La recepcionista de Wendell, Wendell y Rumer tenía un rostro perfectamente terso; daba la sensación de que el color rojizo de sus prietos ricillos se hubiera extendido hasta sus mejillas. Seguía informando sobre la inminencia de su jefe.
—El señor Wendell padre sigue hablando por teléfono —dijo después.
—Gracias —dijo la madre de Daniella antes de girarse hacia esta y decirle en voz baja—: No pienses que te culpo por ser como tu padre. Él tampoco permitía nunca que nada escapara a su control. Pero a veces hay que dejar que las cosas sigan su propio ritmo, ¿no es así, señor Stanley?
Alan Stanley se inclinó sobre la mesa auxiliar, cubierta de revistas de negocios, para acercarse a Daniella y a su madre como si pretendiera sorprender a Daniella con todo un ramillete de olores.
—A veces —admitió—. Solo hay que saber cuándo.
Daniella no entendía por qué tenía que estar presente Alan. Le parecía que sería como un intruso durante la lectura del testamento: su rollizo rostro veteado, sus larguísimas pestañas que parecían pegadas para añadir un atractivo extra a unos ojos tan malvados como inexpresivos, su costumbre de mantener los labios tensos mientras decidía qué expresión se suponía que tenía que poner.
—Ya lo veré en su momento —le dijo a su madre.
—Oh, Daniella. ¿Qué más quieres?
—¿Qué tal tiempo para pensar?
—¿Qué es lo que tienes que pensar? —No esperaba una respuesta, como quedó patente cuando añadió—: ¿Te parece normal, Alan?
—Será un placer prestaros mi ayuda.
—No sé si Daniella te habrá contado lo que cree que vio cuando fue a despedirse de su padre.
—Simon Hastings me comentó algo.
Daniella empezaba a hartarse.
—¿Por qué tuvo que decir nada?
—Alan era el socio de tu padre —le recordó su madre antes de dirigirse a él—: El caso es que Daniella tomó una matrícula, pero la policía descubrió que el coche había sido robado.
Alan clavó la mirada en Daniella y sonrió con tristeza como condolencia.
—Entonces no hay nada que hacer.
—Es lo que pensamos todos, pero esta jovencita no quiere olvidarse del tema.
—¿Y se puede saber por qué?
—Quizá ya lo sepas —le espetó Daniella—. Quizá el padre de Chrys pensara que también debía contarte eso. —Ver a Alan Stanley y a su madre compitiendo por ver quién demostraba más paciencia la enfureció tanto que tuvo que hacer un gran esfuerzo para añadir en voz baja—: ¿Por qué robaron solo ese coche? ¿No habrían robado también todos los demás si se hubieran querido asegurar de que nadie pudiera seguirles la pista?
—Puede que sea eso lo que quieres creer —dijo Alan Stanley.
—Es absurdo.
—Me alegro de que te des cuenta —dijo su madre—. Muy bien, ¿podemos…?
—Quiero decir que no tiene sentido que robaran todos aquellos coches. No se hubieran molestado de haber pensado que no los iba a ver nadie; entonces, ¿por qué solo uno?
—¿Cuál es tu teoría? —preguntó Alan Stanley.
Puede que el que robaron no fuera el que yo vi. Puede ser que las matrículas fueran casi idénticas.
—Disculpen —interrumpió la recepcionista hablando más alto que antes—. El señor Wendell padre ya puede recibirles.
Como acto seguido no pasó nada, Daniella empezó a pensar que la recepcionista había intervenido solo para poner fin a la discusión. Entonces se abrió de golpe la puerta más cercana del pasillo que había al otro lado de la media luna blanca de pino que era el mostrador de recepción, y un hombrecillo salió apresurado, introduciéndose un bolígrafo de oro en el bolsillo de la pechera de su elegante traje gris. Sus vivarachos ojos eran de un azul llamativo. Estaba calvo y su piel empezaba a coleccionar demasiadas arrugas; unas violáceas venas formaban riachuelos desde los extremos de sus cejas plateadas hasta las sienes.
—Señora Logan, por favor, acepte mis disculpas por el retraso —pidió con una voz resuelta y bien audible—. La señorita Logan también, por supuesto, por no hablar del señor Stanley. Síganme por aquí. ¿No les han ofrecido nada de beber?
—No nos apetecía nada —Alan Stanley consideró que debía contestar él.
A pesar del sol que se reflejaba en las blancas fachadas del otro extremo de la calle Strand, la oficina ofrecía un aspecto un tanto lóbrego: el panelado era de roble, las placas de metal y los muebles de cuero rígido. El señor Wendell padre se sentó tras su escritorio, en una silla rechinante que le hizo parecer aún más diminuto, y cogió una carpeta de cartulina que en seguida volvió a dejar en su sitio para frotarse sus fuertes y secas manos.
—Si les parece, podemos comenzar.
Isobel miró a Alan Stanley, pero Daniella no quería permitir que el socio de su padre hablara por ella.
—Empiece de una vez.
—Nunca me opongo a los deseos de una señorita. —El notario se sacó del bolsillo del chaleco unas gafas de montura dorada que se colocó sobre la nariz y se ajustó con cuidado para poder escudriñar a sus interlocutores—. Debemos seguir las formalidades, ¿no es así? Creo que así se mantiene la solemnidad del procedimiento —dijo, y bajó la voz para pasar a leer el contenido de la carpeta—. Yo, Theodore Daniel Logan, en posesión de todas mis facultades mentales…
Daniella solo había escuchado aquellas palabras en las películas antiguas y tuvo que convencerse a sí misma de que todo aquello no era una escena. Quizá solo era que se sentía avergonzada por lo impaciente que estaba por descubrir lo rica que iba a ser… avergonzada por quedarse sin aire y por el nudo que se le hizo en la garganta cuando oyó su nombre.
—… a mi hija Daniella, todas mis inversiones y los ingresos e intereses correspondientes, mis acciones en la compañía productora Oxford Films, la propiedad del número 11 de Chiltern Road de Oxford, así como todo el mobiliario y demás bienes muebles que allí se contengan, junto con todo el dinero y todas las posesiones que se considere que formen parte de mi hacienda.
El notario se recolocó las gafas con la punta del dedo y miró pestañeando a Daniella.
—¿Eso es todo? —alcanzó a decir.
—Yo diría que sí —contestó Alan Stanley con cierto reproche.
—Quiero decir que eso es todo. Que es demasiado. Mamá, tú tienes que quedarte con una parte. Debes quedarte con la mitad.
El notario se aclaró la garganta.
—Si me permiten continuar…
—Disculpe —dijo Daniella, avergonzada por haberse saltado las formalidades que aquel hombrecillo tanto respetaba.
—… conservar este legado en fideicomiso para mi hija hasta que alcance la edad de veintiún años. Si esto no llegara a ocurrir, mis bienes se transferirán a mi socio Alan Henry Stanley y el resto de mi hacienda será legado a mi exesposa Isobel Harriet Logan, de soltera Thorne.
Ahora sí que parecía una película. Daniella no pudo evitar soltar una carcajada, aunque ni su risa ni sus palabras surtieron el efecto que ella pretendía.
—Pero eso es… eso es absurdo. Quiero decir, no me importa, puedo esperar, pero se supone que a los dieciocho años ya eres adulto.
—Es la ley —admitió el notario.
—Será que Teddy estaba chapado a la antigua —le dijo Alan Stanley a la madre de Daniella.
—De verdad que me da igual —insistió Daniella, tanto para convencerse a sí misma como para convencer a los demás—. Todavía me quedan dos años de universidad. Tengo tiempo de sobra para pensar qué voy a hacer cuando herede lo que papá me ha dejado.
El notario tosió con tanta delicadeza que apenas se le oyó cuando se puso el puño delante.
—Señor Stanley, ¿sería tan amable de…?
—¿Qué es eso de lo que tiene que ser tan amable? —protestó Daniella reprimiendo una rabia instintiva.
—Isobel. Daniella. —Alan Stanley se inclinó hacia delante, colocó las palmas de las manos hacia arriba sobre los muslos y dijo con voz marchita—: Pensé que debía esperar el momento adecuado. Espero que lo entendáis.
Esto se lo dijo sobre todo a la madre de Daniella, que se sentía casi tan impaciente como su hija.
—Alan, ¿qué ocurre?
—Me temo que Teddy se precipitó un tanto al tomar algunas decisiones financieras.
—Habla claro.
—Digamos que tienen que investigar sus inversiones y sus cuentas.
—¿Tú? ¿Lo estás revisando tú?
—Por desgracia no. Los inspectores de Hacienda. Van a examinar todos sus negocios de los últimos seis años y, Daniella, me temo que eso significa que van a congelar tu herencia.
Daniella se dijo a sí misma que no había perdido nada; lo que le sacaba de quicio era el hecho de que fuera Alan Stanley quien les diera la noticia.
—¿Cuánto tardarán? —No pudo evitar preguntarlo.
—Ojalá supiera responderte. Esperemos que puedas disponer de todo para cuando lo necesites.
—Si me lo permiten, yo también lo espero así —dijo el notario.
—No pasa nada, sigues teniendo la casa de York —le consoló su madre—. No se la quitarán, ¿verdad, señor Wendell?
—¿Está a nombre de la señorita Logan?
—Su padre se la regaló cuando empezó en la universidad. No quería que su hija se preocupara por nada que no fueran los estudios. Todos hemos oído hablar de estudiantes que apenas llegan a fin de mes; algunos son incapaces de superarlo.
—Lo mejor será no preocuparse demasiado —dijo el notario, refiriéndose quizá a ambas—. Es posible posponer los derechos sobre el bien hasta que las cuestiones concernientes a la herencia se clarifiquen. No duden en ponerse en contacto conmigo si mientras tanto les surge alguna duda.
—Gracias —dijo Daniella antes de ponerse en pie ansiosa por abandonar aquella cárcel de sol y penumbra y poner sus ideas en orden—. Tengo que seguir con mi trabajo de clase. Si me doy prisa podré coger el siguiente tren —le dijo a su madre mientras le daba un abrazo y un beso que intentó que no parecieran demasiado mecánicos. Apenas había salido al pasillo cuando una voz la sacó del laberinto que tenía en la cabeza.
—¿Daniella?
Avanzó algunos pasos más antes de que, por educación, se sintiera obligada a detenerse.
—¿Qué sucede, señor Stanley?
—Llámame Alan, por favor. —Se colocó furtivo a su lado y le dijo sonriendo—: ¿Andas bien de dinero?
—Tengo trabajo.
—Eso había oído pero… ¿Teddy no te daba un fajo de billetes cada vez que venías a vernos?
—Lo tenía por costumbre.
—Aquel dinero no estaba registrado. Lo reservaba para las emergencias, es decir, para ti. Cuando vi el cariz que iban tomando las cosas pensé que lo más prudente era pasarlo de su caja fuerte a la mía. Lo demás no lo toqué, por supuesto.
No fue por el dinero por lo que Daniella le dijo:
—Podría utilizar un poco si lo tienes en la oficina.
—Debería haberlo traído. Soy un imprudente.
—No pasa nada. Te acompañaré.
Cuando el lujoso ascensor bajó a la planta inferior, su madre dijo:
—Al menos ahora sabemos qué era lo que me ocultaba tu padre. —Debían de notarse mucho las dudas que Daniella tenía respecto a eso, porque su madre la miró sonriendo al tiempo que frunciendo el ceño mientras las puertas se cerraban y la dejaban sola en el vestíbulo. Bajaron dos plantas más hasta llegar al aparcamiento, donde unas columnas gruesas como hombres fornidos soportaban un techo de hormigón incrustado de focos que emitían una luz cegadora. Cuando Daniella seguía a Alan Stanley oyó un crujido sigiloso proveniente de detrás de una columna que le hizo detenerse antes de comprobar que lo originaba un Jaguar que se estaba ventilando. El coche de Alan Stanley era un Volvo blanco de cinco puertas cuyos asientos de cuero parecían tan mullidos que podrían encajar en cualquier salón.
—Un coche grande —comentó Daniella por decir algo.
Alan estiró el brazo desde el asiento del conductor para tirar del cinturón de seguridad de Daniella hasta encajarlo en su cierre.
—Así hay espacio para toda la familia.
—No sabía que tuvieras familia.
—No podría vivir sin ellos.
El coche subió la rampa y salió a la calle Strand. El calor del sol hizo que el olor del cuero nuevo caliente se sumara a la plétora aromática de Alan, mientras el Volvo evitaba atravesar Trafalgar Square, tan típicamente infestada de palomas, para desviarse por Pall Mall. Cogieron Saint James Street en dirección a Piccadilly siguiendo un río de taxis que fluía a paso de caracol. Alan dijo:
—Supongo que te habrás dado cuenta de que tu madre tenía razón.
—¿En qué?
—Ahora entiendes por qué tu padre estaba tan preocupado. Por qué había estado bebiendo la última vez que fue a verte.
—Aun así no debería haber bebido.
—Estoy de acuerdo contigo, pero dudo mucho que comprendas todo aquello por lo que estaba pasando.
El coche siguió avanzando a duras penas hacia Piccadilly hasta que tuvo que detenerse, humeante, hasta que el último de una implacable procesión de autobuses le permitiera seguir a trompicones hacia Half Moon Street. Bajaron por la rampa que descendía hasta el aparcamiento subterráneo del edificio de Oxford Films, y continuaron tan embalados hasta la plaza reservada en la que ponía Alan Stanley que Daniella se hundió en el asiento de cuero mientras los intermitentes hacían palpitar la pared de hormigón.
—Espero que no hayas pasado miedo —dijo Alan mientras quitaba el seguro del cinturón de seguridad de Daniella.
—Espero que no quisieras que lo pasara —replicó Daniella, que ya se había metido en el ascensor y estaba apretando el botón antes de que Alan hubiera salido siquiera del coche.
—¿Necesito pedir una tarjeta de identificación en recepción?
—No si me esperas y les digo que vienes conmigo.
En el pasillo que antes conducía al despacho de su padre, donde este siempre la recibía con un abrazo asfixiante, los carteles de una tinta parecían haberse deslavado por completo mientras que los de todo color ahora le parecían los más estridentes del mundo. No quería pararse en aquel sitio que ya no significaba nada para ella, pero se detuvo frente a la puerta de la oficina de su padre.
—¿Dónde está Janis?
—Tuve que dejar que se fuera. Yo ya tenía secretaria —respondió Alan mostrándole el camino hacia su oficina, que pasaba por delante de la aludida, una esmirriada y pálida chica embutida en un breve vestido negro que llevaba el pelo en puntas teñidas de varios colores.
Daniella tuvo la sensación de que Alan pretendía darle a su despacho el mismo aspecto que el de su exsocio: se veía Green Park y los techos de los autobuses, cuyas hileras de ventanas se detenían y volvían a poner en marcha, como si un montador de películas imaginario intentara localizar un fotograma concreto; una mesa de escritorio que los mozos de reparto debieron de maldecir el día que tuvieron que subirla, y que estaba flanqueada por unos pesados armarios y velada por incontables carteles; las sillas de cuero tenían estructura metálica.
—¿Pido que nos suban algo antes de ponernos con los negocios? —sugirió Alan Stanley.
—Gracias pero, de verdad, tengo que volver a casa. A York, quiero decir. Tengo trabajo que hacer.
—Entonces déjame darte todo lo que Teddy te quería haber dado —dijo mientras se arrimaba apresurado a la caja fuerte que ocultaba tras el escritorio. Estaba a punto de empezar a girar la rueda de la puerta cuando se detuvo—. ¿Crees que te interesa tener las dos casas? ¿Podrás quedarte con las dos?
—¿Por qué?
—Estoy convencido de que estarás de acuerdo en que la casa de Oxford es demasiado grande para una sola persona, por lo que financieramente lo más sensato sería ponerla en venta antes de que otro pueda hacerlo por menos dinero.
—¿Alguien como quién?
—El que se haga con el control de la hacienda de tu padre. Si hablas con el señor Wendell, estoy seguro de que podrá disponerlo todo para poner la casa en venta, aunque el dinero obtenido se quede congelado con el resto de la herencia hasta que las cosas se aclaren.
—Ya veré qué hago. —Daniella no quería pensar ahora en eso.
—De acuerdo —dijo y abrió la caja fuerte. Encorvó todavía más los hombros antes de girarse hacia Daniella empujando con el codo la puerta de la caja para cerrarla y agarrando un fajo de billetes.
—Esto es todo lo que queda de lo que Teddy llamaba dinero para pequeños gastos, aunque sabemos que lo reservaba para ti. Ochocientas libras. Puedes llevártelo todo.
—Gracias. De verdad, muchas gracias.
Alan debió de notar la aflicción de Daniella mientras metía los billetes en su bolso.
—¿Hay alguna otra cosa que pueda hacer por ti? —dijo.
Ese era el motivo que había llevado allí a Daniella.
—Dijiste que podías abrir la caja fuerte de mi padre.
—Ya no hay por qué abrirla, pero sí.
—La última vez vi algo que no me quiso enseñar. Parecía una caja.
—Una caja. —Alan Stanley se quedó pensando unos segundos antes de decir sonriendo—: Ya sé.
—¿Puedo acompañarte y echarle un vistazo?
—La tengo yo. También la pasé. —Volvió a abrir la puerta metálica y metió el brazo para palpar con los dedos hasta dar con la tapa de la caja—. Aquí la tienes.
Daniella se acercó lo bastante a Alan para verse envuelta en su maraña de olores, entre la cual no podía pasar desapercibido un acre efluvio de sudor. Guardaba bajo su mano una caja de cartón de unos treinta centímetros cuadrados.
—No es esta —dijo Daniella.
—Pues tiene que ser. Aquí es donde Teddy guardaba tu dinero. Sería esto lo que no quería que vieras.
—¿Por qué no iba a querer?
—Quizá para que no te confiaras demasiado. No, eso no… qué sé yo. No puedo hablar por él.
—Esta no es la que yo vi. Vamos a abrir su caja fuerte y te la enseñaré.
—Te aseguro… —Alan volvió a guardar la caja y cerró la puerta—. Como quieras —dijo.
La premura con que salió hacia el despacho de su padre debía de ser una manera de ocultar su desacuerdo, pero a Daniella no le dio tiempo de preocuparse por ello. Le pareció que el mobiliario de piel de su padre se había hundido y desplomado al ver su escritorio vacío, incluso pensó que olía a polvo. Los autobuses y el parque que se veían por la ventana la hubieran hecho retroceder en el tiempo si se hubiera dejado llevar por sus emociones. Vio cómo Alan Stanley tecleaba la combinación y desbloqueaba la puerta de la caja fuerte.
—Compruébalo tú misma —le sugirió Alan.
A parte de unos documentos sueltos, no quedaba nada dentro.
—Ya no está —dijo Daniella.
—Ya te lo dije. La puse en mi caja fuerte por si alguien intentaba arrebatártela. ¿Confiarás más en mí en adelante? —le dijo mirándola a los ojos.
Durante unos segundos Daniella fue incapaz de apartar la mirada o de moverse. Al ir a hablar sintió los labios secos y tiesos como piedras.
—¿Por qué no iba a hacerlo? —dijo intentando que no pareciera una pregunta—. Gracias por el dinero de mi padre. Tengo que irme corriendo a coger el tren.
Le estaba dando un motivo a Alan para que se ofreciera a acercarla, cuando en realidad lo que deseaba era alejarse de él. De hecho salió disparada para coger el ascensor, en cuyos espejos vio reflejado su desconcierto mirara adonde mirara. Las puertas no habían terminado de abrirse cuando ya había atravesado medio vestíbulo y pasado por delante del recepcionista que la había tomado por actriz el día que le dijo que quería ver a su padre. Antes de que el muchacho terminara de pedirle que devolviera la tarjeta que no tenía, Daniella ya había dejado atrás las puertas de cristal de la entrada y se había perdido entre la muchedumbre apresada por un sol despiadado y el caos del tráfico. No podía quitarse de la cabeza los ojos de Alan Stanley, su mirada. Ya había visto esa mirada en ellos antes. Era la misma con que la miró al reconocerla aquella noche en el cementerio.