Cuando la isla emergió del horizonte bajo el resplandeciente cielo azul, Daniella ya había perdido la cuenta de cuántas veces se había obligado a sí misma a dejar de desear encontrarse en cualquier otra parte. Antes incluso de haber perdido de vista Atenas, el mar había comenzado a revolverse y a zarandear la pequeña y maloliente embarcación, y de eso hacía ya más de una hora. Al clavar la mirada en el horizonte se convenció de que todavía quedaba un lugar en el mundo que permanecía tan inmóvil como deseaba que lo estuviera el almuerzo del avión. Se agarró fuerte con ambas manos a la empapada barandilla de la proa y se dijo que todo aquello debía terminar: el penetrante olor del combustible mezclado con el humo del puro del barquero, la quemazón que le provocaban en los ojos los reflejos del mar, las ráfagas de viento salado que le fustigaban los brazos desnudos, que ya le dolían por los rayos de sol, los cuales se adherían a su rostro como una máscara ardiente. Una hilera de barcos muy similares al suyo había empezado a desfilar a lo lejos, y una mancha tan blanca como la corona de las olas se alzó más allá de ellos.

—Nektarikos —dijo el barquero.

Daniella supuso que el hombre se refería a la isla. Era lo primero que este le decía desde que había subido a bordo. La mancha blanca destacaba sobre los retales de color verde, y entonces Daniella pudo darse cuenta de que se trataba del pueblo que se levantaba en la cumbre de la isla. Intentó no volver a marearse mientras se iba perfilando la isla, de la cual sobresalía una plataforma rocosa que daba forma a la bahía. Mientras la embarcación pasaba por la izquierda de la hilera de barcos azotados y los pescadores hablaban en griego a gritos con el barquero, Daniella distinguió unos edificios al pie de la descolorida isla. Unas largas y lentas olas empujaban la embarcación hacia lo que parecía un puerto de juguete, mientras su estómago y su cabeza se arriesgaban a recordar la sensación de quietud. Cuando el barco se arrimó a un desembarcadero al que le faltaban algunos tablones, Daniella solo necesitó tragar saliva una vez.

Un sendero tan blanco como los guijarros de la playa se extendía por delante de una piña de tabernas; fuera de una de ellas había un hombre gordo, desnudo de cintura para arriba y empapado en sudor, raspando la parrilla de una barbacoa. El sendero desaparecía cuesta arriba, entre unas bajas casas blancas sin adornos, para después reaparecer bajo un olivar. El barquero saltó con destreza al desembarcadero y enrolló la gruesa amarra a un poste astillado antes de tenderle una enorme y peluda mano a Daniella. Apenas había cogido su chaqueta y su pequeña maleta cuando el barquero la subió sobre las temblorosas tablas de un tirón tan enérgico que su cerebro tardó unos segundos en recuperar el equilibrio. El hombre la soltó y echó a andar en dirección a las tabernas; Daniella caminó tras él con toda la rapidez que le permitía aquel nuevo mareo.

—¿Nana Babouris? —le preguntó.

Fuera lo que fuera aquello que el barquero le respondió, lo aderezó con un rápido movimiento de la mano izquierda para señalar al pueblo.

—¿Quiere decir que voy a tener que andar? —gimió Daniella.

El hombre se rascó su rizada y canosa barba y se encogió de hombros. Daniella tenía la sensación de que tendría que caminar cuesta arriba durante al menos un kilómetro y medio, idea que le resecaba la boca. Estaba sedienta y echó a caminar penosamente tras él con la esperanza de que su dinero inglés pudiera proporcionarle una botella justo antes de oír un chirrido de frenos y ver una nube de polvo levantarse sobre los árboles más altos.

—Babouris —le anunció el barquero con una sonrisa que dejaba ver la colección de mellas que reunía entre sus escasos dientes.

Una algarabía de chirridos de neumáticos precedió a la llegada de un deportivo que, de no haber sido por toda la suciedad que lo cubría, sería plateado. El chófer ocultaba los ojos tras unas gafas de sol envolventes. Daniella corrió tras el barquero por el camino de guijarros desiguales cuando este le cogió la maleta y empezó a caminar hacia el coche. Tuvo que apoyarse en la puerta del pasajero mientras el hombre tiraba el bulto en el maletero.

—¿Le importa si bebo algo para el viaje? —le preguntó Daniella al chófer.

Este enarcó sus erizadas y rojizas cejas, descoloridas por el polvo del camino, y abrió sus enormes manos en señal de incomprensión; Daniella se lo hubiera explicado por gestos si el barquero no le hubiera abierto la puerta cuando se soltó de él.

—Babouris —repitió el barquero con amabilidad.

—Babouris —confirmó el chófer.

Nana le daría toda el agua que quisiera. De repente, la joven deseó estar con alguien con quien poder hablar. Se sentó, aunque solo para levantarse disparada y boqueando por el calor del cuero blanco. A pesar de los pantalones recién planchados y de la camisa limpia, el conductor desprendía tal olor a sudor que a Daniella le volvió a entrar el pánico. Ya no había nada que temer, se dijo a sí misma cuando el conductor formó una V con los dedos y los acercó tanto a los ojos de Daniella que esta pudo ver hasta el menor surco de las yemas de sus dedos. Cuando señaló su propio rostro con la otra mano, Daniella dijo:

—No he traído gafas.

Tuvo que apuntar a sus ojos y agitar las manos a ambos lados hasta que el chófer pareció entender. Apenas se había abrochado el cinturón de seguridad cuando el coche viró con brusquedad, haciendo saltar guijarros en todas direcciones antes de salir disparado cuesta arriba. Tres escuálidos gatitos se salvaron al salir corriendo de la carretera, y después trotaron por el jardín de una ladera hacia una destartalada casa de campo frente a la cual había sentada una anciana de rostro moreno, arrugado y diminuto, y después el pequeño pueblo quedó a la vista. La carretera serpenteaba entre los árboles, que guardaban su sombra para sí, aunque no el incesante y estridente chirrido de los insectos que parecía anunciar la llegada de Daniella por toda la isla. El conductor no levantó el pie del acelerador ni para tomar las curvas más cerradas, y ni siquiera clavar las uñas en el asiento ni apretar con fuerza los labios le sirvió de nada a Daniella. Cuando preguntó «¿Le importaría ir más despacio?», no consiguió más que descubrir a qué sabía el polvo. Cerró los ojos por si el hecho de no ver las curvas de la carretera servía para mantener el estómago en su sitio, si bien estaba lista para salir y seguir a pie (estaba dispuesta a tirar del freno de mano en caso de que el conductor no detuviera el coche al pedírselo), cuando lo sintió tomar una amplia curva antes de parar en seco dando un derrape que apestaba a goma quemada. Cuando se recuperó del susto oyó los pasos de alguien que calzaba sandalias, y un grito de saludo.

—¡Daniella!

Cuando abrió los ojos vio a Nana vestida del mismo blanco marmóreo que las casitas del pueblo corriendo por un sendero. Su melena rubia clareada por el sol rebosaba por fuera de una peineta de plata con joyas incrustadas y colgaba sobre su espalda, por encima de un vestido largo de seda amarillo como el centro de los girasoles que montan guardia en un pequeño laberinto de senderos que se extendiera a través de llanuras de flores azules y púrpuras, entre pinos y arbustos brillantes.

—¿Te ha gustado el paseo? Stavros —dijo Nana antes de iniciar una riña en griego—. A veces creo que quiere conducir igual que en la persecución de mi primera película.

Por aquel entonces tenía veinte años, dos décadas antes de que Daniella hubiera nacido siquiera. Cuarenta años no parecían haber hecho mucha mella en Nana, sin duda gracias, en parte, a los productos de cosmética que fabricaba su empresa. Daniella abrió la abrasadora puerta y se apoyó en ella, después se agarró al brazo de Nana.

—¿Has traído equipaje? Deja que lo traiga él —dijo Nana poniendo una mano fría sobre la de Daniella—. Ahora dime qué te apetece. ¿Algo que te pueda ofrecer?

—Me… —Estuvo a punto de decir, entre jadeos, que se moría por beber algo pero la idea solo servía para secarle aún más la garganta—… Me gustaría tomar un poco de agua —respondió antes de apretarse contra el brazo de Nana.

Los ojos azul marino de Nana y su alargado y típico rostro se giraron hacia ella.

—¿Qué te ocurre?

—El paseo en barco no fue muy divertido.

—No era mi intención recibirte así, te lo prometo. Se llevaron mi barco para repararlo. Cuando lo traigan te enseñaré mi océano.

Sostuvo una sonrisa de disculpa mientras guiaba a su invitada por los tres amplios y bajos escalones que daban al espacioso edificio de una planta. El vestíbulo era más del doble de grande que la habitación de Daniella de su casa de York, y estaba amueblado con un par de sofás bajos y varios floreros de los que colgaban enredaderas. Daniella intentó no temblar por el frío que la envolvió de repente, pero no pudo evitarlo.

—Pobrecita, ¿qué te pasa ahora? —preguntó la anfitriona.

—Me preguntaba si podría echarme un momento. Puede que me esté afectando un poco.

—No te preguntaré el qué a menos que me lo quieras decir.

—Preferiría dejarlo para un poco más tarde.

—Como tú quieras. Acompáñame a tu habitación.

Daniella siguió agarrada al brazo de Nana mientras atravesaban el pasillo de mármol, pasaban junto a una puerta cerrada que había enfrente de un dormitorio de paredes blancas teñidas de azul por la luz del sol que atravesaba las cortinas corridas y llegaban a una habitación similar.

—Ponte cómoda y avísame si necesitas algo —dijo Nana antes de salir con majestuosidad y cerrar la puerta.

Daniella se quedó en ropa interior y tiró la ropa sobre una silla de pino de respaldo alto y recto, dejó caer su reloj de pulsera sobre una mesa de patas achaparradas de la altura del colchón y por último se metió despacio bajo la sábana púrpura. Era fresca como una brisa otoñal. Se arremolinó y apoyó la mejilla contra la almohada. El mareo casi había desaparecido, cuando los pasos de Nana atravesaron el vestíbulo y cobraron más consistencia en el pasillo. Había empezado a incorporarse mientras Nana llenaba un vaso con el agua de una jarra helada que dejó sobre la mesa antes de sostener la cabeza de Daniella y acercarle el vaso de cristal a los labios. Se bebió la mitad del contenido y terminó de tragar mientras volvía a apoyar la cabeza en la almohada. La anfitriona colocó el vaso junto a la jarra y se inclinó para darle un beso seco en la frente. Daniella ya había cerrado los ojos cuando Nana le dijo algo desde la puerta.

—Descansa todo lo que necesites. Nadie sabe qué estás aquí excepto nosotros.