—¿Por qué no hablas como los antiguos, ya que vas así vestida?
Por melena tenía una fregona de tirabuzones descoloridos, y su rostro era el de un niño grande: no parecía el típico matón pero sí su compinche, el que acata órdenes de otros o que hace tonterías similares. Daniella estaba cansada, los oídos le zumbaban con el alboroto, que se intensificaba bajo el techo de vigas descubiertas, los ojos le empezaban a doler por culpa de la débil y temblorosa luz de las llamas artificiales de las antorchas incrustadas en las paredes de ladrillo de cara vista de The Trencher, y tenía la garganta seca a causa del humo del comedor que había junto al bar, pero aun así aceptó el desafío. Se sacó el cuaderno del canesú de su uniforme de mesonera y dijo:
—Salud, ¿qué viandas desean degustar los mancebos?
El niño grande se dejó caer en el banco, que hizo rechinar las bastas tablas del suelo, y dejó escapar una risita para simular sorpresa.
—¿Lo qué?
—¿Qué carnes deseáis elegir? ¿Habéis leído la lista de provisiones?
—Habla de la carta, Desmond —le tradujo uno de los de su trío de amigos mofletudos.
—Ya lo sé —replicó Desmond asegurándose de que se su risita seguía oyéndose—. ¿Qué nos recomendáis, muñeca?
—¿Gustaréis de empanada medieval que con tiras de patatas fritas se sirve, así como con su ensalada?
El niño grande examinó las letras góticas que enmarañaban el poco manejable y descomunal menú, y apagó su cigarrillo antes de decir:
—¿Te refieres a la Trencher Burger?
—A la misma, en verdad, y a ninguna otra.
—Parece que es de las que me molan a mí. Tráemela. Mediana —añadió en un tono con el que intentaba demostrar que controlaba la situación.
—Yo también quiero una —pidió su compañero de banco, con el que estuvieron de acuerdo los demás, quizá para evitar un duelo con Daniella. Esta anotó el pedido y preguntó:
—¿Deseáis beber algo?
—Cerveza para todos —sentenció Desmond.
—Una cuba de rubia —corrigió Daniella con amabilidad. Entregó el pedido y llevó la cerveza a la mesa, acallando el alboroto que estaba montando Desmond, que se sintió todavía más intimidado cuando Daniella acentuó el ridículo de la colegial fiesta al colocarles unos baberos de plástico. Después limpió algunas de las mesas del restaurante, que empezaba a quedarse vacío, y habló un rato con Lucy y Maud sobre todo y sobre nada al mismo tiempo, hasta que llegó la hora de fingir que llevar la bandeja con la comida no era toda una demostración de fuerza y concentración.
La bebida le había devuelto la confianza en sí mismo a Desmond.
—Queremos otra de estas —dijo alzando la cuba vacía—. Por cierto, estábamos comentando que eres muy buena. Nos gustan las chicas que saben moverse.
—Dios me asista, caballerete, me apetece tanto un troque de palabras como un hombre.
—No hace falta que sigas con eso —dijo con voz quejosa, pero cuando Daniella les trajo la siguiente cuba ya había maquinado su siguiente chanza—. ¿A qué hora acabas tu turno?
—Lo cierto es que me agrada tanto esta suerte de gramática que quizá decida nunca despojarme de ella.
—Ah, venga ya. ¿A qué hora sales?
—¡Ay!, no conoce el descanso el trabajo de una humilde sirvienta.
—Mira, te estoy preguntando si te apetece venirte a tomar algo.
—Os ruego no me toméis por inocente. Mi padre buen consejo medio de adónde pudieren llevarme según qué escarceos.
—A nadie le hace daño un poco de diversión.
—Bravo es por vuestra parte admitir que escondéis pequeño camarón tras vuestra bragueta —le espetó Daniella, causando tales carcajadas entre los amigos del niño grande que este no supo más que esconder su oronda cara colorada tras su hamburguesa. Daniella se mantuvo alejada de la fiesta hasta que llegó el momento de llevarles la cuenta, y no se sorprendió al comprobar que entre la pila de dinero que habían dejado sobre la mesa apenas si se incluía propina. Hizo un gesto de racanería a sus compañeros cuando se dirigía a cambiarse de ropa antes de salir a la calle.
La robusta puerta daba a tres generosos escalones que conducían a las losas de la orilla del río. A su derecha se tendía un puente que atrapaba el sol dentro de su arco. Una estrecha callejuela adoquinada le condujo a la calle que corría paralela al río, y desde allí a la agitada y apretada muchedumbre de Micklegate. Al otro lado del arco de la muralla de la ciudad volvía a encontrarse sola. Al doblar la esquina de su calle se tropezó con el pavimento, desnivelado y resquebrajado por todos los coches que aparcaban allí cada día. Frente a su casa vio un coche que no conocía (un Mazda verde) rozando la parte trasera de su Ford.
Atravesó el sendero verde de la entrada a su casa (casi tan verde como el Mazda) y metió la llave en la cerradura. Abrió la puerta de un puntapié, lo que sacó a Maeve y Duncan de la cocina, acompañados del aroma del café que estaban haciendo. Maeve parecía secretamente complacida, Duncan todo lo contrario.
—Tienes visita —dijo Maeve.
—Apuesto a que no lo conoces.
—Si no, tendrás que limpiar —le dijo Daniella a Duncan.
—Espero que no nos equivocáramos al dejarle pasar.
—No podemos cerrar la puerta en las narices a la gente —protestó Maeve entre dientes.
—Vosotros quedaos cerca por si os necesito —dijo Daniella mientras dejaba la bolsa de la ropa en una silla de la cocina antes de ir al salón.
El muchacho que había sentado en el sillón hojeando una revista se puso de pie de un salto. Le sacaba una cabeza a Daniella y, a estimación de esta, también algunos años. Tenía unos profundos y sinceros ojos castaños, nariz ancha, labios carnosos cuya sensualidad se veía reducida por un pelo negro peinado con demasiada formalidad. Llevaba unos pantalones azules claros exquisitamente planchados, una camisa azul marino y una corbata todavía más oscura.
—¿Daniella Logan? —dijo ofreciéndole la mano—. Mark Alexander.
Su mano era suave, aunque firme. Podría ser un representante, a juzgar por el maletín que había dejado sobre el sillón.
—¿Nos conocernos? —preguntó Daniella.
—No a menos que leas esto —contestó Mark brindándole la revista.
Como se llamaba Filmfile, Daniella supuso que sería de Duncan. Tras la cubierta aparecía el índice, donde aparecía el nombre y una foto de tamaño carnet de su visita; era el rostro más joven de toda la columna de colaboradores. Mark había escrito un artículo, Los días de Giles Spence, en el que hablaba sobre el cine británico que ya no se hacía y, según descubrió al ir pasando páginas, había participado también con varias críticas.
—Seguro que a Duncan le gusta —dijo.
—Es para ti, y estas también.
Sacó otros tres números de Filmfile de su maletín, incluyendo el de ese mes. En cada uno había colaborado con un artículo: La paleta de Michael Powell, Cómo el cine británico perdió la guerra de las estrellas y, en el más reciente, Selznick y Logan: el productor como autor.
—¿Qué has escrito de mi padre? —preguntó Daniella mientras hundía la mirada en la revista.
—Que tuvo más éxito aún que Selznick a la hora de exponer su punto de vista del mundo a través de las películas que producía.
—Lo leeré luego —prometió, puesto que había leído lo que Mark acababa de decirle, y dejó las revistas sobre el aparador, levantando una pequeña nube de polvo iluminada por el sol—. No has venido sólo para traerme esto.
—Me preguntaba si me concederías permiso para hablarme sobre tu padre.
—¿No podías haber telefoneado?
—Lo siento, sí, es lo que tendría que haber hecho, es solo que prefiero mirar a mi interlocutor a la cara cuando hablo con alguien, y que me puedan ver a mí.
Daniella también lo prefería así.
—¿Vienes de muy lejos?
—Desde Londres.
—Entonces te apetecerá sentarte un rato.
Mark esperó hasta que Daniella se apoyó con las piernas sobre el brazo de una silla antes de volver a sentarse en el sofá, momento en que Maeve se asomó:
—¿Alguien toma café?
—Me encantaría, —dijo Mark—, pero sin azúcar.
Daniella notó que Maeve se reservaba un comentario sobre el exceso de dulzura, y todavía le molestó más que a ella también se le hubiera ocurrido. Cuando Maeve desapareció con su sonrisa de complicidad, Daniella retomó la conversación:
—Entonces, ¿qué querías preguntarme?
—Primero tendría que saber si hay alguien trabajando en algún libro sobre tu padre.
—No que yo sepa. A menos que lo hayan negociado con su socio —dijo con un resentimiento que no fue capaz de ocultar— y este no se haya molestado en decírmelo a mí.
—Preferirías que hablaran directamente contigo, imagino. Por eso estoy aquí.
—Quieres escribir un libro sobre él.
—Si reúno material suficiente. Por supuesto, en primer lugar un prefacio que contemple al hombre y sus producciones. Como sabes, hoy en día hay quien las considera un tanto amaneradas, con Nana Babouris como ídolo gay, pero yo creo que hay mucho más. ¿Me darías permiso para revisar sus papeles?
—No veo por qué no.
—Prefiero trabajar en esto contigo mejor que con su socio, ¿o quizá debería pedirle ayuda a tu madre?
—Dejó a mi padre el año pasado.
—Ah, claro, por supuesto.
Se quedó un tanto confuso y apartó los ojos de Daniella para mirar a Duncan, que acababa de irrumpir en el salón para darle una taza grande mientras Maeve le daba otra a Daniella.
—¿Vas a pagarle para que te desvele los secretos de su padre? —preguntó Duncan.
—Ni falta que me hace eso, Duncan. —Cuando Duncan se detuvo frente a la visita, Daniella le dijo:
—¿Conoces la revista en la que Mark escribe?
Duncan examinó con el ceño fruncido el montoncillo de números.
—Me suena.
—Gracias por el café.
—Un placer —dijo Maeve clavando las uñas en el codo de Duncan para arrastrarlo fuera del salón.
Daniella rompió el silencio soltando lo primero que se le pasó por la cabeza.
—Y a parte de sobre películas, ¿acerca de qué otra cosa escribes?
—Sólo sobre gente relacionada con el cine. Así es como me he ido haciendo un nombre.
—Espero que bien merecido. —Daniella había pensado que si Mark fuera periodista le hubiera contado lo de la congregación en el cementerio—. No quiero que pienses que me parece que no tiene mérito.
—No, desde luego. —Posó su taza sobre la alfombra y sacó el cuaderno de notas, pero no sacó la mano izquierda del bolsillo cuando preguntó—: ¿Será muy precipitado que te hiciera algunas preguntas sobre tu padre?
—No veo por qué.
—¿Aunque te pregunte sobre… —se sacó la mano, todavía vacía—… el accidente?
—Qué quieres saber.
—Bien, había bebido.
—¿Cómo es que sabes eso? Las noticias nunca lo mencionaron.
—Me lo dijeron en Oxford Films cuando me dieron tu número. Les hice algunas preguntas.
—Debes de ser un hacha en tu trabajo. —Daniella se dio cuenta de que Mark no sabía si tomárselo como un cumplido y añadió—: Nunca antes había conducido ebrio. Una vez me dijo que nunca lo había hecho y que yo no debería hacerlo. Puede que tuviera que haberse acostumbrado a hacerlo, igual así no se hubiera chocado.
—¿Por qué esa noche? ¿Se te ocurre algún motivo?
—Venía a verme —dijo, aunque no como respuesta—. Supongo que nunca lo sabré.
Mark se inclinó hacia delante y abrió levemente la boca. La compasión de Mark le trajo a la mente la imagen del coche de su padre incrustado entre los árboles e iluminado por las luces intermitentes de la policía, del cual no quedó ni la mitad.
—Lo siento —masculló, frotándose los ojos con los nudillos—. Me he acordado del coche.
—Soy yo quien debe disculparse. —Mark se levantó como si sus manos abiertas tiraran de él hacia Daniella, después volvió las palmas hacia arriba—. No pretendía hacerte sentir mal.
—No es culpa tuya. Debo recordarlo todo.
—¿Estarás bien?
Daniella respiró hondo, se tragó las lágrimas, agitó la cabeza y dijo:
—Estoy bien.
—En realidad solo quería saber si podríamos concertar una entrevista dentro de poco.
—No me importaría que volviéramos a vernos.
—Entonces perfecto.
Cuando oyó que Duncan murmuraba algo y que Maeve lo reprendía en voz baja en la cocina, Daniella especificó.
—Aunque quizá no aquí.
—Este es mi número. —Cogió el maletín y sacó una tarjeta de uno de los bolsillos de la tapa. «MARK ALEXANDER, CRÍTICO DE CINE» ponía en letras rojas gofradas sobre el fondo de grueso papel blanco, donde además venía una dirección de Whitechapel y un número de teléfono—. ¿Quieres fijar ahora el día? —sugirió.
—Dame un par de días para que acabe el trabajo de clase. Pero llámame si averiguas algo sobre mi padre que creas que yo no sepa.
—Hasta pronto. Te dejo sola, quiero decir, con tus amigos.
Cuando, de repente, se dejaron de oír murmullos en la cocina, Daniella se imaginó el gesto que Maeve le habría hecho a Duncan para que se callara después de que Mark saliera por la puerta y se despidiera levantando y ahuecando la palma de la mano. Daniella recogió la taza de Mark, que había dejado medio llena, y la suya para llevarlas al fregadero. Maeve la recibió con una mirada expectante mientras que Duncan se mostró totalmente inexpresivo.
—Debo decir que me ha parecido encantador —opinó Maeve.
—Solo quiere entrevistarme, ¿vale?
—Entonces diré que alguien va a desperdiciar una gran oportunidad. ¿Qué estás mascullando, Duncan?
—Digo que esperemos que eso sea lo único que pretende.
Daniella no sabía muy bien con cuál de los dos estaba de acuerdo cuando preguntó:
—¿Y eso? ¿No te cae bien?
—Es un poco mayor para ti, ¿no? A su edad debería elegir mejor.
—No hay mejor elección que nuestra Daniella, que ya va siendo hora de que conozca a alguien interesante.
—Ahora no vayáis a discutir por mí. Os digo que lo único que quiere es entrevistarme.
El evidente escepticismo de sus amigos estaba a punto de hacerle perder la paciencia, aunque también el hecho de no ser del todo honesta consigo misma, cuando Duncan dijo:
—Pues a mí más bien me dio la sensación de que te estaba molestando.
—No es así, Duncan. Eso fue culpa mía.
—¿Entonces qué decía de un coche?
—No deberías haber estado escuchando —le dijo Maeve a Duncan dándole con la zapatilla de deporte en el tobillo.
—No pasa nada, Maeve. No fue Mark quien sacó el tema del coche, sino yo. Me estaba acordando de lo que le pasó a mi padre. —Le dio la sensación de que se preocupaban demasiado por ella, la misma que su padre le transmitió tantas veces—. Ya os avisaré cuando necesite que me defiendan —les dijo con una sonrisa irónica.
Iba a sentarse en el sillón a hojear los números de Filmfile, cuando oyó que la pareja montaba un estrépito de tazas en el fregadero para disimular el siguiente asalto de acusaciones murmuradas. Si así era como se entendían, ella no era quién para opinar, sobre todo porque no había vivido una experiencia similar. Se sentó y abrió el ejemplar que coronaba la pila, que se le escurrió del regazo desmoronándose por el suelo. La última pregunta que le había formulado Duncan hizo que se centrara, como si de repente hubiera empezado a escuchar a la vocecita que le hablaba dentro de su cabeza. Por fin tuvo claro lo que debería haber preguntado sobre el coche.