Nektarikos

8

Daniella vagaba por el desierto. Llevaba tanto tiempo caminando que le parecía que el mundo se había reducido por completo a arena. Era incapaz de distinguir dónde el cielo, que había tomado un color metálico y estaba tan abrasado que había marchitado el sol, se unía con el horizonte. Tenía la sensación de estar encerrada dentro del bote de alguien que la observara. Al mirar hacia atrás vio cómo la arena se iba filtrando en hilos en las huellas que había ido dejando, borrándolas, pese a que no se movía la menor brisa. Cuando volvió a mirar al frente vio una silueta, informe a causa del remolino que formaba el aire. No sabía si se acercaba, se alejaba o si simplemente esperaba a que se acercara, pero cuando Daniella empezó a correr hacia la silueta, la arena cuya inconsistencia tanto le había estorbado antes empezó a solidificarse, tornando su paso tan liviano que bien podría haber escapado de aquel yermo terreno y alcanzado su propio destino. Al instante siguiente, la silueta era mucho más gigantesca de lo que el hombre más grande le parecería al más diminuto de los niños… de lo que ningún ser vivo tenía derecho a ser. Seguía sin poder diferenciar su forma debido a lo saturado de arena que se encontraba el aire, sobre todo alrededor del rostro de aquel ser. Daniella quería gritar, pero tenía la boca reseca y la garganta llena de arena. A su espalda oyó un redoblar de tambores y sintió que alguien le seguía de cerca. Antes de que pudiera girarse percibió un destello metálico, y se sintió vacía como el desierto al ver un mar rojo extendiéndose ante ella. Quizá aquello sólo simbolizaba la eternidad, pensó antes de despertarse sobresaltada.

Tenía la boca seca, en parte por el miedo, y le dolía la cabeza como si le hubieran golpeado en ella para volver a dormirla. El redoble de tambores no había desaparecido. Aquel acelerado martilleo, un caos de ritmos que no parecía que jamás fueran a entrar en armonía, resonaba por fuera de la ventana. Se quitó de encima la revuelta sábana, se acabó el vaso de agua, lo dejó sobre la mesa, que llegaba a la altura de su cabeza, y lo volvió a llenar con la jarra, la cual le sorprendió porque en lugar de estar llena de agua ya casi solo contenía unos musicales cubitos de hielo. El tamborileo seguía llegando desde el otro lado de las cortinas azules de la pared blanca, por lo que pensó que todavía no se habría despertado del todo. Se acercó con torpeza a las cortinas y las descorrió tanto como sus brazos le permitieron.

Allí estaba el mar, cuya calma alivió el estruendo que le embotaba la cabeza. Solo una estela ondulante rompía aquella inmensa joya azul. Aquella espuma provenía de una lancha cargada de hombres y mujeres en traje de baño, a quienes habían recogido en la ensenada que había en el extremo más apartado de la isla respecto del puerto. Cerca de la villa, al otro lado de una piscina azul claro, se veía a media docena de mujeres agitando árboles con palos, haciendo caer las aceitunas que recogerían con las redes redondas que había colocado a tal efecto. Nana estaba sentada ante una elegante mesa de patas finas que había en la terraza a la sombra de la villa; Daniella vio cómo le dio un sorbo a un vaso de tubo antes de marcar con agilidad y delicadeza un número con un teléfono móvil.

—Que Berthold me llame en seguida —ordenó antes de dedicar toda su atención a la invitada—. Daniella. ¿Te encuentras mejor? Espero que mis isleños no te hayan despertado.

—No te preocupes. Necesitaba levantarme.

—¿Te apetece algo antes de cenar?

—¿Cenar?

—Has dormido toda la noche y casi todo el día.

Aquello hizo que Daniella pensara que todo era más irreal todavía.

—Creo que una ducha me vendrá muy bien —dijo.

—Has visto que hay una nada más salir de tu habitación, ¿verdad? Si necesitas algo, no dudes en avisarme.

El generoso estante de mármol situado junto a la ducha sin cortina que había al lado del inodoro en el blanco y espacioso cuarto de baño contenía jabones, geles de ducha, champúes y acondiciona dores, todos ellos marca Nana s Glamour, así como una esponja más grande que su cabeza. Se duchó y enjabonó hasta que el fuerte chorro de agua y el masaje que se dio para lavarse el pelo se llevaron aquella sombra que le abotagaba la cabeza, tras lo cual se secó con la toalla más mullida que había usado nunca. Se puso la ropa interior y un vestido corto y ligero, después colgó la ropa en la alacena ropera y dejó el resto en un cajón bajo, mientras el estrépito de los palos que azotaban los olivos iba apagándose hasta desaparecer. Aunque el aire seguía cargado del chirrido de las cigarras por toda la isla, Daniella oyó la voz, inquietantemente tranquila, de Nana:

—Ponme con él.

Daniella tardó un poco en salir de la casa. Primero atravesó el pasillo hacia el vestíbulo, al otro lado del cual estaban las habitaciones del servicio y una cocina en la que la mitad de las superficies eran de mármol y donde había un guiso hirviendo a fuego lento sobre un quemador impecable, atendido por una mujer vestida de negro. Cuando la mujer sonrió a Daniella, esta salió a la terraza. Nana le hizo un gesto para invitarla a sentarse, y tocó con la yema del dedo un vaso idéntico al suyo, en el que vertió vino de una jarra roja de cerámica antes de inclinar la cabeza sobre el teléfono.

—Ya te he escuchado Berthold, ahora escúchame tú. Tus errores no le hacen ningún bien a mi negocio, así que coge el cheque y desaparece, y dame las gracias porque me estoy portando demasiado bien contigo. Y que no se te ocurra demandarme porque perderás y lo mismo hasta te dejo sin indemnización.

Nana no había apartado los ojos de Daniella durante todo su monólogo. Colgó y posó su suave y fría mano sobre la muñeca de su invitada.

—No puedo ser más blanda que los hombres —dijo—. Esta no es la anfitriona que conocías, ¿verdad?

—No.

—Puede que las actrices nunca dejemos de actuar.

—Antes pensaba que era lo que quería ser.

—Intenta no sentirte como creo que te sientes. A veces, cuando yo tenía tu edad, sentía como si la vida ya no tuviera sentido.

Daniella dio un trago de vino, aunque era un poco seco.

—Empezaba a tenerlo, ¿no es así?

—Gracias a tu padre. Gracias a que necesitaba un nuevo rostro que dijera unas pocas líneas antes de que me apuñalaran por la espalda en su película griega de espías.

—Debiste de decirlas muy bien.

—Estaba convencida de que alguien se fijaría en mí cuando me llegara mi oportunidad. Tienes que saberlo cuando se presenta. Dijeron que robé la escena, incluso el protagonista lo pensaba. Por eso Teddy confió en mí para que hiciera de niñera en su siguiente película.

Cada vez que Daniella oía el nombre su padre sentía como si le estuvieran hurgando en las tripas con un cuchillo. Dio otro trago de vino tinto y se pellizcó los labios con los dientes.

—¿No te gusta? —preguntó Nana.

—Está bien. Es bueno.

—Lo hacen unos amigos en tierra firme. Me van trayendo según se me va terminando.

—¿No había aquí gente antes? —Daniella señaló a la rocosa ensenada situada al otro lado de los estridentes árboles, donde la estela espumosa había desaparecido hacía ya un buen rato—. Pensé que habrían venido a darse un baño.

—Durante las vacaciones viene un barco un par de veces por semana. Lo lleva un amigo mío. Nadie viene a mi isla a menos que yo lo invite.

Daniella pensó que todo aquello la superaba. Nana, que imaginaba cómo podía sentirse, volvió a posar su mano sobre la muñeca de la invitada:

—Recuerda que has venido a recuperarte y que no tienes por qué contarme nada si no te sientes preparada.

Pese a todo, Daniella quiso cambiar de tema.

—¿Crees que volverás a actuar?

—Ahora me encuentro al otro lado del negocio del glamour. Me retiré mientras todavía conservaba mi belleza, antes de que tuviera que retocar mi imagen. —Dedicó una sonrisa a Daniella que reveló una sola arruga en cada una de sus mejillas, y dijo—: Theo servirá la cena en seguida. ¿Quieres hacer alguna otra cosa primero?

—¿Puedo llamar a casa?

—Claro que sí —contestó Nana ofreciéndole su rechoncho teléfono móvil—. ¿Te dejo sola?

—Si no te importa, Nana. Es un poco…

—No necesitas explicarme nada. Avísame cuando termines —dijo Nana mientras entraba en la casa con su vaso.

Daniella esperó a que las pisadas de las sandalias sobre el mármol llegaran a la cocina antes de marcar el número de Oxford de Chrysteen. Antes de que el teléfono de Chrysteen empezara a sonar Daniella ya había rodeado la piscina y se había metido entre las redes tendidas al pie de los árboles. Los escarabajos revoloteaban en silencio a su alrededor, cuando la madre de Chrysteen dijo:

—Alele Hastings. ¿Dígame?

Cuando los escarabajos reforzaron su canto Daniella temió que revelaran dónde estaba. Intentaba abrir la boca para decir no sabía muy bien qué, cuando oyó la voz de Chrysteen de fondo preguntar:

—¿Es para mí?

Tendría que valerle con esto por ahora. Oír a la madre de Chrysteen le había hecho sentirse culpable por no llamar a la suya. Colgó el teléfono y marcó el número de su madre. Apenas habían sonado un par de tonos cuando su madre contestó:

—¿Hola?

Sonaba tan angustiada y cercana que Daniella deseó estar a su lado para abrazarla.

—Soy yo, mami.

—Daniella —dijo su madre entre acusándola y dando gracias a Dios—. ¿Dónde estás?

—Estoy bien.

—¿Dónde?

—Con alguien que me cuida muy bien. No te preocupes, mami, estoy perfectamente.

—Mira que eres tozuda. ¿Por qué no quieres decirme dónde estás?

—De momento prefiero no decírtelo, ¿de acuerdo? Por si alguien que no quiero que lo sepa te pregunta y te sientes obligada a decirle la verdad.

—¿A quién te refieres?

—A todo el mundo —respondió Daniella. Sintió un escalofrío, aunque no a causa de situarse bajo la sombra de un olivo.

—¿Y si es alguien que quiere lo mejor para ti?

—No será por eso. Estoy segura.

—Oh, Daniella, ¿te estás escuchando? Intenta oír tus propias palabras.

—Me oigo muy bien.

—¿Entonces no ves que necesitas ayuda? Nadie quiere hacerte ningún daño. Hay mucha gente que se preocupa por ti casi tanto como yo. Solo quiero que vuelvas a ser la misma que eras antes de que te enfadaras y confundieras tanto por lo de tu padre. No hay más motivos y no soy la única que piensa así.

Daniella estaba a punto de contarle a su madre cosas que no sabía si creería o asimilaría, cuando su madre añadió:

—¿Se puede saber dónde estás? Suena horrible. ¿Qué es todo ese ruido?

—Son bichos, mamá. No hacen nada.

—A mí no me da la sensación de que estés segura. ¿Cuándo podré verte? ¿Cuándo vas a volver?

—Todavía no lo sé. Tengo que hacer algunas cosas antes.

—¿El qué? ¿No puedes contarme eso al menos?

—Te prometo que lo sabrás pronto. Ahora será mejor que te deje. No quiero que la factura se hinche demasiado. Intentaré llamarte en otro momento, pero recuerda que estoy con alguien en quien confío.

—¿Estás muy lejos? ¿Has salido del país?

—Puede —dijo Daniella, aunque en seguida se arrepintió de dar esa pista—. Tengo que dejarte. Te quiero —dijo antes de colgar.

Le dio pena pensar que su madre no podría localizarla; la central telefónica no podría identificar un número que llamara desde el extranjero. ¿Acaso habrían intervenido el teléfono de su madre, quizá sin su consentimiento? Daniella tenía que pensar que no; no debía dejarse llevar por el pánico cuando ya no le quedaba otro sitio adonde huir. El coro de los insectos se iba intensificando a sus espaldas mientras regresaba a la villa.

Nana estaba en la cocina viendo cómo la anciana removía el guiso y conversando con ella en un apresurado griego.

—Daniella, Theo —dijo—. Theo, Daniella.

Daniella cogió la curtida mano morena que hacía juego con el arrugado rostro angular coronado por un prieto moño canoso.

—Hérete —dijo Theo.

—Theo te dice hola.

—Ojalá supiera decir algo en vuestro idioma.

—Veré si te puedo conseguir un libro de frases. Aquí no tengo ninguno —dijo Nana sujetándose el móvil en el cinturón—. Gracias.

—¿Puedo pagarte la llamada?

—Por supuesto que no, querida. Guárdate el dinero.

—He traído algo, pero no lo he cambiado por moneda griega.

—No te hará falta mientras seas mi invitada.

—Eres muy amable —dijo Daniella. Se sintió un tanto incómoda al preguntar—: ¿Puedo ayudarte en algo?

Nana le dijo algo a Theo, que le dio un delicado sorbo al cucharón antes de acercárselo a Nana para que lo probara.

—Por supuesto, cenarás conmigo —dijo Nana—. Vamos a ver el atardecer.

En la terraza Nana sirvió vino de la jarra rellenada mientras la anciana servía ambos platos con el cucharón.

—Estofado griego —dijo Theo.

Pese a que Daniella no había comido nada desde hacía más de un día, se sorprendió al descubrir que estaba hambrienta. Cuando Theo las dejó solas pensó que se suponía que tendría que iniciar alguna conversación, sin embargo la anfitriona pareció haberse dado cuenta de que sería mejor guardar silencio para que pudiera sentir la tranquilidad del entorno. El sol fue hundiéndose y tiñéndose de rojo mientras la estela escarlata de un cometa surcaba un mar tan inmóvil como el despejado cielo. Cuando el sol empezó a emitir su resplandor carmesí escondido tras el horizonte, Daniella se sirvió otro vaso de vino y rellenó el de Nana.

—Gracias, gracias de corazón por dejarme venir —dijo—. Me has salvado. Siempre lo recordaré.

—Ahora no hace falta recordar nada. —Nana se quedó mirando fijamente su vaso de vino tinto—. Puedes quedarte todo el tiempo que necesites. Eres más bienvenida de lo que crees —dijo poniendo su mano sobre la de Daniella—. Siento como si me hubieran regalado la hija que nunca tuve.