6

Daniella salió del seminario de filosofía rebosante de ideas sobre los orígenes de las creencias, acerca de la mayoría de las cuales discutía con su profesor. No le convencía en absoluto que la necesidad de creer consistiera simplemente en un mecanismo evolutivo más, por una sencilla razón, no contribuía a la supervivencia de la raza humana. La cantidad de gente que había muerto por sus creencias era mucho mayor que la que había caído con el paso de la evolución, y Daniella no comprendía que eso tuviera mucho que ver con la supervivencia de los más aptos ni de los más sanos, sin embargo su instinto le decía que la inclinación a desarrollar una creencia o a encontrar una que parezca darle sentido a la vida era algo más que una simple manera de provocar conflictos que mantuvieran la población humana bajo control. ¿No era el ansia de fe la cualidad más humana, por no decir que era lo único que nos hace humanos? Daniella empezó a meditar sobre el nacimiento de las primeras creencias, aquella humanidad en pañales luchando por ir puliendo su rudimentaria existencia en un mundo en que todo debía de parecer estar imbuido de una fuerza sobrenatural, incluso de un dios. Por muy ingenuas que nos resulten aquellas percepciones, ¿acaso no eran más puras que las de ningún hombre de la actualidad, más cercanas al nacimiento de alguna creencia? Caminaba apresurada por el camino en dirección al aparcamiento, ansiosa por sentarse delante del ordenador de su habitación, cuando algo le hizo ir más despacio. Un coche que le resultó muy familiar iba asomando el morro por delante del suyo. Era negro. Tenía portón trasero. Poco a poco fue apareciendo el número de la matrícula: D, 9, 4, 9… Ya estaba mirando llena de rabia la cara del conductor, que permanecía a la sombra del parasol del parabrisas, cuando aparecieron el resto de las letras. Eran JRC, por lo que Daniella le dedicó una sonrisa de disculpa al gafoso profesor de greñas grisáceas de literatura popular, que le saludó con un parpadeo antes de desaparecer con su coche. Daniella debía dejar de sentirse perseguida y observada.

Hubiera preferido no fijarse durante su vuelta a casa en todas aquellas placas de matrícula que tenían una Q que le hacía pensar qué estaba ocurriendo. Ninguno de los vehículos era negro y tenía portón trasero al mismo tiempo, pero había empezado a preguntarse si el vehículo que había visto junto al cementerio no sería robado o si no habría confundido el color a causa de la oscuridad. Después de alejarse de la multitud al meterse por Skeldergate Bridge se vio seguida a lo largo de Nunnery Lane por un siniestro cinco puertas rojo oscuro. Hasta que no pasó de largo cuando Daniella se metió por Blossom Street, esta no pudo estar segura de que la matrícula no mostraba ninguno de los números o letras que andaba buscando.

El Accord ámbar de Chrysteen y el Mini malva de Maeve estaban lo bastante separados entre sí para que Daniella pudiera aparcar delante de la casa. La fría corriente de aire que se coló cuando Daniella entró en la casa azotó el sombrero de fiesta que reposaba sobre la lámpara del vestíbulo y revolvió también los libros que contenía la cesta de la bicicleta de Duncan. La tapa del libro que estaba encima de todos se abrió de golpe e hizo sonar el timbre de la bicicleta, lo que hizo que Maeve o Chrysteen susurraran en la cocina:

—Ya ha llegado.

La voz de Daniella sonó más afilada de lo que pretendía.

—¿Qué pasa ahora?

Maeve y después Chrysteen se acercaron a la puerta de la cocina y Duncan asomó su larguirucho rostro tras el marco del salón como impulsado por el hoyuelo de su barbilla. Las dos chicas llevaban vestido, a lo cual no acostumbraban dentro de la casa.

—Hemos pensado que podríamos celebrar nuestro aniversario —explicó Chrysteen.

—¿Qué aniversario? —preguntó Daniella.

—Diez meses y tres días, —concretó Duncan—, es el tiempo que llevamos conviviendo.

Daniella supo en seguida que lo que pretendían era que se olvidara de sus problemas y que su paranoia no le había permitido darse cuenta primero. Cuando hizo que todos se acercaran para darse un abrazo colectivo le llegó el olor del guiso de verduras tailandés de Maeve hirviendo a fuego lento en la cocina.

—¿Me da tiempo a hacer un par de cosas antes? —dijo por fin.

—Media hora si te sientes inspirada —respondió Maeve.

Daniella subió corriendo por las escaleras y estiró el edredón blanco y negro de su cama hasta la almohada. Se sentó en su escritorio y encendió el ordenador, demasiado tarde. En el parque, un perrillo moteado había provocado un gran alboroto entre los muchachos que estaban jugando al fútbol, aunque estos no eran el problema. Daniella escribió las ideas a las que había estado dando vueltas durante el seminario y las guardó, después se puso el vestido corto negro y se alegró al darse cuenta de que nunca había tenido la oportunidad de impresionar a Blake con él. Cuando volvió a bajar formuló una pregunta que le atormentaba:

—¿Me ha llamado alguien mientras he estado fuera?

—Te lo hubiéramos dicho —respondió Maeve juntando sus pecas al fruncir el ceño.

—¿Creéis que tendría que llamarlos? Ha pasado una semana.

—Podrías. —Al sondear la mirada de Daniella, Chrysteen añadió—: Deberías.

Daniella dio un nuevo paseo hasta la planta de arriba para coger el listín telefónico. Marcó un número que había escrito a lápiz y jugueteó con el timbre de la bicicleta de Duncan al ritmo de los tonos del teléfono, hasta que una voz de mujer contestó:

—Policía de Oxfordshire.

—Hola, soy Daniella Logan. Alguien intentó profanar la tumba de mi padre la semana pasada.

En cuanto terminó de decirlo le sonó demasiado banal, aunque no hubo respuesta desde el otro lado del hilo telefónico.

—Y usted llamaba para…

—Para ver si han descubierto algo.

—Puede que sí. ¿Puede esperar un minuto? —No exageraba, pues a los pocos segundos parecía que habían colgado. Tras un dilatado intervalo, la mujer continuó—: Me temo que el oficial con el que usted tiene que hablar no está de servicio ahora.

—¿Y cuándo lo estará?

—Mañana por la tarde, de modo que si desea intentarlo mañana…

—¿No puede ayudarme otra persona?

—En este momento no hay nadie más disponible.

—Ha dicho que el agente tenía algo. ¿Sabe de qué se trata?

—Lo siento. No estoy autorizada para hablar sobre los casos.

—Querrá decir que no quiere hacerlo —dijo Daniella con un resentimiento que le hizo sentirse infantil y colgó—. ¡A comer! —gritó.

El estallido de un corcho hizo que Maeve saliera corriendo del comedor.

—¿Te han dicho algo? —preguntó esperanzada.

—No hay nadie con quien pueda hablar. No pienso preocuparme —le contestó Daniella mientras le ayudaba a llevar los aguacates rellenos de gambas a la mesa del comedor, sobre la que habían encendido unas estilizadas velas. La luz de las llamas, tenue a esa temprana hora del atardecer, le trajo recuerdos que tuvo que desechar mientras tomaba asiento en la cuarta de las sillas de respaldo alto y asiento mullido. Duncan le sirvió un vaso de vino que, aunque no era champaña, hacía interminables columnas de burbujitas, y alzó el suyo.

—¡Por la casa de Daniella! —brindó.

—¡Por la casa de Daniella!

—Nuestra casa —corrigió Daniella y hundió la cuchara en su trozo de pera de piel dura—. Gracias a todos. Esto es justo lo que necesitaba.

Chrysteen esperó a que Daniella acabara con la pera antes de preguntarle:

—¿Qué es eso que se nos ha pasado y que tanto te atormenta?

—Es solo que me gustaría no tener que esperar hasta mañana para saber qué ha averiguado la policía.

—¿Quieres llamar a mi padre?

—No quiero estropear la velada.

—Disfrutaremos mucho más —dijo Duncan— cuando te aclaren algo.

—Voy a apagar la olla —dijo Maeve al tiempo que retiraba su silla.

Chrysteen salió con ella del comedor. Daniella oyó el zumbido del dial y el tamborileo de los dedos de Chrysteen sobre el plástico y después esta dijo:

—¿Papá? Soy yo… Nada… Estoy bien… Tirando, como siempre… Solo un trabajo de psicología… Estábamos cenando… Solo nosotros cuatro… Sabes que te lo diría si saliera con alguien… La verdad es que no llamaba por mí. ¿Te importa que te pase a Daniella?

Daniella notó el calor de auricular cuando el padre de Chrysteen dijo:

—Daniella. ¿En qué puedo ayudarte?

—Me preguntaba si habrías averiguado algo sobre el coche que vi.

—Sí, desde luego. ¿No se han puesto en contacto contigo?

—Llamé pero no había nadie que pudiera decirme nada.

—Pues te diré que hemos investigado a todos los coches sospechosos, no solo a los pocos que coincidían con tu descripción, sino a todos cuyas matrículas concordaban con la que nos diste. Ya hemos descartado casi todos. El sospechoso es un cinco puertas azul marino, propiedad de una pareja de Banbury, no muy lejos de Oxford.

—Podría ser. De noche parecería negro. ¿Quién…?

—Por desgracia, no podernos responder a eso.

Daniella tuvo la sensación de que el padre de Chrysteen le había quitado un peso de encima sólo para volver a cargárselo de golpe.

—¿Por qué no?

—Porque el coche fue robado a los propietarios aquella noche. Al día siguiente lo encontraron abandonado en Aylesbury.

—¿Y por qué no me lo dijo nadie?

—Supongo que porque no podían sospechar de ese coche hasta no haber investigado el resto. Quizá el conductor pensara que podrías haber tomado la matrícula y por eso lo abandonó.

—¿Encontraron huellas?

—Por desgracia quemaron el coche. Ni siquiera nuestros expertos consiguieron tomar ninguna huella de los restos. Intenta no darle más vueltas, ¿me harás ese favor como amigo? Comprendo que te alarmaras, pero estarás de acuerdo en que tampoco causaron muchos destrozos.

—Seguro que porque no les dio tiempo. Todavía tengo la sensación de que me siguen.

—¿Has visto a alguien?

Respondió que no, pero no por ello se le pasaron los nervios, acrecentados por la pregunta de Simon.

—Creo que no —dijo.

—Estoy seguro de que no hay nadie. ¿Se te ocurre algún motivo por el que los asistentes a aquella misteriosa reunión iban a querer molestarte? ¿No crees que se asegurarían de que nunca tuvieras la oportunidad de identificarlos?

—Eso espero. Es solo que…

Daniella oyó que al otro lado del auricular sonaba un timbre, cuya melodía imitaba a un fragmento de la conocida obertura de Guillermo Tell.

—¿Puedes abrir, cariño? —dijo antes de volver a dirigirse a Daniella—. Ahora tengo que atender a unos invitados muy importantes, pero siempre que necesites el consejo de un padre, ya sabes dónde encontrarme. No dudes en llamarme.

—Gracias, lo tendré en cuenta —dijo Daniella, aunque no se sintió muy animada, y regresó con sus amigos para contarles lo que Simon le había dicho—. ¡A la mierda con esa gente! —exclamó Duncan y todos estuvieron de acuerdo con él; aunque Daniella solo hacía ver que pensaba igual. Se había dado cuenta de que no descansaría hasta saber por qué le parecía tan importante.