LA NOVELA DE SAMUEL
Desde el principio había quedado claro que la casa se regiría por el calendario católico, y la única excepción que se consentían era la celebración de Rosh Hashaná, el Año Nuevo hebreo. A Mercedes le parecía bien porque la alternativa habría sido celebrar Yom Kippur, la más solemne de las festividades judías, algo de lo que no quería ni oír hablar.
—¿Dónde se ha visto una cosa igual? —decía, escandalizada—. Un día en que está prohibido comer, beber, bañarse… ¡Prohibido bañarse, por Dios!
—Y también tener relaciones conyugales —añadía Samuel, y hacía con las cejas un gesto de picardía que, al menos cuando lo practicaba ante el espejo, le hacía parecer más joven.
Así que todos los años celebraban dos Años Nuevos, uno el 1 de enero y el otro el 1 de tishrei, que solía caer hacia finales de septiembre o comienzos de octubre. De todas formas, su particular Rosh Hashaná se atenía muy poco a la tradición, que prescribía una jornada dedicada a la meditación y al rezo. Aquello, en cambio, era una fiesta en la que las puertas de la casa se abrían a los gentiles, y las mujeres fumaban y los hombres bebían un poco más de la cuenta. Entre los escasos hebreos que asistían a la fiesta estaban Rebeca y Esther, las hermanas de Samuel, que ningún año dejaban pasar la ocasión de recriminarle que aquello más parecía un Purim que un Rosh Hashaná. Y era verdad. No había más que ver las bandejas de dulces en torno a las cuales se arremolinaban los niños. Muchos de ellos eran los típicos dulces de Purim, el carnaval judío: los bocaditos de mazapán, la torta de nueces y los fazuelos rellenos de mermelada o de miel, que allí todos llamaban orejas. Y la radio estaba todo el rato encendida y había globos de colores y algunos se cubrían la cabeza con sombreritos de papel…
A Rebeca y a Esther todo aquello les parecía un poco irreverente, y preferían no tener mucho trato con los invitados. A partir de determinado momento solían llevarse a los niños a la cocina y montaban partidas de sebibón, una perinola de cuatro caras con la que jugaban a apostar caramelos. Unos pocos años antes, cuando todavía Miriam y Sara eran pequeñas, una de las gracias habituales era hacerles calcular qué año del calendario hebreo estaban empezando. Ahora ninguna de las dos tenía ya edad para estar en la cocina, pero la tradición se mantenía sin ellas. Entraba Samuel, se acercaba al grupito de niños y les decía con tono burlón:
—Es muy sencillo. Sólo tenéis que saber en qué año estamos y sumarle tres mil setecientos sesenta años más.
—¿Cuántos? ¿Tres mil qué? —exclamó una de las niñas poniendo los ojos en blanco, y los otros celebraron con regocijo sus aspavientos.
—A ver, tú misma… ¿En qué año naciste?
—En 1940.
—¿Y cuánto da mil novecientos cuarenta más tres mil setecientos sesenta?
Ahora fue la propia niña la que, sintiéndose el centro de atención, rió con nerviosismo.
—¡Yo qué sé! ¡Un millón, por lo menos! —dijo.
—¡Sí! ¡Un millón o más! —corearon los demás.
—No, un millón no —dijo Samuel—. Exactamente, cinco mil setecientos. ¡Qué suerte tienes de haber nacido un año así, un número tan redondo, el primer año de un nuevo siglo!
La niña sonrió halagada, y los que también habían nacido en 1940 se apresuraron a proclamarlo como un mérito. Miriam, desde la puerta, seguía la escena con melancolía: siete u ocho años antes, ella y su hermana aún formaban parte del grupito y, aunque los niños cambiaran, las respuestas y reacciones no solían variar. Se acercó a la mesa, reunió los restos de dulces en un solo plato y llevó los platos vacíos al fregadero. Su padre, mientras tanto, volvía a la carga:
—Ya sabemos cuándo naciste. Ahora dinos cuántos años tienes.
—Diez.
—Pues súmale diez más.
Unos niños repitieron varias veces las distintas cifras y pusieron cara de esfuerzo y concentración, mientras otros se tapaban la boca para sofocar unas ganas de reír que en realidad no sentían.
—Cinco mil…, cinco mil setecientos… —trató de ayudarles Samuel, que al final acabó impacientándose y diciendo—: Cinco mil setecientos… diez. ¡Feliz año 5710!
—¡Feliz año! —gritaron todos, y Samuel regresó satisfecho al salón.
En aquella época, Samuel se había dejado crecer un bigotito porque, según Mercedes, se parecía a su actor favorito, Robert Taylor. Y es cierto que se parecía, aunque Samuel era más cabezón y más grueso y desde luego bastante menos distinguido. Pero en conjunto, a sus cincuenta y pocos años, seguía siendo un hombre atractivo, de aspecto mundano, con los ojos de un bonito color castaño y el escaso pelo siempre engominado. Acostumbrado a dar órdenes, su porte y su voz transmitían determinación, y en la Hípica, cuando departía con sus amigos militares, había quien le tomaba por un oficial de paisano.
—Miriam —dijo, y ni siquiera se molestó en levantar la voz o en buscarla con la mirada, porque sabía que su hija mayor estaría pendiente—. Miriam, ¿quién es ese chico?
Se refería a un jovencito desgarbado y con cara de caballo que llevaba un buen rato charlando con Sara en el balcón. Miriam le había visto entrar un par de veces a rellenar los vasos de zarzaparrilla.
—Se apellida Valenzuela. Su padre es coronel.
—Ah, lo conozco. Buen tipo ese Valenzuela. Creo que lo han destinado a…
—A Valladolid —dijo Miriam, y su padre no percibió el ligerísimo reproche que había en su voz.
El salón seguía atestado de gente. Samuel se detenía con unos y con otros a intercambiar comentarios, pero a esas alturas estaba claro que la fiesta tocaba a su fin. Se entretuvo unos minutos más de la cuenta con un joven matrimonio malagueño que unos meses antes había heredado unas zapaterías en Ceuta y Tetuán. La mujer insistía en elogiar la decoración de la casa. Samuel asentía con la cabeza y la dejaba hablar, pero en realidad toda aquella palabrería le traía sin cuidado. Tal vez fuera porque llevaba mucho tiempo oyendo cosas así.
De modernizar el mobiliario doméstico se había encargado Mercedes hacía más de veinte años, durante su primer embarazo, el de Miriam, y desde entonces el piso había experimentado muy pocos cambios, como si cualquier modificación pudiera constituir algún tipo de amenaza para el acertado equilibrio inicial. De la decoración habían desaparecido todos los elementos de inspiración judaica. La drástica reforma, que había arramblado con los rancios azulejos, los muebles desvencijados y los anacrónicos cortinones, se había llevado también por delante los bordados con bendiciones en hebreo y el atril taraceado con pequeñas estrellas de David. Todo ello había ido a parar a un arcón, junto a la menorá de siete brazos, la serie de grabados del templo de Salomón y el objeto que Mercedes aborrecía por encima de todos los demás, el kinnor, una vieja lira lacada en plata que en algún momento se había considerado imprescindible en algunos salones judíos de Melilla. Sólo las fotos de los padres y los abuelos con kipá informaban del origen del cabeza de familia. Siempre que unos gentiles elogiaban ante Samuel la decoración del piso, lo que él se preguntaba era qué ausencia podía extrañarles más, si la de los elementos hebreos o la de los cristianos. ¿No les sorprendía que en aquel salón tampoco hubiera ninguno de esos crucifijos o de esas Últimas Cenas o de esas imágenes de vírgenes y de santos que seguramente sí había en su propio salón? En cuanto pudo, se despidió del matrimonio de Málaga y se reunió con su mujer.
—¿Te acuerdas de Valenzuela? El chico es su hijo —le susurró al oído.
—¿Pero no le habían destinado a otro sitio?
—A Valladolid.
Mercedes buscó a sus dos hijas con la mirada y luego agitó la cabeza con pesadumbre.
—¡Pobrecitas! ¿Cómo os va a salir novio si aquí todos los jóvenes vienen y se van?
—Ay, Merceditas, no me des la murga.
Samuel se abrió paso hasta el centro del salón y ordenó:
—¡Mercedes, el globo!
Ella, otra vez de buen humor, se llevó la mano a la sien:
—A sus órdenes, mi general.
Para los niños, ése era el momento culminante de la fiesta. Mercedes entregaba a su marido un objeto que, plegado, tenía aspecto de lamparilla oriental, y Samuel disponía a los pequeños en fila de a dos y se colocaba al frente de la expedición, que unos cuantos metros más atrás cerraba un pequeño grupo de padres. En su recorrido por General O’Donnell las líneas iban poco a poco descomponiéndose, y para cuando salían a la avenida del Generalísimo (o a la Avenida, que era como todo el mundo la llamaba) no quedaba ni rastro del orden inicial. Entonces casi todas las calles y plazas de Melilla tenían nombres de militares: General Macías, Teniente Coronel Seguí, Comandante Benítez… La Avenida desembocaba en la plaza de España, donde ya el alboroto era tal que Samuel tenía que esforzarse para hacerse oír:
—¡Hasta aquí podéis estar! ¡Más cerca no! ¡Miriam, encárgate tú!
Y mientras Miriam se aplicaba a la tarea de mantener a raya a los excitados chavales, su padre se afanaba en desplegar el papel de vivos colores, instalar la mecha, humedecerla con alcohol, encender el chisquero. La operación, sencilla en apariencia, requería siempre tres o cuatro intentonas, y Samuel daba instrucciones a un par de niños para que sujetaran el papel por ambos lados mientras el bulto lacio e informe iba llenándose de aire caliente y adoptando la forma que le correspondía, convirtiéndose por fin en globo. Llegado un momento, la propia tensión del papel avisaba del inminente despegue. Samuel recuperaba entonces su autoridad para exigir silencio, y entre la expectación general acompañaba con unos gestos solemnes, casi sacerdotales, esa primera y vacilante elevación, hasta que la base del globo alcanzaba la altura de su cabeza y él lo dejaba ir con suavidad.
—¡Aaaaarriba! —exclamaba, y los adultos rompían a aplaudir y los niños correteaban por la plaza para no perder de vista el globo, que el viento de África se llevaba en dirección al mar y terminaba ocultándose entre las nubes bajas de comienzos del otoño.
Todavía no había desaparecido del todo cuando Rebeca o Esther, o las dos al mismo tiempo, empezaban a rezongar y a mandar a los niños de vuelta a la fiesta. Algunos, desobedientes, insistían en quedarse un poco más, y Miriam acababa llevándoselos de la mano.
—Vamos, vamos —decía—, que vuestras mamás estarán esperando para marcharse.
Al contrario de lo que ocurrió en la Península, en las ciudades españolas del norte de África las Comunidades Israelitas siguieron siendo legales una vez acabada la Guerra Civil. Samuel era uno de los miembros más ilustres del consejo comunal de la de Melilla, y eso le obligaba a asistir a no pocos entierros. Samuel odiaba los entierros. Le parecía que sólo se morían los pobres, lo que hacía que los entierros, además de tristes, resultaran bastante deslucidos. ¡Con lo hermoso que era aquel cementerio, aupado sobre las rocas, tan próximo al mar que su intensa luminosidad reverberaba sobre las grandes lápidas horizontales!
En las escaleras de la entrada principal, bajo el arco en el que estaba escrito «Cementerio Municipal de la Purísima Concepción», le estaba esperando Moisés Eliachar, vocal también del consejo. Siempre quedaban allí, aunque la parte judía disponía de entrada independiente. Moisés echó a andar detrás de Samuel, que pasó a su lado sin detenerse. Tardó unos segundos en alcanzarle.
—¿Quién es esta vez? —dijo Samuel.
—Salomón Cohén, el alpargatero de la calle Gran Capitán.
—El alpargatero de Gran Capitán —repitió el otro, inexpresivo.
—Lo conocías.
Sí, claro que lo conocía. Allí se conocían todos. Cerca ya del acceso a la parte hebrea, se detuvieron apenas un instante para recuperar el aliento. Ese Cohén era de los del Polígono, ¿no? Moisés asintió en silencio. Se refería al éxodo de 1904, a los cientos de hebreos marroquíes que, huyendo de sus compatriotas musulmanes, habían buscado refugio entre las murallas de Melilla. Esas familias habían llegado a la ciudad sin otro equipaje que el miedo y la enfermedad, y las autoridades militares les habían autorizado a establecerse en una de sus instalaciones, el Polígono Excepcional de Tiro, que posteriormente acabaría dando nombre al barrio. Con el tiempo, algunos habían conseguido prosperar. Salomón Cohén había hecho dinero en los años veinte vendiendo alpargatas a las tropas españolas, siempre tan mal pertrechadas. Luego, concluida la guerra contra los rifeños, el negocio había caído en picado, y su hermoso comercio había acabado convirtiéndose en una de esas tienduchas oscuras y mal ventiladas en las que Samuel jamás osaba poner los pies.
—Supongo que otra vez nos toca contribuir…
Moisés hizo un gesto de resignación y señaló a un grupito de personas junto a la tapia más oriental.
—Nos están esperando —dijo.
—No creo que el viejo Salomón se vaya a impacientar…
El otro rió con risita de conejo. Al igual que los otros miembros, su puesto en el consejo se lo debía a Samuel, interlocutor habitual de las autoridades: cuando había que renovar la composición, sus amigos de la Alta Comisaría, la Delegación Gubernativa y el Ayuntamiento recurrían a él para recabar informes sobre los candidatos. Podría decirse que todos o casi todos los miembros habían sido nombrados por él.
Entre parientes y conocidos, en aquel entierro no había más de treinta personas, apretujadas en los estrechos caminos que separaban las sepulturas. Los hombres, en primera fila, llevaban todos la cabeza cubierta, unos con kipás, otros con simples boinas. Algunos, además, ocultaban sus hombros bajo refulgentes talits, y los flecos se les enganchaban en las mangas de la chaqueta o el caftán cuando cruzaban los brazos en señal de recogimiento. Samuel saludó primero al rabino, Yaacob Benzaquén, buen amigo suyo desde 1918, cuando fundaron el Hozer Dalim, la asociación benéfica de jóvenes hebreos. Yaacob le gustaba, entre otros motivos, porque iba siempre bien afeitado, sin esas largas y deshilachadas barbas rabínicas que le parecían tan poco higiénicas. Su amigo correspondió a su saludo con un lento balanceo de cabeza. Luego, Samuel pidió humildemente disculpas por el retraso a los deudos del fallecido. Éstos, contritos, le cogían de las manos y le abrazaban, y Samuel pensó que eran ellos los que parecían estar dándole el pésame a él. Todas esas muestras de sumisión querían decir que el dinero de la colecta había llegado a su destino.
—Shalom, shalom —decía Samuel—. Que Dios os bendiga.
Se acercó al ataúd y comprobó que en una de las esquinas de la madera se había practicado la perforación de rigor: había que facilitar la reintegración del polvo en el polvo. Mantuvo los ojos cerrados mientras recitaba para sus adentros una oración. Después indicó con un gesto que la ceremonia podía comenzar. Habló Yaacob Benzaquén de la necesaria aceptación del juicio divino:
—En los momentos de grandes pérdidas, el ser humano puede llegar a sentirse rechazado por el Señor. Pero es precisamente entonces cuando tenemos que elevar nuestras alabanzas para afirmar públicamente la justicia divina…
Invocó la paciencia del buen Job y recitó algún versículo de los Salmos. Samuel exhibía un gesto de honda compunción, pero en realidad estaba pensando en el frigorífico que esa misma mañana debían instalar en la cocina de su casa. Era su primera nevera eléctrica, y desde luego una de las primeras de Melilla, y lo que más le apetecía en ese momento era sentarse en su butaca del salón y beberse un vaso de agua con hielo hasta el borde. Ahora Mercedes podría hacer helados y sorbetes… ¿Cuántos de los que en ese momento le rodeaban habrían probado un buen sorbete de limón, una buena leche merengada? Sí, Moisés seguro que sí. Pero ¿y los otros? Judíos tristes que, ni aunque pudieran permitírselo, disfrutarían jamás de las cosas buenas de la vida…
—La keriá… —susurró Moisés a su oído, viéndole distraído.
—Sí, sí.
El rabino procedió entonces a rasgar, a la altura del corazón, la ropa de los familiares más próximos. Luego regresó a su sitio, y el hijo mayor del fallecido ahuecó la voz para recitar el kadish yatom, la plegaria en memoria de los muertos. Los sepultureros tensaron los cabos de las cuerdas y se dispusieron a bajar el ataúd a la fosa. Concluida esta operación, el primogénito arrojó la primera palada de tierra. La viuda emitió un aullido desgarrador:
—¡Salomón, Salomón…!
Su joven hija acudió a consolarla mientras sus hermanos varones iban cogiendo la pala, vaciando su contenido sobre el ataúd y dejándola nuevamente sobre la tierra amontonada. Eran buenos judíos, buenos observantes de la ley de Dios. Sabían que la pala no podía pasarse de mano en mano sino que debía dejarse en el suelo para el siguiente. Una vez que los hijos acabaron con esa parte del rito, Samuel se agachó e hizo lo propio, y ni siquiera en ese instante de máxima solemnidad dejó de pensar en el vaso de agua con hielo hasta arriba. Después de él, arrojaron tierra Moisés Eliachar, los parientes lejanos de Salomón Cohén, los amigos, los conocidos.
—Qué desgracia, qué terrible desgracia, querida amiga… —dijo Samuel al pasar de nuevo junto a la viuda, que fue incapaz de contener un sollozo.
Apenas un cuarto de hora más tarde, estaba de vuelta en casa. La nevera ya había sido instalada. ¡Qué hermosura de nevera, con esas formas redondeadas tan elegantes y ese tirador tan moderno, galvanizado en plata, con esos refuerzos laterales imitando las finas aguas de la madera de cedro! A Samuel le parecía que en aquel aparato se aunaban la nobleza de la tradición y el confort de los nuevos tiempos.
—¡El confoooort! —exclamó precisamente, porque ese mágico neologismo era el que mejor expresaba lo que aquello representaba para Samuel—. Se acabaron las barras de hielo, se acabaron los charcos en la cocina, se acabaron la maza y el punzón…
Pero el sueño de Samuel de servirse un vaso lleno de hielo aún tendría que esperar. Dijo Mercedes:
—Ha dicho el técnico que no la enchufemos hasta la noche. El gas tiene que estabilizarse.
—¿Que el gas tiene que qué?
—Que estabilizarse. Eso ha dicho.
—¿Pero qué tontería es ésa?
—Ah, a mí no me preguntes.
—Algún día tendrás que explicarme por qué después de Rosh Hashaná estás siempre de mal humor…
—¿Yo de mal humor? ¡Pero si eres tú! Mira. Aquí hay un papel con instrucciones.
Samuel agarró el papel y leyó con displicencia:
—«Acaba usted de adquirir una fabulosa heladera Electrolux…».
—¿Heladera? —preguntó Miriam, asomando la cabeza por la puerta.
—Es como la llaman en Argentina —dijo Mercedes.
—¡En España nadie tiene dinero para comprarse una así! —exclamó Samuel, que, sin dudarlo un segundo, agarró el cable, pegó la mejilla a la puerta del frigorífico y buscó a tientas el enchufe de la pared.
El motor del aparato se estremeció un instante, como si le hubieran despertado de un plácido sueño, y luego emitió un ronroneo que fue haciéndose cada vez más suave. Samuel abrió la nevera y la observó en silencio. Como carecía de iluminación interior, no era fácil determinar si aquello funcionaba o no. Samuel decidió que sí.
—¡Estabilizarse, estabilizarse…! —rezongó, y con una sonrisa triunfal añadió—: ¡Que estamos en el siglo veinte, Mercedes!
Hasta el día siguiente no tuvieron cubitos. Samuel vació las dos bandejas de hielo dentro de la panzona jarra de las comidas. Luego la llenó de agua hasta arriba y, sujetándola con ambas manos, la agitó en el aire. Imitó el tintineo de los hielos contra el cristal:
—¡Clin-clin!
Miriam, a la que a sus veinte años seguía gustándole comportarse como una niña, repitió:
—¡Clin-clin-clin!
Samuel señaló a Rachida, la fatma, que se disponía a servir la verdura. Dijo:
—Mercedes, tienes que enseñarle a hacer granizados.
—¿Y cómo quieres que le enseñe, si no sé?
—Pues aprendes —dijo él, y su mujer y sus hijas se miraron arqueando las cejas y sonrieron.
Las reuniones ordinarias del consejo comunal solían celebrarse en casas particulares, generalmente en las de los miembros más antiguos. Había empezado a ser así en julio del 36, y luego, acabada la guerra, la costumbre estaba tan consolidada que a nadie se le pasó por la cabeza la posibilidad de cambiarla. No podía decirse que aquellas reuniones fueran clandestinas pero, al mismo tiempo, su carácter extraoficial les eximía del deber de llevar al día un libro de actas, algo que inspiraba muchos recelos. Sí, las Comunidades Israelitas eran legales en el Protectorado, pero ¿por qué someterse a la vigilancia de las autoridades, que gracias a esas actas podían controlar el número y la identidad de los asistentes y estar al corriente de las opiniones de unos y de otros? Que las reuniones no tuvieran que ser secretas no quería decir que no pudieran ser discretas.
—Ya está aquí —dijo Isaac Chocrón, reconociendo los tres timbrazos con los que Samuel anunciaba su llegada.
A la altura de 1950, el miembro más antiguo era el joyero Ismael Garzón, que en los últimos meses había empezado a confundir a sus nietas con sus nueras y a sus hijos con sus amigos de infancia, así que el salón de su casa había sido sustituido por el de la casa de Isaac Chocrón, joyero también y hasta no hacía mucho tiempo socio suyo.
—Perdonadme, perdonadme todos… —se oyó decir a Samuel por el pasillo, e Isaac intentó que su saludo no sonara a reproche:
—Adelante, Samuel, bienvenido. ¿Podemos comenzar?
El más diligente de los miembros del consejo era Moisés Eliachar, que con un movimiento de cabeza pidió permiso a los demás para hablar. Primero transmitió las disculpas del presidente, Moisés Carciente Benarroch, por no poder asistir al estar en viaje de negocios. Luego dio lectura al orden del día. Samuel carraspeó para reprimir un bostezo. Siempre era más o menos lo mismo: estados de cuentas, previsiones de gasto, obras de caridad… Cuando debido a una desgracia había que socorrer a alguna familia, Benjamín Gaón sacudía la cabeza y recitaba algún precepto del Deuteronomio:
—«No debe dolerte el corazón al dar, pues debido a eso el Eterno te bendecirá en todos tus actos».
Benjamín Gaón era conocido por su avaricia, y en sus palabras todos percibían un dejo de sarcasmo. Dos nietas del anfitrión entraron con bandejas de té, café y chocolate. Eran muy jóvenes, apenas unas niñas, y la presencia de todos esos señores tan serios las abrumaba. Varios de ellos elogiaron su belleza. Ellas, vergonzosas, se miraban los pies. Samuel se sirvió un café.
—Lo que daría por una copita de armañac…
Unos pocos le rieron la gracia. Las niñas, sin entender, consultaron con la mirada a su abuelo, que le restó importancia con un gesto.
—Este Samuel, siempre el mismo… —dijo.
Luego llamó a la mayor de sus nietas y le dio instrucciones al oído. Salieron las dos a la vez. Samuel las siguió con la mirada.
—Ay, si en vez de hijas Dios me hubiera dado hijos… —murmuró—. ¡Seguro que ya estarían trotando detrás de ellas!
Esta vez nadie rió. Eran esos comentarios los que le habían proporcionado una injustificada fama de mujeriego. Las niñas volvieron con una damajuana de vino. Isaac la agarró y la exhibió con orgullo.
—Vino nuestro, vino puro —dijo—. De Samaria. Mi buen amigo David Toledano me lo ha hecho llegar.
Cuando un judío hablaba de vino puro, quería decir que era kosher. Mientras Samuel descorchaba la damajuana, los demás se interesaron por David Toledano, que un año y medio antes, en plena Guerra de la Independencia, se había instalado con su familia en Israel. Los acontecimientos que tenían que ver con el nuevo Estado eran seguidos con pasión por los miembros del consejo, y todos ansiaban tener noticias frescas.
—Ya es oficial —anunció Isaac con solemnidad—. Cualquier hebreo, sea de donde sea, tiene derecho a obtener la nacionalidad. Cualquiera de nosotros podría mañana mismo emigrar a Israel.
Sus palabras fueron acogidas con murmullos de satisfacción. Samuel, decidido a aguarles la fiesta, dijo:
—¿Y para qué querríamos emigrar a un país que acaba de salir de una guerra y seguro que se meterá en muchas más?
—No es un país cualquiera —dijo Isaac—. Es Israel. Es Jerusalén. ¡Jerusalén!
—Pero tú eres de aquí, ¿no? Naciste en Tetuán pero tus padres te trajeron cuando eras un niño. Y siempre has vivido en Melilla…
Hubo algunos carraspeos. Samuel prosiguió:
—De acuerdo: son nuestros hermanos. Pero nuestro sitio está aquí, y no en Jerusalén. ¿Somos de aquí o de allí? No entiendo esa nostalgia vuestra por un lugar en el que nunca habéis estado. De hecho, no entiendo al pueblo judío, que siempre cree pertenecer a un lugar distinto del suyo…
Justo en ese instante consiguió liberar el tapón de corcho, lo que impidió que los demás replicaran. Samuel ofreció los vasos con gesto torero. Unos, entre cohibidos y rencorosos, negaban con la cabeza. Otros, haciendo pinza con el índice y el pulgar, indicaban que sólo lo querían probar. Nadie bebió antes de que él diera el primer sorbo. Se mantenían todos expectantes. Después de la ofensa que acababa de hacer a la tierra de los suyos, tendría al menos la decencia de no afrentar la hospitalidad de Isaac Chocrón… Era vino hecho por buenos judíos, con uvas cultivadas por buenos judíos. Si era puro, tenía que ser bueno, ¿no? Samuel, con los ojos entrecerrados, lo paladeaba despacio antes de decidirse a tragar. Contuvo un instante la respiración y finalmente tragó.
—Excelente —dijo, y luego se volvió hacia Isaac y añadió—: Está claro que David Toledano te aprecia. Te quiere como se quiere a un hermano.
Eso bastó para que los ánimos se serenaran y la conversación retomara su curso habitual. En realidad, una vez despachados los pocos asuntos urgentes, aquellas reuniones tenían mucho de tertulia de café, y los presentes aprovechaban para ponerse al día de las pequeñas novedades locales: quién había caído enfermo y quién se había curado, qué bodas había en perspectiva, qué amigo o pariente estaba de paso por la ciudad. A veces, por supuesto, aprovechaban para hablar de negocios, y no pocas operaciones se habían apalabrado en tardes así. Operaciones nunca demasiado grandes: la venta de un almacén, el alquiler de un local, la contratación de un hijo o un sobrino. Samuel se sirvió otro vaso de vino y miró a su alrededor. En el fondo despreciaba un poco a sus compañeros del consejo. Ricos o pobres, eran todos iguales. Con sus mujeres silenciosas y discretas, vestidas siempre con modestia, el pelo oculto bajo una peluca, con sus casas que olían a comida, con sus tiendas mal iluminadas, aquellos hombres parecían sacados de un panfleto antisemita y, lo que era peor, le recordaban demasiado a sus propios padres. Él, desde luego, no era como ellos, y quizás por eso le gustaba tanto dárselas de rumboso: invitaba a fiestas en su casa, dejaba generosas propinas en las cafeterías, jamás reparaba en gastos.
Se levantó y se acercó al balcón a mirar la luz rojiza del atardecer. Vio gente haciendo cola ante la entrada del Nacional, que para él, como para tantos melillenses, seguía llamándose Kursaal. ¿Qué película ponían esa semana? Le gustaba mirar ese edificio, digno de capitales como París o Nueva York. Le gustaba pensar que entre sus paisanos había gente como él, gente que soñaba con una Melilla moderna y cosmopolita. Se volvió luego hacia los otros. ¿Cuántos de ellos iban de vez en cuando al cine o al teatro o a una sala de fiestas? Isaac Chocrón estaba hablando del bar mitzvá de uno de sus nietos, y los demás celebraban sus anécdotas con sonrisas corteses. ¿En eso consistían sus diversiones? ¿En asistir a las ceremonias religiosas de sus familias?
El viejo Chocrón le señaló con el dedo.
—Me acuerdo de cuando eras niño —dijo—. Un niño muy chico, muy chico, ¡pero qué rápido corrías! Para las fiestas había combates de boxeo, cucañas, regatas… En la playa se hacían carreras. Yo creo que no tenías ni la edad para apuntarte, pero te dejaban igual. Allí todos eran mayores que tú, más altos, más fuertes, muchachos entrenados para competir. Parecía imposible que pudieras aguantar su ritmo, pero no sólo lo aguantabas sino que, a la hora de la verdad, ¡zas!, ¡allí estabas, tan chico, tan chico, poco más que un ratoncillo, escapándote, dejándolos a todos atrás, y no había quien te alcanzara!
Samuel sonrió. Los otros asentían con la cabeza. El anciano volvió a señalarle con el dedo.
—Me acuerdo de tu cara de felicidad cuando te ponían la medalla rodeado de atletas que te doblaban en altura. Tú, el único hebreo, el que parecía el más flojo, habías derrotado a todos esos goyim, tan altos, tan fuertes. Tú, ese pequeño David rodeado de Goliats. Tu padre aplaudía tanto que hasta le dolían las manos, y no podía contener las lágrimas. ¡Qué orgulloso se sentía de ti!
Cuando salió, estaba bastante irritado. ¿Por qué en los comentarios de esa gente, por muy elogiosos que pretendieran ser, percibía siempre un poso de recriminación? Su casa estaba muy cerca de allí, a sólo cuatro manzanas, y Moisés le acompañaba porque le venía de paso. La noche era suave, una de esas noches de otoño con viento de levante. Cruzaron la Avenida, y Samuel dijo:
—Casi lo olvido. Tengo que pasar por la oficina a recoger unos papeles.
Se despidieron. Moisés se fue por un lado y él por otro. Pasó por delante de su oficina pero no se detuvo. Le apetecía pasear, estar solo. En la plaza de España se encendió un cigarrillo. Hacía un par de años que se había acostumbrado a fumar Camel. Los estibadores y marineros lo sabían y cada cierto tiempo le proporcionaban unos cuantos cartones de contrabando. Anduvo primero sin rumbo fijo. Luego se detuvo ante el cargadero de mineral y siguió con la vista su silueta oscura y alargada, en la que se reflejaban los brillos movedizos del agua. Paseó un poco por el puerto, entre los montones de carbón y los barriles de vino. Gran parte de su vida la había pasado allí, al principio curioseando entre los empleados de su padre, después cargando y descargando mercancías junto a ellos, finalmente dándoles órdenes. Le gustaba ese sitio. Le gustaban los olores que venían del mar y los ruidos de los motores y los gritos de los hombres. Aquello era su vida. Y su vida podía gustarle o no, pero ¿por qué tendría que gustarle una vida que nunca había probado? Apagó la colilla. Un vigilante le saludó con la mano y le dio las buenas noches en español. Él, que lo conocía, le contestó en bereber:
—Timen siwin —dijo.
Tuvo que dar una pequeña vuelta para acceder a la playa al otro lado del cargadero. Se descalzó para sentir la arena bajo las plantas de los pies. ¿Cuántas veces habría hecho eso en su vida? A lo largo de la orilla, alejados unos de otros una veintena de metros, se alineaban varios pescadores solitarios. Al pasar junto a ellos, Samuel saludaba con la cabeza y echaba un vistazo al pescado de los cubos. Era el pescado que, al día siguiente, ellos mismos o sus mujeres venderían por calles y plazas. Precisamente allí, en esa parte de la playa, se celebraban las carreras de la Virgen de la Victoria cuando él era un niño. Entonces la playa era distinta, porque las interminables obras de construcción del puerto habían ido alterando su contorno. Samuel, en efecto, había ganado dos años seguidos. Pero siempre a chicos de su edad y más o menos de su estatura. Y no todos los demás corredores eran gentiles, de modo que carecía de sentido hablar del pequeño David rodeado de Goliats… ¿Por qué la memoria se empeñaba en alterar el pasado para acomodarlo a los gustos y deseos de cada cual?
Casi sin darse cuenta, llegó hasta la última playa, la de la Hípica. ¡Qué importante había sido la Hípica en su vida! Conseguir que le aceptaran como socio constituyó su principal obsesión desde que vio por primera vez a Mercedes en uno de los bailes benéficos de la Asociación de la Prensa y quedó deslumbrado por su belleza. El padre de Mercedes, coronel de artillería y hasta 1927 vocal de la Junta de Arbitrios, solía presidir muchas de las actividades sociales y deportivas que se celebraban en la Hípica. Ésta, aunque fundada y dirigida por militares, admitía a civiles entre sus socios, y para las familias hebreas más pudientes formar parte de ella era una manera de consolidar su posición. Samuel consiguió avales de judíos y gentiles, y su solicitud acabó siendo aceptada. ¡Qué sensación de victoria experimentó el día en que, al ir a entrar, un soldado le pidió que se identificara y él exhibió su recién obtenido título de socio, una cartulina rosada con las firmas del presidente y el secretario general y un sello azul con el escudo redondo de la institución!
Desde entonces habían pasado veintitrés años. Al otro lado del muro se oía una música lejana, irreconocible. Samuel pensó que se estaría celebrando alguna fiesta de cumpleaños. Anduvo hasta la entrada, decorada con un mosaico en el que estaban representadas las distintas armas del ejército. A ambos lados, apenas visibles a la escasa luz de las farolas, había sendas hornacinas con figuras de la Virgen de la Victoria y el apóstol Santiago. La puerta estaba abierta y sin vigilancia. Algunas parejas de jóvenes remoloneaban en el camino de grava, aparentemente despidiéndose. Samuel pasó junto a ellos y se encaminó hacia la piscina, que por su forma era conocida como el Trébol. A pesar de la hora, estaba iluminada, y le apeteció agacharse y mojarse las manos y la cara. Precisamente allí era donde, después de hacerse el encontradizo durante varias semanas, había conseguido entablar conversación con Mercedes. Samuel había urdido mil estrategias distintas para acercarse a ella y dirigirle la palabra, pero siempre le había faltado valor. Al final, todo había ocurrido de la forma más natural: Samuel le había ofrecido su hamaca porque las pocas que quedaban libres estaban mojadas, luego Mercedes le había autorizado a acompañarla a su casa, y muy pocos días después, también junto a esa piscina, él se había armado de coraje para declararle su amor… ¿Por qué algunos se empeñaban en creer que las cosas importantes ocurrían lejos, en Jerusalén? ¿No había en sus vidas rincones de la ciudad que estuvieran unidos a sus principales recuerdos, el de su declaración de amor, el de sus primeros besos?
Se incorporó y paseó despacio alrededor de la piscina. En un jardín cercano seguían con la música y las risas. Samuel se acordó de cuando, al poco de estallar la guerra, los miembros de la junta decidieron expulsar a los socios de raza judía. Imbéciles. Muchos lo aceptaron con resignación. Él, en cambio, se resistió con fiereza. ¿Cómo no iba a defender sus derechos, con lo que le había costado conquistarlos? Además, ¿quién se atrevería a expulsarle a él, casado con una gentil, yerno de un militar ilustre? No fue él el único que protestó. También lo hicieron Jacobo Salama, Sadía Benhamú… Para disipar las sospechas sobre su lealtad a los sublevados tuvieron que hacer algunas contribuciones a la causa. No se les exigía que entregaran dinero sino oro, porque las suscripciones alentadas por las nuevas autoridades pretendían reponer las reservas de oro del Banco de España, que habían quedado en poder de la República. El nombre de Samuel, como el de Salama y Benhamú, apareció en El Telegrama del Rif en varias listas de buenos patriotas, lo que para ellos equivalía a obtener un salvoconducto. ¿Cuánto había llegado a gastarse en eso? Mucho, sin duda, pero lo daba todo por bien empleado.
—¿Papá? —oyó a su espalda.
—Sarita —dijo.
—¿Qué haces aquí, papá?
Ahora lo recordaba Samuel: durante la comida, su hija pequeña había avisado de que llegaría tarde porque tenía una fiesta… ¿Qué fiesta era? Sara señaló a sus amigos.
—¿Cómo has podido olvidarlo? Es Manolo. Es su despedida.
—¡Ah, sí!
—¿Quieres tomar algo?
Samuel negó con la cabeza, pero siguió a Sara hasta la mesa de las bebidas y aceptó una copa de champán. Se volvió hacia el grupito y la alzó. Algunos de los chicos correspondieron con el mismo gesto. No se acordaba de cuál de ellos era Manolo, el hijo de Valenzuela. Cogió a su hija por la barbilla y suavemente le volvió la cara hacia los farolillos de papel.
—Has llorado.
—¿Por qué dices eso?
Sara sonreía con los ojos brillantes. Su padre la observó con ternura. Apenas unos años antes creía saberlo todo sobre ella, y ahora todo eran secretos… Pero es que entonces era una niña flaquita y vivaracha, y ahora era una mujer. Una hermosa mujer: qué guapa estaba con ese vestido entallado y esos zapatos de tacón.
—Como sigas creciendo, nos vas a dejar pequeños a todos.
—No me trates como si tuviera diez años —protestó ella con coquetería.
—¿Hasta qué hora dura esto?
—Me habéis dado permiso hasta las doce.
Samuel mojó los labios en el champán y dejó la copa. Hizo un gesto de despedida.
—¿Quieres que vuelva dentro de un rato a buscarte?
—Papaaaá… —protestó otra vez, y le lanzó con la mano un beso de despedida.
—La niña dice que está acatarrada y que no viene a misa —dijo Mercedes, ya vestida para salir.
Cuando Mercedes decía «la niña», sólo podía referirse a Sara. Y sólo para desaprobar su comportamiento. Samuel levantó la vista del periódico pero no dijo nada.
—Habla tú con ella. Yo no puedo más. Es superior a mis fuerzas.
—¿Y qué quieres que le diga? Si está acatarrada, está acatarrada.
—¿Cómo tengo que decirte las cosas? —replicó Mercedes, que luego, sin volverse, añadió—: ¡Vamos, Miriam, que llegamos tarde!
En el léxico de Mercedes, las depresiones de Sara se llamaban catarros. Siempre era lo mismo. Se enamoraba de un joven que estaba de paso por Melilla y, en cuanto llegaba el momento de los adioses, Sara se encerraba en su dormitorio con uno de sus habituales catarros. Le había ocurrido ahora con el chico de Valenzuela, y antes con un joven capitán de infantería, y antes con el hijo de un ingeniero de la Compañía de Minas… Después venían las promesas imposibles de cumplir, las cartas cada vez más breves, las lágrimas. ¡Ay, Sara, la pequeña Sara, cabecita loca, corazón ardiente, siempre dejándose atrapar por amoríos sin futuro! De todos modos, ¿qué esperaban? Como Miriam, tres años mayor que Sara, nunca había tenido novio, a lo mejor creían que también la pequeña tardaría mucho en darles motivos de preocupación… ¿Y no sería al revés? ¿No tendrían que empezar a preocuparse precisamente por Miriam, que con veinte años bien cumplidos no parecía tener ninguna prisa por encontrar marido y formar una familia? Samuel esperó a oír el ruido de la cerradura para dejar el periódico y levantarse. Llamó a la puerta de la habitación.
—¿Puedo?
—No —contestó Sara desde el interior.
—¿Puedo o no?
—¿No te estoy diciendo que no?
Samuel apoyó la mano en el picaporte.
—Voy a entrar. Estoy a punto de entrar. Estoy entrando. Entro —dijo y, una vez dentro, agregó—: Huele a quemado.
Sara, en camisón, con la cara hundida en la almohada, no hizo el menor movimiento. Samuel abrió la ventana para ventilar. A los pies de la cama estaba el orinal de loza con los restos chamuscados de unos sobres y unas cuartillas.
—¿Se puede saber qué es esto? —preguntó, aunque no era difícil de adivinar.
Su hija le miró en silencio. Estaba despeinada y sudorosa. Un mechón de pelo se le había pegado a la frente.
—La vida te va a dar muchos golpes —dijo Samuel—. Te lo tomas todo tan a pecho…
—Odio Melilla —dijo ella—. Odio este agujero. Me quiero ir. A cualquier parte. A cualquier lugar del mundo. Vaya donde vaya, seguro que estaré mejor que aquí.
—¿Y qué querías que hiciéramos? ¿Que te mandáramos a Valladolid con el chico ese? Si fuerais novios formales, aún. Si os hubierais prometido… Pero así… Y todavía eres muy joven. ¡Todavía estás con las monjas!
—Algún día me iré con el primero que pase. Con un titiritero, con un feriante.
Samuel, con gesto pesaroso, sacó el orinal al pasillo para que Rachida lo retirara. Se daba cuenta de que los argumentos que valían para Isaac Chocrón no valían para su hija, y eso le hacía sentir indefenso. Se sentó en el borde de la cama. Sara había vuelto a esconder el rostro.
—¿Te apetece que hagamos un viaje? ¿Te apetece que vayamos a pasar unos días a Málaga? Yo tengo que ir de todos modos. Hablaré con tu madre. Si queréis, vamos los cuatro.
—Déjame, papá.
—¿Te acuerdas de cuando fuimos a Sierra Nevada? Tú nunca habías estado en la nieve. Qué bien lo pasamos, ¿verdad? Tú sobre todo. Con aquel trineo que alquilamos. No había manera de pararte: ¡arriba y abajo, arriba y abajo! Menos mal que vino aquel hombre a reclamar su trineo. Si no, todavía seguiríamos allí. Eras incansable. ¿Te acuerdas o no?
Sara permaneció inmóvil. En el silencio del dormitorio, Samuel sólo oía su propia respiración.
—Mañana estarás mejor. Ya lo verás —dijo, y se marchó procurando no hacer ruido.
Se puso ropa de calle y acudió a la salida de misa del Sagrado Corazón. Era la costumbre de los domingos. Saludó a algunos conocidos, recogió a su mujer y su hija mayor y, abriéndose paso entre los limpiabotas y los vendedores de almendras, se sentaron a tomar el aperitivo en una de las terrazas de la Avenida. Se acercó el camarero secándose las manos en el mandil.
—¿Unas coquinas, don Samuel?
—Y ensaladilla, Rafita.
—Hecho: coquinas y ensaladilla imperial.
El rito consistía en ver y dejarse ver. Unos paseaban mientras otros escogían sitio en los veladores. Y todos eran muy conscientes de su posición. Los comerciantes modestos buscaban provocar el saludo de los más prósperos, y éstos, condescendientes, acababan correspondiendo. A Samuel le gustaba que le vieran hablar con algún Melul o algún Salama, propietarios de varias de las mejores casas del Ensanche. Se consideraba próximo a esas familias hebreas, que, como la suya propia, habían sido de las primeras en establecerse en Melilla, en las últimas décadas del siglo anterior.
A Samuel también le gustaba la cordialidad algo ruda con que le trataban algunos de los oficiales de Comandancia.
—¡Tú sí que sabes lo que es vivir! —le decían—. ¡Y siempre tan bien acompañado!
—¡Rafita, sírveles a mis amigos lo que quieran! —decía él.
Que Samuel en Melilla era alguien saltaba a la vista. Y estaba orgulloso de ello. Él no creía en la suerte sino en el trabajo bien hecho, y su habilidad para mantener buenas relaciones con las autoridades, fueran éstas civiles o militares, republicanas o franquistas, formaba parte de ese trabajo bien hecho. La verdad es que esas relaciones siempre había sabido cobrárselas en forma de sucesivas licencias de importación y, gracias a eso, su empresa había alcanzado un florecimiento indiscutible. Si con la dictadura de Primo y con la República le había ido bien, con el franquismo le estaba yendo aún mejor. Él se limitaba a admitir que en su casa nunca había faltado de nada. Cuando otros empresarios utilizaban esa expresión, solían hacerlo para jactarse con falsa humildad de su éxito. Cuando la utilizaba Samuel, también, pero al mismo tiempo tenía muy presentes los primeros meses de guerra, los más difíciles, con su empresa intervenida por la autoridad militar, con el puerto cerrado para la marina mercante e incluso para los buques de abastecimiento, con tantos melillenses echándose al campo en busca de unos tomates o unos higos que llevarse a la boca… Ni siquiera entonces su mujer y sus hijas habían sufrido estrecheces. A lo mejor por eso guardaba tantos recuerdos gratos de aquellos años, los de la guerra, una guerra que al fin y al cabo había salido de Melilla para cruzar el mar y no volver. De hecho, aquélla había sido la época más feliz de su matrimonio, con Mercedes enviándole sonrisas desde el balcón y las niñas, tan pequeñas entonces, tan ruidosas, escondiéndose entre los faldones de la mesa camilla…
Miriam se levantó para ir al quiosco, y su madre aprovechó para preguntar:
—¿Y la niña?
Samuel no quiso mencionar las cartas de amor reducidas a cenizas. Dijo:
—Me ha pedido que hagamos un viaje. A Málaga. Un par de días.
—¡Mientras no vengan tus hermanas…! Acuérdate de Sierra Nevada. Todo lo criticaban, todo les parecía mal.
—No vendrán, mujer. Claro que no.
—Nos amargaron el viaje.
—¡Rafita, otra de coquinas!
—¿Otra? —dijo Mercedes—. ¿No será demasiado?
Volvió Miriam con el Hogar y Moda. Madre e hija arrimaron sus sillas y fueron pasando páginas.
—¡Qué bonito chiffonier! —exclamó Mercedes, exagerando la erre francesa.
Samuel las miró en silencio y se acordó de cuando les leían cuentos a las niñas después de cenar. Y pensó que eran hermosas. Que era hermoso tener una familia así. Algunas veces se decía que le habría gustado ser una persona más religiosa para poder dar gracias a Dios por todo lo que tenía.
Rebeca y Esther ayudaban a Samuel con la contabilidad de la empresa y, cuando hacía falta, traducían su correspondencia. Rebeca, además, daba algunas clases de piano. Miriam, por tener algo que hacer, se había apuntado a sus clases al poco de acabar el bachiller en el Buen Consejo. Según la propia Rebeca, no había nadie en Melilla (y probablemente en toda España) con tan mal oído para la música. Pero Miriam no se desanimaba. Había hecho afinar el piano de casa, comprado en su momento como simple adorno, y a cualquier hora del día o de la tarde se la oía practicar desacompasadamente sobre el teclado, mientras canturreaba con voz temblona alguna pieza del cancionero popular:
—«A coger el trébole, el trébole, el trébole, a coger el trébole la noche de San Juan…».
Aquella salmodia se oía desde todos los rincones de la casa, estuvieran las puertas abiertas o cerradas. Samuel y Mercedes intercambiaban miradas de auténtica desesperación. ¿Por qué, en lugar de eso, no se habría aficionado a hacer postres o a estudiar corte y confección o a organizar las tómbolas benéficas? La única a la que no desagradaban sus gorjeos era, curiosamente, Rachida, que, fingiendo que sacaba brillo a la plata, remoloneaba cerca del piano con una sonrisa bobalicona en los labios.
La casa era de visita obligada para todos los personajes de cierto rango que aparecían por la ciudad. Y Samuel y Mercedes se comportaban siempre como los perfectos anfitriones. Se ponían sus mejores galas y agasajaban al recién llegado con suculentos manjares. En el menú, Mercedes acertaba siempre a combinar especialidades típicamente españolas (gazpacho, por ejemplo, o ajoblanco) con la cocina más internacional (lenguado Meunière o ternera Bourguignon) y la tradición judía (entre los postres nunca faltaban los dátiles rellenos, los pastelitos de coco o las berenjenas endulzadas), y el conjunto se percibía como un reflejo natural del espíritu diverso y cosmopolita que presidía el hogar.
También la conversación tendía a reproducir ese patrón: se hablaba un poco de Melilla, otro poco de la actualidad peninsular y otro poco del mundo en general. Siempre parecían estar al corriente de las cosas que ocurrían lejos de Melilla, y de sus comentarios se deducía que viajaban a Europa con regularidad. No era así. Es cierto que la empresa de Samuel tenía una pequeña delegación en Málaga y que cada dos o tres meses se embarcaba en el buque correo y pasaba un par de días asegurándose de que por allí todo estaba en orden. Pero, aparte de eso, los viajes del matrimonio por España podían contarse con los dedos de una mano. Y en cuanto a Europa, todo quedaba limitado a dos breves estancias en París, una cuando la luna de miel y la otra, también con Mercedes, por un asunto profesional que en realidad les llevó a París sólo de paso porque el destino último era Dieppe, donde tenía la sede una empresa de importación de tejidos con la que Samuel mantenía tratos comerciales. No importaba. Aquellas estancias fugaces y aisladas se ensanchaban en el recuerdo, se dilataban hasta perder la noción de los límites y convertirse en muchas más estancias, o en una sola pero tan difusa que se diría que había durado meses e incluso años. Las cosas que les habían pasado en París parecían haberles pasado a lo largo de mucho tiempo y tanto en verano como en invierno, bajo un sol inclemente o en medio de una gélida ventisca, rodeados de turistas y de simples parisinos, en lugares ilustres o en esquinas corrientes, y su familiaridad con los nombres de algunas calles y plazas sugería una vinculación profunda y duradera. Decían: «En París sí que saben hacer buen pan, ¿te acuerdas, Samuel, de aquella boulangerie con aquellas cristaleras inmensas, la de la rue Montmorency, cerca del bulevar Sébastopol?». Decían: «En París lo que da gusto es ir de compras, ¿cómo se llamaba, Mercedes, aquel dependiente bizco de las Galeries Lafayette?». Decían: «En París nunca te cansas de pasear, ¡la de veces que habremos recorrido los Champs-Élysées…!». Las palabras mágicas eran: «En París…». Decían «en París», e inmediatamente se sentían transportados a ese lugar y ese pasado míticos, y el caudal de anécdotas e historias gloriosas que la ciudad alimentaba parecía no tener fin.
Después de la comida o la cena, agotados los temas de conversación, pasaban al salón a tomar el café. Tras los habituales elogios a la decoración, siempre había algún invitado que imprudentemente se interesaba por el piano:
—Ah, veo que hay algún músico en la casa…
Ahí se corría el riesgo de echarlo todo a perder. Samuel y Mercedes, alarmados, se apresuraban a desviar la atención hacia cualquier otro elemento del mobiliario. Pero en ocasiones el invitado insistía, y entonces no les quedaba más remedio que poner su mejor sonrisa y hacer un gesto obsequioso en dirección a Miriam. Ésta, halagada, se abalanzaba con entusiasmo sobre el teclado y torturaba a los presentes con algunas de las piezas de su repertorio:
—«A coger el trébole, el trébole, el trébole…».
Algunas veces, muy pocas, era Samuel el que proponía que pasaran al salón a escuchar a Miriam, y eso quería decir que algo había ido mal o muy mal. Ocurrió con la visita de César González-Ruano, que estaba escribiendo para ABC unos artículos sobre la vida cotidiana en el Protectorado. La cosa no tuvo un buen comienzo.
—¿El Protectorado? —dijo Samuel, mientras se echaba tostones al gazpacho—. ¿Qué tiene que ver Melilla con el Protectorado? Melilla es plaza de soberanía, no parte del Protectorado. Lo mismo que Ceuta. Dicho de otro modo: esto no es Marruecos, esto es España.
—Veo que no lee usted mis artículos, mi querido Samuel… —le recriminó afectuosamente Ruano.
—No todos —admitió él, y Mercedes, a su lado, carraspeó.
A aquella comida estaban también invitados Moisés Eliachar y su mujer, que a última hora habían excusado su asistencia. La compañía del bueno de Moisés seguro que habría hecho más llevadera la conversación.
—Creo conocer bien estas tierras —decía ahora el escritor—. Hasta los oasis de Tafilalet, antesala del Sahara, por el interior, y hasta la cuenca del río Draa por la costa, cuando ya quedan lejos Ifni y el emplazamiento de Santa Cruz de la Mar Pequeña. Los artículos que he dedicado a Marruecos son innumerables. Y no sólo eso sino que me ha servido como fondo para algunas narraciones cortas, ocupa mucho espacio de novelas mías y me inspiró una novela íntegra…
El literato hablaba como escuchándose, y su mirada revoloteaba por encima de las cabezas de los otros. Si de vez en cuando sus ojos buscaban los de un interlocutor, solían ser los de alguna de las chicas, que se removían intimidadas. Luego volvía a mirar el techo o la pared y, como si estuviera recitando un texto aprendido de memoria, continuaba:
—Los escenarios de Marruecos me han llevado a escribir estampas literarias sobre el Zoco Chico de Tánger o el barrio de Muley Abdallah de Fez, con sus mujeres sombrías y sus adolescentes borrosos, con las largas llanuras hacia Marrakech y sus murallas…
Todos le dejaban hablar. Samuel observó su perfil de cuervo, su rostro macilento y ojeroso. Llevaba Ruano el pelo pegado con abuso de brillantina, y su bigote, ceñido al labio y con las guías alzadas como simulando una media sonrisa, le pareció decididamente ridículo. Para Samuel, aquel hombre representaba la viva imagen del depravado. Tal vez no lo fuera, pero lo que sí estaba claro es que había bebido demasiado. Le interrumpió:
—Nuevamente me está hablando de Marruecos…
—¡Es cierto! —rió Ruano, y gesticuló como los actores del cine mudo—. ¡Cuánta razón tiene usted! ¡Melilla no es Marruecos!
Dejó pasar unos segundos antes de decir:
—¿Sabe en qué año conocí Melilla, querido amigo? En 1930. ¡En 1930!
Eso, que en la Península podía tener algún mérito, en Melilla no lo tenía. Pero a Ruano no debía de parecerle así. Investido de esa autoridad, disertó aún un poco más sobre fenicios, cartagineses y romanos, sobre León el Africano, sobre almohades y meridines, sobre el ducado de Medina-Sidonia… Después soltó un pequeño eructo, y las chicas reprimieron unas risitas. Samuel se dio cuenta de que se habían dado cuenta: había bebido demasiado. Ruano añadió para concluir:
—Melilla, que tan brava y generosa sangre nos costó, nos parece hoy a los españoles una ciudad andaluza.
Si con esa afirmación pretendía congraciarse con su anfitrión, no lo consiguió.
—Luego, si quiere, le acompaño a dar un paseo —dijo Samuel.
—Me sentiré muy honrado. Sobre todo, me gustaría visitar una sinagoga…
—Ah, una tefilá… —dijo Sara.
—¿Cómo? —dijo Ruano.
—Aquí las llamamos así —aclaró Samuel.
—Tenemos bastantes. ¿Alguna preferencia? —prosiguió Sara con un retintín que a su padre le pareció descarado.
Ruano, cada vez más borracho, adoptó un tono confianzudo:
—El mundo tiene que saber que los católicos españoles no nos comemos a nadie. ¿Verdad que los judíos del norte de África habéis gozado de una libertad de culto sin cortapisas? ¡Eso tienen que saberlo en Europa y América! En muchos gobiernos extranjeros los judíos siguen ejerciendo una notable influencia, y ahora se trata de que España sea aceptada por los grandes organismos internacionales. Ya estamos en la FAO, el ingreso en la UNESCO es inminente, y un pajarito me ha hablado de un posible acuerdo con los Estados Unidos… Con los americanos de nuestro lado, lo siguiente será la ONU. ¿Comprende ahora por qué la prensa tiene que hablar de sus sinagogas, mi querido Samuel?
—Pero esa imagen no sería del todo correcta: a los hebreos de la Península sólo se les permite celebrar el culto en oratorios privados…
—¿No habíamos quedado en que esto era España? —exclamó Ruano, mirando a Mercedes con los ojos húmedos y aire triunfal.
Ése fue el momento en el que Samuel dio por terminada la comida y pidió a Miriam que les deleitara con el piano. Prefería las horrendas cancioncillas de su hija al ampuloso parloteo de ese botarate. De hecho, durante el recital, se obligó a sí mismo a mirar a Miriam con un arrobo que hiciera imposible toda interrupción. La chica estaba feliz y, a lo largo de casi media hora, Ruano guardó un silencio mustio, amodorrado, mientras Samuel disfrutaba de su perversa venganza. El escritor se levantó y preguntó por el cuarto de baño. Samuel echó un vistazo a la botella semivacía de coñac y supuso que iba a vomitar. En cuanto Ruano abandonó el salón, Sara dejó escapar una risita y exclamó:
—¡Puaggg!
—¡Sariiitaaa! —la reprendió blandamente su padre.
La tefilá principal, la Or Zaruah, estaba sólo a cuatro manzanas de su casa, en la calle López Moreno. Durante el breve trayecto, Samuel intentó llamar la atención de Ruano sobre algunos de los edificios más vistosos.
—¡Fíjese en esa fachada! ¡Qué miradores, qué balcones! Supongo que conoce usted la Casa de los Cristales. ¡Si la hubiera visto cuando era el Gran Hotel Reina Victoria…! Qué vestíbulo tenía, ¡digno de reyes!
—Le recuerdo que vine por primera vez… —empezó a decir el otro, pero Samuel no le dejó concluir:
—Melilla, hace ochenta años, era poco más que una fortaleza militar. Un presidio en el que el gobierno encerraba a los conspiradores. ¡Y ahora mire! Asómese a cualquier calle, dese una vuelta… ¿Ha visto cuánta actividad? Esto es un hervidero de gente que va de aquí para allá, que compra en las tiendas, que consume en las cafeterías… ¡Usted que viene de la Península compare esto con cualquier ciudad! Melilla ahora no para de crecer. El dinero circula, se abren negocios… ¿Por qué hay tantos españoles que se instalan en Melilla? Porque se vive bien. Porque se vive mejor que allí. No falta de nada, hay trabajo para todos, se pagan menos impuestos, el clima es ideal, la vida es barata… ¿Sabe cuánto cobra una sirvienta? ¿Y cuánto vale un kilo de tomates en el zoco de Monte Arruit, que está aquí al lado, pegado a Villa Nador?
—El paraíso —ironizó Ruano.
—Usted lo ha dicho, no yo.
—Un paraíso de incierto futuro…
—¿Qué quiere decir?
—Pero, hombre de Dios… ¡Tanto pensar en París, que está a dos mil kilómetros, no le deja tiempo para fijarse en lo que está ocurriendo aquí al lado, prácticamente delante de sus narices! ¿Aún no se ha enterado de que el sultán Mohamed lleva meses reclamando la independencia?
—¿Y qué tiene eso que ver con Melilla?
—Para usted ya sé que no, pero para él Ceuta y Melilla sí que forman parte del Protectorado. Y, por tanto, de Marruecos…
—¡Válgame Dios! —exclamó Samuel, y en ese momento odió a Ruano con todas sus fuerzas.
Se les unió Moisés a la entrada de la sinagoga. La había hecho construir un cuarto de siglo antes Yamín Benarroch, legendario presidente de la Comunidad Israelita, y era uno de los símbolos de la prosperidad hebrea. Grande y suntuosa, a su lado las otras, tan pobretonas, eran el clásico quiero y no puedo: recargadas, repletas de terciopelos bordados en oro y de utensilios litúrgicos, con los asientos tan apretados que resultaba difícil dar un paso, con las paredes cubiertas de inscripciones piadosas y tantas lámparas colgando del techo que los rabinos se habían visto obligados a rechazar nuevos regalos… A Samuel esas sinagogas sólo le inspiraban desazón y vergüenza ajena, y de ellas solía decir que parecían bazares turcos. Ésta, en cambio, le hacía sentirse orgulloso de ser judío. Ahora se alegraba de no haber quedado con Moisés en ninguna de las otras sinagogas. Los comentarios desdeñosos que él mismo solía dedicarles le habrían parecido intolerables en labios de Ruano. Hicieron las presentaciones. El escritor sacó una libreta y anotó algo. Samuel hizo un aparte con Moisés:
—¿Por qué no habéis venido a comer?
—Quería saludar a Shlomo Ninio…
Samuel hizo un gesto interrogativo.
—¿No te has enterado? Es un enviado del Estado de Israel que está organizando la aliyá…
—¿De qué demonios me estás hablando?
Ruano percibió su irritación y se acercó a escuchar. Samuel recuperó el control de sí mismo. Sonrió:
—Mi querido César, ¿no le importa que sea Moisés quien le muestre la sinagoga? Intentaré reunirme con usted más tarde…
Hacía meses que lo había oído comentar pero nunca le había concedido la menor importancia: a Melilla iba a llegar un activista israelí para ayudar a los judíos locales que quisieran instalarse en el nuevo estado. A eso, a regresar a la Tierra Prometida, a regresar a Eretz Yisrael, se lo llamaba hacer la aliyá. ¿Regresar? ¿Cómo podía alguien regresar a un lugar en el que nunca había puesto los pies? De repente, el mundo de Samuel empezaba a tambalearse. La mención a ese tal Shlomo Ninio se había sumado a las pérfidas insinuaciones de Ruano. ¿También los españoles de Melilla iban a tener que marcharse? ¿También ellos iban a regresar a una tierra que para la mayoría no era en sentido estricto la suya? Él era judío y español, pero sobre todo era melillense. ¿Podía ser que en un futuro inmediato Melilla fuera a vaciarse de judíos y de españoles? ¿Dónde tendría que irse él en ese caso? ¿Dónde debía regresar? ¿A la tierra de los judíos o a la de los españoles, ninguna de las cuales podía considerar como su verdadera tierra?
Llegó, casi sin aliento, a la calle en la que vivía Moisés Carciente Benarroch, presidente del consejo comunal. La suya era una de las mejores casas de Melilla, con un espacioso portal adornado con profusión de motivos florales. Dejó pasar un par de minutos antes de entrar. Estaba demasiado alterado. Cuando por fin recuperó la calma, pensó por un instante en renunciar y volverse a casa. Pero se decidió a subir. Para eso había llegado hasta allí, ¿no? Llamó a la puerta. La doncella vaciló antes de hacerle pasar al vestíbulo.
—Voy a preguntar —dijo con fuerte acento andaluz.
Samuel se miró en el espejo de la pared. Se vio viejo e hinchado, con unas ojeras que no le parecían suyas. Del otro extremo del piso llegó la voz de Carciente.
—¡Shalom, Samuel! ¡Ven! ¡Estoy en la cocina!
La andaluza le acompañó por el pasillo.
—Perdona que te reciba así… —se disculpó Carciente—. Ya sé que no son formas.
Estaba sentado en un taburete, de espaldas a la puerta. Llevaba puesto únicamente un pantalón de pijama, por encima del cual le colgaba una tripita pálida y floja. El viejo Aarón Cohén, el mismo peluquero que durante años le había cortado el pelo a Samuel, sacudió con energía una toalla blanca y volvió a colocarla sobre los hombros de Carciente. Mientras se la ajustaba en torno al cuello, cientos de diminutos pelos grises quedaron flotando en el aire de la habitación.
—Perdona, Moisés —dijo Samuel—. No he llegado en el momento más oportuno.
—Al contrario. Justo ahora Aarón se disponía a rebanarme el cuello.
El peluquero resopló y les dio la espalda mientras revolvía la espuma con la brocha.
—Siéntate, hombre —dijo Carciente, e hizo un gesto con los dedos para que la andaluza acercara otro taburete—. Tú y yo es como si fuéramos hermanos, ¿no?
Carciente, siete años más joven que él, era un hombre discreto y afable. Y sin embargo, en su presencia Samuel no podía evitar sentirse cohibido. Presidente de la Comunidad Israelita desde el estallido de la Guerra Civil, sus relaciones con las autoridades eran aún más estrechas que las suyas propias, y no había ningún otro miembro del consejo sobre el que jamás le hubieran pedido informes en Delegación, el Ayuntamiento o la Alta Comisaría. Le habría gustado que estuviera en deuda con él y tuviera algo que agradecerle, pero no era así.
El peluquero apoyó los dedos en las sienes de Carciente y le volvió la cabeza sin demasiados miramientos. Luego le cubrió la cara con espuma, y con el meñique le dibujó la línea de la boca. Carciente, de buen humor, dedicó a Samuel una cómica mirada de resignación.
—Recuerda que hay testigos, Aarón…
Samuel sonrió. Ver a Carciente sin sus habituales gafas de gruesos cristales le intimidaba doblemente. Sus ojos, casi sin pestañas, le parecieron diminutos. En esos ojos sin gafas percibía más desnudez que en su barriguita blanca. Aarón, silencioso y ajeno a todo, le palmeó el cogote para afeitarle por detrás. Carciente, sumiso, se dejaba hacer. Bajaba y subía la cabeza, alzaba la barbilla, torcía el cuello, lo sostenía estirado hacia uno y otro lado. Samuel no se decidió a hablar hasta que el peluquero le volvió la cara hacia la ventana.
—¿Qué tal con ese hombre?
Carciente, sin moverse, soltó un gruñido.
—Con Shlomo Ninio, quiero decir. ¿Sigue en Melilla o ya se ha ido? ¿Por qué no me habéis avisado? Me habría gustado conocerle, hablar con él… ¿Ha contado cosas interesantes? ¿Cómo viven nuestros hermanos de Israel? Quiera Dios que no vuelva a correr la sangre… ¡Motivos de preocupación no faltan, querido Moisés!
Carciente se mantuvo en silencio mientras el peluquero terminaba de afeitarle. Después éste le acercó una toalla limpia para que se limpiara y le peinó con delicadeza el pelo escaso. Carciente arrugó la nariz como si estuviera a punto de estornudar y miró con fijeza a Samuel.
—Todos en el consejo estaban enterados. Tú también, si hubieras prestado más atención. ¿De verdad te importa lo que le ocurra al pueblo de Israel?
Aarón enjuagaba sus útiles en un barreño y, una vez secos, los guardaba en su vieja cartera de piel. Carciente estornudó por fin. Luego se sonó ruidosamente con la misma toalla con la que se había limpiado y se puso en pie.
—Samuel, Samuel… —dijo, mientras se ponía las gafas y buscaba algo en unos cajones—. Hace tiempo que no se te ve por la tefilá. Y reconóceme que trabajas muchos sábados…
Encontró lo que andaba buscando, unos billetes, y se los dio a Aarón. En cuanto se quedaron a solas, Samuel dijo:
—Tú sabes que cumplo con las pascuas. Celebro Yom Kippur. Pero lo único verdaderamente importante es la Torá. Y yo, como buen judío, creo en ella y la obedezco todos los días de mi vida. Me rijo por la ley que Dios entregó a Moisés en el Sinaí. Si ser un buen judío no consiste en eso, ¿en qué consiste?
—Ay, Samuel, Samuel… —repitió Carciente con una sonrisa afectuosa.
El coche pasó por Villa Nador poco antes de las ocho de la mañana. A partir de ahí, la carretera se apartaba de la costa para adentrarse en el interior. Esa parte del viaje era la que menos gustaba a Samuel: demasiadas cuestas, demasiadas curvas y, aunque probablemente no hubiera más que en el resto del trayecto, a Samuel le parecía que también había demasiados ancianos montados en burros y demasiados rebaños obstruyendo el paso. En realidad, lo que le disgustaba era no tener el mar a mano derecha. La visión de los barquitos de pescadores como suspendidos bajo la línea del horizonte le transmitía una vaga seguridad: al fin y al cabo, aquello era más o menos lo mismo que se veía desde Melilla. En cambio, cuando perdía de vista el litoral, tenía la sensación de encontrarse en territorio ajeno, en un espacio y un paisaje que podrían estar a miles de kilómetros de su casa y que le resultaban muy poco familiares. Por suerte, ese tramo tampoco era tan largo. Conocía muy bien la última curva, el punto exacto en el que, pasado un grupo de árboles raquíticos, el resplandor del mar volvía a acogerlos como en un abrazo. Para entonces eran más de las diez, y en los reflejos del agua predominaba el blanco más intenso.
—¿Ve usted lo bien que responde el cacharro?
Aunque lo llamara cacharro, Germán, el conductor, estaba muy orgulloso de su coche. Era un Citroën Pato de los antiguos, de los que tenían la portezuela del maletero con la forma de la rueda de repuesto, y Germán no se cansaba de hablar de él: de lo bien que subía las cuestas o tomaba las curvas, de la fiabilidad de sus frenos, de su resistencia.
—Estos cacharros están hechos para durar. ¡Aguantan lo que les eches!
En los primeros años de su matrimonio, a Samuel no le importaba hacer ese viaje en el único transporte público que existía, el autobús de La Valenciana, siempre atestado de gente con fardos de ropa, sacos de hortalizas y cestos con gallinas. Pero eso era antes. Ahora, cada vez que tenía que ir a Tetuán, contrataba a Germán para que le llevara y trajera. No es que en el coche se ahorrara mucho tiempo (apenas dos o tres horas sobre las catorce del autobús), pero al menos salían cuando él decía y se libraba de bastantes incomodidades. A veces, Germán hacía un gesto impreciso en dirección a Samuel y detenía el Citroën junto a una casita de aspecto pobretón. Eran muchas las casas de ese tipo que habían ido surgiendo a ambos lados de la carretera a medida que ésta se construía.
—Vuelvo enseguida. Me han pedido el favor de… —decía, y salía del coche dejando en el aire el final de la frase.
Samuel le veía llamar a la puerta, intercambiar un saludo rápido y entregar o recoger un paquete. En qué consistían los favores de Germán era algo sobre lo que prefería no hacer preguntas. ¿Contrabando? Casi seguro. Allí todo el que podía se dedicaba de un modo u otro al comercio de matute, y Samuel pensaba que la simple exteriorización de su curiosidad podía establecer entre ellos una complicidad que ya nunca admitiría vuelta atrás. Mejor que las cosas siguieran como hasta entonces. Mejor que Germán se viera obligado a practicar sus trapicheos con el sigilo de los cazadores furtivos y luego, de regreso al coche, volviera a elogiar las virtudes de los frenos o el motor.
—¡Qué cacharro! ¡Nunca me ha dejado en la estacada!
De todos modos, hacían pocas paradas, desde luego bastantes menos que el autobús de La Valenciana, también bastante más breves. En Villa Sanjurjo, cuando llevaban recorrida una tercera parte del trayecto, solían alcanzar al autobús, que había salido una hora antes que ellos de la estación de Melilla, situada en pleno centro, en el Mantelete, justo detrás del Casino Militar. La de Villa Sanjurjo, en cambio, estaba a unos cuatro kilómetros de la ciudad. Ellos aprovechaban para poner gasolina y estirar las piernas. Después se fumaban un cigarrillo apoyados en el capó y se distraían observando el trasiego de los vendedores ambulantes que pregonaban sus productos, las madres que aupaban niños hasta las ventanillas, los jóvenes que se descolgaban con sacos y maletas desde el portaequipajes.
—¡Valencianasa, Valencianasa! —se oía gritar en mitad del barullo, porque los nativos se habían acostumbrado a llamar así, como leyéndolo de corrido, al autobús de La Valenciana S. A.
A partir de allí, la carretera se internaba de nuevo entre montañas. Volvían a ponerse en marcha antes de que lo hiciera el autobús para no tener que adelantarlo más tarde entre curva y curva. Nada más salir, Germán decía siempre:
—¡Hasta la vista, Alhucemas!
A Samuel le extrañaba que siguiera usando la denominación tradicional de la ciudad en lugar de la que entonces era oficial. Siempre que alguien nombraba Villa Sanjurjo, Germán replicaba llamándola Alhucemas. No era, desde luego, el único que la llamaba así. Mucha gente (incluidos muchos militares) seguía diciendo Alhucemas por la simple fuerza de la costumbre, pero a Samuel le parecía que la obstinación del conductor escondía algo más. Y sus conjeturas no parecían insensatas: que alguien se negara de forma sistemática a pronunciar el nombre del levantisco general Sanjurjo quería decir algo. Sí, muy probablemente Germán era un represaliado que había buscado iniciar una nueva vida en un lugar donde nadie le conociera ni supiera nada de su pasado. ¿Qué sabía Samuel de él? Que había nacido en un pueblo de Ávila, que había emigrado con sus padres a Madrid, que había trabajado en una empresa de artes gráficas… Todo encajaba. Artes gráficas. Socialista seguro, o algo peor. Las veces que intentaba sonsacarle, Germán se las arreglaba para desviar la conversación hacia cuestiones domésticas: los gastos a los que debía hacer frente por unas obras en la casa, los estudios de sus tres hijos, la quebradiza salud de su mujer.
—Yo creo que es el clima, que no le sienta bien. O el agua de aquí, que no es como la de Madrid. El caso es que, cuando no es una cosa, es otra. Antes era lo de los bronquios. Ahora cada dos por tres se le hincha el cuello y tiene la sensación de que se ahoga y no puede tragar. Le pasa sobre todo por la noche, y a mí me da miedo que algún día, al despertarme… En fin, para qué darle más vueltas. ¡Ah, por cierto! ¡Me olvidaba!
Soltó una mano del volante y rebuscó en el bolsillo interior de su americana hasta dar con la cartera. La abrió sobre el asiento del copiloto y sacó una cuartilla doblada. La sostuvo a la altura de su cabeza sin dejar de mirar la carretera. A causa de la gran distancia que había entre los asientos, Samuel tuvo que incorporarse y estirar el brazo, cosa que hizo exagerando un poco el esfuerzo. Desdobló el papel.
—Fue el veintisiete, ¿no? —dijo el conductor—. El chico siempre se acuerda de su cumpleaños.
Era un dibujo a la cera de una playa y unos barcos. El más grande estaba decorado con banderines de colores, y en el casco, escrita con letras irregulares, podía leerse la palabra «felicidades». En la esquina inferior derecha, bien grande, estaba la firma del artista: MANOLÍN.
—Qué bonito. Muchas gracias.
—Tiene buena mano, ¿eh? Los otros dos no sé, pero éste… Éste creo que llegará lejos. Es buen estudiante, ayuda en casa, obedece… No sabe cuánto le agradecemos lo que está haciendo por él. Ayer mismo, cuando le dije que iba a viajar con usted, me dijo: «Yo, de mayor, quiero ser como el tío Samuel». Así le llama: tío Samuel. Qué salado, ¿verdad?
Samuel asintió con la cabeza pero no dijo nada. Germán revolvió otra vez en su cartera y le tendió una foto pequeña con los bordes dentados.
—Pero cada cual es como es, y yo estoy orgulloso de los tres —dijo, mirándole por el retrovisor—. El que no sirve para una cosa sirve para otra. El chico mayor, Germán, juega en un equipo de fútbol. Mire. Es el de la izquierda, el portero. Dicen que se me parece. ¡Y tampoco se puede decir que a mí se me dieran bien los estudios! Reconoce esa ropa, ¿verdad? La gorra, los guantes… Se los regaló usted. Me ha dicho Conchita que son de la mejor calidad. ¡Y Conchita de eso sabe un rato!
Samuel hizo de nuevo un leve gesto. Se dijo que en ese momento tal vez tendría que interesarse por el hijo pequeño, pero prefirió seguir callado. Le molestaba tanta gratitud. Le parecía que no era más que una manera sutil de pedir más. Primero las quejas y luego esa gratitud tan melosa. Ocho años antes, había aceptado apadrinar al segundo de los tres hijos de Germán. Eso significaba correr con los gastos del colegio y mandarle algún juguete y algo de ropa para Reyes. Con el tiempo había empezado a enviar también regalos a los otros dos hermanos. ¿Cuánto tardaría Germán en insinuar nuevas necesidades familiares? Devolvió la foto y mostró el dibujo.
—¿Me lo puedo quedar?
—¡Por descontado! ¡Es para usted!
—Se lo enseñaré a Mercedes. Le gustará.
Miró por la ventanilla. Desde hacía un buen rato, atravesaban un paisaje invariable de peñas peladas y monótonos secarrales.
—Ya debe de faltar poco para Ketama, ¿no? —dijo y, sin esperar respuesta, se acomodó en una esquina y trató de dormir.
Cuando llegaron a Tetuán, era casi de noche. Las calles estaban engalanadas porque al día siguiente iba a celebrarse el Desfile de la Victoria. Recorriendo una de las avenidas que llevaban a la plaza de España pasaron por delante de la tribuna de autoridades, presidida por una enorme imagen del águila dorada del ejército de tierra. Unos soldados de regulares terminaban de ajustar en el frontis un tapiz con el escudo español, mientras otros cepillaban las alfombras colocadas sobre las escalinatas laterales. Unos metros más adelante, el tráfico se hizo de repente lento y dificultoso. Vehículos militares y grupos uniformados ocupaban buena parte de la calzada, y el Citroën tenía que hacer complicadas maniobras para esquivarlos. Se percibía la habitual excitación previa al desfile. Algunos soldados se hablaban a gritos de un lado a otro de la calle, y ante las mismas puertas del hotel, una veintena de jinetes moros, jaleados por los curiosos, se entretenían obligando a los caballos a empinarse y hacer vistosas corvetas.
—Batidores de caballería —explicó Samuel—. Son los que más se arriesgan. Los que van delante del regimiento, reconociendo el terreno.
Una salva de aplausos premió la exhibición de uno de ellos. Germán señaló la marquesina del hotel Nacional.
—Si quiere, intento llegar por el otro lado…
—No hace falta. Voy andando.
—¿A qué hora mañana? Hacia la una, ¿no? Cuando termine el desfile…
Samuel asintió con un bufido mientras salía del coche. Germán abrió el maletero y añadió:
—Ya sabe que no me importa conducir de noche. Y así usted aprovecha la mañana.
Samuel no pudo evitar mirarle con detenimiento. ¿Estaba tratando de insinuar algo? Germán, indiferente, dejó la maleta en el suelo.
—¿Quiere que se la lleve?
—Casi no pesa. Hasta mañana.
Germán volvió a ponerse al volante, y el Citroën recorrió marcha atrás los quince o veinte metros que le separaban de la esquina más próxima.
Una hora después, Samuel acudió al Casino Español, en el bulevar Alfonso XIII. Cerca de la entrada se encontró con Meneses, que se limpiaba en el bordillo unos restos de bosta pegados a la suela de su zapato.
—Tanto caballo, tanto caballo… —refunfuñaba.
El coronel Meneses era uno de sus mejores contactos en la Alta Comisaría. Entraron juntos. Un ordenanza les condujo al pequeño comedor que tenían reservado.
—¿Viste lo de Varela? ¡Así da gusto morirse! —dijo Meneses, que inmediatamente cambió de tema—. A ver cuándo nos vuelves a llevar al Círculo. ¡Qué bien comimos la última vez!
Se refería al Círculo Recreativo Israelita. Samuel decía que no le gustaba llevar allí a sus amigos porque dudaba de la discreción de los empleados, que se pasaban toda la cena fisgoneando. En el Casino Español, por el contrario, podían hablar con entera libertad. Los otros comensales estaban ya esperándoles. Bebían jerez y hablaban, cómo no, del reciente fallecimiento del Alto Comisario Varela.
—En cuanto supimos que Franco le había hecho marqués, es que la cosa pintaba muy mal… —dijo Eulate, acariciándose la cicatriz de la frente.
—Ya estaba más allá que aquí —asintió Meneses, apesadumbrado, y enseguida recuperó la alegría para decir a Samuel—: Tenías que haber venido. ¡Qué honras fúnebres tan hermosas!
—La infantería de marina siempre ha sabido honrar a sus muertos —dijo De Vicente con voz rasposa.
Una semana antes, la leucemia había acabado con la vida del teniente general Varela en un hospital de Tánger. Unos y otros se robaban la palabra para ensalzar las exequias del gran hombre: el traslado del cadáver a Tetuán, el impresionante cortejo fúnebre, la solemne imposición de la más alta distinción militar concedida por el Sultán… El féretro había sido llevado a Ceuta y desde allí embarcado con destino a Cádiz en un cañonero al que escoltaban tres destructores. El entierro había tenido lugar en San Fernando, su ciudad natal, y se le habían rendido honores de capitán general.
—¡Así da gusto morirse! —volvió a decir Meneses con la autoridad del que, a diferencia de los demás, había acompañado al cadáver de su jefe hasta su última morada—. ¡Los soldados de su guardia indígena, la banda de cornetas y tambores, un batallón de infantería de marina cerrando el cortejo…!
Luego, como si un pensamiento condujera directamente al otro, palmeó la espalda de Samuel y exclamó confianzudo:
—Estarás contento, ¿eh?
No hizo falta dar explicaciones. Allí todos sabían que el sucesor de Varela era García-Valiño, al que Samuel conocía de su paso por la Comandancia de Melilla.
—Hoy mismo me lo he encontrado. Aquí al lado, en el palacio del Jalifa —dijo Aranalde, el único civil del grupo.
—Claro, mañana tiene que presidir el desfile —dijo Samuel—. ¿Sabéis qué es lo que no me gusta?
Los otros le observaron intrigados. Samuel dejó pasar un par de segundos antes de proseguir:
—Que va a ser la primera vez que el Alto Comisario sea más joven que yo.
Se produjo la reacción que Samuel andaba buscando: risas, palmadas y comentarios del tipo «¡te estás haciendo viejo, coño!». Al mismo tiempo, el mensaje había quedado claro: García-Valiño y él eran amigos, sí, pero es que además, en esa amistad, la primacía de la edad se inclinaba de su lado, algo que en los ambientes castrenses siempre se estaba dispuesto a conceder. Y para transmitir ese mensaje no había tenido que decir ninguna falsedad, sólo un chiste. Así, con esa clase de sobrentendidos, era como Samuel había conseguido labrarse un prestigio ante las autoridades. Delante de unos y de otros fingía saber más de lo que sabía y conocer a más gente de la que de verdad conocía. Restaba importancia a las informaciones que recibía y exageraba el valor de las que podía dar, y en el Ayuntamiento fingía tener ante la Alta Comisaría y la Comandancia una capacidad de influencia similar a la que en éstas le atribuían sobre los munícipes. Se beneficiaba en ese aspecto de la escasa comunicación que existía entre las autoridades civiles y las militares. En cierta medida, ejercía de enlace oficioso entre ellas, y nunca negaba una recomendación o un favor, aunque estuvieran fuera de su alcance, porque así tejía una red de relaciones en la que todos, tanto los que se habían beneficiado de su intercesión como los que no, acababan sintiéndose en deuda con él. Con el nombramiento de García-Valiño, que en realidad no era tan amigo suyo como los otros creían, se le abrían nuevas posibilidades de afianzar su poder. De momento, sólo tenía que dejar que los demás creyeran lo que estaban dispuestos a creer.
—A lo mejor te vemos a su lado en la tribuna… —dijo Eulate, no del todo en broma, y él se las arregló para negar de forma que pareciera que estaba afirmando:
—¿Y qué iba a hacer yo ahí de pie tantas horas?
—¿Dónde está tu patriotismo? —protestó Meneses, burlón, y Eulate redondeó el chiste:
—Estos judíos… ¡Y que aún haya gente que se extrañe de que os expulsáramos!
Todos rieron. Samuel dio una sonora palmada y, mientras De Vicente se levantaba para abrir la ventana y escupir un gargajo, el camarero fue repartiendo los menús. La conversación se mantuvo animada hasta que llegaron al café y los licores. Era entonces cuando solían intercambiar la información importante. Se habló de una inminente modificación en el uniforme de gala de los regulares, y Samuel tomó nota mental de las características de la tela y la identidad de los más que probables proveedores: aquello olía a negocio. Se habló también de otros asuntos de los que difícilmente podría sacar algún provecho, y se limitó a fingir que prestaba atención. Luego le tocó a él poner algo de su parte y bajó el tono de voz para aludir a Shlomo Ninio. Los otros le miraban impasibles, como jugadores de póquer. Samuel se mostró cauteloso y sugirió que, aunque todavía no disponía de datos para asegurarlo, la presencia de Ninio en Melilla podía formar parte de una operación de gran envergadura… Meneses carraspeó.
—Israel es un estado socialista —dijo.
—Y no mantenemos relaciones diplomáticas —añadió Aranalde.
—Así es, amigos —dijo Samuel, que en todo momento hablaba para todos, aunque tenía muy claro a quién iba dirigida la historia.
De camino al hotel, Meneses insistió en acompañarle. En cuanto se quedaron a solas, le dijo:
—¿Lo sabe Valiño?
—Mi querido Juan Antonio… —Samuel aceptó el cigarrillo que el otro le ofrecía. Luego le puso la mano en el hombro y prosiguió—: Si lo supiera, ¿a ti de qué te serviría?
—Gracias, amigo —dijo Meneses—. Te llamo el lunes para ir redactando un primer informe.
—Seguro que Rafael sabrá valorarlo —dijo Samuel, consciente del uso que hacía del nombre de pila—. Buenas noches.
A la mañana siguiente, aunque había dado instrucciones para que no le subieran el desayuno hasta las nueve, se levantó temprano. Lo primero que hizo fue abrir el balcón. Quería que el aire fresco del amanecer invadiera hasta el último rincón de la habitación. Luego, mientras la bañera se llenaba, ahuecó la almohada y alisó las sábanas y la manta poniendo especial cuidado en las arrugas del embozo. ¿Qué más? Sí, la ropa del día anterior, que tenía por costumbre dejar en cualquier silla, fue a parar a la maleta, y ésta al interior del armario. Echó un vistazo a su alrededor. Todo limpio y en orden. Todo más o menos como lo había encontrado al ocupar la habitación. Entró en el cuarto de baño y se lavó los dientes. Regresó enseguida en busca de las gafas. Había perdido vista, y sin ellas no veía ya lo bastante para un afeitado minucioso. Aprovechó para cortarse los pelillos que le salían de las orejas y la nariz, y no pudo evitar estornudar un par de veces. Después se dio un breve masaje con bálsamo mentolado Floïd y comprobó la temperatura del agua. Estaba muy caliente. Una vez superada la primera impresión, se quedó adormilado en la bañera. Cuando llamaron a la puerta, le dio un vuelco el corazón. ¿Cuánto tiempo llevaba metido en el agua? Volvieron a llamar.
—¡Voy, voy! —gritó Samuel, levantándose de un salto y encharcándolo todo.
Se puso el albornoz y corrió a abrir. Era el desayuno.
—Aquí están también las flores que encargó…
El mozo del hotel dejó la bandeja sobre la mesita auxiliar y buscó un sitio para el ramo de flores. A Samuel no se le escapó el gesto de curiosidad con que observó la cama. Seguramente el chico se estaría preguntando cómo había pasado la noche.
—¿Quiere que le traiga un jarrón?
—No, no. No hace falta.
Deseoso de que aquello acabara cuanto antes, se apresuró a darle la propina. Un reguero de agua señalaba cuál había sido su trayectoria: del baño a la puerta y de ésta a la mesilla. En cuanto volvió a quedarse a solas, se dedicó a secarlo todo con una de las toallas de ducha. Acabó ésta tan mojada que, en vez de devolverla al toallero, hizo un rebujo con ella y la guardó en la balda superior del armario. Después se sentó a desayunar. El café estaba ya casi frío. Con todo el tiempo que había tenido, ahora las prisas empezaban a incomodarle. Se preparó una tostada pero le dio sólo un mordisco. En cambio, la manzana se la comió entera. Antes de vestirse, volvió a lavarse los dientes. Se miró en el espejo. Ya no le quedaba nada por hacer: volvían de nuevo a sobrarle minutos. ¿Por qué parecía que el tiempo iba unas veces tan deprisa y otras tan despacio?
—Alhamdulillah —dijo para aclararse la garganta.
Impaciente, cerró el balcón y miró a través de los visillos. A eso de las diez la vio aparecer por la esquina. Llevaba puestas unas gafas de sol y el pelo recogido en un pañuelo: parecía una de esas actrices de las películas italianas.
—Qué guapa está… —susurró.
Volvió a decirlo poco después de abrir la puerta de la habitación, cuando ya ella se había quitado el pañuelo y las gafas:
—¡Qué guapa estás!
Acarició primero su pelo rojizo y luego su barbilla redonda.
—De hecho, estás más guapa que cuando te vi por primera vez.
—Mentiroso… —replicó ella, sonriendo—. ¡Pues no han pasado años!
—Para mí sigues siendo la misma: una jovencita.
Se abrazaron, y Alegría dejó caer la cabeza en su hombro.
—Qué bien hueles… —dijo—. Entonces también olías bien, pero no igual.
—Entonces no gastaba tanto en colonias.
Siempre que decían entonces, se referían a la época en que fueron medio novios. La relación entre ambos no había llegado a más debido a la oposición de los padres de ella, que le habían concertado una boda más provechosa con un familiar. Alegría pertenecía a una ilustre saga de banqueros judíos que en julio del 36 financió el paso de las tropas nacionales a la Península. Años después, casados ya los dos, esa relación se había reanudado casi por casualidad: un encuentro inesperado en el Círculo, unos minutos para evocar viejos momentos de felicidad, la vaga promesa de una cita en otro viaje a Tetuán… Ésa era la verdadera razón por la que Samuel había dejado de frecuentar el Círculo Recreativo Israelita, donde cualquier indiscreción podía resultar peligrosa.
La ayudó a quitarse la gabardina y le entregó las flores.
—¡Mmm, rosas rojas!
—Tus favoritas, ¿no?
Alegría le dio un beso y bromeó:
—¿Y qué hago con ellas? ¿Las llevo a casa y le digo a David que me las ha regalado mi amante?
—Sí. ¿No dices que ya ni te escucha?
Eran amantes pero sobre todo eran amigos. Se veían cada vez que él viajaba a Tetuán, y hablaban de sus vidas: de los pequeños problemas domésticos, de los hijos, finalmente de los cónyuges. Él se quejaba a veces de la obsesión de Mercedes por las compañías de las niñas, y ella del poco caso que le hacía su marido, siempre embarcado en negocios de gran envergadura. Pero no era lo habitual. Ninguno de los dos trataba de esconder sus otros afectos y, cuando aludían a ellos, lo hacían como quien informa de las últimas andanzas de algún viejo amigo. Daba lo mismo que Alegría jamás hubiera visto a Mercedes y que Samuel apenas se hubiera cruzado con David en un par de ocasiones. Era como si los conocieran de toda la vida, como si Alegría conociera a Mercedes y Samuel a David, y en el interés que expresaban por ellos no había intenciones ocultas ni fingimientos. Entre Samuel y Alegría se había ido forjando una relación en la que existía lo mejor del matrimonio y no lo peor, la confianza pero no los reproches, y algunas veces ni siquiera hacer el amor era lo más urgente. Se metían en la cama, se abrazaban bajo las sábanas, se susurraban al oído palabras bonitas.
—¿Te acuerdas de la foto de la aduana, la que nos hizo aquel fotógrafo callejero?
—¿El del mono?
—Sí, ese mono antipático que no quería subirse a mi hombro… La encontré entre mis cosas. Yo estoy medio agachado, con la cadena del mono enredándose en mi pierna, y tú lo señalas con el dedo y sonríes. Llevas un lazo en el pelo pero por lo demás estás igual. ¿Por qué crees que te digo que para mí sigues siendo la misma? He escondido esa foto. No quiero que la vea Mercedes.
—¿Qué crees que pensaría? ¡Ah, esta chica! ¡Seguro que ahora, casi treinta años después, mi marido me está engañando con ella!
—No te rías. Es sólo que es algo privado. Algo que no quiero compartir con ella. —Se puso momentáneamente serio—. ¿Te han saludado en recepción? ¿Te han visto entrar?
—¿Qué más te da? —Haciéndose la ofendida, Alegría lanzó un cachete al aire—. La que tendría que estar preocupada soy yo. No tú, que vives fuera.
Samuel la besó en la mejilla. Ella se llevó la mano a la cara.
—¿Tengo la piel irritada? Ya sé que te has afeitado a conciencia pero… ¡Tengo el cutis tan fino! Estas marcas son lo único que me hace sentir que estoy engañando a mi marido.
Empezó a oírse un sonido lejano de cornetas. Envueltos en las sábanas, se acercaron al balcón. El desfile no pasaba por la calle del hotel sino por el bulevar que la atravesaba. Como no podían asomarse, lo poco que veían lo veían de refilón: las vistosas capas blancas de los regulares, los caballos con mantillas de alegres colores, los jinetes moros enarbolando los banderines de las compañías… Los uniformes de las tropas españolas competían en lujo con los de la guardia del Jalifa y las mehalas Xerifianas, y la población local disfrutaba con la viveza del espectáculo. El propio público contribuía a ella sin saberlo: con la gente de paisano se mezclaban mujeres con chilabas estampadas de tonos brillantes y hombres con las cabezas cubiertas por blancas capuchas o feces rojos. Abrazados y pegados al cristal para ver mejor, Samuel y Alegría lo observaban todo en silencio, notando en las mejillas el retumbar de trompetas y tambores.
—Aprovecha —dijo ella—. No sé si habrá muchos desfiles más.
—¿También tú me vienes con ésas?
—El Protectorado no será eterno. La descolonización de África está en marcha. ¿Por qué Marruecos va a ser la excepción? Ese partido, cómo se llama…
—Istiqlal.
—Cada vez tiene más seguidores. Y no es que esté creciendo en Casablanca o en Rabat. Es que lo tenemos aquí mismo, en Tetuán, y en Tánger y en… Mi familia ha empezado a trasladar negocios a Suiza.
Samuel se apartó del balcón y la miró a los ojos. Ella prosiguió como excusándose:
—¿Qué garantías tenemos? ¿Cómo saber si el banco va a poder funcionar igual bajo administración marroquí?
—¿Tú también…? Quiero decir: ¿tu marido también se iría a Suiza?
Alegría, sin contestar, apoyó la cabeza en el hombro. Samuel cerró con fuerza los ojos.
—Voy a pedir que nos suban algo de comer —dijo.
Mientras esperaban al mozo del hotel, aprovecharon para vestirse. Lo que más les gustaba eran esos momentos en los que su intimidad se asemejaba mucho a la de un matrimonio normal: ella cepillándose el pelo ante el espejo, él a su lado abotonándose la camisa con el cuello levantado. Alegría le hizo el nudo de la corbata.
—¿Te acuerdas de cómo me sedujiste? —dijo.
—Estabas en Río Martín con tus hermanas, en la playa…
—Me refiero a la siguiente vez, en el Círculo. Dijiste: «Qué injusto es todo, ¿por qué tenemos deseos que no se van a cumplir?, ¡tiene que haber otra vida en la que esos deseos se cumplan…!».
—¿Eso dije? ¿Seguro que no había bebido?
—Pensé que tenías toda la razón. También a mí me pareció muy injusto.
—O sea que no crees que haya otra vida…
—Claro que sí. Mi otra vida es ésta —dijo Alegría, y le besó en los labios.
Aunque Samuel había pedido almuerzo para dos, ella casi no probó el suyo. Del exterior seguía llegando el ruido del desfile. De vez en cuando, entre la música de las distintas bandas, sonaban las salvas de la artillería. A partir de cierto momento, ya sólo se oía el griterío de la calle, y Samuel se levantó a mirar a través de los visillos.
—Qué gran cabrón…
Alegría se acercó, alarmada. El desfile acababa de concluir, y el Citroën de Germán estaba ya en la puerta.
—¿Por qué tan pronto? —dijo—. ¿No tenía que venir a la una?
—Por ti. Quiere hacerme saber que lo sabe.
—¡Ay, Samuel!
—Descuida. Se conforma con poco. Sólo quiere que le pague el médico a su mujer.
—Pero eso es chantaje —dijo ella, volviendo a ponerse las gafas de sol.
—¿Chantaje, si me da la oportunidad de hacer una buena obra? ¿Cuándo se ha visto un chantajista que anima a los demás a hacer el bien? Piénsalo: todos salimos ganando. Él, porque a su mujer la verá un buen médico y no le cobrará nada. Y yo, ¡ja ja!, porque podré practicar la tzedaká. Ya sabes lo que dice el Levítico. Eres una buena judía. ¡Tendrías que dar las gracias a ese hombre por ayudarme a ser también un buen judío!
Para dejar la habitación, siempre lo hacían del mismo modo. Salía primero él y charlaba un poco con el recepcionista mientras le preparaban la cuenta y repartía propinas entre los botones. Poco después salía ella y, aunque intentaban no mirarse, era difícil no intercambiar un guiño o una sonrisa al sesgo. Luego, Samuel se las arreglaba para dejar pasar un par de minutos antes de abandonar el edificio.
—Buenos días, Germán —dijo, tendiéndole la maleta—. Qué impresionante el desfile, ¿verdad? ¡Ha estado mejor que otros años!
El conductor cerró el maletero con un golpe seco y se puso al volante. Avanzaban despacio entre la gente que regresaba de los bulevares. Al volver una esquina pasaron al lado de Alegría, que se había detenido a hablar con alguien. El movimiento de cabeza de Germán fue ligerísimo, casi imperceptible. En cuanto salieron de la ciudad, Samuel hizo el gesto de quien acaba de recordar algo importante:
—¡Ah! He llamado por teléfono a Mardones, el médico. Todo arreglado. Pero no vayáis al Hospital Militar. Mejor id a su casa. Tiene consulta propia. Ya te daré la dirección.
—Muchas gracias, señor.
Las empanadillas de Mercedes tenían mucho éxito en las reuniones de la Gota de Leche. Miriam se ocupaba de cortar y dar forma a la masa, y Mercedes del relleno. Luego, cuando faltaba poco más de una hora para que la gente empezara a llegar, la hija las sellaba por los lados con un tenedor y la madre las freía en una sartén honda y las ponía a escurrir sobre trapos de cocina. A veces, la masa se doblaba o rompía al contacto con el aceite hirviendo. A esas empanadillas deformes las llamaban «gurruños», y los gurruños nunca llegaban a las bandejas con las que agasajaban a las señoras.
—Otro gurruño —decía Mercedes.
—A la fiambrera —decía Miriam.
Al principio, cuando Mercedes se hizo cargo del patronato, bastaba con dos o tres bandejas de empanadillas. Ahora nunca bajaban de la media docena. La población de Melilla no paraba de crecer, y para muchas familias recién instaladas la colaboración con la Gota de Leche constituía una vía inmejorable de integración en la sociedad local. Entre los nuevos melillenses eran menos los que procedían de la Península que los que venían del Protectorado. Todo el mundo intuía que se avecinaban cambios y veía el futuro con preocupación. Pero en esas reuniones nadie quería hablar de cambios ni de futuro.
—Hoy tenemos con nosotros a una nueva amiga —dijo Mercedes—. Carmen, levántate, por favor.
La aludida se levantó y saludó con la cabeza, mientras las otras le dedicaban frases de bienvenida.
—Carmen se ha ofrecido a colaborar con Victoria en el comedor de madres lactantes. ¿Te parece bien, Victoria? ¿Le parece bien, madre?
A esas reuniones siempre asistía alguna de las monjas de la Caridad. Cuando la superiora no podía, lo hacía la visitadora, una monja casi enana a la que llamaban sor Rociíto.
—Me parece muy bien, hija —dijo sor Rociíto, entornando los ojos—. Ya sabes tú lo necesitadas que estamos de ayuda…
—¡Ah, por cierto! —siguió Mercedes—. Carmen nos ha entregado para la institución un generoso donativo de parte de su marido. Creo que bien merece nuestro aplauso.
Aplaudieron todas, y Mercedes leyó la lista de particulares que también habían contribuido con donativos. Entre esos nombres estaban los de los maridos de todas las presentes, y cada vez que se leía uno las demás se volvían hacia la mujer. Unas y otras se dedicaban mutuamente palmadas silenciosas y sonrisas de homenaje. Por supuesto, ese dinero nunca era suficiente, y Mercedes avanzó las actividades con las que tenían previsto recaudar fondos en los próximos meses: alquiler de sillas para los conciertos dominicales en el Parque Hernández, mesas petitorias coincidiendo con festividades religiosas, tómbolas a las que los comerciantes locales contribuirían con regalos. Después, algunas de las presentes informaron de las novedades relativas a las distintas obras de la asociación: las mejoras en el menú del comedor popular, el incremento del número de niños y ancianos acogidos en el asilo, la necesidad de nuevas voluntarias para las visitas a domicilio…
Aquí acababa la parte más protocolaria de la reunión. Mercedes entonces daba instrucciones a Miriam, y ésta y Rachida aparecían con las bandejas de las empanadillas, todas iguales, todas perfectas, ningún gurruño entre ellas. La llegada de las bandejas provocaba un entusiasmo fulminante.
—Algún día tendrás que contarnos el secreto —decían, guiñándole el ojo a Mercedes—. ¡Siguen siendo las mejores de Melilla, si no de España entera!
Con las empanadillas llegaban también los zumos y el moscatel, y las conversaciones se diversificaban. Sor Rociíto se acercó al grupo en el que estaba Carmen, la nueva, y en un gesto de familiaridad la cogió del codo.
—Ya me ha dicho Mercedes de cuánto es el donativo. Muchas gracias, hija. Dios sabrá corresponderos. ¿A qué se dedica tu marido?
El marido de Carmen era propietario de un hotel en Larache, un establecimiento moderno con vistas al Atlántico. Algunas de las presentes conocían la ciudad y hablaron del mar de Larache, tan violento, tan distinto del de Melilla. En un momento dado, tras comentar la prosperidad de la ciudad gracias a la gente que trabajaba en el puerto o en la construcción de viviendas en el llamado Balcón Atlántico, Carmen dejó escapar una queja:
—Pero, claro, pronto ¿quién querrá ir por allá?
Todas entendieron que con ese pronto se refería a ese futuro incierto en el que el Protectorado (y quién sabía si también Ceuta y Melilla) estaría bajo administración marroquí, y la conversación se desvió enseguida hacia asuntos menos comprometedores. Victoria, que andaba por ahí cerca, llamó a Mercedes y le dijo que el día anterior había visto a su hija Sara en compañía de un chico.
—Un chico muy guapo —dijo—. ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí! Aarón. Me han dicho que es muy espabilado. Tan joven y ya tiene su propio negocio.
En su voz había un retintín que a Mercedes le pareció insidioso. El hijo mayor de Victoria era un inútil que unos años antes había tratado de coquetear con Sara. Mercedes reaccionó con una sonrisa y preguntó si la horchata estaba tan buena como la vez anterior.
—No es del mismo sitio —añadió—. Ésta me la han traído de La Campana.
—Excelente —dijo Victoria.
—Me alegro.
Llamó a Miriam para que le acompañara a la cocina a sacar los dulces. Se aseguró de que nadie, ni siquiera Rachida, pudiera oírlas.
—¿Quién es ese Aarón?
—¿Qué Aarón?
—No te hagas la tonta.
—¿Quieres decir Aarón Cohén?
—Aarón Cohén…
—El nieto del peluquero. Al abuelo lo conociste.
—¿Ese viejo sucio que iba cortando el pelo por las casas?
—Sí, el que murió hace unos meses.
—¡Oh, Dios!
La reunión terminó un poco antes que de costumbre y, cuando llegó Samuel, se cruzó en el portal con las que se habían quedado rezagadas. Se entretuvo unos minutos saludando. Luego entró en el piso y, antes incluso de cerrar la puerta, exclamó:
—¡Hoy, gurruños!
Mercedes y Miriam le miraron pero no le rieron el chiste. Siempre que había reunión de la Gota de Leche tocaba cenar gurruños, y el saludo de Samuel se había convertido en un rito familiar. Mercedes se afanaba en limpiar con cepillo y polvos de talco unas manchas de grasa del brazo de un sillón.
—Habrá que ir pensando en avisar al tapicero… —rezongaba—. ¿Cuánto hace que los tapizamos por última vez?
Samuel entró en el cuarto de baño y se observó detenidamente en el espejo. Un mes antes se había afeitado el bigotito a lo Robert Taylor, y desde entonces pasaba largos ratos estudiando su aspecto.
—¡Mercedes! —gritó.
—Qué —dijo ella, asomando medio cuerpo.
—Aún no me acostumbro.
—Estás mejor. Pareces más joven.
Samuel la agarró por la cintura y la estrechó contra sí. Luego fue poco a poco bajando los dedos hasta acariciarle las nalgas. Ella le apartó la mano. Samuel dijo:
—Hubo una época en que te hacía un guiño y venías y te me sentabas en las rodillas. ¿Qué ha sido de todo eso?
—Entonces no estaban las niñas. O eran muy pequeñas y no se enteraban de nada.
—Estás rara.
—¡Qué voy a estar rara!
Sara, como siempre, llegó tarde. Últimamente no la esperaban y empezaban a cenar sin ella. De postre había macedonia de frutas. Mercedes hizo una seña a Rachida para que no la sirviera todavía.
—A ver si por lo menos el postre lo tomamos todos a la vez… —dijo, y luego miró a su hija pequeña y trató de sonreír—. ¿Qué tal tú? ¿Con quién has estado?
—Con las amigas —dijo Sara.
Desde el fin de su relación con el hijo de Valenzuela habían pasado tres años y medio. Entre tanto, hasta donde Mercedes sabía, había tenido cuatro novietes. Primero había sido un joven viajante que visitaba con sus catálogos las tiendas de menaje de Andalucía y el norte de Marruecos. Después, muy seguidos, un redactor de El Telegrama del Rif y un capitán de intendencia. Y finalmente, a comienzos de ese mismo año, el hijo del dueño de la cafetería de la Hípica. Entre unos y otros, además, había reanudado y vuelto a abandonar la correspondencia amorosa con varios de los pretendientes anteriores. Ninguno de esos chicos gustaba a Mercedes para su hija y, por suerte, ninguna de esas relaciones había llegado a nada. De hecho, qué poco le duraban… Confiaba Mercedes en que con ese Aarón Cohén acabaría ocurriendo lo mismo, y bien pronto Sara tendría uno de sus famosos catarros. Sin duda, lo más sensato era seguir fingiendo que no sabía nada.
—A ver si este verano podemos hacer un viajecito a la Península —dijo, sirviendo por fin la macedonia.
—¿Por qué en verano? —dijo Samuel—. Ya no hay que esperar al fin del curso.
—A mí me apetece mucho —dijo Miriam—. Y ahora que empieza el buen tiempo…
—¿Y a ti, Sarita? —preguntó Samuel.
Sara se encogió de hombros.
—A mí lo que me gustaría sería irme a Madrid a hacer Magisterio.
Sus padres la miraron con condescendencia. Mercedes trató de parecer razonable:
—Pero, hija, tú nunca has sido muy de estudiar.
—Digo yo que Magisterio no será tan difícil. Total, para enseñar sumas y restas…
Samuel apartó en el borde del plato varias pepitas de naranja.
—Decidido —dijo—. En cuanto arregle unos asuntillos, nos vamos a pasar una semana a Málaga.
Ahora las reuniones del consejo se celebraban en el piso de Moisés Carciente. Samuel lo prefería así, porque Carciente era un hombre ocupado y no le gustaba perder el tiempo en minucias: en poco más de dos horas despachaban todos los asuntos y podían marcharse a sus casas. Siempre dedicaban, eso sí, los primeros minutos a comentar la actualidad política. Por aquella época, primavera de 1954, seguían dándole vueltas al malestar que en la población marroquí había causado la decisión de las autoridades francesas de enviar a Mohamed V al destierro. Habían pasado ocho meses desde entonces, y algunos advertían de que el alejamiento de la familia real, que ahora estaba confinada en Madagascar, sólo serviría para generar inestabilidad. Otros, por el contrario, lo interpretaban como la garantía de que en el futuro inmediato no se producirían grandes cambios. Entre quienes opinaban esto último estaba Samuel, que decía:
—¿Descontento? Por supuesto que provocó descontento. Como cada vez que se sube el precio del trigo o se crea una tasa nueva. ¿Cuántas veces se adoptan medidas impopulares, sin que al final acabe pasando nada? Acordaos de Abd el-Krim y del prestigio que tenía entre la gente de aquí. ¿Cuántos años hace que lo echaron? Casi treinta, y no se ha vuelto a saber de él. ¿Dónde estará ese hombre ahora?
—En El Cairo, parece.
—Pues eso.
Cuando llegó Moisés Eliachar, todos se levantaron a felicitarle. Samuel, que había faltado a la última reunión, desconocía la razón de los parabienes.
—¿No te has enterado? —le susurró Benjamín Gaón—. Moisés y los suyos van a hacer la aliyá.
A Samuel se le congeló la sonrisa. A pesar de todo, tuvo la suficiente presencia de ánimo para aguardar su turno en la cola de las enhorabuenas. Su amigo recibió el abrazo bajando los ojos y dedicándole una sonrisa culpable. Samuel se volvió hacia Carciente:
—Querido amigo, yo creo que la ocasión bien merece un brindis.
Trajeron bebidas, y el propio Carciente tomó la palabra para desear a Eliachar y a su familia un futuro en Israel lleno de salud y prosperidad. Samuel intentó que su interés pareciera sincero:
—Cuéntanos. ¿Qué proyectos tienes, Moisés? ¿Te vas a unir a un kibutz? No te imagino con el azadón en la mano. ¡Y mucho menos a Simi, con lo delicada que es!
Se oyeron algunas risitas. Moisés Eliachar explicó que un primo suyo, director general del Hospital Rothschild de Haifa, le había ofrecido un puesto de responsabilidad en la administración del centro. Aunque nunca había estado en Haifa, Moisés siempre hablaba de ese hospital con orgullo: de cómo al principio se había especializado en niños con problemas de crecimiento y luego, tras la fundación del Estado de Israel, había curado a muchos heridos de guerra. Samuel no pudo evitar el sarcasmo:
—Está claro que allí los hospitales tienen el futuro garantizado.
Esta vez no hubo risitas. Para evitar malas interpretaciones, Samuel abrió los brazos y dijo:
—Me alegro mucho por ti. De verdad. ¡Dame otro abrazo!
La reunión acabó tan pronto que Samuel tuvo tiempo de llegar a casa cuando aún Mercedes se estaba preparando para salir a hacer recados. Como no estaba de humor para encerrarse entre cuatro paredes, se ofreció a acompañarla.
—Sí, mejor que vengas —dijo ella—. Definitivamente, hay que hablar con el tapicero. Esos sillones no tienen remedio.
El taller estaba en una de las callecitas del Polígono. Como hacía ya bastante calor, tenían la puerta abierta, y el golpeteo del martillo y los disparos de la grapadora se oían desde la esquina. Les atendió la mujer del dueño. Fue enseñándoles varias muestras de tela. Eran retales del tamaño de un pasaporte, unidos por las esquinas con un cordón. Si el estampado de alguno de ellos le gustaba, Mercedes apartaba el juego entero para decidir más tarde. Las muestras, dispuestas a modo de abanico sobre un tablero, iban poco a poco formando una bonita composición. Una vez hecha la primera selección, empezaron los auténticos problemas.
—Samuel, por favor. Di algo tú también.
—Gustarme, me gustan todos.
—Pero mira que eres soso.
De nuevo en la calle, le contó lo de Moisés. Ahora sí que dio rienda suelta a la irritación que en casa de Carciente se había visto obligado a contener.
—¿Se han vuelto locos? ¡Dejarlo todo, empezar una nueva vida! ¡A su edad! Ya no son unos niños. Moisés debe de andar por los cuarenta, y Simi tiene uno o dos más. ¿Qué creerán que van a encontrar en esa ciudad que no tengan ya aquí? Y luego está todo lo demás: el idioma, el colegio de los chicos, tener que hacer nuevos amigos… ¿Y si las cosas no son como imaginan? Entonces ya no habrá vuelta atrás. De momento, han puesto el piso en venta, y parece que Benjamín Gaón está interesado en quedarse con la tienda para uno de sus hijos…
Andaban despacio, parándose de vez en cuando para que Samuel pudiera desahogarse a gusto. Las cavilaciones le tenían tan absorto que no se daba cuenta de que su mujer le estaba llevando por un camino que no era el habitual. En el cruce entre Mariscal Sherlock y General Margallo, Mercedes miró disimuladamente a uno y otro lado. Ahora era ella la que parecía ausente. Unos metros más adelante, en la misma General Margallo, se detuvieron. Samuel hablaba ahora de la inestabilidad política de Israel y la inminencia de nuevas guerras: ¿qué demonios pintaba Moisés en todo eso? Mercedes, sin escucharle, miraba un local de la otra acera. Una peluquería. Se llamaba El Nuevo Fígaro, y a ambos lados de la puerta tenía dos grandes paneles con la clásica decoración de rayas azules y rojas sobre fondo blanco. Era una buena peluquería, moderna, espaciosa, con seis sillones alineados en el lado izquierdo y uno al fondo para el lavado y el secado del pelo. ¿Cuántos peluqueros trabajaban ahí dentro? En ese momento, cinco, los cinco uniformados con batas azul celeste. ¿Y cuál de ellos…? Samuel interrumpió un instante su monólogo para echar un vistazo distraído al establecimiento y, antes de echar otra vez a andar, comentar:
—Ah, es nueva. No me había fijado.
A cargo de la delegación de Málaga estaba el Niño Quiñones. Todo el mundo le seguía llamando así pese a que hacía tiempo que había dejado de parecer un niño. Había comenzado como aprendiz en la oficina de Melilla y, cuando, a finales de los cuarenta, el bloqueo internacional empezó a relajarse y Samuel creyó llegado el momento de mantener una presencia estable en la Península, confió en su sentido de la responsabilidad y en su experiencia. En esos seis años, Samuel no había tenido ningún motivo para arrepentirse. Lo único que le disgustaba del Niño era precisamente que hubiera dejado tan rápidamente de parecer un niño. Se reunían media docena de veces al año, tanto en Melilla como en Málaga, y cada uno de esos reencuentros le revelaba a través del físico de su empleado nuevas señales del paso del tiempo: la barriguita cada vez más prominente, el pelo más ralo, más marcadas las líneas de la frente. El Samuel de cincuenta y siete años seguía creyéndose el Samuel de treinta y nueve o cuarenta, y la sola presencia del Niño le desasosegaba. Para él, tan aferrado a esa supuesta inmutabilidad suya, era un recordatorio de lo cambiante y efímero de la existencia. ¡Como ese hombre siguiera así, bien pronto iba a parecer un anciano y, lo que era peor, le iba a convertir en un anciano a él!
—Te veo bien, Niño. Como siempre —le decía, a pesar de todo.
—Usted sí que tiene buen aspecto, don Samuel —replicaba el Niño Quiñones, que aún no se atrevía a apearle el tratamiento.
—No te creas, no te creas —decía él con coquetería—. ¡Bueno, a ver esos libros!
Sus reuniones de trabajo consistían sobre todo en un cotejo minucioso de los libros de contabilidad. Las cifras que se manejaban en Melilla tenían que coincidir hasta el último céntimo con las de Málaga, y Samuel no descansaba hasta comprobar que todo encajaba. Luego despachaban el resto de asuntos: problemas con algún flete, acuerdos con otros consignatarios, eventuales reclamaciones, firma de libranzas, renovación de pólizas. Cuando por fin daban el trabajo por concluido, el Niño se asomaba a la ventana y gritaba al mozo del bar que les subiera dos copas de Soberano.
—No, Niño, hoy no. Hoy tengo prisa.
—¿Regresa a Melilla en el correo de la tarde?
—Esta vez he venido con la familia. Me están esperando en el hotel.
La oficina estaba en la calle Panaderos. Salió a la Alameda y por el paseo del Parque llegó a la plaza de toros. Tal como habían convenido, Sebastián Monterde le estaba esperando en una de las puertas que daban a la calle Maestranza.
—Ya creía que no vendrías —dijo Monterde.
—Perdona por el retraso —se excusó Samuel.
Monterde caminaba un poco inclinado hacia delante y daba la impresión de estar siempre a punto de echarse a correr. Sus indicaciones sobre los edificios eran casi telegráficas:
—Aquí una fundición, Roldán. Allá una bodega, Barceló. Aquello, otra fábrica. Y aquello, otra. Más allá, la playa y los balnearios.
Samuel trataba de localizar algún solar vacío pero, mal que bien, el barrio entero estaba edificado. Se detuvieron ante una serrería. A la entrada, unos operarios cargaban tablas en un camión.
—Aquí será —dijo Monterde—. ¿Qué te parece?
—Pero aquí aún están trabajando.
—Eso tiene fácil arreglo. ¿Qué te parece, eh? Con vistas a la playa, a un paso de todas partes…
—¿Quién va a querer venir a vivir aquí, rodeado de fábricas y talleres?
—¡Sólo será al principio! Luego todo esto desaparecerá, y en su lugar no habrá más que edificios de viviendas. Y, ya se sabe, el que golpea primero golpea dos veces.
—No sé, no sé…
—Pues tendrás que decidirte pronto, porque tengo a mucha gente detrás de esto. Aunque, siendo tú, siempre te puedo dar un margen…
Dijo «siendo tú» como si se conocieran de toda la vida, aunque no hacía ni un mes que habían hablado por primera vez. Les había puesto en contacto uno de sus amigos de Tetuán, el coronel Meneses, quien confidencialmente le había hecho saber que en la operación estaba metida gente muy poderosa. Nada, por tanto, podía fallar.
—Hablemos de dinero —dijo Samuel.
Una hora después, pasó a buscar a su mujer y a sus hijas. Se alojaban en el hotel Niza, en el número 2 de la calle Larios. Cuando entró en la habitación, Mercedes se estaba probando unos zapatos que acababa de comprar.
—Voy a decir a las niñas que nos vamos a dar un paseo —dijo, y salió al pasillo canturreando.
Llevaban dos días en Málaga, y los paseos se habían convertido en su principal y casi único entretenimiento. El día anterior lo habían dedicado a comprar ropa, y con tal de estrenarla salían a dar breves paseos, vestidas cada vez con diferentes modelos. Se metían por calles elegidas un poco al azar, y de vez en cuando comentaban los cambios habidos desde aquel lejano viaje que hicieron con Rebeca y Esther: esta o aquella tienda no existían entonces, ¿había ya un cine en esa esquina?, las farolas eran así o asá… Sara, que en aquel mítico viaje era pequeña, no se acordaba de casi nada. Otras veces, Mercedes y las niñas fantaseaban sobre las casas más bonitas que veían. Cada una elegía la casa en la que le gustaría vivir si no vivieran en Melilla sino en Málaga y trataba de convencer a las dos restantes. Luego, ya sentadas en una terraza ante una copa de helado, trataban a su vez de convencer a Samuel. Estaban las tres de muy buen humor, y Samuel intentaba siempre hacer chistes galantes:
—Mercedes, estás tan juvenil con ese vestido que parecéis hermanas. ¡Como alguien me tome por tu padre, le retuerzo el pescuezo!
Su mujer, acostumbrada a ese tipo de halagos, no contestó. Sacó del bolso una postal con la foto de unas recatadas bañistas tomando el sol en una playa.
—Tenéis que poner alguna cosa y firmar.
—¿Para quién es? —dijo Miriam.
—¿Para quién va a ser? Para mi hermana.
—¿Esta postal para la tía Tere? ¿Seguro que las monjas no la censurarán? —dijo Sara, y todos rieron.
El único incidente desagradable lo habían tenido la noche anterior cuando volvían de cenar. Sin darse cuenta, se habían metido por la zona del Muro de San Julián y la calle Camas, donde había cuatro o cinco prostitutas parloteando junto a una esquina. Los demás habían apurado el paso y disimulado. Sara, en cambio, se había parado un instante a mirarlas, y una de ellas, entre las sonrisas guasonas de sus compañeras, le había preguntado: «¿Qué miras, muchacha?, ¿quieres que te enseñe el oficio?». Sara, avergonzada, se había echado a correr. Pero había sido un incidente mínimo, insignificante, y no había enturbiado la felicidad de la familia.
Ahora Samuel pretendía llevarlas en la dirección opuesta, hacia la Malagueta.
—Un poco de brisa marina nos sentará bien —dijo.
Cuando llegaron al parque, era ya noche cerrada, y las tres empezaron a protestar.
—¿Pero se puede saber por qué andurriales nos llevas? —dijo Mercedes.
Llegaron al muelle de Levante, y Samuel se detuvo a fumar un cigarrillo. Señaló a su izquierda.
—¿Veis aquellos almacenes? Dicen que allí se va a construir un barrio de viviendas modernas y lujosas.
Las tres mujeres se volvieron a mirar. Su expresión de incredulidad lo decía todo.
—Hay que estar muy loco para venirse a vivir a un barrio así —dijo Miriam.
—La playa está justo al lado. Es una de las mejores playas. Y la plaza de toros… Vamos un momento a ver la plaza. Es muy bonita.
—¡Pero, papá, si a ti nunca te han interesado los toros! —exclamó Sara, casi riendo.
Intervino Mercedes, tajante:
—Anda, anda, vámonos de aquí. Volvamos.
Samuel arrojó la colilla al mar y con un gesto de resignación las siguió de vuelta al centro.
Con Teresa, la hermana de Mercedes, la relación se había ido diluyendo con el tiempo y la distancia, y últimamente había quedado limitada al envío puntual de felicitaciones navideñas y al más esporádico de tarjetas postales. Teresa jamás respondía por escrito y, muy de vez en cuando (y siempre a cobro revertido), llamaba para interesarse por la salud de todos, preguntar por el tiempo que hacía en Melilla, quejarse del que hacía en Zaragoza y pedir disculpas por la correspondencia no contestada. El hecho de que hubiera llamado tres veces en menos de un mes y aparentemente sin novedades tenía a Mercedes un poco intrigada.
—Hola, hola, dime, dime —saludaba siempre Teresa.
—¿Cómo que dime-dime? —la reprendía Mercedes cariñosamente—. Dime tú, que me has llamado.
Sus conversaciones telefónicas solían desarrollarse como si la iniciativa de llamar hubiera sido de Mercedes. Ésta lo achacaba a la propia mecánica del cobro revertido, según la cual la operadora, al solicitar la autorización, convertía la llamada entrante en saliente. Tras varios minutos de discusión anodina llegaba el interrogatorio.
—¿Qué tal tu rodilla, Tere? ¿Haces los ejercicios que te dijo el médico?
—Sí, sí, eso es agua pasada.
—¿Tomas fruta y verdura todos los días? Que tú siempre has sido un desastre con la alimentación… ¿Vas bien al baño?
—Perfectameeente…
—¿Estás bien? ¿Seguro que estás bien?
—¡Pues claro que estoy bien!
—No sé, Tere… Te noto la voz un poco rara.
—Estoy afónica, sólo es eso. Con las clases, ya se sabe. Bueno, dime, dime…
—¡Que nada de dime-dime! ¡Que me has llamado tú!
Las respuestas de Teresa, lejos de tranquilizarla, aumentaban su preocupación. Una tarde, Mercedes se decidió a llamar al colegio y preguntar por la madre Garagorri, una de las pocas monjas que, según sus cálculos, podían quedar de la época en que las dos hermanas estudiaban en el Sagrado Corazón. La madre Garagorri, ya retirada y medio sorda, la tuvo casi media hora al teléfono. Pero, al menos, Mercedes creyó logrado su propósito de averiguar lo que estaba ocurriendo. Samuel llegó a las ocho y media para la cena, y su mujer le estaba esperando con una expresión en la que se mezclaban el triunfalismo y la alarma.
—¡Lo sabía! ¡Sabía que algo andaba mal! —anunció—. Mi pobre hermana está mal, muy mal.
En realidad, la madre Garagorri sólo le había dicho que Teresa había ido un par de veces al médico. Cuando Mercedes la había sondeado sobre los síntomas, la monja no había acertado a contestar con precisión. ¿Vómitos? Puede que sí. ¿Diarrea? Tal vez algún día. ¿Fiebre? No muy alta, que ella supiera… Para Mercedes, las inconcreciones de la madre Garagorri se traducían del siguiente modo:
—Los médicos no saben lo que tiene.
Guardó unos segundos de silencio, y luego añadió con solemnidad:
—Y si los médicos no saben lo que tiene, es que está mal, muy mal…
A primeras horas de la mañana, mientras todavía Samuel emitía a su lado sus clásicos ronquidos (suaves, guturales, un jej-jej que sonaba como una risita), estuvo segura de haber tenido una revelación. Esperó a que fuera una hora razonable y volvió a llamar a la madre Garagorri. Esta vez el interrogatorio no tuvo nada que ver con la salud de Teresa. Le preguntó si había notado algún cambio en sus costumbres, cuáles eran sus horarios, qué tipo de libros leía, si se había dejado crecer las uñas o comprado gafas nuevas, y la madre Garagorri trataba de darle la razón con sus respuestas, complacientes al principio, algo más cansinas al final. Cuando Samuel llegó a casa, Mercedes estaba ya preparando la maleta.
—¡Ahora sí que lo sé! —exclamó, mientras apilaba varias blusas plegadas sobre la cama—. Lo que ocurre es que Tere está tentada de colgar los hábitos. Está atravesando una crisis de fe y no tiene con quién hablar. ¡Y no me preguntes cómo lo sé, pero lo sé! Somos hermanas. ¡A una hermana no se le pueden ocultar estas cosas! La buena de Tere me necesita, y no le voy a defraudar.
Como su ausencia (Dios no lo quisiera) podía alargarse de forma indefinida, la lista de instrucciones para Samuel, Rachida y las niñas debía cubrir todas las eventualidades: donativos y pagos pendientes, cancelación de compromisos, preparación de la ropa de temporada, pequeños arreglos domésticos, disposiciones para la Gota de Leche… La diversidad de las tareas de las que debía ocuparse anticipaban un agotamiento que, paradójicamente, le resultaba muy gratificante. ¿Qué harían en su casa sin ella? Estaba claro que su presencia era insustituible.
A finales de junio, con la primera ola de calor, Samuel y las niñas la acompañaron al puerto. Miriam tenía ya veinticuatro años y Sara veintiuno, pero los consejos de última hora de Mercedes parecían dirigidos a unas crías que fueran a quedarse solas por primera vez. Si se ponían malas, debían correr a la consulta de Mardones. En la agenda del pasillo tenían todos los números de teléfono. Rachida ya sabía qué platos le gustaban a Samuel y cuáles no, pero no estaría mal que le echaran una mano y de paso la vigilaran un poco. Por si acaso, las tías Rebeca y Esther se pasarían de vez en cuando por casa para asegurarse de que todo estaba en orden…
—¡Mamaaá, mamaaá…! —repetían Miriam y Sara y, para hacerla callar, se apresuraron a besarla.
En un lado del cargadero, bajo una nube de polvo rojizo, un buque cargaba mineral. No muy lejos de allí, la chimenea de la central térmica expulsaba su espesa columna de humo negro. Samuel, al pie de la pasarela del Ciudad de Alicante, se volvió hacia su mujer e hizo un gesto de impaciencia. El mozo que llevaba las maletas había subido ya a cubierta, y él, desconfiado, no le quitaba el ojo de encima. Mercedes se abrió camino entre bultos y personas y cogió del brazo a su marido. En cuanto llegaron junto al mozo, Samuel le reprendió en bereber por no haber esperado y lo despachó con una propina deliberadamente exigua. Luego agarró las maletas y apremió a su mujer para que le siguiera. Mercedes había vuelto a desentenderse de él y enviaba besos a sus hijas. El bullicio a bordo era enorme. Un grupo de soldados de permiso pasó con los petates al hombro y le obligó a hacerse a un lado, mientras varias mujeres con grandes fardos bloqueaban el paso buscando los camarotes de tercera. Qué ganas tenía de escapar de allí… Si en general las despedidas le gustaban poco, aquélla directamente le estaba sacando de quicio.
—¡Mercedes, por favor! —se atrevió a exclamar.
El Ciudad de Alicante carecía de rampa para vehículos y, cuando había que embarcar un automóvil, se hacía empleando una grúa. En ese momento, un Renault Colorale gris se bamboleaba en el aire antes de ser depositado en cubierta, y Samuel y Mercedes se movían entre una espesa masa de pasajeros que lo miraban embobados. Era el único coche que iba a viajar en el barco, lo que quería decir que estaban a punto de zarpar.
—¡Vamos, vamos! —repetía Samuel mientras buscaban los camarotes de primera.
—¡Quiera Dios que no me maree! —refunfuñaba ella—. ¡Con lo delicado que tengo el estómago!
Una vez liberados del equipaje, apenas si tuvieron tiempo de darse un rápido beso antes de que varios miembros de la tripulación comenzaran a desmontar la pasarela y soltar las amarras. Samuel, algo acalorado, se reunió con sus hijas en el muelle e intentó poner su mejor sonrisa. Estuvieron diciendo adiós con la mano hasta que el Ciudad de Alicante empezó a virar hacia el norte, hacia la Península, y la figura de Mercedes, en el otro costado de la embarcación, dejó de ser visible. Entonces, justo entonces, y aunque sólo fuera por un instante, Samuel experimentó una gratificante punzada de libertad.
—Como sigamos aquí, nos va a dar una insolación —dijo, secándose la frente con el pañuelo.
La casualidad había querido que esa misma semana tuviera que viajar a Tetuán. Se alojó, como siempre, en el hotel Nacional. Hacia las diez de la mañana reconoció un golpeteo de tacones en la escalera y corrió a abrir la puerta. La abrió sólo una rendija y pegó la espalda a la pared. El ruido de los pasos fue creciendo hasta detenerse en seco. La puerta empezó a abrirse lenta y silenciosamente. Samuel, conteniendo la risa, se dispuso a abalanzarse sobre Alegría. Cuando estaba ya a punto de hacerlo, la puerta se cerró de un portazo, y Samuel seguía solo en la habitación. Superado el desconcierto inicial, salió al pasillo, pero no vio a su amante por ninguna parte. De hecho, no vio a nadie. ¿Dónde se había metido? Echó a andar despacio, susurrando su nombre: «Alegría, Alegría…». En la primera esquina no estaba, y tampoco en la escalera. ¿No tendría que haber oído sus pasos? Entre las habitaciones del fondo había algunas que el servicio de limpieza había dejado abiertas, pero era imposible que le hubiera dado tiempo de llegar… ¿Se había equivocado? ¿Había confundido quién sabía qué sonido con el de sus pasos? Pero, entonces, ¿quién había abierto y cerrado la puerta? ¿Tal vez la corriente? De repente, Samuel se sintió ridículo, allí parado, en mitad de ese pasillo, expuesto a las miradas de las mujeres de la limpieza, que en cualquier momento podían asomar la cabeza y descubrirle. Carraspeó con suavidad y, caminando de puntillas, volvió a su habitación. Cuando fue a entrar, una sombra salió de no se sabía dónde y unos brazos le rodearon la cintura. Conocía esos brazos, conocía esas manos, conocía los zapatos de tacón que esas manos sostenían.
—¡Ja ja! ¡Te creías muy listo! —rió Alegría.
Sin deshacer el abrazo se dejaron caer sobre la cama recién hecha. Se besaron. Luego ella se incorporó para quitarse el pañuelo y la gabardina. Buscó con la mirada el ramo de flores e hizo un cómico gesto de sorpresa.
—¡Rosas rojas!
—No habrás cambiado de gustos…
—Si hubiera cambiado, no estaría ahora contigo.
En sus encuentros amorosos había pocas novedades, y ambos lo preferían así. El mismo lugar, los mismos horarios, con frecuencia hasta los mismos gestos, las mismas palabras, las mismas bromas… En esa reiteración casi ritual encontraban seguridad pero sobre todo placer, el placer de certificar la fuerza invariable de sus sentimientos. Y aquel encuentro no habría sido muy distinto de los demás si no hubiera sido porque, al cabo de un rato y como quien por casualidad repara en un detalle intrascendente, dijo:
—Por cierto, no te he dicho que vamos a tener que dejar de vernos durante una temporada…
Samuel dio un respingo. Alegría prosiguió:
—Me van a operar. Me van a extirpar la matriz. El médico me ha descubierto unos quistes.
—¿Unos quistes? ¿Y por unos quistes te van a extirpar la matriz?
—Es mejor quitarlo todo. Prefieren no correr riesgos.
Samuel, asustado, la abrazó con fuerza bajo las sábanas. Permanecieron un rato en silencio. Después ella, sonriendo, le enjugó las lágrimas de las comisuras de los párpados.
—No seas niño —le reprendió—. Tampoco será tanto tiempo. Una semanita de clínica y luego quién sabe. Tal vez un par de meses de reposo para evitar complicaciones: infecciones, hemorragias… El problema es que no sé cuándo estaré de vuelta, porque la operación será en Suiza, en Ginebra. David no se fía de los hospitales españoles.
—¡En Suiza! ¿Entonces es que puede ser grave?
—Eso no lo sabrán hasta que me abran.
—¿Y yo cómo me enteraré?
—Estás siendo un poco egoísta, ¿no? Lo que te preocupa no es cómo estaré sino cómo te enterarás.
—Lo que me preocupa es que, si te pasara algo, yo… no sé qué haría.
—No te pongas dramático.
—¡Pero es que para mí ya nada tendría sentido! ¡No puedo imaginar mi vida sin ti!
—¿Lo ves como eres un egoísta? La que está enferma soy yo. La que va a pasar por el quirófano soy yo. ¡Se suponía que eras tú quien tenía que consolarme a mí!
Era una falsa discusión, el clásico jueguecito de amantes. Siguieron así durante unos minutos más, hasta que la conversación derivó hacia donde él quería. Concertaban siempre sus citas por teléfono. Samuel conocía los horarios del marido de Alegría y la llamaba cuando sabía que no estaría en casa. Mientras ella estuviera en Suiza con David, no podría telefonear, y tampoco sería prudente que ella le llamara al despacho, donde siempre estaban importunando las chismosas de sus hermanas… Alegría le tapó la boca con la mano.
—Ya sé. Cuando esté en condiciones de salir a la calle, te escribiré al despacho. Te mandaré una postal. Una postal de Ginebra. Sin texto o con un texto cualquiera. Firmada también con un nombre cualquiera. Así tus hermanas no sospecharán y tú sabrás que todo ha ido bien.
Samuel hizo ademán de preguntar algo, pero se contuvo. Alegría le leyó el pensamiento:
—Y si no ha ido bien… Si no ha ido bien, ¿para qué tomar precauciones?
Hacia la una, Alegría se miró en el espejo para asegurarse de que se le había pasado la irritación del cutis. Luego se acercó a la silla en la que había dejado la ropa. Samuel la agarró por las muñecas.
—¿Y si me quedo? —dijo—. ¿Y si me quedo unos días para estar contigo? Mercedes no volverá a Melilla hasta la semana que viene. Le digo a Germán que se vaya, que me ha surgido un imprevisto. Y ya volveré en autobús. ¡No sabes cómo me gustaría verte todos los días! Me gustaría que pudiéramos hacer lo que hacen los matrimonios normales. Despertarnos a la vez, desayunar juntos, comentar los titulares del periódico, salir de tiendas contigo…
—¿Pero tú vas alguna vez de tiendas con tu mujer? —rió ella, y se desasió para ponerse la ropa interior.
El pretexto del viaje a Tetuán era la recepción que el Círculo Recreativo Israelita ofrecía a las autoridades españolas del Protectorado, una cita que, por compromisos del Alto Comisario, había ido aplazándose hasta quedar definitivamente fijada el primer día de julio (o, como constaba en la invitación formal, el 3 de siván de 5714, una fecha que en el calendario hebreo no conmemoraba nada). Los miembros de la junta directiva le habían insistido para que asistiera. Uno de los vicepresidentes, Salvador Madani, había quedado en pasar un rato antes a recogerle por el Nacional. El Círculo estaba muy cerca, en la calle del Generalísimo. Cuando Samuel bajó a recepción, Madani, sentado en un sillón de mimbre, le hizo señas con la mano.
—Shalom, querido amigo —saludó—. Me he tomado la libertad de pedirte una copa de armañac. Clés des Ducs. ¿Lo conoces? No creas que es tan fácil de encontrar… ¡Pruébalo! ¡Está delicioso!
A Samuel siempre le había parecido que Madani se tomaba demasiadas libertades. Se sentó a su lado y dio un sorbo a su copa. El patio, de estilo andaluz, con una fuente en el centro y azulejos en las paredes, estaba a esas horas medio vacío. Después de unos minutos de cháchara, Madani se puso serio:
—Hemos pensado que, cuando llegue Valiño, saldrás tú a recibirlo. Formarás parte del comité de bienvenida.
—¿Yo? ¡Pero si ni siquiera soy socio del Círculo!
—Para nosotros es como si lo fueras.
—No, Salvador, no creo que un honor como ése…
—No seas tan humilde, Samuel. Es la primera vez que Valiño nos visita oficialmente, y conociendo vuestra amistad… Lo que queremos es que el acto no resulte demasiado protocolario. Queremos que se sienta como en su propia casa.
—¿Yo y cuántos más?
—El presidente y tú. Solos los dos. No te quejarás, ¿eh? Bueno, vamos para allá. ¿Qué te ha parecido el Clés des Ducs?
Se esforzó Samuel por ocultar su inquietud. La familiaridad con García-Valiño que todos le atribuían (y que él nunca se había molestado en desmentir) no existía. De hecho, no se habían vuelto a ver desde los tiempos en que el militar ocupaba la Comandancia de Melilla, y las pocas veces que, en los últimos tres años, Samuel había intentado ser recibido en la Alta Comisaría las explicaciones exigidas por el asistente no escondían una finalidad disuasoria que había acabado desanimándole. ¿Se acordaría García-Valiño de él? ¿Le reconocería al menos cuando le viera?
Un rato después, en el vestíbulo del Círculo, Samuel departía con varios miembros de la junta directiva. Los invitados, cerca de doscientos, habían ido entrando, y sólo faltaba que llegara García-Valiño. El presidente, Jacob Benmaman, echaba nerviosos vistazos hacia la puerta de entrada, donde Madani se había apostado discretamente. Estaba previsto que, a una señal suya, Benmaman y Samuel se acercaran a hacer los honores al insigne general, el héroe de la Guerra Civil, el hombre más poderoso del Protectorado. Lo que no estaba previsto era que, estando la Alta Comisaría a muy escasa distancia del Círculo Recreativo Israelita, fuera García-Valiño a presentarse en su vehículo oficial y que la comitiva estuviera compuesta por otros cinco coches y media docena de motoristas. Los gestos que vieron hacer a Madani fueron de sorpresa. El despliegue era verdaderamente aparatoso, y muchos viandantes se detenían a curiosear como si esperaran ver en alguno de los automóviles al mismísimo Franco. Los coches iban parando. De cada uno de ellos salían oficiales de diferentes armas en uniforme de gala, que luego se mantenían a la espera de que el alto mando hiciera su aparición. Samuel miró a su espalda. Decenas de invitados se agolpaban en el vestíbulo para ser testigos del acontecimiento, y los miembros de la junta, que tendrían que haberse retirado al interior, aguardaban en actitud expectante. No era así como Samuel había imaginado el recibimiento. Tenía que haber sido una formalidad menor, casi irrelevante, un simple intercambio de cortesías en el que, además de él, sólo debían participar Benmaman y García-Valiño. Y desde luego, ese intercambio tenía que haberse producido fuera del alcance de todas esas miradas. Entre los militares que esperaban delante de los coches reconoció a varios de los amigos que le consideraban un íntimo del general: Meneses, Eulate… Lo que poco antes le había parecido una contrariedad se había convertido en un auténtico embolado. Pero ya no había escapatoria. Un soldado mantuvo abierta la puerta del coche mientras el general salía y, adoptando una actitud marcial, se ajustaba el faldón de la guerrera. Le vio Samuel pasear la mirada a su alrededor sin detenerse en nada ni en nadie, y tuvo la dolorosa certeza de que jamás le reconocería. Decidió tomar la iniciativa. En cuanto García-Valiño echó a andar, Samuel avanzó hacia él, tendió los brazos y exclamó:
—¡Mi querido Rafael!
Era el momento decisivo. Un ademán reticente o equívoco o aunque sólo fuera un titubeo de García-Valiño podían mermar seriamente su credibilidad y su prestigio, con el consiguiente perjuicio que ello tendría para los tratos con sus amigos militares. Sabedor de que el bueno de Jacob Benmaman, incapaz de romper el protocolo, no iría detrás de él, siguió caminando con paso decidido en dirección al general.
—¡Mi querido Rafael, qué gusto volver a verte!
El militar, como no podía ser de otra manera, reaccionó con una sonrisa. En sólo un instante, Samuel supo dos cosas: supo que García-Valiño le estaba tomando por el presidente del Círculo y supo que nadie salvo él mismo lo sabía. El abrazo que se dieron pareció, sin embargo, un auténtico abrazo de viejos amigos, y Samuel, en un susurro, aprovechó para refrescarle sutilmente la memoria: en Melilla todo el mundo le echaba de menos, muchos recuerdos de parte de Mercedes, también las niñas preguntaban a menudo por él… Los miembros de la junta y los militares fueron acercándose hasta formar un corro en torno a ellos. Estaban todos pendientes de García-Valiño, que escrutaba el rostro de Samuel y se esforzaba por hacer memoria.
—Mercedes, claro… Y las niñas… —musitaba con los ojos entornados hasta que de golpe cayó en la cuenta y exclamó—: ¡Samuel! ¡Samuel Caro!
Éste respiró aliviado. Agarró del codo al Alto Comisario para presentarle a Benmaman y los demás. «Shalom, shalom», decían unos y otros, cogiendo su mano entre las suyas. Estaban todos contentos: eso era lo que se esperaba de Samuel. El presidente tomó la palabra para decir que se sentían muy honrados de acogerle: aquélla era su casa, se encontraba entre amigos, amigos tan leales como sin duda lo era Samuel, etcétera. Menos ceremonioso, García-Valiño interrumpió el discursito con unas palmadas amistosas en la espalda de Samuel. El fotógrafo contratado por el Círculo aprovechó ese momento para hacer una fotografía. Samuel exhibió su mejor sonrisa. Gracias a esas muestras de confianza, no sólo había logrado salir del paso sino también impresionar a Meneses y a Eulate, que se mantenían a una distancia respetuosa.
La visita no duró mucho. Breve recorrido por el edificio, intercambio de obsequios en el despacho del presidente, firma del general en el libro de oro de la institución, brindis con todos los asistentes en el salón principal… Samuel estuvo también presente en la despedida, y García-Valiño tuvo hacia él un último detalle de afecto:
—Otro día que estés en Tetuán, pásate por mi despacho y me cuentas cómo están las cosas por Melilla —le dijo.
Los vehículos oficiales arrancaron y Samuel regresó al interior, donde el cóctel continuaba. Se sentía importante, lleno de confianza y vigor. Los conocidos se disputaban su saludo, y ahora era él quien, deseoso de atender a todo el mundo, tenía que esforzarse por recordar rostros y nombres. Pasaba de un grupito a otro, y en todos le agasajaban y le trataban con extrema solicitud. En uno de esos grupitos, cuando menos se lo esperaba, se encontró cara a cara con Alegría y su marido. Como por la mañana habían hablado sobre todo de la enfermedad de Alegría, ni a ella ni a Samuel se les había ocurrido mencionar que por la tarde asistirían a la recepción… Todo su aplomo se desvaneció en un instante.
—¿Te acuerdas de mí? —dijo el marido—. Soy David Benchimol. Nos conocimos hace años, creo recordar que en este mismo sitio… Y ella es mi mujer, Alegría.
—Encantado.
—Mucho gusto.
Siguieron las presentaciones. Entre tanto pasó un camarero con una bandeja de dulces, que por unos minutos ocuparon el centro de la conversación. Junto a los clásicos dulces judíos había algunos marroquíes, como unas galletas con una mezcla de azúcar, miel y frutos secos tostados que alguien identificó como sellu. Las miradas de Alegría y Samuel evitaban cruzarse. Samuel observó largamente a David. Era un hombre alto, tirando a delgado, de rasgos afilados y sonrisa agradable. Objetivamente, tenía que reconocerle cierto atractivo físico, acaso mayor que el suyo propio. ¿Por qué una mujer casada con alguien así tendría que buscar amor en los brazos de otro hombre? Sintió una punzada de celos, como si él fuera el marido y no el amante, como si Alegría le perteneciera más a él que a aquel hombre. Se decidió a mirarla a los ojos. ¡Cómo le habría gustado poder ser él quien la llevara a recepciones así!
—Bonita fiesta —dijo.
—Muy bonita —asintió ella—. Nosotros venimos poco por el Círculo, porque mi marido siempre está de viaje. Pero esta vez…
Volvió a pasar el mismo camarero de antes, ahora con una bandeja con bebidas. David cogió una copa de vino y animó con un gesto a Samuel a hacer lo mismo. Samuel optó por un zumo. Apareció luego el fotógrafo, que les pidió que miraran a la cámara y sonrieran. Así lo hicieron, pero el fotógrafo era bastante lento y la conversación no tardó en reanudarse. David comentó:
—Hace un rato, cuando te hemos visto con el Alto Comisario, estábamos hablando de ti. O más bien de tu familia… ¿No tienes una hija que se llama Sara?
Samuel hizo un gesto de perplejidad, y justo entonces saltó el flash. El fotógrafo se fue y David miró a su alrededor hasta localizar a un joven pelirrojo, al que llamó por señas. Cuando el joven llegó junto a ellos, lo presentó como Daniel Cohén, uno de los mejores empleados de la banca de la familia Benchimol, todo un lince para los negocios pese a su aspecto inocentón.
—Y hermano de Aarón Cohén —añadió.
Samuel trató de verse a sí mismo en David Benchimol. ¿Así era él cuando era el que bebía vino mientras los demás tomaban zumos?
—¿Y quién es Aarón Cohén? —dijo.
—¡Ah, el interesado siempre es el último en enterarse! —exclamó David, guasón.
Samuel se puso alerta, pero enseguida descartó cualquier doble sentido. Alegría, sofocada, tiró a su marido de la manga para reprocharle la indiscreción. Samuel fingió no haberlo notado y se dirigió al joven con mansedumbre:
—¿Qué ocurre con tu hermano Aarón?
—Parece que su hija y él son… buenos amigos —contestó el otro en tono de disculpa.
—¡Menos mal! ¡Empezaba a preocuparme! Mejor que sean amigos que enemigos, ¿no? —trató de bromear, y todos rieron.
Hubo entonces un silencio incómodo, y Alegría agarró del brazo a su marido.
—Es tarde, David. Nos tenemos que ir.
Hicieron una inclinación de cabeza y el grupito se disolvió. Qué guapa estaba con ese vestido negro y ese hilo de perlas… Samuel, con el vaso de zumo en la mano, no podía dejar de mirarla mientras el matrimonio decía adiós a unos y a otros. Sabía que en algún momento Alegría se volvería y le dedicaría una sonrisa. Lo hizo justo antes de salir, cuando David se despedía de Benmaman. Por un instante, Samuel fue completamente feliz.
Ese año, Rosh Hashaná cayó el 28 de septiembre. Aquél fue el último Rosh Hashaná en el que Samuel hizo volar un globo en la plaza de España. La fiesta estaba ya acabando, y él iba por la casa dando instrucciones y reclutando niños. Se asomó a la cocina:
—¡Miriam, Sara! ¡Llevad a la fila a los niños que quedan!
En la cocina, al lado de Miriam, estaban Rebeca y Esther, que le observaron con esa expresión suya de alarma que tanto desagradaba a Samuel. Rebeca cogió de la mano a una niña y, al pasar junto a su hermano, susurró:
—Sara no está…
—Es verdad —dijo Samuel.
El tono de Rebeca quería decir algo más de lo que decía. Quería decir que Sara estaba fuera con su novio. La relación de Sara con Aarón había dejado de ser un secreto pero incomodaba tanto a Mercedes que los demás, con tal de no perturbar la paz doméstica, habían acabado silenciándola. Nadie mencionaba a Aarón en casa, jamás se hablaba de cosas que Sara y él hubieran hecho o fueran a hacer juntos y, siempre que ella contaba alguna anécdota que llevaba implícita la presencia del chico, alguien se apresuraba a cambiar de tema. Las conversaciones se habían cargado de omisiones y sobrentendidos, frases que quedaban a medias, gestos que pretendían completar los silencios. A Samuel le molestaba particularmente la actitud de sus hermanas, esas miradas suyas de comprensión y solidaridad que arrastraban quién sabía qué ambiguas admoniciones. Si por un lado Rebeca y Esther parecían reclamar respeto para Mercedes y su legítima autoridad materna, por otro ponían en evidencia su carácter amargo y retorcido. O, lo que era peor, sus prejuicios. Cuando Rebeca había dicho que Sara no estaba, Samuel habría podido entender: «Sara no está porque ha salido a dar una vuelta con ese novio judío al que tanto detesta tu mujer…». ¿Lo habría interpretado de forma correcta o estaría haciendo una montaña de un grano de arena? Y si ésa hubiera sido la interpretación correcta, ¿habría algo de cierto en la acusación? ¿Podría ser que en el fondo del corazón de Mercedes hubiera existido siempre algún tipo de recelo hacia los judíos?
A la vuelta de sus respectivos viajes a Tetuán y Zaragoza habían llegado a hablar un par de veces del supuesto noviazgo, y Mercedes se había limitado a decir que el único problema del chico era que no estaba a la altura de lo que Sara merecía. Que no tenía clase. Ahora que Samuel lo pensaba, en esas conversaciones Mercedes siempre fingía no recordar bien el nombre: «El peluquero, ¿cómo se llama?, sí, Aarón Cohén…». Y al decirlo ponía un raro énfasis en el apellido. Samuel no tenía nada ni a favor ni en contra del joven, y ahora ese énfasis le parecía sospechoso. ¿Eso de Cohén no le gustaba por vulgar? ¿O no le gustaba por judío? De repente, la duda amenazaba con envenenarlo todo, y había detalles que, inocentes en apariencia, tendían a dotarse de un significado perverso. Por ejemplo, el dolor de cabeza que en el último momento había impedido a Mercedes estar presente en la despedida de Moisés Eliachar. La fiesta se había celebrado en casa de Moisés Carciente, y a ella habían asistido todos los miembros de la junta comunal con sus esposas. Samuel era el único que había acudido solo. Habían bebido vino israelí, habían cantado y bailado, habían recitado viejos romances sefardíes y pugnado por expresar de la manera más bella posible sus buenos deseos para los muy queridos Simi y Moisés… Había sido todo tan inequívocamente judío que Samuel habría tenido que avergonzarse un poco. Y sin embargo no había sentido vergüenza alguna, sino más bien alivio. Alivio por haberle ahorrado todo eso a su mujer, que habría sido la única goiah del grupo, la única gentil, casi una intrusa. ¡Pero qué doloroso era ese alivio, que demostraba lo alejados que podían estar sus respectivos mundos! En el fondo, ocurría que esa historia de amor (o lo que fuera) entre Sara y el joven peluquero no era tan distinta de la suya propia, casi treinta años antes, y los desprecios de Mercedes arrojaban una luz inquietante sobre su vida en común. ¿De ese drástico rechazo suyo había que deducir algún tipo de reticencia retroactiva? ¿Se arrepentía Mercedes de haberse casado con él, un judío? ¿Volvería ahora a aceptarle como le aceptó entonces?
—¡Miriam! —gritó Samuel por el hueco de la escalera.
Los niños estaban ya formados ante el portal. Samuel, con el globo plegado bajo el brazo, sólo esperaba que algunos adultos bajaran a ayudar. Con Miriam llegaron Mercedes y tres mujeres más.
—¿Seguro que no nos hemos dejado a ninguno? —preguntó Samuel.
—Seguro —dijo Miriam.
Echaron a andar por General O’Donnell. Aquellos niños eran todos nietos de amigos. Ninguno pertenecía a la familia. Al llegar al cruce con la Avenida cogió en brazos al más pequeño y, aunque no pasaban coches, esperó a que llegaran los demás. Escuchó retazos de la conversación de las mujeres. Una de ellas, que tenía una hija casadera, hablaba de cómo habían evolucionado los vestidos de novia, y Mercedes se lamentó por no haber podido enseñarles fotos de su propia boda. Samuel intervino:
—Están en el álbum grande. El de las tapas rojas. En el salón.
—Ésas son del banquete, no de la boda —dijo Mercedes, y Samuel no se habría sentido ofendido si no hubiera dejado caer—: Acuérdate de cómo fue nuestra boda…
—Si es por las fotos, tenemos —dijo él.
—Del banquete sí, pero de la boda no. El banquete no es la boda —replicó ella, tajante, y el grupo siguió avanzando hacia la plaza.
Era cierto que la ceremonia había sido particularmente discreta, sin fotógrafo ni invitados. Pero, al fin y al cabo, el que había cedido era él, que había aceptado el rito católico. Estaban entonces tan enamorados que esos detalles les parecían insignificantes. ¿Por la Iglesia? Ningún problema. ¿En la Purísima Concepción? Muy bien. ¿En el altar mayor, delante de la talla de Nuestra Señora de la Victoria, patrona de la ciudad? Perfecto. Precisamente porque se casaban por la Iglesia habían acordado que a la ceremonia no asistirían más que los muy allegados: a algunos parientes de él les habría resultado embarazoso asistir, y habría quedado muy descompensada si sólo estaban presentes los de ella. Al banquete en la Hípica, en cambio, no faltó nadie. Fue una señora boda, con un servicio impecable y la mejor orquesta del Protectorado, y en El Telegrama del Rif habían publicado una fotografía en cuyo pie elogiaban la «esplendente belleza» de la novia y la «elegancia natural» del novio. Ahí estaban las otras fotos, las del álbum grande, el de las tapas rojas, para demostrar lo bien que había salido todo. ¿Cómo podía ser que, un cuarto de siglo después, toda esa felicidad se hubiera vuelto imperfecta de repente? Que la ceremonia religiosa hubiera quedado bastante deslucida nunca parecía haberle importado a Mercedes y, después de todo, era ella la que libremente había aceptado casarse con un judío. ¿Qué más podía pedir? En cuanto llegaron a la plaza, Samuel, atrapado por sus propios pensamientos, se volvió hacia su mujer.
—¿Qué habría pasado si nos hubiéramos casado en la tefilá?
Mercedes, que había saltado a otro tema de conversación, no le entendió. Samuel insistió:
—¿Habrías llevado al fotógrafo? ¿Y luego habrías puesto las fotos en el álbum bueno? ¿Las habrías enseñado hoy?
—Samuel, qué cosas tienes…
Hubo algo en sus voces que hizo que las otras mujeres se apartaran. Él prosiguió:
—La boda fue como fue, de acuerdo. Pero en todo lo demás siempre he sido yo el que ha hecho las concesiones. Las niñas recibieron una educación católica, estudiaron con las monjas del Buen Consejo, te acompañan los domingos a la misa del Sagrado Corazón… Todo como tú querías, ¿no?
Mercedes no respondió. Samuel se volvió hacia la chiquillería y trazó con la mano un círculo imaginario: ninguno de los niños podía cruzar la raya. Luego empezó a montar el globo de papel. Preparó la mecha. Sacó el chisquero. Preguntó quién lo sabía encender y todos los niños levantaron la mano. Lo intentó un niño gordito. Como no conseguía que la chispa prendiera, Miriam se acercó a ayudar. Samuel sostuvo el globo a la altura de su cabeza mientras el aire se iba calentando en su interior. Los niños, excitados, empezaron a gritar. Mercedes, que se había mantenido al margen, se acercó a su marido y dijo:
—Yo acepté que pusieras a las niñas nombres judíos.
Samuel la miró con rencor.
—¿Nombres judíos? ¡Nombres bíblicos! ¿O es que la Biblia ha dejado de ser cristiana?
—Me habría gustado que una de las dos se llamara Victoria. Como la patrona…
Samuel dejó escapar el globo, ya hinchado, y gritó:
—¡Aaaaarriba!
Los primeros aplausos distrajeron a Miriam, que luego se volvió hacia sus padres y, al verlos tan serios, dijo:
—¿Qué pasa? ¿De qué hablabais?
Samuel saludó al personal de la oficina y se metió en su despacho. Le recibió una cantinela que ya se había vuelto habitual:
—… Nous conduisons, vous conduisez, ils conduisent.
Unas veces eran los verbos irregulares, otras veces un dictado o un vocabulario. Pero siempre en francés. Sara había decidido aprovechar las mañanas para mejorar su francés, y Esther se había ofrecido a darle clases en el cuartito contiguo al despacho.
—Otra vez —dijo Esther.
—Je conduis, tu conduis…
—¿Ha pasado ya el cartero? —interrumpió Samuel.
—Nunca viene antes de las once.
Samuel les cerró la puerta y abrió el cajón inferior del escritorio. Al fondo de todo, oculta bajo unas agendas viejas, guardaba la foto de la fiesta en el Círculo Recreativo. La acercó a la luz. Ahí estaban los dos, ella tan guapa, él con esa extraña sonrisa atrapada en mitad de no recordaba qué… Estaban también el marido de Alegría y, en un segundo plano, el empleado pelirrojo y dos desconocidos, pero para él era como si no hubiera nadie más. Pasó la punta del dedo por el hilo de perlas y suspiró. Cuando más la necesitaba, más lejos estaba. No sólo no podía verla ni llamarla por teléfono, sino que tampoco podía saber de ella. Para no levantar sospechas, ni siquiera se atrevía a llamar a sus amigos de Tetuán y sondearles. ¿Cómo habría salido la operación? ¿Habrían encontrado los médicos algo con lo que no contaban? ¿Podría ser que su vida corriera peligro y él siguiera allí, en su despacho, haciendo lo mismo de siempre, como si tal cosa? Las mañanas eran para Samuel el tiempo del desasosiego. Rebuscó otra vez en el fondo del cajón. Sacó la otra foto, la del mono, la que les había hecho un fotógrafo callejero cuando eran medio novios. Eran sus únicas fotos con ella, y casi se asustó al calcular la fecha: ¡más de treinta años entre una y otra!
Se abrió la puerta del cuartito, y Samuel se apresuró a guardar las fotos y agarrar un papel cualquiera. Era Esther.
—Estoy revisando este contrato… —improvisó él.
—Agua, agua… Me ha dado la tos.
Esther salió y Samuel se incorporó en su silla para mandar una sonrisa a su hija.
—Tout bien?
Sara hizo un mohín.
—¿Cómo quieres que esté bien?
—Sarita…
—¡Es que todo lo que hago le parece mal! Si hago esto o lo otro, si voy con uno o con otro… ¡Todo le parece mal!
Aun en ausencia de Mercedes, costaba mencionar el nombre de Aarón.
—No te enfades tanto con ella. Ya sabes que, después de Rosh Hashaná, se pone siempre de mal humor.
—Para mamá siempre hay excusas. Ahora es por Rosh Hashaná. Antes del verano, porque estaba preocupada por la tía Tere… ¡Un viaje tan largo para descubrir que la tía Tere estaba tan campante y no le pasaba nada!
—Trata de comprenderla. Hay gente a la que le cuesta ser feliz.
—A mí, por ejemplo. Pero no por mi culpa. Nos educasteis para que encontráramos novio, y luego no hay ninguno que os guste. ¿Cómo se puede ser feliz así?
Se callaron en cuanto vieron aparecer a Esther con su vaso de agua. Llevaba también la correspondencia, y Samuel se esforzó por ocultar su ansiedad.
—Deja el correo por ahí —dijo.
Su hermana acercó una silla y se sentó. Habló de una empresa que llevaba semanas reclamando por el retraso en una entrega.
—¿Y qué culpa tenemos nosotros si en la aduana no nos dan el despacho? Todos los días nos dicen que al día siguiente estará resuelto, y luego… —dijo Samuel, mirando con el rabillo del ojo el montoncito de sobres.
—¿Seguimos con la clase o lo dejamos por hoy? —preguntó Sara desde el cuartito.
Esther hizo un gesto ambiguo con la cabeza y volvió al asunto de la reclamación. A Samuel siempre le daba la sensación de que sus hermanas disfrutaban con los problemas y las malas noticias. Cuando no estaban fiscalizándole o haciéndole toda suerte de velados reproches, estaban buscando nuevos motivos de preocupación. O eso al menos le parecía a él. No podía quejarse de su dedicación y fidelidad a la empresa, pero su compañía le fatigaba. Se acordó de cuando eran jóvenes. Habían sido bonitas las dos, sobre todo Rebeca, de la que su hija Sara era la viva imagen. ¿Cómo habían podido aquellas chicas alegres y vivarachas convertirse en las mujeres hurañas que ahora eran? ¿En qué momento se había producido la transformación? Esther le observó con impaciencia:
—¿Entonces qué?, ¿qué les digo?
—Déjame. Ya lo pensaré.
—¿Seguimos o no? —volvió a decir Sara.
En cuanto Esther cerró la puerta tras de sí, Samuel se abalanzó sobre la correspondencia y la esparció sobre la mesa. Allí sólo había cartas. Ninguna postal de Ginebra. No lo entendía. Según sus cálculos, esa postal tenía que haber llegado varios días atrás. ¿Qué podía haber pasado? ¿Qué debía de estar pasando? Trató de tranquilizarse. Si hubiera ocurrido algo verdaderamente grave, lo más probable era que por una vía u otra se hubiera enterado. Cogió un paquete de Camel del cajón superior y salió a echar un vistazo a la oficina. Briceño, el agente de aduanas, estaba a punto de marcharse. Samuel se ofreció a acompañarle. De camino al puerto, hablaron de la entrega a la que había aludido Esther.
—Lo de siempre… —dijo Briceño—. El jefe de la aduana dice que no es una mercancía ordinaria y que está sujeta a una legislación especial. Ganas de fastidiar.
—¿Cuánto hace que no le hacemos un buen regalo?
—Te lo iba a decir. Nos conviene tenerle contento.
Dejó a Briceño ante el edificio de la aduana y fue a buscar a Arturo. Éste era el hombre de Samuel en el puerto y se encargaba de contratar a los estibadores, organizarlos en grupos (o, como ellos decían, en manos) y supervisar toda la operación de desembarco y almacenamiento de la mercancía. Preguntó por él en el sindicato, que era como llamaban a la Organización de Trabajadores Portuarios, y lo encontró poco después en uno de los tinglados. Los motores de los camiones estaban en marcha y, para hacerse oír por encima del barullo, los hombres hablaban a gritos. Samuel gritó también:
—¿Cómo va?
—¡En un par de horas, terminado! —contestó Arturo, que luego se volvió hacia los operarios y gritó—: ¡Vamos, vamos, que parecéis dormidos!
Se quedó a mirar. Le gustaba ese trasiego constante de hombres y máquinas, las voces que mezclaban un poco al azar acentos e idiomas distintos, el olor mismo a gasolina y salitre. Ahora ya no estaba para demasiados esfuerzos, pero en sus años jóvenes jamás había tenido inconveniente en arremangarse y echar una mano. Así se había iniciado su padre en el oficio, y así se había iniciado también él: empezando desde lo más bajo, como un trabajador más, demostrándose a sí mismo que era capaz de esfuerzos como los de ellos. Samuel podía ser cualquier cosa, pero no un perezoso ni un vago, y los estibadores más antiguos se lo reconocían con gestos amistosos.
Se asomó al muelle. Le apetecía fumarse un cigarrillo mirando el mar. Sara apareció a su lado y recostó la cabeza en su hombro.
—¿Otra vez has estado llorando?
Sara, por gestos, echó la culpa al humo, que se le metía en los ojos. Samuel aplastó el cigarrillo con la suela del zapato y abrazó a su hija. Permanecieron varios minutos en silencio, y luego ella dijo:
—¿Y si intento ser como tú? Fuerte, seguro de ti mismo, con las ideas claras… Siempre tienes la respuesta adecuada. Siempre sabes lo que tienes que hacer y cómo lo tienes que hacer. Cuando tenga dudas, me preguntaré qué harías tú en la misma situación. Pero, claro, tus situaciones no son como las mías. ¿Por qué no me enseñas a ser como tú? Las cosas me resultarían más sencillas. Y mi vida sería mil veces mejor… Estás contento con tu vida, ¿no?
—¿Por qué no habría de estarlo?
—Me gusta que seas como eres. Creo que eres la única persona verdaderamente feliz que conozco.
—¿Feliz yo?
—¿No lo eres?
—Claro que sí, Sarita. Estaba bromeando —dijo Samuel, y besó a su hija en la frente—. ¿Qué tal ha ido tu clase de francés?
Acabó el mes de septiembre y la postal de Ginebra seguía sin llegar. Pasaron también octubre y noviembre, y lo mismo. A Samuel cada vez le costaba más disimular su desesperación. Tan pronto pensaba que Alegría podía estar agonizando como se ponía suspicaz y daba por seguro que tan inexplicable silencio ocultaba algo más: ¿podía ser que la enfermedad la hubiera hecho recapacitar sobre su vida y que, totalmente restablecida, estuviera buscando la manera de poner fin a su relación? En sus fantasías, Alegría aparecía unas veces como la enferma a la que él querría entregar todo su amor y otras como una mujer decidida a arrebatarle la felicidad. ¡Qué difícil era convivir con unas imaginaciones en las que Alegría aparecía alternativamente como víctima y como verdugo! ¿Hasta cuándo se prolongaría esa incertidumbre?
Una mañana de mediados de diciembre, llegó Samuel a la oficina y le dijeron que acababan de llamarle por teléfono.
—Conferencia —añadió la secretaria—. De Suiza.
Samuel tragó saliva.
—¿Quién era? ¿Hombre? ¿Mujer? ¿No han dicho de qué se trataba?
—Yo sólo he hablado con la operadora. Ya he dicho que usted estaría a partir de las once.
Entró en el despacho. Saludó con la cabeza a Sara y a Esther y les cerró la puerta. La cantinela de las conjugaciones francesas seguía llegándole, pero muy amortiguada. Se sentó y miró fijamente el teléfono. No podía controlar el temblor de sus manos. Dieron las once en el reloj de pared, y cada vez que sonaba el timbre de la centralita un estremecimiento momentáneo le recorría el cuerpo. Su hermana hizo su habitual pausa para ir por agua y dejó la puerta abierta. A Samuel le pareció que en esa ocasión se entretenía más de lo normal. Rogó al cielo que estuviera de vuelta cuando se produjera la llamada. Sara, en el cuartito, completaba unos ejercicios de vocabulario, bisbiseando las respuestas. Esther regresó por fin con su vaso de agua, y Samuel se aseguró de que la puerta quedara bien cerrada. Volvió a mirar el reloj. Las once y media. No debía impacientarse. Poner una conferencia no era sencillo, y menos desde el extranjero. Sólo temía que, una vez establecida la conexión, ésta fuera deficiente y le obligara a levantar la voz. El teléfono sonó a las doce menos diez. Tenía los dedos agarrotados por la ansiedad. Descolgó.
—¿Diga?
Del otro lado de la línea sólo llegaba un turbio eco de sonidos mecánicos, como rodamientos girando en el interior de un cajón. Luego se oyó un campanilleo lejano y una voz femenina:
—¿Hola?
Era ella. Samuel se lanzó a hacer preguntas de forma atropellada: cómo estaba, qué tal la operación, cuándo tenía previsto volver a Tetuán, por qué no había mandado la postal… Alegría tardó en poder hablar.
—Surgieron algunas complicaciones, ya te dije que podía ocurrir. Unas hemorragias que tuvieron un poco preocupados a los médicos. Pero ya estoy bien. Y si no te mandé la postal fue porque de todos modos tenía que llamarte… Pero para otra cosa.
Samuel contuvo la respiración.
—¿Para qué? —dijo.
—Escúchame bien. Sólo tengo un minuto. Aquí la gente entra y sale sin parar.
—¿Todavía estás en la clínica?
—Escúchame, te digo. Vas a recibir una visita. Alguien que quiere hablar contigo irá a verte a Melilla. Se llama Ariel. Prométeme que le atenderás.
—¿Hablar conmigo? ¿Sobre qué?
—No puedo decirte mucho más. Él se las arreglará para localizarte.
—¿De qué va todo esto? ¿Por qué tanto secreto?
—Acuérdate de su nombre. Ariel. ¿Me prometes que le atenderás?
—Sí, claro. Pero háblame de ti. Cuéntame más cosas. Llevo meses sin saber…
—Tengo que colgar —le interrumpió ella—. Nos veremos pronto, amor mío. Entonces te lo contaré todo.
—Medio minuto, sólo medio minuto más…
Sin darse cuenta, Samuel había acabado subiendo la voz. Se entreabrió la puerta del cuartito. Esther, balanceándose sobre las patas traseras de la silla, asomó la cara.
—¿Ocurre algo? —dijo.
Samuel negó con la cabeza y adoptó un tono de voz neutro.
—De acuerdo. Espero su llamada. Hasta la próxima.
Cuando pronunció estas palabras, la comunicación ya se había cortado. Samuel colgó sin mirar a su hermana. Ésta soltó un bufido y cerró la puerta.
La fuga de Sara y Aarón se produjo la víspera de Reyes. Mercedes estuvo todo el día fuera de casa, colaborando en la tómbola benéfica y organizando el reparto de juguetes para los niños de la Gota de Leche. Samuel llegó a media tarde quejándose de la humedad.
—¿No hay nadie? —preguntó mientras se quitaba el abrigo y la bufanda.
—¡Hola! —se oyó primero la voz de Miriam y luego el ruido de la tapa del piano.
Samuel dejó sobre la cómoda las revistas que Mercedes le había encargado. Miriam jugueteaba con las teclas. Alguno de los acordes recordó a Samuel el comienzo de Bésame mucho. Canturreó unos versos sueltos:
—«Que tengo miedo a perderte, perderte después…». ¿Es ésa?
Su hija se encogió de hombros. Samuel señaló la vitrina.
—Ahí falta algo. Ahí había una foto.
Miriam dejó de tocar y se volvió.
—¿Qué foto?
—La de Sierra Nevada. La del marquito dorado. Salimos los cuatro. Con el trineo. ¿Qué ha pasado con esa foto? ¿La habéis cambiado de sitio?
Miriam rehuía su mirada. Samuel insistió:
—¿No sabes cuál te digo? La de Sierra Nevada. La favorita de Sara.
Fue citar su nombre y empezar a adivinarlo todo.
—¿Qué pasa, Miriam? ¿Dónde está tu hermana?
Samuel se acercó lentamente a su hija. Ésta hizo un puchero.
—¡No puede ser! —exclamó él, y echó a correr hacia la habitación de Sara.
En el armario sólo quedaba la ropa vieja que Sara no se había querido llevar. Abrió luego los cajones. Lo hizo con tanto ímpetu que alguno se escapó de sus guías y cayó al suelo con estrépito. Estaban también medio vacíos. La silueta de Miriam apareció en la penumbra del pasillo.
—Lo sabías, ¿verdad? —dijo Samuel sin volverse—. ¡Lo sabías y no has dicho nada!
Se puso otra vez el abrigo y la bufanda y salió a la calle. Recorrió toda la Avenida y se metió por General Margallo. Se detuvo ante la entrada de la peluquería. El letrero de El Nuevo Fígaro estaba en el suelo, apoyado en la pared, y en su lugar dos operarios terminaban de instalar uno nuevo en el que estaba escrito: PELUQUERÍA DE SEÑORAS JOSEFINA. Se asomó al local. Una mujer fue hacia él.
—¿Deseaba algo?
—Estoy buscando a Aarón Cohén.
—Esta peluquería ya no…
Samuel la interrumpió:
—¿Sabe si ha trasladado el negocio?
—No sabría decirle.
—¿Puedo hacer una llamada?
—Claro. Venga por aquí.
Llamó a Moisés Carciente pero no consiguió localizarle. Llamó después a Isaac Chocrón, que le trató con irritante paternalismo:
—Tenía que pasar… Tu hija es una Caro, pero es goiah. Los Cohén están un poco chapados a la antigua. Buenos judíos pero, ya te digo, muy respetuosos de las tradiciones. Todo el mundo en Melilla sabe que los padres de Aarón no veían con buenos ojos esa relación… En cuanto se dieron cuenta de que lo suyo con tu hija iba en serio, llamaron al shadján. ¿Qué te sorprende? ¿Que hayan recurrido a los servicios de un casamentero? ¿Creías que Mercedes y tú erais los únicos que debían bendecir la relación? ¿Por qué? ¿Porque tienes dinero e influencias? ¿Porque el abuelo de Aarón no era más que un modesto peluquero? Pero qué te puede decir un humilde pecador como yo… Samuel, tú siempre has tenido muy buena relación con Yaacob Benzaquén. Habla con él. Consúltale. Seguro que la palabra de un rabino te iluminará en estos momentos de incertidumbre.
Colgó y se dirigió al puerto. Preguntó por el capitán de la guardia civil. Le dijeron que en ese momento estaba en la sastrería militar, en la Avenida, por lo que tuvo que desandar lo andado. Encontró a Enríquez en mangas de camisa mientras el sastre le tomaba las medidas. La amistad entre ambos se remontaba a finales de los años cuarenta, cuando Enríquez llegó destinado a Melilla y le recomendaron que se pusiera en contacto con Samuel para ir familiarizándose con la ciudad. Entonces el oficial era un hombre delgado. Ahora rozaba la obesidad. Cuando le vio llegar, le envió una sonrisa a través del espejo y se clavó el pulgar en la tripa redonda.
—¿Has visto? Ningún año me vale el uniforme del año anterior. En eso se me van los complementos y buena parte del sueldo. ¿Qué pasa? Pareces apurado.
Samuel le puso al corriente de la situación. El sastre terminó su trabajo. Enríquez quedó en volver a finales de mes para la prueba y bajó las escaleras con Samuel. A pesar de los años pasados lejos de su tierra, conservaba un fuerte acento gallego.
—Lo primero es lo primero —dijo—. No podemos dictar orden de busca y captura. Son mayores de edad y no han cometido ningún delito. Así que te puedo ayudar, pero como amigo, no como guardia civil. ¿Dónde crees que están? ¿En el Protectorado o en la Península?
—Últimamente a mi hija le había dado por aprender francés… ¿Y si se han ido al extranjero?
—¿Sin pasaporte? Tranquilo, Samuel, que no llegarán muy lejos. Al menos, no tu hija. Sin tu autorización podrá hacer muy pocas cosas. Déjame que haga un par de averiguaciones… Y no te preocupes tanto. Volverá. O al menos dará señales de vida.
Para que cupiera su enorme corpachón tuvo que abrir de par en par el portal. Ya en la calle, se despidió de Samuel diciendo:
—Es buena chica. Os quiere. ¿No me has dicho que se ha llevado una foto vuestra?
Samuel llegó a casa y se encontró a Mercedes yendo de un lado para otro por el pasillo y repitiendo:
—¿Cómo me dais estos disgustos? ¿Por qué me tienen que pasar a mí estas cosas?
En cuanto vio a su marido, se detuvo en seco y preguntó:
—¿Se sabe algo?
Él negó con la cabeza y miró con severidad a Miriam, que estaba hundida en una butaca con expresión acobardada. La mirada de Samuel quería decir: «Tú lo sabías todo desde el principio. Sabías que los Cohén estaban arreglando una boda por su cuenta y que Aarón traspasó en secreto su peluquería. Sabías que estaban organizando la fuga y no nos dijiste nada». Miriam se tapó la cara y se echó a llorar. Samuel informó de su conversación con Enríquez pero, en presencia de Mercedes, se abstuvo de mencionar a los Cohén. ¿De qué serviría? Su matrimonio había llegado a ese estado en el que las adversidades no unen sino que distancian aún más. Qué mala época estaba atravesando… La tirantez con su mujer, las incertidumbres con respecto a Alegría, y ahora esto. En el fondo, se sentía culpable. Culpable por no haber sabido ver las cosas a tiempo. Culpable por no haber dedicado a su hija pequeña toda la atención que precisaba. Y, al mismo tiempo, se reconocía cobarde. Si no se lo contaba todo a Mercedes, no era por protegerla a ella sino por protegerse a sí mismo. ¡Esa anacrónica y absurda tradición judía de recurrir al shadján, al casamentero! No quería alimentar los prejuicios de su mujer. No quería darle la razón ni tener que enfrentarse a nuevos reproches del tipo: «¿Ahora entiendes por qué esa relación me parecía inaceptable?, ¡tenías que haberme apoyado!, ¡teníamos que haber actuado antes y cortado esto de cuajo…!». Mercedes seguía yendo de un lado para otro, y sus gritos pasaban directamente de la lástima a la imprecación:
—¿Qué va a ser de mi niña? ¿Qué desgracias le están aguardando en esos mundos de Dios? —decía, y acto seguido—: ¡Todo lo que le pase lo tendrá bien merecido! ¡Irse como se ha ido, sin dejar ni una nota de despedida! ¿Cómo se le ocurre hacernos esto? ¿Y con qué cara salgo yo mañana a la calle? ¿Por qué no ha pensado en mí, en nosotros, en el daño que nos está haciendo?
Sonó el timbre del teléfono. Samuel se apresuró a contestar. Mercedes pegó la oreja. Era Enríquez, que había hecho sus comprobaciones. Sara y Aarón habían embarcado por la mañana en el Ciudad de Teruel. Eso quería decir que a esas horas estaban ya en la Península.
—Yo no puedo hacer más —continuó Enríquez—. Pero te recomiendo que preguntes a familiares. En estos casos siempre hay alguien dispuesto a echar una mano a los tortolitos…
—¡Mi hermana Teresa! —exclamó Mercedes.
—Imposible —susurró Samuel, apretando un instante el tubo del teléfono contra el pecho—. Sarita casi ni la conoce…
—Algo es algo —volvieron a oír al guardia civil—. Por lo menos, ya puedes descartar a los parientes del chico en Ceuta, Tetuán…
Mercedes ya no abrió la boca hasta que concluyó la conversación. Luego Samuel colgó y ella se puso la mano a la altura del corazón y exclamó:
—¡Qué disgusto, Dios mío!
Aquella noche cenaron los tres en silencio. Samuel recordó las vísperas de Reyes del pasado, cuando las niñas eran pequeñas y sólo se hablaba de los regalos que habían pedido en la carta. Entonces todo eran risas y excitación: qué diferencia con aquella noche. Rachida reaparecía con fuentes y bandejas, que regresaban casi intactas a la cocina. Samuel cogió de la mano a Mercedes y se esforzó por sonreír. La vio fea, disminuida, avejentada, y pensó que mucho del amor que tendría que haberle dedicado se lo había llevado Alegría. ¿Cómo habría sido su matrimonio si Alegría y él nunca se hubieran reencontrado? ¿Cuánta de la felicidad que había regalado a su amante correspondía a su mujer? ¿Cuántos buenos momentos le habían sido robados? Buscó palabras de consuelo:
—Hablaré con Carciente y los demás. Seguro que alguien sabrá darnos alguna pista.
El que más le ayudó fue Yaacob Benzaquén, que le puso en contacto con los rabinos de las dos únicas Comunidades Israelitas más o menos organizadas que existían en la Península, las de Barcelona y Madrid. Habían pasado ya los años en los que el culto religioso debía practicarse de forma clandestina, y el gobierno había accedido a concederles el estatuto legal de asociaciones, que, aunque restrictivo, autorizaba al menos a disponer de sede social y sinagoga. Ni el rabino de Barcelona ni el de Madrid, sin embargo, supieron darle noticias del paradero de Aarón y Sara, y todo lo que Samuel consiguió fue el compromiso de que le llamarían en cuanto averiguaran algo. Esa temporada era habitual ver por las calles de Melilla a Samuel en compañía de su amigo Benzaquén, que se esforzaba por reconfortarle con palabras de ánimo:
—No te atormentes tanto, querido Samuel. Crees que la culpa de todo lo que te está pasando es tuya, y no es verdad. ¿Por qué habría de serlo? ¿Porque te casaste con una goiah? ¿Crees que Dios te está castigando por no haberte unido en matrimonio con una hebrea? Nada de eso. Dios bendice el amor, y en la Torá no hay ninguna expresión de condena hacia los matrimonios mixtos. Supongo que sabes que Séfora, la mujer de Moisés, también era goiah…
Sus paseos siempre acababan ante la entrada de la tefilá, donde se despedían con un abrazo. De vuelta de uno de esos paseos, mientras cruzaba distraído la calle López Moreno, un hombre se acercó a él y le dijo:
—Me habían dicho que no era usted muy religioso, y siempre le veo con el rabino.
Samuel se paró en mitad de la calzada y le observó. Pese a las abundantes canas, aquel hombre no llegaría a los treinta años. Alto, de complexión atlética, de nariz recta y ojos saltones.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Ariel. ¿Tiene un minuto?
—¿Argentino?
—Lo era. Ahora soy israelí.
El viento había cambiado de levante a poniente y se había llevado las nubes. Samuel propuso dar un paseo por el Parque Hernández. Acabaron sentándose en un banco.
—Qué agradable día de invierno, ¿verdad? —dijo Ariel—. En el pasado, las cosas no serían muy diferentes. Quién sabe. Hace dos mil años, puede que un antepasado suyo y uno mío estuvieran también sentados a la sombra de un árbol.
—¿En Sion? —dijo Samuel con leve ironía.
—Somos judíos, ¿no? Y somos judíos porque nuestros antepasados lo eran. ¿Qué tendría de extraño que nuestros tatarabuelos hubieran coincidido en la tierra de los judíos? Pero tiene razón. Ese encuentro podría haberse producido en cualquier parte. Aquí mismo. O muy cerca de aquí. ¿Cuántos siglos llevamos viviendo en el norte de África?
—¿Qué es lo que quiere de mí, Ariel? No se ande por las ramas. ¿Quién es usted? ¿Quién le envía?
—Creía que algo le habrían dicho…
Samuel no dijo nada, y el otro prosiguió:
—Los tiempos están cambiando. Cosas que han permanecido inalteradas durante cientos de años pueden cambiar en un abrir y cerrar de ojos. Pueblos que durante generaciones han convivido en paz pueden de repente… ¿Sabe que los judíos de Marruecos tienen prohibido enviar correo a Israel? ¿Y que hay ciudades en las que se boicotean los comercios regentados por judíos? ¿Y que en algunos pueblos nuestros hermanos están obligados a andar descalzos? ¿Que en otros les prohíben bajar libremente al río para luego poder venderles el agua?
—Siempre ha habido injusticias.
—Pero mucho más desde la creación del Estado de Israel. ¡Samuel, por favor! ¡No niegue la realidad! ¿Se imagina lo que pasará cuando los franceses y los españoles se vayan? Es sólo cuestión de tiempo. Aquí se vive muy plácidamente, pero en el lado francés ya han empezado los atentados. ¿Cuánto tardará Francia en permitir el regreso del sultán y conceder la independencia? Y si la administración francesa se retira, ¿qué cree usted que hará la española? Ya le digo: es sólo cuestión de tiempo. De muy poco tiempo. ¿Y entonces qué? Que volveremos a la situación anterior. Recuerde el éxodo de 1904… ¿Cuántos judíos llegaron a Melilla huyendo de una muerte segura? ¡Y los que les perseguían y asesinaban eran sus propios compatriotas! Habrá que hacer algo por nuestra gente. Pero habrá que hacerlo bien. Esta vez tenemos que estar preparados.
Samuel sacudía la cabeza, pero lo hacía sin demasiada convicción.
—¿Trabaja usted para el Mossad?
Ariel cerró los ojos y levantó la cabeza. A Samuel le recordó un lagarto tomando el sol.
—Dentro de no mucho tiempo, puede que usted y yo volvamos a encontrarnos. Eso querrá decir que los nuestros nos necesitan. Ayer estuve en Ceuta, y anteayer en Tánger. Allí tengo buenos contactos, y los preparativos ya están en marcha. Aquí…
—¿Por qué yo?
El otro, aún con los ojos cerrados, sonrió.
—Samuel, usted y yo somos hombres de acción. La única diferencia es que usted no ha tenido ocasión de demostrarlo.
—¿Pero por qué yo? ¿Por qué precisamente yo, el menos hebreo de los hebreos de Melilla, el mal judío, el asimilado al que todos critican?
—Precisamente por eso. ¿No comprende que todo ha de hacerse con el máximo sigilo? ¿Y quién sospecharía de usted? Además están sus buenas relaciones con los militares, sus contactos en el puerto y en la aduana…
—Veo que está usted bien informado…
Ariel abrió por fin los ojos y le miró fijamente:
—No puede fallarnos, Samuel. No puede fallar a su gente.
Hizo con la cabeza un gesto que daba la conversación por terminada. Se levantó. Se acarició la frente.
—¿Un paseo? —dijo.
Los Cohén seguían viviendo en una de las viejas casitas del Polígono. Era un barrio de construcciones bajas, de uno o dos pisos, todas parecidas, todas austeras y sin adornos, como dependencias de un cuartel. Algunos de los vecinos habían acabado prosperando, pero las fachadas nunca traslucían esa prosperidad. Una vez dentro, bastaba con un simple vistazo al mobiliario para saber hasta qué punto esa familia se había abierto camino en la vida. La de Vidal Cohén, propietario de una tienda de comestibles llamada Coloniales Alborán, era decorosa, con muebles sencillos y retratos de familiares con kipá.
A la espalda del cabeza de familia, la mujer y las tres hijas (las tres en edad de cubrirse la cabeza con un pañuelo) le presentaron sus respetos con expresión apesadumbrada.
—Mi mujer no ha podido venir —se disculpó Samuel—. Está todavía muy afectada. Les manda saludos.
Vidal Cohén le invitó a sentarse en una de las sillas de anea, y las otras se sintieron autorizadas a marcharse. Una de las chicas volvió con una bandeja con té y dulces. Los dos hombres esperaron a que se fuera para romper el silencio.
—Supongo que sabe por qué estoy aquí… —dijo Samuel.
—Lo puedo imaginar.
—Ya le he dicho que mi mujer está muy afectada. Casi no duerme. Yo creo que esto está acabando con su salud.
No era fácil hablar. No tenían reproches que hacerse. Todo habría sido más sencillo si uno de los dos hubiera tenido que pedir perdón al otro. Los silencios entre frase y frase se hacían eternos, y en las pausas un ruido desacompasado de chasquidos llegaba del interior de la vivienda. Samuel prosiguió:
—¿Tiene alguna noticia? ¿Sabe dónde pueden estar? Si su hijo da señales de vida, le ruego que…
Cohén negó con la cabeza.
—No lo hará. Lo conozco bien. Siempre fue un muchacho rebelde y testarudo.
—Tal vez el chico no merezca un juicio tan severo…
—Yo no estoy juzgando a nadie. Sólo Dios nos juzga. Sólo ante Dios tenemos que responder de nuestros actos.
—Estamos hablando de su hijo.
—Por eso digo que lo conozco bien.
Se produjo otra de esas pausas incómodas, y volvieron a oírse los chasquidos. Cohén señaló las fotografías. Samuel observó que había algunos huecos con la pintura de la pared más clara. Los retratos de Aarón habían sido retirados. Cohén, tratando de adivinar sus pensamientos, escrutó su rostro. Samuel no dijo nada. El otro forzó una sonrisa:
—Aún sigue en las fotos de grupo.
Samuel, por hacer algo, se entretuvo mirándolas. En la más grande aparecía el viejo Aarón Cohén rodeado de sus hijos y nietos. Vidal era el segundo de sus cuatro hijos.
—Traté mucho a su padre —dijo Samuel—. Le cortaba el pelo al mío. Y durante años también me lo cortó a mí. Era una gran persona. Sentí mucho su muerte.
—Una gran persona, sí. Demasiado bueno, tal vez. Tener un trabajo honrado y sacar adelante a su familia: eso era todo lo que le pedía a la vida. Nunca hizo ningún mal a nadie y, cuando hacía el bien, lo hacía sin esperar nada a cambio…
Los chasquidos sonaban ahora más cercanos, y a veces se oía también un rumor más prolongado, como de una ola al romper. Samuel aprovechó que el otro estaba de espaldas y se asomó discretamente al resto de la casa, separado del cuarto de estar por una cortina. Vio a las mujeres de la familia cascando nueces en la cocina. Las cáscaras se iban amontonando en el suelo, y cuando las apartaban con el pie producían ese rumor como de ola. Las pulpas, mientras tanto, iban a parar a una de esas canastas de mimbre típicas de las tiendas de ultramarinos. Una de las chicas, la misma que les había servido el té, levantó la cabeza y le envió una sonrisa callada. Samuel soltó la cortina y prestó atención a Cohén, que seguía hablando de su padre:
—Cuando yo era niño, a veces le acompañaba a las casas de sus clientes. Más de una vez estuve en su casa viendo cómo les cortaba el pelo, primero a su padre, luego a usted…
—No me acuerdo, la verdad.
—Es normal. Yo era un crío y usted ya tendría cerca de veinte años. Me sentaba en una esquina y le miraba trabajar. Me gustaba. Me gustaba oír las conversaciones de los adultos. Creían que no entendía los dobles sentidos, pero no se me escapaba ni uno.
Los dos hombres sonrieron, relajados por primera vez. Cohén recuperó enseguida la seriedad:
—¿Nunca le dijo mi padre que pasó la guerra en la cárcel?
—¿Pero ése no fue su tío, el socialista?
—No, a mi tío lo fusilaron. A mi padre sólo lo metieron en la cárcel. Primero en la cárcel, en Rostrogordo, y luego en Zeluán, en el campo de concentración. Tener un hermano socialista no siempre era suficiente para que te fusilaran. Usted nunca lo supo, ¿verdad? Nadie le fue con el cuento de que el bueno de Aarón Cohén, su peluquero, estaba encerrado. No, mi padre nunca quiso pedir favores. De todas formas, ¿de qué habría servido? ¿Qué habría podido hacer usted? Clausuraron las sinagogas, convirtieron el colegio Talmud Torá en cuartel de la Falange, y usted no pudo hacer nada. Porque, si hubiera podido evitarlo, lo habría hecho, ¿no? Bastante mérito tuvo lograr que no le expulsaran de la Hípica…
El leve sarcasmo del principio había dado paso a una abierta recriminación. Lo que aquel hombre le estaba diciendo era que, mientras su padre era víctima de la injusticia, él asistía a las fiestas de quienes le habían encerrado. ¿Qué podía contestar a eso? Samuel se había quedado sin habla.
—¿Nunca le extrañó que le aceptaran como miembro del consejo? Se casó usted por la Iglesia. Con una gentil. Y sus dos hijas recibieron una educación católica… Jamás alguien así podría formar parte del consejo de la comunidad. Pero a usted no le extrañó que le aceptaran, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir?
—Tiene razón: mi padre era una gran persona —añadió Cohén—. Y ahora, si me disculpa…
Llegó a casa disgustado y triste. Mercedes estaba en la habitación de Sara, a la que, debido a sus problemas para conciliar el sueño, se había mudado un par de semanas atrás. En principio se había tratado de una medida temporal, pero cada vez había menos cosas de Mercedes en la habitación del matrimonio, y Samuel empezaba a temerse que aquello pudiera convertirse en definitivo. Pidió a Rachida que la avisara para la cena. Mercedes apareció frotándose las sienes, como si le doliera la cabeza. Miriam y él estaban ya sentados a la mesa. Miriam agarró la jarra para servir el agua, y los cubitos de hielo tintinearon.
—¡Clin-clin! —dijo.
Su padre, distraído, no reaccionó. Ella insistió:
—¡Papá! ¡Clin-clin-clin!
—Sí, hija… ¡Clin-clin-clin!
—¿Sabes qué me recuerda? Me recuerda una boca cerrada. Pero una boca cerrada en una sonrisa. Me recuerda una sonrisa.
—¿Una sonrisa?
—Una sonrisa.
—Una boca, puede. ¿Pero una sonrisa?
—Una sonrisa femenina. La sonrisa de una mujer hermosa.
—¡A eso se le llama imaginación! Si fuera una sonrisa, sería una sonrisa fea. De labios resecos y arrugados.
—¿Resecos? ¿Arrugados?
Era una cicatriz horizontal, justo por encima del vello púbico. Samuel acercó la boca y la besó con suavidad.
—¡Me haces cosquillas! —exclamó Alegría, acariciándole la cabeza.
Luego, medio vestidos, se acabaron los restos del desayuno. Hablaron de las novedades políticas. Samuel estaba preocupado. De repente, tenía la sensación de que todo iba muy deprisa. Los vaticinios de Ariel se iban cumpliendo punto por punto. La Armée de Libération seguía atentando contra intereses europeos, la impopularidad del sultán impuesto por Francia crecía por momentos, el regreso de Mohamed V se preveía inminente… ¿Y después qué? ¿Cuánto faltaba para que Marruecos obtuviera la independencia? ¿Y quién garantizaba que Melilla seguiría siendo española? Podía ocurrir cualquier cosa. Samuel, por si acaso, había acabado asociándose a la constructora de la Malagueta.
—Hay que estar preparados para lo peor… —dijo, pasándole una tostada untada en mantequilla—. ¿Te imaginas que la nueva administración decidiera nacionalizar los negocios del puerto? Cosas más raras se han visto.
—¿Qué harás si reaparece Ariel?
—Mi vida ya es bastante complicada… No me siento capaz de arreglar los líos de mi propia casa. ¡Como para arreglar los de los demás! ¿Te he dicho que Mercedes casi no sale a la calle? Yo la veo poquísimo, sobre todo desde que se ha instalado definitivamente en la habitación de la niña…
—¿Sabes algo de ella?
Samuel negó con la cabeza.
—Miriam me dice que no me preocupe tanto, que seguro que está bien… Sospecho que sabe cosas que no nos puede decir. Que se escriben en secreto. Pero no me atrevo a preguntárselo. Prefiero seguir creyéndolo. ¿Y tu familia? ¿Sigue trasladando negocios a Suiza?
Alegría se encogió de hombros y estiró el brazo para coger el reloj de él, que había quedado sobre una silla. Se estaba haciendo tarde. Terminaron de vestirse. Mientras ella le hacía el nudo de la corbata ante el espejo, no dejaron de sonreírse. Luego Samuel bajó la cabeza compungido y dijo:
—Alegría, querida…
Pero fue incapaz de proseguir. A ella se le heló la sonrisa.
—Sabía que este momento acabaría llegando —dijo—. Has venido a decirme adiós, ¿verdad?
Él cerró con fuerza los ojos para contener las lágrimas.
—Has venido a decirme que no volveremos a vernos…
Samuel, sin atreverse a mirarla, hizo un leve gesto de asentimiento.
—Es mi deber. Compréndelo —dijo.
—Lo comprendo. ¿Cómo no lo voy a comprender?
—Sabes que yo…
Alegría le tapó la boca para hacerle callar. Luego le abrazó y le consoló como se consuela a un niño.
En cuanto Samuel anunció en casa que iba a comprar un piso en Málaga, Mercedes empezó poco a poco a recuperar el ánimo. Viajaban con regularidad para comprobar el estado de las obras: los largos trabajos de cimentación, la rápida irrupción de la estructura, el pausado avance de los cerramientos. Sebastián Monterde, con esos andares suyos característicos, les llevaba de aquí para allá, y aprovechaba para pegar unos cuantos gritos a los obreros: ¡ese cemento se estaba secando!, ¡y aquella pared seguía sin pintar!, ¿allí sólo se trabajaba cuando estaba él delante?, ¡no quería ver a nadie sin casco! Las indicaciones que luego daba a Samuel y Mercedes eran, como era habitual en él, telegráficas:
—Vuestro piso, el sexto. Ni muy alto ni muy bajo. Las mejores vistas.
De momento, no resultaba fácil imaginar el aspecto final del edificio, y Monterde lo resumía así:
—Moderno. Muy mediterráneo. Muy europeo.
Después, ya a solas, Mercedes señalaba los talleres y fábricas de alrededor: ¿no quedaría muy aislado?, ¿y seguro que de esas chimeneas no saldrían humos y malos olores?, ¿cuándo empezarían a construir los otros bloques de viviendas que estaban proyectados?, ¿y no sería muy molesto vivir en un barrio en obras? Utilizaba el verbo «vivir» como si ya hubieran tomado la decisión de abandonar Melilla y mudarse a la Malagueta, y Samuel no se atrevía a contradecirla. Uno de los comentarios que dejaba escapar Mercedes cuando estaban en Málaga era:
—Aquí tengo la sensación de estar más cerca… —decía, y no hacía falta que mencionara a Sara para que Samuel entendiera que estaba aludiendo a ella.
Para el otoño, la fachada y los muros habían sido terminados, y en las ventanas recién instaladas estaba escrito con pintura blanca el nombre de la empresa, CRISTASUR. En diciembre, aunque todavía faltaba algún tiempo para que las viviendas pudieran ocuparse, ondeaba ya en la azotea la bandera española que indicaba el final de las obras. Meneses, que ese mismo año había solicitado el pase a la reserva, tenía un despacho en el piso piloto. A Samuel le seguía extrañando verle de paisano. Siempre que aparecía por allí con Mercedes, Meneses se los llevaba a tomar el aperitivo a una taberna decorada con carteles de corridas y cabezas de toros.
—Uno no se hace militar para acabar encerrado en un despacho. Para eso ya está Monterde. Pero qué le vamos a hacer… —les decía en tono de complicidad, y luego daba dos fuertes palmadas para llamar al camarero—: ¡Muchacho, sácanos una botella de ese jerez tan bueno!
Ahora que la casa empezaba de verdad a parecer una casa, la venta de pisos se había acelerado. La constructora, tras hacer una ampliación de capital, estaba comprando algunas de las viejas fábricas del barrio y proyectando nuevos bloques de viviendas.
—Esto no es aquello. Aquí se respira otro aire. Aquí hay futuro —dijo Meneses—. ¡Menos mal que supe vender a tiempo!
Se refería a los locales que a lo largo de los años había ido comprando en Tetuán para sacar adelante algunas de sus actividades extraoficiales. La independencia marroquí era ya irreversible. Estaba previsto que las negociaciones no fueran más allá de marzo o abril y, entre tanto, los españoles del Protectorado, confundidos por lo vertiginoso de los acontecimientos, comenzaban a poner en venta sus negocios. Pero todos querían vender y nadie quería comprar, y cada día que pasaba esos negocios valían menos que el día anterior.
—Vamos a ver a muchos irse de allí con una mano delante y otra detrás —auguraba Meneses con una mezcla de lástima y regocijo—. En Tetuán no acaban de hacerse a la idea. Dentro de poco se habrá convertido en una ciudad marroquí, mejor dicho, en una ciudad marroquí de provincias. Y del esplendor de la capital del Protectorado no quedará ni rastro. ¡Os lo digo yo! Los años de prosperidad se han terminado, y punto. ¿Que hay quienes no creen que las cosas vayan a cambiar demasiado y prefieren aferrarse a sus ruinosos negocios? ¡Peor para ellos! El que tiene un comercio o un taller o una casa de huéspedes piensa que sigue valiendo lo que valía hace unos meses, cuando sólo vale lo que valdrá dentro de unos meses: nada. ¡Qué ingenuos son algunos, Dios mío!
—En Melilla también —dijo Mercedes.
—En Melilla también ¿qué? —replicó Samuel.
—Que también se está yendo la gente. Por cada nueva señora que nos llega a la Gota de Leche hay cuatro o cinco que se despiden porque se vuelven con sus maridos a la Península.
—Pero eso es absurdo…
Meneses le rellenó la copita de jerez.
—¡Alegra esa cara, hombre! —dijo—. ¡Melilla es tan española como Valladolid!
—Qué pena, de todos modos… —dijo Mercedes.
—¿El qué? —dijo Meneses.
—Tetuán, con lo pintoresca que es… Tú ibas mucho por allí, Samuel. ¿No te da pena?
Samuel se encogió de hombros:
—Las cosas cambian.
Meneses sacudió la cabeza y siguió hablando. Había tenido acceso a informes confidenciales de la Alta Comisaría y sabía que, una vez firmados los acuerdos, el ejército español iría abandonando de forma gradual el territorio marroquí. Podía ser cosa de dos, tres años, quizá más. Durante ese tiempo, bastantes de sus amigos llegarían a la edad de retirarse. ¿Y qué mejor sitio que la Malagueta para disfrutar de la jubilación? La playa al lado, un clima inmejorable, pisos de lujo en el barrio más moderno de la ciudad… Mercedes se levantó un momento para ir al lavabo, y Meneses se inclinó hacia Samuel y susurró:
—¡Me los están quitando de las manos, Samuel! ¡Me los están quitando de las manos!
—No sabes cuánto me alegro…
—Pues nadie lo diría. Lo acabas de decir: las cosas cambian. No vamos a estar todo el tiempo suspirando por el pasado. ¿Qué se nos ha perdido a nosotros en Tetuán? ¿Eh? ¿Se nos ha perdido algo en Tetuán?
Samuel le observó, suspicaz. ¿Podía ser que su relación con Alegría hubiera llegado a oídos de Meneses? ¿Quién le aseguraba a él que durante años no hubieran sido la comidilla de sus amigos militares? ¿Cuántas bromas obscenas habrían hecho a sus espaldas? ¿Cuántos comentarios groseros habrían dedicado a Alegría y al amor que siempre le había inspirado? Meneses sonreía, y al hacerlo mostraba la funda de oro de uno de sus caninos. Samuel se alegró de que Mercedes volviera del lavabo y Meneses abandonara el tono confianzudo para decir:
—Me dijo Monterde que aún no habíais elegido no sé qué, creo que el color de las puertas… ¿Volvemos?
La nueva situación amenazaba también los negocios de Samuel en Melilla. Con la desaparición de la Alta Comisaría, perdería sin duda privilegios e influencias. Pero, sobre todo, perdería su mercado natural. Los españoles del Protectorado, con unas necesidades y unos hábitos de consumo muy distintos de los de la población nativa, constituían el mercado natural de los intermediarios a los que él proveía. Si los españoles se iban, también se irían esos intermediarios, los clientes de Samuel. Éste, de hecho, ya sabía de varios que estaban preparando el traslado a la Península. ¿Qué empresas ocuparían el vacío que ellos dejaran? Muy bien podía ocurrir que las importaciones se redujeran de forma drástica y que el puerto de Melilla, que no había parado de crecer en medio siglo, estuviera condenado a una ruina inminente. ¿Qué sería entonces de él y de su empresa? Las reuniones con el Niño Quiñones eran cada vez más frecuentes y prolongadas. Todos los asuntos de Melilla que podían gestionarse desde la delegación de Málaga fueron poco a poco siendo derivados a ésta, por lo que el personal de una oficina aumentaba en la misma medida en que disminuía el de la otra. En algún momento, Samuel comprendió que se había completado una inversión que de forma imperceptible había ido produciéndose durante meses: la sede central se había convertido en delegación, y viceversa.
También en su vida doméstica se había producido un vuelco similar. La idea de regresar algún día a la Península siempre había formado parte de los proyectos e ilusiones de Mercedes. Pero ese regreso pertenecía a un futuro lejano e inconcreto, y lo que, sin saberlo, había hecho Samuel al comprar el piso de la Malagueta había sido establecer un calendario. El tiempo que duraran las obras sería asimismo el tiempo que tardaría ese proyecto en volverse irreversible. Nunca llegaron a hablar de ello. Nunca llegaron a discutirlo, como no se discuten las cosas que todos dan por descontadas. El cambio acabó imponiéndose con tal naturalidad que el propio Samuel se preguntaba si no era él mismo el que, desde lo más profundo de su alma, estaba clamando por algo así: una nueva vida, una vida en un lugar distinto, con una Mercedes recuperada, dispuesta a ser la de siempre, un futuro libre de convulsiones e incertidumbres, un futuro como el de cualquier ciudadano, sin nadie que le reprochara su condición de mal judío…
En verano, Monterde les entregó las llaves del piso, advirtiéndoles:
—Aquí tenéis. Sois los primeros. Pero sin prisas. Faltan detalles. Pequeños detalles.
Mercedes y Miriam aprovechaban los viajes para ir por las tiendas reservando muebles y electrodomésticos. Cada decisión que tomaban implicaba una selección a la inversa. Si compraban un armario para la habitación del matrimonio, eso quería decir que el viejo armario de Samuel y Mercedes seguiría en Melilla. Si compraban una mesa de comedor o una radio, lo mismo. De los objetos más grandes y pesados sólo se llevarían los que se conservaran en buen estado, como el piano de Miriam o la nevera Electrolux. Samuel no ignoraba que, de ese modo, la casa de Melilla terminaría mutilada, incompleta. Y, lo que resultaba más doloroso, que esa casa mutilada e incompleta estaba condenada a quedar como un monumento a su vida pasada, a lo peor de ella, a lo más averiado e inútil, como averiados e inútiles se le antojaban ya la butaca en la que le gustaba leer el periódico o el biombo del salón, que tan elegante les pareció cuando lo compraron, veintitantos años atrás, y tan anticuado y vulgar les parecía ahora. Había en ello algo simbólico, como si todos se hubieran puesto de acuerdo en purgar sus vidas, en desprenderse de lastres para llegar renovados y limpios a ese futuro ya inminente. ¿Y Sara? ¿Y la habitación de Sara en la nueva casa? Reservaron para ella uno de los dormitorios de atrás, de los que no daban al mar sino a la calle Reding, y simplemente cerraron la puerta y no la volvieron a abrir. Esa habitación cerrada y sin muebles reflejaba bien en qué se había convertido para ellos la vida de Sara: una incógnita, un vacío con el que tenían que acostumbrarse a convivir.
La mudanza se fijó para el jueves 25 de octubre. La tarde anterior, Samuel fue al cementerio a visitar la tumba de sus padres y su hermana Raquel, muerta de meningitis a los tres años de edad. Su madre, Sara, había muerto con sólo cuarenta y nueve años, cuando todavía Alegría y él eran medio novios y Mercedes no había aparecido en su vida. Su padre, Elías, aunque bastante mayor que Sara, había llegado a asistir al banquete de bodas en la Hípica e incluso a conocer a su primera nieta, Miriam. Samuel había pasado mucho más tiempo con su padre que con su madre, y sin embargo se acordaba mejor de ésta que de aquél. Se acordaba de su risa, la risa de su madre, una risa afilada y nasal, una risa de labios apretados que subía de tono hasta convertirse en un imm-imm-imm. Para él seguía siendo uno de los sonidos más bellos del mundo. Cerró los ojos y trató de evocarlo: «Imm, imm-imm…». ¿Cuántas veces la había oído reír así mientras le pasaba el peine por el pelo recién mojado o la ayudaba en la cocina a hacer ovillos de lana? Salió del cementerio y, casi sin darse cuenta, echó a andar hacia Melilla la Vieja. Hacía un montón de tiempo que no iba por allí. Subió las cuestas resoplando y se detuvo ante un pequeño portal de la calle Alta. Llamó a la puerta. Le abrió un niño de unos siete años. Desde el fondo de la casa llegó una voz preguntando quién era. Al cabo de unos segundos apareció una mujer secándose las manos en el delantal.
—Perdone que la moleste —dijo Samuel—. Yo nací aquí. ¿Le importa si…?
La mujer se hizo a un lado y Samuel entró. Todo seguía más o menos como lo recordaba: las escaleras estrechas a la derecha, el cuartito al final del pasillo, la cocina en la que pasaban la mayor parte del tiempo. Todo seguía más o menos igual, sólo que más pequeño, como si hubiera encogido con el paso de los años. Recordaba la casa más grande pero también más luminosa, con los rayos del sol enredándose en el pelo oscuro de sus hermanas y extrayendo de él insospechados brillos dorados. Aquélla había sido su casa cuando todavía su padre no había empezado a prosperar. Entonces era una casa pobre, pero ahora lo era más, con manchas de humedad en el techo, con las grietas de las paredes disimuladas detrás de lo que parecían ser estampas de viejos calendarios. Señaló el recodo en el que el pasillo se juntaba con el hueco de la escalera.
—Mis hermanas y mis padres tenían sitio arriba. Pero yo dormía aquí. Aquí tenía mi catre y mis cosas. Y desde aquí, cuando me despertaba, veía todo lo que hacían los demás… ¡Qué feliz era! ¿Y sabe qué es lo que más me sorprende? —Samuel aspiró una bocanada de aire—. Que sigue oliendo igual. Todo en esta casa huele como cuando yo era niño: a limón y a pan ázimo. ¿Son ustedes judíos?
La mujer negó con la cabeza. Hizo un gesto hacia la escalera:
—¿Quiere subir? Está todo desordenado, pero…
—No hace falta. Gracias.
Samuel se despidió con una sonrisa y volvió a la calle. Cuando llegó a casa, vio que algunos muebles, protegidos por mantas y atados con cuerdas, estaban ya preparados para la mudanza. Junto al piano había más mantas y más cuerdas para el día siguiente y, apiladas junto a una pared, varias cajas de cartón en las que estaba escrito con tiza: VAJILLA BUENA, RELOJ PAPÁ, CRISTAL. Miriam canturreaba distraída. Samuel se paró a escuchar. Su hija levantó las manos del teclado y le miró.
—¿Por qué te paras? Vuelve a cantar. Cántala desde el principio.
Miriam se aclaró la voz y obedeció:
—«Esther, mi bien, ¿qué haremos? Casa santa fraguaremos con la ayuda de los cielos. Melej Mashiaj veremos. Hagáis la teba de oro fino donde suba Israel regmido. Hagáis la teba de oro y plata donde suba nuestra ley santa…».
—¿Dónde la has aprendido?
—Me la enseñó la tía Rebeca. Me dijo que os gustaba cantarla de niños.
Hubo un silencio muy largo, y Miriam dijo:
—Papá, ¿estás bien?
—Claro que estoy bien.
—No sé. Te encuentro raro.
—Estoy perfectamente.
Villa Nador había vuelto a ser Nador a secas. Las calles seguían embarradas por las lluvias recientes. El Citroën Pato cruzó el paso a nivel y avanzó en dirección al puerto. Pasó despacio junto a la Escuela Elemental del Trabajo, la iglesia y la Junta Municipal. Al llegar a la esquina de la avenida del Generalísimo, Samuel ordenó frenar. Leyó el nuevo rótulo de la calle:
—Avenue Mohamed V… —Señaló hacia la derecha, hacia General Aizpuru—. Sigue para allá, Germán.
—Es hacia abajo —dijo Mordecai, que no había abierto la boca en todo el trayecto.
—Sólo será un minuto. Tenemos tiempo.
Muchos de los negocios mantenían aún sus nombres originales: Estanco Carmelo, Farmacia Caballero, Bar Caza y Pesca… Pasado el Refugio de Niños Huérfanos Rifeños, estaba el edificio del Banco Hispano Americano, y Samuel vio gente que entraba y salía. Habían sustituido los letreros de las calles, pero las cosas necesitaban algo más de tiempo para cambiar del todo. Bajaron por General Aizpuru, donde estaban el matadero, los talleres de la Junta y el campo de fútbol del Villa Nador. Tampoco el equipo de la ciudad había cambiado aún de nombre. Giraron dos veces a la izquierda, primero al llegar al paseo marítimo, luego cuando estuvieron a la altura del Club Náutico. Germán conducía pendiente de las indicaciones de Samuel, que volvió a hacerle parar. Esta vez Mordecai no dijo nada. Samuel miraba el pequeño puerto pesquero y la playa.
—Aquí gané yo unas cuantas carreras. Las organizaban a finales de julio, para las fiestas. Entonces no existía el Náutico. Me levantaba antes del amanecer y venía andando desde Melilla. Y nada más llegar, por muy cansado que estuviera, ¡hala, a la playa a correr! Si ganaba alguna carrera, ya tenía dinero para comprar dulces o pagar la entrada de la danza del vientre. Si no, nada. ¡Así que tenía que ganar! No quería perderme nada: el partido de fútbol, el tiro de pichón… O la corrida de la pólvora, que era impresionante, con todos esos jinetes moros corriendo a galope tendido y pegando tiros al aire…
Soltó un suspiro e hizo un gesto a Germán por el retrovisor. El Citroën arrancó. De vuelta hacia Generalísimo por el paseo de las Palmeras, Samuel fue recitando los antiguos nombres de las calles:
—General Marina, General Pinto, Díez Vicario, Canalejas… Si le cambias el nombre a una cosa, la cosa cambia, ¿no? Y, dentro de un tiempo, ¿quién se acordará de que estas calles alguna vez se llamaron así?
El lugar de encuentro era el cine Victoria, fácil de encontrar y previsiblemente solitario a esas horas de la mañana. Se metieron por Álvarez Cabrera y aparcaron en la esquina de la Avenue du Rif.
—Cómo demonios se llamaba esta calle… ¿Lo veis? Yo mismo he empezado a olvidar.
El edificio, de construcción reciente y estilo racionalista, con un ojo de buey sobre la puerta de entrada y cuatro arbolillos jóvenes delante, exhibía una modesta elegancia provinciana. En una vitrina se exponía la programación de la semana, con un cartel de Marcelino pan y vino en el que Pablito Calvo tendía una rebanada de pan al Cristo crucificado. Samuel echó un vistazo a la plaza. No fue difícil reconocerles. Llevaban demasiada ropa para esa época del año, con camisas y chaquetas superpuestas, como los mendigos, y tenían el equipaje semiescondido detrás del pequeño seto. Pero lo que de verdad les delataba era la ansiedad de la mirada. Eran diez, de edades muy diferentes, desde una pareja de ancianos vestidos completamente de negro hasta una niña que apenas si sabía sostenerse en pie. Samuel y Mordecai fueron hacia ellos. El que parecía el jefe del grupo, un hombre calvo y achaparrado, se puso en pie. Entre las instrucciones que les habían hecho llegar estaba la de que se abstuvieran de llevar prendas que les identificaran como judíos. A aquel hombre se le identificaba igual aunque no llevara puesta la kipá. Mordecai organizó los tres grupos y ordenó al primero que fuera metiendo sus bultos en el maletero. Viejos y jóvenes se despedían como si no fueran a verse en años.
—Pero si va a ser cuestión de un rato… —refunfuñó Germán.
El hombre calvo y los dos ancianos se metieron en el coche. Mordecai entregó a Samuel sus pasaportes.
—Después mandaré a otros cuatro, y en el último viaje iré yo con los tres restantes. Todo va a salir bien —dijo.
Samuel se sentó al lado de Germán y le hizo señas para que arrancara. Se volvió y observó a los pasajeros. Los dos ancianos estaban como acurrucados, con la mirada clavada en los pies. No parecía que hablaran español. El calvo sonrió con timidez.
—¿Es usted del Mossad?
Samuel se echó a reír.
—¿Yo? ¿Del Mossad?
En cuanto estuvieron en la carretera, les tendió sus pasaportes.
—Por un tiempo olvídense de sus nombres. En Israel volverán a llamarse como se llaman, pero ahora usted es Salvador Martínez Delgado y sus padres Bernabé Martínez Ros y Francisca Delgado Gimeno. Nadie les va a decir nada pero, si por casualidad les preguntan, recuerden que son de Hellín, provincia de Albacete.
—Albacete —repitió el hombre despacio, como saboreando las sílabas.
—Explíqueselo a ellos. Tienen unos minutos para aprendérselo.
Entrarían en Melilla por la frontera de Beni Enzar, la más transitada y por eso mismo la que más posibilidades ofrecía de pasar inadvertidos. Antes de llegar al puesto fronterizo, Samuel dio las últimas indicaciones:
—Hablaré yo. Si se dirigen a ellos dos, diga usted que son sordos.
En la cola, delante de ellos, esperaban dos camiones y media docena de carros. Los que viajaban a lomos de algún animal, generalmente burros esqueléticos con ronchas en la piel, pasaban por una calzada lateral junto a los que iban a pie, casi todos seguidos de cabras u ovejas o cargando con voluminosos fardos. Allí el alboroto era enorme, y unos policías ponían orden amagando fustazos con las varas. Cuando llegaron a la cabeza de la fila, Samuel echó un vistazo al asiento trasero. El calvo, con el rostro contraído en una mueca que pretendía ser una sonrisa, temblaba ligeramente. Un policía joven se les acercó por el lado del conductor. Samuel esperó a que pudiera oírle para decir con jovialidad:
—Salvador, tu pasaporte. Y los de tus padres.
Germán reunió los cinco pasaportes y los tendió a través de la ventanilla. El policía echó una ojeada rápida a los de Samuel y Germán y dedicó algo más de tiempo a los otros. Luego se inclinó y observó con atención a los tres pasajeros. Sin pronunciar una sola palabra se dirigió a una caseta cercana.
—¿Qué ocurre? —dijo el calvo, asustado, y Samuel trató de tranquilizarle:
—Nada. No ocurre nada. ¿Qué va a ocurrir? Somos cinco ciudadanos españoles que viajamos en un coche español.
El policía regresó acompañado de un oficial, que miró primero a Germán y a Samuel y luego a los otros tres. Cuando ya temían que fuera a hacer alguna pregunta, rodeó el vehículo, miró la matrícula y se paró junto a la ventanilla de Samuel. Miró su pasaporte y dijo:
—Yo a usted lo conozco de vista. Ahora ya sé cómo se llama. Samuel Caro.
En su voz no había el menor indicio de hostilidad. Samuel sonrió.
—Viajo mucho por cuestiones de trabajo —dijo, e hizo un gesto hacia el asiento trasero—. Pero esta vez no. Esta vez estoy enseñando la zona a unos parientes de mi mujer que han venido a visitarnos.
El otro sonrió también. Antes de devolver los pasaportes, echó un último vistazo al interior del coche. Samuel le dijo adiós con la mano. El coche entró en Melilla.
—No se lo ha tragado —dijo Germán.
—Claro que no —dijo Samuel.
—Y yo tengo que hacer dos viajes más…
Rebeca y Esther esperaban asomadas a un balcón. Desde que Mercedes y Miriam se habían mudado a la Malagueta, sus visitas a la casa se habían vuelto frecuentes, y el propio Samuel les había dejado una llave. El Citroën se detuvo ante el portal. Samuel indicó a los tres fugitivos que salieran. En plena calle, ante los elegantes escaparates de General O’Donnell, parecían aún más encogidos y más pobres. Esther bajó para ayudar con los bultos. Samuel les sostuvo la puerta y volvió junto a Germán, que no había salido del coche. Le entregó una tarjeta de visita.
—Dásela.
—¿Al oficial?
—A quién va a ser. Pero dásela ahora que vas de vacío. No a la vuelta. Dile que pase a verme por la oficina. Que estaré encantado de ayudarle en todo lo que esté en mi mano.
La decoración de la casa reflejaba la provisionalidad en la que se había instalado su vida. Por un lado, había quedado medio desamueblada tras la mudanza; por otro, sus hermanas, en su afán por colaborar y sentirse útiles, habían empezado a imprimir su propia huella a través de los adornos y utensilios con que iban rellenando los huecos dejados. Tenía todo un aire incongruente, con cosas demasiado nuevas junto a cosas demasiado viejas, con cosas fuera de sitio y sitios sin nada. Para reemplazar algunos ornamentos (y también, en palabras de Esther, para que los viajeros se sintieran como en casa), habían recuperado del arcón la menorá de siete brazos, los grabados del templo de Salomón y la lira lacada en plata, que ocupaba ahora un lugar de privilegio en la pared junto a la que había estado el piano de Miriam.
—¿Dónde estáis? —preguntó Samuel desde el salón.
Estaban en la cocina. Sus hermanas habían preparado unas fuentes de ensalada y sardinas, y los otros tres comían con auténtica voracidad. Medio en francés, medio en ladino, habían conseguido entablar conversación.
—Han tardado un día y medio en llegar a Nador —dijo Esther—. Vivían en un pueblecito al sur de Mequinez…
—Pobre gente —dijo Rebeca—. ¿Caliento agua? Querrán asearse un poco. Hay tiempo, ¿no?
Llegó la segunda tanda, y también se desvivieron por ellos. Samuel observaba a sus hermanas con una sonrisa. Si había personas que para ser felices necesitaban cuidar de otras, Rebeca y Esther eran de ésas. Habían recuperado un buen humor que no recordaba desde hacía muchos años, y hasta parecían más lozanas, con una energía y un desparpajo impropios de unas cincuentonas. Para amenizar la espera, Rebeca descolgó el arpa y Esther, con su vocecilla de gorrión, entonó una vieja canción hebrea:
—«Dice la nuestra novia: ¿cómo se llaman las cejas? No se llaman cejas sino cintas de telar. ¡Ay, mis cintas de telar…!».
Samuel se felicitó por haber confiado en ellas. La anciana se animó a tararear unas estrofas en haquitía, el ladino del norte de África, y los demás marcaban el ritmo con la cabeza y la animaban a seguir. Cuando se atascaba, todos se echaban a reír e improvisaban el final del verso. El vocerío fue creciendo. En algún momento, Samuel apartó a sus hermanas y les habló con seriedad:
—Acordaos de que todo esto es secreto. Nadie, ¿me oís?, nadie debe enterarse. Los de hoy son sólo los primeros. Quién sabe cuántos más necesitan nuestra ayuda, cuántas veces tendremos que hacer esto…
Cuando los tres últimos llegaron acompañados de Mordecai, los más jóvenes del grupo, cogidos de la mano, habían empezado a bailar. Samuel se llevó a Mordecai al salón y descolgó el teléfono.
—Supongo que no habéis tenido problemas en la frontera… En el puerto tampoco los habrá, ya me he asegurado. Así vas aprendiendo cómo se arreglan las cosas aquí: pagando. Llamo a Málaga y digo que adelante con los faroles.
La conversación fue breve porque el Niño Quiñones estaba sobre aviso. Luego volvieron a la cocina, y Mordecai dio las últimas instrucciones en español y francés y anunció que media hora después estarían todos en el barco que debía llevarlos a Málaga. De Málaga saldrían para Marsella a la mañana siguiente, y de allí, al cabo de un par de días, para Israel, Eretz Yisrael, la Tierra Prometida… Los fugitivos se abrazaban y lanzaban exclamaciones de júbilo. Mordecai pidió un instante de silencio para añadir:
—Nada de esto habría sido posible sin la generosa colaboración de nuestro hermano…
Samuel negó con la cabeza pero no pudo evitar que aquella gente se le acercara para besarle las manos. Lo hacían ordenadamente, uno detrás de otro, y utilizando distintas fórmulas de agradecimiento.
—El Dio te ‘hadee de malos caminos —dijo la anciana mirándole a los ojos.
Samuel recordó que ésa era una de las bendiciones clásicas que se decían en su familia. De repente, regresaron a él los olores de la infancia: el olor a limón y pan ázimo, el olor a trigo de la ropa de su madre, el olor también a los geranios de las ventanas que daban a la calle Alta. Sonrió. Desde una esquina, Rebeca y Esther le observaban orgullosas.
Germán se las arregló para repartir todo el equipaje entre el maletero y el interior del Citroën. No quedó espacio para nadie, así que todos echaron a andar detrás de Samuel en cuanto el coche arrancó. Avanzaban muy despacio, a la velocidad que imponían los más lentos, y cada pocos metros los que iban delante se paraban a esperar. No había ninguna prisa. Le apeteció llevarlos por el Parque Hernández. El puerto estaba muy cerca. Era cruzar el parque y caminar un poco más. Cuando estaban ya a punto de abandonar el parque, Samuel se volvió hacia la pequeña caravana. Los miró con detenimiento: el hombrecito calvo, que movía los labios como rezando, los dos ancianos vestidos de negro, agarrados del brazo como si temieran caerse a cada paso, una madre joven con su niña dormida en brazos, una mujer de edad indeterminada que para andar se ayudaba de un bastón… Quizás no fuera gran cosa esa gente, pero era su gente.
Por un momento, pero sólo por un momento, Samuel se sintió como un Moisés menor guiando a los suyos a través del desierto.