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—Los críticos cinematográficos definieron a Theodore Daniel Logan como el último de los productores de la vieja escuela y el primero de la nueva. Inició su carrera como asistente de producción en Hollywood. A mediados de la década de los cincuenta se convirtió en asistente de producción de Worldwide American Pictures, calidad en la que visitó este país para supervisar una serie de coproducciones con Oxford Films. Tanto disfrutó de su estancia y tan impresionado quedó por nuestras estrellas que decidió establecerse aquí y convertir Oxford Films en una figura de referencia en el mercado internacional. Tras crear la mundialmente famosa serie de Ripper Jack, siguió trabajando hasta crear el concepto, más exitoso aún si cabe, de «cine de renovación», el cual aparece en las mejores enciclopedias. Solía decir que nunca podría haber penetrado en el corazón y el alma de la gente sin su musa Nana Babouris, de cuya presencia disfrutamos hoy, después de haber venido desde Grecia para presentar sus respetos en memoria del hombre que la descubrió. Creo que su presencia y la de muchas otras personas famosas demuestran que Theodore —Teddy— Logan era más adorado aún que sus películas, tanto por su familia como por aquellos cuyas vidas inundó de…

A Daniella le pareció que el cura estaba describiendo a su padre de un modo que empañaba su faceta menos amigable y que lo protegía con mucho más hermetismo que el ataúd que ocultaba el cadáver que solo su madre había visto en el hospital. Estaba de pie en el primer banco de la austera iglesia blanca, con su madre a la derecha y Chrysteen a la izquierda, y no podía dejar de pensar que estaban compitiendo para ver cuál llevaba el vestido más negro. Con la vista posada sobre las asas doradas del ataúd, se decía a sí misma que a ella le hubiera gustado ese lujo e intentó creer que a su padre no le haría gracia o que diría cualquier cosa al respecto. Así siguió durante el resto del encomio, al final del cual los altavoces que había sobre los abstractos triángulos de cristal de colores que estaban a cada lado del sobrio altar comenzaron a emitir una melodía a un volumen muy bajo, como la que suena en algunos cines mientras el público va abandonando la sala al acabar la película. Aquella idea le hizo frotarse los ojos mientras acompañaba a su madre a la salida de la iglesia.

Todavía quedaba mucho para que se acabara el funeral. Había que estrechar la mano de todos los dolientes, había que saludar a una legión de gente a la que tenía que recibir el pésame bien con una leve sonrisa o con una comedida lágrima, y después había que ver cómo metían el ataúd en el hoyo y cómo Daniella arrojaba un polvoroso puñado de tierra, oyéndose un seco cascabeleo al caer sobre la tapa. Cuando se reunió con su madre en el larguísimo coche negro que había guiado el majestuoso desfile recordó la primera vez que su padre la llevó en limusina; iban desde los estudios hasta casa siguiendo una ruta tan variada que incluía todos los lugares cuyos nombres le divertían al verlos en los carteles: Ot Moor, Brill, Worminghall, Ickford, Shabbington, Fingest (de este pensó que haría referencia a alguien que fingía mucho), Berrick Salome, Trot Baldon… Ahora el vehículo apenas tuvo oportunidad de ir ganando algo de velocidad por la sinuosa carretera teñida de sombras verdosas antes de llegar, seguido por decenas de acompañantes, a la casa de los Logan.

Se detuvo a la entrada de Oxford, de cara a los campos y en medio de un jardín repleto de diversos tipos de rododendros. La luz del sol se restregaba por las alargadas ventanas saledizas afianzadas en la arenisca que había a ambos lados de la descomunal puerta de roble de la entrada, ventanas que mostraban la ausencia del padre de Daniella en cada habitación. Mientras abría la puerta con la llave se acordó de su padre bajando corriendo por la amplia escalera de roble para darle un asfixiante abrazo la última vez que vino a casa. El ama de llaves parecía haber hecho una limpieza exhaustiva en todos los cuartos y el bufé con el que el servicio de catering contratado por Alan Stanley había saturado toda superficie disponible en el comedor cubierto de paneles solo servía para dar la sensación de estar en un restaurante. No obstante, los invitados entraron en tropel y atacaron la comida y el vino; después, cuando empezó a subir el volumen de las conversaciones Chrysteen le acercó una cerveza a Daniella para acompañar los canapés. Le pareció que necesitaría un trago, puesto que hasta el último de los invitados parecía decidido a insistir en las condolencias que ya le hicieran al salir de la iglesia.

—Tú eras todo su mundo —le reveló Reginald Gray en el tono que reservaba en su programa de televisión para recibir a los invitados nuevos—. Te hizo la vida todo lo cómoda que pudo.

—Te dio todo lo que podías desear, ¿no es cierto? —le recordó Loony Larry Larabee, esforzándose por no parecer un chiflado también en esta ocasión.

—No me malinterpretes —dijo Anthony Saint George— pero no te puedes hacer una idea de lo importante que eras para tu padre.

Este último era el médico que acudió volando al hospital, si bien no lo bastante rápido para salvarle la vida a Theodore, por lo que Daniella quiso creer que solo pretendía ser amable. Mientras tanto, Norman Wells le estaba recordando a su madre:

—Tú y Teddy creasteis lo más hermoso, Isobel.

Lo diría, pensó Daniella, porque dirigía la Sociedad Benéfica de Niños. La aparición de Simon Hastings, el padre de Chrysteen, impidió que se pusiera demasiado colorada.

—Ten por seguro que controlo la investigación muy de cerca —aseguró el jefe de policía.

—Gracias —musitó la madre de Daniella.

Daniella no quería oír más, pero no podía marcharse.

—Venga ya, mi padre estaba borracho. Iba tan ciego que ni siquiera se dio cuenta del camino que iba a tomar.

Una leve mirada socarrona, que bien podría haber dedicado a alguien de la mitad de la edad de la joven, se asomó a su sonrosado rostro de mejillas lacias.

—Ya me dirás qué otra explicación puede haber.

—No lo sé, pero jamás cogía el coche cuando bebía.

—Hasta la otra noche, querrás decir. Hasta entonces, cierto, fue un ejemplo para todos.

—Si hubiera más hombres como él —añadió Bill Trask, propietario del diario Beacon— el mundo sería un lugar armonioso.

Daniella se dio cuenta de que Nana Babouris fruncía el ceño por detrás de él, por lo que replicó preguntando:

—¿Solo hombres?

—No pretendía ofender a tu madre, —se disculpó, levantando su oronda cara rojiza para mirar con su exuberante nariz purpurina a Daniella—, pero debes recordar que estamos aquí por tu padre.

—Entenderás que no lo haya olvidado.

Quizá Daniella hubiera hablado demasiado alto o con una voz demasiado aguda, porque Bill iba a levantar los dedos índice y corazón, no se sabe bien si para señalar a Daniella o para bendecirla, cuando Eamonn Reith la rodeó con amabilidad por los hombros.

—¿Te encuentras bien, jovencita?

—Es un orgullo para la familia —dijo su madre.

—Ya lo he visto —dijo el psicoanalista, dándole un abrazo a Daniella como si la quisiera para sí—. Solo quería decir, Daniella, que si crees que necesitas ayuda, mis servicios no le costarán nada a la hija de Teddy Logan.

—Eres muy amable.

Se esforzó todo lo que pudo para agradecerle su interés, pese a que le hizo sentir como si todavía no hubiera reaccionado como se suponía que debía hacerlo ante la muerte de su padre. Cuando Reith se retiró, Nana Babouris la llamó por señas para susurrarle al oído:

—Si necesitas escaparte a algún sitio para descansar, no vivo muy lejos. Me encontrarás en la agenda de tu padre —se ofreció—. O, mejor, esta es mi tarjeta —le dijo poniéndosela en la mano.

Daniella hubiera viajado al extranjero en muchas ocasiones, de no ser porque a su padre no le hacía ninguna gracia.

—Lo tendré en cuenta —dijo.

Chrysteen y sus padres fueron los últimos en marcharse. Cuando el coche de los Hastings desapareció, la madre de Daniella soltó un suspiro de alivio tan fuerte que le temblaron sus generosos y rosáceos labios y borró de sus ojos azules claros y de su inmaculado rostro ovalado toda la vivacidad que había mantenido durante el velatorio.

—Bueno, ya puedo ser yo.

—No tenías por qué fingir —dijo Daniella—. Todos sabían que papá y tú os habíais separado.

—No te hubiera gustado ver que parecía menos esposa que las demás.

—No soportaría que fueras como la señora Trask.

—La mujer perfecta del Beacon, querrás decir. Menuda y recatada.

—Algunas de las demás no eran mucho mejores, ¿verdad?

—Quizá esta fuera la ocasión. No me extraña que la señora Babouris pareciera tan fuera de lugar por mucha moderación que mostrase.

Daniella podría haber mencionado la invitación de Nana, pero había algo que quería preguntar:

—¿Mamá?

—Necesito un café para despejarme. ¿Tú también te encuentras un poco mareada después de tanto ajetreo?

—Tomémonos uno y hablemos.

La madre de Daniella parecía despistada como un invitado en su vieja cocina, cargada de módulos de caoba, lo cual Daniella interpretó como una invitación para preguntarle:

—¿Por qué dejaste a papá?

—No lo hice hasta saber que podrías cuidar de ti misma.

El goteo de la cafetera de filtro parecía querer llamar su atención mientras añadía:

—Estabas en la universidad y sentía que era el momento de mover ficha. ¿Me equivoqué?

—Fue muy fuerte, nada más.

—Te gustaría que te hubiera contado mis planes, pero entonces él también los hubiera descubierto.

—No hubiera podido hacer mucho para detenerte, ¿no crees?

La madre de Daniella dio un involuntario paso hacia su hija cuando la cafetera empezó a sisear.

—Parecía bastante feliz sin mí, así que tienes razón, debería haber pensado más en ti.

—Siempre lo hiciste. —Mientras acariciaba a su madre en la espalda sintió la necesidad de añadir—: Los dos lo hacíais.

—Lo cierto es que no decidí marcharme hasta que tú te fuiste.

—¿Es que no te gustaba estar sola con él?

—Una vez que te fuiste no parecía que quedara mucho entre nosotros —le explicó su madre clavándole los ojos—. ¿Algo iba mal cuando estabas con él?

—Solo temía que cuando llegara el momento de marcharme tendría la sensación de no haberle dado suficiente.

—¿Te refieres a que él te hacía sentir así?

—Él intentaba que no me sintiera así.

La madre de Daniella cogió dos tazas grandes de barro de los ganchos que había junto a la columna de los hornos.

—Espero que sigas usando la habitación que queda libre cada vez que lo necesites. No te sientas obligada, pero no te atrevas a sentirte otra cosa que no sea querida.

Aquello sonaba mucho menos opresivo que la insistencia de su padre en que lo visitara siempre que pudiera.

—Nunca me he sentido obligada —dijo.

Su madre le puso delante una de las humeantes tazas y rodeó con las manos la suya.

—¿Entonces qué piensas hacer?

—¿Con qué?

—Con la casa, por ejemplo. No creo que me la haya dejado a mí.

—Puedes quedártela si quieres.

—Es todo un detalle por tu parte, pero prefiero esperar a ver qué más te ha dejado.

—¿Crees que debería convertirme en socia de los estudios?

—No me sorprendería saber que estás interesada.

—Me convertiré en un magnate del cine. Puede que ponga mi nombre en las películas. —Las ilusiones se disiparon antes de ir más lejos—. Ojalá papá siguiera con nosotras —deseó.

—Espero poder servirte de consuelo.

—Sabes que eres mucho más que eso. —Sin embargo Daniella no quería sentirse como un objeto por el que competir en una especie de subasta emocional, sobre todo cuando uno de los licitadores ya no podría pujar más. Cuando el crepúsculo empezaba a atenuar los colores del extenso jardín y a intensificar el silencio de la casa, dijo—: Supongo que no querrás ir a ver a papá antes de que anochezca.

—Para mí todavía es pronto. ¿Tú vas a ir?

—No me importaría ahora que todos se han ido. Mañana estaré de vuelta en York y no sé cuándo podré volver.

—Puedo ir contigo si quieres.

—No pasa nada, mamá, quédate y descansa —decidió Daniella al darse cuenta de lo agotada que se sentía su madre—. Si voy sola tendré más tiempo para pensar.

—¿Cómo vas a ir?

—He tomado alguna copa. Iré caminando.

—Entonces, mejor que salgas ahora que todavía se puede ver la carretera.

Daniella subió corriendo para cambiarse. Desde la ventana revestida con cortinas verdes bordadas con enredaderas, podía ver sobre el horizonte las colinas Chiltern azulándose por el viento frío que empezaba a levantarse. Se había llevado a York casi toda la ropa del armario empotrado y de los cajones, sin embargo sentía como si fuera la ausencia de su padre lo que había vaciado la habitación. Se quitó el vestido negro y se puso los vaqueros y el jersey fino que había llevado durante el viaje y salió apresurada dejando que el eco de sus pasos resonase en la habitación de sus padres, de su padre… de nadie.

Su madre estaba echada en una esquina del gigantesco sofá de cuero de color borgoña del salón. El gin-tonic y el mando a distancia del descomunal televisor panorámico, cuyas puertas de roble estaban abiertas de par en par, hacían lo posible por consolarla.

—No creo que tarde —dijo Daniella.

—Tómate el tiempo que necesites.

Daniella empezó a caminar más rápido en cuanto dejó atrás el chirriante camino de gravilla por la apartada carretera bordeada de hierba, a ambos lados de la cual los álamos acariciaban el oscurecido cielo como si quisieran comprobar la consistencia de aquella vítrea superficie azul marina. Una juguetona brisa hacía crujir los setos vivos. Daniella caminaba por la derecha para poder ver el tráfico que se aproximaba, aunque no circulaba ningún coche. En un par de ocasiones en que doblaba las distintas esquinas pudo ver bichos huyendo al otro lado de la carretera, y en otra ocasión vio desvanecerse y hacer «plaf» a algo ágil, negro y brillante en la cuneta que se tendía al pie del seto. Por lo demás, durante la mayor parte de la media hora que tardó en llegar al cementerio, solo la acompañaron las sombras que se entrelazaban con la oscuridad del anochecer.

Cuando pensó que a su padre no le hubiera gustado nada que hubiera hecho sola ese paseo tuvo que detenerse y frotarse los ojos. Sintió como si por fin se estuviera rebelando contra su actitud protectora, aunque deseó no haber tenido la oportunidad. Casi hubiera preferido volver al colegio de monjas y sentirse vigilada constantemente por las pétreas y pálidas caras embutidas en sus griñones por si se le ocurría pensar siquiera en transgredir cualquier regla; ahora tenía mucho sentido. Ni ella ni Chrysteen se habían saltado nunca ninguna, por miedo a decepcionar a sus padres y madres… sobre todo a sus padres, que habían insistido en enviarlas al instituto que más las controlara, aunque la fe de las familias fuera, en el mejor de los casos, simbólica. Al principio la universidad le parecía demasiado liberal como para enfrentarse a ella sin Chrysteen… a veces todavía se sentía así.

¿Hasta dónde llegaba la culpa de su madre? Ahora Daniella la culpaba más por abandonar a su marido por una razón poco clara… de no haberse ido, su padre todavía podría seguir vivo. Debía de sentirse muy solo para recibir a Daniella el día de su muerte con tanto vigor que casi parecía violento. Daniella se vio a sí misma recordando su último día en la escuela, subiendo los escalones para subir al escenario para estrecharle la mano a una destacada antigua alumna y recibir un premio a la excelencia en lengua, los orgullosos rostros de sus padres entre las filas de sillas plegables, su padre alzando un puño triunfante antes de abrirlo y bajarlo a la altura de su cara como para mirarlo, en vez de frotarse el borde del ojo derecho: ¿Habría pensado que aquel día la perdería? Sin embargo era ella quien se había quedado sin él, y ahora ya solo podrían estar juntos en el cementerio.

La iglesia parecía más austera que nunca. Solo los desiguales dibujos de cristal tintado de las distintas ventanas angulosas, por las que ya no entraba luz, impedían que pareciera un barco de piedra enclavado en la tierra, con su techo bajo de hormigón terminando en forma de aguja como las proas primitivas. Tres cuervos echaron a volar desde el abeto más alto de los que había al otro lado de la iglesia cuando Daniella cerró la callada puerta lateral del elevado muro de piedra. Las aves se alejaron hasta perderse en la negrura del horizonte mientras tomaba el camino que daba al campo santo para buscar la tumba de su padre; las más recientes estaban tras la iglesia. Dobló la esquina de la parte del altar y vio la tumba de su padre a la sombra del edificio. Por un momento en el que su mente se negaba a aceptar lo que allí iba a encontrar pensó que era la oscuridad lo que no le permitía ver la lápida ni el sepulcro. Pero se dio cuenta de que estaban ocultos tras, por lo menos, una docena de personas vestidas de negro.

Cada una de ellas sostenía una antorcha por encima de la cabeza. Las llamas brillaban con quietud en la, de repente, sosegada intemperie, si bien con tal debilidad que a Daniella le costó creer lo que estaba viendo. Casi involuntariamente avanzó un paso y después otro. Pisó una piedrecilla que se había desprendido de una tumba. El leve ruido seco resonó por toda la iglesia.

Solo se giró la persona que estaba más cerca. Daniella se quedó paralizada, pero cuando vio que todas se estaban tapando la cara con la mano dio un paso atrás. Oyó un murmullo… estaban diciendo algo. Acto seguido se apagaron todas las antorchas y aquellas personas se desperdigaron por los alrededores de la iglesia sin hacer mayor ruido que el de las pisadas sobre la hierba. Apenas le dio tiempo a distinguir, por la ropa que llevaban, que todas eran hombres. Uno se agachó detrás de la tumba para después echar a correr y dar la vuelta a la iglesia.

Daniella vaciló un instante y después salió corriendo tras ellos, aunque tropezó con el borde descuidado de una de las tumbas y tuvo que apoyarse en una viscosa lápida cubierta de musgo. No había conseguido encontrar a los intrusos cuando se vio obligada a parar y descansar. Habían removido la hierba que los enterradores habían echado por la tarde. Una de las baldosas verdes que debían cubrir la parcela de su padre estaba ladeada.

Cuando la estaba colocando en su sitio oyó los portazos que estaban dando en los coches aparcados al otro lado de la puerta principal. Atravesó la iglesia corriendo y el resbaladizo sendero de gravilla y llegó a la puerta justo a tiempo para poder ver el último de los coches tomando una curva en dirección a la autopista. El coche se cruzó en medio de la carretera y se le encendieron las luces de freno. Daniella pudo leer la matrícula casi entera antes de que el vehículo desapareciera. Salió corriendo tras él, pero para cuando llegó a la curva todo lo que quedaba de los coches era el ruido apagado de sus motores fundiéndose con la imperante oscuridad.

Permaneció en medio de la carretera, con los brazos en jarra, y después regresó a la iglesia para adecentar la hierba que cubría la tumba de su padre. Ahora no podía despedirse; había demasiado ruido en su cabeza. Salió rápidamente de la iglesia, derecha a casa. Mientras caminaba aprisa hacia la oscuridad, apretando los puños cada vez que oía algún ruido entre los arbustos, susurraba una y otra vez para sí las letras y números que había conseguido distinguir gracias a la luz roja de los frenos.