre y al padre de Chrys que quizá esté hueco, aunque, la verdad, no lo creo. No podía soportar seguir discutiendo con ellos porque me parece que ni siquiera estaban convencidos de que me atacaron.
—Deberían. Así que no tienes ni idea de lo que puede tratar ese libro —dijo Mark, justo antes de que sonara el teléfono.
Daniella le hizo una mueca a Mark antes de salir corriendo a contestar.
—¿Hola?
—Hola, Daniella. Victor Shakespeare. ¿Cómo te encuentras?
—Sobrevivo.
—Me alegro de que te vayas recuperando. —Victor parecía esforzarse porque su entrecortado y monótono acento norteño sonara alto y claro—. Le gente se preocupa por ti —afirmó o preguntó.
—Tengo mis amigos.
—A todos nos hacen falta si queremos conseguir algo en esta vida —dijo antes de liberar una repentina y remilgada tos femenina—. Sentí mucho no haber podido asistir al funeral de Teddy.
—Tu mensaje llegó.
—Al menos pude presentar mis respetos, pero se merecía algo más. Supongo que todavía te sientes afectada por su pérdida.
—Es lo normal, ¿no crees?
—Todos lo sentimos. Si necesitas animarte, te vendría bien repasar algunas de sus películas de renovación.
—No sé si eso es lo que más necesito ahora.
—Estaba pensando en el libro por el que habías preguntado. ¿Cómo se te ha pasado por la cabeza que podría ayudarte a salir adelante ni remotamente?
—Le enviasteis un ejemplar a mi padre —contestó Daniella para que Victor se lo tomase como quisiera.
—¿Ah, sí? Debió de ser cuando estaba haciendo El Diluvio. Yo no debía de saber muy bien todavía de qué iba el libro si le enviamos uno. Es una auténtica mierda, desde la primera página hasta la última, y en Midas no trabajamos con mierda. Lo escribió un californiano que se debió de meter una sobredosis de vete a saber qué y se pensó que podía ver cosas que nadie más podía ver y que encontró a otro loco como él que se ofreció a imprimirlo. Allí se publica cualquier cosa, pero te puedo asegurar que no es algo que a Teddy le gustaría que leyeras aprovechando que ya no está entre nosotros.
—¿Entonces por qué te hiciste con él?
—Hasta las editoriales de mayor prestigio del Reino Unido se puede equivocar alguna vez. Quizá olvidé el secreto de nuestro éxito.
—Que es…
—Los libros son un producto más, de modo que si quieres competir en el mercado necesitas una marca comercial. Y eso es lo que son los nombres de todos nuestros autores. Apuesto a que si te digo el nombre de cualquiera de ellos te vendrá a la memoria la forma en que aparecen impresos en nuestras portadas. Cuando al cliente le entra eso por los ojos, después ya no se le olvida y podemos garantizar que siempre sabrán qué es lo que están comprando.
Daniella recordó la manera en que los nombres de los autores estaban impresos en la cubierta del catálogo de Midas Books, pero no pensaba aceptarlo.
—No creíste que Timothy Turner les llegaría con la misma facilidad.
—Sabrían que estarían comprando mierda.
—Estaba pensando en escribirle.
—¿Para qué? Consulta conmigo si tienes alguna pregunta. Estoy aquí para ayudarte.
—Pensé que podría conservar algún ejemplar de sobra.
—No te das por vencida, ¿eh? No cabe duda de que eres hija de Teddy. De acuerdo, tú ganas. Si le escribes a través de nosotros, me encargaré de que la carta llegue a su destino.
—De acuerdo. Gracias —dijo Daniella antes de colgar para, acto seguido, llamar a Información para solicitar el número de Timothy Turner. En cuanto una grabación le facilitó el teléfono, Daniella lo marcó. Saltó un contestador que le animó (tan lenta y sonoramente que Daniella se pensó que la cinta se estaba acabando) a que dejara un mensaje. Daniella pidió al autor que la llamara lo antes posible para hablar sobre su libro, y le dio su teléfono.
Sintió dolor en el cuello, más que nada por la frustración que le embargaba. Se quitó el collarín y volvió penosamente a la cocina, intentando masajearse los hombros.
—¿Puedes? —preguntó Mark.
—No alcanzo.
—¿Me permites?
—Por favor.
Mark se levantó tan dispuesto que una esquina de su cartera asomó por el bolsillo de sus finos pantalones ajustados. Daniella se sentó en una silla, Mark se colocó tras ella y posó los dedos sobre sus hombros. Empezó por las clavículas, mientras con los pulgares comenzaba a frotarle los omóplatos. Su masaje era más fuerte que los de Chrysteen. Daniella abrió la boca y tomó aire, aunque su intención no era en absoluto quejarse. El calor iba ganando terreno desde los hombros hasta el cuello, hacia el cual correteaban ahora los pulgares de Mark. Daniella aguantó la respiración mientras los sentía desplazarse, y boqueó cuando llegaron.
—¿Quieres que pare? —le susurró al oído.
—Yo te aviso.
Daniella no sentía el menor dolor, solo un agradable calor que se concentraba en su cuello. El calor fue recorriendo toda su columna, arrastrando consigo el dolor hasta desaparecer por el cuero cabelludo, que le hormigueaba.
—¿Cómo va? —preguntó Mark.
—Demasiado bien para que pares.
Mark separó las manos, sin dejar de masajear, y las volvió a juntar. Con una le frotó la nuca y con la otra empezó a trabajarle la espalda. En seguida se le salió la camiseta del pantalón. Mark vaciló lo justo para que se notara y comenzó a acariciar su cintura desnuda, empujando la camiseta hacia arriba. Parecía inevitable, el final de una espera que Daniella se había negado a admitir. Cuando las manos de Mark se tomaron su tiempo para descubrir lo plano que era el vientre de Daniella, esta apoyó los hombros contra él. Las manos se fueron cerrando con delicadeza sobre los senos desnudos que se escondían bajo la camiseta, y Daniella se giró para buscar con su boca la de él. Fue Daniella quien con su lengua inició el salto al vacío, que le hizo sentir que por fin estaba obteniendo una libertad que su vida parecía haber planificado negarle. Se puso de pie poco a poco para que Mark no apartara las manos de su cuerpo.
—Aquí abajo no —susurró apartando sus labios de los de él mientras le cogía ambas manos para llevarlo a su habitación cuando, de repente, alguien metió su llave en la cerradura de la puerta de la entrada para, acto seguido, abrirla de golpe.
—¿Hola? —gritó Duncan—. ¿Hay alguien en casa?
A Daniella se le volvió a poner el cuello rígido al instante. Se apartó de Mark y se metió la camiseta por dentro del pantalón.
—Solo nosotros —respondió—. Mark y yo.
—¿Has visto a Maeve desde esta mañana?
—Ni siquiera la he visto entonces. ¿Dónde la has dejado?
—Estábamos tomando algo junto al río y divagando sobre el futuro. Quizá no debería haberle dicho que esperaba que ella formara parte del mío. Me dijo que la estaba acorralando, discutimos y se largó.
Evitó entrar en la cocina por temor a interrumpirlos.
—Ven si quieres hablar de ello —le llamó Daniella mirando a Mark—. Arréglate —le avisó.
Lo único que tenía que colocarse bien era la cartera, que se le había salido un poco más, pero fue a cogerla con tanta torpeza que se le cayó del bolsillo y todo su contenido se desparramó por el suelo, cubriéndolo de toda suerte de tarjetas. Daniella se agachó para recuperarlas y Mark intentó detener su mano.
—Daniella…
Por un momento Daniella no se dio cuenta del problema, pero después leyó el nombre que aparecía en la tarjeta Visa… todo el nombre. Daniella dejó caer la tarjeta y se apartó de él.
—Así que ese es tu nombre —dijo.
—No es mi nombre profesional.
—Vaya profesional. No me extraña que te escondieras cuando llamé por teléfono —dijo antes de gritar—: ¡¿No vas a venir, Duncan?!
Mark recogió la tarjeta y metió las tarjetas ella atropelladamente.
—Daniella, dame un minuto y…
—¿No crees que he estado a punto de darte bastante más? Lárgate ahora mismo si no quieres que llame a la policía, Mark Alexander Shakespeare.
Mark volvió a poner cara de monaguillo, pero Daniella no pensaba volver a morder el anzuelo. Como no se decidía a mover un dedo, Duncan entró imponiéndose en la cocina.
—Oye, te está diciendo que te esfumes —dijo.
—No te metas, cómo te llamabas… Duncan. Daniella, solo quería…
—No le toques los huevos a un tío de Glasgow que ha tenido el día de mierda que yo he tenido, ¿entiendes, hijo de puta? Haz lo que te ha dicho y ni se te ocurra rechistar. Es su casa.
—Duncan te acompañará hasta la puerta —dijo Daniella apoyándose en una silla—. Iría yo misma, pero es que me das ganas de vomitar.
Mark se quedó quieto, titubeando, como si no supiera qué hacer con las manos o qué cara poner, hasta que Duncan se colocó a un palmo de él, arrimando su cabeza y haciendo que Mark se retirara hasta la entrada.
—Seguiremos en contacto —dijo.
—De eso nada, —replicó Daniella—, porque si me llamas, te colgaré, y si es otro el que descuelga, no me pasarán contigo, y si intentas volver a acercarte a mí, te aseguro que entonces sí que llamaré a la policía.
—Yo diría que aquí eres persona non grata —dijo Duncan acercándose a Mark hasta que este tuvo que retroceder. Daniella los oyó caminar con paso pesado hasta la puerta de la entrada. Esta se abrió y Daniella, al no oír que se volvía a cerrar, imaginó que Duncan se había quedado vigilando mientras comprobaba que Mark se marchaba. Se produjo un silencio que Daniella creyó demasiado largo e inútil, hasta que se oyó la puerta de un coche y el gruñido del mismo al arrancar para desaparecer.
—¿Se ha ido? —gritó Daniella.
—Con el rabo entre las patas —le aseguró Duncan.
—Eso es lo que quería oír —dijo cerrando los ojos e intentando relajarse. Hasta el masaje le pareció mentira cuando se puso a repasar lo acontecido. El padre de Mark debió de enviarlo con sus revistas para sonsacarle lo que había visto en el cementerio. Por lo menos, pensó, no le reveló a Mark lo poco que había averiguado sobre Norman Wells… en ese preciso instante abrió los ojos como platos e irguió la cabeza, recordando cuánto le pinchaba aún el cuello. No le importaba el dolor. Acababa de darse cuenta de aquello que Norman Wells podría haber pretendido que comprendiera.