Un suicidio largo tiempo calculado, pensé,
no un acto de desesperación espontáneo.
También Glenn Gould, nuestro amigo y el más importante virtuoso del piano de este siglo, llegó solo a los cincuenta y un años, pensé al entrar en el mesón.
Sólo que él no se mató como Wertheimer sino que, como suele decirse, murió de muerte natural.
Cuatro meses y medio Nueva York y, una y otra vez, las Goldbergvariationen y Die Kunst der Fuge, cuatro meses y medio Klavierexerzitien, como decía Glenn Gould, una y otra vez, sólo en alemán, pensé.
Hacía exactamente veintiocho años habíamos vivido en Leopoldskron y estudiado con Horowitz, y (por lo que se refiere a Wertheimer y a mí, pero no, como es natural, a Glenn Gould) habíamos aprendido más de Horowitz, durante un verano totalmente echado a perder por la lluvia, que en los ocho años anteriores de Mozarteum y Wiener Akademie. Horowitz había dejado a todos nuestros profesores nulos y sin efecto. Pero aquellos profesores horribles habían sido necesarios para comprender a Horowitz. Durante dos meses y medio llovió ininterrumpidamente, y nos habíamos encerrado en nuestras habitaciones de Leopoldskron y trabajamos día y noche, el insomnio (¡de Glenn Gould!) se había convertido en nuestro estado decisivo, y profundizábamos de noche en lo que Horowitz nos había enseñado de día. No comíamos casi nada y tampoco tuvimos en todo el tiempo dolores de espalda, que por lo demás nos habían atormentado siempre cuando estudiamos con nuestros viejos profesores; con Horowitz esos dolores de espalda no aparecían, porque estudiábamos con tal intensidad que no podían aparecer. Cuando hubimos terminado las lecciones con Horowitz, fue evidente que Glenn era ya mejor pianista que el propio Horowitz, de pronto yo había tenido la impresión de que Glenn tocaba mejor que Horowitz y, a partir de ese momento, Glenn fue para mí el más importante virtuoso del piano del mundo entero, por muchos pianistas que escuchara a partir de ese momento, ninguno tocaba como Glenn, y ni siquiera Rubinstein, al que yo había amado siempre, era mejor. Wertheimer y yo éramos igual de buenos, y también Wertheimer decía una y otra vez que Glenn era el mejor, aunque todavía no nos atrevíamos a decir que fuera el mejor del siglo. Cuando Glenn se volvió al Canadá, perdimos realmente a nuestro amigo canadiense, no pensábamos volver a verlo jamás, él estaba obsesionado por su arte de tal forma que, teníamos que suponer, no podría prolongar ya ese estado mucho tiempo y moriría en plazo breve. Pero dos años después de haber estudiado con él bajo Horowitz, Glenn tocó en los Festivales de Salzburgo las variaciones Goldberg, que dos años antes había practicado día y noche y repetido una y otra vez con nosotros en el Mozarteum. Los periódicos escribieron después de su concierto que ningún pianista había tocado tan artísticamente las variaciones Goldberg, así pues, escribieron después de su concierto de Salzburgo lo que nosotros habíamos afirmado y sabido dos años antes. Nos habíamos citado con Glenn después de su concierto, en el Ganshof de Maxglan, un mesón antiguo y querido por mí. Bebimos agua y no hablamos de nada. Sin vacilar, al volver a vernos yo le había dicho a Glenn que nosotros, Wertheimer (que había venido a Salzburgo desde Viena) y yo, no habíamos creído ni por un momento que lo volveríamos a ver a él, Glenn, siempre habíamos pensado únicamente que, después de volver de Salzburgo al Canadá, perecería rápidamente, por su obsesión artística por su radicalismo pianístico. Realmente, yo había dicho radicalismo pianístico. Mi radicalismo pianístico, decía Glenn luego, una y otra vez, y sé que utilizaba también esa expresión, una y otra vez, en el Canadá y los Estados Unidos. Ya en aquella época, o sea, casi treinta años antes de su muerte, Glenn no amaba a ningún otro compositor más que a Bach, y en segundo lugar a Handel, a Beethoven lo despreciaba, y ni siquiera Mozart era aquel que yo amaba más que a ningún otro, cuando él hablaba de él, pensé al entrar en el mesón. Ni una sola nota tocó Glenn jamás sin cantarla al mismo tiempo, pensé, ningún otro pianista tuvo esa costumbre jamás. Él hablaba de su enfermedad pulmonar como si fuera su segundo arte. Que habíamos tenido al mismo tiempo la misma enfermedad y la habíamos tenido luego siempre, pensé, y en fin de cuentas también Wertheimer contrajo esa enfermedad nuestra. Pero Glenn no pereció por esa enfermedad pulmonar, pensé. Lo mató la falta de soluciones en la que, durante casi cuarenta años, se metió tocando, pensé. No renunció al piano, pensé, como es natural, mientras que Wertheimer y yo renunciamos al piano, porque no lo convertimos en la misma monstruosidad que Glenn, que no salió ya de esa monstruosidad, y que tampoco quiso en absoluto salir de esa monstruosidad. Wertheimer hizo que subastaran su piano de cola Bösendorfer en el Dorotheum, yo regalé un día mi Steinway a una niña de nueve años, hija de un maestro de Neukirchen, junto a Altmünster, para que ese piano no me atormentase más. La hija del maestro echó a perder mi Steinway en el plazo más breve, y a mí el hecho no me dolió, al contrario, observé aquella destrucción estúpida con perverso placer. Wertheimer, según decía él mismo una y otra vez, había penetrado en la ciencia del espíritu, y yo había iniciado mi proceso de atrofia. Sin la música, que de la noche a la mañana no pude soportar ya, me atrofié, sin la música práctica, la teórica había tenido sólo en mí, desde el primer momento, un efecto devastador. En un momento, había odiado el piano, mi propio piano, no había podido oírme ya tocar; no quería maltratar ya más mi instrumento. Por eso, un día fui a ver al maestro para anunciarle mi regalo, mi Steinway, había oído que su hija estaba dotada para el piano, le había dicho, y le había anunciado el transporte a su casa del Steinway. Yo había llegado a tiempo al convencimiento de que yo mismo no tenía cualidades para hacer una carrera de virtuoso, le había dicho al maestro, y como siempre quería en todo sólo lo más alto, tenía que separarme de mi instrumento, porque con él no alcanzaría con toda seguridad, como de pronto había comprendido, lo más alto, y por eso era lógico que pusiera mi piano a la disposición de su dotada hija, ni una sola vez volveré a abrir la tapa de mi piano, le había dicho al desconcertado maestro, un hombre bastante primitivo, casado con una mujer más primitiva aún, igualmente de Neukirchen, junto a Altmünster. ¡Los gastos de transporte correrían como era lógico de mi cuenta!, le había dicho al maestro, al que conozco y con el que estoy familiarizado desde la infancia, como también con su simplicidad, por no decir su tontería. El maestro aceptó mi regalo inmediatamente, pensé al entrar en el mesón. Yo no había creído ni por un momento en el talento de su hija; de todos los niños de los maestros del campo se dice siempre que tienen talento, sobre todo talento musical, pero en verdad no tienen talento para nada, todos esos niños son siempre totalmente carentes de talento, y el que uno de esos niños sepa soplar en una flauta o puntear en una cítara o teclear en un piano no es ninguna prueba de talento. Sabía que abandonaba mi precioso instrumento a la indignidad absoluta, y precisamente por eso hice que se lo llevaran al maestro. La hija del maestro, en el plazo más breve, echó a perder, dejó inútil mi instrumento, uno de los mejores en general, uno de los más raros y por consiguiente más buscados y por consiguiente más caros también. Pero la verdad era que yo había querido precisamente ese proceso de echar a perder mi amado Steinway. Wertheimer entró en las ciencias del espíritu, como decía una y otra vez, y yo entré en mi proceso de atrofia y, al llevar mi instrumento a casa del maestro, inicié ese proceso del mejor modo posible, Wertheimer, sin embargo, años aún después de haber regalado yo mi Steinway a la hija del maestro, había tocado el piano, porque siguió creyendo durante años que podía convertirse en virtuoso del piano. Por lo demás, tocaba mil veces mejor que la mayoría de nuestros virtuosos del piano que se presentan en público, pero en definitiva no le había satisfecho ser, en el mejor de los casos, un virtuoso del piano como todos los demás de Europa, y dejó de tocar y entró en las ciencias del espíritu. Yo mismo, según creo, había tocado mejor aún que Wertheimer, pero no hubiera podido tocar jamás como Glenn y, por esa razón (¡es decir, por la misma razón que Wertheimer!) renuncié en un momento a tocar el piano. Hubiera tenido que tocar mejor que Glenn, pero eso no era posible, quedaba excluido, y por consiguiente renuncié en un momento a tocar el piano. Me desperté un día de abril, no sé ya exactamente cual, y me dije se acabó el piano. Y la verdad es que no volví a acercarme al instrumento. Fui inmediatamente a casa del maestro y le anuncié el transporte del piano. A partir de ahora me dedicaré a lo filosófico, pensaba mientras iba a casa del maestro, aunque, como es natural, tampoco podía tener la menor idea de qué era eso de filosófico. No soy en absoluto un virtuoso del piano, me dije, no soy un intérprete, no soy un artista reproductor. Ni un artista siquiera. Lo degenerado de aquel pensamiento me había atraído en seguida. Todo el tiempo, mientras iba a casa del maestro, había dicho, una y otra vez, esas palabras: ¡Ni un artista siquiera! ¡Ni un artista siquiera! ¡Ni un artista siquiera! Si no hubiera conocido a Glenn Gould, probablemente no habría renunciado a tocar el piano y me habría convertido en virtuoso del piano y quizá, incluso, en uno de los mejores virtuosos de piano del mundo, pensé en el mesón. Cuando encontramos al mejor, tenemos que renunciar, pensé. A Glenn, curiosamente, lo había conocido en el Monchsberg, la montaña de mi infancia. Desde luego, lo había visto ya antes en el Mozarteum, pero no había cruzado con él palabra antes de ese encuentro en el Monchsberg, al que llaman también monte del suicidio, porque se presta al suicidio más que nada y la verdad es que todas las semanas se precipitan desde él en el abismo tres o cuatro por lo menos. Los suicidas suben a él en el ascensor del interior del monte, dan unos pasos y se precipitan a la ciudad que hay abajo. Las personas reventadas en la calle me han fascinado siempre y yo mismo (¡como, por lo demás, también Wertheimer!) he subido muy a menudo al Monchsberg, a pie o en ascensor, con la intención de precipitarme desde él, pero no me he precipitado desde él (¡cómo tampoco Wertheimer!). Varias veces (¡cómo también Wertheimer!) me había preparado ya para saltar, pero, como Wertheimer, no salté. Me di la vuelta. Naturalmente, hasta ahora son más los que se han dado la vuelta que los que han saltado, pensé. A Glenn lo encontré en el Monchsberg en el llamado Alto de los jueces, desde donde se tiene la mejor vista de Alemania. Yo le había dirigido la palabra, le había dicho los dos estudiamos con Horowitz. Sí, había respondido él. Miramos hacia abajo, a las llanuras alemanas, y Glenn comenzó en seguida a ocuparse del Arte de la fuga. He dado con un hombre de ciencia sumamente inteligente, había pensado yo. Él tenía una beca Rockefeller, dijo. Por lo demás, su padre era rico. Cueros, pieles, dijo, y hablaba alemán mejor que nuestros compañeros de las provincias austríacas. Es una suerte que Salzburgo esté aquí y no cuatro kilómetros más abajo, en Alemania, dijo, a Alemania no hubiera ido. Fue, desde el primer momento, una amistad espiritual. La mayoría de los pianistas, incluso los más famosos de todos, no tenían idea de su arte, dijo. Pero así ocurre con todos los papeles artísticos, dije yo, exactamente lo mismo en pintura, en literatura, dije, y tampoco los filósofos saben nada de filosofía. La mayoría de los artistas no saben nada de su arte. Tienen una concepción artística diletante y se quedan durante toda su vida en el diletantismo, hasta los más famosos del mundo. Nos habíamos comprendido en seguida, desde el primer momento, tengo que decirlo, nos habíamos sentido atraídos por nuestras opiniones contrarias, que eran realmente, las más contrarias dentro de nuestra concepción artística, lógicamente igual. Sólo unos días después de ese encuentro en el Monchsberg tropezó Wertheimer con nosotros. Glenn, Wertheimer y yo, que habíamos vivido separados las dos primeras semanas, todos en alojamientos totalmente deficientes de la Ciudad Vieja, alquilamos finalmente para todo nuestro curso con Horowitz una casa en Leopoldskron, en la que podíamos hacer lo que quisiéramos. En la Ciudad Vieja, todo nos había producido un efecto paralizador, el aire no se podía respirar, las personas no se podían soportar, la humedad de los muros nos había debilitado a nosotros y a nuestros instrumentos. En general, sólo habíamos podido continuar el curso con Horowitz porque nos habíamos marchado de la ciudad, que en el fondo es la más hostil al arte y al espíritu que se puede imaginar, un estúpido poblacho de provincia con personas tontas y muros fríos, en el que, con el tiempo, todo se convierte en estupidez, sin excepción. Nuestra salvación fue agarrar lo que poseíamos y mudarnos a Leopoldskron, que en aquella época era todavía una campiña verde, en la que pastaban las vacas y cientos de miles de pájaros tenían su hogar. La ciudad de Salzburgo misma, que hoy, recién pintada hasta el último rincón, es todavía mucho más horrible aún de lo que era entonces, hace veintiocho años, era y es contraria a todo lo que hay en un ser humano y lo aniquila con el tiempo, de eso nos dimos cuenta en seguida y nos fuimos de ella a Leopoldskron. Los salzburgueses fueron siempre horrendos, como su clima, y si hoy llego a esa ciudad no sólo se confirma mi opinión, sino que todo es todavía mucho más horrendo. Pero estudiar con Horowitz precisamente en esa ciudad enemiga del espíritu y del arte era, sin duda, la mayor de las ventajas. Si el entorno en que estudiamos nos es hostil, estudiamos mejor que en un entorno acogedor, y el que estudia hará siempre bien en elegir para sus estudios un lugar que le sea hostil, no uno que le sea acogedor, porque el lugar acogedor le quitará una gran parte de su concentración en el estudio, y en cambio el hostil le permitirá estudiar al ciento por ciento, porque tendrá que concentrarse en ese estudio para no desesperar, y en ese sentido Salzburgo es probablemente, como todas las que se llaman ciudades hermosas, absolutamente recomendable, de todos modos sólo para un carácter fuerte, porque uno débil perecerá irremisiblemente en el plazo más breve. Tres días había estado Glenn, me dijo, enamorado del encanto de esa ciudad, luego había comprendido de pronto que ese encanto, como se dice, estaba podrido, que esa belleza, en el fondo, era repulsiva y que los seres humanos que había en esa belleza repulsiva eran abyectos. El clima prealpino hace apáticos a los hombres, que caen muy pronto ya en el embrutecimiento y, con el tiempo se vuelven malvados, dije yo. Quien vive aquí, lo sabe, si es sincero, quien viene aquí, lo comprende al cabo de poco tiempo y, antes de que sea demasiado tarde para él, tiene que volver a marcharse, si no quiere llegar a ser como esos embrutecidos habitantes, como esos apáticos salzburgueses, que con su embrutecimiento matan lentamente todo lo que no es aún como ellos. Al principio había pensado, dijo, qué hermoso era crecer aquí, pero dos o tres días después de su llegada le pareció ya una pesadilla haber nacido y tener que crecer, hacerse adulto aquí. Éste clima y estos muros matan lentamente la sensibilidad, dijo. Yo no había tenido nada más que añadir. En Leopoldskron la falta de espíritu de esta ciudad no podía sernos ya peligrosa, pensé al entrar en el mesón. En el fondo, no era sólo Horowitz quien me enseñaba a tocar el piano con la más alta consecuencia, era el trato diario con Glenn Gould durante mis estudios con Horowitz, pensé. Fueron los dos los que me hicieron posible siquiera la música, el concepto de la música, pensé. Mi último maestro antes de Horowitz había sido Wührer, uno de esos maestros que lo asfixian a uno en la mediocridad, por no hablar de aquéllos con los que había estudiado antes, que tienen todos, como suele decirse, nombres destacados, aparecen en público a cada momento en las grandes ciudades y tienen cátedras bien dotadas en nuestras famosas academias, pero no son más que personas que hacen perecer a los que tocan el piano, que no tienen idea del concepto de la música, pensé. Por todas partes tocan y enseñan esos profesores de música y echan a perder a miles y cientos de miles de alumnos de música, como si la labor de su vida fuera ahogar en la cuna los talentos extraordinarios de los jóvenes seres musicales. En ninguna parte reina una irresponsabilidad tan grande como en nuestras academias de música, que recientemente se llaman universidades de música, pensé. Entre veinte mil profesores de música, sólo uno es el profesor ideal. Horowitz era ese profesor ideal, pensé. Glenn hubiera sido, si se hubiera dedicado a ello, uno de esos profesores. Glenn tenía, como Horowitz, la sensibilidad ideal y la comprensión ideal para esa enseñanza, para ese fin de comunicación artística. Todos los años, decenas de millares de alumnos de escuelas superiores de música recorrían el camino del embrutecimiento de las escuelas superiores de música y perecían a causa de sus incompetentes profesores, pensé. Hasta llegan a hacerse famosos y, sin embargo, no han comprendido nada, pensé al entrar en el mesón. Se convierten en Gulda o Brendel y, sin embargo, no son nada. Se convierten en Gilels y, sin embargo, no son nada. También Wertheimer, si no hubiera encontrado a Glenn, se habría convertido sin duda en uno de nuestros más importantes virtuosos del piano, pensé, no habría tenido que abusar de las ciencias del espíritu como yo, por decirlo así, de lo filosófico, porque lo mismo que yo, desde hace decenios, de la filosofía o lo filosófico, abusó Wertheimer hasta el fin de las llamadas ciencias del espíritu. No habría llenado sus papeles con su escritura, pensé, como yo no hubiera llenado mis manuscritos, crímenes del espíritu, como pensé al entrar en el mesón. Comenzamos como virtuosos del piano y nos convertimos en hocicadores y agitadores de las ciencias del espíritu y de la filosofía, y degeneramos. Porque no llegamos hasta lo más extremo y más allá de lo más extremo, pensé, y renunciamos ante un genio en nuestra especialidad. Pero, si soy sincero, la verdad es que tampoco hubiera podido ser jamás un virtuoso del piano, porque en el fondo no quise ser jamás un virtuoso del piano, porque siempre tuve en contra las mayores reservas y sólo abusé de la virtuosidad pianística en mi proceso de atrofia, en efecto, consideré siempre a quien toca el piano, desde el principio, como ridículo; seducido por mi talento totalmente extraordinario para el piano, lo utilicé para tocar el piano y luego, después de decenio y medio de tortura, lo ahuyenté, súbitamente y sin escrúpulos. No es mi estilo sacrificar mi existencia al sentimentalismo. Solté la carcajada e hice llevar el piano a casa del maestro y, durante días enteros, me divertí con mis propias carcajadas por el transporte del piano, ésa es la verdad, me burlé de mi carrera de virtuoso del piano, destrozada por mí en un momento. Y probablemente esa carrera de virtuoso del piano destrozada por mí de repente fue una parte necesaria de mi proceso de atrofia, pensé al entrar en el mesón. Probamos todo lo posible y lo interrumpimos una y otra vez, arrojamos súbitamente decenios al montón de la basura. Wertheimer fue siempre más lento, no tan decidido en sus decisiones como yo, sólo arrojó su virtuosismo pianístico al montón de la basura años después de mí y, a diferencia de mí, no lo superó, jamás, una y otra vez lo oí lamentarse de que no hubiera debido renunciar a tocar el piano, de que hubiera debido continuar, yo era hasta cierto punto el culpable, había sido siempre su modelo en las cuestiones importantes, en las decisiones existenciales, eso dijo una vez, pensé al entrar en el mesón. La asistencia a las lecciones de Horowitz fue para mí, como para Wertheimer, mortal, para Glenn, sin embargo, lo fue su genio. No había sido Horowitz quien nos había matado a Wertheimer y a mí, en lo referente al virtuosismo pianístico y, en el fondo, a la música en general, sino Glenn, pensé. Glenn nos hizo imposible el virtuosismo pianístico ya en un momento en que los dos habíamos creído aún firmemente en nuestro virtuosismo pianístico. Años aún después de nuestro curso con Horowitz habíamos creído en nuestro virtuosismo, cuando la verdad es que murió ya en el momento en que habíamos conocido a Glenn. Quién sabe si yo, si no hubiera ido a Horowitz, es decir, si hubiera escuchado a mi maestro Wührer, no sería hoy, después de todo, un virtuoso del piano, uno, pensé, de esos famosos que, durante todo el año, viajan de un lado a otro entre Buenos Aires y Viena con su arte. Y también Wertheimer. En seguida, sin embargo, me dije a mí mismo un no decidido, porque yo odiaba desde el principio el virtuosismo con sus fenómenos concomitantes, odiaba sobre todo presentarme ante la multitud y odiaba más que nada los aplausos, no los soportaba, durante mucho tiempo no supe si no soportaba el aire viciado de las salas de conciertos o los aplausos o ninguna de las dos cosas, hasta que me resultó evidente que no podía soportar el virtuosismo en sí y, sobre todo, el virtuosismo pianístico. Porque odiaba más que nada al público y a todo lo relacionado con ese público y, por consiguiente, odiaba también al virtuoso (y a los virtuosos). Y la verdad es que Glenn sólo tocó dos o tres años en público, luego no lo soportó más y se quedó en casa, convirtiéndose allí, en su casa de Norteamérica, en el mejor y más importante de todos los pianistas. Cuando, hace doce años, lo visitamos por última vez, llevaba ya diez años sin dar conciertos en público. Entretanto, se había convertido en el más clarividente de todos los bufones. Había alcanzado la cumbre de su arte y era sólo cuestión del plazo más breve que le diera un ataque cerebral. Wertheimer tuvo entonces la misma sensación de que a Glenn sólo le quedaba el tiempo de vida más breve, de que le daría un ataque, me había dicho. Estuvimos dos semanas y media en casa de Glenn, en donde él se había arreglado un estudio. Lo mismo que durante el curso con Horowitz en Salzburgo, tocaba el piano más o menos día y noche. Durante años, durante un decenio. He dado treinta y cuatro conciertos en dos años, eso me basta para toda la vida, había dicho Glenn. Wertheimer y yo tocamos con Glenn Brahms, desde las dos de la tarde hasta la una de la madrugada. Glenn había situado tres guardianes alrededor de su casa, que le mantenían a la gente alejada. Al principio no habíamos querido molestarlo quedándonos a dormir ni una sola noche, pero luego nos quedamos dos semanas y media y a Wertheimer y a mí nos resultó otra vez evidente lo acertado que había sido renunciar al virtuosismo pianístico. Mi querido malogrado, había saludado Glenn a Wertheimer, con frialdad norteamericanocanadiense, siempre había calificado a Wertheimer de malogrado, y a mí siempre, muy secamente, de filósofo, lo que no me importaba. Wertheimer, el Malogrado, se malograba siempre para Glenn, se malograba ininterrumpidamente, y yo, para Glenn, tenía siempre en los labios y probablemente con insoportable regularidad, la palabra filósofo, de forma que éramos para él, de forma muy natural, el Malogrado y el Filósofo, pensé al entrar en el mesón. El Malogrado y el Filósofo habían ido a Norteamérica para volver a ver a Glenn, virtuoso del piano, y con ningún otro fin. Y para pasar cuatro meses y medio en Nueva York. En gran parte, con Glenn. De Europa no sentía ninguna nostalgia, había dicho Glenn en seguida como saludo. Para él, Europa no se planteaba ya. Se había parapetado en su casa. Para toda la vida. El deseo de parapetarnos lo habíamos tenido siempre los tres durante toda la vida. Los tres éramos fanáticos natos del parapeto. Glenn, sin embargo, era el que había llevado más lejos su fanatismo del parapeto. En Nueva York vivíamos cerca del Hotel Taft, mejor situación para nuestros fines no había. Glenn se había hecho colocar en una habitación interior del Taft un Steinway, y tocaba allí diariamente de ocho a diez horas, a menudo también de noche. No pasaba día sin tocar el piano. A Wertheimer y a mí nos gustó Nueva York desde el principio. Es la ciudad más hermosa del mundo, y al mismo tiempo tiene el aire más puro, decíamos una y otra vez, en ninguna parte del mundo hemos respirado un aire más puro. Glenn confirmó lo que nosotros sentíamos: Nueva York es la única ciudad del mundo en que un hombre de espíritu respira sin trabas en cuanto la pisa. Cada tres semanas, Glenn venía a vernos, y nos enseñaba los rincones escondidos de Manhattan. El Mozarteum era una mala escuela, pensé al entrar en el mesón, pero por otra parte, precisamente para nosotros, la mejor, porque nos abrió los ojos. Todas las escuelas superiores son malas y aquélla a la que acudimos es siempre la peor, si no nos abre los ojos. Qué profesores más detestables tuvimos que soportar, y maltrataron nuestras cabezas. Exorcistas del arte eran todos, aniquiladores del arte, asesinos de espíritus, verdugos de estudiantes. Horowitz era una excepción, Markewitsch, Vegh, pensé. Pero un Horowitz no basta para hacer una academia de primera clase, pensé. Los chapuceros dominaban en el edificio, que era más famoso que cualquier otro del mundo y lo es aún; si digo que procedo del Mozarteum, a la gente se le saltan los ojos. Wertheimer, como Glenn, era hijo de padres ricos, no sólo acomodados. Yo mismo tampoco tenía ninguna clase de preocupaciones económicas. Siempre es ventajoso tener amigos del mismo ambiente y de la misma situación económica, pensé al entrar en el mesón. Como, en el fondo, no teníamos preocupaciones de dinero, nos fue posible dedicarnos exclusivamente a nuestros estudios, impulsarlos tan radicalmente como era posible, tampoco teníamos nada más en la cabeza, sólo teníamos que apartar continuamente de nuestro camino a los que estorbaban nuestro desarrollo, a nuestros profesores y sus mediocridades y atrocidades. El Mozarteum sigue siendo hoy mundialmente famoso, pero es la peor escuela superior de música imaginable, pensé. Pero si no hubiera ido al Mozarteum, no habría conocido nunca a Wertheimer y a Glenn, pensé, los amigos de toda mi vida. Hoy no puedo decir ya cómo llegué a la música, todos en mi familia eran poco musicales, antiartísticos, nada habían odiado más durante toda su vida que el arte y el espíritu, eso, sin embargo, fue probablemente lo decisivo para mí, enamorarme un día del piano que al principio sólo odiaba y cambiar un viejo Ehrbar familiar por un Steinway realmente maravilloso, para dar una lección a mi odiada familia y seguir el camino que, desde el principio, los había estremecido. No había sido el arte, ni la música, ni el tocar el piano, sino sólo la oposición a los míos, pensé. Había odiado tocar el piano en el Ehrbar, mis padres me lo habían impuesto como a todos los demás de la familia, el Ehrbar había sido su centro artístico y habían llegado en él hasta las últimas piezas de Brahms y de Reger. A ese centro artístico familiar lo había odiado yo, pero al Steinway arrancado por mí a mi padre y hecho venir de París en las circunstancias más horribles lo había amado. Tuve que ir al Mozarteum para darles una lección, la verdad es que no tenía absolutamente ninguna concepción de la música y tocar el piano no fue nunca para mí una pasión, pero lo utilicé como medio con el fin de actuar contra mis padres y contra toda mi familia, lo aproveché contra ellos y comencé a dominarlo en contra de ellos, de día en día más, de año en año con virtuosismo mayor aún. Fui contra ellos al Mozarteum, pensé en el mesón. Nuestro Ehrbar estaba en la llamada sala de música y era su centro artístico, en el que triunfaban las tardes de los sábados. El Steinway lo evitaron, la gente no venía, el Steinway había acabado con la época del Ehrbar. Desde el día en que empecé a tocar el Steinway, no hubo ya en casa de mis padres ningún centro artístico. El Steinway, pensé de pie en el mesón y mirando a mi alrededor, estaba dirigido contra los míos. Fui al Mozarteum para vengarme de ellos, por ninguna otra razón, para castigarlos por el crimen que habían perpetrado contra mí. Ahora tenían por hijo un artista, un personaje execrable desde su punto de vista. Y abusé del Mozarteum, en contra de ellos, utilicé todos sus medios contra ellos. Si me hubiera hecho cargo de sus fábricas de ladrillos y hubiera tocado toda la vida su viejo Ehrbar, habrían estado contentos, por eso me había separado de ellos mediante el Steinway colocado en la sala de música, que había costado una fortuna y, realmente, había habido que transportar de París a nuestra casa. Al principio, había insistido en el Steinway, luego, como correspondía al Steinway, en el Mozarteum. No toleraba, como hoy tengo que decir, ninguna contradicción. Me había decidido de la noche a la mañana a ser artista y lo exigía todo. Les había ganado por la mano, pensé, mirando a mí alrededor en el mesón. El Steinway era mi baluarte contra ellos, contra su mundo, contra la estupidez familiar y contra la del mundo. Yo no había nacido, como había nacido Glenn y quizá incluso Wertheimer, lo que no puedo decir con toda seguridad, para ser virtuoso del piano, pero sencillamente me obligué a ello, me convencí, me acostumbré, tengo que decir, con la mayor brutalidad hacia ellos. Con el Steinway me fue posible de pronto actuar contra ellos. Por desesperación contra ellos me había convertido en artista, que había sido lo más fácil, en virtuoso del piano, a ser posible en seguida en virtuoso mundial del piano, el odiado Ehrbar de nuestra sala de música me había dado la idea y desarrollé esa idea provechosamente, como arma contra ellos, hasta la más alta y más altísima perfección. Pero en el caso de Glenn no ocurrió de otro modo, y tampoco en el de Wertheimer, que sólo estudió arte y, por consiguiente, música para herir a su padre, como me consta, pensé en el mesón. Que yo estudie piano es una catástrofe para mi padre, me dijo Wertheimer. Glenn lo decía más radicalmente: me odian a mí y a mi piano. Si hablo de Bach, están a punto de vomitar, decía Glenn. Cuando era ya mundialmente famoso, sus padres seguían irreconciliables. Pero mientras él fue consecuente y, en fin de cuentas aunque no hasta dos o tres años antes de su muerte, pudo convencerlos de su genio, Wertheimer y yo les habíamos dado la razón a nuestros padres, al fracasar en nuestro virtuosismo, y fracasamos ya muy pronto, de la forma más vergonzosa, como tuve que oír a menudo de mi padre. Pero a mí la circunstancia de mi fracaso como virtuoso del piano no me oprimía tanto como le oprimía a Wertheimer, que durante toda su vida, hasta el final, sufrió por haber renunciado, por haberse entregado a las ciencias del espíritu, de las que hasta el final no supo qué eran realmente, lo mismo que hasta hoy no sé qué es lo filosófico, la filosofía en general. Glenn es el triunfador, nosotros somos los fracasados, pensé en el mesón. Glenn terminó su existencia en el único momento acertado, pensé. Y no la extinguió por sí mismo, es decir, por su propia mano, como Wertheimer, que no tenía otra elección y que tuvo que ahorcarse, pensé. Lo mismo que el final de Glenn había podido preverse desde hacía tiempo, también el final de Wertheimer pudo preverse desde hacía tiempo, pensé. Glenn sufrió al parecer un ataque en mitad de las variaciones Goldberg. Wertheimer no soportó la muerte de Glenn. Se· avergonzaba después de la muerte de Glenn de seguir con vida, de haber, por decirlo así, sobrevivido al genio, eso lo atormentó todo el último año, como me consta. Dos días después de haber leído en el periódico que Glenn había muerto, recibimos telegramas del padre de Glenn en los que nos comunicaba la muerte de su hijo. Apenas se sentaba Glenn al piano, se encogía sobre sí mismo, pensé, parecía un animal, mirándolo mejor, un inválido, pero mirándolo mejor aún, la persona inteligente y hermosa que siempre fue. De su abuela materna aprendió él, Glenn, el alemán, que, como ya he señalado, hablaba de corrido. Avergonzaba con su pronunciación a todos nuestros compañeros de estudios alemanes y austríacos, que hablaban un alemán totalmente desastrado y que hablan ese alemán totalmente desastrado durante toda su vida, porque no tienen sensibilidad para su idioma. ¡Pero cómo puede un artista no tener sensibilidad para su idioma materno!, decía Glenn a menudo. Llevaba año tras año pantalones iguales, aunque no los mismos, sus andares eran ágiles, mi padre hubiera dicho: señoriales. Le gustaban las definiciones claras y odiaba lo impreciso. Una palabra favorita suya era la palabra autodisciplina, la pronunciaba una y otra vez, también durante las lecciones con Horowitz, como recuerdo. Lo que más le gustaba era andar todavía por las calles poco después de medianoche o, en cualquier caso, salir de casa, eso lo había observado ya en Leopoldskron. Tenemos que proporcionarnos continuamente aire puro, decía, si no, no podremos avanzar, nos veremos paralizados en nuestro propósito de alcanzar lo más alto. Era el hombre más despiadado hacia sí mismo. No se permitía ninguna imprecisión. Sólo a partir del pensamiento desarrollaba su discurso. Aborrecía a los hombres que decían lo que no habían pensado hasta el fin, es decir, aborrecía a casi toda la humanidad. Y de esa humanidad aborrecida se apartó finalmente hace ya más de veinte años. Era el único virtuoso del piano de importancia mundial que aborrecía a su público y que, real y definitivamente, se apartó de ese público aborrecido. No lo necesitaba. Se compró la casa del bosque y se instaló en esa casa y se perfeccionó. Él y Bach vivieron en esa casa de Norteamérica hasta su muerte. Era un fanático del orden. Todo era orden en su casa. Cuando entré en ella por primera vez con Wertheimer, no pensé más que en su propio concepto de la autodisciplina. Después de haber entrado nosotros en su casa, no nos preguntó, por ejemplo, si teníamos sed, sino que se sentó al Steinway y nos tocó la parte de las variaciones Goldberg que nos había tocado en Leopoldskron un día antes de su marcha al Canadá. Su forma de tocar era ahora tan perfecta como entonces. En ese instante me resultó evidente que nadie más que él tocaba así en el mundo entero. Se encogió sobre sí mismo y comenzó. Tocaba de abajo arriba, por decirlo así, y no, como todos los demás, de arriba abajo. Ése era su secreto. Durante años me había torturado yo con el pensamiento de si sería acertado visitarlo en Norteamérica. Un pensamiento lastimoso. Wertheimer no quería al principio, y en definitiva tuve que convencerlo. La hermana de Wertheimer estaba en contra de que su hermano visitara al mundialmente famoso y para él, como ella opinaba, peligroso Glenn Gould. Wertheimer, sin embargo, se impuso finalmente a su hermana y fue conmigo a Norteamérica y a ver a Glenn. Una y otra vez me había dicho yo que era la última posibilidad de ver a Glenn. Realmente esperaba su muerte y había querido verlo sin falta otra vez, oírlo tocar, pensé, mientras estaba de pie en el mesón, respirando el mal olor del mesón, que conocía de antes. Conocía Wankham. Siempre me había alojado en Wankham en aquel mesón, cuando visitaba a Wertheimer, porque en casa de Wertheimer no podía pasar la noche, él no soportaba huéspedes que pasaran la noche. Miré a mi alrededor buscando a la patrona, pero no se oía nada. Wertheimer odiaba a los huéspedes que pasaban la noche, los aborrecía. A los huéspedes en general, daba igual quienes fueran, los recibía y, apenas estaban allí, volvía a acompañarlos a la puerta, no es que me hubiera acompañado a mí también en seguida a la puerta, para eso era yo demasiado amigo suyo, pero al cabo de unas horas prefería que yo desapareciera en lugar de quedarme y pasar la noche. Nunca pasé la noche en su casa, no se me hubiera ocurrido nunca, pensé, buscando con la vista a la patrona. Glenn era un hombre de la gran ciudad, como, por lo demás, también yo, como Wertheimer, en el fondo nos gustaba todo lo de la gran ciudad y odiábamos el campo, que sin embargo (como también, por lo demás, la gran ciudad, a su modo) aprovechábamos al máximo. Wertheimer y Glenn fueron en definitiva al campo a causa de sus pulmones enfermos, Wertheimer todavía más a disgusto que Glenn, Glenn, en última instancia, porque en definitiva no podía soportar ya a la humanidad entera, Wertheimer a causa de sus continuos ataques de tos en la ciudad y porque su internista le dijo que, en la gran ciudad, no tenía posibilidades de sobrevivir. Wertheimer, durante más de dos decenios, encontró refugio en casa de su hermana en el Kohlmarkt, en una de las viviendas mayores y más lujosas de Viena. Pero en definitiva su hermana se casó con lo que se llama un gran industrial suizo y se fue a casa de su esposo a Zizers, junto a Chur. Precisamente en Suiza y precisamente con el propietario de un consorcio de productos químicos, como se expresó Wertheimer, hablando conmigo. Un enlace catastrófico. Ella me dejó en la estacada, se lamentaba Wertheimer una y otra vez. En aquella vivienda, de pronto vacía, estuvo los primeros tiempos como paralizado, después de la partida de su hermana permanecía días enteros sin moverse de un sillón, corría luego como loco por las habitaciones, una y otra vez de un lado a otro, y finalmente se retiró al pabellón de caza paterno, en Traich. Al fin y al cabo, después de la muerte de sus padres vivió veinte años con su hermana y tiranizó a esa hermana, como me consta, durante años hizo imposible que ella tuviera contacto con hombres y, en general, con seres humanos, la protegió, la encadenó a sí mismo, por decirlo así. Pero ella se evadió y lo abandonó con sus muebles viejos y desvencijados, que habían heredado juntos. Cómo ha podido hacerme esto, me dijo, pensé. Yo lo he hecho todo por ella, me he sacrificado por ella y ella me abandona, me deja sencillamente, corre a Suiza tras ese tipo nuevo rico, ese personaje espantoso, dijo Wertheimer, pensé en el mesón. Precisamente a Chur, a esa horrible comarca, en donde el hedor del Catolicismo llega realmente hasta el cielo. Zizers, ¡qué nombre más horroroso para un pueblo!, exclamó, y me preguntó si había estado alguna vez en Zizers y yo recordé que, de camino a Sankt Moritz, había pasado varias veces por Zizers, pensé. Estupidez, conventos y consorcios de productos químicos, y nada más, dijo. Se atrevió a hacer varias veces la afirmación de que había renunciado a su virtuosismo pianístico a causa de su hermana, por ella terminé, sacrifiqué mi carrera, dijo, sacrifiqué todo lo que había sido todo para mí. Así trataba de salir de su desesperación mintiéndose, pensé. La vivienda del Kohlmarkt tenía tres pisos y estaba abarrotada de todas las obras de arte imaginables, lo que me impresionaba siempre que visitaba a mi amigo. Él mismo afirmaba odiar esas obras de arte, las había acumulado su hermana, él las odiaba, no le importaban lo más mínimo, culpaba en general de toda su infelicidad a su hermana, que lo había dejado en la estacada por un suizo megalómano. Una vez me dijo en serio que se había imaginado envejecer con su hermana en aquella vivienda del Kohlmarkt, me haré viejo con ella, en estas habitaciones, me dijo una vez. Todo fue de otra forma, su hermana se le desmandó, le volvió la espalda, posiblemente en el último momento, pensé. Hasta meses después de haberse casado su hermana no volvió a salir él a la calle, no se convirtió otra vez, por decirlo así, de sedentario en caminante. En sus mejores tiempos, iba del Kohlmarkt al Distrito XX y desde éste al XXI y volvía al I a través de Leopoldstadt, y caminaba luego aún de un lado a otro por el I, durante horas, hasta no poder más. En el campo se sentía como paralizado. Allí daba apenas algunos pasos por el bosque. El campo me fastidia, decía una y otra vez. Glenn tiene razón cuando me llama siempre caminante del asfalto, dijo Wertheimer, sólo camino por el asfalto, por el campo no camino, me aburre infinitamente y me quedo en mi choza. Calificaba de choza el pabellón de caza heredado de sus padres, que tenía catorce habitaciones. La realidad es que, en ese pabellón de caza, se vestía de madrugada como si se propusiera caminar cincuenta o sesenta kilómetros, con zapatos altos de cordones, traje grueso de loden y una gorra de fieltro en la cabeza. Pero sólo salía afuera para comprobar que no tenía ninguna gana de caminar y volvía a desvestirse y se sentaba en la habitación de abajo, mirando fijamente la pared de enfrente. El internista dice que en la ciudad no tengo ninguna probabilidad, decía, pero es aquí donde no tengo absolutamente ninguna probabilidad. Odio el campo. Por otra parte, estoy dispuesto a seguir las órdenes del internista, para no tener que hacerme reproches. Pero andar y, en general, andar por el campo no puedo hacerlo. Para mí es lo más absurdo y no cometeré ese absurdo, el crimen de esa locura no lo cometeré. Regularmente me visto, decía, y salgo de casa y me doy la vuelta y me desvisto otra vez, da igual en qué época del año, siempre es igual. Por lo menos nadie observa mi locura, decía, pensé en el mesón. Lo mismo que Glenn, tampoco Wertheimer toleraba a nadie a su alrededor. Por eso, con el tiempo, se volvió insoportable. Pero tampoco yo, pensé de pie en el mesón, sería capaz de vivir en el campo, y la verdad es que por eso vivo en Madrid y no pienso marcharme de Madrid, de esa ciudad, la más maravillosa de todas las ciudades, en la que tengo todo lo que el mundo puede ofrecer. Quien vive en el campo se entontece con el tiempo, sin darse cuenta, durante algún tiempo cree que eso es algo original y beneficioso para su salud, pero vivir en el campo no es en absoluto original sino una insulsez para cualquiera que no haya nacido en el campo y para el campo, y sólo le resulta perjudicial para la salud. Las personas que van al campo se extinguen en el campo y llevan una existencia por lo menos grotesca, que los conduce primero al entontecimiento y luego a una muerte ridícula. Recomendar a un hombre de la gran ciudad que vaya al campo para sobrevivir es una vileza internista, pensé. Todos esos ejemplos de personas que fueron de la gran ciudad al campo, para vivir allí más tiempo y mejor, son sólo ejemplos horribles, pensé. Pero la verdad es que, en definitiva, Wertheimer no fue sólo víctima de su internista, sino más aún víctima de su convicción de que su hermana sólo existía para él. Realmente dijo muchas veces que su hermana había nacido para él, para quedarse a su lado, por decirlo así para protegerlo. ¡Nadie me ha decepcionado tanto como mi hermana!, exclamó una vez, pensé. Se acostumbró mortalmente a su hermana, pensé. El día en que su hermana lo dejó, juró odiarla eternamente y corrió todas las cortinas de la vivienda del Kohlmarkt, para no volver a abrirlas. Después de todo, pudo mantener quince días su propósito, y al decimoquinto día volvió a abrir las cortinas de la vivienda del Kohlmarkt y se precipitó como un loco a la calle, hambriento de comida y seres humanos. Sin embargo, el Malogrado se derrumbó ya en el Graben, como me consta. Sólo a la suerte de que un pariente pasara precisamente por allí tiene que agradecer que lo llevaran otra vez en seguida a su vivienda, pensé, porque de otro modo probablemente lo hubieran internado en el manicomio de Steinhof, ya que su aspecto era de demente. No era Glenn el más difícil de nosotros, lo era Wertheimer. Glenn era fuerte, Wertheimer era el más débil de nosotros. Glenn no estaba loco, como una y otra vez se ha afirmado y se afirma, sino que lo estaba Wertheimer, como afirmo yo. Durante veinte años pudo atar a sí a su hermana, con miles, con cientos de miles de ataduras, y entonces ella se le escapó y, según creo, hasta hizo un buen casamiento, como suele decirse. Aquella hermana rica por naturaleza se casó con un suizo inmensamente rico. No podía oír ya la palabra hermana ni la palabra Chur, según Wertheimer cuando lo vi por última vez. Ni siquiera una carta me escribió, decía, pensé en el mesón, mirando a mi alrededor. Ella se había escapado de él en secreto y lo había dejado todo en la vivienda tal y como estaba, no se había llevado absolutamente nada, decía él una y otra vez. Aunque me había prometido que no me dejaría, jamás, según él, pensé. Y por añadidura mi hermana es la convertida, cómo se expresaba él, profundamente católica, católica sin remisión, decía. Pero así son esas personas profundamente religiosas, profundamente católicas, convertidas, decía, no retroceden ante nada y ni siquiera ante los mayores crímenes, abandonan a su propio hermano y se arrojan en brazos de cualquier ser vestido de mezclilla de seda que se presenta y que, casualmente y por su falta de escrúpulos, ha hecho dinero, según dijo en mi última visita, pensé. Lo veo ante mí, oigo muy bien lo que dice, con aquellas frases entrecortadas que siempre utilizaba y que tan bien le iban. Nuestro Malogrado es un fanático, dijo Glenn una vez, se muere casi ininterrumpidamente de lástima de sí mismo, todavía veo a Glenn, cómo lo dice, oigo cómo lo dice, fue en el Monchsberg, en el llamado Alto de los jueces, donde estuve muy a menudo con Glenn pero no con Wertheimer, cuando Wertheimer, por alguna razón, quería estar solo, sin nosotros, muy a menudo por sentirse ofendido. De El Mortificado lo calificaba yo una y otra vez. Después de la marcha de su hermana, solía retirarse, con intervalos cada vez más breves, a Traich, porque Traich me resulta odioso, según él. En la vivienda del Kohlmarkt se acumulaba el polvo, porque en su ausencia no dejaba entrar a nadie. En Traich se quedaba a veces días enteros en casa, sólo se hacía traer una jarra de leche por su trabajador forestal, mantequilla, pan, algún pedazo de carne ahumada. Y leía a sus filósofos, Schopenhauer, Kant, Spinoza. También en Traich, durante casi todo el tiempo que estaba allí, tenía corridas las cortinas. Una vez pensé, me compraré otra vez un Bösendorfer, decía, pero luego renuncié otra vez a esa idea, la verdad es que sería una locura. Por lo demás, desde hace quince años no me he acercado a un piano, decía, pensé en el mesón, indeciso sobre si debía llamar o no. Fue el mayor de los errores creer que yo podía ser artista, llevar una existencia de artista. Pero tampoco hubiera podido refugiarme en seguida en las ciencias del espíritu, tuve que dar ese rodeo por el arte, decía. ¿Crees que me habría convertido en un gran virtuoso del piano?, me preguntó, sin esperar como es natural ninguna respuesta de mí, y soltó, riéndose, un horrible jamás. Tú sí, dijo, pero yo no. Tú tenías madera, dijo, eso lo veía efectivamente, unos compases tuyos y me resultó claro, tú sí, pero yo no. Y en el caso de Glenn resultaba claro de antemano que es un genio. Nuestro genio norteamericanocanadiense. Cada uno de nosotros fracasó por una razón opuesta decía Wertheimer, pensé. Yo no tenía nada que demostrar, sólo todo que perder, decía, pensé. Nuestras fortunas fueron probablemente nuestra desgracia, decía, pero en seguida: a Glenn no lo mató su fortuna, sino que le permitió convertirse en genio. Sí, si no hubiéramos encontrado a Glenn, decía Wertheimer. Si el nombre de Horowitz no hubiera significado nada para nosotros. ¡Si no hubiéramos ido siquiera a Salzburgo!, decía. En esa ciudad nos buscamos la muerte, al estudiar con Horowitz y conocer a Glenn Gould. Nuestro amigo significó nuestra muerte. La verdad es que éramos mejores que todos los demás que estudiaban con Horowitz, pero Glenn era mejor que el propio Horowitz, decía Wertheimer, todavía le oigo, pensé. Por otra parte, decía, nosotros vivimos aún, y él no. Tantas personas habían muerto hasta entonces en su entorno, tantos parientes, amigos, conocidos, ninguna de esas muertes le había conmovido lo más mínimo, y sin embargo la muerte de Glenn le había afectado mortalmente, pronunció mortalmente con monstruosa precisión. La verdad es que no hace falta que convivamos con una persona para estar más unidos a ella que a cualquier otra, dijo. La muerte de Glenn le había afectado profundísimamente, pensé, de pie en el mesón. Aunque esa muerte podía preverse más que cualquier otra, era algo lógico, según él. A pesar de todo, no lo comprendemos, lo entendemos pero no lo comprendemos. Glenn había sentido la mayor predilección por la palabra y el concepto de Malogrado, me acuerdo muy bien, se le ocurrió el Malogrado en la Sigmund Haffnergasse. Sólo vemos, cuando miramos a los hombres, mutilados, nos dijo Glenn una vez, exterior o interiormente, o interior y exteriormente mutilados, no hay otros, pensé. Cuanto más miramos a un hombre tanto más mutilado nos parece, porque está tan mutilado que no queremos reconocerlo, como es sin embargo el caso. El mundo está lleno de mutilados. Vamos por la calle y sólo encontramos mutilados. Invitamos a un hombre y tenemos· en casa un mutilado, según Glenn, pensé. Realmente yo mismo he hecho una y otra vez esa observación y sólo he podido darle la razón a Glenn. Wertheimer, Glenn, yo, todos mutilados, pensé. ¡Amistad, artistas! pensé, ¡Dios santo, qué locura! ¡Yo soy el superviviente! Ahora estoy solo, pensé, porque, si digo la verdad, sólo hubo dos hombres en mi vida que significaron para mí esa vida: Glenn y Wertheimer. Ahora Glenn y Wertheimer están muertos y tengo que sobreponerme a ese hecho. El mesón me daba una impresión de degeneración, como en todos los mesones de esta comarca, todo en él era sucio y el aire, como suele decirse, se podía cortar. La asquerosidad reinaba por todas partes. Hubiera podido llamar hacía tiempo a la patrona, a la que conocía, pero no la llamé. Al parecer, Wertheimer durmió varias veces con la patrona, naturalmente en el mesón de ella, no en el pabellón de caza de él, según cuentan, pensé. En el fondo, Glenn sólo había tocado las Variaciones Goldberg y el Arte de la Fuga, incluso cuando tocaba algo distinto, por ejemplo Brahms o Mozart, Schonberg o Webern, del que tenía la más alta opinión, aunque ponía a Schonberg por encima de Webern, y no a la inversa, como se quiere creer, Wertheimer invitó a Glenn varias veces a Traich, pero Glenn no volvió nunca más a Europa después de su concierto en los Festivales de Salzburgo. Tampoco manteníamos correspondencia, porque las cartas que en esos muchos años nos enviamos no se pueden calificar de correspondencia. Glenn nos enviaba regularmente sus discos y nosotros le dábamos las gracias, eso era todo. En el fondo, nos unía la falta total de sentimentalismo de nuestra amistad, la verdad es que tampoco Wertheimer tenía nada de sentimental, aunque a menudo pareciera lo contrario. Cuando se lamentaba, no era sentimentalismo, sino premeditación, cálculo. La idea de, después de la muerte de Wertheimer, querer ver otra vez su pabellón de caza me pareció de repente absurda, y me llevé las manos a la cabeza, sin hacerlo realmente. Sin embargo, mi forma de actuar no tiene nada de sentimental, pensé, mirando a mi alrededor en el mesón. Al principio sólo había querido visitar la vivienda del Kohlmarkt de Viena, pero luego me decidí a ir primero a Traich, para inspeccionar otra vez el pabellón de caza en el que Wertheimer pasó los dos últimos años, en las más horribles circunstancias, como me consta. Después del casamiento de su hermana, él había aguantado en Viena tres meses más, sólo con esfuerzo, y había vagado por la ciudad, como puedo imaginarme, en medio de continuas maldiciones contra su hermana, hasta el momento en que, sencillamente, tuvo que marcharse de Viena para esconderse en Traich. Su última postal a Madrid me había espantado. Su escritura era la escritura de un anciano, no se podía pasar por alto en aquella postal, que comunicaba cosas inconexas, signos de locura. Pero yo no había tenido la intención de ir a Austria, estaba demasiado intensamente ocupado en mi piso de la calle del Prado con mi trabajo Sobre Glenn Gould, ese trabajo no lo hubiera interrumpido por ningún concepto, porque de otro modo lo hubiera perdido, cosa que no quería arriesgar, de forma que no respondí ya a Wertheimer su postal, que me pareció inmediatamente sospechosa mientras la leía. Wertheimer había tenido la idea de ir en avión a los Estados Unidos para el entierro de Glenn, sin embargo yo me había negado, y él solo no lo hizo. Hasta tres días después de haberse ahorcado Wertheimer no me di cuenta de que él, como Glenn, había llegado a los cincuenta y un años. Cuando hemos sobrepasado los cincuenta, nos parecemos viles y faltos de carácter, pensé, la cuestión es saber cuánto tiempo aguantaremos ese estado. Muchos se matan a los cincuenta y un años, pensé. Muchos a los cincuenta y dos, pero más a los cincuenta y uno. Da igual que se maten a los cincuenta y uno o que a los cincuenta y uno mueran, como suele decirse, de muerte natural, igual que mueran como Glenn o que mueran como Wertheimer. La causa es, muy a menudo, la vergüenza de haber sobrepasado un límite que siente la persona de cincuenta años cuando ha vivido su quincuagésimo año. Porque cincuenta años bastan absolutamente, pensé. Nos volvemos viles cuando sobrepasamos los cincuenta y seguimos viviendo, seguimos existiendo. Somos cobardes que han sobrepasado el límite, pensé, y que se han vuelto doblemente lastimosos cuando han vivido ya su quincuagésimo año. Ahora soy yo el desvergonzado, pensé. Envidiaba a los muertos. Por un momento los odié a causa de su superioridad. Consideré un error el hecho de haber ido a Traich por curiosidad, por la más fútil de todas las razones, de pie en el mesón, detestando el mesón, me detestaba a mí mismo de la forma más profunda. Y quién sabe, pensé, si habrá alguien siquiera que me deje entrar en el pabellón de caza, porque indudablemente los nuevos propietarios estarán en él desde hace tiempo y no recibirán a nadie, y mucho menos a mí, que siempre les he resultado odioso, como me consta, porque la verdad es que Wertheimer me había pintado siempre ante sus parientes de tal modo, que tenía que suponer que me odiaban tanto como a él y que me consideraban ahora, probablemente con razón, el más inoportuno de los intrusos, pensé. Hubiera debido volver a Madrid en avión y no emprender aquel viaje a Traich, totalmente superfluo, pensé. Me he metido en una situación desvergonzada, pensé. De repente sentí como un saqueo de cadáveres lo que me proponía, a saber, inspeccionar el pabellón de caza, entrar en todas las habitaciones del pabellón de caza, no omitir absolutamente nada y hacerme una idea al respecto. Soy un ser horrible, pensé, repulsivo, repugnante, mientras quería llamar a la patrona, pero sin llamarla en el último momento, de repente tuve miedo de que apareciera demasiado pronto, es decir, demasiado pronto para mis fines, y me cortara el hilo de los pensamientos, me aniquilara lo pensado aquí de repente, aquellas divagaciones sobre Glenn y Wertheimer que de repente me permitía. Realmente había tenido la intención y la tengo ahora todavía de inspeccionar quizá los escritos dejados por Wertheimer. Wertheimer hablaba a menudo de escritos que había redactado con el paso del tiempo. Insensateces, según él, pero Wertheimer era también orgulloso, lo que me hacía suponer que, en el caso de esas insensateces, se trataba de algo valioso, en cualquier caso de pensamientos de Wertheimer que merecían ser conservados, reunidos, salvados, ordenados, pensé, viendo ya todo un montón de cuadernos (y papeles) de contenido más o menos matemático-filosófico. Pero los herederos no soltarán esos cuadernos (y papeles), todos esos escritos (y papeles), pensé. No me dejarán entrar siquiera en el pabellón de caza. Me preguntarán quién soy, y cuando diga quién soy me darán con la puerta en las narices. Mi reputación es tan nefasta, que volverán a cerrar en seguida sus puertas y a echar el cerrojo, pensé. Aquella idea demencial de visitar el pabellón de caza la había tenido ya en Madrid. La verdad es que, posiblemente, Wertheimer no habló a nadie más que a mí de sus escritos (y papeles), pensé, y los escondió en alguna parte, de forma que le debo el descubrir y conservar esos cuadernos (y papeles), en las condiciones que sea. De Glenn, realmente, no se conservó nada, Glenn no tomaba ninguna clase de notas, pensé, pero Wertheimer, por el contrario, escribió ininterrumpidamente, durante años, durante decenios. Especialmente sobre Glenn encontraré alguna cosa interesante, pensé, en cualquier caso, una y otra vez, sobre nosotros tres, sobre la época de nuestros estudios, sobre nuestro profesor, sobre nuestro desarrollo y sobre todo el desarrollo mundial, pensé de pie en el mesón y mirando por la ventana de la cocina, tras la cual, sin embargo, no se podía ver nada, porque los cristales de la ventana estaban negros de suciedad. En esa cocina sucia se cocina, pensé, de esa cocina sucia sale la comida para los huéspedes de la sala, pensé. Los mesones austríacos están todos sucios y son asquerosos, pensé, difícilmente se consigue en uno de esos mesones un mantel limpio en la mesa, por no hablar de una servilleta de tela, lo que en Suiza, por ejemplo, es algo lógico. Hasta en el más pequeño mesón de Suiza todo es limpio y apetitoso, pero incluso en nuestros hoteles austríacos todo es sucio y asqueroso. ¡Y sobre todo en las habitaciones!, pensé. A menudo planchan por encima otra vez las sábanas ya utilizadas, para el huésped siguiente, y no es raro que en los lavabos queden todavía los mechones de pelo del último. Siempre me han dado asco los mesones austríacos, pensé. Los platos no están limpios y, mirándolos bien, los cubiertos están casi siempre sucios. Pero Wertheimer iba a comer muy a menudo a ese mesón, por lo menos una vez al día quiero ver gente, decía, aunque sólo sea a esa patrona degenerada, desastrada y sucia. Así salgo de una jaula para entrar en otra, según dijo Wertheimer una vez, de la vivienda del Kohlmarkt a Traich y vuelta otra vez, dijo, pensé. De la catastrófica jaula de la gran ciudad a la catastrófica jaula del bosque. Unas veces me escondo aquí y otras allá, unas veces en la perversión del Kohlmarkt, y otras en la perversión del bosque, en el campo. Salgo de una para meterme en la otra. Durante toda la vida. Pero ese proceso se ha convertido para mí en costumbre de tal manera, que no puedo imaginarme ya otro, dijo. Glenn se encerró en su jaula norteamericana, yo en mi jaula de la Alta Austria, dijo Wertheimer, pensé. El con su megalomanía, yo con mi desesperación. Los tres con nuestra desesperación, decía, pensé. Le hablé a Glenn de nuestro pabellón de caza, decía Wertheimer, y estoy convencido de que eso fue lo que hizo que él mismo se construyera su casa en el bosque, su estudio, su máquina de desesperación, dijo una vez Wertheimer, pensé. Semejante locura, arreglarme una casa con un estudio para música, en medio del bosque y protegida de todos los hombres, a kilómetros de distancia de todo, sólo la comete un loco, un demente, según Wertheimer. Yo no necesitaba siquiera construirme mi estudio de desesperación, lo tenía ya en Traich. Lo heredé de mi padre, que aguantó aquí solo durante años, menos mimado que yo, menos quejumbroso que yo, menos lastimoso que yo, menos ridículo que yo, según Wertheimer una vez. Tenemos una hermana que es ideal para nosotros, y nos deja en el peor momento, de una forma totalmente carente de escrúpulos, decía Wertheimer. Se va a Suiza, en la que todo está degenerado, Suiza es el país con menos carácter de Europa, decía, en Suiza he tenido siempre la sensación de estar en un burdel, decía. Todo emputecido, tanto en las ciudades como en el campo, decía. Sankt Moritz, Saas Fee, Gstaad, todo casas públicas, por no hablar de Zurich, Basilea, burdeles mundiales, dijo Wertheimer varias veces, burdeles mundiales, nada más que burdeles mundiales. ¡Ésa sombría ciudad de Chur, en la que, todavía hoy, el Arzobispo da los buenos días y las buenas noches! ¡Allí se va mi hermana, huyendo de mí, su cruel hermano, el aniquilador de su vida y de su existencia! decía Wertheimer, pensé. ¡A Zizers, donde el hedor del Catolicismo llega hasta el cielo! La muerte de Glenn me afecta en lo más hondo, le oía decir ahora otra vez con claridad, mientras estaba de pie en la sala del mesón, todavía en el mismo sitio, entretanto sólo había puesto mi bolsa en el suelo. Wertheimer tuvo que matarse, me dije, no tenía ya futuro. Había vivido hasta el final, había existido por completo. Era muy propio de él el haber dormido con la patrona en casa de ella, pensé, y miré al techo de la sala, suponiendo que los dos se habrían unido precisamente sobre aquella sala, en la cama de la patrona. El superesteta en una cama sucia, pensé. El sensibilista, que continuamente creía poder vivir sólo con Schopenhauer, Kant y Spinoza, a intervalos mayores o menores, con la patrona de Wankham bajo un áspero edredón de plumas de gallina. Al principio había tenido que soltar la carcajada, pero luego me dio asco. Tampoco había oído nadie mi carcajada. La patrona seguía estando invisible. El salón se volvía cada vez más sucio mientras lo observaba, el mesón entero más irrazonable. Pero no tenía otra opción, sólo había y hay ese mesón en la comarca. Glenn, pensé, no tocó nunca a Chopin. Rechazó todas las invitaciones, los más altos honorarios. Convencía siempre a todos de que era un ser infeliz, pero era el más feliz, el más afortunado. Música/ obsesión/sed de gloria/Glenn, había anotado yo una vez, en mi primer cuaderno madrileño. Ésas gentes de la Puerta del Sol, que le describí a Glenn en una carta en mil novecientos sesenta y tres, después de haber descubierto Lhardy. Descripción de una corrida de toros, reflexiones en el parque del Retiro, pensé, de las que Glenn nunca me acusó recibo. Wertheimer invitó a Glenn con frecuencia a ir a Traich, que le gustaría el pabellón de caza, pensó Wertheimer, pero Glenn no aceptó nunca, ni siquiera Wertheimer era un hombre de pabellón de caza, pero mucho menos Glenn Gould. Horowitz no era un matemático como lo era Glenn Gould. Era. Decimos es, y de repente, era, ese horrible era, pensé. Wertheimer me interrumpía cuando, por ejemplo, me enfrentaba con Schonberg, Glenn jamás. No soportaba que otro supiera más que él, no aguantaba que uno explicara lo que él no podía saber. Vergüenza de no saber, pensé, de pie en el mesón, esperando a la patrona. Por otra parte, Wertheimer era el lector, no Glenn, no yo, yo no leía mucho y, cuando leía, siempre lo mismo, los mismos libros de los mismos escritores, los mismos filósofos una y otra vez, como si fueran siempre totalmente distintos. Yo tenía muy desarrollado, hasta un grado alto, fantásticamente alto, el arte de asimilar lo mismo, una y otra vez, como algo totalmente distinto, ni Wertheimer ni Glenn tenían esa ventaja. Glenn no leía casi nada, aborrecía la literatura, lo que era muy propio de él. Sólo lo que sirve a mi verdadero fin, dijo una vez, a mi arte. De Bach lo tenía todo en la cabeza, e igualmente de Handel, mucho de Mozart, todo también de Bartók, y podía sentarse a interpretar durante horas, según su propio calificativo, de forma impecable, naturalmente, glennialmente, como lo expresaba Wertheimer. En el fondo, ya en el primer instante de mi encuentro con Glenn en el Monchsberg me resultó claro que se trataba del hombre más extraordinario que había encontrado jamás en mi vida. El fisonomista que hay en mí no se equivocó. Y luego, años después, por decirlo así la confirmación del mundo, que sin embargo me resultó penosa, como todas las confirmaciones de los periódicos. Somos, no tenemos otra opción, según Glenn una vez. Una insensatez total, que soportamos, también él, pensé, y también la muerte de Wertheimer se había podido prever, pensé. Curiosamente, sin embargo, Wertheimer decía una y otra vez que yo me mataría, que me ahorcaría en el bosque, en tu querido parque del Retiro, dijo una vez, pensé. El que me hubiera escapado y me hubiera ido a Madrid, sin decir palabra a nadie y dejándolo todo en Austria, no me lo perdonaba. Se había acostumbrado a que fuera con él por Viena, durante años, durante un decenio, en cualquier caso por sus caminos y no por los míos, pensé. Siempre andaba más deprisa que yo, y sólo con esfuerzo podía seguirlo, aunque era él el enfermo, no yo, precisamente porque era él el enfermo iba siempre delante, pensé, ya desde el principio me había dejado siempre atrás. El Malogrado es un hallazgo genial de Glenn Gould, pensé. Glenn, ya desde el primer momento, caló a Wertheimer, a todas las personas que veía por primera vez, las calaba por completo en seguida. Wertheimer se levantaba a las cinco de la mañana, yo a las cinco y media, mientras que Glenn no se levantaba nunca hasta las nueve y media, porque se había acostado hacia las cuatro de la mañana, no para dormir, según Glenn, sino para hacer que el agotamiento se fuera extinguiendo. Matarme, pensé, después de que Glenn está muerto y Wertheimer se ha matado, mientras miraba a mi alrededor en el mesón. La humedad de los mesones austríacos la temió también siempre Glenn, tenía miedo de buscarse la muerte en esos mesones austríacos, que están siempre mal ventilados o que no lo están en absoluto. Realmente, muchos se buscan la muerte en nuestros mesones, los patrones no abren las ventanas, ni siquiera en verano, de forma que la humedad puede fijarse a los muros para siempre. Y esa nueva falta de gusto que se extiende por todas partes, pensé, la proletarización total hasta de nuestros mesones más bellos, pensé, sigue avanzando. Ninguna palabra se me ha vuelto más repugnante que la palabra Socialismo, cuando pienso en lo que se ha hecho con ese concepto. Por todas partes ese abyecto Socialismo de nuestros abyectos socialistas, que explotan el Socialismo en contra del pueblo y, con el tiempo, lo han hecho tan vil cómo ellos mismos. Por todas partes, a dondequiera que miremos, se puede ver, sentir, ese Socialismo vil y mortal, lo ha impregnado todo. Las habitaciones de este mesón las conozco, pensé, y producen la muerte. El pensamiento de que, sólo con el fin de ver otra vez el pabellón de caza, hubiera venido a Wankham me pareció en aquel momento infame. Por otra parte, me dije en seguida otra vez, le debo eso a Wertheimer, dije exactamente esa frase para mis adentros, le debo eso a Wertheimer, dije en voz alta para mí. Una mentira tras otra. La curiosidad, que ha sido siempre mi característica más destacada, se había apoderado de mí por completo. Posiblemente los herederos habrán vaciado ya totalmente el pabellón de caza, pensé, lo habrán cambiado ya por completo, los herederos actúan a menudo rápidamente con una falta de escrúpulos que no nos imaginamos. Vacían la casa a menudo horas sólo después de la muerte del causante, como suele decirse, lo sacan todo y no dejan que nadie se acerque siquiera. Nadie presentaba a sus parientes bajo una luz más espantosa que Wertheimer, los ponía por los suelos. Odiaba a padre, madre, a su hermana, les echaba a todos ellos la culpa de su infelicidad. Les reprochaba ininterrumpidamente tener que existir, que lo hubieran arrojado por arriba a la horrible máquina de la existencia, para que volviera a salir por abajo totalmente destrozado. Defenderse no sirve de nada, según él una y otra vez. El niño había sido arrojado a aquella máquina de la existencia por su madre, y el padre mantuvo en funcionamiento durante toda su vida aquella máquina de la existencia, que despedazó a su hijo de forma consecuente. Los padres saben muy bien que prolongan en sus hijos la infelicidad que son ellos mismos, actúan con crueldad al hacer niños y arrojarlos a la máquina de la existencia, según él, pensé, mientras inspeccionaba la sala. Vi a Wertheimer por primera vez en la Nussdorferstrasse, delante del mercado. Él hubiera debido ser comerciante, como su padre, pero en el fondo tampoco se convirtió en lo que él, Wertheimer, quería, en músico, sino que fue destruido por las llamadas ciencias del espíritu, según él mismo. Huimos de una cosa a la otra y nos destruimos, según él. Sólo nos vamos siempre, hasta que hemos cesado. Predilección por los cementerios, como yo, pensé, durante días enteros solo en los cementerios de Dobling y de Neustift am Wald, pensé. La nostalgia, de toda su vida, de querer estar solo una y otra vez, pensé, que también yo siento. Wertheimer no era viajero, como yo. No era una persona apasionada por cambiar de lugar. Una vez con sus padres a Egipto, eso fue todo. Mientras que yo, sin embargo, he aprovechado todas las oportunidades para viajar, a donde fuera, y me escapé por primera vez a Venecia con el maletín de médico de mi abuelo y ciento cincuenta chelines para diez días, que además estuvieron llenos de visitas diarias a la Academia y de representaciones en la Fenice. Tancredi por primera vez en la Fenice, pensé, por primera vez el deseo de intentar la música. Wertheimer fue siempre sólo el Malogrado. Nadie ha recorrido tantas calles de Viena como él, todas en todas las direcciones y otra vez de vuelta hasta el agotamiento total. Maniobras de diversión, pensé. Él tenía un consumo inmenso de zapatos. Fetichista de zapatos le llamó también Glenn a Wertheimer, creo que tenía cientos de pares de zapatos en su vivienda del Kohlmarkt, y también al respecto había empujado a su hermana al borde de la locura. Adoraba, amaba incluso a su hermana, pensé, y con el tiempo la volvió loca. En el último momento, ella se escapó de él y se fue a Zizers, junto a Chur, no volvió a dar señales de vida, y lo dejó atrás. Él dejó sus vestidos, tal como ella los había abandonado, en sus armarios. No tocó ya absolutamente nada de ella. En el fondo, sólo para pasar las hojas he abusado de mi hermana, dijo una vez, pensé. Nadie sabía pasar las hojas tan bien, yo se lo enseñé a mi forma despiadada, dijo una vez, la verdad es que, en un principio, ella no sabía leer una sola nota. Mi genial pasadora de hojas, dijo una vez, pensé. Degradó a su hermana convirtiéndola en pasadora de hojas, y eso, a la larga, a ella no le gustó. El ella no encontrará un hombre jamás había resultado ser un cruel error de él, pensé. Wertheimer había construido para su hermana un presidio totalmente seguro, un presidio totalmente a prueba de evasiones, y ella se escapó, de la noche a la mañana, como suele decirse. Eso tuvo en Wertheimer el efecto de avergonzado espantosamente. Sentado en su sillón, no había pensado ya más que en matarse, según él mismo, pensé, había cavilado durante días en la manera, pero sin embargo no lo había hecho. La muerte de Glenn había convertido ya en él el pensamiento del suicidio en un estado permanente, y la huida de su hermana reforzó ese estado permanente. Con toda la violencia de los hechos, había cobrado conciencia de su fracaso con la muerte de Glenn. Pero en lo que se refería a su hermana, había sido la vileza de ella, su abyección, al dejarlo solo, en la mayor tribulación, por un suizo mediocre de pies a cabeza, que lleva una gabardina de mal gusto, de solapas puntiagudas, y zapatos de Bally con hebillas de latón, pensé. No hubiera debido dejar que ella fuera a Horch, ése horrendo internista (¡el médico de ella!), dijo, porque allí conoció al suizo. Los médicos pactan con los propietarios de consorcios de productos químicos, dijo, pensé. No hubiera debido dejar que fuera, dijo hablando de su hermana de cuarenta y seis años, pensé. Aquella mujer de cuarenta y seis años tenía que pedirle permiso para salir, pensé, tenía que darle cuenta de cada una de sus visitas. Al principio él, Wertheimer, había creído que el suizo, al que había juzgado en seguida de hombre despiadadamente calculador, se había casado con ella por su riqueza, pero la verdad era que luego se había revelado que el suizo era mucho más rico todavía que los dos juntos, es decir, inmensamente rico, helvéticamente rico, lo que quiere decir muchas veces más rico que austríacamente rico, según él. El padre de aquel hombre (del suizo), según Wertheimer, había sido uno de los directores del Zürcher Bank Leu, imagínate, según Wertheimer, ¡y el hijo posee uno de los mayores consorcios de productos químicos! La primera mujer del suizo había muerto de una forma poco clara, nadie sabía la verdad. Mi hermana, segunda mujer de un advenedizo, según Wertheimer, pensé. Una vez había estado él ocho horas sentado en la iglesia de San Esteban, fría como el hielo, mirando fijamente al altar, y el sacristán lo había echado de la iglesia de San Esteban con las palabras: señor, vamos a cerrar. Al salir le había dado al sacristán un billete de cien chelines, un impulso, según Wertheimer. Tenía ganas de quedarme sentado en la iglesia de San Esteban hasta caer muerto, según él. Pero no lo conseguí, ni siquiera concentrándome al máximo en ese deseo. No tenía posibilidad de concentrarme en ello al máximo, dijo, y nuestros deseos sólo se cumplen cuando ponemos en ello la máxima concentración. Desde su niñez había tenido el deseo de morir, de matarse, como se suele decir, pero jamás había puesto en ello la máxima concentración. No había podido hacer frente al hecho de haber sido echado a un mundo que, en el fondo y en todas y cada una de las cosas, sólo le había sido siempre repulsivo, desde el principio mismo. Se hizo mayor y creyó que ese deseo de morir, de repente, no existiría ya, pero sin embargo ese deseo se hizo más intenso de año en año, aunque no con la máxima intensidad y concentración, según él. Mi continua curiosidad me impedía el suicidio, según él, pensé. A nuestro padre no le perdonamos que nos haya hecho, a nuestra madre que nos haya parido, decía, a nuestra hermana que sea continuamente testigo de nuestra desgracia. Existir no significa al fin y al cabo otra cosa que: nos desesperamos, según él. Cuando me levanto, pienso en mí con horror y me aterra todo lo que me espera. Cuando me acuesto, no tengo otro deseo que morir, no despertarme más, pero entonces me despierto otra vez y ese espantoso proceso se repite, se repite en definitiva durante cincuenta años, según él. Si pensamos que, durante cincuenta años, no hemos deseado otra cosa que estar muertos, y que seguimos viviendo aún y no podemos cambiar nada, porque somos totalmente inconsecuentes, según él. Porque somos la miseria misma, la bajeza misma. ¡Sin talento musical!, exclamaba, ¡sin talento para existir! Somos tan altaneros que creemos que estudiar música es lo que importa, cuando ni siquiera somos capaces de vivir, ni siquiera estamos en condiciones de existir, porque la verdad es que no existimos, ¡no existen!, así dijo una vez en la Wahringerstrasse, después de haber caminado los dos cuatro horas y media por Brigittenau, hasta el agotamiento total. Antes nos pasábamos la mitad de la noche en la Koralle, dijo ¡ahora ni siquiera vamos ya al Kolosseum!, según él, cómo se ha transformado todo en lo absolutamente inconveniente. Creemos que tenemos un amigo y, sin embargo, vemos con el tiempo que no tenemos ningún amigo, porque no tenemos absolutamente a nadie, ésa es la verdad, según él. Aferrado al Bösendorfer, con el tiempo todo se ha revelado como un error y como algo espantoso. Glenn había tenido la suerte, dijo, de derrumbarse sobre su Steinway, en plenas variaciones Goldberg. Él intentaba desde hacía años derrumbarse, sin éxito. Muchas veces iba con su hermana a la llamada avenida principal del Prater, para mejorar el estado de salud de ella, según él, a fin de que pudiera respirar aire puro, pero ella no hacía honor a esas salidas, por qué sólo a la avenida principal del Prater y no a Kreuzenstein o Retz, nunca se la podía contentar, yo lo hacía todo por ella, podía comprarse el vestido que quisiera, según él. La mimaba, según él. En el punto más alto de esos mimos, según él, ella se escapó, a Zizers, junto a Chur, a esa espantosa comarca. Todos huyen a Suiza cuando ya no saben qué hacer, según él, pensé. Pero entonces Suiza es, para todos, un presidio mortal, poco a poco se ahogan en Suiza como consecuencia de Suiza, lo mismo que mi hermana se ahogará como consecuencia de Suiza, él lo preveía, Zizers la matará, el suizo la matará, Suiza la matará, según él, pensé. ¡Y precisamente a Zizers, a esa perversa creación verbal! según él, pensé. Posiblemente se trata de una concepción de nuestros padres, dijo, mi hermana y yo, durante toda la vida, un cálculo de nuestros padres. Ésa concepción de nuestros padres, sin embargo, ese cálculo de nuestros padres no ha salido bien. Haremos un hijo, pensaron quizá nuestros padres, y además una hija, y los dos existirán entonces hasta el fin de su vida, apoyándose mutuamente, aniquilándose mutuamente, posiblemente fue ése el pensamiento de nuestros padres, el diabólico pensamiento de nuestros padres, según él. Los padres tienen una concepción, pero esa concepción, como es natural, no puede resultar bien, según él. Mi hermana no se atuvo a esa concepción, ella es la más fuerte, según él, yo he sido siempre el débil, la parte absolutamente débil, según Wertheimer. Él se quedaba casi sin aliento cuesta arriba y, sin embargo, se me adelantaba. No podía subir escaleras y, sin embargo, estaba en el tercer piso antes que yo, todo intentos de suicidio, pensé ahora, observando la sala del mesón, intentos inútiles de escapar al existir. Una vez había ido con su hermana a Passau, porque su padre lo había convencido de que Passau era una ciudad hermosa, una ciudad reposada, una ciudad extraordinaria, pero ya cuando llegaron a Passau habían visto que, en el ·caso de Passau, se trataba de una de las ciudades más feas, en general, de una ciudad que emulaba a Salzburgo, de una ciudad rebosante de torpeza y fealdad, y repugnante rusticidad, que, con perversa altanería, se llama ciudad de los tres ríos. Sólo habían caminado un corto trecho por esa ciudad de los tres ríos y se habían dado pronto la vuelta y, como en varias horas no había ningún tren que volviera a Viena, habían vuelto a Viena en taxi. Después de esa experiencia en Passau habían renunciado a todo proyecto de viaje durante años, pensé. Si la hermana formulaba el deseo de viajar en los años que siguieron, Wertheimer sólo le decía: ¡piensa en Passau! y con ello ahogaba ya en la cuna cualquier discusión sobre viajes entre su hermana y él. En el lugar del subastado piano de cola Bösendorfer habían puesto un escritorio josefino, pensé. Pero la verdad es que no tenemos por qué querer estudiar siempre algo, pensé, la verdad es que basta por completo si pensamos sólo, si pensamos nada más y dejamos, sencillamente, libre curso al pensamiento. Con que cedamos a nuestra cosmovisión y, sencillamente, nos entreguemos a esa cosmovisión, pero eso es lo más difícil, pensé. Wertheimer no estaba entonces todavía, cuando hizo subastar su Bösendorfer, en esa situación, ni tampoco luego, a diferencia de mí, que estaba en condiciones de ello, pensé. Esa ventaja me permitió también desaparecer un día de Austria sólo con una pequeña bolsa de viaje, para ir primero a Portugal y luego a España, e instalarme en la calle del Prado, al lado mismo de Sotheby. De repente y, por decirlo así, de la noche a la mañana, me convertí en un artista de la cosmovisión. Tuve que soltar la carcajada ante esa creación verbal mía en ese momento. Di unos pasos hacia la ventana de la cocina, pero de antemano había sabido que por la ventana de la cocina no puedes ver nada, porque, como queda dicho, está sucia de arriba abajo. Las ventanas de cocina austríacas están todas totalmente sucias y no se puede ver nada por ellas y como es natural, pensé, es la mayor de las ventajas no poder ver nada por ellas, porque si no, se vería directamente la catástrofe, el caos de la suciedad de las cocinas austríacas. De forma que retrocedí los pasos que había dado hacia la ventana de la cocina, y me quedé otra vez de pie donde había estado todo el tiempo. Glenn murió en el momento más favorable para él, pensé, pero Wertheimer no se mató en el momento más favorable para él, quien se mata no se mata nunca en el momento más favorable para él, pero la llamada muerte natural es siempre la que se produce en el momento más favorable. Wertheimer había querido emular a Glenn, pensé, y al mismo tiempo darle una lección a su hermana, pagárselo todo con creces, al ahorcarse precisamente a sólo cien pasos de la casa de ella en Zizers. Se compró un billete para Zizers, junto a Chur, y se fue a Zizers y se ahorcó a cien pasos de la casa de su hermana. A la persona que encontraron no la reconocieron en muchos días como quien era. Hasta cuatro o cinco días después de encontrarlo no le llamó la atención el nombre de Wertheimer a un funcionario del hospital de Chur, que relacionó ese nombre de Wertheimer con la mujer del propietario del consorcio de productos químicos, a la que conocía como exseñora Wertheimer, y el funcionario, perplejo, había preguntado en Zizers si existía alguna relación entre el suicida Wertheimer que yacía en la sala de disección y la mujer del propietario del consorcio de productos químicos de Zizers. La hermana de Wertheimer, que no sabía en absoluto que, a cien pasos de su casa, se hubiera ahorcado alguien, fue en seguida a Chur, a la sala de disección, y había identificado a su hermano, como suele decirse. A Wertheimer le había salido bien el cálculo: por el modo y manera y por la elección del lugar de su suicidio, precipitó a su hermana en un sentimiento de culpa para toda la vida, pensé. Ese cálculo es muy propio de Wertheimer, pensé. Pero con ello resultó lamentable. Se fue de Traich ya con la intención de ahorcarse de un árbol, a cien pasos de la casa de su hermana, pensé. Un suicidio largo tiempo calculado, pensé, no un acto de desesperación espontáneo. Desde Madrid yo no hubiera ido a su entierro en Chur, pensé, pero como estaba ya en Viena, era lógico que fuera a Chur. Y de Chur a Traich. Sin embargo, ahora dudaba bastante de si no hubiera sido mejor ir directamente de Chur a Viena, sin detenerse en Traich, en aquel momento no me resultaba claro qué buscaba aquí, salvo aquella satisfacción, totalmente fútil, de mi curiosidad, porque de que aquí fuera yo necesario sólo trataba de convencerme, me lo fingía, esa necesidad me la simulaba. La verdad era que a la hermana de Wertheimer no le había dicho que tuviera la intención de ir a Traich, y la verdad era que en Chur tampoco había tenido en absoluto esa intención, hasta el tren no había tenido la idea de bajar en Attnang Puchheim e ir a Traich, pasando la noche en Wankham, como al fin y al cabo estaba acostumbrado a hacer por mis anteriores visitas a Traich, pensé. Siempre pensé que un día iría al entierro de Wertheimer, como es natural no supe nunca cuándo, pero sí que sería así, aunque nunca hablé de esos pensamientos, sobre todo no con el propio Wertheimer, mientras que él, Wertheimer, me dijo muy a menudo que él iría un día a mi entierro, en eso pensaba mientras seguía esperando a la patrona. Y yo estaba seguro de que Wertheimer se mataría un día, por todas esas razones que tenía ininterrumpidamente presentes. La muerte de Glenn, como se ha visto luego, no fue decisiva para su suicidio, tuvo que abandonarlo su hermana, pero la muerte de Glenn fue ya el comienzo de su fin, y el momento desencadenante el casamiento de su hermana con el suizo. Mediante un deambular sin pausa por Viena trató Wertheimer de salvarse, pero fracasó en ese intento, la salvación no era ya posible. Visitas al barrio obrero que amaba, a los distritos XX y XXI, al Brigittenau sobre todo, a Kaisermühlen sobre todo, al Prater con sus indecencias, la Zirkusgasse, la Schüttelstrasse, la Radetzkystrasse, etcétera. Durante meses anduvo por Viena, día y noche, hasta que se derrumbó. De nada sirvió ya. Pero también el pabellón de caza de Traich, considerado por él al principio aún como salvación para su existencia, había resultado ser un sofisma; como me consta, primero se encerró tres semanas en el pabellón de caza y luego fue a ver a los trabajadores forestales y los importunó con sus problemas. Sin embargo, las gentes sencillas no comprenden a las complicadas y las rechazan, más despiadadamente que todas las demás, pensé. El mayor error consiste en creer que las llamadas gentes sencillas lo salvarán a uno. Uno va a ellas, en la mayor necesidad, y les mendiga casi que lo salven, y ellas lo arrojan a uno todavía más profundamente a la desesperación. Y cómo podrían salvar al extravagante en su extravagancia, pensé. Wertheimer no tenía otra opción que matarse, después de haberlo abandonado su hermana, pensé. Él quería publicar un libro, pero no lo logró, porque cambiaba una y otra vez su manuscrito, lo cambió tan a menudo y tanto tiempo que del manuscrito no quedó nada, los cambios de su manuscrito no fueron otra cosa que la completa reducción del manuscrito, del que finalmente no quedó más que el título El Malogrado. Ahora no tengo más que el título, me dijo, y eso está bien. No sé si tendré fuerzas para escribir otro libro, no creo, había dicho, si hubiera aparecido El Malogrado, dijo, pensé, hubiera tenido que matarme. Pero por otra parte era un hombre de papeles, llenó miles, decenas de miles de papeles, y apiló esos papeles en su vivienda del Kohlmarkt lo mismo que en el pabellón de caza de Traich. Quizá sean realmente los papeles los que te interesan y los que te han hecho bajar en Attnang Puchheim, pensé. O quizá sea sólo una táctica dilatoria, porque Viena te horroriza. Miles de sus papeles yuxtapuestos, pensé, y publicados con el título El Malogrado. Absurdo. Yo había calculado que él habría aniquilado todos esos papeles en Traich y Viena. No dejar huella fue, al fin y al cabo, una de sus máximas. Cuando un amigo ha muerto, lo clavamos con sus propias máximas y declaraciones, lo matamos con sus propias armas. Por una parte, vive en lo que, durante toda su vida, nos dijo a nosotros (y a los demás), por otra lo matamos con ello. Somos de lo más despiadado (¡con él!) en lo que a sus declaraciones se refiere, a sus notas, pensé, si no tenemos ya notas, porque él, prudentemente, las ha aniquilado, acudimos a sus declaraciones para aniquilarlo, pensé. Explotamos su legado para aniquilar aún más lo que nos ha legado, para matar aún más al muerto y, si no nos deja el legado correspondiente para su aniquilación, inventamos un legado así, inventamos sencillamente declaraciones contra él, etc., pensé. Los herederos son atroces, los que quedan no tienen la menor consideración, pensé. Buscamos testimonios contra él y a nuestro favor, pensé. Saqueamos todo lo que puede ser utilizado contra él para mejorar nuestra situación, pensé, ésa es la verdad. Wertheimer fue siempre un candidato al suicidio, pero se pasó de la cuenta, hubiera debido matarse años antes de su suicidio real, mucho antes de Glenn, pensé. Por eso es penoso su suicidio, envilecido sobre todo por el hecho de que se matara precisamente delante de la casa de su hermana en Zizers, pensé para contrarrestar sobre todo mi mala conciencia, que todavía no había podido hacer frente al hecho de no haber contestado a las cartas de Wertheimer, y haberlo dejado solo más o menos ignominiosamente, el que yo no pudiera dejar Madrid había sido al fin y al cabo sólo una vil mentira, que utilicé para no tener que entregarme a mi amigo, el cual, como ahora comprendo, había esperado de mí su última posibilidad de sobrevivir, y que antes de su suicidio me escribió a Madrid cuatro cartas, que no contesté, sólo al recibir la quinta le escribí que me era absolutamente imposible ausentarme, que no podía aniquilar mi trabajo sólo por un viaje a Austria, cualquiera que fuera su objeto. Había pretextado Sobre Glenn Gould, ese ensayo fracasado que inmediatamente, como pensé ahora, después de volver a Madrid, tiraré al fuego, porque no tiene el menor valor. Dejé a Wertheimer solo ignominiosamente, pensé, le volví la espalda en su mayor tribulación. Pero reprimí con vehemencia el pensamiento de cualquier culpa por mi parte en su suicidio, yo no le hubiera servido ya de nada, me dije, no hubiera podido salvarlo, al fin y al cabo estaba ya maduro para el suicidio. ¡Tuvo que ser la escuela superior, pensé, y por añadidura la escuela superior de música! Al principio de todo, la idea de hacernos famosos y, de hecho, de la forma más simple y con la mayor rapidez posible, para lo que, como es natural, una escuela superior de música es el trampolín ideal, eso habíamos pensado los tres. Glenn, Wertheimer y yo. Pero sólo Glenn consiguió lo que los tres nos habíamos propuesto, y Glenn, en fin de cuentas, abusó incluso de nosotros para alcanzar su fin, pensé, abusó de todo, aunque fuera inconscientemente, para convertirse en Glenn Gould, pensé. Nosotros, Wertheimer y yo, habíamos tenido que renunciar para dejar campo libre a Glenn. Esa idea no la consideraba en absoluto en aquel momento como el absurdo que ahora me parece, pensé. Pero Glenn, cuando vino a Europa y asistió al curso de Horowitz, era ya el genio, y nosotros, en esa misma época, éramos ya los fracasados, pensé. En el fondo, yo no había querido convertirme en virtuoso del piano, todo lo relativo al Mozarteum y sus contextos había sido para mí sólo un subterfugio para liberarme de mi auténtico aburrimiento del mundo, de mi, ya muy temprano, hastío de la vida. Y, en el fondo, Wertheimer actuaba como yo, y por eso, como suele decirse, no fuimos nadie, porque no habíamos pensado en absoluto en querer ser alguien, a diferencia de Glenn, que quería ser Glenn Gould a toda costa y tuvo que venir a Europa nada más que para abusar de Horowitz, para ser el genio que ansiaba y anhelaba más que cualquier otra cosa, por decirlo así, un pasmo mundial del piano. Me gustó la expresión pasmo mundial, mientras seguía de pie en la sala del mesón esperando a la patrona, que, según pensé, estaba probablemente detrás del mesón ocupada en dar de comer a los cerdos, a juzgar por los ruidos que venían de esa parte de atrás del mesón. Por mi parte, nunca había sentido la necesidad de ser un pasmo mundial, y tampoco Wertheimer, pensé. La cabeza de Wertheimer era más semejante a la mía que la cabeza de Glenn, pensé, quien llevaba sobre los hombros una cabeza absolutamente de virtuoso, a diferencia de Wertheimer y de mí, que éramos cabezas de entendimiento. Pero si tuviera que decir ahora qué es una cabeza de virtuoso, podría decirlo tan mal como si tuviera que decir qué es una cabeza de entendimiento. No fue Wertheimer quien se hizo amigo de Glenn Gould, sino yo, yo me había acercado a Glenn y me había hecho amigo de él, y sólo entonces se reunió Wertheimer con nosotros y, en el fondo, también con nosotros fue siempre un extraño Wertheimer. Sin embargo, los tres fuimos, como puede decirse, una amistad para toda la vida, pensé. Wertheimer, sólo por el hecho de haberse matado, ha perjudicado gravemente a su hermana, pensé, ese poblacho provinciano que es Zizers le achacará siempre a la mujer del propietario del consorcio de productos químicos, a partir de ahora, el suicidio de su hermano, pensé, y la insolencia de ahorcarse de un árbol frente a la casa de su hermana repercutirá más pesadamente aún contra ella. Wertheimer no daba ninguna importancia a las ceremonias fúnebres, pensé, pero tampoco las hubiera tenido en Chur, en donde fue enterrado. De forma significativa, el entierro tuvo lugar a las cinco de la mañana y, salvo el personal de una funeraria de Chur, sólo estábamos presentes la hermana de Wertheimer, su marido y yo. Me preguntaron (curiosamente, me lo preguntó la hermana de Wertheimer) si quería ver otra vez a Wertheimer, pero yo lo había rechazado inmediatamente. Aquella propuesta me repelió. Lo mismo que, en general, toda la ceremonia y los que participaron en ella. Hubiera sido mejor también no venir a Chur para el entierro, pensé ahora. Del telegrama dirigido a mí que me había enviado la hermana de Wertheimer no se podía deducir que Wertheimer se había matado, sólo la hora del entierro. Al principio había pensado yo que, en alguna visita a su hermana, él había muerto. Una visita así, como es natural, me había admirado, porque no había podido imaginarme una visita así. Wertheimer no habría visitado jamás a su hermana en Zizers, pensé. Castigó a su hermana con la máxima pena, pensé, le destruyó el cerebro para toda la vida. El viaje de Viena a Chur duró trece horas, los trenes austríacos están abandonados, en el vagón-restaurante, si es que lo hay siquiera, sirven la comida más pésima. Quise leer otra vez después de veinte años, con un vaso de agua mineral delante, Las tribulaciones del alumno Törless, de Musil, lo que no conseguí, no soporto ya los relatos, leo una página y soy incapaz de seguir leyendo. No soporto ya las descripciones. Por otra parte, tampoco me fue posible pasar el tiempo con Pascal, conocía de memoria todos los Pensées y el placer por el estilo de Pascal se agotó pronto. De forma que me contenté con contemplar el paisaje. Las ciudades, cuando se pasa ante ellas, producen una impresión de degeneración, las casas de los campesinos han sido todas echadas a perder, al arrancar sus propietarios las viejas ventanas y colocar ventanas de plástico nuevas y de mal gusto. No son ya las torres de las iglesias las que dominan el paisaje, sino los silos de plástico importados, las torres de dimensiones exageradas de los depósitos. El viaje de Viena a Linz no es más que un viaje a través del mal gusto. De Linz a Salzburgo las cosas no son mejores. Y las montañas tirolesas me oprimen. El Voralberg lo he odiado siempre, lo mismo que a Suiza, en donde toda estupidez tiene su asiento, como decía siempre mi padre, y en ese punto yo no le contradecía. Chur lo conocía yo de muchas estancias con mis padres, cuando, en efecto, teníamos la intención de dirigirnos a Sankt Moritz y pasábamos la noche en Chur, siempre en el mismo hotel, en el que apestaba a té de menta y en donde conocían a mi padre y le hacían un descuento del veinte por ciento, por haber sido fiel al hotel durante más de cuarenta años. Era lo que se llama un buen hotel en el centro de la ciudad, ya no sé cómo se llamaba, pero puede que El sol, si es que no me equivoco, aunque se encontraba en el lugar más sombrío de la ciudad. En las tabernas de Chur despachaban el peor de los vinos y servían las salchichas más insípidas.