Cuando Daniella cerró la puerta y atravesó el vestíbulo apresurada para contar todo lo ocurrido, encontró a su madre dormida frente a la pantalla, vacía como un limbo nebuloso. La copa de gin-tonic, aún medio llena, descansaba a sus pies, calzados con unas pantuflas de ante, a modo de tributo. Parecía más vieja e indefensa que nunca, exhausta después de hacerse la viuda. En vez de despertarla, Daniella cogió el vaso y dio un trago; los cubitos de hielo se habían derretido casi por completo, pero al menos se refrescó la garganta. Cerró la puerta con cuidado y atravesó el vestíbulo con sigilo en dirección al estudio de su padre.
De pequeña, y hasta hace no tanto, le encantaba sentarse en su espaciosa silla para dar vueltas, reclinarse, hundirse y saltar; pero ahora le parecía como si intentara ocupar un espacio que nunca podría llenarse… el de su padre. Encendió la luz del techo y el flexo alargado del escritorio. Mientras decidía a qué número llamar, los lomos de los libros de la estantería acristalada fueron inundando su cabeza de títulos: En los viejos tiempos, Los secretos de las finanzas, la Biblia descifrada, que tenía entre sus páginas una nota de saludo de Midas Books. Victor Shakespeare, de Midas Books, se encontraba en el extranjero pero había enviado un generoso telegrama para que Alan Stanley lo leyera en voz alta en el funeral. Cuando se quitó de la cabeza la voz de Alan Stanley, que no le dejaba marcar el número de emergencias, decidió abrir de golpe el listín telefónico sobre el secante verde de adorno.
—Policía de Oxford.
—Quería dar parte de…
—¿Puede hablar más alto, por favor? No puedo oírle.
Daniella no quería despertar a su madre antes de colgar. Sin levantar mucho más la voz, dijo:
—Quería dar parte de un grupo de gente revolviendo en una tumba.
—¿Está ocurriendo ahora?
—Ahora mismo no. Casi. Bueno, hará como media hora, un poco más. Se han ido.
—¿Quién?
—Quienes fueran. Los vi y tengo una matrícula.
—¿Puede decirme su nombre?
—Se lo diré pero déjeme darle…
—Primero necesito su nombre.
—Daniella Logan. Era la tumba de mi padre. Lo han enterrado hoy.
No pretendía que eso causara ningún efecto sobre la voz enérgica y eficiente del otro lado del teléfono, pero se produjo una pausa antes de que la mujer dijera:
—¿Se refiere a Teddy, perdón, Theodore Logan? ¿El caballero de Oxford Films?
—Era mi padre.
—¿Y dice que había alguien asaltando su tumba?
—Eso es, y tengo un número de matrícula casi completo. No sé de qué año es, pero el resto es 9, 4, 9, Q, U y no sé qué más.
—¿Puede describir el coche?
—Negro. Un cinco puertas, salió en dirección a la autopista.
—Usted está ahora en la casa del señor Logan, ¿verdad? Enseguida pasará alguien por allí, señorita Logan.
—Es en Chiltern Road —consiguió añadir Daniella por los pelos. Mientras aún sostenía el auricular entró su madre en el estudio, todavía pestañeando y frotándose los ojos.
—Espero que sea algún chico —dijo.
—Han colgado ya.
—Pero lo era, ¿a que sí?
—Nada de novios. Puedo vivir sin ellos.
—Dime que es temporal.
—Puede. Tengo un montón de amigos.
—Me alegro, pero aun así… —Se tapó la boca con los dedos como si no quisiera seguir entrometiéndose—. ¿Quién era entonces? No soy una gran entusiasta de los secretos.
—Es solo que no quería que te alarmaras nada más despertarte. Era la policía. Yo la avisé.
Su madre pestañeó fuerte como para despejar la cabeza y Daniella iba a empezar a contárselo todo cuando el crujido de las piedrecillas de fuera la interrumpió. Su madre corrió hacia el salón.
—Qué raro, —dijo—, es Simon Hastings.
Daniella se apresuró a abrir la puerta de la entrada mientras el padre de Chrysteen se acercaba.
—¿Chrys está bien? —preguntó preocupada.
—Así lo espero. Al menos lo estaba cuando la vi subir al tren. —Se frotó y sacudió su cabeza rapada, tensando los músculos maxilares que rompían la geometría cuadrática de su rostro—. ¿Habéis hablado? —preguntó antes de acabar de despejarse.
—No, pensaba que ella era el motivo de tu visita.
—He venido por tu llamada —dijo, y cerró la puerta después de entrar—. Me había acercado a la comisaría para ver a un viejo amigo y oí que mencionaban el nombre de tu padre.
—Has sido muy rápido —dijo la madre de Daniella saliendo al vestíbulo.
—Salí en cuanto lo supe. ¿Por dónde, oh…?
—Teddy pensaría que soy la peor anfitriona si me viera, ¿verdad? Disculpa, acababa de levantarme de una siestecita. —Volvió al salón y se sentó derecha sobre el borde del sofá, desde donde cogió el vaso sorprendida, quizá preguntándose si habría olvidado terminarse el gin-tonic.
—¿Puedo ofrecerte algo, Simon?
—No, enseguida volveré a coger el coche. —Se apoyó contra el cremoso mármol de la repisa de la chimenea mientras Daniella se acomodaba en un sillón.
—Daniella, ¿decías que había alguien revolviendo en la tumba?
—Como doce hombres. Intentaban destaparla.
—¿Viste a alguno de ellos cavando?
—No, debí de llegar después que ellos. Hasta que no salieron todos corriendo no pude ver que la hierba que cubría la tumba estaba pisoteada. No les vi hacer mucho más, pero…
—Estás segura de que los viste —afirmó su madre, pero pensando más bien lo contrario—. Sé que estás más afectada de lo que dejas ver a la gente y debía de estar muy oscuro, ¿no es cierto?
—En cualquier caso, es una jovencita muy perspicaz. ¿Qué crees que fue lo que viste?
—No solo lo creo. Todos ellos sostenían una antorcha. Linternas o bastones.
—¿Viste si los utilizaron para algo?
—No, pero es que no los observé mucho tiempo. Me vieron y salieron corriendo.
—¿Pudiste identificarlos?
—No pude verles la cara, pero me quedé con un número de matrícula casi entero.
Simon asentía con la cabeza con aparente satisfacción mientras la madre de Daniella le preguntaba aguantándose una risa entre afectuosa y nerviosa:
—¿Entonces qué opinas de todo esto, Simon? ¿Alguna vez habías oído algo parecido?
—Me inclino a creer que sí. Sugiero que vayamos a echar un vistazo.
—¿Todos?
—Así no discutiremos sobre qué es lo que hay que ver.
Aunque lo dijera por la madre de Daniella, esta no pudo evitar sentirse también un tanto regañada. Cerró la puerta de la entrada con llave y se sentó en el asiento de atrás del Triumph. La casa quedó atrás, tragada por la negrura, y los álamos iban apareciendo y desapareciendo en la oscuridad, junto a las siluetas de su madre y del padre de Chrysteen. Las curvas que hacían los setos espantaban los haces de los faros, el negro carapacho de la carretera se deslizaba bajo las luces y en menos de cinco minutos apareció el muro del cementerio con sus destellantes puertas.
—Daniella, si me abres, —dijo el padre de Chrysteen—, nos meteremos dentro.
Daniella sacó los cerrojos del suelo y abrió las puertas enteras, encerrando a un querubín de piedra y a un ángel entre las sombras de los barrotes. Mientras caminaba delante del coche por el camino de la entrada podía ver cómo unos negros rectángulos se expandían tras las lápidas, cómo las cruces paseaban su silueta sobre la hierba. La lápida de su padre, en la que solo ponía el nombre y los años de nacimiento y defunción, desprendía un resplandor blanco. Las luces de los faros incidían sobre ella y las puertas del conductor y de la madre de Daniella resonaron al cerrarse. La sombra de esta última permaneció enclavada en la lápida hasta que se echó a un lado.
—No parece muy pisoteada —dijo el padre de Chrysteen—. ¿Puedes decirme qué parte es?
—Arreglé lo que habían estropeado. Supongo que tendría que haberme estado quieta.
—Lo hiciste por respeto. ¿Qué tocaste?
Cuando Daniella se agachó para señalar la baldosa de hierba, unos sombríos dedos emergieron del sepulcro y los de Simon parecieron agarrarlos cuando se agachó para levantar el trozo de césped. Lo examinó con cuidado antes de murmurar:
—¿Es así como estaba cuando tú lo colocaste?
—Parece que está igual.
—Entonces no te preocupes. Tú tampoco, Isobel. Daniella debe de haber interrumpido sus planes, fueran cuales fueran. Aquí no han cavado después del funeral.
—Podrían volver —sugirió Daniella mientras una brisa gélida como un suspiro de tumbas le revolvía el pelo de la nuca.
—Creo que tendrán miedo de que hayas visto más de lo que nos has contado, pero me encargaré de que patrullen la zona por si se les ocurre volver.
—¿A quién? —preguntó la madre de Daniella—. Hablas como si supieras quiénes son.
Tras recolocar la baldosa de hierba que había levantado, Simon se puso derecho.
—Creo que puedo hacer una estimación bastante aproximada basándome en lo que Daniella dice que vio.
—¿Hablas de satanistas? —dijo la madre de Daniella lanzando una furibunda mirada a la oscuridad que los rodeaba.
—En la actualidad es un fenómeno bastante extendido por el país. No tienen por qué ser satanistas. Se trata de gente que quiere quemar la Biblia y que se rebela contra todo lo que en ella se dice. Más que temerlos, hay que compadecerlos pero, ojo, tampoco debemos ignorarlos si empiezan a causar problemas a la gente decente, sobre todos si son amigos míos.
Abrió las puertas del coche y sostuvo la de la madre de Daniella para que esta entrara.
—¿Puedo llevarte a algún lugar más animado?
—Por favor. —Su voz pareció ahogada por otros pensamientos, incluso cuando añadió—: Gracias.
Una vez que Daniella tomó asiento, Simon subió y la vio mirando a la lápida, que parecía cada vez más irreal en medio de aquel mar de tinieblas.
—Andarían buscando una nueva tumba para vete a saber qué —le aseguró Simon mientras el coche reptaba hacia atrás acompañado del chirrido de la gravilla—. Podría haber sido cualquier otra tumba. Lo que viste no tenía nada que ver con Teddy, ni con su vida ni con la vuestra.
—Al menos debemos dar gracias a Dios por eso —dijo la madre de Daniella, tras lo que la lápida desapareció de la mente de Daniella como un pensamiento que no hubiera conseguido retener.