Al principio Daniella no sabía si el portero del estudio, cuyo rostro tristón de lacio labio inferior le parecía más bien gracioso por la combinación de nariz chata y orejas de soplillo, le estaba gastando una broma.
—Claro que puede dejarme pasar —rio.
—No la conozco, señorita.
—¿Cuánto hace que trabaja aquí?
El portero apoyó los codos sobre el alféizar de su cabina y acomodó un puño dentro de la otra mano arrugada.
—Hace casi un año.
—Ahora lo entiendo. Ese es el tiempo que llevo sin venir por aquí. Antes venía a menudo para ver a mi padre, hasta que empecé la universidad.
—Si usted lo dice, señorita.
—Más que decírselo, se lo demostraré —le dijo Daniella, que le mostró su permiso de conducir desde la ventanilla del coche—. Mire, soy quien le he dicho.
—De acuerdo, señorita, la creo —admitió el portero con cierto desdén y ningún júbilo—. Aun así, no creo que pueda permitirle el paso.
—Ya me dirá cuál es el problema. Mi padre me dejó todo esto.
—No hasta que sea usted algo mayor, según me ha dicho el señor Stanley.
Daniella se contuvo para no quitarle el carnet de las manos de un tirón cuando el portero fue a devolvérselo.
—Solo faltan dos años, así que casi da igual que entre ahora.
—El señor Stanley está al cargo y ha ordenado que nadie pase sin autorización.
—Sabe que no podía referirse también a mí. Sabe que no le importaría.
—Se equivoca, señorita Logan.
—Aflojó las manos sobre el volante y se le quitaron las ganas de pisar a fondo el acelerador, como harían los personajes de las primeras películas de su padre, y derribar la barrera, que, en realidad, estaba para poco más que indicar el civismo con que se comportaba la gente.
—Dígame por qué.
—Hay que dejar las cosas tal como están hasta que los inspectores lo digan, según el señor Stanley. Si se detecta que me he saltado alguna norma, me despedirán.
—Es lo último que pretendo. Solo he venido a recoger algo que sé que mi padre quería que yo tuviese y que creo que debió de dejarse en su oficina.
Daniella intentaba no dramatizar demasiado con su teatro, pero fue incapaz de pestañear hasta que el portero dijo:
—¿Está al tanto el señor Stanley?
—Solo yo y mi padre.
—Debe decidirlo el señor Stanley.
—Muy bien, pues llámelo.
—No quiero molestarlo en este momento.
—Yo tampoco querría después de lo que ha ocurrido. Así que mejor dejémoslo tranquilo. Acompáñeme usted si quiere comprobarlo.
—No se me permite abandonar la cabina. ¿Y si los inspectores aparecen durante mi ausencia?
—De acuerdo, muy bien. Lo llamaré yo. Le diré que no me permite entrar incluso sabiendo quien soy y que por eso me veo obligada a interrumpirlo.
El portero se quitó la gorra de visera, dejando ver una despeinada aureola de pelo canoso que se rascó con los nudillos.
—Suponiendo que entrara, ¿cuánto tiempo estima que tardaría?
—Muy poco. Sé dónde tengo que buscar.
Volvió a ajustarse la gorra, recogiéndose el pelo, excepto un mechón rebelde que asomaba por encima de su oreja derecha, y levantó la barrera.
—Espero que recuerde que tengo una familia que mantener —dijo mientras apartaba las manos del tablero.
—No les defraudaré —aseguró Daniella antes de salir hacia la barrera.
Aparecieron las elevadas paredes desnudas que aislaban el lugar de los campos de Oxfordshire y que apagaban los sonidos de la autopista, que quedaba a menos de un kilómetro de distancia. El amplio carril de hormigón desnudo corría entre sólidas plataformas, largas estructuras de ladrillo sin ventanas que podrían albergar calles sin fondo o una serie de habitaciones sin paredes o un paisaje reconstruido de algún lugar perdido del mundo o de la mente. La oficina de su padre estaba en el edificio de los ejecutivos, al otro lado del departamento de vestuario y del sector de los guionistas. La última vez que visitó los estudios pasó junto a un grupo de legionarios romanos que conversaban con varias sirvientas victorianas, y se sintió como una extra en una película sobre una película, pero ahora no había más actividad que la de un gorrión retozando en la mugre del carril. El pájaro se refugió apresurado en la pared que rodeaba el recinto, cuando Daniella aparcó bajo la ventana de su padre y salió del coche, levantando un eco breve y nítido al cerrar la puerta. Hizo una señal al portero, que ahora quedaba al otro extremo del carril, mientras giraba la llave dentro de la cerradura, y después abrió de un empujón la caliente puerta blanca.
En el interior del edificio sobraba sol y faltaba aire. Unos fotogramas enmarcados de Nana Babouris la acompañaron mientras subía las escaleras que quedaban a la izquierda de un pasillo corto. Ya había subido la mitad, cuando los escalones emitieron un estridente crujido para quejarse de su falta de uso. Daniella pensó que la alfombra era menos mullida de lo que recordaba, mientras siguió caminando hasta la oficina.
Al entrar y ver los archivadores y el escritorio desiertos tuvo la sensación de que el despacho era demasiado grande y estaba demasiado vacío. Se dirigió rauda hacia la caja fuerte, tras el escritorio, e hizo girar los seguros. Las cifras que componían la fecha de su decimoctavo desbloquearon la puerta y pudo abrirla. Tras ella no había nada más que un enorme vacío metálico. Su padre debió de retirarlo todo al saber que lo iban a investigar, pensó. Estaba apoyada contra la puerta para cerrarla, cuando un teléfono de los tres que había sobre el escritorio empezó a sonar.
Volvió a girar los seguros para ocultar la combinación y colocó el puño sobre el auricular antes de cogerlo con impaciencia.
—¿Hola? —contestó; inhaló con la boca seca.
—Llamo desde la cabina, señorita Logan.
Por un instante se sintió a cargo de todo, incluso de su propia vida.
—Aquí estoy —contestó.
—Qué suerte porque el señor Stanley acaba de entrar.
—¿Y?
—Dice que los inspectores van de camino.
—No te preocupes. No he tocado nada. Salgo ahora mismo.
—Voy levantando la barrera.
Daniella estaba segura de que no necesitaba darse tanta prisa como el portero le estaba metiendo. Cuando salió al carril recordó la primera vez que lo hizo, agarrada a la mano de su padre, que la guiaba a través de un mundo maravilloso y resplandeciente como un día de verano donde un sendero de arco iris serpenteaba entre casitas que relucían como gotas de agua cristalina y las mujeres rielaban en los brazos de los caballeros que vestían armaduras de plata. Su padre había estado produciendo un musical de La bella durmiente, pero ella se sintió como si le hubiera abierto la puerta a la magia, una puerta a un lugar (según pensó cuando estrenaron la película, noche en que las cámaras se deshicieron en flashes cuando ella apareció agarrada al brazo de su padre, dispuestos a atravesar la alfombra roja) en que una chica de su edad no tenía más que quedarse tumbada como si soñara para resultar crucial. La impresión de aquel recuerdo la acompañó hasta que llegó a la cabina.
El portero estaba empezando a levantar la barrera.
—¿Encontró lo que buscaba? —preguntó.
—Debe de estar en casa de mi padre.
—Bien. —La respuesta del portero se podría haber interpretado de infinidad de maneras si no hubiera añadido—: Buena suerte.
—Espero volver a verle pronto —se despidió Daniella mientras le devolvía las llaves. Después desapareció.
El largo muro de Oxford Films salía a una carretera serpenteante y oscurecida por la sombra de los árboles que la bordeaban. A los pocos minutos ya había salido a la autopista, de la que salió hacia Chiltern Road por la siguiente salida. Al ver una procesión de limusinas negras y kilométricas que avanzaba con pesadez por la avenida principal del campo santo, Daniella hizo la promesa de visitar la tumba de su padre una vez que hubiera recuperado aquello que este había dejado en su casa.
No estaba preparada para lo desierta que un cartel de «SE VENDE» hacía parecer la casa. Los rododendros parecían cubiertos de polvo, los salones estaban demasiado iluminados, como platós en los que nadie iba a aparecer para saludarla desde ninguna ventana. Metió la llave en la cerradura de la puerta de la entrada y la giró hasta la mitad del recorrido, donde se detuvo liberando un chirrido metálico. Se preguntó furiosa si los inspectores habrían cambiado la cerradura.
Alguien, puede que el agente inmobiliario, debe de haber ajustado el mecanismo. Apenas había puesto un pie en el vestíbulo cuando sonó el teléfono.
Aunque el estudio de su padre se encontraba en el otro extremo de la casa, el sonido venía de mucho más cerca. ¿Quién habría sacado el teléfono de su base? Dio un portazo y atravesó corriendo el tórrido pasillo que daba al salón principal. Giró el pomo con la mano sudorosa y entró en la habitación.
Habían dejado el receptor sobre el respaldo del sillón más cercano al pasillo. El sol había calentado tanto el plástico que parecía que alguien lo había estado usando hasta hacía unos pocos segundos antes de posarlo allí. Pulsó el botón de descolgar y, casi sin darle tiempo a colocarse el auricular junto a la mejilla, contestó:
—¿Quién es?
Colgaron al instante.
—Maleducados —dijo. Colgó y salió al pasillo.
A parte de por el teléfono, el estudio parecía intacto. Quizá la nota de saludo de Midas Books que servía como marcapáginas en la Biblia descifrada había empezado a encorvarse. Las cortinas corridas mantenían los libros resguardados del sol, pero el ambiente era más bien seco. Acopló el auricular en su base, sobre el escritorio, y se acercó con presteza al cartel de David y Goliat que colgaba tras la silla de oficina. Se puso a tararear la canción que acompañaba los créditos finales: «De un guijarro haré una piedra, convertiré la piedra en roca, transformaré la roca en una torre, desde la que miraré a los que se burlaban de mí». Hizo girar el cartel satinado sobre sus bisagras y se puso a girar los seguros de la puerta que apareció detrás.
La combinación era la fecha de su vigésimo primer cumpleaños. Cuando la supo creyó que esta escondía algún secreto de su futuro. Giró los seguros hasta que aparecieron las cifras de dentro de dos años, tiró fuerte de la puerta con las dos manos y suspiró provocando un eco metálico. El único objeto que había dentro de la caja fuerte era un pasaporte, el de Daniella; su padre se ofreció a guardárselo el pasado verano cuando la convenció de que no se marchara al extranjero. Se inclinó y se asomó para asegurarse de que no había nada más. Entrecerró los ojos para examinar la insondable oscuridad de la caja, cuando de repente oyó un ruido cauteloso, no supo bien si a su lado o detrás de ella. La pesada puerta se cerró, atenazándole el cuello contra el borde de la caja.
Su mente se fundió en un negro más profundo aún que el vacío de la caja. Un hedor a metal le colapsó las fosas nasales y se le extendió por la boca, haciéndole boquear. Se aferró al borde de la puerta y luchó por liberarse; apoyó los pies sobre la alfombrilla que había tras el escritorio, pero no consiguió más que perder el equilibrio. La presión de la puerta aumentó y ya no pudo agarrarse tan fuerte al borde. Se le resbalaban los dedos por el metal y dio con el codo contra un brazo, el de quien estaba apresándola con la puerta.
Palpó el brazo hasta el puño y le clavó las uñas. Se estremeció de dolor, pero la puerta apretó todavía más la presión sobre su cuello. La cabeza se le infló de oscuridad y sintió que las extremidades se le doblaban como si fueran a derretirse. Respiraba ruidosa y entrecortadamente; apenas podía inhalar o tragar. Entonces le vino a la cabeza algo que le dolió como un tumor maligno: lo que le estaba ocurriendo era absurdo, puesto que en la caja fuerte no había nada excepto su pasaporte. Era tan incapaz de protestar como de aspirar aquel rancio aire metálico. La alfombrilla se escapó de debajo de sus pies y no pudo evitar desplomarse. Agitaba los brazos y daba débiles patadas mientras la sangre empezaba a empañarle la vista, cuando de repente la presión de la puerta sobre su cuello desapareció, aunque le siguió costando respirar. A lo lejos, mucho más allá de su alcance, le pareció oír unos pasos. Vacilaron hasta que por fin se oyó el portazo que dieron en la puerta del estudio.
Daniella hubo de hacer acopio de todas sus fuerzas y de tomar aire, no sin dolor, por lo menos una docena de veces para poder separar de su cuello la pesada puerta. Un rato después apoyó las manos en el suelo de la caja y abrió la puerta lo suficiente para poder retirar torpemente la cabeza. Se agarró a la silla giratoria para mantener el equilibrio y se dio media vuelta tambaleándose para examinar la habitación; justo entonces oyó que alguien abría la cerradura de la puerta de la entrada y después voces en el vestíbulo. La silla giró con ella, que cayó tendida sobre la esquina del escritorio, el cual no evitó que cayera al suelo. La habitación se quedó a oscuras aunque su mente se resistía a quedarse inconsciente. No solo luchaba por no perder el conocimiento, sino que estaba desesperada por aferrarse a lo que acababa de ver.