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Era demasiado pronto para estar tan oscuro cuando llegó a York, pero el cielo estaba caprichoso. Cuando su ratonero y reluciente Ford azul salió del aparcamiento, las nubes fingían que se cernía el crepúsculo sobre los elevados y empinados tejados del estrecho y serpenteante Micklegate y apresuraban a las farolas para que se encendieran. Atravesó el puente de un río y dejó atrás la Torre de Clifford, donde las familias judías del medievo no consiguieron escapar a la masacre. Pasó por un segundo puente que atravesaba otro río para después dar la curva de la muralla de la ciudad romana antes de continuar hacia los suburbios. Tras diez minutos atravesando largas calles rebosantes de tranquilas casitas, frente a las cuales a veces se veía gente marcando su territorio con el cortacésped, llegó por fin al campus.

Aparcó fuera del Drama Barn, observada por tres fornidos estudiantes que aprovechaban un descanso para fumarse unos muy necesarios cigarrillos, y caminó hacia el lago. Había quedado con Blake al otro extremo del puente peatonal, pero allí solo se veían árboles y arbustos espesos, de manera que se apoyó en la barandilla y se quedó mirando al agua.

Unos amazacotados edificios de hormigón aplastados por un cielo pizarroso prestaban un movedizo y blanquecino espejeo al lago. En el Godric Bar, en medio de una algarabía de borrachos, le estaban cantando el cumpleaños a alguien. Se oían pasos por el puente, cuyo reflejo parecía estremecerse con ellos, que no eran de Blake sino de todos los que acudían al cumpleaños. Pasó un minuto de la hora, después cinco y así hasta diez sombríos minutos. Hasta media hora después no se convenció de que ya no aparecería.

Se hubiera marchado antes de no haberse sentido observada. El follaje de los arbustos hacía ruido cada vez que la brisa intentaba llevarse el bochorno de julio y le hacía preguntarse si habría algo escondido tras ellos. Los cantos procedentes del bar no hacían más que acentuar su sensación de soledad. Al final no pudo reprimir un grito:

—¡Blake, ¿eres tú?!

Los arbustos siguieron crujiendo y moviendo sus tétricas hojas mecidos por un viento que le helaba la nuca. Se soltó de la barandilla y caminó con paso airado para comprobar que no había nadie escondido. Miró tras unos arbustos amontonados alrededor de un árbol y solo vio oscuridad, después examinó otro matorral y no descubrió a nadie, ni tampoco ningún hueco. Al llegar a un recodo del lago dio con una maraña de arbustos desde la que se veía el final del puente sobre el que había estado esperando. Junto a las raíces había dos huellas que brillaban con la humedad del suelo.

Eran tan profundas que quien las hubiera dejado tenía que haber permanecido allí de pie todo el tiempo que Daniella había estado en el puente, quizá más. El agua empezaba a colarse en ellas, como si hubieran acabado de dejarlas. Entonces se acordó de todo el dinero que llevaba encima. Hundió una mano en el bolso para coger la alarma antiatraco mientras regresaba al puente.

Las espadas atronaban en el Drama Barn y podía oír el estruendo de las pisadas sobre el suelo de madera. Mientras buscaba las llaves a tientas, una cara primero y después otra asomaron por la ventanilla del coche que estaba aparcado junto al suyo. Se trataba de una pareja muy atareada en el asiento de atrás, de modo que les dedicó una sonrisa y un movimiento de desinterés con la mano antes de encerrarse en su coche. Tuvo que seguir frenando para controlar la velocidad una vez que salió a la carretera. Atravesó ambos ríos, pasó junto a la multitud de turistas y nativos atraídos por las luces de la ciudad y por debajo del arco de Micklegate. Dos minutos más tarde ya iba por Scarcroft Road directa a su casa.

Estaba en medio de una fila de casas altas situada frente a un parque. Cuatro chicos que se habían desnudado de cintura para arriba para fabricarse unas porterías jugaban al fútbol sobre la hierba peinada por las sombras de los enrejados. Aparcó lo más cerca que pudo de su casa, a cuatro casas de distancia, y comprobó dos veces que el coche había quedado bien cerrado antes de echar a correr hacia la destartalada verja de hierro de su casa y abrirla sin que siguiera ahondando el arco que se había formado en la agrietada comba del suelo del sendero. Pasó con sigilo junto a los hierbajos que nunca nadie se molestaba en arrancar y abrió la puerta azul de la entrada, negra bajo la luz naranja de las farolas.

La bicicleta de Duncan estaba apoyada contra los tulipanes del papel pintado. A su lado, el teléfono permanecía mudo sobre la pequeña mesa desplegada que había bajo la lámpara sobre cuya pantalla aún permanecía el sombrero de fiesta que Chrysteen le puso el día que ambas se mudaron. En cuanto Daniella puso el pie en el escalón más bajo, Chrysteen gritó desde el cuarto de baño:

—¿Quién es? Danny no ha vuelto todavía, ¿o sí?

—Me temo que sí.

—Ven a ver lo que Maeve ha hecho con mi película —gritó Duncan desde el salón.

Daniella puso cara de despreocupada y fue a reunirse con ellos. Duncan y Maeve estaban despatarrados en el sofá delante de la televisión; ella con su amplia minifalda y sus largas piernas enfundadas en unas medias de red y extendidas sobre el regazo de Duncan, y el resto de la suite enterrado bajo revistas de informática y una lista de páginas web que Maeve había impreso para ayudar a Chrysteen con su trabajo de psicología. Los envases de comida china y un persistente olor también parecían haberse instalado allí.

—¿Vienes sola? —le preguntó Duncan a Daniella, levantando su cara larguirucha hasta que su pelo pardusco se le soltó de las orejas y se la tapó de forma que solo se le veía el hoyuelo de la barbilla—. ¿No hay hombre?

—¿Qué es eso?

—Mierda. —Cuando Maeve frunció el ceño, le preguntó—: ¿He sido un maleducado otra vez?

—Diría que has definido muy bien a Blake —dijo Daniella.

Maeve se apartó su brillante pelo rojizo de su pálida cara ovalada salpicada de pecas.

—¿Vuestra primera discusión?

—Algo así. No ha aparecido.

—Qué… —empezó a decir Duncan, cambiando el calificativo en el último momento—… rajado.

—¿Quién? —preguntó Chrysteen desde las escaleras; su coqueto rostro de ojos verdes, bajo la toalla que llevaba a modo de turbante, se puso aún más sonrosado que la bata que le cubría.

—La cita de Daniella ha sido un fracaso —dijo Maeve—. Lo siento, Daniella.

—Danny. —Chrysteen se colocó junto a ella en la puerta y le pasó la mano por el brazo—. Nunca acertamos con nuestros hombres, ¿verdad?

Daniella pensó que más bien era porque sus padres les habían espantado a todos los novios haciéndoles ver que no estaban a la altura de sus hijas.

—¿Quieres que dejemos mi película para otro rato? —sugirió Duncan.

Daniella puso las hojas impresas sobre el aparador que nadie se acordaba nunca de limpiar, al igual que ocurría con casi todo el resto de la casa. Se sentó con las piernas recogidas en la silla que había quedado libre y se agarró las rodillas.

—A verla.

Durante algunos segundos después de que Duncan pusiera el vídeo en marcha a Daniella le siguió pareciendo que la pantalla permanecía en negro, pero después se dio cuenta de que empezaba a verse movimiento. Muy poco a poco las palabras comenzaron a hacerse nítidas, una tras otra. FOTOGRAFÍA. MONTAJE. DIRECCIÓN. Cuando se preguntaba si Maeve no tendría todavía que pulir los créditos, unas letras pequeñas salieron de las más grandes y formaron el nombre DUNCAN MCDONALD. Por detrás de tanto efecto el título del documental había ido tomando forma. INVISIBLES ponía, mientras el resto de las palabras se iba desvaneciendo hasta que todo se quedó en negro para dar paso a la escena inicial, la primera de varias filmaciones prolongadas de los indigentes de York y de cómo casi ningún transeúnte les presta la menor atención. Mientras Duncan apagaba el televisor y rebobinaba la cinta, Daniella pensó que el título podía referirse tanto al tema como a la cámara.

—Sí, señor, ahora sí que parece una película de verdad —dijo.

—Pareces de Glasgow —le reprendió Maeve—. Siempre lo pareciste.

—Ahora más —dijo Daniella.

—Quiero proyectar por la red, solo que aún no sé el qué. No me deja meter la cámara en su habitación.

—Resérvame para ti —dijo Maeve, recompensándolo con un leve bofetón que apenas si le sonrojó la mejilla cuando Chrysteen llamó desde la cocina para tomar el café.

Duncan se puso a fregar los platos que entre todos habían ido acumulando durante, por lo menos, un día, mientras Daniella tomaba café con su tazón de la Asociación Benéfica de Niños, que llevaba el lema «Un niño, una vida». Maeve la miró desde el otro lado de la mesa redonda, a través del vapor de sus tazones de café, antes de susurrarle:

—No terminé de decirte que lo siento.

—¿Por qué, Maeve?

—Antes, mientras estabas fuera, llamó alguien preguntando por Blake. Me pareció una voz de chica.

—Y tú le dijiste…

—Dónde vive y dónde habías quedado con él. Como llamó aquí no me pareció sospechoso.

—Entonces no le des más vueltas.

—No es tan sencillo, sobre todo cuando dejas que Duncan y yo paguemos un alquiler tan irrisorio y luego voy yo y te hago esto.

—No pagaríais nada en absoluto si mi padre no me diera tanto la brasa. Sabes que vosotros dos sois los que Chrys y yo elegimos para compartir nuestra casa. Además, si no, igual ni os habríais conocido.

—Eso sí —admitió Maeve encaramándose a la rodilla de Duncan cuando este se sentó.

—En cuanto a Blake, lo mismo me da, ¿de acuerdo? Ya me he cansado de él.

Pese a todo, Maeve se giró hacia Duncan.

—¿Qué te pasa ahora?

—Busco algo para que se le pasen las penas —dijo con la voz más pretendidamente dolida que supo poner.

—Muy bien, puedes seguir —dijo Maeve con una magnanimidad con la que no le había hablado nunca, y se inclinó un poco hacia delante para que Duncan se sacara del bolsillo de la camisa un finísimo cigarrillo liado a mano.

—Pégale una calada a lo más selecto de Inglaterra —le ofreció a Daniella.

—No, gracias, no mientras tenga los nervios de punta. Igual me tomo una cerveza. Pero tú dale.

Chrysteen abrió el frigorífico para coger una botella de rubia holandesa que destapó antes de ofrecérsela a Daniella mientras Duncan encendía el canuto y cerraba el Zippo antes de dar una calada haciendo ruido con los dientes. Maeve aceptó una calada cuando Duncan le pasó el peta, que después cogió Chrysteen. Cuando a Duncan le llegó lo que quedaba estaba sonriendo con estupefacción y deleite; así siguió hasta que sonó el timbre.

Tosió y soltó una risita después de espirar boqueando.

—Es la policía.

—Qué tontería. —Maeve le dio un manotazo a Duncan en la espinilla para impulsarse y asomarse por la ventana. Separó con dos dedos las tablillas de la persiana, pegó la cara a la misma, haciendo que el plástico arañase el cristal. Tras una pausa que, excepto a Daniella, dejó a todos boquiabiertos, Maeve corroboró:

—Es la policía.

Se quedaron callados mientras decidían quién sería el primero en empezar a desternillarse. Fue Chrysteen quien repitió «Es la policía», como si fuera la gracia de algún chiste.

—No —dijo Maeve, aunque no tan alto como para que se le pudiera oír entre las risas—. Que es verdad. Que es la poli.

—No me j… —La mirada paralizadora de Maeve le cerró la boca a Duncan—. No me digas. No estás de coña. Hostias… —murmuró mientras soplaba para apagar el peta y se metía la malograda colilla en el bolsillo antes de empezar a agitar los brazos para disipar el condimentado humo.

—Quedaos todos aquí —ordenó Daniella—. Voy a ver qué quieren.

Después de todo era su casa, aunque mientras atravesaba el pasillo le dio tiempo a pensar que el hecho de ser la propietaria la hacía más responsable ante los ojos de la ley. Necesitó cierta valentía para abrir el cerrojo. La puerta chirrió con nerviosismo mientras la abría, como si hablara en su nombre, hasta que la luz del sombrero de fiesta se derramó sobre el oficial de la entrada.

Se levantó un poco más el casco puntiagudo para que le viera mejor su cansada cara de mediana edad; tenía la nariz tan ancha que parecía que se la hubieran aplastado para que hiciera juego con el resto de las facciones, cuya planicie quedaba acentuada por un fino y espeso bigote negro. Si mientras esperaba se había permitido alguna gesticulación, ahora su rostro permanecía inexpresivo.

—¿Está la señorita Logan? —preguntó.

—Daniella Logan, sí, soy yo. ¿Qué…?

No fue por el inconfundible olor a hierba proveniente de alguna grieta del marco de la ventana de la cocina por lo que no acabó la frase; fue más bien porque, pese a haber levantado la cabeza para admitir el olor, el policía lo ignoró, por lo que Daniella comprendió que el motivo de la visita debía de ser mucho más grave. Un ataque de culpa le hizo soltar en medio del silencio que se había extendido desde el parque hasta la casa:

—¿Se trata de Blake?

Un fruncimiento de ceño demasiado leve como para ensombrecer el rostro del poli se desvaneció tan pronto como vino.

—¿A qué se refiere, señorita Logan?

—Blake Wainwright. Estudiante. ¿Le ha ocurrido algo?

—No que sepamos. —El oficial colocó las manos a ambos lados y apuntó con sus súbitamente profundos ojos castaños a Daniella—. No a él.