La Biblia fue escrita para justificar las creencias de aquel entonces y para responder a las preguntas más controvertidas de manera que no hubiera lugar a discusión. Por tanto, a la mujer se le consideraba un simple apéndice del hombre y se le enseñaba a comportarse como tal, seguramente porque los hombres eran incapaces de enfrentarse a las mujeres independientes, igual que sigue ocurriendo aun hoy en día. Un exceso de cultura o de curiosidad sólo podría desencadenar el mal. El recuerdo o la leyenda de alguna gran inundación se fue transformando hasta el punto de que la humanidad lo tomó como aviso: si actuaba contra la ley de la Biblia, el mundo conocería su final. Incluso la diversidad de idiomas se consideraba consecuencia de la ambición humana. A Daniella le parecía que el hecho de que existieran distintas lenguas era algo de lo que alegrarse en vez de algo de lo que hubiera que buscar un culpable, pero quizá quienes escribieron la Biblia, por no hablar de los que idearon las historias que en ella se cuentan, se sintieron identificados con el caos precedente, viéndose obligados a inventar creencias que relegaran ese caos al pasado. Daniella estimó que con estos argumentos ya podría llenar una página de su trabajo, pero apenas había encendido el ordenador y abierto una nueva página cuando se percató de que alguien la observaba desde el parque.
Aquel hombre se escondía tras un arbusto del otro lado de la verja de enfrente de su ventana. Solo se le veían la cabeza y los hombros, cubiertos con alguna prenda blanca. Llevaba su pelo pardusco tan corto que parecía una mata de hierba seca brotando de una maceta blanquecina. Tenía la boca torcida, haciendo una mueca que Daniella no sabía cómo interpretar, y sus ojos oscuros parecían unos agujeros excavados en piedra. Daniella lo miró con una rabia que le abrasó los ojos y ya estaba a punto de dar un salto y sacar la cabeza por la ventana, sin pensar en qué iba a gritarle, cuando aquel individuo se tambaleó a un lado, empujado por un Yorkshire Terrier. Por si no le había quedado clara la presencia del hombre, este se sacó del bolsillo una bolsa de plástico y se agachó con cara de asco tras el arbusto para recoger algo que en seguida arrojó en el cubo de basura más cercano.
—Mierda —musitó Daniella. Eso explicaba la presencia del perro y, por ende, del hombre, aunque también valía para describir el grado de paranoia de Daniella. Estaba harta de sentirse a merced de su ignorancia. Por lo menos en la universidad no le presionaban mucho; no tendría clase de filosofía durante tres días, además el profesor le había dejado hasta principios de otoño para terminar el trabajo, por simpatía hacia el padre. De no ser porque se paró a escribir sus ideas para el trabajo y a apagar el ordenador, hubiera salido de su cuarto como una bala.
Cerró la puerta de la casa con llave y salió a paso ligero hasta la cabina de la calle principal para llamar al servicio de información gratis en vez de pagar al llamar desde casa. El olor a aftershave que alguien había dejado se le incrustó en las fosas nasales mientras se apuntaba en la palma de la mano el número que le habían dado. Cuando salió de la cabina y cayó sobre ella el pesado sol de julio, un hombre que paseaba a una niña demasiado pequeña para el tamaño de la sillita de paseo se le quedó mirando a la mano como si intentara descifrar un jeroglífico. Daniella volvió a entrar en casa y dejó la puerta abierta para que entrara más luz mientras marcaba el número; entre tanto, pasó el dedo por la leve marca que el manillar de la bicicleta de Duncan había hecho sobre el papel pintado. Ya era la tercera vez que la palpaba, cuando una enérgica voz de mujer dijo:
—Beacon.
—¿Podría hablar con el señor Trask?
—¿Puede decirme su nombre?
—Daniella Logan. Conocía a mi padre. Teddy Logan. Bueno, a mí también.
—Voy a consultar si se puede poner —dijo la recepcionista antes de activar una marcha de Elgar. Antes de que la melodía se hiciera pesada, la recepcionista la detuvo—. Ahora mismo le pongo con él.
—Daniella —dijo Bill Trask al instante—. ¿Estás en la ciudad? Pásate por aquí.
—Estoy en York.
—Levantando el país, espero.
—Estoy escribiendo un ensayo y trabajo de camarera.
—Parece que estás bastante ocupada. Estabilidad, eso es por lo que hay que luchar. Sé que aprecias lo duro que tu padre trabajó para conseguirla —dijo el dueño del periódico. Daniella notó que respiraba con pesadez por su nariz teñida del color que da el vino, a cuya degustación, si seguía en la línea en que iba en el velatorio de su padre, dedicaba una generosa parte de su tiempo—. No era de los que desaparecían si no había necesidad, igual que yo. Siempre me encontrarás aquí, controlando al personal. No quiero que se me duerman.
—Por eso le he llamado, porque sabía que estaría ahí.
—¿Hay algo que hayamos publicado con lo que no estés de acuerdo? Si no hemos sido del todo exactos solo tienes que decírmelo.
—Me preguntaba si han escrito algo sobre mi padre.
—Lo sabrías si leyeras nuestro periódico, ¿no es así? —No sonó muy enfadado, ya que el tono de su voz no varió cuando añadió—: Por supuesto que sí. El titular decía: «Muere el dechado del cine británico». Doble página sobre la carrera de Teddy, aunque no profundizamos demasiado en las circunstancias que lo apartaron de nosotros, solo que murió en un accidente automovilístico.
—Gracias. Solo que me refería a si tenían algo sobre lo que ocurrió después del funeral.
—¿A qué te refieres?
—¿No se lo contó el señor Hastings? Pensé que le habría hablado del tema puesto que se trataba de mi padre y ambos lo conocían. Intentaron profanar su tumba después de que se fuera todo el mundo.
—Por el amor de Dios, el mundo está lleno de delincuentes. El punto al que hemos llegado es consecuencia del derrumbamiento de los valores familiares. —Parecía dispuesto a parafrasear algún artículo del Beacon, aunque después añadió, ya no tan acalorado—. Supongo que Simon pensó que no sería adecuado publicarlo.
—¿No cree que deberían escribir algo si le parece tan diabólico?
—Si no he entendido mal, has dicho que fue la noche del funeral.
—Así es.
—Entonces, por desgracia, ya no es actualidad. Aunque tenga que ver con el bueno de Teddy, no podríamos justificar publicarlo tan tarde.
—Acaban de encontrar el coche que una de aquellas personas utilizó aquella noche.
—Deja que lo consulte con la policía y puede que después me ponga en contacto contigo.
Daniella colgó, se sentó en el peldaño de la entrada y se quedó arrancando las hierbas del arriate que tenía a su alcance. Los pájaros del parque piaban con la misma intensidad con que brillaba el sol. Justo cuando acababa de decidir que continuaría con su trabajo, sonó el teléfono. Tiró los tallos secos que había arrancado y se sacudió la tierra de las manos mientras entraba y contestaba:
—Sí, soy yo.
—¿Chrysteen? —Daniella comprendió la impaciencia del hombre cuando dijo—: Tú no eres mi hija.
—No está, señor Hastings. Soy Daniella.
—Quería hablar contigo. Acabo de hablar con Bill Trask.
—Yo también.
—Precisamente.
Como lo dijo a modo de reprobación, Daniella le espetó:
—¿Y qué le ha dicho?
—Estamos de acuerdo en que al periódico no le convenía hablar del asunto.
—¿Por qué no?
—Su postura es que ya ha pasado mucho tiempo. El hecho de que un coche se salga de la carretera no da mucho juego como noticia. Yo creo —y ten esto muy en cuenta, por respeto a Teddy— que no conseguiríamos más que atraer a la gente equivocada a su tumba, morbosos y demás calaña. ¿Cómo te sentirías si eso ocurriera?
—No me haría ninguna gracia pero…
—No te sientas culpable. Sabemos que obraste de buena fe. Como amigo, permíteme sugerirte que te tomes un tiempo para aclarar lo que sientes tras la muerte de tu padre. ¿No te ofreció su ayuda Eamonn Reith? Quizá deberías considerarlo.
—Gracias —dijo Daniella antes de despedirse con la formalidad que de ella se esperaba y colgar el teléfono. Desde la puerta miró el jardín encerrado entre sus verjas, lo que le hizo recordar el mundo real. Tenía la sensación de que a nadie excepto a ella le importaba lo ocurrido en el cementerio. Podría haber pensado que esperaban que creyera que no había pasado nada fuera de lo normal.