—Iba a acercarme a la tienda.
—Te volveré a llamar dentro de un rato —dijo Nana antes de posar el teléfono sobre la mesa del patio—. ¿Qué necesitas? Puede que lo tenga en casa.
—Se me había ocurrido que podía acercarme a ver qué había.
—Me temo que no mucho. Solo es una tienda de pueblo, como te podrás imaginar.
—Así me entretengo.
—Ya lo comprobarás tú misma. Puedo decirle a Stavros que te acerque en coche. Ahora sólo está limpiando unos hierbajos.
—Prefiero andar y hacer algo de ejercicio.
—Quizá la piscina se te queda pequeña.
—Es perfecta —dijo Daniella sintiendo cómo el sol de la tarde secaba su cuerpo y el bikini que Nana le había prestado—. Cuando vuelva me daré otro chapuzón.
—¿Cuánto crees que vas a tardar?
—Calculo que bajar hasta el puerto y volver me llevará un par de horas, ¿te parece bien?
—No puedo retenerte.
Daniella miró a los ojos azules de Nana hasta que decidió que eso no había sido una pregunta. Al ir a entrar en la villa, dejando un rastro de huellas cada vez menos húmedas sobre el mármol, su anfitriona le dijo:
—No pensarás bajar así vestida, ¿verdad?
—Crees que alguien podría ofenderse.
—Solo si entras en la iglesia. No, es para que no te quemes todo el cuerpo.
—Ya sé lo que necesito comprar, unas gafas de sol.
—Ahórrate ese dinero. —Nana se levantó, se metió el teléfono en uno de los holgados bolsillos de su vestido largo de color marfil y puso sus frías manos sobre los hombros de Daniella para guiarla hasta la casa. Mientras Daniella se ponía un vestido de playa que le llegaba un poco más abajo de las rodillas, Nana le trajo unas gafas de sol tan oscuras como la visera que Stavros llevaba en el coche.
—El último grito —dijo Nana—. Si te las pruebas, ya nunca querrás llevar otras.
Daniella acortó las patillas ajustables y se acopló los cristales sobre los ojos.
—No veo qué tienen de especial.
—No notarás que las llevas puestas —le aseguró Nana, que también le dio un sombrero de paja de ala ancha—. ¿Qué más necesitas?
—¿Puedes decirme adónde tengo que ir para cambiar moneda?
—Aquí mismo, solo que no necesitas comprarme dinero. Yo te lo daré.
—De eso ni hablar, Nana. Ya has hecho mucho por mí.
—Todavía no lo suficiente —dijo la actriz, que cogió las cincuenta libras que Daniella sacó de su monedero—. ¿Estás escribiendo algo? —le preguntó Nana—. ¿Una especie de diario?
Daniella tuvo que contenerse para no esconder todavía más el viejo cuaderno de ejercicios que llevaba en el bolso. Estaba tan tensa que le palpitaba el cuello, y tuvo que humedecerse los labios para poder seguir hablando.
—Solo son apuntes antiguos —consiguió decir.
—¿Nostalgia? Te comprendo. Todos miramos hacia atrás —dijo Nana mientras desaparecía de camino a su habitación, de la que en seguida regresó con un puñado de enormes, nuevecitos y coloridos billetes de banco—. Creo que te costará gastar todo esto.
—Aun así, lo intentaré.
—Podrás emplearlo cuando te lleve de crucero por las islas. Quizá mañana, ahora que ya me han traído el barco. Desde él también puedo controlar mis negocios —dijo Nana, señalando con el teléfono la lancha motora que había junto a las embarcaciones de los pescadores, a las que hacía parecer enanas—. Si no has regresado dentro de dos horas, ¿mando que te busquen?
—¿Mandar…?
—A Stavros, con el coche.
—Seguro que habré vuelto antes —dijo Daniella, que, pese a que no pretendía parecer desagradecida, se sentía atrapada en cierto modo. Uno de los motivos por los que quería salir a dar un paseo era dejar de sentirse tan arropada durante un rato—. No me retrasaré —dijo, aunque deseaba no tener que cumplir con esta promesa, y metió en el bolso la botella de agua que Nana le acababa de dar.
El chicharreo de las cigarras la fue envolviendo a medida que se alejaba por el sendero de mármol, sobre el que resonaban sus sandalias. Pensó que la canción de aquellos insectos debía de ser la voz milenaria de la isla; debía de ser tan antigua como el mar y como las colinas rocosas. Sobre el cenit se mecía una nube abandonada que tenía la forma de una vela encaramada al horizonte. Solo el irritante zumbido de un ciclomotor que bordeaba el puerto le recordaba que los siglos habían ido pasando. Se agachó para oler unas flores púrpuras que encontró a su paso por los tres escalones que daban a la zona de tierra árida que había sobre la carretera.
Las cigarras se quedaban mudas a medida que Daniella bajaba para después recomenzar el canto cuando se alejaba. Los olivos ofrecían su sombra intermitente, imposible de distinguir de su corteza, al contrario que un escarabajo que vio ocultándose tras un tronco delgado; si bien no podían evitar que la hierba que crecía bajo ellos adquiriera el mismo tono dorado pálido que tenía el pelo de Nana. Por lo menos parecía que Nana tenía razón con lo de las gafas de sol: eliminaban el brillo del sol y conservaban los colores tal cual. Pesaban tan poco que se hubiera olvidado de que las llevaba puestas, de no haber sido porque reducían un poco la visión lateral.
Cuando llegó a la curva que había al pie de la primera pendiente de la carretera, la villa se había transformado en un resplandor blanco que podía distinguir a través de la maraña de las hojas de los árboles mientras el cielo vacío parecía empujar el mar todavía más hacia abajo. Al llegar a la segunda curva ya no podía divisar la casa, y los tejados que sobresalían sobre el puerto parecían flotar sobre el mar. Cuando aún podía oír el zumbido del ciclomotor vio que un chivo salía corriendo colina arriba, perdiéndose entre los árboles, de donde en seguida surgió un estruendo que a Daniella le recordó al ruido que hacen los dados cuando se arrojan sobre la mesa. A la altura de la tercera curva el zumbido ya se había desvanecido, no sin antes dejar un rastro de humo grisáceo que permaneció flotando sobre los tejados a modo de señal hasta que por fin el cielo lo absorbió del todo. Después no quedó otro paisaje que el del propio cielo descansando sobre la resplandeciente y definida orilla del mar. Llevaba andando alrededor de un cuarto de hora, durante el cual sus sandalias no dejaron de mancharse con el polvo del camino, cuando los árboles que se levantaban ante ella comenzaron a retorcerse y a derretirse, como si los despiadados rayos del sol hubieran deformado sus gafas, porque de repente se había puesto a sollozar.
Una lagartija más verde que la hierba pasó corriendo por la piedra grande y lisa en que se sentó Daniella. Se quitó las gafas y las posó sobre la piedra antes de hundir la cara entre las manos y abandonarse al llanto. No sabía muy bien por qué lloraba: quizá por sentirse protegida o puede que por pensar que debería haber hecho más de lo que había hecho, pero sobre todo por la traición, que le obligaba a taparse la cara. Lloró hasta cansarse del sabor de las lágrimas, se secó las manos en el vestido y se dio cuenta de que no tenía bastantes pañuelos en el bolso para acabar de sonarse la nariz. No había terminado cuando se le cayó el bolso, asomando de él la botella de plástico, que salió rodando hasta alcanzar la carretera, donde se rompió.
Se frotó los ojos con los dorsos de las manos, a tiempo para ver desaparecer cuesta abajo el agua derramada. «Adiós», le dijo sonriendo con ironía para sí misma antes de recoger la botella vacía y guardarla en el bolso para no ensuciar la isla de Nana. Seguro que en el puerto podría comprar agua. Cuando la luz del sol que caía sobre la carretera empezó a hacerle daño en los ojos, se puso las gafas de sol y siguió caminando hasta la siguiente curva.
Se alegró cuando por fin divisó el tejado de tejas rojas de la iglesia. Sus recuerdos (estos junto con las gafas de sol, pensó para sí) habían empezado a hacer que se sintiera acompañada durante su paseo por la carretera. Cuando llegó a la altura del sendero del camino de grava que conducía a la puerta abierta que había debajo de la rugosa torre cilíndrica blanca coronada por la cúpula, echó a andar hacia la iglesia.
Al otro lado del pórtico, el apretado interior olía a incienso y a la multitud de velas agrupadas en soportes de metal junto a las paredes, donde había imágenes desconchadas de santos con aureola y rostro apenado que alzaban las manos para bendecir a los visitantes. Había varias docenas de sillas plegables apoyadas contra la pared de la izquierda de la entrada. En medio del suelo enlosado había una mesa de aspecto pesado sobre la que una vitrina protegía un icono, una figura pardusca, lisa y gruesa que recordaba demasiado a un bistec dorado. Al otro lado de la mesa había un cura vestido todo de negro arrodillado ante la pared más brillante y mejor adornada, haciendo girar en círculos la cruz de un rosario como si estuviera espantando a los demonios mientras rezaba. Giró un poco su enorme cabeza y dejó ver su rostro barbudo; miró a Daniella con el ceño fruncido bajo unas desarregladas cejas morenas, puede que por cómo iba vestida o por no haber evitado hacer ruido, mientras las llamitas de las velas le recordaban el error que había cometido en el cementerio.
—Perdón —susurró, pero el cura ya había vuelto a centrar su atención en las cuentas del rosario, así que salió del templo de puntillas.
Una achaparrada hilera de casas blancas toscas como la piedra sin tratar desaparecía por el aterronado camino que bajaba hasta el puerto. Había unas ancianas sentadas, inmóviles, en el exterior de dos casas adyacentes; su rostro estaba marchito como la fruta demasiado madura, sus ojos eran tan negros como los pañuelos que llevaban en la cabeza y como los vestidos con que se cubrían desde el cuello hasta los pies, y su expresión no era mucho más amigable que la del cura. Un ciclomotor descansaba apoyado contra una entrada más allá de la cual Daniella oía los golpetazos y gruñidos de un juego de artes marciales al que una solitaria silueta estaba jugando en un televisor cuya imagen apenas podía distinguirse por el brillo del sol. Un muchacho que parecía demasiado joven como para no ir al colegio conducía un scooter cuesta arriba con un niño de unos seis años de pie entre él y el manillar. El scooter dio la vuelta y se lanzó cuesta abajo; el pasajero aplaudía entusiasmado mientras su camisa y la del conductor ondeaban al viento. Sus movimientos sinuosos hicieron que Daniella reviviera el mareo que había sufrido el día que llegó a la isla, por lo que tuvo que apoyarse con una mano contra una ardiente pared baja y quebradiza. El mareo hizo que se le secara la boca aún más que con el llanto. Una vez que se sintió un poco mejor reemprendió el paseo cuesta abajo para beber algo.
En la esquina del puerto había una tienda. Fuera, junto a la entrada, había un expositor de alambre que contenía unos pocos libros en rústica, amarillentos y escritos en griego, cuyas desgastadas páginas se mantenían juntas con cinta adhesiva. En la villa no había mucho que leer: algunos libros feministas que no le contaban nada que no supiera o sintiera ya, unas pocas novelas de la misma temática que las películas de Nana, estanterías repletas de ejemplares en griego pero ni un diccionario o libro de frases que le ayudara si hubiera intentado leerlos. En el estante superior del enclenque expositor, que parecía que no se podía hacer girar sin tirarlo, había tres postales de Nektarikos abombadas por el sol y descoloridas casi por completo, que daban la sensación de que la isla se estuviera hundiendo en una época anterior al descubrimiento de la fotografía. En la entrada de la tienda habían instalado unos tablones apoyados sobre jaulas de botellas para colocar sobre ellos una colección de vegetales polvorientos, tras los cuales había estanterías que contenían latas de alimentos y paquetes de cereales, así como toda suerte de productos de supermercado que, más que a la venta, parecían abandonados en la penumbra. A la derecha de las estanterías había una vitrina que contenía no demasiadas botellas, a la izquierda se veía un mostrador hecho de madera sin desbastar sobre el que un niño de unos doce años tenía puestos los pies descalzos al tiempo que se apoyaba en una insegura silla recta mientras escuchaba un casete con unos auriculares. Daniella se acercó a la vitrina, pero estaba cerrada con candado.
—Perdona —dijo.
Tuvo que repetirlo para que el muchacho levantara la cabeza. Los ojos oscuros del chico parecían empañados de indiferencia y las comisuras de la boca no parecían molestarse en hacer el menor gesto.
—¿Podría coger un poco de agua? —preguntó Daniella.
El niño tenía los dedos extendidos sobre sus tersos muslos desnudos. Alzó y ladeó las manos, bien para expresar su incomprensión o su desinterés.
—Agua —dijo Daniella, que puso una mano en forma de cuenco y se la llevó a la boca.
Aunque el gesto intensificó su sed, por lo menos el chico pareció comprender, puesto que señaló a la vitrina.
—Cerrada —dijo Daniella, haciendo girar en el aire una llave imaginaria.
El niño señaló a la vitrina con el dedo. Cuando Daniella repitió el gesto de beber agua con más vigor aún que antes, el niño se levantó y se acercó a Daniella para indicarle con impaciencia que saliera de la tienda y dirigió su pulgar hacia las tabernas, que era adonde había señalado primero. Después regresó a la silla y volvió a dejar caer los pies sobre el mostrador con un golpe seco que dio el asunto por zanjado.
—Gracias —dijo Daniella y añadió sin bajar la voz—: Bonita manera de llevar una tienda.
Supuso que al niño no le hacía gracia que lo hubieran dejado encargado de la tienda, sin duda por sus padres. No parecía que hubiera nadie fuera de ninguna de las tabernas ni cerca del puerto. No podía culpar a nadie por protegerse del calor. Se puso debajo del descolorido toldo a rayas de la taberna más próxima y se aclaró la garganta:
—¿Hola?
El scooter salió corriendo cuesta arriba y luego se paró en seco, dejando olor a gasolina en el aire y un silencio que solo se veía roto por el susurro de las olas.
—¿Hola? —gritó, tan alto que no pudo evitar toser.
No oyó respuesta alguna desde la cocina que se veía al otro lado de las tablas baratas y las sillas endebles. Seguía tosiendo mientras se acercaba a la siguiente puerta. Cuando consiguió gritar «Hola» antes de que le venciera otro ataque de tos seca oyó alboroto en la cocina, de donde salió corriendo un enorme y flacucho gato callejero con un pez sin cabeza en la boca. Daniella pensó que los propietarios de ambas tabernas debían de estar en la siguiente, pero la única respuesta que obtuvieron su grito y la tos que lo siguió fue el goteo de un grifo.
A pesar de que muchas de las películas que había visto en las que un grifo que goteaba era de mal agüero, ahora aquel sonido no le parecía nada desagradable. La cocina era poco más que un hueco que daba a la ladera y donde la rejilla de una barbacoa ocupaba casi todo el espacio. Uno de los dos grifos oxidados que había goteaba con ansiedad sobre un fregadero de piedra. Metió los dedos en los pequeños agujeros de la cruz metálica y la hizo girar. Una violenta sacudida de la tubería señaló la inminencia de un chorro de agua, turbia los primeros segundos y después lo bastante clara para arriesgarse a beberla. Recogió un poco con las manos y luego hundió la cara en ellas, detectando cierto sabor a tierra en el primer trago. El sabor acre desapareció, al igual que su tos, cuando colocó las dos manos para dominar los borbotones de agua.
Mientras salía a la calle pensaba en qué gestos haría para explicar lo que había hecho, pero no vio a nadie a quien tuviera que explicar nada. Junto a las barcas que se mecían, el barco de Nana permanecía inmóvil como una avanzada de la villa, cuya blancura compartía. Daniella no veía ningún motivo para quedarse en el puerto. Lo que había bebido del grifo no sería suficiente para el camino de vuelta, pero recordó una petaca que había visto en la tienda. Al adentrarse en la penumbra del local agarró el fajo de billetes griegos. El muchacho se había esfumado y había dejado el reproductor mudo sobre la silla.
—¿Hola? —El grito obtuvo respuesta; una voz de una gravedad sobrenatural que parecía provenir de ultratumba y que se hizo más profunda al empezar a entonar un antiguo cántico. A Daniella se le quedó la boca seca y agarrotada hasta que se dio cuenta de que estaba oyendo al cura. Por supuesto, era domingo, y los aldeanos debían de haber tomado las callejuelas del otro lado para ir a misa.
Puso el billete más grande sobre el mostrador. Ya volvería otro día a por el cambio; Nana le explicaría cómo. Aseguró el billete debajo del reproductor y cogió la petaca azul de plástico que había en el extremo más cercano de la estantería del medio. ¿Y si fuera del chico? Parecía vacía, lo cual debía de significar que estaba en venta. Unos doce pasos guijarrosos volvieron a conducirla hasta la taberna, donde enjuagó la petaca antes de llenarla de agua limpia. Se colgó del cuello la petaca con la correa que traía mientras regresaba a la calle desierta.
El cura cantaba desde lo más profundo de su ser. Su voz parecía igual de oscura que su atavío y que su mirada, y sonaba pesada como una losa. Su severo y milenario canto se iba haciendo más alto y más intenso a medida que Daniella se alejaba con pesadez cuesta arriba, como si la voz hablara sobre la intrusa que se llevaba cosas sin preguntar primero y que espiaba en las cocinas de los demás mientras todos cumplían con los deberes religiosos. Había pagado un precio demasiado alto por ello y no debía empezar a sentirse sola y cercada, otra vez no, no aquí en la isla. No obstante, se fue animando a medida que la voz se fue apagando, como si los árboles le impidieran el paso. Cuando la isla terminó de tragarse el cántico por completo, Daniella ya iba por la tercera curva.
Se refugió en la sombra más grande de la curva y desenroscó el tapón de la petaca. El agua ya estaba tibia. Dio un gran sorbo y se atragantó, así que tuvo que escupirlo todo, dibujando sobre la carretera un efímero símbolo indescifrable. La petaca debía de ser de alguien; un niño, pensó, que quizá la utilizaba para jugar en la playa. Una parte considerable del trago que había echado era arena.
Solo sabía que la costra del interior de la petaca se había endurecido tanto que la enjuagadura no había conseguido eliminarla por completo. Se vertió un poco de agua en la palma de la mano y se la llevó a la boca para poder escupir mejor la arenilla. Al levantar de nuevo la cabeza le pareció que un pequeño grupo de árboles que había a mitad de camino entre ella y la villa se había movido. Lo achacó a las gafas de sol y se las quitó. Sería el efecto de un exceso de calina sobre aquel tramo del camino; los árboles que había a lo largo de la orilla no se limitaban a temblar levemente, sino que se retorcían como si estuvieran en llamas. Volvió a ajustarse las gafas, aunque no dejó de ver aquello que le mareaba y que le hacía sentirse vulnerable, y siguió caminando cuesta arriba.
Avanzaba con pesadez por la parte que quedaba debajo del tramo del que había desaparecido la calina, cuando el calor volvió a apresarla. La boca se le quedó al instante seca como la arena, y sintió como si se le empezara a resquebrajar la piel. Mirara adonde mirara, piedras, árboles y hierba luminosa cambiaban de lugar como si la ausencia de humedad lo hubiera convertido todo en un mundo submarino. Estaba a punto de desmayarse cuando alcanzó la sombra del árbol más cercano, adonde la había seguido todo el calor de la isla. Abrió la petaca con tanta ansiedad que casi tiró el tapón, y echó la cabeza para atrás para llenarse la boca desecada. Aunque tuvo cuidado de no inclinar demasiado la petaca, tuvo que escupir algo de tierra, aunque tarde. Ya no quedaba agua, solo arena.
¿Cómo era posible que el calor hiciera evaporarse tan rápido el contenido de la petaca? Se hubiera echado a llorar si ello no hubiera implicado seguir deshidratándose. El tapón, que colgaba de su cuerda, golpeteaba contra la petaca según Daniella iba abandonando la sombra. Intentó escalar por la pendiente que quedaba por debajo del siguiente tramo, pero era demasiado escarpada y tan inestable como todo lo que veía a su alrededor; empezó a sentir que se le derretían las piernas antes de poner fin a aquel martirio.
No sabría decir cuándo dejó atrás lo peor. Tenía la sensación que la seguía cuesta arriba. El aroma de los árboles que quedaban a su espalda había sucumbido bajo el olor a aridez, pero mirar atrás solo le hubiera servido para agravar su mareo, que aumentaba solo con pensar en el efecto óptico del calor sobre el camino. Imaginó que el calor se alejaba del mármol cuando llegó al sendero de la entrada, junto al cual Stavros estaba regando las flores con una manguera. Al ver las flores púrpuras cubiertas de gotas de agua destellantes como el sol, su boca respondió produciendo nueva saliva. Consiguió a duras penas refugiarse bajo el frescor de la villa y aprovechó sus últimas fuerzas para caminar hasta su habitación, cuando Nana asomó por la suya.
—¿Daniella? —dijo—. ¿Qué te ha pasado?
—Una insolación. Creo que me he deshidratado —contestó con voz ronca, y hubiera seguido en seguida su camino de no haber oído una voz de hombre en la habitación de Nana.
El calor permaneció con ella a pesar del frescor y le obligó a buscar la pared de mármol con la mano para sostenerse. La sonrisa de Nana por su reacción parecía un poco dolida.
—Permíteme presentarte —dijo, y abrió las puertas de par en par—. Esta es mi compañera, Daphne. Viene del continente.
La mujer era baja y fornida y olía a cigarrillos griegos. Llevaba su pelo moreno muy corto, a la altura de sus carnosos labios, que se endurecieron al saludar a Daniella asintiendo con la cabeza y un fuerte y breve apretón de manos, mientras sus grandes ojos grises evitaban entablar contacto con ella.
—Encantada —dijo Daniella antes de seguir apresurada hacia su habitación para beber un vaso de agua helada primero y otro después, y dejarse caer con cuidado sobre la cama. No le importaba lo rara que le había parecido Daphne mientras no fuera un hombre. El hecho de que le hubiera parecido oír una voz masculina donde se suponía que no debía haber ningún hombre le había recordado todo aquello de lo que había salido huyendo, y le resultó imposible no pensar en Norman Wells.