Una avalancha de pensionistas vestidos con ropa de verano estaba bajando del autobús en que habían venido para presenciar la función de tarde del Alhambra. Daniella pensó que había llegado a Bradford con tiempo de sobra. Alrededor del teatro se apiñaban las tiendas y las estrechas hileras de casas adosadas de ladrillo, cuyas chimeneas más altas se erigían sobre el horizonte de los páramos de Yorkshire. Avanzó aprisa por un paso a desnivel que le condujo hasta un foso pavimentado donde comprobó que el sonido de lo que le parecía una guillotina (el siseo de algo que se desliza seguido de un golpe seco) al final no era más que el ruido que hacía un solitario monopatinador. Cuando salió de debajo de tres carriles por los que, de momento, no circulaba mucho tráfico, en el empinado tejado del ayuntamiento se produjo un estruendo de palomas que parecían tejas del color equivocado. El hotel que había frente a la municipalidad había colocado un cartel acristalado del Concurso de Niños Adorables, presentado por Loony Larry Larabee para el Fondo de la Sociedad Benéfica de Niños. Todo el que pasara por delante lo vería, pensó Daniella cuando las puertas automáticas se abrieron ante ella con un susurro.
Nada más entrar se encontró con una alfombra roja que abarcaba todo el vestíbulo. Había varios hombres de negocios sentados en un círculo de butacas de orejas más altas que ellos mismos manteniendo una discusión no menos profunda que la música (fuera la que fuera) que flotaba en el aire. Una recepcionista cuyo pelo y maquillaje ofrecían un aspecto tan otoñal como su uniforme ya estaba esperando a Daniella mucho antes de que esta llegara al mostrador, junto al cual había un hombre ataviado con un traje bermejo colocando unas letras de plástico sobre un tablero.
—¿En qué puedo servirle hoy? —preguntó la recepcionista.
—¿Está por aquí Norman Wells, el director de la Sociedad Benéfica de Niños?
—Creo que puede estar con nosotros. ¿Me permite comprobarlo? —Hizo danzar los dedos sobre el teclado y nada más terminar dijo—: Está registrado. ¿Desea conocer el número de su habitación?
—Si es tan amable.
—¿Quién pregunta por él?
—Solo estoy aquí porque he visto el cartel. —La recepcionista agachó la cabeza para buscar el auricular, que levantó abriendo los ojos como platos. Al no obtener respuesta alguna, sugirió—: No está arriba. ¿Desea que lo llame por megafonía?
—Prefiero ir a ver si está trabajando en la organización.
—Es lo más probable, conociéndolo. Estoy segura de que no les importará si se acerca. Se encuentran en la Suite Sacerdotal.
Al final de un pasillo no muy largo que había al otro lado de los ascensores se veía un par de puertas que mantenían abiertas con unas calzas que daban a un salón ocupado por unas veinte enormes mesas redondas pero que, aun así, seguía contando con espacio de sobra. Había camareras cubriéndolas con telas y adornándolas con figuritas de porcelana que representaban niños de la época victoriana y con flores frescas brotando de sus capullos. Sobre el escenario decorado con fotografías de caras de niños sonrientes de casi dos metros de altura había un hombre de mejillas purpúreas con los brazos por fuera de la chaqueta. Sostenía un micrófono al que decía «Probando, probando» sin conseguir que el aparato dejara de emitir unos aullidos que estaban a punto de hacer añicos las lámparas de araña.
—Déjalo, Bill —le pidió una mujer que estaba clasificando unos formularios de participación en la mesa más cercana a la puerta—. Bastante nos va a doler ya la cabeza cuando juntemos a todos los angelitos.
Daniella tuvo que carraspear para captar su atención, puesto que la alfombra había silenciado sus pasos.
—Disculpe, ¿sabe dónde puedo encontrar al señor Norman Wells?
—Ha subido a darse una ducha, —le explicó la mujer de cara enjuta—, no hace todavía diez minutos.
—¿No sabrá por casualidad el número de su habitación?
—Quizá, ¿quién 1o busca?
—Lo conocí en el funeral de mi padre.
La mujer encogió el hombro derecho, lo que Daniella interpretó por respuesta hasta que comprobó que era para ajustarse la camiseta de la Sociedad Benéfica de Niños.
—Tres, cero… —comenzó la mujer, que repitió las cifras antes de decidirse—. Es o tres o cuatro.
—Tres… —repitió Daniella, que se quedó muda al oír una rechinante voz a su espalda que decía: «¿Eras tú el que chillaba, Bill? Pensé que solo lo hacías los fines de semana con un hombre detrás de ti».
El cómico entró en el salón, sacando hacia delante su enorme cara redonda con su gran boca y su cómica e inadecuada nariz, como si estuviera contando el principio o el final de un chiste.
—No habréis estropeado el micro, ¿verdad? No me digáis que voy a tener que gritar cuando los angelitos no se rían. No queremos que se queden agarrados a sus mamis.
—Todavía funciona, Larry —dijo el hombre del escenario, provocando otro aullido electrónico.
—No hay nada como un experto, Bill, aunque tú distas mucho de serlo. No he oído que nadie chillara tanto desde la última vez que le pellizqué el culo a la joven Ivy.
Le hizo un gesto a la mujer que estaba junto a Daniella, a quien pareció ignorar mientras se subía al escenario.
—¿Cuál es? —le murmuró Daniella con urgencia.
—Cuatro —respondió Ivy en el mismo tono.
Daniella ya había salido por la puerta cuando el micrófono retumbó con la voz de Larabee:
—Niños, ¿qué le dice Cenicienta a Pinocho después de que él meta la cabeza entre sus piernas? ¡Miente, Pinocho, miente!
—Sabes que a Norman no le gustan esos chistes —protestó Ivy.
—Cada vez le hacen menos gracia. Te quieres creer que… —dijo Larabee, que se había apartado el micrófono de la boca.
Daniella había desaparecido por el pasillo. Cuando apretó el botón que había entre los ascensores, la recepcionista la miró antes de desviar su atención hacia una mujer que llevaba un carrito con dos pesadas maletas hacia el mostrador. Daniella respiró con ahogo cuando el ascensor de la derecha cerró sus puertas para elevarla hasta el tercer piso.
El espejo que había colgado de la pared del fondo del pasillo reflejó un ascensor en miniatura, del que salía Daniella. Entre cada par de habitaciones había una lámpara tubular con pantalla de latón escudriñando una fotografía antigua de Bradford, en la mayoría de las cuales se veían niños jugando en unas calles que empezaban a conocer lo que era el tráfico. La luz muda y blanquecina que emitían flotaba como una niebla estancada bajo el techo. Aparte del zumbido de una aspiradora y de la música disco proveniente de algún radio-despertador, toda la planta permanecía en silencio. A medida que Daniella iba avanzando por el pasillo iba viendo su tenue reflejo en cada una de las fotografías.
El espejo marcaba el cruce de dos pasillos. La 304 era la tercera habitación del ala izquierda. La música sonó más acolchada cuando dobló la esquina. En ese momento empezó a oír otra todavía más frenética al tiempo que encontró la puerta blanca panelada, que la observaba con su mirilla mientras Daniella levantaba la mano para llamar. Justo en ese instante sonó un teléfono dentro de la habitación.
Abrió el puño y sus uñas quedaron a escasos milímetros de la madera. Oyó que descolgaban el auricular y le pareció que algo se movía dentro de la mirilla. En el otro pasillo la música disco seguía martilleando como un pájaro carpintero; entonces, una voz de hombre que sonó tan cercana a ella que le pareció que la iba a agarrar, dijo desde el otro lado de la puerta:
—Está aquí. ¿Quieres hablar con ella?
Daniella se dio media vuelta para marcharse y vio que había alguien observándola. Cuando levantó una mano para agarrarla, Daniella descubrió que era ella misma reflejada en otro espejo. Oyó que el hombre gritaba: «¡Sophie!» y que la mujer respondía desde la habitación contigua. La luz que escapaba por la mirilla desapareció y Daniella oyó que la voz de la mujer entraba en la habitación donde estaba el hombre. Este no era Norman Wells. La mujer de la Suite Sacerdotal se refería a la siguiente planta.
Daniella le dedicó una sonrisa a su reflejo mientras corría por el pasillo buscando algún letrero que indicara el camino hacia las escaleras. Solo la ausencia de un número le permitió saber que la puerta no daba a una habitación. Los afilados escalones eran de un gris austero y estaban bordeados por una barandilla de frío metal. Parecían decididos a hacer resonar sus pisadas con aspereza bajo los focos de gélida luz que colgaban de las bastas y porosas paredes desprovistas de color y de ventanas. Respiraba jadeando cuando llegó a una puerta en la que había pintado un 4 rojo tan grande como su cabeza.
Otro espejo (ya empezaba a cansarse de ellos) la recibió con un diminuto reflejo de sí misma. Le pareció oír una aspiradora, que después resultó ser un secador de pelo que alguien estaba usando en una habitación de al lado. La que ella buscaba debía de ser la 403 o la 404. Cuando pegó el ojo a la mirilla de esta última solo vio oscuridad. El secador sonaba en la habitación contigua. Llamó a la puerta tan fuerte que se hizo daño en los nudillos.
—¿Quién es? —gritó Norman Wells.
Daniella abrió la boca para contestar, pero decidió morderse los labios y guardar silencio. Se apartó a un lado para salir del campo de visión de la mirilla y volvió a llamar. El secador se quedó mudo y Daniella oyó unos pasos acercándose a la puerta. Al abrirse dejó salir un cálido y húmedo olor a gel de ducha, y Norman Wells comenzó a decir:
—No pienso…
Entonces la vio. Su ostentosa mirada de paciencia se le cayó a los pies. Tuvo la impresión de que el mentón le pesaba como el plomo y empezaba a tirar de su rolliza cara, resquebrajándole los gruesos labios, ensanchándole las fosas nasales y casi cerrándole los ojos. De no haber estado tan moreno, Daniella estaba segura de que se habría puesto colorado. Tenía seca la mitad derecha del pelo canoso, pero de la raya se escapaba un furtivo hilillo de agua. Se tiró de las solapas del albornoz blanco que llevaba como si pretendiera ponerse firme, luego se apretó el cinturón con las dos manos.
—Daniella —dijo con voz insegura—. Como ves, me has sorprendido.
—Lo siento.
—No, por Dios. No tienes por qué. No es para tanto.
La conciencia que Daniella tenía de estar a punto de decir cosas que hasta ese momento jamás hubiera imaginado que podría decir le hizo fruncir el ceño y le mortificaba.
—Entonces, ¿por qué se ha sorprendido tanto?
—¿Y ahora qué quieres decir con eso?
—No pensé que le molestaría verme.
—Por el amor de Dios, no me molesta. Creo que te dejas llevar por tu imaginación. ¿De verdad parece que estoy molesto? Acosado, quizá…
—Siento acosarte, pero…
—No, no es eso. Preferiría que no estuvieras aquí, no de esta manera. —Agarró el filo de la puerta, apartó los ojos de Daniella y miró al cruce de pasillos—. Estoy hasta arriba de trabajo, eso es todo. Necesito terminar de vestirme y bajar o empezarán a preguntarse dónde me he metido.
Daniella se hubiera creído que esa era la única razón del pánico que azoraba a Norman de no ser porque el hilillo de agua había alcanzado la ceja izquierda sin que se lo enjugara. Daniella se dio cuenta de que Norman retrocedió un paso y pensó que él esperaba que ella no se hubiera percatado; entonces Daniella dio un paso hacia Norman para que tuviera que apartarla para poder cerrar la puerta.
—Entonces dime solo una cosa.
—Escucha, Daniella, no es el momento ni el lugar, ¿de acuerdo? Cualquiera que pase y me vea en albornoz dejando entrar en mi habitación a una chica de tu edad pensará lo que no es.
—No hay nadie —replicó Daniella justo en el momento en que sonó el timbre del ascensor del pasillo transverso. Daniella vio a Norman abrir los ojos como platos y le dijo—: ¿Quién no quieres que te vea hablando conmigo?
—¿Cómo que quién? La verdad, perdona, pero qué pregunta tan tonta. Pensé que serías mucho más madura. ¿No habrás estado repasando esos thrillers que produjo Teddy antes de descubrir qué era lo que de verdad le podría hacer sentirse orgulloso?
Agarró el pomo de la puerta dispuesto a cerrarla y deshacerse de Daniella, que siguió insistiendo:
—No, pero, sí, se trata de mi padre —dijo.
El hilillo cayó de la ceja al ojo haciendo parpadear un par de veces a Norman antes de soltar la puerta para secárselo.
—Ya te dije cuando me llamaste…
—¿De qué tienes miedo?
—¿Pero qué tonterías estás…? ¿Por qué diablos iba yo a…?
—Sé que se trata de mi padre. Ya he averiguado algunas cosas. Vi algo que guardaba en su caja fuerte y que no quería enseñarme. Sea lo que sea, no puedo soportarlo. Dímelo. Viene alguien. Dímelo, rápido. Dime qué guardaba en la caja que escondía en la caja fuerte.
Era cierto, el timbre del ascensor había anunciado que alguien aparecería de un momento a otro. Al tiempo que echó la cabeza hacia atrás para controlar el pasillo vio los indecisos labios de Norman apretándole la lengua. Murmuró con rapidez unas palabras que apenas servían para componer una frase y Daniella intentó descifrarlas cuando de repente apareció Larry Larabee.
—Pero si es el tesoro de Teddy —dijo, lo bastante alto para que Daniella y Norman lo oyeran—. Pensaba que estabas abajo.
La puerta empujó el pie de Daniella y después se abrió como si nada.
—¿Eres tú, Larry? —dijo Norman Wells levantando demasiado la voz y apartando a Daniella para salir al pasillo—. ¿Me necesitan?
—Claro. No podemos ni pestañear sin tu permiso. Eres el responsable.
—Ahora mismo bajo.
—Yo que tú me vestiría primero y, de paso, me peinaría. No queremos que las señoras y su tropa se pregunten quién es el cómico.
—Por supuesto, en cuanto me haya arreglado, me refiero —dijo Norman Wells, secándose toda la frente con el dorso de la mano. Retrocedió con torpeza hasta meterse en la habitación y desaparecer del campo de visión de Larabee, tras lo cual le dedicó a Daniella una mirada tan profunda como indescifrable—. Que tengas mucha suerte —le deseó antes de cerrar la puerta.
Para salir tendría que acompañar a Larabee. La luz de las lámparas de la pared prestaba a los ojos del cómico un brillo taimado mientras se aproximaba a Daniella, adelantando la cabeza como si olfateara el rastro de algún chiste.
—Qué vergüenza, una jovencita abandonada a su suerte —dijo—. Agárrate a mi brazo si quieres y te acompañaré adonde gustes.
—Me voy a casa.
—Como las niñas buenas.
Cuando Daniella se colocó a su lado, Larry pirueteó con una agilidad que ella no habría esperado de alguien de su tamaño, y le agarró por el codo con una mano fría y húmeda.
—Entonces, ¿a qué debemos el placer? —preguntó.
Daniella tuvo la sensación de que Larry intentaba sonsacarle lo que Norman le había confesado.
—¿A qué te refieres?
—¿Qué te trae por aquí, aparte de tus piececitos?
—Vi el cartel y se me ocurrió que quizá podrían darme algún trabajo.
—¿Y qué ayuda crees que podría prestarnos una cosita como tú?
—Había pensado que igual en el espectáculo. Tengo cierta experiencia como actriz.
—Por supuesto —dijo el comediante, que apretó un poco más el brazo de Daniella cuando llegaron al cruce de pasillos—. ¿Y ahora adónde vamos?
—He aparcado junto a la estación.
—Entonces te mostraré el atajo. —La llevó hasta la puerta que daba a las escaleras. El eco de la tranca metálica resonó por todo el hueco de la escalera, acentuando su vacío—. No hace falta que cojamos el ascensor, ¿verdad? —dijo—. Camina siempre que puedas y vivirás más años, ese es mi lema.
Por lo menos Daniella pudo zafarse de la tenaza del cómico y caminar por delante de él. Avanzaba tan rápido hacia las escaleras que le llevaba tres pasos de ventaja cuando Larry cerró la puerta de golpe provocando otro eco estridente.
—Deberías haber acudido a mí —dijo.
Daniella se agarró a la barandilla, que parecía aún más fría que antes, para seguir bajando sin quitarle ojo a Larry. Cuando este echó a andar le tembló la cara como si su expresión de ira fuera a desvanecerse.
—¿Por qué? —preguntó Daniella, cuya voz quedaba amortiguada por las paredes.
—Si no he entendido mal, querías un papel.
—Ahora tengo trabajo, pero siempre estoy buscando.
—Siempre mirando al futuro, ¿verdad? No se puede negar. Una estudiante como tú aquí, en Bradford.
Dobló la esquina de la escalera y lo miró a los ojos.
—Vivo en York.
—¿Allí también colocamos carteles?
Daniella supuso que Larry sabía que no, más que nada porque se había quedado pálido.
—Había venido para recoger unas entradas para un concierto —se inventó Daniella.
—¿En el Alhambra? No sabía que organizaban espectáculos para gente de tu edad.
—Te sorprendería.
—Pocas cosas me sorprenden ya.
Cuando pasó al siguiente tramo de escalones, Daniella sintió la mirada de Larry clavándosele en la espalda. Le dio la misma sensación de fría humedad que cuando la agarró por el codo, aunque quizá solo era sudor. Giró sobre los talones para doblar la siguiente esquina. El ruido que hizo provocó un eco fantasmagórico por todo el hueco de la escalera; los pasillos del otro lado de la puerta trancada que acababa de dejar atrás parecían quedar ya a varios kilómetros.
—¿Estamos echando una carrera? —preguntó Larabee a escasos pasos de ella—. Solo es una pregunta. Si te apetece, por mí encantado.
Daniella lo miró desde un descansillo y vio que el cómico se lo estaba pasando en grande.
—Es que tengo prisa —dijo Daniella—. Pensé que tú también, para seguir con los preparativos.
—Hay tiempo de sobra.
Aquellas palabras masculladas no parecían dirigidas a Daniella. Por supuesto, allí solo estaban ellos dos. Daniella no echó a correr; seguía diciéndose a sí misma que no había necesidad, pero deseaba que Larry no la estuviera siguiendo tan de cerca como para poder sentir el calor pegajoso de su hálito cerniéndose sobre su espalda. Daniella estaba empezando a marearse con tanto doblar esquinas a paso ligero, cuando Larry dijo:
—Entonces, ¿quieres que te eche una mano?
—¿Para qué?
—A veces actúo con un parten aire. Te añadiré a mi lista de jóvenes promesas, ¿te parece? Así tendrás algo por lo que esforzarte. De qué sirve la vida si no tienes un objetivo.
Daniella ya no sabía si Larry estaba bromeando o no.
—Gracias —le dijo igualmente.
—Eso es, sigue bajando.
Cuando llegó al siguiente tramo miró a su alrededor.
—Desde aquí se llega al sótano —dijo.
—Vaya, pues es verdad. Si no fueras tan encantadora no me habría despistado. —Se acercó a la salida de incendios y agarró con ambas manos las dos barras de la puerta doble—. En fin, aquí se acaba todo —dijo después de agitar las trancas—. Están bloqueadas.
Daniella cogió carrerilla y se lanzó con las palmas de las manos por delante contra la tranca izquierda. Esta cedió sin resistirse, casi atrapando los dedos a Larabee. Las puertas se abrieron de par en par dejando paso a la luz del sol y permitiendo la salida a la acera de la calle, llena de peatones. Daniella se unió a ellos reprimiendo un suspiro de alivio y Larabee dijo:
—Recuerda que ahora estás en mi lista. No te alarmes si un día llamo a tu puerta.
Las puertas se volvieron a cerrar con estridencia cuando Daniella dobló la esquina del hotel. Lo último que le había dicho Larabee y el calor que hacía le hacían pensar que todavía le seguía, pero se obligó a quitárselo de la cabeza para concentrarse en la nueva pista que había obtenido. Si Norman Wells realmente había dicho lo que ella pensaba que había oído, sin duda muchas otras cosas iban a tener sentido ahora.