LA NOVELA DE MIRIAM
El concurso de Radio Juventud se llamaba Cantera de talentos y se celebraba en el salón de actos del colegio La Salle, junto a la plaza de San Francisco.
—¿Nerviosas? —preguntó Teresa, y las cuatro niñas, vestidas según la moda ye-yé (pantalones capri, jersey de cuello cisne), no supieron qué decir.
—¿Cómo van a estar nerviosas? ¡Con lo que hemos ensayado! —trató de animarlas Miriam.
Estaban en una especie de almacén, entre viejos potros de gimnasio y sillas de tijera apiladas contra la pared.
—No vayáis a dejarnos en mal lugar… —se despidió la monja y, durante los escasos segundos que permaneció abierta la puerta, les llegó la voz del presentador y el sonido de los aplausos.
Si se habían presentado, había sido precisamente por insistencia de Teresa, que decía que no perdían nada por probar y que, en todo caso, seguro que se lo iban a pasar muy bien. Sentada en una banqueta de vestuario, una de las niñas no paraba de agitar las piernas. Miriam puso los brazos en jarras.
—¿Te quieres estar quieta, Charo? Vas a acabar poniéndome nerviosa a mí. ¡Hala! ¡Un último ensayo! A ver si así…
Las niñas, obedientes, se dispusieron por parejas. Miriam se sentó en la banqueta y apoyó los dedos en un teclado imaginario. Marcando el ritmo con la cabeza, dio entrada a dos de las niñas, que, mientras las otras dos ejecutaban unos pasos de baile bastante elementales, entonaron los primeros versos:
—«Vuelvo a la playa donde te conocí y el mar me canta así: ¡Downtown! Y los amigos que antaño dejé van saludándome: ¡Downtown…!».
Ahí las dos pequeñas cantantes se sumaban a la coreografía y la voz de Miriam tomaba el relevo:
—«Lo veo todo igual, nada ha cambiado en el ambiente, y con la mirada yo te busco entre la gente. Ya te vi, radiante tu cara de alegría viene corriendo de lejos, sonriéndome…».
El estribillo lo cantaban todas juntas:
—«¡Downtown, yo voy gritándote! ¡Downtown, tú contestándome…!».
La canción terminó y las niñas, en fila, saludaron inclinando la cabeza.
—¡Muy bien! —dijo Miriam, dando unas palmadas—. ¡Vamos a dar la campanada!
Con treinta y siete años recién cumplidos, seguía luciendo un aspecto lozano y juvenil. Sólo su voz había madurado: se había dotado de profundidad y aspereza, y la práctica continuada le había enseñado a dominar registros y modulaciones. Desde luego, aquella Miriam no era ya la que en el salón de la casa de Melilla atormentaba a los invitados con sus gorgoritos.
Oyeron un sonido de pasos y de risas. Miriam se levantó y abrió la puerta.
—Voy a ver.
Era el grupo que acababa de actuar, unos imitadores de Los Brincos con capas españolas, gafas de pasta y largos flequillos. Guardaban los instrumentos en sus estuches y comentaban excitados la acogida del público. «Si ganamos, brindaremos con coñac», bromeaban en alusión al premio, la grabación de un Disco Sorpresa Fundador, una colección de singles patrocinada por la conocida marca de coñac. Miriam siguió andando y se metió por el pasillo que llevaba a la parte trasera del escenario. Al otro lado de los bastidores, alguien cantaba a voz en grito una canción de aires italianos. Un joven con un lapicero en la oreja enrollaba cables de micrófono.
—Aquí no se puede estar —dijo en voz baja.
—¿Nosotras cuándo salimos?
—¿Quiénes sois vosotras?
—Repóquer.
—¿Cómo?
A Miriam le pareció que lo había oído perfectamente. Repitió:
—Repóquer. Las cuatro niñas y…
El otro se sacó un papel arrugado del bolsillo y lo iluminó con una linterna.
—Calcula veinte minutos. Yo os aviso.
En lugar de regresar, anduvo hacia una puerta lateral que daba al patio de butacas. La abrió con sigilo y se asomó. El salón estaba lleno de gente, principalmente de familiares de los concursantes. No le habían dado demasiadas invitaciones, y se había sentido obligada a repartirlas entre las niñas. De comprar entradas para su propia familia se había ocupado Ramiro. Los buscó con la mirada. Sí, estaban todos: en una fila el propio Ramiro con Mercedes, Samuel y Teresa, y en la de atrás Felisa (que ya era como de la familia), Sara y Felipe con Daniel, Elías y los gemelos. Eso era todo lo que quería, tenerlos localizados, así que cerró con cuidado y volvió sobre sus pasos.
Cuando el joven del lapicero en la oreja acudió a llamarlas, las niñas estaban ya histéricas.
—No os preocupéis —dijo Miriam—. En cuanto empecemos, se os pasarán los nervios.
En realidad, si había aceptado participar en el concurso, no era sólo debido a la insistencia de su tía Tere. Ese día, 27 de marzo, era el cumpleaños de Samuel, y Miriam se había imaginado a sí misma recogiendo el premio y dedicándoselo por sorpresa a su padre. ¡Qué gran momento sería! ¡Y cómo le gustaría poner un poco de emotividad y dulzura en la vida de su familia, siempre tan tirante! Pero, a medida que avanzaban los ensayos, la realidad había acabado imponiéndose sobre sus fantasías: esas cuatro niñas, siendo las que mejor cantaban de su clase, lo hacían bastante mal, bailaban de un modo descoordinado y sin gracia, y su actuación, aun en el caso de que todo saliera bien, sólo podía aspirar a resultar simpática. Al lado de los otros competidores, más próximos a los gustos de un público joven, no tenían la menor posibilidad de ganar el premio. La única solución era dedicárselo antes, y eso fue lo que hizo en cuanto el presentador, tras improvisar algún jueguecito de palabras con los nombres del grupo y de las niñas, las acompañó junto al piano.
—Hoy es un día muy especial para mí —dijo Miriam, agarrando el micrófono—, pero sobre todo para alguien muy querido que hoy mismo cumple setenta años. Es mi padre y está aquí.
Un foco le buscó entre el público. Samuel negó con las manos pero, ante la insistencia de Mercedes, tuvo que levantarse y hacer un gesto de agradecimiento. El presentador se volvió hacia Miriam y dijo con voz engolada:
—¿Le va a cantar el Cumpleaños feliz?
—Algo mejor. Le voy a decir… clin-clin.
—¿Clin-clin?
—Ya sabe él la felicidad que me evocan esas dos sílabas —dijo Miriam, haciendo el gesto de agitar un vaso de agua, y su padre le mandó un beso.
—¡Pues eso! ¡Clin-clin! —Y el público aplaudió.
La actuación salió bien, todo lo bien que podía salir. Luego intervinieron los últimos concursantes y se procedió a la votación. Ganó el grupo que imitaba a Los Brincos, pero todos los participantes tuvieron el privilegio de pasar por el escenario para recibir los elogios del jurado. Las niñas, excitadas, buscaban a sus padres entre el público y saludaban con la mano. Cuando todo acabó, Miriam se reunió con su familia a la salida del colegio. Samuel y Mercedes avanzaron hacia ella.
—¡Qué detalle tan bonito! —exclamó Mercedes—. Aún estoy temblando de la emoción. ¡Y eso que no es mi cumpleaños!
—¿Quieres decir que no me he emocionado lo suficiente? —dijo Samuel, acostumbrado a detectar insidias en los comentarios de su mujer—. Has estado estupenda, hija.
También los demás la felicitaron. Entre besos y abrazos, Miriam preguntaba por señas a Ramiro dónde estaban los niños.
—Han ido al coche —dijo él—. Están discutiendo sobre a quién le toca ventanilla.
—¿Cabremos todos? —preguntó Felipe, el marido de Sara, que tenía el coche en el taller.
Miriam saludó a su hermana pasándole la mano por la tripa. Era uno de sus pocos gestos privados, acaso el que más ternura expresaba. Sara se había acostumbrado a hacerlo cuando Miriam estaba embarazada de Elías, y luego Miriam lo recuperó cuando los gemelos. Ahora Sara estaba de cinco meses.
—¿Lo dices por mi barriga? —bromeó, aunque en sus bromas se percibía siempre un lejano matiz de desafío. Se volvió hacia Ramiro—. ¿Dónde tienes el Gordini?
—No es un Gordini…
—Que sí, Ramiro —sonrió Miriam—. Que no es un Gordini. Que es un Dauphine.
Por algún motivo, Ramiro se irritaba cuando a su Dauphine lo llamaban Gordini, que era el nombre de un modelo muy semejante pero algo posterior. Dijo:
—Dos niños en cada coche para que no armen demasiado alboroto. Y los adultos ya nos arreglaremos.
Mercedes, Samuel, Felipe y los dos gemelos siguieron a Felisa hacia el Seat 1400, mientras Ramiro iba a buscar el Dauphine. Sara y Teresa se quedaron con Miriam, que se despedía de los padres de sus alumnas. Cuando ya el Dauphine estaba esperándoles en doble fila, se acercó a felicitarla un hombre despeinado y ojeroso que recordaba un poco a Serge Gainsbourg. Miriam lo había saludado en el escenario un rato antes: era uno de los miembros del jurado. La conversación no duró ni un minuto.
—Me ha gustado mucho su versión de Petula Clark —dijo, y Miriam se fijó en que no pronunciaba Pétula, como todo el mundo, sino Petula—. Una voz muy personal, una presencia distinguida y sugerente… En la música española no hay nadie que ocupe ese hueco. ¿Qué otras canciones tiene en su repertorio?
Ella, halagada, no supo qué contestar. El otro prosiguió:
—Los cantantes melódicos de este país son todos una birria. Usted y yo tal vez tendríamos que hablar.
—¿Hablar?
—Me sobran las niñas, me sobra el piano. Tal vez con un órgano Hammond… —dijo el hombre, rebuscando en sus bolsillos—. ¡Aquí está! Trabajo en Belter.
—¿La casa de discos?
Miriam leyó el nombre que figuraba en la tarjeta: Sergio Morales. Teresa se acercó para decir que ya estaban todos en el coche. Miriam sintió una punzada de vergüenza porque aquel hombre la viera con una monja. Más para justificarse que para presentarla, dijo:
—Mi tía Tere.
—Encantado. Le estaba diciendo a su sobrina que, actualizando un poco su imagen, tal vez cambiándole el peinado… —Se volvió hacia Miriam—. ¿Cómo escribe su nombre? ¿Con i griega?
—¿I griega?
—Piénselo. Eme, i griega, erre, i latina…: Myriam. Es más estiloso, más internacional.
—Jamás se me habría ocurrido.
Miró a la monja. Ésta le hizo un gesto que ella erróneamente interpretó como de apremio. Morales se revolvió el pelo con la mano y dijo:
—Vayan, vayan, si las están esperando. Miriam, tiene mi tarjeta. Llámeme cualquier día y hablamos.
En el breve trayecto hasta el coche, a Teresa le dio tiempo de echar un vistazo a la tarjeta y exclamar:
—¿Te estaba ofreciendo grabar un disco? ¡Cielo santo! ¡Vas a ser famosa!
Miriam negó con modestia y guardó la tarjeta en el bolso. Ramiro, vuelto hacia el asiento trasero del Dauphine, reñía a sus hijos:
—Les estoy diciendo que ellos van en el centro. ¡Daniel, córrete un poco y deja la ventanilla a la tía Tere! —Miró a su mujer—. ¿Quién era ese hombre?
—Uno del jurado que quería saludarme —dijo Miriam, cerrando de un portazo.
—¡Le ha ofrecido grabar un disco! —exclamó Teresa desde su rincón en el asiento de atrás.
—¡A quién se le ocurre! —dijo Sara.
El tono burlón de Sara ofendió a Miriam, que sin embargo dijo:
—Sí, qué tontería… ¿Vais muy apretados?
—Vuestra madre va a ser famosa —insistió la monja inclinándose hacia los niños.
—¿De verdad, mamá? —preguntó Elías—. ¿Vas a ser famosa?
—¿Tú me imaginas a mí…? —empezó a decir Miriam, pero Ramiro la interrumpió canturreando:
—«Vuelvo a la playa tararí tararí tirararirarí…».
—«¡Downtown!» —corearon Teresa y los niños desde atrás.
En el chalet, Felisa lo había dejado todo preparado a media tarde: las bandejas de croquetas y empanadillas, las fuentes de espárragos y langostinos, las gigantescas tortillas de patata. Cuando llegó el segundo coche y todos elogiaron lo mucho que se había esmerado, ella no se esforzó en dar las gracias, porque ya los ocupantes del coche anterior se habían deshecho en alabanzas.
—Es sólo un tentempié —decía.
El barullo era enorme. El televisor estaba encendido con el volumen bajo. Los niños, que se habían abalanzado sobre los platos de aceitunas rellenas, mantenían en alto los vasos de plástico para que Sara les sirviera gaseosa. Mientras tanto, Teresa y Mercedes acercaban sillas, Felipe cargaba discos de música clásica en el brazo móvil del tocadiscos y Ramiro descorchaba botellas de vino. Samuel, con un pie encima del escalón como si no supiera muy bien dónde ponerse, fumaba y tosía. Miriam se le abrazó por la espalda.
—¿Te ha gustado la sorpresa?
—Mucho, hija.
Aquella noche nada podía salir mal. Desde que, seis años atrás, se había cumplido el sueño de Mercedes de volver a ver unida a la familia, los roces habían sido frecuentes. El Samuel de ahora no era ya como el de antes de su ingreso en la clínica Lozano, un Samuel irónico y zumbón pero también razonable y protector. El de ahora, suspicaz, ensimismado, sin temple, carecía por completo de sentido del humor y sufría frecuentes accesos de melancolía, que compensaba con inesperados arrebatos de ira. Aunque a veces pasaban días y hasta semanas sin que experimentara grandes altibajos, cualquier detalle insignificante podía de repente provocar la explosión, y eso era motivo de no poco desasosiego entre su mujer y sus hijas, que vivían con el alma en vilo. ¿Qué había ocurrido? Miriam pensaba que, con ese naufragio del que alguna vez le había hablado su madre, algo en su interior se había roto para siempre. ¡Qué fragilidad la del ser humano! Que un hombre como su padre hubiera podido venirse abajo de esa manera la tenía sumida en un estado de perpleja indefensión. Si él, tan fuerte siempre, tan firme y equilibrado, acababa acusando así los golpes de la vida, ¿qué sería de los que, como ella misma, se sabían vulnerables? Ahora, con tal de evitar que se alterara, en torno a Samuel todo eran cautelas. Pero a menudo esas cautelas daban lugar a equívocos, y el propio Samuel las interpretaba como señales de complicidad. Acercó los labios al oído de su hija y susurró:
—Creo que ya he encontrado el local…
—¿Qué local? —dijo Miriam sin entender.
—¿Sabes qué es lo mejor? Que está orientado hacia Jerusalén.
Miriam comprendió por fin y se le escapó un:
—Ay, papá. —Y para arreglarlo añadió—: Siéntate, que te preparo un plato.
Fue a la mesa y cogió un plato. Sara, a su lado, hizo un gesto disuasorio en dirección a los langostinos. Miriam asintió con la cabeza. Aprovechando que nadie las oía, imitó las voces de Mercedes y Samuel para reproducir una de sus discusiones clásicas de los últimos años:
—«Prueba los langostinos, están riquísimos». «Ya sabes que no me gustan». «Siempre te habían gustado». «¡Pues ya no me gustan!».
Sara soltó un bufido. Dijo:
—¿Ya te ha dicho lo del local?
Ahora la que soltó un bufido fue Miriam, que terminó de servir el plato y volvió junto a su padre.
—¡Aquí está! Ya verás qué bueno está todo.
La chispa que inflamaba la ira de Samuel podía ser un malentendido nimio, una respuesta poco meditada, un comentario ambiguo. Y con frecuencia ese malentendido o esa respuesta o ese comentario tenían que ver con su condición de hebreo, condición que arrastraba de un modo conflictivo y atormentado desde la tragedia del Pisces. Seis años antes, al poco de abandonar la clínica, había montado una bronca memorable a propósito de la circuncisión, que trataba de defender con argumentos estrictamente higiénicos: «¡Es una simple operación de fimosis! ¡Ahora todos los médicos la recomiendan!». El episodio no terminó ahí. Poco después, el 5 de abril, nació Elías, y Samuel esperó los ocho días preceptivos para presentarse en casa de Miriam y Ramiro en compañía de un hombre de ropa oscura y largas barbas que cargaba con un maletín de practicante: era el mohel contratado para circuncidar al recién nacido. La cosa acabó en escandalera, con Mercedes llevándose al niño por la fuerza, Miriam llorando a moco tendido en el portal y Samuel, fuera de sí, acudiendo a comisaría a denunciar a su propia mujer nada menos que por secuestro de niños. Hubo otros episodios similares. Durante la Semana Santa de 1964, se puso a vociferar al paso de la Procesión del Silencio porque alguien, en un programa de radio, había recordado el calificativo de «Jesús Nazareno, rey de los judíos» que Poncio Pilatos había dedicado al Cristo crucificado. Y más tarde, a finales de julio del 66, los periódicos recogieron la noticia de que unos desconocidos habían escalado las verjas de la sede de la Comunidad Israelita de Barcelona y prendido fuego a la fachada del edificio, lo que (sumado a la inoperancia de la policía, que fue incapaz de detener a los agresores) era, para el vehemente de Samuel, una prueba irrefutable del arraigado antisemitismo español. La tibia acogida de Mercedes a sus especulaciones acerca de una vasta confabulación le decidió a hacer las maletas y anunciar entre gritos su inmediato viaje a Israel, «la tierra de sus antepasados». Sus hijas tardaron dos días en localizarle en una habitación de hotel, y con una combinación de firmeza y mano izquierda lograron disuadirle de sus propósitos.
—¿Has probado las croquetas? ¿A que están buenas?
Miriam se avergonzaba de sí misma cuando se descubría tratando a su padre con esa delicadeza algo medrosa con que se trata a los enfermos y a los niños, prohibiéndole algunos caprichos, consintiéndole otros. Pero es que tampoco él permitía muchas más alternativas. Últimamente, se había obsesionado con la idea de fundar una sinagoga en Zaragoza, y recorría las calles en busca de un local decoroso y bien situado cuya renta no resultara prohibitiva. «Una sinagoga pequeña, modesta, lo justo para cubrir las necesidades de la comunidad local», decía y, cuando Sara o Miriam le decían que no había noticias de que, aparte de él, hubiera más hebreos en la ciudad, replicaba: «¡Claro que hay! ¡Y seguramente bastantes! ¡Pero no querrás que vayan proclamándolo por ahí! Puede ser que ni siquiera se conozcan entre ellos. ¡Por eso precisamente hace falta una sinagoga! Para que no se sientan desamparados. Para que sepan que no están solos». Él, que nunca en su vida se había planteado la cuestión en esos términos, veía ahora a los judíos como un pueblo perseguido, y se había propuesto sacarlos de sus escondrijos, rescatarlos de no se sabía qué inciertos temores, devolverles la dignidad perdida.
El asunto de la sinagoga podía llegar a convertirse en una nueva fuente de conflictos. Mercedes se las veía y se las deseaba para cuadrar las cuentas con la escasa asignación que su marido le pasaba, y no estaba dispuesta a aceptar que éste despilfarrara el dinero en un proyecto tan disparatado. La simple mención de la sinagoga la sacaba de sus casillas, lo que a su vez amenazaba con provocar nuevos ataques de ira de Samuel. Éste, después de dar buena cuenta de la cena, volvió a buscar a sus hijas y les guiñó un ojo. Dijo:
—¿No queréis saber dónde está el local? Detrás del Teatro Principal. En la acera buena, la de la izquierda. En la otra estaría dándole la espalda a Jerusalén. Es bonito. Muy espacioso.
Miriam sonrió porque no quería aguar aquella fiesta de cumpleaños, en la que todo el mundo estaba obligado a ser feliz. Para zanjar el asunto, Sara se volvió hacia el tocadiscos:
—¡Esa música! —exclamó.
—Sí, qué mal se oye… —asintió Miriam.
—Estos inventos alemanes… —dijo Samuel.
El aparato tenía un brazo metálico que permitía poner varios discos seguidos. El problema era que, cuantos más discos descargaba el brazo, más despacio giraba el plato y más distorsionada sonaba la música. Miriam apartó la aguja y retiró dos de los tres discos.
—Como vuelva a sacar el tema de la sinagoga, te juro que… —murmuró Sara.
Aprovechando esos instantes de silencio, alguien pidió a Miriam que cantara.
—¿No os parece que ya he cantado bastante? —respondió—. Además, aquí no hay piano.
En esos casos siempre ocurría lo mismo: que se improvisaba un coro de niños y acababa siendo Elías el único que cantaba. En eso había salido a su madre, que le enseñaba canciones y se quedaba embelesada escuchándole. Cantaron los cuatro niños un desafinado Cumpleaños feliz, y luego Elías, mientras su padre lo grababa todo con la cámara Super-8, anunció con voz de pito:
—Ahora una canción para la abuelita…
—Abuela. Llámame abuela. Tu abuelita es la otra.
Elías, imitando el acento extranjero de Mike Kennedy, cantó La moto, uno de los grandes éxitos del verano anterior:
—«Quiero una motocicleta que me sirva para correr. Y quiero una camiseta que tenga el número 100…».
La voluntariosa seriedad del niño aportaba un punto de comicidad que obligaba a los adultos a contener la risa. Mercedes, de pie junto a Miriam, prestaba poca atención a su nieto. En algún momento, se puso a cuchichear al oído de su hija, y Samuel soltó un ¡chist! y pidió con las manos un poco de respeto. Miriam pensó que, en su familia, los grandes reproches se escondían detrás de los pequeños y que, en todo caso, siempre se expresaban por gestos. Podría ser que ese chist engañara a un extraño. Pero no a ella, y tampoco a su madre. Las dos sabían que a Samuel la actuación de Elías le importaba bastante poco. Al hacerlas callar, las había acusado de estar murmurando a sus espaldas, y según él el tema de esas murmuraciones no podía ser otro que su proyecto de la sinagoga… ¡Ay, qué fatigoso resultaba todo! Se preguntó Miriam cómo se replicaba a las acusaciones implícitas. ¡Ojalá, en vez de chistar, hubiera interrumpido la canción de Elías para formular su protesta con claridad! Así, al menos, habrían tenido la oportunidad de demostrarle que sus sospechas no siempre eran atinadas. ¿Pero cómo decirle que simplemente estaban hablando de colchones, de los modernos colchones de muelles que Mercedes había comprado para sustituir los de lana de la cama de matrimonio y de su propia habitación, la habitación de Miriam, que después había sido la de Sara y desde hacía seis años era la de Samuel? Miriam recordaba muy bien el momento en que Sara le había dicho que sus padres ya no dormían juntos. Había sido justo después de la bronca por la frustrada circuncisión de Elías. Entonces Sara todavía vivía en el chalet y, con la excusa de que los ronquidos de Samuel no la dejaban dormir, Mercedes se había acostumbrado a dormir en el sofá. Pasadas unas semanas, en cuanto Sara se casó y su dormitorio quedó libre, Samuel se instaló en él y Mercedes regresó a la cama de matrimonio. Miriam recordaba muy bien ese momento porque tuvo la certeza de que sus padres ya nunca volverían a quererse.
Unos aplausos la sacaron de sus cavilaciones. El pequeño Elías sonreía con la cabeza hundida entre los hombros. Mercedes, todavía dolida por el trato injusto de su marido, exclamaba con un entusiasmo desproporcionado:
—¡Muy bien, muy bien!
Miriam pensó que había que hacer algo para que no volviera a aflorar la tensión, pero Sara se le adelantó:
—¿Y los regalos qué?
En ese mismo momento sonó el teléfono, y los gemelos, de cuatro años de edad, corrieron a descolgar. Era siempre lo mismo: una competición privada en la que sólo importaba quién llegaba primero. El que lo conseguía no articulaba luego ni una sola sílaba. Se limitaba a disfrutar del privilegio de escuchar esas voces enigmáticas llegadas de no se sabía dónde. Sara le arrancó el teléfono de la mano, dijo «dígame» y buscó a Samuel con la mirada. Eran Rebeca y Esther, que llamaban para felicitarle. La expectación creada con el anuncio de los regalos se mantuvo mientras duró la conversación telefónica, a la que en otras circunstancias nadie habría prestado atención. Samuel habló con sus dos hermanas, y con ambas se mostró agradecido y afectuoso.
—Hablan casi todos los días —dijo Mercedes, arqueando las cejas.
Miriam tradujo así el gesto de su madre: «Ya veis, le pone más contento esta llamada que cualquier fiesta o canción…».
—¿Vamos a ver esos colchones? —dijo.
Fueron. Miriam se sentó en la cama de matrimonio y con unos saltitos comprobó su elasticidad.
—Hablan casi todos los días —repitió Mercedes—. Y con Quiñones también. Eso sí: siempre les llama cuando no estoy delante.
—Ay, mamá… ¿Qué más te da? Son cosas del trabajo.
—¿Por qué tanto misterio? No quiere que me entere de cómo va la oficina. Podríamos ser millonarios, y yo sin enterarme. O podríamos estar en la ruina, y lo mismo. ¡Supongo que sabes que ya tiene local para su sinagoga!
—Ya verás qué bien vas a dormir —dijo Miriam, y se levantó para ir al otro dormitorio.
Encendió la luz y señaló lo primero que le llamó la atención: una serie de grabados del templo de Salomón que alguna vez habían decorado el salón de la casa de Melilla y de los que casi se había olvidado.
—Qué decoración tan triste para un dormitorio, ¿no? —dijo Mercedes a su espalda—. ¡Pero se ha empeñado y…!
Miriam se había prometido a sí misma que esa noche no habría discusiones y todo saldría bien, así que ignoró el comentario de su madre y repitió la operación de sentarse y comprobar el colchón.
—¡Qué cómodo! —dijo, y luego suspiró—. Ya casi ni reconozco mi habitación.
Era verdad. Habían desaparecido todos los detalles que en su momento había puesto para alegrar el cuarto (las fotos clavadas con chinchetas, el mueblecito para los discos, la lámpara con la pantalla naranja, el zapatero de tela de vivos colores que colgaba detrás de la puerta), y en su lugar había ahora un galán de noche con la ropa del día siguiente, los retratos de antepasados con kipá y los grabados del templo de Salomón. Apareció Sara para meterles prisa.
—¿Qué hacéis?
—Los regalos —asintió Miriam, poniéndose en pie—. Los nuestros los hemos escondido en la cocina.
—Voy un momento al baño —dijo Sara, acariciándose la tripa abultada.
Miriam descubrió a Daniel junto a la repisa de la cocina. En esa repisa, al lado de un cactus que con el tiempo había ido venciéndose hacia un lado y parecía un desmadejado muñeco de trapo, estaba el bote de cristal en el que Mercedes y Felisa dejaban el suelto para las propinas. El niño se puso colorado. Miriam cruzó los brazos.
—Devuelve inmediatamente lo que has cogido.
Daniel hizo un vago ademán de negación, pero enseguida se llevó la mano al bolsillo y sacó unas monedas de cincuenta céntimos. Su madre agarró el bote y lo sacudió con brío, igual que hacían los postulantes el día del Domund. Daniel dejó caer la calderilla en su interior.
—To-do —dijo Miriam.
Del bolsillo del niño salieron unas pocas monedas más. Miriam hizo ademán de darle un bofetón.
—Como se lo diga a tu padre… —amenazó—. Ahora ayúdame.
Cogieron entre los dos la bolsa de los regalos y se reunieron con los demás en el salón. Samuel y Mercedes discutían con acritud, lanzándose las palabras como dardos. Miriam pensó que en eso consistía la edad adulta: en tener que preocuparse a la vez por los padres y por los hijos.
—¡No es verdad que tuvieras que vender el cuadro ese por mi culpa! —decía Samuel—. Lo vendiste porque quisiste. Sin decirme nada.
—¡Si me hubieras dado más dinero, no habría tenido que venderlo! —replicaba Mercedes—. Y de lo bien que te viene el coche no dices nada, ¿eh?
—¡El coche, el coche…! ¿Cuándo he querido yo tener un coche, si ni siquiera sé conducir?
Había en aquella escena una exhibición impúdica de la intimidad que los tenía a todos paralizados. Los niños, formando una fila de mayor a menor, aguardaban con los paquetes envueltos en papel de regalo. Los adultos, cabizbajos, intercambiaban miradas de soslayo. Pero, si alguien confiaba en que el temporal amainaría por sí mismo, estaba equivocado. Ni Samuel ni Mercedes renunciaban a decir la última palabra.
—¿Hasta cuándo vas a seguir dándome la lata con la historia del cuadrito? —decía Samuel—. ¡Ni que te lo hubiera robado! De hecho, mejor me iría si te lo hubiera robado. ¡Porque hasta el peor de los delitos acaba prescribiendo, y esto parece que no prescribirá jamás!
—¿Y tenerme cinco años abandonada? ¿Eso no es un delito? ¡Seguro que sí! ¡Y si no es un delito, tendría que serlo!
A Miriam, desolada, le dieron ganas de llorar. Con lo que se habían querido sus padres… ¿Cómo habían podido llegar a eso? Miró a Ramiro, que sostenía la cámara como quien sostiene un animalito herido: menos mal que ellos dos nunca llegarían a ese extremo. Dijo con voz suplicante:
—Por favor, por favor…
Con sus palabras logró al menos un instante de tregua. Durante ese lapso, precedida por el ruido de la puerta del baño y el gorgoteo de la cisterna, se impuso la voz de Sara, que dijo:
—¿Qué está pasando aquí? Vamos, vamos. Los regalos.
Samuel, que había alzado el dedo en actitud acusadora, se dejó conducir al sillón. Mercedes se sentó en una esquina del sofá. Hubo un murmullo general de alivio, y Ramiro grabó a los niños cuando, como pequeños súbditos que acudieran a homenajear a un rey de cuento infantil, depositaban las ofrendas en el regazo del abuelo: un albornoz de parte de Miriam, una chaqueta de parte de Sara, unas zapatillas, una corbata, una funda de gafas, un cartón de Camel. Samuel besuqueaba a sus nietos y les pellizcaba las mejillas. Sus efusiones más bien teatrales contribuyeron a relajar el ambiente, en el que sin embargo, como cenizas de un incendio reciente, seguían flotando vestigios de la anterior tirantez.
—¿No falta ningún regalo? —dijo Sara.
Mercedes, desde su rincón, hizo señas a Daniel para que sacara de un cajón un paquetito y se lo entregara a Samuel. Éste, rodeado de niños, seguía exagerando las expresiones de gratitud: ¡una pluma!, ¡con lo que le gustaban a él las plumas!
—¿No falta ninguno? —volvió a decir Sara, y los demás se miraron entre ellos y se encogieron de hombros—. Sí que falta uno. Pero es para los dos. Ven, papá.
Samuel se dejó llevar al sofá. Miriam observó su forma de andar, pisando con toda la planta, no levantando un pie hasta tener el otro bien afirmado sobre la alfombra. Cuando llegó junto a Mercedes, encogió el tronco y se dejó caer despacio. En muy poco tiempo se había convertido en un anciano. Miriam se dio cuenta de que nunca en su vida había tenido un trato estrecho con ancianos. Pero la novedad le estaba deparando más decepciones que sorpresas. Samuel y Mercedes no se miraron. Él tiró de las perneras de los pantalones, dejando al descubierto dos franjas de piel pálida por encima de los calcetines, y dijo, casi con fastidio:
—Bueno, ¿qué es?
Sara le entregó un paquete del tamaño de un libro. Samuel se dispuso a desenvolverlo. Mercedes, impaciente, le ayudó a apartar el papel de estraza y sostuvo aquel objeto a la altura de los ojos. Desde donde estaba Miriam sólo se veía la parte de atrás de un marco de plata. Sus padres parecían haberse quedado sin habla. Intrigada, rodeó el grupito de niños y se sentó junto a su madre en el brazo del sofá.
—Sierra Nevada —dijo.
El marco era nuevo pero la foto era la de siempre. La de la nieve y el trineo, la favorita de Sara, la que se había llevado en su fuga, doce años atrás. Ahí estaban los cuatro con los jerséis de lana gruesa y los labios cortados por el frío, ahí estaban con los ojos deslumbrados y las sonrisas de felicidad. Eran otros tiempos, los tiempos en que el mundo se presentaba amable, sencillo, promisorio, los tiempos también en que una secreta armonía presidía sus vidas. Qué lejos quedaba todo aquello y a la vez qué cercano, ahí mismo, a esa distancia de pocos centímetros en la que estaban comprimidos los veintitantos años transcurridos desde entonces.
—¿Os gusta? —dijo Sara, abriéndose un hueco al lado de su padre.
Mercedes y Samuel se mantenían inmóviles y en silencio, y Miriam pensó que aquella foto estaba propiciando un momento mágico. Apoyó la cabeza en el hombro de su madre al tiempo que su padre alargaba una mano hasta posarla en el que le quedaba libre. Por un instante, con un salto en el tiempo y el espacio, se olvidaron de sus miserias de los últimos años para volver a ser los de la foto, la misma familia acostumbrada a celebrar las mismas cosas y conmoverse por los mismos motivos.
—Nos gusta —dijo Mercedes con un hilo de voz.
—Sí —dijo Samuel—. Nos gusta mucho.
El hechizo sólo se rompió cuando Sara, tras dar a sus padres un beso de buenas noches, se levantó y dejó la foto en la repisa de la chimenea.
—Es tarde —dijo—. Mañana los niños tienen colegio.
Miriam sonrió. Después de todo, la noche no había acabado tan mal.
Miriam solía decir que se había casado con Ramiro porque era el primero que se lo había pedido. En cambio, sobre la precipitada boda de Sara ni ella ni nadie se atrevía a bromear. Entre su reaparición y su boda con Felipe habían pasado poco más de tres meses. ¿Por qué tantas prisas? Desde luego, no se trató de una de esas urgencias que algún malpensado había sugerido: los gemelos no nacerían hasta dos años después. Miriam tenía la teoría de que, para su hermana, el matrimonio había sido como arrojar las llaves de su pasado al fondo de un pantano: cerrarse el camino de vuelta, renunciar para siempre a la posibilidad de regresar junto a Aarón. De su enamoramiento y de los preparativos de la fuga no le había ocultado Sara ningún detalle, y en la hora de las despedidas se había sentido orgullosa de ser su cómplice y confidente. Aquella lejana víspera de Reyes, entre lágrimas, Sara le había prometido que de un modo u otro se pondría en contacto con ella y la mantendría al corriente de sus andanzas, pero luego, por las razones que fueran, no había cumplido su palabra. Durante más de cuatro años no habían vuelto a saber nada la una de la otra, y Miriam se había sentido primero preocupada y luego despechada: ¿así le pagaba su lealtad y sus desvelos? Después había habido dos años de relación epistolar y, para cuando por fin se reencontraron en la clínica Lozano, cada una había evolucionado a su manera y era ya poco lo que tenían en común. Ellas, que tan unidas habían estado, debían reconstruir su relación partiendo desde cero, inventando una intimidad nueva con nuevas claves privadas y nuevos gestos compartidos. A esa segunda etapa pertenecía la caricia en la tripa preñada, pero también ese «mira que eres tonta» que no siempre sonaba afectuoso.
El problema era que de las cosas importantes no era tan fácil hablar. ¡Ay, qué complicado resultaba todo! En Melilla, Mercedes había vetado cualquier alusión a la existencia de Aarón, y ahora, en Zaragoza, era la propia Sara la que ejercía esa censura. ¿Qué había sido de él? Durante los dos años en que las hermanas mantuvieron correspondencia, el proyecto de la pareja de emigrar a Venezuela parecía sometido a constantes vaivenes: en unas cartas se aludía a él como a un destino ineludible y, en cambio, de otras desaparecía hasta como simple expectativa. Miriam, que en su momento había informado a Sara de la crisis nerviosa de su padre, tenía la sensación de que de ese modo había precipitado los acontecimientos en una de las dos direcciones, la segunda. Pero tampoco estaba segura. ¿Cuándo se había producido la ruptura entre Sara y Aarón? ¿Entonces o antes? Y, si se había producido entonces, ¿en qué medida había influido en ella el ingreso de Samuel en la clínica? ¿Se había sentido Sara obligada a elegir entre su novio y su padre? ¿O simplemente las cosas habían salido así sólo porque sí, porque Aarón había conseguido su propósito de marcharse a Venezuela y al final Sara no había querido o no había podido acompañarle? Las dudas sobre si su regreso era o no definitivo se disiparon un domingo en que Felipe apareció por el chalet y Sara lo presentó como su prometido. Pero todas esas preguntas quedaron ahí, ya para siempre, y Miriam pensaba que, si en su familia no se podía aludir a la historia de amor de Sara con Aarón, habría muchas otras cosas de las que tampoco se podría hablar: todo secreto genera nuevos secretos.
Felipe constituyó para Miriam una tremenda decepción. No porque fuera una mala persona o un mal marido sino porque carecía del menor interés. Con su conversación sentenciosa, trufada de frases hechas y lugares comunes, con sus modales de persona intachable y temerosa de Dios, con su aspecto relamido, sus ojos tristones y su sonrisita forzada, encarnaba la imagen misma del aburrimiento y la inanidad. Unas semanas antes de la boda, en la primera salida de Miriam tras el nacimiento de Elías, acudió con Ramiro a conocer el piso de Felipe, justo encima de la papelería que había heredado de sus padres. Fue la clásica visita de compromiso: en tal sitio iría tal mueble, ¿qué les parecía su madriguera?, las paredes eran de verdad paredes, no como esos tabiquitos de ahora, ¡y qué luminoso el salón…! Sara se les unió al cabo de un rato, cuando ya la cosa no daba más de sí, y Felipe los condujo hasta la mesa camilla, sacó las fichas de dominó y dijo: «¿Qué? ¿Una garrafina?». Miriam ni siquiera sabía cómo se jugaba a la garrafina, y sintió un escalofrío al imaginarse a su hermana jugando a esa cosa con su marido en las frías y largas tardes de invierno.
Sara, sin duda, habría merecido algo mejor. Al menos la Sara idealizada, la que a Miriam le gustaba: la Sara vivaracha, soñadora, enamoradiza y melodramática de su juventud melillense. ¿Qué se había hecho de ella? Viéndola, Miriam pensaba que su hermana se había convertido en una persona diferente de la que estaba destinada a ser. Después de haber ido dando tumbos por la vida, parecía que lo único que ahora le importaba era esa estabilidad económica que el soso de su marido le garantizaba. Para Miriam estaba claro que aquélla había sido una boda sin amor, como esos arreglos entre viudos que sólo buscan seguridad y consuelo mutuo. O peor aún, porque las heridas de Sara no eran las previsibles, las que el paso del tiempo acaba infligiendo a todo el mundo. Las suyas eran unas heridas que llevaban aparejada alguna acusación, y Miriam se acordaba de la expresión de su hermana en las fotos de grupo que se hicieron al acabar la ceremonia, una expresión que nada tenía que ver con el candor y la ilusión de las recién casadas y que más bien parecía querer decir: «¿Veis lo que me habéis obligado a hacer?». Como si tuviera muchos agravios que reprochar al mundo pero no se le antojaran suficientes y necesitara agregar uno más. Como si estuviera deseosa de fracasar en su vida conyugal para tener más cosas de las que culpar a los demás… ¡Qué difícil era tratar con gente que se atribuía supuestos sacrificios y que, desde esa posición de víctima, se sentía legitimada para juzgar sin ser juzgada! Lo que menos le gustaba de su hermana era esa severidad nueva, desconocida, infranqueable. En su rostro se había instalado el rictus de quien está siempre listo para replicar a alguna ofensa real o imaginaria, un rictus semejante al que Miriam había identificado en las personas que preferían ser respetadas a ser queridas.
Pero ella quería a su hermana, o al menos quería quererla. A veces agradecía que entre sus padres hubiera tantas tensiones porque eso las colocaba a las dos en el mismo lado: el lado de las soluciones, no el de los problemas. Si Samuel y Mercedes discutían por cualquiera de los innumerables motivos por los que discutían, allí estaban sus dos hijas, juntas otra vez, mano a mano, dispuestas a sofocar ese fuego y todos los fuegos que vinieran detrás. No dejaba de ser triste que lo que más las unía fuera la desunión de sus padres… En esos casos, Sara actuaba investida de una autoridad a la que Miriam se sentía incapaz de aspirar. Ocurrió en la fiesta de cumpleaños: Miriam se afanaba por templar gaitas pero a la hora de la verdad, cuando Samuel y Mercedes se desmandaban, era Sara la que lograba restaurar el orden. Había en ello un agravio comparativo: Sara, que al fin y al cabo se había ido de casa y había hecho sufrir a sus padres, gozaba entre éstos de un respeto y una consideración muy superiores a los de Miriam, que siempre había observado un comportamiento ejemplar y se había mantenido al lado de su familia como una hija fiel y obediente. Pero para qué darle más vueltas, si sólo serviría para seguir echando leña al fuego…
Miriam y Sara no compartían amistades. Cada diez o doce días quedaban para hacer compras y pasear con los niños. Cuando en la conversación salían terceras personas, Miriam las mencionaba con nombre y apellido. Sara, en cambio, se expresaba siempre de un modo deliberadamente impreciso: una amiga le había dicho…
—¿Qué amiga? —dijo Miriam.
Estaban en el Sepu, en la sección de mujer, esperando a que quedara libre alguno de los probadores.
—Una amiga. Una del Stadium. No la conoces.
—Bueno, ¿qué te ha dicho tu amiga?
Miriam y Ramiro eran socios del Tiro de Pichón. Sara había estado una vez con ella y no había parado de quejarse: que si qué molesto el ruido de los disparos, que si cuántos mosquitos había. El último verano, Sara y Felipe se habían hecho socios del Stadium Casablanca, en la otra punta de la ciudad. A Miriam le parecía que en todos los gestos y decisiones de su hermana se ocultaba una voluntad tenaz de preservarse de ella.
—Fumas demasiado —fue la respuesta de Sara.
Los gemelos, vestidos igual, correteaban alrededor de unos maniquíes bajo la vigilancia de Elías. Daniel se asomaba al pasillo de los probadores, atento al movimiento de las cortinas, tras las que imaginaba sugerentes desnudeces.
—¡Daniel, por favor! —dijo Miriam, dando una última calada a la colilla y aplastándola en el cenicero.
El niño hizo un gesto de fastidio y se apartó. Miriam se arregló el peinado ante el espejo de la columna.
—¿Qué te has hecho? —dijo Sara—. Estás distinta.
—¿Te gusta?
Últimamente Miriam llevaba el pelo más corto de lo habitual, casi a lo garçon. Salió una mujer con varios vestidos plegados sobre el brazo. Miriam se quitó la gabardina e hizo un gesto de invitación a su hermana. Ésta se volvió hacia los niños con ademanes de institutriz:
—Os quedáis solos. Portaos bien. Daniel, tú que eres el mayor…
Entraron las dos en el probador. Sara anunció que había decidido reutilizar la ropa del anterior embarazo y no comprar nada hasta después del parto. Miriam colgó su ropa de la percha y se puso un vestido con el cuello cerrado y sin mangas. Sara le subió la cremallera hasta media espalda.
—¡Qué envidia! —dijo—. Yo, con esta tripa…
Miriam lo interpretó como un signo de aprobación y dijo:
—Me lo quedo.
—¿No te vas a probar ninguno más?
—¿Para qué, si éste me gusta?
—Te espero fuera. No me fío de esos demonios.
Miriam se preguntó si con esa palabra aludía a los cuatro niños por igual: al lado de Elías y sobre todo de Daniel, los gemelos eran unos benditos.
—Sí. Espérame fuera.
Volvió a ponerse su ropa y salió en busca de una caja para pagar. Sara agarró a los gemelos y sacudió la cabeza.
—Me tengo que ir.
Miriam intentó que sus palabras no sonaran como un reproche:
—Le he dicho a Ramiro que estaríamos merendando en Las Vegas…
Se dieron un beso y Miriam la miró marchar hacia las escaleras mecánicas. En realidad, momentos de intimidad como el que acababan de vivir resultaban por completo excepcionales. Sara siempre se las arreglaba para llegar tarde y marcharse pronto, y nunca le faltaban buenas razones para evitar quedarse a solas con ella. Había en su actitud una necesidad como de acotar y poner límites: hasta aquí de acuerdo, pero ni un milímetro más. Qué distinta era la relación que Miriam habría deseado, una relación en la que los fuertes vínculos del pasado se extendieran a los hijos y los maridos, los niños de una y otra creciendo juntos como auténticos hermanos, Ramiro y Felipe convertidos a pesar de todo en buenos amigos.
—¡Daniel! —gritó, malhumorada, y el pequeño se acercó con cara de «¿qué he hecho yo ahora?».
A los niños les gustaba merendar en Las Vegas porque allí (y sólo allí) tenían derecho a pastel. Para decidirse por uno u otro pastel se pasaban un buen rato parados ante el escaparate, señalándolos todos, anticipando la dicha del primer bocado. Se sentaron en una de las mesas del fondo. Mientras los niños se tomaban sus dulces, Miriam se entretenía garabateando su nombre en una servilleta de papel. Lo garateaba con la nueva grafía, la de la i griega: Myriam, Myriam. ¿Cómo lo había definido el de Belter? Ah, sí: más estiloso, más internacional… Llegó Ramiro con el pelo y la americana salpicados por la lluvia. Le bastó con echar un vistazo a la servilleta para adivinar lo que su mujer estaba pensando.
—¿Le has comentado algo a tu hermana? —dijo, levantando a Elías y acomodándolo en su regazo.
—Es que me parece que no le va a gustar.
—No entiendo por qué. Lo lógico sería que se sintiera orgullosa de ti. ¿No serán figuraciones tuyas?
—Además, no estoy convencida. ¿Para qué decirle nada si yo misma…?
Habían tenido esa conversación decenas de veces. Miriam no olvidaba la reacción de su hermana cuando, un par de años antes, le había anunciado su propósito de dejar los cursillos de música y probar otro tipo de salidas laborales, primero con el proyecto de montar una boutique de ropa infantil y luego con el de colaborar con unas amigas que trabajaban decorando pisos. En ambas ocasiones el comentario de Sara había sido: «¿Pero tu marido no gana bastante?». Parecía como si le molestara la simple idea de verla luchar por conseguir algo en la vida. ¿A qué tenía miedo? ¿A que llegara a tener algún éxito profesional y eso la hiciera sentirse relegada, inferior? A veces se culpaba a sí misma por haberse dejado encasillar: la hermana mayor que siempre se había comportado como si fuera la pequeña, la buena hija que nunca levantaba la voz ni tomaba iniciativas, el ama de casa que, como su propia madre, sólo debía preocuparse por el bienestar de la familia… De todos modos, ¿quién era Sara para utilizar un argumento así? Si alguien tenía derecho a mencionar ese asunto, el de los ingresos, era Ramiro, y éste, que efectivamente ganaba un buen sueldo, siempre se había guardado de expresar cualquier objeción. Tal vez los proyectos de Miriam no le causaran especial entusiasmo, pero nunca le había negado su comprensión y su apoyo. Cuando lo de la boutique, se ofreció a facilitarle la financiación inicial. Y cuando lo del interiorismo, se comprometió a ponerle en contacto con sus clientes de la caja que se dedicaban a la construcción. Ahora la cosa era más delicada porque, si de verdad acababa dedicándose a la música, eso le absorbería mucho tiempo y la obligaría a desatender algunas de sus obligaciones domésticas. Ramiro no había puesto ninguna pega, pero es que ella misma se había adelantado a ponerlas. Eran pegas que no le costaba imaginar en labios de Sara:
—¿Grabar un disco? ¿Dedicarme a la música? Si lo piensas, es una locura.
El camarero trajo un café con leche. Ramiro devolvió a Elías a su silla. Miriam seguía con lo suyo:
—A mi edad. Ya no soy una niña. Tengo treinta y siete años. ¿Qué pinto yo en ese mundo de jovenzanos?
Ramiro, revolviendo el café con leche, repitió la palabra como sopesándola:
—Jovenzanos…
—Imagínate que firmo un contrato y tengo que actuar, ¡yo qué sé!, en un crucero. ¿En qué consiste la vida de un músico? ¿En ir de aquí para allá, actuando en pueblos y en salas de fiestas y en programas de televisión?
—Al menos, si sales por la tele, te podremos ver.
Daniel y Elías se habían terminado ya su merienda. Daniel se cambió a una silla vacía y Elías ocupó la que quedaba libre, con lo que el otro se enfadó porque ésa seguía siendo su silla. Ramiro les ordenó regresar a sus sitios pero ellos, de pie, se pusieron a dar vueltas sobre sí mismos, compitiendo para ver quién perdía antes el equilibrio. Miriam los señaló e hizo un gesto melancólico.
—Qué pena que la oportunidad de dedicarme a la música se me haya presentado tan tarde… ¿Puede ser que la vida funcione así? ¿Que nos ofrezca todo lo que deseamos pero casi siempre a destiempo, cuando todavía no o cuando ya no? Me acuerdo de cuando Sara y yo éramos pequeñas. Tan monas, tan graciosas, tan arregladitas… La gente nos llamaba princesas, y nosotras nos considerábamos de verdad unas privilegiadas, como si perteneciéramos a la familia real o algo así, como si fuéramos las zarevnas. Porque también nuestros padres nos parecían los mejores, los más guapos, los más simpáticos… ¿En eso consisten las infancias felices? ¿En sentir que tu familia es la mejor que podía tocarte en suerte?
Se dio cuenta de que su argumentación no acababa de cuadrar y sacudió la cabeza. Lo que quería decir era que entonces, cuando Sara y ella eran pequeñas, sí que parecía que el mundo de los hechos y el de las posibilidades avanzaban al mismo paso. ¿En qué momento se había roto esa sintonía? Ramiro buscó al camarero e hizo el gesto de pedir la cuenta.
—¿Por qué le das tantas vueltas? ¿Qué te dijo ese hombre, el de la casa de discos? Que en España no hay ninguna cantante que ocupe ese hueco. Él sabrá, ¿no?
—Pero si tú no quieres o crees que no…
—¿A ti te hace ilusión o no?
—No es sólo que me haga ilusión. Es que cada cual tiene que hacer lo que mejor sabe hacer, ¿no?
—Pues ya está —dijo Ramiro, y tendió un billete al camarero—. Chicos, nos vamos.
Daniel y Elías echaron a correr hacia la calle. Ramiro agarró la bolsa del Sepu y esperó a que su mujer se pusiera la gabardina. Salieron de la cafetería cogidos de la mano.
En las pocas semanas que habían pasado desde el concurso, su aspecto había cambiado. Había probado diferentes peinados y renovado su vestuario para adaptarlo a la última moda, y se había acostumbrado a usar sombra de ojos, algo por lo que nunca antes había mostrado mucha afición. La imagen que buscaba dar tenía que ser más acorde con la nueva idea de sí misma que había empezado a crecer en su interior, y para inspirarse no acudía tanto a las fotos de las revistas como a las de los discos, incluidos los de Petula Clark. ¿Le gustaba pensar que algún día podrían compararla con esa inglesita de rasgos finos y frondoso flequillo pelirrojo? El cambio del piano por la guitarra obedecía también a imprecisas razones de imagen: se veía a sí misma en la foto del hipotético disco, el primer plano de una mujer moderna y todavía joven, con unos vivaces ojos castaños, una mano agarrada al mástil de la guitarra española y en algún lado ese MYRIAM vagamente extranjero. Sí, con la guitarra se sentía más favorecida que con el piano, lo que de ningún modo quería decir que hubiera renunciado a éste para las posibles actuaciones. Ahora estaba tratando de ampliar su pequeño repertorio, y las canciones de Sylvie Vartan, por ejemplo, le sonaban más naturales con un fondo de guitarra, mientras las de Nancy Sinatra parecían exigirle el acompañamiento de piano. Que su dominio de aquel instrumento, limitado al de unos pocos acordes básicos, fuera inferior al de éste no constituía a su juicio un obstáculo insalvable.
El piano, además, estaba instalado en el cuarto de estar, el del televisor, lo que limitaba sus horarios de ensayo. En cambio, con la guitarra podía practicar en cualquier lugar de la casa. Su preferido era la galería, luminosa, ventilada, separada de las otras habitaciones por la cocina y la despensa. Allí, entre cestas de ropa y bombonas de butano, plantaba su silla y su atril y se pasaba las horas aprendiendo nuevas canciones. No se conformaba con copiarlas. Buscaba hacerlas suyas, darles un toque personal, porque, si las cantaba igual, ¿quién querría escucharla a ella pudiendo acudir al original? A veces se tomaba algunas libertades y alteraba el estribillo o incorporaba estrofas de su propia cosecha y, si el resultado le parecía convincente, pedía luego la opinión de su marido, que solía decir:
—¡Qué bien suena! Tendrías que dedicarte a componer.
Lo siguiente era siempre preguntarle si había llamado al de la casa de discos, y Miriam contestaba:
—Aún no. En cuanto tenga un rato libre.
Por supuesto, no era una cuestión de tiempo libre sino de inseguridad. Por un lado, nada la haría más feliz que triunfar en el mundo de la música. Pero, por otro, todo eran dudas: no sabía si de verdad estaba capacitada o no para ello ni el precio que tendría que pagar o los sacrificios que se vería obligada a hacer para conseguirlo. Si realizar su sueño implicaba poner en peligro la estabilidad de su vida junto a su marido y sus hijos, prefería renunciar. Además, ¿hasta qué punto existía un interés cierto por parte de Sergio Morales, el hombre de Belter? Al fin y al cabo, sus comentarios la noche del concurso podían interpretarse como un elogio dictado por las circunstancias, y lo mejor era no hacerse demasiadas ilusiones: ¿a cuántos cantantes aficionados de cuántas ciudades españolas habría entregado esa misma tarjeta y mostrado idéntico interés e invitado también a telefonear? Que Miriam hubiera seguido punto por punto sus recomendaciones (el cambio de imagen, la estilización del nombre, la ampliación del repertorio) no le impedía pensar que lo que hacía lo hacía sólo porque sí, porque le apetecía, como si entre eso y la llamada pendiente a la casa de discos no hubiera conexión alguna. A veces, cuando Ramiro le preguntaba si por fin había hecho esa llamada, Miriam se hacía la despistada y decía:
—Es verdad. A ver si esta misma semana… Pero lo más probable es que ya ni se acuerde de mí.
Una mañana, estando sola en el piso, se decidió a buscar la tarjeta y marcar el número. Contestó una voz de mujer.
—Discos Belter. ¿Dígame?
—Quería hablar con Sergio Morales.
—¿De parte de quién?
—De… Miriam.
—En este momento no está. ¿Quiere que le deje algún recado?
—Gracias. Volveré a llamar.
Le escamó que primero le hubiera preguntado quién era y luego le hubiera dicho que no estaba. ¿No era más natural el orden inverso: decir primero que no estaba y luego preguntar de parte de quién? Y, aunque dar más explicaciones a la telefonista estaba fuera de lugar, qué triste había sonado ese Miriam… Había pronunciado su nombre con vergüenza, como admitiendo que Sergio Morales jamás podría asociarlo con ella o, peor aún, que ella sería siempre la última Miriam de todas las Miriams que Sergio Morales podía conocer. Unos días después, cuando Ramiro volvió a preguntarle si había llamado a la casa de discos, prefirió ocultárselo.
—¿Te puedes creer que no he tenido un minuto de descanso en toda la semana? —dijo.
Volvió a marcar el número de Belter y volvió a contestar la misma voz de mujer:
—¿De parte de quién?
Esa vez llevaba preparada la respuesta, y dio su nombre completo, Miriam Caro, y su número de teléfono.
—Le diré que ha llamado. Buenos días, señorita Caro.
Que la llamara señorita la puso de buen humor. Quería decir que, al menos por teléfono, su voz seguía siendo la de una chica joven (o, como ella decía, la de una jovenzana). No pasaron ni diez minutos antes de que sonara el teléfono. Miriam dio por seguro que era Morales. Se aclaró la garganta antes de contestar:
—Dígame.
—¡Tu madre se ha vuelto definitivamente loca! —oyó.
—¿Papá?
Eran frecuentes esas llamadas. Unas veces era su padre, otras su madre, pero siempre llamaban para lo mismo, para quejarse del otro.
—¡Ahora resulta que tu madre está celosa! —exclamó Samuel—. ¿Y sabes de quién? ¡De Sagrario!
Se oían por detrás las protestas de Mercedes, que decía que no era verdad, que ella no había dicho eso, que había mencionado a Sagrario como podía haber mencionado a cualquier otra. Miriam, armándose de paciencia, se encendió un cigarrillo y se sentó en el brazo del sofá.
—¡La buena de Sagrario! —seguía su padre—. Como se lo diga, se va a morir de risa. ¡Tu madre se piensa que en cuanto nos quedábamos a solas en la oficina…!
—Papá… —dijo Miriam.
—Te lo digo: se ha vuelto loca. ¡Sí! ¡Te has vuelto loca! —Samuel hablaba a medias con su hija y a medias con su mujer, que seguía parloteando a sus espaldas—. ¡Pero es verdad que te fui infiel con Sagrario! ¡Y no fue la única! ¡Hubo otras! Empezando por la monja esa, la enana…, ¿cómo se llama? ¡Sor Rociíto! ¿Sabes lo que soy? ¡Un sátiro! ¿Llevas toda la vida casada con un sátiro y sólo ahora te das cuenta? Ya lo oyes, hija: lleva toda la vida casada con…
—¡Papá!
—¿Qué?
—¿Por qué no llamas a Sara y se lo cuentas? ¿Por qué siempre que reñís por cualquier tontería me llamáis a mí y no a ella? ¿Por qué delante de mí no os importa comportaros como unos niños malcriados y delante de ella sí?
Al otro lado de la línea telefónica se callaron los dos, primero Samuel y luego Mercedes. Miriam disfrutó de aquel silencio como de una modesta victoria y lo alargó cuanto pudo.
—¿Qué te pasa? —preguntó su padre, intrigado—. ¿Ha ocurrido algo? ¿Los niños están bien? No habrás discutido con Ramiro… ¿Cuál es el problema?
Estuvo a punto de decir que el problema eran ellos, pero se contuvo.
—Los niños están en el colegio. No hay ningún problema —dijo, y mientras lo decía era consciente de estar desperdiciando su pequeña ventaja.
—¿Entonces? —gruñó Samuel, que enseguida volvió a la carga con lo de las supuestas infidelidades—: ¡Y también me entendía con Victoria y con todas las brujas de la Gota de Leche!
Miriam ahogó un sollozo y esperó a que la conversación concluyera como concluían todas, por simple consunción.
—En fin… No sé ni para qué te cuento esto —acabó diciendo Samuel, y colgó.
Desde hacía un par de años, Ramiro trabajaba en la oficina central de la caja de ahorros, en la calle de San Jorge. Su jornada laboral se alargaba casi siempre hasta más allá de las tres. Una tarde, mientras se despedía de unos compañeros, vio a su suegro, que le hacía señas desde la otra acera. Como nunca antes había ido a esperarle a la salida del trabajo, se preguntó qué podía haber ocurrido. Esperó a que terminara de pasar por la calzada un motocarro cargado de botijos y cruzó.
—Ven —dijo Samuel, indicando vagamente en dirección a la calle de San Andrés y la trasera del Teatro Principal, y como única explicación agregó—: Con las niñas no hay manera de hablar.
A Ramiro siempre le había extrañado que Samuel y Mercedes siguieran llamando niñas a sus hijas. Se detuvieron ante la persiana medio cerrada de un local.
—Ayúdame.
Terminaron de subir la persiana entre los dos. Ramiro tosió. Un polvo muy fino flotaba en el ambiente. Samuel buscó el interruptor. Una bombilla desnuda esparció una luz mustia y temblona. Había unos sacos de cemento apilados junto a la pared y cuatro o cinco botes grandes de pintura.
—Esto es lo único que falta —dijo Samuel, satisfecho—. Una semana. Dos como máximo.
Samuel apartó con el pie un teléfono viejo que había en el suelo y, tras meterse por un pasillo angosto, fue abriendo puertas y encendiendo luces. La última puerta daba a lo que parecía haber sido un almacén y ahora era el oratorio. Samuel se plantó en el centro, extendió los brazos y paseó la mirada a su alrededor.
—¿Qué? ¿Qué te parece?
Las paredes olían a pintura fresca y la madera del suelo estaba recién barnizada. Ramiro, cauteloso, se limitó a asentir con la cabeza. Samuel señaló dónde iría cada cosa. Al fondo, protegido por una cortina, el tabernáculo con los rollos de la Torá. Delante, la menorá, en recuerdo del candelabro del Templo de Jerusalén. Sobre la tarima, el pupitre que haría las veces de altar y sobre el que se leería la Torá. Y al otro lado, los asientos separados para los hombres y para las mujeres.
—Esto es sólo el principio. Con el tiempo habrá una huppah, el dosel bajo el que se celebran las bodas. Y, ¿por qué no?, un sillón del profeta Elías, el que se utiliza para las circuncisiones… Aún no me has dicho qué te parece.
Ramiro, que casi no había abierto la boca, se sintió obligado a hablar.
—Aquí cabe mucha gente —dijo.
—Hay que estar preparados. ¿Sabes que han decidido expulsar a los hebreos de Andorra?
—¿Y van a venir todos aquí? ¿Tantos son?
Samuel creyó que se estaba burlando y reaccionó con irritación.
—¡No estoy hablando de eso! Lo que intento decirte es que los judíos tenemos que organizarnos para evitar que ocurran esas cosas. ¿Es tan difícil de entender? Pasan los siglos y nos siguen expulsando de todas partes. ¿Quién gobierna en Andorra? El obispo de La Seo de Urgel. Es decir, la Iglesia. Pero es que también en España gobierna la Iglesia. ¿O es que no te has dado cuenta?
Ramiro echó un vistazo a su reloj.
—Qué tarde se me ha hecho —dijo—. Y aún no he comido.
Se lo contó a Miriam por la noche, cuando ya los niños estaban acostados. Era la única hora del día en la que podía entregarse a su afición a restaurar trastos viejos: máquinas de escribir, cajas registradoras, cámaras fotográficas. También era la única hora en la que podían hablar con tranquilidad. Miriam recogió una pelusa del suelo, la depositó en el cenicero y sacudió la cabeza con preocupación.
—Me van a volver loca… —dijo.
—Nos van a volver locos —puntualizó Ramiro, encendiendo el flexo.
Sobre la mesa del comedor, que sólo usaban cuando había invitados, había extendido las piezas desmontadas de una calculadora mecánica Odhner de color negro: la base de hierro macizo, la carcasa con las ruedas dentadas, las tres manivelas, la tapa cromada, los muelles, los tornillos. Se puso las gafas de vista cansada, que utilizaba sólo desde hacía unos meses.
—Te sientan bien —dijo Miriam—. Estás muy interesante.
Ramiro sonrió y repasó con un pincel untado en aceite el eje de una de las manivelas.
—Creo que tu padre no está bien.
—Siempre ha sido muy suyo.
—Esas obsesiones, esos cambios de humor… Espero que nosotros envejezcamos mejor.
Miriam se encendió el último cigarrillo y empezó a apagar luces. Antes de correr las cortinas del salón, echó un vistazo al bulevar de la Gran Vía, desierto a esas horas.
—Alguna vez podríamos dejar a los niños con mis padres y salir al cine o a cenar.
—Claro —dijo Ramiro, acercando a la bombilla dos muelles idénticos para examinarlos mejor.
—Buenas noches.
Hasta la pared del pasillo que se veía desde la cama de matrimonio llegaba el lejano resplandor del flexo. Para Miriam su marido era eso, una luz suave que la iluminaba sin deslumbrarla. Tenía que reconocer que sin él se habría sentido débil, desasistida, incapaz de enfrentarse a los múltiples desafíos de la vida adulta. Que entre ellos no hubiera pasión amorosa no le parecía alarmante, porque, bien mirado, nunca la había habido. Ramiro era lo que tenía que ser, ni más ni menos: un hombre cabal, un buen padre, un marido atento. Muy de vez en cuando, Miriam se acordaba de Sebastián Solana y de lo enamorada que había llegado a estar. Pero comparar a Ramiro con Sebastián, que reinaba en el mundo de sus fantasías, era tramposo e injusto. Con quien debía compararlo era con alguien que también estuviera expuesto al desgaste de la realidad, como Felipe, su cuñado, y ahí siempre salía ganando Ramiro. Lo que Felipe tenía de vacuo y escurridizo lo tenía Ramiro de verdadero y consistente, y a veces Miriam no podía evitar asociar comportamientos de Ramiro y de su propio padre (del Samuel, claro está, de los buenos tiempos). ¿Tenían de verdad algo en común? ¿Era su marido, como en las malas novelas psicológicas, un sustituto de la figura paterna? En la comparación entre Ramiro y Felipe hallaba siempre una especie de consuelo. Un consuelo inevitablemente perverso, porque escondía (y Miriam no lo ignoraba) una sensación íntima de victoria sobre su hermana.
Oyó ruidos en el comedor, y el pasillo se quedó a oscuras. Ramiro entró a tientas en el dormitorio.
—Mmmm… —murmuró Miriam para indicar que estaba despierta.
—Le montant de votre achat est indiqué ci dessous —dijo Ramiro, acostándose a su lado.
Era una clave privada que no tenía ningún significado especial. Era la frase que figuraba en el letrerito de una de las mejores piezas de su colección, una caja registradora de principios de siglo con acabados de lujo. Miriam se abrazó a Ramiro y trató de hacer mentalmente una lista de reproches. Esa irritabilidad suya tan pueril, que se manifestaba en las situaciones más tontas, como cuando alguien llamaba Gordini al Dauphine o cuando no estaban de acuerdo en imponer o levantar un castigo a los niños o cuando Felisa (que iba dos veces a la semana a limpiar el piso) cambiaba de sitio sus herramientas. ¿Pero quién no se irritaba a veces por nimiedades? No, eso no podía recriminárselo. Se acordó de cuando todavía eran recién casados y hacían excursiones de fin de semana a ciudades y pueblos cercanos. Uno de sus juegos eróticos consistía en quitarse las bragas y subirse la parte de atrás de la falda de forma que sus nalgas tocaran el tapizado del asiento: ¡cómo les gustaba prolongar la excitación hasta que por fin llegaban a su destino y podían encerrarse en la habitación del hotel! Dejaron de practicar el jueguecito a mediados del primer embarazo y ya nunca lo recuperaron, y en realidad ninguno de los dos pareció echarlo de menos. ¿Por qué, entonces, le venía ahora a la cabeza? Notó en el brazo la respiración acompasada de Ramiro. Pero aún no se había dormido.
—Ah, no te he dicho que llamé ayer a la casa de discos… —dijo.
—¿Y?
—Dijeron que llamarían. Pero de momento…
—Si dijeron que llamarían, llamarán. Y si no llaman…
Miriam creyó percibir en su voz un lejano matiz de alivio. Por primera vez pensó que, si su marido nunca había expresado la menor reticencia a sus planes de dedicarse a la música, era sólo porque desde el principio había sabido que se quedarían en nada. Así todo era muy fácil y muy cómodo: sin sufrir jamás ningún estorbo, podría darle consuelo del mismo modo que le había ofrecido apoyo. Sintió una punzada de rencor y se volvió para su lado de la cama. ¿Tan poca confianza tenía en ella? Seguramente tan poca como ella tenía en sí misma: acababa de anunciarle que había llamado a Belter, pero le ocultaba que, antes de esa llamada, había habido otras tres, todas sin ningún resultado. La verdad es que estaba desmoralizada. Ahora le parecía evidente que, desde el día del concurso, el tal Sergio Morales no había vuelto a pensar en ella un solo instante. Qué ingenua había sido… ¿Cómo había podido hacerse tantas ilusiones? Notó que el corazón le latía más deprisa de lo normal y supo que tardaría en conciliar el sueño. Oyó a Ramiro revolverse entre las sábanas. Luego él apoyó una mano en su costado.
—Tenemos que ir decidiendo lo de las vacaciones —susurró.
—Mmmm… —murmuró ella, pero ahora para indicar que estaba tratando de dormir.
—¿Palamós, como el año pasado?
—No sé, ya veremos…
Que su marido ni siquiera fuera capaz de prever la posibilidad de cambios para el verano demostraba la escasa fe que tenía en sus proyectos y, por tanto, en ella.
—A los niños les gustó.
—¿Es necesario que lo hablemos ahora? —cortó Miriam con sequedad.
Ramiro apartó la mano y tiró con suavidad del embozo.
La primera vez había colgado apresuradamente. La segunda, había dejado su número y esperado en vano a que Morales le devolviera la llamada. Las otras dos veces había preguntado qué días y a qué horas era más fácil encontrarle en su despacho. Ahora tenía ya tomada una decisión. Insistiría sólo una vez más. Haría una última llamada, sólo una, y si no volvía a recibir noticias de Belter, renunciaría definitivamente a su sueño. ¡Se podían ir al cuerno sus horas de ensayo, su cambio de imagen, su sombra de ojos! Su determinación era firme pero también dolorosa y, como el explorador desorientado que se reserva para el final los restos de agua de la cantimplora, iba retrasando día tras día el momento de hacer esa última llamada. Acabó imponiéndose una fecha tope. Estaban en mayo, y de ese mes no podía pasar. Apuró el plazo cuanto pudo y, el miércoles 31, de vuelta de hacer la compra, mandó a Felisa a limpiar los cristales de los dormitorios y se sentó junto al teléfono.
—Discos Belter. ¿Dígame?
La voz de la secretaria se le había hecho irritantemente familiar. Preguntó por Sergio Morales, dijo que no era la primera vez que llamaba y volvió a dejar su número.
—Le diré que ha llamado. Buenos días.
Miriam colgó y se quedó un rato en el sofá intentando no pensar en nada. Apareció Felisa con trapos y un cubo.
—Lo mejor para los cristales es papel de periódico. —Se quedó mirando a Miriam—. Tienes mal aspecto. ¿Te pasa algo?
Desde hacía algunos años, Felisa ya sólo trataba de usted a Samuel y Mercedes.
—¿Qué me va a pasar? —Miriam se incorporó, agarró un par de Heraldos de Aragón del revistero y le tendió uno—. Éste es de ayer.
—Tu padre se enfada si cojo un periódico viejo sin preguntar. Compra varios y se los lee de cabo a rabo. Hasta la última coma. Y a veces recorta noticias. El otro día estuvo hablando con uno de la Hoja del Lunes. Quiere que saquen lo de la sinagoga.
Abrió la ventana. Acercó una silla, se subió y asomó medio cuerpo para alcanzar la parte superior del marco.
—Ten cuidado. No te vayas a caer.
—¿Te crees que soy tonta?
Miriam, por si acaso, se acercó y la agarró de la chaqueta.
—Suéltame, que es peor.
—No pienso.
Felisa sacudió el trapo fuera de la ventana y apoyó una rodilla en el alféizar.
—Que tengas cuidado, Felisa —dijo Miriam, sin soltarla.
—Que me dejes en paz.
En ese momento sonó el teléfono. Miriam permaneció inmóvil.
—¿Lo vas a coger o no? —dijo Felisa, que bajó de la silla y se encaminó hacia el teléfono.
Miriam, rodeando el sofá por el otro lado, se le adelantó.
—¿Diga?
—¿Miriam Caro?
Sergio Morales se excusó por no haber podido llamarla antes y le habló de los viajes que había hecho en las últimas semanas. Aturullada, Miriam no se atrevía más que a intercalar algún que otro comentario: Londres, Milán, qué maravilla… Luego Morales carraspeó y preguntó si había reflexionado sobre su propuesta. Que utilizara esa palabra la llenó de esperanza: lo de aquella tarde no había sido un comentario casual o de compromiso sino una propuesta.
—Precisamente… —empezó a decir.
De golpe no supo cómo seguir. Pasaron unos segundos.
—Se ha cortado… ¿Miriam? ¿Miriam?
—Estaba pensando en lo del órgano Hammond…
—¿Sí?
—No sé. He hecho unos arreglos para guitarra…
—Todo eso ya se verá. Primero quiero que mis colegas te oigan. ¿Cuándo puedes venir a Barcelona?
—El viernes —dijo ella sin pensárselo.
—Este viernes. Pasado mañana.
—El viernes de la semana que viene —corrigió para no parecer demasiado ansiosa, y aún afinó un poco más—: El viernes de la semana que viene por la tarde.
Morales le dio la dirección de Belter (en la calle Gomis, en la parte alta, cerca de República Argentina) y se despidió. Miriam colgó y se volvió hacia Felisa, que estaba recogiendo del suelo unos rebujos de papel de periódico mojado.
—Dime que no estoy soñando —dijo, llevándose la mano al pecho.
—¿Qué era eso del órgano?
Lo contó a la hora de la cena y estuvo muy atenta a la reacción de Ramiro. Éste, pese a la ligera incredulidad inicial, acabó acogiendo la noticia con una alegría que parecía sincera, e incluso se ofreció a pedir permiso en el trabajo para acompañarla. Los niños protestaron: ellos también querían ir. Miriam se mostró inflexible: no iba a permitir que perdieran un día de clase, así que hablaría con Felisa para que se ocupara de ellos. Por la noche, cuando Ramiro guardó sus trastos y herramientas y fue a acostarse, ella lo abrazó con ternura. El viaje a Barcelona podía ser como sus antiguas escapadas románticas: en el coche, los dos solos, sin niños. Tenía incluso decidido sorprenderle en algún momento con su viejo jueguecito erótico: esperaría a que estuvieran ya en alguna de las rectas de los Monegros, le distraería con cualquier detalle del paisaje y, ¡tachán!, se quitaría rápidamente las bragas, dejando que sus nalgas quedaran al aire. La conversación telefónica con Morales le había devuelto el vigor de unos años antes.
Dedicó esos últimos días a decidir el repertorio, hacer las maletas y dar instrucciones a Felisa. Ramiro, por su parte, llevó el Dauphine a revisión y se ocupó de reservar la habitación de hotel. Así pues, todo estaba preparado para el gran día. El único fastidio eran las llamadas de Mercedes. Hacía esas llamadas justo en las horas en que Felisa estaba limpiando en su casa, y siempre le pedía que le pusiera con ella porque tenía que darle algún recado o alguna indicación. ¿De verdad no había podido darle antes esos recados y esas indicaciones o no podía esperar a dárselos después? De repente, la ayuda de Felisa parecía haberse vuelto imprescindible para Mercedes, y a Miriam le daba la impresión de que esas llamadas eran su manera de hacerle pagar los dos días en los que su madre iba a tener que prescindir de ella. Cuando terminaba de hablar con Felisa, ésta le devolvía el teléfono y Mercedes aprovechaba para quejarse (¿cómo no?) de Samuel.
—¿Te has enterado de lo último? —Aunque Samuel no pudiera oírla, Mercedes bajaba el volumen de voz y adoptaba el tono cauteloso de los conspiradores—. No ha encontrado a nadie que quiera asistir a la inauguración de la sinagoga, y ya sabes que los judíos no pueden celebrar ningún servicio religioso si no hay eso que llaman minián, un mínimo de diez hombres adultos… ¿Y qué ha hecho? Ha llamado a las comunidades de Madrid y Barcelona para que le envíen gente. Como si fueran figurantes de un rodaje. ¡Él invita! ¡Les paga el viaje y el hotel! ¿Qué te parece?
Miriam aprovechó para poner un poco de orden en el revistero. Apartó las revistas más viejas e hizo un gesto a Felisa para que las llevara a la puerta de servicio.
—¡Tanto quejarse de que no tiene dinero y, cuando quiere, bien que lo malgasta! Y yo, mientras tanto, teniendo que contar hasta el último céntimo cada vez que salgo de compras…
Mercedes era capaz de pasarse toda la mañana dando vueltas y más vueltas a cualquiera de sus innumerables agravios. Más de una vez había estado Miriam tentada de cortarla con alguna frase expeditiva. Algo así como: «¿Para qué tienes el reloj de arena al lado del teléfono, si nunca lo utilizas?». Pero al final siempre optaba por armarse de paciencia y aguardar a que pasara el temporal. En cuanto veía la ocasión, procuraba cambiar de tema.
—Ya lo he arreglado todo con Felisa —logró decir—. Llevaremos a los niños al colegio antes de irnos. Y ella los recogerá al mediodía. No hará falta ni que pase por casa para preparar la comida: dejaré hechas unas albóndigas y sólo tendrá que recalentarlas.
—¿Para qué me dijiste que ibais a Barcelona? Ah, sí: para eso de los discos.
Miriam contuvo un bufido. ¡Con lo importante que era ese viaje para ella, y su madre lo despachaba con esa mezcla de indiferencia y desdén! Se dijo, dolida, que en el fondo todo eso lo estaba haciendo menos por sí misma que por los demás. Por su madre, por su padre, por su hermana: quería que todos se sintieran orgullosos de ella. ¿Pero de verdad alguno de ellos llegaría alguna vez a valorarlo?
—Sí, voy a hacer una prueba para una casa de discos —dijo—. Pero eso no quiere decir que…
—Cuando hables con tu padre, díselo —la interrumpió Mercedes.
—¿Qué?
—Que a ver si no se gasta el dinero en traer gente de otros sitios. ¿Pretende seguir haciéndolo todas las semanas? ¿Y también en las festividades? ¿También en Rosh Hashaná?
Miriam cerró los ojos como si fuera a echarse una cabezadita.
Llegó el viernes 9. Daniel remoloneaba en el cuarto de baño mientras Elías, en la cocina, soplaba para enfriar su tazón de leche con Cola Cao. Miriam, a su espalda, pasaba cacharros del escurreplatos al armarito superior.
—Daos prisa —dijo—. Papá llamará en cualquier momento. Y aquí no se puede aparcar.
—¡Quema! —protestó Elías.
Miriam cogió un vaso limpio y vertió la leche. Luego realizó la operación inversa y le devolvió el tazón. Se asomó al pasillo y miró la puerta entornada del cuarto de baño. Se preguntó a qué edad empezaban los niños a encerrarse para hacer sus necesidades. Gritó:
—¿Qué haces? ¿Estás ya?
Daniel salió con aire enfurruñado. Elías había formado sobre la mesa una fila de galletas maría con mantequilla y azúcar. Su hermano, al pasar, agarró una y se la metió entera en la boca. Elías se volvió hacia Miriam reclamando justicia con la mirada. Sonaron tres timbrazos largos.
—¿Qué os decía? ¡Ya está aquí!
Corrió al salón, abrió la ventana e hizo señas con la palma de la mano. De vuelta en la cocina, cogió uno de los juegos de llaves que guardaban en una caja de puros junto a la panera. Se lo dio a Daniel, que apuraba su desayuno.
—Guárdalas bien —le dijo—. No las pierdas. No se las des a nadie. Felisa también tiene, pero por si acaso. ¿Sabes usarlas? Es un día importante. Esto quiere decir que ya eres mayor. ¡Y ahora vamos!
Los niños agarraron sus carteras y corrieron a llamar al ascensor. Justo en el momento en que se disponían a cerrar la puerta, sonó el teléfono. Miriam se acercó y lo observó con aprensión, temiendo que fuera Sergio Morales. Descolgó.
—¿Sí? ¿Diga?
Ramiro les esperaba con el Dauphine subido a la acera. Miriam se sentó detrás con los niños e hizo un gesto de preocupación. Ramiro le interrogó con la mirada a través del retrovisor.
—Ahora te cuento —dijo ella.
Pararon delante del colegio. Dieron las últimas instrucciones a los niños y se despidieron hasta el día siguiente. Ahora Miriam se sentó junto a su marido.
—Cambio de planes. Vamos a casa de mis padres.
La que había llamado era Felisa. Mercedes se había despertado quejándose de un fuerte dolor en el pecho. Cuando llegaron al chalet, Mercedes estaba tendida en el sofá y el doctor Tabuenca le estaba tomando la tensión.
—¿Qué es lo que tiene? —dijo Miriam.
Felisa, a la espalda del médico, arqueó las cejas.
—Ahora sabremos —dijo Samuel, todavía en bata y pijama—. Seguramente no es nada.
—¿Habéis llamado a Sara?
—He preferido… —dijo Felisa nada más, y se llevó la mano a la tripa para indicar el avanzado estado de gestación.
Hablaban en susurros, como si estuvieran en misa o en el cine. Miriam se agachó al lado de su madre y trató de sonreír. Mercedes no tuvo fuerzas para devolverle la sonrisa. Su aspecto era alarmante: tenía los ojos medio cerrados, estaba pálida y sudorosa, más que respirar jadeaba. El médico le fue palpando zonas del tórax, y ella respondía con quejidos de diferente intensidad.
—Vamos a llevárnosla para no correr riesgos —dijo el doctor Tabuenca, recogiendo el instrumental.
Se refería a llevarla a la clínica Lozano, la misma en la que Samuel había estado ingresado y en la que todos los años se hacían un reconocimiento. Miriam la ayudó a cambiarse y le preparó una bolsa con el neceser y una muda. Ramiro y el médico la llevaron del brazo hasta el Dauphine. «Estoy bien, estoy bien…», repetía Mercedes con una voz desfallecida que daba a entender exactamente lo contrario. Samuel, ya en ropa de calle, se acercó a Miriam.
—¡Precisamente hoy! —murmuró—. ¿Qué hago? Tengo cosas importantes que hacer.
—¡Papá, por favor!
Samuel asintió pesaroso y entró en el coche. A su llegada a la clínica, unas enfermeras sentaron a Mercedes en una silla de ruedas y se la llevaron. Mientras Ramiro buscaba aparcamiento, una monja acomodó a Samuel y a Miriam en una pequeña sala de espera. Se miraron los dos sin saber qué hacer. Miriam todavía tenía la esperanza de que fuera una falsa alarma y pudieran llegar a tiempo a Barcelona. Intentó no pensar demasiado en la salud de su madre. Dijo:
—¿Te acuerdas de cuando me diste por primera vez las llaves de casa? Hoy se las he dado a Daniel y le he dicho lo mismo que me dijiste tú. Que era un momento muy importante. Que eso quería decir que ya era mayor.
Samuel la miró como si no entendiera del todo sus palabras. Llegó Ramiro con las llaves del Dauphine en la mano.
—Me acaba de decir Tabuenca que tiene toda la pinta de una angina de pecho. Tendrá que permanecer unos días ingresada.
—¡Ay, Dios! —exclamó Miriam.
Buscaron un teléfono. Miriam marcó el número de Belter y repitió varias veces el mensaje que debían transmitir a Sergio Morales: había surgido un problema familiar grave, la cita de esa tarde quedaba anulada, en cuanto pudiera volvería a llamar para concertar una nueva cita. Luego regresaron a la salita de espera, y Samuel no estaba.
—¡Este hombre! ¡Será capaz! —dijo Miriam.
—¿Pero se puede saber…? —dijo Ramiro.
—Hoy es 1 de siván. La inauguración de la sinagoga.
Se tapó la cara, desconsolada. Ella había tenido que renunciar a la que podía ser la oportunidad de su vida, y su padre no estaba dispuesto ni a alterar sus planes. ¡Qué egoísmo, por Dios! Ramiro le acarició el pelo. No habían pasado ni cinco minutos cuando se abrió la puerta y apareció Samuel. Detrás de él y como bloqueándole la salida, estaba Sara, con los brazos en jarras y la barriga de ocho meses. Había salido de casa al poco de llamarla Felisa y se había encontrado con su padre por casualidad. No hacía falta conocerla mucho para darse cuenta de lo indignada que estaba.
—¿Qué hacías por ahí? ¿Adónde ibas? Mamá podría estar muriéndose, y tú a lo tuyo… ¡Vergüenza te tendría que dar!
Samuel, resoplando, se sentó en un sillón.
—Pero si no es nada, ya lo veréis —dijo—. Una bajada de tensión o algo así.
—¿Has hablado con el médico? No, claro que no. Es tu mujer, pero aquí todo tenemos que hacerlo los demás. ¿Sabes dónde tendrías que estar tú ahora? A su lado. Al lado de mamá.
Siguió riñéndole como se riñe a los niños malos. Un par de años antes, a Miriam la habría avergonzado que Ramiro fuera testigo de una escena así. Ahora, ya no. Por otra parte, que su hermana estuviera de tan mal humor la aliviaba: así ella podría, como siempre, tratar de suavizar las cosas. Cuando Sara se sentó a su lado, le acarició la tripa.
—¿Qué tal tú?
Sara, sin ocultar su disgusto, se encogió de hombros. Ésa era la diferencia entre ellas: cuando surgía un nuevo motivo de preocupación, Miriam se deprimía y su hermana se irritaba. Ramiro trató de relajar la tensión hablando de asuntos prácticos: él se ocuparía de cancelar la reserva del hotel y, en cuanto a los niños, ya hablaría con Felisa. Samuel preguntó dónde había un teléfono: quería al menos llamar a la estación. Ramiro le acompañó. Miriam y Sara se quedaron a solas.
—¿Ha dicho el médico cuándo sabremos algo? —dijo Sara.
—Tal vez tendríamos que avisar a la tía Tere…
—¿Para qué? ¿Para amargarle el día? Mejor esperamos a ver qué dicen.
Miriam estaba dolida porque su hermana aún no había hecho ninguna alusión a su frustrada cita en la casa de discos, de la que le había hablado varias veces a lo largo de la semana. Si tan consciente era del papel de todos los demás, ¿por qué se empeñaba en ignorar el sacrificio que ella estaba haciendo? Prefirió no sacar el tema, pero tampoco se le ocurrían muchas cosas de las que hablar. Volvieron Samuel y Ramiro.
—Solucionado —dijo éste.
Al cabo de unos minutos se presentó el doctor Tabuenca, que dijo que con frecuencia se confundían los síntomas de la angina de pecho con los del ataque de ansiedad. Habían suministrado un sedante a la enferma, que ahora se encontraba en una situación estable. Por si acaso, la tendrían todo el día en observación. Se oyó a Samuel murmurar:
—¡Ja! ¿Qué os había dicho? ¡Un simple ataque de ansiedad!
—¿Podemos pasar a verla? —preguntó Miriam.
La habitación era la misma que Samuel había ocupado seis años atrás, sólo que se había modernizado el mobiliario y ahora las baldosas blancas de la pared llegaban hasta el techo. Mercedes dormía con la cabeza ladeada y el tronco apoyado en almohadas. Su aspecto era bastante mejor que el de una hora antes: respiraba de forma acompasada y había recuperado el buen color. Miriam suspiró. Samuel, a su espalda, dijo con tono triunfal:
—¿Tenía razón o no? Desde el principio he sabido que no era nada.
Sara miró a su padre con rencor.
—Chiss… La vas a despertar.
Desde el pasillo, una enfermera les hizo señas para que salieran. En la entrada había unos señores que habían preguntado por ellos. La enfermera vaciló al pronunciar la palabra «señores», como si previamente hubiera descartado llamarlos individuos o algo así. Se asomaron al hueco de la escalera, y allí estaban: un rabino viejo con largas barbas y gafas de montura metálica, un hombre flaco en el que Miriam reconoció al mohel que había intentado circuncidar a Elías, unos cuantos hombres más, quizás seis o siete, todos serios, todos vestidos de oscuro, todos con la kipá puesta.
—Supongo que ahora podré irme —dijo Samuel, enderezando la raya del pantalón.
Desde arriba de la escalera le vieron reunirse con sus invitados y saludarles uno a uno con solemnidad. Aquellos hombres lo trataban con respeto. Miriam se acordó de cuando el piso de Melilla se llenaba de gente para fiestas y reuniones. Sara debía de estar pensando en algo similar, porque dijo:
—Se monta su propia sinagoga para volver a sentirse importante. ¿Sabes lo que piensa mamá? Que está intentando resarcirse de su pasado, de cuando sus compañeros del consejo comunal lo consideraban un intruso…
—¿Un intruso?
—¿No sabías que era el hombre del régimen, el que los militares habían puesto para tener controlada a la comunidad judía?
—Se lo oí decir la otra vez, en esta misma habitación. Pero estaba delirando, ¿no?
—Estaba diciendo la verdad.
Miriam se preguntó qué otras cosas ignoraba sobre su padre: crees conocer a una persona y de repente descubres que no sabes casi nada de ella. Le vieron salir de la clínica seguido de su peculiar comitiva.
—Bueno, a ver cómo nos organizamos… —dijo Sara.
Ramiro se fue a la caja de ahorros. Sara se comprometió a volver por la tarde. Miriam la acompañó a General Mola y compró unas revistas en el quiosco. Luego se sentó en el silloncito de escay que había al lado de la cama y miró a su madre. No era tan vieja. Tenía sesenta y seis años, y por coquetería solía comportarse como si fuera bastante más joven. Ahora, viéndola así, con el pelo descuidado, la boca entreabierta y esa expresión medio crispada de abandono, le pareció una anciana. Se incorporó un poco para observarla de cerca. Ahí estaba la diferencia: con lo que disfrutaba viendo dormir a sus hijos, una imagen que siempre le transmitía ternura y alegría, ¡qué desasosiego sentía al mirar a su madre dormida y examinar esos rasgos que eran en parte los suyos pero flojos y gastados! Siguió el rastro de unas arrugas que se torcían o ramificaban como alterando algún tipo de diseño original y de otras que se superponían entre ellas y acababan creando insólitos pliegues. Se fijó en la red de minúsculas venas que enlazaba el nacimiento del pelo con las sienes y la frente, y a ambos lados de la nariz descubrió unas manchas levísimas en las que nunca antes había reparado. Observó también sus labios sin color, la sombra de vello sobre las comisuras, el mentón desdibujado. Prestó atención al sonido de su respiración, que ascendía como por escalones para luego rodar con fuerza cuesta abajo, y a su olor, un olor agrio y espeso que la devolvía a las lejanas madrugadas en Melilla, cuando su madre la despertaba para ir al colegio… De repente dio un respingo. Acababa de asaltarla un presentimiento.
—¿Mamá? —dijo.
Mercedes no se movió.
—Mamá —repitió—. Estás despierta.
El rostro de su madre permaneció inalterado, pero Miriam estuvo segura de que, por una mínima fracción de segundo, se había dibujado en sus labios una tenue sonrisa.
—¡Mamá! ¿Cómo has podido?
Después de aquel episodio, Miriam pasó unos días desanimada. Oscuramente intuía que su suerte estaba echada: si de verdad había creído que tenía algún futuro en el mundo de la canción, ahora esa idea le parecía descabellada. ¿Cómo había llegado a pensar que alguien como ella, una mujer de treinta y siete años, con dos hijos, con una formación musical alejada de las últimas modas, podía encontrarse abiertas las puertas del estrellato? El hecho de tener que concertar una nueva cita con Sergio Morales se le presentaba ahora como un obstáculo insalvable. Era como volver a empezar de cero, o incluso de más abajo, porque los pequeños pasos que creía haber avanzado le parecían enormes ahora que los había desandado. Para ella las cosas estaban claras: había vivido dentro de un sueño y, al despertar, el sueño se había desvanecido.
Transmitía ahora una sensación de desengaño y resignación. Había dejado de preocuparse por su peinado y recuperado la ropa algo rancia de los otros veranos. Ramiro, preocupado, le preguntaba si había vuelto a llamar a Belter, y ella cambiaba de tema o no contestaba. Una mañana, mientras Miriam apremiaba a los niños a apurar el desayuno, Ramiro echó un vistazo al tarjetero que había al lado del teléfono. Por la tarde, al llegar a casa, anunció que ya tenían planes para el veraneo.
—Nada de Palamós. Este año iremos a Benidorm. Ya he llamado para que nos busquen apartamento.
—¿Benidorm? —dijo Miriam, secándose las manos en el trapo de cocina.
No parecía especialmente ilusionada. Ramiro la abrazó por detrás, metiendo las manos entre la falda y el delantal.
—¿No te sugiere nada? —dijo.
—¿Playa? ¿Hombros pelados? ¿Crema Nivea?
—¿Festival de la Canción? ¿En la plaza de toros? ¿Presentado por Joaquín Soler Serrano?
Miriam, sin soltar el trapo, se volvió. Ramiro sonreía.
—He llamado a Morales. Un buen tipo. Muy ocupado. Siempre de aquí para allá. Me ha dicho que la prueba te la pueden hacer en cualquier sitio. También en Benidorm. Y me ha prometido invitaciones.
Como Miriam no parecía reaccionar, su marido insistió:
—El Festival de Benidorm. El que consagró a Raphael. Supongo que te hará ilusión.
—Claro que me hace ilusión. Es que…
—¿Qué?
—Nada —dijo ella, y apoyó la cabeza en su hombro.
Ramiro le acarició la mejilla. Luego le apartó el pelo y la besó varias veces en el cuello. Al mirarla a los ojos, vio que estaba llorando.
—Fingió la angina de pecho —la oyó susurrar.
—¿Por qué dices eso? No lo sabes seguro.
—La conozco bien. Es mi madre. Fingió la angina de pecho para que papá no pudiera inaugurar su sinagoga.
—Y aunque así fuera… —dijo él, pero no terminó la frase porque Miriam le interrumpió:
—¿No lo entiendes? No les importa nada. A nadie le importa nada de los demás. Imagínate que me hacen la prueba y que les gusto y que me graban un disco… ¿Tú crees que eso aportaría un poco de felicidad a sus vidas, que alguno de ellos llegaría a tomárselo en serio? Nadie. Ni papá ni mamá ni Sara. A nadie le importa lo que yo haga o deje de hacer.
—No digas eso. A mí me importa. —Ramiro le enjugó las lágrimas con los dedos.
—No hablo de ti. Tú eres diferente. Tú me quieres. Ése es el problema: que tú me quieres y ellos no.
Ramiro le quitó el trapo y volvió a besarla. Miriam cerró los ojos y le besó también.
Con los preparativos fue recuperando el buen humor. Los contactos de Ramiro para alquilar apartamento tardaban en dar resultado, así que confiaron en una agencia de viajes que les consiguió una reserva para un hotel en primera línea de playa recién inaugurado, el Montemar. Ramiro se aseguró de que Miriam no se enterara del precio, lo que quería decir que no debía de ser precisamente barato. La esplendidez de su marido se le antojaba una prolongación de su capacidad natural para organizar las cosas. A su lado todo parecía fácil, como cuando era niña y sabía que, estando con su padre, nunca tendría que preocuparse por nada. El mundo a veces se le presentaba sencillo, ligero, armonioso, como un juego que se atuviera a unas reglas claras y precisas, y entonces todo cobraba un sentido especial y se incorporaba a una escala más amable, en la que lo arduo se volvía llevadero y lo llevadero gustoso. Que Daniel se pasara el día haciendo trastadas o que Elías estuviera desarrollando una leve cojera no tenían por qué amargarle la existencia, y lo mismo le ocurría con las intempestivas llamadas de sus padres o con el desapego de su hermana. La vida podía ser hermosa sin ser perfecta. Más aún: la vida podía ser hermosa en su imperfección. Cuando pasaba por una de esas fases de exaltación, hasta Ramiro le parecía bastante más atractivo de lo que en realidad era: no veía en él ni las piernas gordezuelas ni la tripita tirante ni los ojos más bien juntos, y sí las manos sin pelos y la nariz recta y la distinguida arruga de la frente. No, nunca diría que Ramiro era un hombre guapo pero, como esos retratistas que captan los mejores rasgos del modelo y esconden sus imperfecciones, sabía distinguir su expresión más noble o su sonrisa más favorecedora, y era así como tendía a representárselo. Pensaba Miriam que el amor estaba unido a la belleza: o nos enamoramos de lo que nos parece hermoso o aquello que amamos nos lo acaba pareciendo. La naturaleza, por otro lado, había repartido entre Daniel y Elías los rasgos de Ramiro con tan rara equidad que, sin parecerse entre ellos, se parecían los dos a su padre. Uno tenía su mentón y sus ojos y su manera de mover los brazos, el otro su nariz y su cuello y la forma de su cara. ¿Cómo explicarse la belleza de sus hijos (que ella consideraba indiscutible) sin apreciar al menos un germen de belleza también en su marido? Querer a Daniel y a Elías era querer en ellos a Ramiro y viceversa, y ahora Miriam empezaba a vislumbrar las dificultades de ser hija y madre a la vez: en cuanto fundabas tu propia familia, dejabas de pertenecer a tus padres para pertenecer a tus hijos. Si de nuevo volvía a ilusionarse con la idea de grabar un disco, era sobre todo por ellos: por los niños, por Ramiro. Eran ellos los que tenían que sentirse orgullosos de ella, y nada la animaba tanto como saber que contaba con su respaldo.
Sara salía de cuentas pocos días antes del viaje. Como el parto se preveía complicado, los médicos optaron por practicarle la cesárea, así que tuvo que permanecer ingresada durante más de una semana. Miriam iba por las tardes a visitarla y echarle una mano. La víspera del viaje, en cambio, acudió por la mañana. La recién nacida era una muñequita pelona de cara redonda y grandes mofletes. A Miriam le gustaba apoyársela en el pecho y pasear por la habitación dando saltitos. Sara hacía gestos de dolor cada vez que cambiaba de posición en la cama.
—Ha llamado mamá —dijo—. ¡Qué pesada!
—¿Qué quería?
—Quejarse, como siempre. Decía no sé qué de una enciclopedia que ha comprado papá…
—Me encantan los bebés. Me da la sensación de que ha pasado tanto tiempo desde que los míos eran así… ¡Y en realidad sólo han pasado seis años!
—Pero algo de razón tiene. —Sara suspiró—. Después del asunto de la sinagoga, cómo no se va a quejar.
Miriam hizo un último arrumaco a la niña y preguntó por señas a su hermana dónde prefería que la colocara. Sara le hizo un hueco a su lado.
—Hemos decidido ponerle Marta —dijo.
La pequeña bostezó prolongadamente, cerrando con fuerza los ojos y mostrando las encías. Las dos hermanas lo celebraron con risitas. Luego Miriam agarró su bolso y se despidieron hasta finales de mes.
En cuanto abrió la puerta de casa, los dos maletones que había dejado preparados en el recibidor se abrieron de golpe, y de su interior saltaron Daniel y Elías con los disfraces de pirata y romano de las últimas Navidades. «¡Benidorm, Benidorm, uh, uh, uh…!», gritaban, haciendo muecas. Miriam, con la mano en el pecho, fingió haberse llevado un buen susto. Por el pasillo se cruzó con Felisa, que cargaba con el cubo y la fregona.
—Llevaban horas preparándolo —dijo.
—¿Se han ido bien las pisadas?
Se refería a las marcas que por la mañana había dejado Ramiro por toda la casa: Daniel y Elías se habían ofrecido a limpiarle los zapatos la noche anterior y, en su afán por esmerarse, habían puesto betún también en las suelas, por lo que Ramiro, sin darse cuenta, había ido dejando un rastro negro por donde pasaba. Miriam comprobó que ya no quedaban manchas. Entró en el cuarto de los niños y, subida a una silla, empezó a sacar la ropa de playa del altillo del armario. Oyó a Felisa vaciar el cubo en el retrete y tirar de la cadena. Las dos mujeres hablaron a voces.
—¡Acaba de llamar tu madre! ¡Ha dicho que la llames!
—¿Qué quería?
—¡Está enfadada porque tu padre ha comprado…!
—¿Una enciclopedia?
Miriam bajó de la silla y fue amontonando bañadores y camisetas sobre las camas. Felisa asomó por la puerta.
—Unos jarrones —dijo—. Unos jarrones chinos. Me ha dicho que ha llegado una furgoneta y ha descargado unos jarrones chinos.
—¿Desde cuándo le interesan los jarrones chinos?
Felisa se encogió de hombros.
—Estaba muy enfadada. Decía que en cuanto llegara tu padre…
—¡Ya estamos otra vez! ¡Ya tenemos bronca!
Pensó en llamar al chalet pero prefirió dejarlo para más tarde, para cuando el equipaje estuviera ya hecho y los niños hubieran terminado de comer. Felisa, que entre tanto se había cambiado de ropa, les deseó buen viaje. Miriam sacudió la cabeza:
—Nos vemos por la tarde. Pasaremos a despedirnos. Ojalá la sangre no llegue al río.
Como no tenía hambre, esperó a comer con Ramiro. Cuando ya estaban tomándose el postre, sonó el teléfono. Miriam soltó un bufido. Ramiro se levantó a contestar.
—¿Una qué? ¿Una canasta? —le oyó decir—. ¿Para qué querrá una canasta de baloncesto?
Miriam dejó el melocotón a medio pelar y salió al pasillo. Ahora Ramiro se limitaba a escuchar, intercalando algún que otro gruñido de preocupación. Cuando colgó, Miriam dijo:
—Mi madre, ¿no?
Ramiro negó con la cabeza:
—Felisa. Dice que tu madre está histérica. Y tu padre no aparece.
A Miriam se le fue la mirada a las maletas, que aguardaban junto al estuche de la guitarra en el recibidor. Tenía ya la intuición de que las cosas se habían vuelto a torcer y al día siguiente no podrían viajar a Benidorm.
—¡Ay, Dios…! —exclamó.
Montaron con los niños en el Dauphine y se plantaron en el chalet. Un motocarro estaba aparcado ante la entrada. Felisa se santiguaba una y otra vez mientras Mercedes discutía a voz en grito con el conductor.
—¿Qué está pasando aquí? —dijo Miriam.
—¡Tu padre se ha vuelto completamente loco! —dijo Mercedes, llevándose las manos a la cabeza.
El transportista agitó un papel.
—¡A mí alguien me tiene que firmar el albarán!
Daniel y Elías curioseaban alrededor de la caja que el hombre había descargado. En el cartón, debajo de la palabra «SIGMA», estaba el dibujo esquemático de una máquina de coser eléctrica. Ramiro, que se había adelantado a entrar en la casa, exclamó:
—¿Pero qué es todo esto?
Miriam y los niños corrieron a su lado. El acceso al salón estaba parcialmente bloqueado por cajas de diferentes formas y tamaños, algunas de ellas medio abiertas. Fueron inspeccionando su contenido en silencio: los veinte volúmenes de la Gran Enciclopedia del Mundo, dos tibores decorados con motivos florales, la canasta de baloncesto, una caña de pescar con todos sus aparejos, una bicicleta estática. A todo eso había que sumar la máquina de coser. Miriam, boquiabierta, miró a su madre.
—¿Qué locura es ésta? ¿Dónde está papá?
—¿No te digo que se ha vuelto completamente loco? —dijo Mercedes con despecho.
El transportista los había seguido al interior de la casa. Volvió a mostrar el albarán. Ramiro, tras comprobar que figuraba el sello de PAGADO y que la entrega iba a nombre de Samuel Caro, firmó.
—Tenemos que encontrarle antes de que se lo gaste todo —dijo, mientras el hombre se marchaba sin despedirse.
Los niños habían abierto la caja de la caña de pescar y se disponían a jugar con ella. Miriam los agarró con fuerza por las muñecas.
—¡Que nadie toque nada! Felisa, llévatelos al jardín.
Se sentó en el sofá y buscó en su bolso. En algún lugar había apuntado el teléfono de la sinagoga. Mercedes dio rienda suelta a su indignación: ¡no podía más!, ¡eso era lo que le faltaba!, ¿cuánto dinero llevaría ya gastado en todos esos chismes?, ¡a ella le controlaba hasta la última peseta y, sin embargo, él…! Ramiro, aunque no muy convencido, trataba de tranquilizarla. «Esto tiene que tener alguna explicación», decía. Miriam encontró por fin el número en su agenda. Con los nervios, se equivocó al marcar y tuvo que colgar y volverlo a intentar. Durante unos segundos larguísimos, mientras esperaban a que alguien contestara al otro extremo de la línea, guardaron los tres un silencio ansioso. Oyeron entonces una algarabía que venía de fuera, y Felisa entró con el rostro demudado y dijo:
—No se lo van a creer.
Corrieron al jardín. Un impresionante Dodge Dart gris con el techo negro acababa de detenerse ante la entrada. Lo conducía un joven desconocido, y en el asiento del copiloto iba un sonriente Samuel, que al verles se inclinó sobre el volante e hizo sonar varias veces el claxon.
—¿A qué esperas, Felisa? —gritó en tono festivo—. ¡Ya estás sacando de ahí esa antigualla!
Todos supusieron que se refería al viejo Seat 1400, que ya casi nunca utilizaban y, cubierto por una lona, ocupaba su sitio de siempre en un extremo del jardín. Los niños, que se habían apresurado a abrir la verja, proferían expresiones de admiración y daban vueltas alrededor del Dodge. Miriam se puso delante del coche para impedirle el paso.
—¿Qué significa esto?
—¿El qué? —dijo su padre, asomando la cabeza por la ventanilla.
—El coche, los jarrones, todo lo demás.
—Ah, veo que ya lo han traído.
—Que qué significa, te digo.
—Significa que es mi dinero y con mi dinero hago lo que quiero. ¿No os gusta el coche? ¡Pues si este coche no os gusta, ya me diréis cuál! ¡No es un coche! ¡Es un cochazo!
Estaba exultante. Sonreía a unos y a otros sin percibir en sus rostros ningún indicio de rabia o consternación.
—¡Papá! —gritó Miriam al borde del llanto—. ¡Estás enfermo! ¡Estás mal! ¡Lo que acabas de hacer no lo hace nadie que esté en su sano juicio!
—Habría que inhabilitarle o incapacitarle o lo que sea —murmuró Mercedes.
Samuel dejó de sonreír e hizo un gesto de perplejidad, como diciendo: «¿Pero se puede saber qué demonios os pasa?». El conductor aprovechó para salir del Dodge, hacer algún comentario que nadie escuchó sobre la documentación del vehículo y marcharse. Sin duda era entonces cuando, libres de la presencia de extraños, tendría que haberse desatado la bronca. Pero eso no ocurrió. A excepción de los niños, que se asomaban excitados al interior del Dodge, nadie se movía ni decía nada. Samuel soltó una risotada.
—¡No sabéis la suerte que he tenido! ¡Para estos coches hay lista de espera! ¡Si no tienes influencias, pueden pasar meses! ¿Sabéis cuáles son mis influencias? ¡Éstas! —dijo, y del bolsillo interior de la americana sacó un fajo de billetes de mil—. ¡Esto te abre todas las puertas, ja ja!
Miriam, desolada, se tapó la cara con la mano. Ramiro se le acercó.
—Voy a llamar al médico —dijo, y vaciló brevemente antes de añadir—: Y voy a intentar localizar a Sergio Morales. Le voy a decir que nuestro viaje se retrasa un par de días…
Miriam negó con la cabeza.
—Déjalo. Ni te molestes.
—Si la cita se cambió una vez, se puede cambiar otra.
—Te digo que lo dejes. Llama a la agencia de viajes y que cancelen la reserva del hotel. ¿No lo entiendes? Con Sara recién parida y papá así… Ni Benidorm ni festival ni nada. Todo eso se ha acabado.
Cuando volvieron a mirar a Samuel, éste, ya fuera del coche, había quitado la goma al fajo de billetes y los lanzaba alegremente al aire. Algunos, empujados por el viento, caían del lado del camino y, tras aletear brevemente sobre las roderas, se alejaban despacio y como a trompicones. Otros se arremolinaban en torno a las plantas del jardín o quedaban atrapados entre las ramas del seto. Los niños corrían alborozados detrás de ellos y discutían por alguno que Daniel decía que era suyo y Elías que suyo. Samuel, sin parar de reír, gritaba:
—¡Éstas son mis influencias! ¡Éstas!
Mercedes soltó un chillido y corrió a meterse en la casa. Felisa se sumó a la caza de billetes mientras Miriam pugnaba por rescatar los demás de manos de su padre. Éste, como jugando con un niño, estiraba los brazos para ponerlos fuera de su alcance, y Miriam correteaba a su alrededor implorando:
—¡Papá, por favor! ¡No hagas más tonterías!
A la mañana siguiente llegaron aún algunos repartidores más, uno trayendo una colección de discos de música clásica, otros con plantas de interior y mobiliario de jardín. Llegó también el doctor Tabuenca, que la tarde anterior se había encargado de administrarle un potente tranquilizante. Samuel seguía durmiendo desde entonces. Miriam, que se había quedado a pasar la noche en el chalet, se asomaba de vez en cuando a su antigua habitación para asegurarse de que todo estaba en orden. El médico se sentó en el sofá entre la madre y la hija y les habló de ciertas alteraciones químicas que se producen en el cerebro de las personas. Tabuenca no hablaba de trastornos ni de arrebatos ni de ataques. Tabuenca hablaba de episodios, y todo apuntaba a que el episodio de Samuel se había debido a una descompensación de litio.
—Litio —repitió Mercedes con repugnancia, como si le estuvieran hablando de ratas o culebras.
El médico explicó que esos desarreglos provocaban la alternancia de fases de depresión y de euforia, y que tanto unas como otras podían desembocar en comportamientos irracionales como el del día anterior. A partir de entonces, Samuel tendría que tomar una medicación específica, y los allegados deberían asegurarse de que no se la saltara ningún día. Mientras sacaba su talonario de recetas, oyeron ruido de pasos y de toses y le vieron asomar en bata y zapatillas. Mercedes se levantó con aire ultrajado y, dando un portazo, se encerró en su dormitorio. La mirada de Samuel, enajenada y ausente como la de algunos borrachos, vagó por la estancia hasta detenerse en las cajas, que seguían donde las habían dejado el día anterior. Miriam acudió solícita a su encuentro.
—¿Qué tal estás, papá?
Samuel no contestó. Apareció Felisa, y entre Miriam y ella, cogiéndole de los brazos, trataron de conducirle al sofá. Samuel se desasió y avanzó hacia las cajas. Miriam supuso que estaba tratando de reconstruir mentalmente los acontecimientos. Tabuenca, sin parar de rellenar recetas, seguía la escena por encima de la montura de las gafas.
—¿Qué tal estamos, Samuel? —dijo en tono condescendiente—. Vamos a procurar que lo de ayer no vuelva a ocurrir, ¿verdad?
Samuel husmeaba el contenido de las cajas que estaban a medio abrir. Cuando llegó a la caña de pescar, cruzó los brazos y la observó como quien observa una escultura en un museo.
—Tengo mucho sueño —contestó sin volverse.
En un par de días estuvo totalmente recuperado, y Miriam y Ramiro le acompañaron a los establecimientos en los que con tanta alegría se había gastado el dinero. Intentaron seguir el mismo orden, empezando por la Librería General, próxima a la sucursal bancaria en la que había comenzado la jornada, y siguiendo por la tienda de decoración y por la delegación de Sigma, que estaba en una bocacalle de Independencia. En todos esos sitios pedían hablar con el dueño o el encargado, le exponían los detalles del caso y, tras deshacerse en disculpas y ofrecer todo tipo de explicaciones, rogaban que aceptaran reembolsarles el dinero a cambio de la devolución del género. En las primeras etapas del recorrido, Samuel se comportaba con aparente aplomo, como si no se sintiera responsable de nada o como si el resultado de esas gestiones le resultara indiferente. A veces trataba incluso de justificarse:
—¿Qué tiene de malo que quiera tener una buena enciclopedia? ¿Y por qué no puedo darme el capricho de comprar unos jarrones tan bonitos?
—¿Te quieres callar? —le reñía su hija—. Estamos tratando de arreglar las cosas. Lo menos que podrías hacer es colaborar.
Pero eso fue sólo al principio. A medida que avanzaban en la reconstrucción de sus andanzas, parecía ir cobrando conciencia de la gravedad de los hechos. Sus reticencias iniciales no tardaron en convertirse en una suerte de avergonzada docilidad, y ésta acabó dando paso a un profundo y lastimoso abatimiento. En la tienda de artículos deportivos casi se echó a llorar.
—¿Para qué querría una canasta un viejo chocho como yo? —le decía a la dependienta—. ¡Si ni siquiera sé cómo se juega al baloncesto!
En varios de los comercios aceptaron sin problemas las devoluciones. En otros les obligaron a hacerse cargo de los portes. En la tienda de bicicletas estáticas, la delegación de Sigma y la floristería, en cambio, se mostraron inflexibles, pero, dado que el desembolso tampoco había sido astronómico, optaron por no insistir. Con lo que de ninguna manera podían permitirse transigir era con el Dodge Dart. Dejaron la visita al concesionario para la última hora de la mañana. A esas alturas, Samuel estaba ya desencajado y apenas si era capaz de levantar la vista del suelo. Nada más entrar, Miriam y Ramiro reconocieron al joven que había conducido el coche hasta el chalet.
—Es él, ¿verdad? —preguntó Miriam, tirando de la manga a su padre, que le miró de refilón, hizo un gesto casi imperceptible de asentimiento y hundió la cabeza entre los hombros.
El joven salió a su encuentro con una sonrisa. Ramiro le puso rápidamente sobre antecedentes y le enseñó el certificado médico redactado por Tabuenca. El otro, sin perder en ningún momento la sonrisa, se cerró en banda. Dijo que comprendía lo delicado de la situación pero que la licencia y el seguro del vehículo ya habían sido tramitados: el Dodge era, a todos los efectos, propiedad de don Samuel Caro. Miriam recurrió a los más variados argumentos, y el joven acabó pidiendo unos minutos para consultarlo con un superior. Le vieron entrar en un despacho acristalado y descolgar un teléfono. Cuando regresó junto a ellos, llevaba una carpeta en la mano.
—Parece que algo hemos conseguido —dijo.
Miriam y Ramiro intercambiaron un guiño de alivio. El joven abrió la carpeta y dijo:
—Déjenme que les muestre las tarifas.
—¿Las tarifas? —dijo Ramiro.
—Claro. Yo a don Samuel le vendí un coche de primera mano y ahora don Samuel me quiere vender un coche usado. No estamos obligados a comprarlo pero, dado lo extraordinario de la situación…
—¡Usted sabe que el coche no ha sido utilizado! ¡Desde que usted lo llevó no se ha movido del jardín! —protestó Miriam.
—Lo siento. Así funcionan las cosas. ¿Quieren que les diga cuánto estamos dispuestos…?
Miriam no esperó a que acabara la frase para levantarse. Ramiro y Samuel la siguieron en silencio hasta la puerta. Cuando estaban ya a punto de salir, oyeron que el otro les llamaba:
—¡Un momento!
Se volvieron y esperaron hasta que el joven les alcanzó.
—Déjenme que les haga un regalo —dijo, tendiéndoles un paquetito, que Samuel aceptó con mansedumbre.
Fueron en busca del lugar en el que habían dejado aparcado el Dauphine.
—¿Qué es? —dijo Miriam.
Samuel rasgó el envoltorio y mostró unos guantes de conducir. Se los probó y dijo:
—Algo es algo.
El Dodge Dart ni siquiera fue bien acogido por Felisa, que era la que tenía que conducirlo. El viejo 1400 llevaba años dando problemas, y últimamente lo sacaba raras veces y más que nada para asegurarse de que seguía funcionando. Dada la habitual parquedad (por no decir tacañería) de Samuel, la idea de sustituirlo por un coche nuevo estaba descartada y, si alguna vez la mujer se había hecho ilusiones al respecto, jamás habría pensado en un modelo así, tan grande, tan difícil de maniobrar. Conducía Felisa con la barbilla estirada y el pecho pegado al volante, su pequeña cabeza de ratón asomando apenas por la parte inferior del parabrisas.
—Si se raya contra una farola, yo no respondo —protestaba.
Lo que más la irritaba era tener que meterse por los angostos callejones del centro para llevar a Samuel a la sinagoga. Éste, hundido en el asiento del copiloto, se limitaba a gruñir:
—Tú calla y conduce.
Felisa estaba molesta porque entre que iba a llevarle y a recogerle perdía media mañana. No habría puesto objeciones si Samuel, adaptándose a sus horarios, se hubiera conformado con visitar la sinagoga las mañanas en que le tocaba servir en casa de Miriam. Pero no. Samuel, como si tuviera algún interés en desbaratarle el día, no solía aprovechar esos viajes y, en cambio, la obligaba a llevarle los días en que no tenía previsto acercarse al centro. Lo habitual entonces era que la mujer estuviera de morros y, aunque habría podido parar delante de la puerta, le dejaba en la esquina de Don Jaime con San Jorge y le hacía recorrer andando esos últimos ochenta o cien metros.
—A la una y media aquí —decía él al despedirse, y Felisa le miraba avanzar a pasitos cortos e inseguros en dirección a la calle de San Andrés.
Nadie sabía a ciencia cierta qué hacía ahí dentro durante esas horas. Que estaba buscando algún tipo de consuelo en la religión parecía seguro: en los últimos meses se había vuelto muy estricto (o muy quisquilloso, en palabras de Felisa) acerca de qué alimentos podía ingerir y cuáles no, y en los ratos muertos no era inusual encontrárselo repasando versículos de los libros sagrados en el sofá del salón. Así que todos daban por sentado que, cuando se hacía llevar a la sinagoga, era para asistir a algún ritual o servicio religioso en compañía de un rabino y otros fieles. Y eso era lo que a él le habría gustado. Según sus cálculos, no podía ser que en una ciudad como Zaragoza no hubiera varias decenas o incluso centenas de hebreos deseosos de disponer de un lugar adecuado para el culto. Lo cierto, sin embargo, es que nunca consiguió localizar a ninguno. En su afán por dar a conocer la existencia del templo, había llamado por teléfono a varios programas de radio, había escrito cartas a los directores de los periódicos (y conseguido que en alguno de ellos se le entrevistara), incluso había pagado de su bolsillo unos pequeños anuncios en los que figuraban la dirección y el número de teléfono del local. Pero, si existía esa secreta y descoordinada comunidad judía que él imaginaba, ninguno de sus miembros respondió jamás a su llamada, de modo que, desde el día de la inauguración, no había vuelto a celebrarse ningún servicio religioso en la sinagoga y nadie más que él la había visitado. Llegaba a primera hora de la mañana, comprobaba que no se había recibido correo y con una escoba y un recogedor adecentaba un poco el lugar. Se había convertido en el shamas, en el sacristán de su propia sinagoga. Concluidas las labores de limpieza, se ponía la kipá y el talit, se ataba los tefilín y, tras recitar alguna berajá delante de la menorá, acababa sentándose en una mecedora al lado del teléfono, por si a alguien se le ocurría llamar. Cuando llegaba la hora, apagaba luces y cerraba puertas y salía a la esquina de la calle Don Jaime a esperar a que Felisa le recogiera en el Dodge.
El mundo había empezado a venirle grande: la sinagoga vacía y a medio terminar, el coche desmesurado, la propia casa, en la que Mercedes evitaba sistemáticamente su compañía. Se diría que hasta había perdido estatura: aún no había cumplido los setenta y un años, pero su aspecto era ya el de un anciano apagado y encogido. Quizás por efecto de los fármacos, los fulminantes accesos de mal humor habían sido sustituidos por largos períodos de enfurruñamiento y desánimo. Y quizás también por lo mismo, la memoria había empezado a jugarle malas pasadas. Las pocas veces que se reunían todos en el chalet, la conversación acababa tarde o temprano atascándose porque Samuel no recordaba un nombre o un lugar y, antes de cambiar de tema, Miriam y Sara se miraban arqueando las cejas. De las pequeñas lagunas pasó pronto a los falsos recuerdos. Generalmente eran detalles intrascendentes, como echar de menos la compañía de un gato como el que afirmaba haber tenido en el piso de Melilla (donde nunca había habido animales domésticos) o como atribuir a sus hermanas Rebeca y Esther dichos o anécdotas que correspondían a Miriam o a Sara. Otras veces, la cosa adoptaba un cariz más preocupante. Un día, después de una comida familiar, los niños salieron a jugar y los adultos encendieron la televisión. El presentador estaba hablando de una resolución de las Naciones Unidas con respecto a la todavía reciente Guerra de los Seis Días. Entre las imágenes que acompañaban la información había algunas en las que aparecían políticos egipcios e israelíes.
—A ése lo vi yo una vez… —comentó Samuel, dejándose caer en el sofá.
—¿A quién? ¿A Nasser? —preguntó Miriam, mientras le encajaba unos cojines en la espalda.
—¡Cómo va a ser a Nasser! ¿Cuándo he estado yo en Egipto? Me refería al otro, a Ben-Gurión.
—Tampoco has estado en Israel —se justificó su hija.
Samuel la miró pero no dijo nada. Los otros fueron sentándose y Felisa llegó con la bandeja de los cafés. Se cruzaban retazos de conversaciones. Hubo por fin una pausa, y Samuel volvió a mirar a Miriam.
—Claro que sí —dijo.
—¿Que sí qué?
—Que sí que he estado en Israel.
Se oyeron unas risitas nasales, como cuando alguien se dispone a contar un chiste que los demás ya conocen. Samuel paseó la mirada a uno y otro lado.
—Claro que he estado en Israel —dijo—. ¿Dónde, si no, podría haberle visto?
Hablaba completamente en serio. Mercedes esbozó una sonrisa desdeñosa y exclamó nada más:
—¡Israel!
Samuel la miró con odio. Intervino Sara:
—Vamos a ver, papá. ¿Cuándo has estado tú en Israel?
—Del año no me acuerdo. Hace tiempo. En Haifa. Con Moisés Eliachar. ¿No recuerdas que se fue a Haifa, a trabajar en ese hospital…?
—No te acuerdas del año, no te acuerdas del hospital —dijo Mercedes, dispuesta a no dejarle pasar ni una—. ¡No has estado en Israel!
—¡Que sí he estado! ¿Cómo puede ser que no te acuerdes?
La discusión, por suerte, no llegó a más.
Teresa, entre tanto, había sido trasladada al internado que las monjas del Sagrado Corazón tenían en Santa María de Huerta, en la provincia de Soria. En sus esporádicos viajes a Zaragoza tenía permiso para alojarse en casa de su hermana, y Miriam y Sara aprovechaban para visitarla y llevarle algo de comida o de ropa. Hiperactiva a pesar de sus sesenta y dos años, se embarcaba en arreglos domésticos que no siempre le daba tiempo a terminar. Durante aquel viaje de otoño se dedicó a cambiar el empapelado del pequeño pasillo al que daban los dormitorios, el cuarto de baño grande y el despacho. A Miriam y a Sara no les quedó más remedio que ayudar. La monja, con ligera jactancia, les hablaba de las otras cosas que había hecho desde su llegada: cambiar algunos muebles de sitio, poner naftalina en los armarios, ordenar los álbumes de fotos…
—Samuel ha encontrado la foto de Israel —comentó mientras terminaba de extender un nuevo rollo de papel pintado.
Miriam y Sara la observaron con interés. Espesos goterones de cola se descolgaban de sus brochas.
—¿Qué foto?
—La de Israel, la del hospital ese…
El inesperado trasiego parecía haber contagiado a Mercedes y Felisa, que, en la cocina, desmontaban el filtro del extractor, lo metían en agua hirviendo para quitarle la grasa y lo volvían a instalar. Luego prepararon algo de merendar y salieron a buscar a las demás. Samuel esperaba sentado en el sillón. Su expresión sugería que llevaba un rato paladeando el inminente momento de gloria. Depositó la fotografía en la mesilla como quien deja una generosa propina en un restaurante.
—¿No me creíais? —dijo, exultante—. Ahí la tenéis. La foto con Moisés y Simi. Y el hospital —se volvió hacia Mercedes— se llama Rothschild. Hospital Rothschild de Haifa.
Miriam agarró la foto. Simi Eliachar, en el centro, miraba directamente a la cámara, mientras su marido, a su izquierda, y Samuel, a su derecha, parecían más atentos a algo que alguien hacía o decía fuera de plano. Llevaban los tres ropa de verano, y por su aspecto se diría que aquella foto no podía tener más de ocho o nueve años, lo que indicaba que se había hecho cuando ya ninguna de las mujeres de la familia vivía en Melilla. Sara, sentada al lado de Miriam, hizo un gesto de duda. ¿Y si Samuel, en alguno de sus largos períodos de ausencia, había viajado de Melilla a Israel sin decir nada a nadie? Al fin y al cabo, sus actividades durante esos cuatro o cinco años nunca habían dejado de ser un misterio…
—Ya os lo dije —decía Samuel—. Un primo de Moisés era el director general del hospital. ¿Por qué os creéis que lo dejaron todo y se fueron a vivir a Haifa?
La monja se acercó también a mirar.
—¡Qué bonito debe de ser Israel!
—Muy bonito, muy bonito —asintió Samuel, satisfecho.
—Algún día me gustaría ir a Jerusalén…
—Dame —dijo Mercedes, tendiendo la mano.
Miró la foto un par de segundos y volvió a dejarla en la mesilla.
—Esto puede ser cualquier sitio. Melilla, seguramente. La Hípica o la tefilá o la casa de alguien. ¿Dónde ves tú que esto sea Israel?
En efecto, a la espalda de las tres figuras, lo único que la imagen mostraba era una pared soleada, una puerta a medio abrir y el marco de una ventana.
—¿No hay monumentos en Haifa? —Mercedes empleaba un tono más burlón que agresivo—. ¿No hay ningún edificio histórico, ninguna sinagoga antigua, ninguna fortaleza? ¿No hay ninguna plaza bonita? ¿No hay mar en Haifa? ¿Y sólo estuviste en Haifa? ¿No fuiste a ningún otro lugar de Israel?
—¡Fui a visitar a Moisés! —replicó Samuel, ofendido—. ¡Estaba en Haifa! ¡Trabajaba en el hospital!
—¿Con quién fuiste? ¿Fuiste solo? ¿Y por dónde? ¡Por algún sitio tendrías que pasar! ¡No creo que fueras remando desde Melilla!
Samuel hacía gestos teatrales de incredulidad. Miriam trató de quitar hierro al asunto:
—Está bien. Si papá dice que es Israel, es Israel.
Pero Mercedes no estaba dispuesta a ceder:
—¿Cómo era el hospital? Si tenía algo especial, lo recordarás.
—Tenía… las paredes blancas.
—¡Todos los hospitales tienen las paredes blancas!
Samuel, en su esfuerzo por rescatar recuerdos, mantenía el ceño fruncido y los ojos entrecerrados. Los abrió del todo para decir:
—Estaba ingresada Alegría. Me acuerdo perfectamente. Por una operación de matriz.
—¿Quién? —replicó su mujer con sorna.
—Alegría Benchimol.
—¿Y quién es Alegría Benchimol?
Su marido, alterado, movió la cabeza como las lechuzas, primero hacia un lado, luego hacia el otro.
—Te lo estás inventando —remachó Mercedes, implacable—. Te lo estás inventando todo. Nunca estuviste en ese hospital. Nunca existió esa Alegría Benchimol.
Samuel, haciendo pulso en los brazos del sillón, consiguió ponerse de pie.
—¡Eres…! —exclamó, pero no fue capaz de acabar la frase y se encerró en el despacho.
A partir de entonces, Mercedes soltaba un sonoro bufido y Miriam y Sara desviaban la mirada cada vez que Samuel decía algo incongruente sobre algún episodio del pasado. Tenía unos recuerdos muy precisos de la vieja casa de la calle Alta, de la playa al lado del cargadero, de la bulliciosa alegría de la Avenida, de las fiestas de Nador, de los viajes a Tetuán y los paseos por Río Martín, de las primeras travesías en el correo de Málaga, incluso de la famosa excursión a Sierra Nevada o los dos viajes con Mercedes a París. Esos recuerdos y algunos más constituían una especie de tesoro para él, y exponerlos no ya a la rechifla o el desdén sino sólo al simple escrutinio de su familia era un riesgo que no estaba dispuesto a correr. Si hacía tiempo que había abandonado su antigua locuacidad, ahora tendía a encastillarse en un mutismo agraviado y suspicaz, y mostraba tanto interés en evitar a su mujer como ésta en evitarle a él.
Miriam y Sara se turnaban para visitarles cada dos o tres días. Luego, por la noche, se llamaban por teléfono para darse lo que ellas llamaban el parte. Últimamente, Sara no paraba de repetir que su padre tenía que dejar el tabaco. Miriam, que por entonces fumaba más que nunca, percibía en esa insistencia una velada acusación personal.
—Ayer le dio un ataque de tos tan fuerte que Felisa estuvo a punto de llevarle a la casa de socorro. Él no quiere ver a ningún médico, claro. Sabe que le van a prohibir los cigarrillos.
—Pero ya está bien, ¿no?
—¡Miriam! —Su hermana levantó la voz—. ¡Bien bien nunca va a volver a estar!
—El otro día estuvimos viendo la película del cumpleaños. Ya sabes que no las llevamos a revelar hasta que tenemos tres o cuatro…
—¿Y?
—Qué bajón ha pegado… ¡En menos de un año! Si le vas viendo cada semana no te das cuenta, pero si dejas pasar una temporada… ¿Y mamá qué tal?
—Buf… —dijo Sara para indicar que estaba como siempre: bien de salud pero mal de humor.
—Qué fácil parecía todo cuando éramos pequeñas… —susurró Miriam, pero su hermana cambió de tema:
—¿Qué tal los niños? ¿Habéis mirado lo de la cojera de Elías?
—No es cojera. Es sólo que anda raro.
—¿Lo habéis mirado o no?
—Dice el médico que tiene una pierna un poquito más corta que la otra. Pero que no nos preocupemos.
Miriam no había querido hablarle del ataque de tos que, un par de semanas atrás, Samuel había sufrido mientras Mercedes y Felisa estaban en el jardín. Habían sido unas toses feroces, horrísonas, más parecidas al rugido de un animal que a cualquier sonido de origen humano, y lo que más la impresionó fueron los violentos espasmos, impropios de un cuerpo constreñido a ejecutar siempre los movimientos más pausados. Viéndole convulsionarse de ese modo, pensó Miriam que hasta en el organismo más debilitado había siempre una desesperada reserva de energía. Primero le dio unos golpecitos en la espalda y después corrió a traerle un vaso de agua, que su padre agarró con pulso tembloroso. Superada la crisis (pero aún con la cara congestionada y las venas de las sienes hinchadas), pudo Samuel beber un trago para aclararse la garganta. Y entonces miró a Miriam con los ojos arrasados por las lágrimas y dijo: «Me quiero morir, hija, me quiero morir». ¿Por qué no le había mencionado nada de eso a Sara? ¿Por qué se lo había ocultado? Podía ser que en parte fuera por lo del tabaco, como si su condición de fumadora la convirtiera en culpable de las bronquitis de su padre (y tal vez de las de todos los fumadores del mundo). Pero más bien se debía a que aquellas palabras no habían sonado como un lamento irracional y espontáneo sino como un anuncio, una declaración firme, y esa declaración se la había hecho a ella y nada más que a ella.
Hacía mucho frío, y Mercedes se entretenía rebuscando en su bolso.
—¿Lleva la llave? —gritó Felisa desde el Dodge.
—¿Te crees que soy tonta?
Era una de las mañanas en que a Felisa le tocaba ir a casa de Miriam. Había acercado a Mercedes al restaurante de la gasolinera y, comprados el pan y un par de revistas, la había dejado de nuevo en el chalet.
—¿La lleva o no?
Mercedes abrió la verja con un gesto de impaciencia y comprobó la temperatura en el termómetro del jardín. El coche se fue.
—¡Dos grados…! —murmuró Mercedes, entrando en la casa.
Felisa, como siempre, había madrugado para dejarlo todo fregado antes de irse. Las junturas entre las baldosas estaban todavía húmedas, y un zigzag de hojas de periódico señalaba el camino desde la entrada hasta la cocina. Con el abrigo aún puesto, se detuvo a hojear el ¡Hola!, que publicaba unas fotos de los príncipes Juan Carlos y Sofía con sus rubísimas hijas. En la casa no se oía ningún ruido.
—¿Samuel?
Tenía Mercedes la sensación de que su marido no estaba ya en su dormitorio, pero en el salón todo seguía tal como lo había dejado un rato antes y la luz del cuarto de baño estaba apagada. Volvió sobre sus pasos para recoger las hojas de periódico, con las que iba haciendo una bola de papel que apretujaba contra su pecho. Cuando llegó a la cocina y vio a Samuel en el suelo, la bola de papel, grande ya, se le cayó de las manos y, tras rebotar en una de sus rodillas, fue a detenerse junto al rodapié de la pared.
—¡Samuel!
Estaba tirado al lado de la mesa en una posición extraña: las piernas flexionadas a distinta altura y un pie encajado bajo el tobillo del otro, el tronco de medio perfil con el brazo derecho estirado y el izquierdo apoyado en el vientre, la cabeza levemente descolgada. Tenía los ojos entornados y una herida en la frente. Lo primero que Mercedes pensó fue que se había resbalado con las hojas de periódico y se había dado un golpe en la cabeza. Su reacción inmediata fue agacharse y tratar de incorporarle, pero pesaba demasiado y sólo consiguió cambiarlo de postura. Ahora las piernas estaban rectas y en paralelo, y el brazo izquierdo fue deslizándose poco a poco hasta tocar el suelo. Esta posición le pareció más natural, como la de alguien que estuviera tomando el sol en la playa. Arrodillada y con la cabeza de Samuel apoyada en sus muslos, se detuvo a recuperar el aliento. Vio que en la ceja derecha le crecía una mancha de sangre y que tenía grumos de saliva en las comisuras de los labios. También vio que el pantalón del pijama, que asomaba bajo la bata mal cerrada, estaba empapado en orina. No, aquello no había sido un simple resbalón.
—¡Cielo santo! —exclamó.
Apartó la cabeza de sus muslos y la depositó con cuidado en el suelo. ¿Qué había que hacer en esos casos? Agarró una de sus muñecas con ambas manos, pero su propia ansiedad le impedía encontrarle el pulso. Luego acercó la mejilla a su boca y creyó notar un hilo de aliento. Muerto no estaba. Se levantó y corrió hacia el teléfono. Cogió la agenda. ¿A quién tenía que llamar? ¿A Tabuenca? ¿A sus hijas? Mientras trataba de aclarar las ideas, una pregunta se abrió camino en su pensamiento: ¿qué habría pasado si, en vez de volver con el pan y las revistas, hubiera aprovechado la mañana para irse de compras al centro? Se imaginó a sí misma llegando con Felisa a la hora de comer y encontrando a Samuel muerto en el suelo de la cocina. La idea, lejos de asustarla, le resultó reconfortante, aunque sólo fuera porque la compañía de Felisa habría simplificado las cosas y la habría eximido de tomar decisiones… Entre tanto, su cerebro, como si tuviera la habilidad de operar simultáneamente en varias direcciones, había llegado a una conclusión: a quien tenía que llamar era a su hija mayor. Felisa debía de estar a punto de llegar a su casa y, si se daban prisa, podían estar en el chalet en poco más de un cuarto de hora y ocuparse de todo. Un cuarto de hora: ése era todo el tiempo que tendría que permanecer velando a Samuel antes de que Miriam y Felisa la descargaran de toda responsabilidad. Descolgó el teléfono. Empezó a marcar el número de Miriam. Colgó. Dos narraciones de signo contrapuesto chocaban en su interior: una que buscaba acelerarlo todo y ganar tiempo, y otra que sugería dejar pasar los minutos y… ¿Y qué?
Regresó a la cocina. Samuel seguía tal como lo había dejado. Intentó recordar en qué postura lo había encontrado un rato antes. Sin tener una noción muy clara de lo que estaba haciendo, se agachó y empujó el tronco de forma que quedara apoyado sobre el costado derecho. Estiró luego un brazo, y el otro brazo y la cabeza recuperaron con naturalidad su anterior posición. Comprobó que la ceja herida coincidía más o menos con el papel de periódico manchado de sangre. Sólo quedaban las piernas. Mientras las doblaba, tuvo un instante de duda. ¿Y si se trataba sólo de un desmayo y a Samuel le daba por volver en sí en el momento menos pensado? Le pareció que a esas alturas no podía ya permitirse tal hipótesis. En muy poco rato se había aceptado a sí misma como una mujer que estaba dejando morir a su marido. Cuando creyó que no le quedaba nada por hacer, se quitó por fin el abrigo y lo colgó del perchero de la entrada. Después volvió al salón y se sentó en el sofá con la agenda en el regazo.
Hacia la una y media llegó Felisa en el Dodge. Mercedes, que en todo ese tiempo no se había movido del sofá, dio un respingo. La operación de meter y sacar el coche era lenta y trabajosa. Había que abrir las dos hojas de la verja, conducir hasta el extremo del jardín y desandar lo andado para volver a cerrar la verja. Cuando Felisa vio aparecer a su señora con el rostro demudado y la agenda en la mano, estaba a punto de meterse en el coche. No llegó a hacerlo. Dejó las puertas abiertas y el motor en marcha y fue al encuentro de Mercedes, que exclamó nada más:
—¡Mi marido…!
Corrió la sirvienta al interior de la casa. Mercedes la seguía con paso vacilante. Las fuerzas la habían abandonado. Incapaz de llegar a la cocina, se agarró con fuerza al respaldo de una silla. Asomó Felisa con las manos en la cabeza y expresión consternada.
—¡Ay, señor!
—¡Llama a las niñas, Felisa! ¡Llama a las niñas! —repetía Mercedes, respirando de forma entrecortada.
Felisa llevó a Mercedes al sillón y la obligó a sentarse. Llamó primero a la clínica y pidió que mandaran urgentemente un médico. Luego llamó a Sara y le dijo que creía que su padre había muerto.
—¿Muerto? —dijo Mercedes con los ojos muy abiertos—. Ha sido hace unos minutos… No sabía que estaba en… Me lo he encontrado en el suelo y he intentado…
Estaba histérica, y no había en ello ningún fingimiento: las manos le temblaban, la voz le salía con dificultad. Felisa trataba de calmarla al tiempo que daba explicaciones a Sara. Concluida la conversación telefónica, se sentó en el brazo del sillón y abrazó a Mercedes, que apoyó mansamente la cabeza en su pecho y rompió a llorar. Era la primera vez que se abrazaban. De hecho, era la primera vez que había entre ellas un ligero contacto físico.
—No me lo termino de creer… —dijo Felisa.
—¿Se lo has dicho a Miriam?
Felisa se levantó y fue a la cocina.
—No lo toques —dijo Mercedes con voz quebradiza—. Espera a que venga el médico. Cierra la puerta y espera a que venga el médico.
—Es que me da no sé qué dejarlo así.
Se agachó y tocó las manos aún tibias de Samuel. Luego le pasó un dedo por la costra de la ceja y le alisó un poco los faldones de la bata. Se asomó después al salón.
—No lo entiendo —dijo.
—¿Qué?
—El pantalón del pijama.
—¿Qué le pasa?
—Está sucio pero seco. ¿A qué hora…?
No concluyó la frase porque justo en ese momento sonó el teléfono. Felisa se apresuró a descolgar, pero tardó tres o cuatro segundos en contestar. Durante esos segundos, que a Mercedes se le hicieron larguísimos, mantuvo un rictus serio, inexpresivo, y no apartó la mirada de su rostro.
—¿Vas a contestar o no? —dijo Mercedes con inesperada severidad.
Felisa hizo un gesto como de sacudirse los malos pensamientos y desvió la mirada. Era Miriam. Mercedes permaneció atenta a la conversación.
—¿Que cómo está? —oyó que Felisa decía—. ¿Cómo quieres que esté? Destrozada, hija. Destrozada.
Que Samuel hubiera profesado otra religión hasta el final de su vida nunca constituyó un inconveniente para que cada 21 de febrero se oficiara una misa de aniversario en la capilla del Sagrado Corazón. Salvo el año en que caía en fin de semana, nada más asistían la familia y las monjas de la congregación, así que eran misas sencillas, casi íntimas, y sólo empezaron a hacerse con monaguillo cuando Elías, que durante la adolescencia vivió una etapa de acusado fervor, se ofreció para ayudar y leer las Escrituras. La del séptimo aniversario fue la primera. Aquélla, además, fue especial porque Mercedes y Felisa llegaron con casi veinte minutos de retraso. El cura, haciendo gestos de impaciencia que le obligaban luego a reajustarse la casulla, se asomaba desde la sacristía y enviaba a Elías a consultar cuánto tiempo más tendrían que esperar. Cuando por fin aparecieron las dos mujeres, todos se volvieron a observarlas. Ellas murmuraron unas disculpas confusas y ocuparon su sitio en la primera fila de bancos. La misa fue breve, sin sermón, y a la salida, ya en General Mola, explicaron el motivo del retraso:
—Llevábamos oyéndolo desde ayer por la tarde: ¡iuuu, iuuu…! —dijo Felisa—. A veces sonaba como el lamento de un animal, a veces como el llanto de un recién nacido. Y cuanto más lo oíamos, más convencidas estábamos de que era un niño…
—¿En qué calle hemos aparcado? —la interrumpió Mercedes—. Vamos ahora y lo veis.
—¿Lo tenéis encerrado en el coche? —dijo Sara.
—En el maletero.
—Entonces espero que no sea un bebé.
No era un bebé. Era una cachorrilla flaca y oscura, que se puso a temblar en cuanto el maletero se abrió y toda aquella gente, dando grandes voces, se inclinó para mirarla. Mercedes la agarró, la envolvió en una manta escocesa y se la apretó contra el pecho.
—¿Has pasado frío? ¿Verdad que no has pasado frío? —preguntó, juntando sus labios al morro del animalito, y luego se volvió hacia los demás—. Estaba en el callejón trasero, que está lleno de trastos por las obras de la guardería. Se había caído en un hoyo detrás de unos sacos y no podía salir. ¡El tiempo que llevaría sin probar bocado! Menos mal que la hemos encontrado… ¿Cómo es posible que esos obreros la oyeran gemir y no hicieran nada? ¡A saber lo que habrían sido capaces de hacerte, pobrecita mía!
Con lo arisca que se había vuelto con la edad, resultaba extraño verla así, tan cariñosa, tan protectora. Marta, la menor de sus nietos, tiraba con fuerza de la manta y le pedía que le dejara sostener a la cachorrilla. Los otros cuatro se limitaban a acariciarle la cabecita temblorosa.
—Me recuerda al perrillo que me regalaron para mi comunión. Se llamaba Chitón —dijo Mercedes.
—Suena bien —dijo Elías—. ¿Por qué no le llamamos igual?
—¿Estás tonto? ¿No ves que es hembra? —dijo Daniel.
Felisa, entre tanto, terminaba con su historia: habían llevado a la perrilla a casa, le habían dado leche y galletas, luego habían buscado un veterinario. ¡Y suerte habían tenido de que Lumbreras les hubiera atendido pronto!
—¡Fosca! —exclamó Mercedes, volviéndose hacia los adultos—. ¿Os gusta el nombre? ¡Como tiene el pelo tan oscuro…!
—¿«Fosco» significa oscuro? —dijo Elías.
Los gemelos, los únicos que le estaban escuchando, se encogieron de hombros simultáneamente. Entre tanto, Mercedes, aún con el animalito en brazos, se disponía a cruzar el paseo. Los cinco nietos la siguieron hasta el bulevar y celebraron con grandes risas la primera meada, que dejó un charco considerable.
—¿Veis qué limpia es? Ha estado aguantándose todo este rato —sonrió Mercedes—. Señal de que no es un chucho callejero. Alguien le ha enseñado.
—Entonces habrá que buscar a su dueño —dijo Daniel.
Mercedes no ocultó su contrariedad. La idea de renunciar a la perrilla ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Se fijó por primera vez en su collar, un collar barato, de goma negra, sin ninguna chapa que diera pistas sobre la identidad del propietario.
—Seguro que la estarán buscando —insistió Daniel.
—Puede que no. Puede que la hayan abandonado —dijo su abuela—. Hay gente así.
Lo que no tenía era correa y, para evitar que escapara hacia los coches, los cinco nietos habían formado un círculo a su alrededor. Fosca, de todos modos, seguía tan asustada que parecía incapaz de echarse a correr.
—Tenemos que poner carteles —dijo Elías—. Es lo que se hace en estos casos, ¿no?
—Vámonos. Hace frío —dijo Mercedes, agachándose a coger a Fosca.
Algunos domingos se juntaban todos para comer en el chalet. El domingo siguiente, Fosca seguía siendo el centro de atención. Había ganado algo de peso y cobrado confianza. Era una perrilla alegre y agradecida, que agitaba el rabo en cuanto alguien le hacía un gesto o la llamaba. «¡Fosca!, ¡Fosca!», gritaban los nietos, y ella corría incansable de un extremo a otro del jardín. Después de comer, se entretuvieron haciendo los carteles: ENCONTRADA PERRITA NEGRA… La propia Mercedes dictaba el texto, corregía la caligrafía y amontonaba las cuartillas. Luego salieron a pegarlas en las farolas de la urbanización. Habían hecho demasiados carteles, así que en las últimas farolas pegaron dos y hasta tres. Cuando volvieron al chalet, los coches estaban ya preparados para marcharse. Mercedes despidió con la mano a unos y a otros. Fosca, asomando la cabeza entre las rejas de la verja, los siguió con la mirada. Pasados unos minutos, Mercedes anunció que salía a pasear a la perra. Repitió exactamente el recorrido que acababa de hacer con sus nietos, y fue arrancando uno a uno todos los carteles y rompiéndolos en trozos pequeños.
—¡Vamos, Fosquita! —exclamaba, y la perra trotaba feliz a su alrededor.
A la muerte de Samuel, Ramiro se había ocupado de poner orden en sus papeles y sus cuentas. Para sorpresa de todos, su situación económica resultó ser más que desahogada. Las oficinas de Melilla y Málaga mantenían un nivel de ingresos moderado, aunque no inferior al de años anteriores, y lo que se había convertido en una auténtica mina de oro era la constructora de la Malagueta, que había extendido su área de operaciones a varios municipios de la Costa del Sol y se había aprovechado del vertiginoso desarrollo económico propiciado por el turismo. ¿Quién les iba a decir a ellos que, tantos años atrás, al asociarse con Meneses y Monterde y toda esa panda de cantamañanas había puesto Samuel la semilla de la actual fortuna familiar? Según Ramiro, su acierto había consistido en mantenerse siempre en un discreto segundo plano y acudir a todas las ampliaciones de capital. Mientras Meneses y los demás se apresuraban a realizar beneficios, Samuel, sin molestarse siquiera en participar en la gestión, los reinvertía una y otra vez hasta acabar convirtiéndose en uno de los máximos accionistas. ¡Menudo olfato había demostrado tener! Ahora su viuda no sólo era la propietaria de dos oficinas de consignaciones y una valiosa cartera de acciones sino también de las plazas de aparcamiento y los locales en los que Samuel había ido colocando prudentemente réditos y dividendos. Sí, el mismo Samuel que había revuelto Roma con Santiago para encontrar un local de renta económica para su sinagoga era, por extraño que pareciera, propietario de media docena de locales en la propia Zaragoza. La primera vez que el asunto salió en una conversación, Mercedes lo calificó de sinsentido. En esas conversaciones, escasas porque la aburría hablar de dinero, solía manifestar una mezcla de alivio y resentimiento: alivio por saber que tenía asegurado un buen pasar y resentimiento por las injustificadas estrecheces del pasado.
Pero eso fue sobre todo al principio. Durante los primeros meses de viudez, Mercedes se dedicó a borrar de su casa y de su vida todos los rastros dejados por Samuel. A pesar de que jamás invitaban a nadie, decidió convertir su dormitorio en habitación de invitados, y con tal pretexto mandó los grabados del templo de Salomón y los retratos de antepasados con kipá al despacho, que poco a poco fue convirtiéndose en un cuarto trastero. A él fueron también a parar otros objetos que de un modo u otro le recordaban a Samuel, como las teteras marroquíes compradas en un viaje a Tetuán, la nunca utilizada bicicleta estática o la máquina de coser Sigma, a la que se le había roto una pieza que Mercedes siempre se negó a reemplazar. Cuando ya no quedaba nada en la casa que le recordara a él, empezó a inventarse o a reconstruir un Samuel a la medida de sus necesidades. A Miriam no se le escapó esa transformación. De no hacer jamás la menor mención a Samuel pasó Mercedes a recuperar recuerdos de la época en que las niñas eran pequeñas y no había conflictos en el matrimonio: ¿se acordaban de cuando papá las iba a buscar a la salida de misa y las llevaba a tomar el aperitivo en la Avenida?, ¿y de cuando hacía volar un globo para Rosh Hashaná?, ¿y de cuando se quedaba traspuesto en las reuniones de la Gota de Leche? Por arte de magia los recuerdos ásperos o amargos habían quedado arrinconados, y el Samuel que regresaba en esas evocaciones era otra vez un Samuel bueno y afectuoso, alguien a quien echar de menos. Miriam pensó que la viudez era el estado ideal de muchas mujeres, y entre ellas de su madre, liberada de las turbaciones de los últimos años junto a su marido y nostálgica de ese inconcreto pasado de armonía y bienestar.
Aquélla fue para Mercedes una etapa de felicidad, y la aparición de Fosca vino a redondearla. Le gustaba que la despertara por las mañanas apoyando las patitas en el extremo de la almohada y que la recibiera con grandes alharacas cada vez que llegaba a casa. Le gustaba llevarla a pasear por los caminos y descampados de la urbanización y enseñarle a adoptar diferentes posturas. Le gustaba lavarla con Elías en el jardín y ver después las carreras frenéticas con las que trataba de sacudirse el agua. Le gustaba tenerla dormida a sus pies mientras Felisa y ella se entretenían con sus artesanías de estaño. A veces la descubrían mirándolas con atención, y Mercedes no podía evitar afirmar que los animales eran más humanos que muchos seres humanos. Se convirtió ésta en una fórmula recurrente, y como ésta hubo otras que se hicieron célebres en la familia. Cuando sobraba algo de comida en un plato, Mercedes lo echaba en el cacharro de Fosca diciendo: «Si un perro no sirve para comerse las sobras, ¿para qué sirve?». Y cuando la perra atrapaba un trozo de chocolate o una galleta que se le hubiera caído a alguno de los nietos, la frase era: «¡De ellos es el reino de los suelos!». Esas frases empezó diciéndolas Mercedes pero, cuando se presentaban las circunstancias, siempre había alguien que se le adelantaba: si un perro no servía para, de ellos era el reino de, etcétera.
Aquélla fue también su etapa más viajera. Cada cierto tiempo, mientras hojeaba un periódico o una revista, levantaba la mirada y hacía un comentario del tipo: «Segovia. No me gustaría morirme sin conocer Segovia». Felisa ya sabía lo que eso quería decir: que esa misma tarde llamaría Mercedes a la agencia de viajes para que les fueran reservando un hotel y que el viernes por la mañana tendría que tener preparado el Dodge para salir de viaje a Segovia o donde fuera. En aquella época visitaron Pamplona, San Sebastián, Burgos, Valladolid, Teruel, Burdeos, Toulouse… Al empleado de la agencia le decían que les buscara habitación en hoteles en los que admitieran mascotas y, cuando esto no era posible, dejaban a Fosca al cuidado de Miriam. Escogían siempre hoteles de cuatro o cinco estrellas o paradores nacionales pero, para evitar dispendios, compartían habitación. En un par de ocasiones, tuvieron incluso que compartir cama de matrimonio debido a errores en la reserva. A esas alturas, tras más de quince años de convivencia, ese detalle les resultaba intrascendente. Si el lado penoso de la intimidad consistía en aguantarse mutuamente ronquidos, olores corporales y malos despertares, les quedaba bien poco por descubrir. Formaban una pareja singular, siempre juntas, siempre discutiendo. Lo único que indicaba su diferente condición era que Felisa seguía tratando de usted a su señora, a la que ante terceras personas se refería como doña Mercedes. Incluso habían empezado a parecerse la una a la otra, como dicen que ocurre con los matrimonios duraderos. Mercedes había ido encorvándose con la edad, y los rasgos se le habían ido afilando hasta confluir en un arrugado hociquito de ardilla. Por su parte, Felisa, que a sus cincuenta y tantos años había desarrollado cierta coquetería, dedicaba más tiempo al cuidado de su aspecto y se ahuecaba el pelo con el cepillo como había visto hacer a Mercedes. Algunos recepcionistas, cuando rellenaban las fichas de registro, se sorprendían al comprobar que no eran hermanas.
En San Sebastián se alojaron en el hotel Londres. Como no estuvieron de vuelta hasta el lunes por la mañana, llamaron a Miriam para decir que pasarían por la tarde a recoger a Fosca. Hacía un par de años que Miriam había dejado los cursillos, así que podían ir a la hora que quisieran. Lo hicieron hacia las cinco, después de pasarse por la tienda de la plaza de Santa Cruz en la que se aprovisionaban de láminas de estaño y botes de cera para los repujados. La perra las recibió con grandes saltos de alegría.
—¿Qué tal se ha portado mi Fosquita? ¿Has sido buena? —dijo Mercedes, cogiéndola en brazos—. ¡Lametazos no! ¡Lametazos no, que llevo colorete!
Por el pasillo apareció Ramiro con los faldones de la camisa fuera del pantalón y aspecto de acabar de despertarse de la siesta.
—Bueno, ¿qué tal el viaje? —dijo Miriam, cogiendo el paquete que le tendía Felisa—. ¿Esto qué es?
—¡Fatal! —exclamó Felisa—. Hemos tenido un pinchazo y, como te puedes imaginar…
—Es para vosotros —la interrumpió Mercedes—. Para la casa. Por haber cuidado a la perra.
Miriam y Ramiro intercambiaron una mirada de resignación. Cada vez que Mercedes tenía que agradecerles algo, les regalaba uno de sus bajorrelieves en estaño. Tenían ya media docena y no sabían qué hacer con ellos. Si los ponían en el salón, acabaría pareciendo una chamarilería. Y si no los ponían, Mercedes podría disgustarse. Miriam desenvolvió el paquete.
—¡Una Última Cena! ¡Qué bonita os ha quedado!
—¿Verdad que sí? ¡No sabes el trabajo que nos ha dado!
Pasaron todos al comedor. En una parte de la mesa estaba el viejo zoótropo que Ramiro estaba restaurando y, en la otra, unas cuantas fotos desparramadas y el álbum de las tapas rojas abierto por la mitad. Miriam llevaba toda la tarde escogiendo antiguas fotos familiares de las que pretendía hacer copias para su colección. Sobre todo quería fotos de su padre: de su padre antes de casarse o justo después, de su padre con ella y con Sara cuando eran pequeñas. Mercedes, aún con la perra en brazos, pasó distraídamente las páginas del álbum. Mientras tanto, Felisa seguía contando cómo habían continuado con una rueda pinchada hasta llegar a un taller a la entrada de Tudela en el que les habían tenido que cambiar los cuatro neumáticos. Miriam señaló el álbum y miró a su madre.
—Si quieres, te lo puedes llevar. Las fotos que faltan te las devolveré en un par de semanas.
Mercedes señaló una de las fotos apartadas.
—¿No te acuerdas? —dijo Miriam—. Ya te pregunté. Esta foto no estaba en el álbum. La encontró Ramiro entre los papeles de papá.
Era la foto de Samuel con Alegría, la vieja foto con el mono, la que les había hecho el fotógrafo callejero. Mercedes se la acercó a la cara y entrecerró los ojos.
—No sé quién es. ¿No es Rebeca? Pues entonces alguna prima, supongo. Estaba guapo, tan delgado. Más o menos era así cuando le conocí.
Dejó la foto en su sitio y se acercó a Felisa, que contemplaba fascinada el zoótropo. Ramiro, sonriente, sustituía las tiras interiores y hacía girar el tambor.
—¿Queréis ver a un niño columpiándose? ¡Aquí lo tenéis!
—¡Parece cosa de magia! —exclamó Felisa.
—Yo tuve uno de niña —comentó Mercedes—. Salía un caballo saltando.
En el otro lado de la mesa, Miriam observó con atención la foto de su padre y la colocó junto a las otras.
—¿Quién quiere café? He pasado por Soconusco para comprar pastas.
Ya en el sofá, las dos mujeres hablaron de San Sebastián: de lo bonita que era la playa de La Concha, del esqueleto de ballena que habían visto en la visita al Aquarium, del Palacio de Miramar, en el que habían veraneado los reyes… Volvió a salir el asunto del pinchazo.
—En realidad, casi mejor —dijo Felisa—. Ya no tendremos que preocuparnos por las ruedas durante un tiempo.
—¿Pero se te ha ocurrido llevar alguna vez el coche a revisión? —le reprochó Mercedes, que luego se volvió hacia Ramiro—. Por cierto que hemos tenido que buscar una sucursal de la caja y sacar dinero para pagar el taller. De paso, he aprovechado para preguntar por los intereses esos, los de los plazos fijos… Nunca sé qué día me los ingresan.
Ramiro dio un respingo. Dijo:
—El primer día laborable del trimestre, ya lo sabes.
—Lo sé, lo sé. Pero siempre se me olvida. Al principio, el hombre no encontraba mi nombre… Ha tenido que hacer unas llamadas para comprobar no sé qué. Todo se ha arreglado cuando le he dicho que te ocupabas tú y que eras mi yerno. ¡Y oye, ha sido mano de santo!
Ramiro, que tendría que haberse sentido halagado, se había puesto tenso.
—¿Pero has mencionado mi nombre? ¿Lo has mencionado tú o te lo ha preguntado él?
—¿Cuál es el problema? Necesitaba sacar dinero para pagar las ruedas. Lo he pedido y me lo han dado. Y ya está. Eso es todo.
—Mercedes, para cualquier gestión que tengas que hacer ya sabes que me tienes a mí.
Interrumpió la conversación la ruidosa llegada de Elías, que corría por el pasillo seguido por la perra.
—¡Mirad! ¡Mirad! —gritaba, apurado.
Las tres mujeres se asomaron con él a una de las ventanas que daban a la Gran Vía. En un banco del otro lado del bulevar, Daniel se comía a besos a una chica. Aunque estaba a bastante distancia, no había ninguna duda de que era él.
—¡Quince años! ¡Pronto empieza! —dijo Felisa.
—¿No podrían haber elegido un sitio más discreto? ¡Les van a llamar la atención! —dijo Mercedes.
—¿Quién es la chica? Así, de lejos, parece un poco ordinaria —dijo Miriam—. ¿La conoces?
Elías, en vez de contestar, agachó la cabeza con aire contrito. Debía de estar pensando en la perdición a la que su hermano estaba condenando su alma. Entonces Mercedes soltó una especie de ronquido, que no era tal sino el borbotón de una risa a duras penas sofocada, y las otras dos la miraron y se taparon la boca. De repente, estallaron las tres en una carcajada unánime, incontenible. Elías las miró consternado.
—¡Está pecando y os reís! ¡Está ofendiendo gravemente la voluntad divina!
—¡Lo siento! ¡No lo puedo evitar! —se excusó su madre con lágrimas en los ojos.
—Nosotras nos vamos —dijo Mercedes, tratando de recuperar la compostura—. Menos mal que tenemos el coche en la calle de atrás. ¡No me gustaría interrumpir!
Volvieron las tres a reír. Elías se llevó la mano a la frente como si fuera a santiguarse pero acabó conteniéndose. Ramiro, que se había mantenido todo ese rato apartado, acudió a despedirlas. Cuando ya Mercedes y Felisa se habían marchado, Miriam se le acercó con las dos fotos de su padre con Alegría, la del mono y la del Círculo Recreativo de Tetuán.
—Entre estas dos fotografías hay unos treinta años de diferencia… ¿Tú qué crees? ¿Es la misma mujer o no?
—¡Y yo qué sé! ¡Yo qué sé si es la misma!
—¿Qué te pasa? ¿Por qué te pones así?
—Perdona. Quiero acabar esto de una vez —dijo él, frotando concienzudamente la base del zoótropo con un algodón.
A partir de esa tarde, todo se vino rápidamente abajo en su matrimonio. Las dos o tres veces que Miriam le llamó a la caja le resultó imposible hablar con él. Al principio, como la actitud de Ramiro en casa seguía siendo la de siempre, no sospechó nada. Una mañana tenía que recoger unos zapatos para Elías en una ortopedia de la calle Mayor y, al igual que había hecho en tantas ocasiones, se acercó a la oficina para saludar. Los compañeros, con una cortesía algo azorada, le dijeron que ahora Ramiro trabajaba en otro edificio, en un despacho sin atención al público. Por la noche, cuando le preguntó por qué no le había hablado de su nuevo destino, su reacción de sorpresa parecía sincera:
—¿No te lo había comentado? Aún no me han hecho tarjetas nuevas. Luego te apunto el teléfono. ¿En la o de oficina?
—¿Pero el trabajo sigue siendo el mismo?
—Más o menos. Inversiones y todo eso. —Ramiro bostezó—. Qué te voy a contar…
Miriam asintió con la cabeza. A la primera ocasión que tuvo, cogió la agenda y la abrió por la letra o. Sí, justo debajo del número anterior estaba el nuevo, escrito con la caligrafía pulcra y menuda de su marido. El solo hecho de encontrarlo le devolvió la tranquilidad. No había que darle más vueltas. Habían cambiado de despacho a Ramiro. Eso era todo.
Pero no le duró mucho esa tranquilidad. Dos días después, apareció Felisa para limpiar el piso y le entregó una carta que había recibido de la caja.
—No entiendo lo que quiere decir —dijo—. ¿Se la enseñarás a Ramiro?
Miriam leyó en voz baja algunos fragmentos de la carta, que, con la retórica acostumbrada, agradecía a su distinguida clienta la confianza depositada en la entidad, le recordaba que sus depósitos estaban totalmente garantizados y se ponía a su disposición para mejorar el servicio en caso de que hubiera detectado alguna irregularidad en el cobro de intereses… Felisa, a su lado, señaló con el índice esa parte del párrafo.
—¿Irregularidad? ¿Por qué dice eso de irregularidad?
—Supongo que es una de esas cartas que mandan a todo el mundo… —dijo Miriam, encogiéndose de hombros.
—Supongo. —Felisa terminó de abrocharse la bata—. Tu madre también la ha recibido. ¿Hoy qué toca? ¿Los cristales de atrás?
—Me la quedo y ya te diré si es importante. Pero yo creo que no.
Felisa, canturreando, se encaminó hacia la galería. Miriam apretó el puño y se lo llevó a los labios. Estaba muy preocupada. ¿Qué otras personas que ella conociera habían confiado sus ahorros a su marido? Desde luego, Sara y Felipe, y seguro que también los padres de Ramiro y alguna de sus hermanas… ¡Dios santo! ¿Qué estaba pasando?
Tenía tanto miedo de descubrir la verdad que no llegó ni a mostrarle la carta. Y jamás le llamó al despacho nuevo ni volvió a tocar el tema en presencia de su madre o de Felisa ni sondeó a Sara o a sus cuñadas sobre sus depósitos bancarios. Prefería no enterarse de nada y que ocurriera lo que tuviera que ocurrir. Ramiro seguía siendo el mismo de siempre, si acaso un poco más taciturno, y, como tampoco él hablaba de su trabajo, resultaba más sencillo eludir el asunto que afrontarlo. La vida seguía adelante con sus propios problemas y, de un modo natural y espontáneo, los pequeños motivos de preocupación fueron creciendo hasta llenar el gran vacío dejado por la preocupación principal. A finales de ese curso, lo que quitaba el sueño a Miriam era el desastroso rendimiento académico de Daniel, que durante el verano iba a necesitar la ayuda de profesores particulares, y el creciente misticismo de Elías, que todos en la familia consideraban extravagante y enfermizo. En la resolución de ambos problemas encontraba Miriam una promesa de alivio.
Empezó de verdad a agobiarse con Elías el día en que éste le confió que su máxima aspiración era ver a Dios.
—¿Ver a Dios? ¿Qué tontería es ésa? Dios es invisible. Nadie nunca ha visto a Dios.
—¡Pues entonces a la Virgen María! ¿No la vieron los pastorcillos de Fátima? ¿No la vio santa Bernadette Soubirous? Si no crees en las apariciones marianas, es que no eres una buena cristiana.
Cuando hablaba de religión, los ojos se le ponían como ascuas, y Miriam no podía evitar sentirse intimidada. Una tarde, de vuelta de hacer unos recados, oyó unos ruidos procedentes de su dormitorio y, como estaban haciendo obras en el patio interior, temió que pudiera haber entrado algún ratón. Fue a la cocina y agarró la escoba. Como un soldado con la bayoneta calada, avanzó dando chasquidos con la lengua para ahuyentar al animal. Se detuvo al llegar a la habitación y vio luz en el vestidor. Creía estar sola y ahora comprobaba que había alguien más en la casa.
—¿Quién anda ahí?
El vestidor era una pequeña pieza que unía el dormitorio con el cuarto de baño. Tenía un armario a cada lado. Las puertas de ambos armarios estaban abiertas y sus espejos enfrentados de forma que se reflejaban el uno en el otro hasta el infinito. Elías, situado justo en el centro, observó a su madre con displicencia.
—¿Qué haces con esa escoba?
—Y tú —replicó Miriam, sintiéndose ridícula—. ¿Qué haces tú en mi vestidor?
Elías señaló su imagen multiplicada en los espejos. Dijo:
—Está ahí, ¿no? Tiene que estar ahí.
—¿Quién?
—¿Quién va a ser? ¡Dios! Si estoy viendo el infinito, Dios tiene que estar por ahí cerca. Porque Dios es infinito.
Miriam soltó un largo suspiro y preguntó:
—¿Has merendado?
El colegio nuevo estaba en las afueras, pegado al río Huerva y pasada la Casa Grande, que era como en la ciudad se conocía la Residencia Sanitaria José Antonio. Siguiendo las indicaciones del conserje, Miriam y Ramiro accedieron a un pasillo con fotos de antiguas promociones de alumnos en las paredes. Cinco años después de su inauguración, el edificio aún olía a pintura.
—Creo que es aquí —dijo Miriam.
Estaban ante el despacho del padre Maldonado, consejero espiritual del curso de Elías. Llamaron varias veces con los nudillos. Un cura anciano que rezaba el rosario arrastrando los bajos de la sotana les dijo que lo encontrarían en el museo. Llegaron a lo que aquel cura llamaba museo, una sala alargada con una heterogénea colección de piezas de arte sacro, artesanías precolombinas y animales disecados. El padre Maldonado, con la camisa a medio desabrochar, sostenía un frasco con lo que parecía ser el feto de algún mamífero conservado en formol.
—Adelante, adelante… —Hizo un gesto de desánimo—. ¡Qué desastre! Con el traslado, las cosas se fueron colocando al buen tuntún. ¿Y ahora quién pone orden en todo esto? —Señaló una vitrina—. ¡Miren esos fósiles! Amontonados, sin clasificar… ¡Si el padre Navás levantara la cabeza! En fin…
Se abotonó la camisa y les invitó a dar un paseo por el patio. Se pararon junto a la pista de hockey, en la que se estaba jugando un partido. Cuando el equipo del colegio atacaba, el sacerdote interrumpía la conversación, que reanudaba en cuanto el equipo rival iniciaba el contraataque.
—Que de niño jugara a confesar a sus primos no tiene la menor importancia. Pero Elías ya tiene catorce años… ¿No creen que es lo bastante mayorcito para que empecemos a tomárnoslo en serio? ¿A qué edad se creen que sentí la llamada de la religión? A los trece. ¡Más joven de lo que es ahora su hijo! Y mírenme: aquí sigo. —El otro equipo marcó un gol y Maldonado sacudió la cabeza con fatalismo—. ¡Estos chicos! ¡Qué malos son!
—Nosotros, la verdad… —empezó a decir Miriam, y buscó con la mirada a su marido, que se mantenía silencioso y ausente.
—La Iglesia necesita savia nueva. Ahora que sabemos que su vocación va en serio…
—Es que no lo sabemos. Y es una decisión tan… Primero tiene que acabar el bachillerato, y luego ya se verá.
—¿Qué se creen? ¿Que en el seminario no estudian? Si el chico lo tiene claro, no veo por qué hay que darle más vueltas. Ni siquiera ustedes, los padres, pueden ir contra la voluntad de Dios. Y no se preocupen, que nada es definitivo. Si dentro de un tiempo vemos que la voluntad de Dios es otra… —Su atención volvió a centrarse en el partido—. ¡Pero dispara ya, hombre! ¡Dispara!
De camino al aparcamiento, vacío a esas horas de la tarde, ninguno de los dos dijo nada. Aunque Miriam deseaba reprocharle que no hubiera intervenido ni una sola vez, sabía que su silencio era mucho más elocuente. Ahora tenían un Seat 132 marrón. Ramiro metió la llave en el contacto pero no llegó a arrancar. Miriam le miró y vio que tenía lágrimas en los ojos.
—¿Qué pasa?
—¿Con qué cara voy a mirar yo a mis hijos? —Ramiro sacudió la cabeza.
—¿Pero qué pasa? ¿Qué demonios está pasando?
—Hoy me lo han dicho. Me trasladan a Logroño.
—¿Y eso es malo? No está tan lejos…
—¡No lo entiendes! ¡No entiendes nada!
Se tapó la cara con las manos y explotó en un llanto incontenible. Miriam estaba asustada. Nunca había visto a su marido en ese estado. Esperó a que el llanto quedara reducido a simples sollozos y le puso la mano en el hombro. Habló con voz suplicante:
—Sabes que me tienes a tu lado…
—No lo entiendes… —repitió él—. Primero fue ese despacho siniestro, después este traslado… ¿Y luego? Luego a la calle sin armar ningún escándalo y, si te he visto, no me acuerdo.
—¿Pero qué has hecho para que te traten así? ¿Has… robado?
Ramiro la miró desafiante. Miriam apartó la mano.
—¡No! ¡No he robado! Nadie podrá decir jamás que he robado. No soy ningún ladrón. Todo el mundo tiene su dinerito a salvo, ¿no? Tu madre, Felisa, tu hermana…
—¿Entonces?
—Este coche, la casa, las vacaciones, un colegio como éste… —Señaló con el pulgar por encima de su hombro—. ¿Nunca te has preguntado de dónde salía el dinero? Lo único que hacía era asumir ciertos riesgos.
—Riesgos…
—Jugar a la bolsa. Siempre sobre seguro. ¿Verdad que todos recibían sus intereses puntualmente? ¡Si tu madre no hubiera hablado de más, si no hubieran tenido ese maldito pinchazo en Tudela…!
El cerebro de Miriam trabajaba a toda velocidad. ¿Estaban en la ruina? ¿No podrían ni pagar el colegio de los chicos? ¿Tendría que ponerse a trabajar?
—¿Qué puedo hacer yo? —dijo, aturullada—. No soy tan mayor. ¿Tú crees que aquel hombre, el de la casa discográfica, todavía…?
—¡Ja! —dijo él nada más, pero lo dijo con tal desprecio que Miriam se sintió profundamente humillada. Luego él, para suavizar las cosas, añadió—: No me irás a echar la culpa de no haber triunfado como cantante…
Permanecieron unos segundos en silencio. Ramiro agarró otra vez la llave de contacto y dijo:
—Bueno, qué más da… No soy el primero ni seré el último. Algo saldrá. Todo acabará arreglándose. ¿Nos vamos?
Durante el trayecto de vuelta a casa, Miriam no pudo parar de llorar.
En las temporadas de rebajas solía echar una mano en una boutique de ropa infantil que se llamaba Chavalines. Maite, la dueña, era la madre de una de las niñas con las que había actuado en el concurso de Radio Juventud. Lo hacía más que nada por sentirse útil, por entretenerse, y no esperaba otra recompensa que la gratitud de su amiga. Ésta, de todos modos, siempre acababa teniendo algún detalle con ella: una pulserita o un reloj o un bolso. Si normalmente Miriam sólo se dejaba caer por la tienda a las horas de más actividad, aquel mes de julio cumplió el horario como una dependienta más. Cuando tuvo ocasión, le comentó a Maite que esa vez prefería cobrar un sueldecito. La otra la observó con curiosidad, como tratando de descifrar algo en su rostro, y Miriam notó que las orejas se le enrojecían.
—Quiero hacerle un regalo a Ramiro… —Fingió despreocupación—. ¿No te parece del género bobo que tenga que pedirle dinero para comprarle su propio regalo?
Maite sujetó con la barbilla el extremo de la blusa que estaba plegando. Habló con la boca torcida:
—Ayer vi a tu hijo mayor. En un banco.
—¿En un banco?
—En un banco de Marina Moreno. Estaba estudiando.
—Estás de guasa.
—Te lo juro. ¿Qué tal Ramiro por Logroño?
—Bien, muy bien. Es una sucursal grande y bien situada. Mejor que las que le ofrecían aquí.
Delante de familiares y amigos habían presentado su penitencia como un pequeño ascenso. Y a Miriam, en realidad, no le costaba tanto fingir, porque aún confiaba en que el castigo no iría más allá de un alejamiento temporal. ¿Por qué tendría la caja que prescindir de Ramiro, si no había hecho daño a nadie y nadie le había denunciado? Lo que más la desasosegaba era la sensación de provisionalidad, no saber qué sería de ellos el mes siguiente. Ramiro, descorazonado, pesimista, ni siquiera había buscado un apartamento de alquiler, y seguía en la misma pensión mal ventilada en la que se había instalado el primer día. Los sábados, en cuanto cerraba la oficina, cargaba en el coche una maleta llena de ropa sucia y se echaba a la carretera. El poco tiempo que pasaba en Zaragoza habría preferido pasarlo en casa, descansando, pero para mantener esa ficción de normalidad se obligaba a asistir a las comidas familiares en el chalet siempre que Mercedes lo proponía.
—De ellos es el reino de los suelos —dijo Felisa, porque Fosca acababa de atrapar un trozo de pan que Elías, sin querer, había empujado con el codo.
—¡Qué agilidad la de esta perra! —exclamó Ramiro, jovial.
—Pues si en vez de pan fuera chocolate… —dijo Mercedes—. ¿Qué me decís de la tele?
—¡En color! ¡Qué lujo! —dijo Daniel, corriendo a encenderla.
Se la habían instalado esa misma semana. La televisión era en color pero la mayoría de los programas seguían siendo en blanco y negro. En aquel momento estaba a punto de empezar el telediario de las tres, y aún no sabían si sería en color o no. Se mantuvieron todos expectantes hasta que terminaron los anuncios y apareció el reloj. Era el mismo reloj en blanco y negro de toda la vida. Se oyeron algunos resoplidos.
—¡Tanto esperar…! —dijo Felisa—. ¿Preparo café?
Ramiro salió al jardín a cortar el seto, Elías jugó un poco con la perra y Daniel se tumbó en el sofá con el código de circulación. Eso era lo que Maite le había visto estudiar. Daniel tenía previsto sacarse el carnet de moto nada más cumplir los dieciséis. Miriam se sentó en el brazo del sofá y le acarició el pelo. Dijo:
—Nunca te habíamos visto coger un libro con tanto interés…
—¿Si el año que viene apruebo me compraréis una moto? Quiero una Lobito.
—¿Una qué?
Ésa era la vida a la que Miriam creía tener derecho, la vida risueña de una familia normal, sin más problemas que los de las familias normales. La invadió una honda melancolía al mirar por la cristalera y ver a su marido agacharse para meter en una bolsa las ramas cortadas. Ese simple gesto le transmitió una rara sensación de orden y calma, y también en el aire concentrado de Daniel y en los silbidos de Elías percibió armonía. ¿De verdad todo eso no era real? Desde la cocina le llegó olor a café. Su madre apareció con un abanico.
—Qué calor, ¿no?
Miriam asintió en silencio. ¿Por qué el calor era real y todo lo demás no? Soltó un suspiro.
—¿Estás bien, hija? —dijo Mercedes—. Pareces cansada.
—Los domingos me paso la mañana planchando —dijo, haciendo una seña en dirección a su marido.
El viaje desde Logroño no era largo pero sí pesado y, acabado el verano, Ramiro ya sólo lo hacía dos fines de semana al mes. Como Daniel y Elías apenas si paraban en casa para comer y dormir, Miriam dedicaba las largas horas de soledad a pensar. ¿Cómo podía ser que le estuviera pasando eso a ella? La vida había dejado de parecerse a sí misma. O, mejor dicho, la vida seguía pareciéndose a sí misma, pero ya no era la misma. Después de una temporada en la que había conseguido reducir su ración diaria de cigarrillos, otra vez fumaba tanto como en sus peores épocas. Se sentía impotente ante las dificultades e incertidumbres que se avecinaban y, al lado de éstas, sus toses matinales le parecían un inconveniente llevadero y menor. Tenía miedo al futuro, un miedo que a menudo se manifestaba en forma de fantasías tétricas muy concretas. ¿Cómo se llamaba eso que los amigos de Daniel hacían con las motos? Ah, sí, trial… Se imaginaba a su hijo mayor pidiendo prestada una moto y volcando en una cuesta de tal modo que se golpeaba la espalda contra una piedra y quedaba tendido boca arriba, braceando desesperadamente pero incapaz de mover las piernas. Podría describir la escena hasta el último detalle: la rueda trasera girando en el vacío, la nube de polvo, la posición antinatural del cuerpo, la expresión angustiada de Daniel. Podría también describir el tono desgarrado con el que Felisa la informaba por teléfono de que Mercedes había perdido el conocimiento mientras estaba paseando con Fosca. Se veía a sí misma llegando al descampado al mismo tiempo que unos camilleros vestidos de blanco la acomodaban en el interior de la ambulancia… Tenía la impresión de que la Desgracia (así, con mayúscula) había empezado a acechar su vida, y no sabía cómo precaverse. En su fuero interno culpaba más a Ramiro de ese desamparo que de las supuestas irregularidades financieras, cuya gravedad no acababa de calibrar. Se preguntaba por qué tenía que enfrentarse ella sola a todo eso, y ni siquiera reconocía que todo eso aún no era nada. ¿Dónde estaba él mientras tanto? ¿Por qué no estaba a su lado cuando lo necesitaba, cuando Daniel corría el riesgo de quedarse paralítico o su pobre madre se debatía entre la vida y la muerte?
Lo peor, sin embargo, fue descubrir que la compañía de Ramiro, lejos de aliviar sus temores, añadía nuevos motivos para la inquietud. De una de esas comidas dominicales a la que también asistieron Sara y los suyos tuvieron que irse antes de tiempo porque todos los comentarios que se hacían, hasta los más inocentes, parecían ofenderle. Ya en casa, estando a solas los dos, dijo con gesto sombrío:
—Lo saben.
—Es imposible. Son mi familia. Me habrían comentado algo. ¿No te ha preguntado mi madre por no sé qué vencimientos? Si de verdad supiera algo, no te habría dicho nada.
—Lo ha hecho para disimular. Te digo que lo saben. Alguien se lo ha dicho.
—¿Quién? Nadie les ha podido decir nada.
—Se ha corrido la voz. Esto es un pueblo. Aquí todo el mundo lo sabe todo de todo el mundo.
Perder la estima, el prestigio social: también eso formaba parte de la Desgracia que les amenazaba. Las suspicacias de Ramiro, con o sin fundamento, ayudaban más bien poco, y Miriam se sabía cada vez más insegura.
Durante las rebajas de enero se enteró de que una de las dependientas fijas dejaba el puesto y se ofreció a reemplazarla. Aunque Maite la admitió sin hacer preguntas, Miriam se sintió obligada a dar explicaciones: había llegado a la conclusión de que quería sentirse útil y ocupar su tiempo en algo provechoso. Era su manera de indicar que todo en su vida seguía como siempre y no lo hacía por necesidad. Y en realidad era cierto que las cosas no habían cambiado. Ramiro seguía en Logroño y la caja seguía ingresándole el sueldo a fin de mes. Y Miriam se aferraba más que nunca a la esperanza de que todo acabara solucionándose por sí solo. ¿Por qué no creer que algún día llegaría Ramiro con una sonrisa de oreja a oreja y diría algo así como: «Ya está. Se acabó el castigo. Vuelvo a mi puesto de siempre. Volvemos todos a la vida normal»? Por si acaso, prefería no preguntar. Por si acaso y porque la comunicación entre ambos no había dejado de deteriorarse. El poco rato que pasaban juntos hablaban poco, y siempre de asuntos prácticos e intrascendentes. La convivencia se había vuelto complicada. Un comentario inofensivo y casual podía desencadenar una violenta discusión, y Miriam haría cualquier cosa con tal de evitar choques y conflictos. Ramiro, además, había desarrollado una faceta autoritaria desconocida en él. Con el pretexto de poner orden en esa «casa de locos», abroncaba ruidosamente a Daniel por sus reiteradas salidas nocturnas y a Elías por su obstinación en asistir a ejercicios espirituales. Miriam compartía las razones de su marido, pero se sentía tan incómoda apoyándole que en esas circunstancias prefería ausentarse. Estaba descubriendo que cuando estaba a su lado se sentía incluso más vulnerable que cuando estaba sola. El Ramiro de ahora ya no tenía nada que ver con el de siempre, y hasta había abandonado su afición a restaurar trastos viejos. De vez en cuando, Miriam observaba su colección de máquinas de escribir y calculadoras antiguas y las repasaba con el plumero. Una tarde, de vuelta de la boutique, se encontró con las maletas de Ramiro en el recibidor.
—¿Hola? —dijo.
No contestó nadie, pero ella sabía que su marido estaba en casa.
—¿No teníamos una botella de coñac por ahí? —le oyó decir desde el salón.
Le sirvió una copa y se sentó a su lado en el sofá. Ramiro dio un sorbo e hizo un gesto de repugnancia. Intentó bromear:
—Todo podría ser peor, ¿no? Imagínate que me gustara el alcohol…
Miriam se acurrucó contra él y cerró con fuerza los ojos. Ramiro le pasó el brazo por encima del hombro.
—No estés triste. Saldremos adelante —dijo.
Un par de meses después, Ramiro se fue a vivir a Las Palmas. Un antiguo cliente le había contratado para llevar la contabilidad de la pequeña cadena hotelera de la familia. No cobraría ni la mitad que en la caja, pero mejor eso que pasarse el día de brazos cruzados. Desde el principio se dio por sentado que iría solo, sin mujer ni hijos, y quedó en el aire la promesa de volver a reunirse tan pronto como las circunstancias lo permitieran. Llegó su primer giro postal y Miriam comprobó que, sumando ese dinero a su pequeño sueldo, no le salían las cuentas. Maite, que en muy poco tiempo se había convertido en algo así como su confidente y estaba al corriente de sus preocupaciones, le sugirió llevar la representación de algunas marcas de ropa. Si algo tenía Miriam era facilidad para tratar con la gente y, en cuanto a su horario laboral, bastaría con que concentrara sus entrevistas con los posibles clientes en las primeras horas de la mañana y de la tarde, en las que casi no había trabajo en la tienda. La comisión de un representante era razonable, de alrededor del veinticinco por ciento, pero había un problema: para hacerse con una buena marca le exigían un desembolso previo por conceptos tales como prorrateo de gastos de almacenaje o traspaso de cartera de clientes. Miriam no tenía ese dinero, y pedírselo a Ramiro estaba descartado. ¿Qué podía hacer? ¿Tratar de convencerle de que suscribieran una hipoteca sobre el piso, el único bien valioso que poseían? Le parecía demasiada responsabilidad, y sólo imaginar que las cosas pudieran salir mal y acabaran echándoles de su casa le producía un vértigo insuperable. Poco a poco, se fue abriendo camino la idea de recurrir a su madre. Al principio se trataba de una opción remota, a la que sólo estaba dispuesta a acudir en caso de desesperación. Luego, a medida que se acumulaban facturas impagadas, fue cargándose de razones. Al fin y al cabo, ese dinero que a su madre le sobraba no lo había ganado ella sino su padre, y tanto derecho tenían Sara o ella como la propia Mercedes. ¿Tendrían las hijas que esperar a su muerte para disfrutar de esa fortuna paterna que al menos en parte les correspondía? Pero todo esto pasaba por su cabeza sin que en ningún momento se hubiera decidido a plantearlo abiertamente. Cada vez que Daniel o Elías le venían con algún gasto extra del colegio, rezongaba: «¿Qué os pensáis que hago tantas horas en la tienda? ¿Pasar el rato? ¿Os creéis que me regalan el dinero? ¿Por qué no se lo pedís a la abuela, que no sabe en qué gastárselo?». Y luego, enfadada consigo misma, les advertía: «¡Ni se os ocurra pedirle nada!».
Había en su actitud una mezcla de orgullo y humildad que se resolvía en despecho: era su madre, ¿no?, y una madre tenía que darse cuenta de cuándo un hijo o una hija estaba pasándolo mal, ¡ella, desde luego, siempre estaría dispuesta a ayudar a Elías y a Daniel si es que de verdad lo necesitaban…! Con tales razonamientos, lo que Miriam reclamaba a Mercedes era que adivinara todo lo que ella misma se esforzaba en ocultar. Más de una vez, con un regocijo inequívoco, anunció en su presencia que le habían ofrecido la representación de tal o cual marca de ropa, algo que ella consideraba la oportunidad de su vida, y ni siquiera se molestaba en aludir a la inversión que le exigían o a su falta de recursos, porque eran detalles que confiaba a la intuición y el buen juicio de su madre. Miriam esperaba que ésta le ofreciera su apoyo sin tener ni la necesidad de pedirlo. Más aún, esperaba que le impusiera ese apoyo. Que la acompañara al banco y la obligara a aceptar un sobre con dinero. Que le dijera: «Si de veras es la oportunidad de tu vida, ¿qué haces que no la aprovechas? ¿Cuánto necesitas? ¡Lo que no tiene sentido es que te pases todo el día trabajando en esa tienda para luego cobrar cuatro perras!». Todo lo que no fuera eso sería percibido como un agravio por parte de Miriam, y la cuestión era que Mercedes estaba lejos de sospechar la naturaleza de los problemas de su hija.
Frente a lo que Ramiro había terminado dando por sentado, ninguna noticia sobre sus irregularidades en la caja había llegado jamás a sus oídos. Para ella, la de su yerno seguía siendo la trayectoria imparable de un triunfador. Sus sucesivos traslados no los había interpretado como castigos sino como la inapelable confirmación de su valía: primero le habían liberado del engorro de la atención al público para que consagrara su talento a las altas finanzas, después le habían promovido a delegado de zona para Logroño y provincia… Que hubiera acabado aceptando una oferta de lo que ella consideraba un importante grupo empresarial canario entraba dentro de la misma lógica: estaba claro que, tarde o temprano, la caja de ahorros se le habría quedado pequeña. No tenía, por tanto, motivos para suponer que su hija estuviera atravesando un período de estrecheces. Si en ocasiones la notaba alterada o inquieta, lo atribuía a otras causas. Para alguien como Mercedes, que había visto tambalearse su matrimonio por los cuatro años largos de ausencia de Samuel, lo único que ocurría era que su propia historia se estaba reproduciendo en Miriam. Le habría gustado poder decirle: «Yo ya pasé por esto. No cometas los mismos errores». Pero, en realidad, ¿qué errores habían sido ésos? ¿Exigirle demasiado a su marido o exigirle demasiado poco? ¿Y estaba segura de tener alguna legitimidad para dar consejos ella, que ni siquiera en sus ensoñaciones de viuda podía enorgullecerse de las etapas finales de su matrimonio? Las circunstancias la inducían a comportarse con discreción o, lo que era casi lo mismo, a desentenderse del asunto, y que fuera lo que Dios quisiera. Su preocupación por su hija se limitaba a pedirle que cuidara un poco más su salud y tratara de dejar de fumar.
—No me des la lata —replicaba Miriam—. ¿A quién le importa si fumo o no?
De las diferentes representaciones a las que aspiraba sólo pudo hacerse con las más modestas, aquellas que no exigían ningún desembolso (y que, en consecuencia, garantizaban muchas molestias pero pocas comisiones). Uno de sus muestrarios constaba sólo de patucos y manoplas infantiles. Otro, de unas camisetas de un novedoso tejido sintético que preservaba el calor (pero, por desgracia, también los olores corporales). Y el último, nada menos que de tirantes para caballero. Como no todos esos artículos se vendían en los mismos comercios, sus visitas a minoristas se multiplicaban, y el tiempo que sustraía a la boutique pocas veces le procuraba la recompensa debida. Con Maite no había problemas de horarios porque habían acordado que trabajara sólo media jornada. Pero, si Miriam había pensado en dejar la tienda para dedicarse en exclusiva a las representaciones, estaba claro que eso no ocurriría en un futuro inmediato. Así iban pasando los meses, y los planes que había hecho para viajar a Las Palmas iban posponiéndose una y otra vez: al principio hablaron de la Semana Santa, luego de mediados de junio… Llegaron las rebajas de verano, y todo quedó aplazado hasta el mes de agosto.
Uno de esos días de julio, una clienta se interesó por unas zapatillas de las que sólo quedaba un par suelto en el escaparate, justo en la zona menos accesible, en un expositor pegado a la pared. Miriam apartó el biombo y se coló de costado. Luego avanzó de puntillas, esquivando los grandes dados de colores sobre los que se desplegaban pantalones y camisetas y tratando de no derribar ningún maniquí. Buscó un punto de apoyo para alcanzar el expositor sin caerse y, cuando estaba ya estirándose hacia las zapatillas, oyó el golpeteo de unos nudillos en el cristal. Sin cambiar de postura, como una patinadora que se hubiera quedado congelada en pleno movimiento, volvió la cabeza hacia la calle y vio la figura de un militar uniformado que le hacía señas con la mano. Se fijó primero en el uniforme, que no era el clásico uniforme de paseo sino el de gala, con medallas y distintivos en el lado izquierdo y un cordón en el derecho, la banda de seda cruzándole el pecho, los guantes blancos. Sólo se fijó en su cara cuando el militar se quitó la gorra de plato y saludó con una leve inclinación de cabeza.
—¡Sebastián! —murmuró.
Agarró las zapatillas con movimientos maquinales y luego no supo muy bien qué hacer con ellas. Permaneció un instante entre los maniquíes, sin decidirse a salir ni a responder al saludo. Habían pasado casi veinte años… Le envió una sonrisa a través del cristal y le pidió por gestos que esperara. Mientras caminaba a pasitos cortos entre los dados de colores se sintió observada. No se atrevió a mirarle hasta que llegó al biombo. Sebastián volvió a inclinar la cabeza. Lo que más sorprendió a Miriam fue comprobar que su imagen mental de él había ido evolucionando con los años y que el Sebastián de ahora, el auténtico, no era tan distinto de como solía representárselo: la misma expresión en el rostro, el cuerpo robusto pero no gordo, si acaso con bastante menos pelo en la cabeza. En sólo un segundo, ese Sebastián a medio madurar se había acomodado al actual, como si sus rasgos y su apostura fueran un líquido que hubiera cambiado de vasija, y a Miriam le resultó imposible recuperar la estampa precisa del joven capitán Solana del que tan enamorada había estado y hasta había intentado quedarse embarazada.
—Qué absurdo, ¿no?: yo en un escaparate mientras tú… —dijo, ya en la calle.
—No sabía que ahora… —dijo él—. Lo último que podía imaginar era que fuera a…
Ninguno de los dos fue capaz de concluir una frase hasta que Sebastián dijo:
—Pensaba que seguías viviendo en Melilla.
—¡Uf! ¡Hace años que nos fuimos! Tantos años que casi me da vergüenza decirlo.
La clienta se asomó con aire de impaciencia. Miriam seguía con las zapatillas en la mano. Hizo un gesto de disculpa y se metió en la tienda. Cuando volvió a salir, había tenido ya tiempo de ordenar sus pensamientos. Sebastián, sin dejar de sonreír, contestó a todas sus preguntas. Sí, se había casado, pero no con su novia de entonces. Y tenían tres hijos, dos chicos y una chica. Ahora era coronel. De Estado Mayor. ¿Sabía lo que era eso? Bueno, el caso era que vivía en Madrid. Y estaba en Zaragoza porque había acompañado a sus superiores a un acto en la Academia General Militar, la entrega de despachos a los nuevos oficiales: por eso iba así vestido.
—Disfrazado más bien —puntualizó, y luego se echó a reír—. ¡Y no sabes el calor que da! ¿Algo más? Nada más. Ya lo ves: en medio minuto te he puesto al día. Así que no me han pasado tantas cosas… ¿Y tú? —Echó un vistazo al rótulo de vivos colores y trazos infantiles—. Chavalines. ¿Hace mucho que trabajas aquí? Y dime. ¿Estás casada? ¿Tienes hijos? ¿Sigues cantando en alguna coral?
Ahora fue Miriam la que resumió su vida. Cuando mencionó a Ramiro, estuvo tentada de decir que hacía tres meses que no se veían, pero al final prefirió omitirlo. Luego soltó una risita.
—¿Qué ocurre? —dijo él—. ¿Qué es eso tan gracioso?
—¿Sabes a quién decía mi madre que te parecías? —Miriam, al tiempo que Sebastián se encogía de hombros, se llevó las manos a la cabeza—. ¡A Fernán-Gómez! Pero no es cierto. Y menos con el uniforme… ¡Qué bien te sienta!
Permanecieron un instante en silencio, sonriendo los dos. Ya se lo habían dicho todo y, sin embargo, les quedaba todo por decir.
—Tengo que pasar por el hotel… —dijo él—. Mi tren sale dentro de un rato.
—Claro.
—Me ha dado mucho gusto verte.
—Y a mí también.
Sebastián le cogió una mano y la retuvo entre las suyas, enfundadas en guantes. Luego se la llevó muy despacio a los labios y, sin llegar a besarla, la soltó. No dijeron nada más. Sebastián se puso la gorra y se encaminó muy erguido hacia el paseo de la Independencia.
Cuando cerraron la tienda, Miriam no tenía ganas de irse a casa. Caminó hasta la plaza de José Antonio y se sentó en un banco cerca del quiosco de la música. Al otro lado de los árboles, estaban las fachadas de ladrillo visto del museo y la biblioteca, y del centro de la plaza llegaba el balsámico rumor de la fuente. Miriam se sentía a la vez contrariada y eufórica. Se encendió un cigarrillo y aspiró con fuerza el humo. Ahora no fumaba Bisonte sino Ducados. El sol declinaba lentamente a su espalda. Se volvió a mirar a unos niños que jugaban a las cuatro esquinas entre las columnas del quiosco. Dio la última calada al cigarrillo y se levantó.
Desde que estaba tan ocupada, sólo veía a Sara las pocas veces que ésta se dejaba caer por la boutique o coincidían en alguna de las comidas dominicales. Además del piso y la papelería, Felipe había heredado de sus padres un apartamento en el centro de Jaca. Era allí donde pasaban el mes de agosto. El último domingo de julio quedaron en Las Vegas para despedirse, y Miriam llevó las dos fotos de su padre con Alegría. Sara había empezado a usar gafas de vista cansada. Se las puso para estudiarlas.
—¿Es o no es? —la apremió Miriam.
En el álbum las tenía ordenadas por épocas, alejadas una de la otra como para evitar que alguien pudiera relacionarlas. Ahora tenía intención de ponerlas en la misma página.
—Sí, yo diría que sí —dijo Sara, devolviéndole las fotos—. ¿Y?
—¿No te extraña?
—¿Qué?
—Que aparezca la misma mujer… ¡Treinta años después!
—No sé dónde quieres ir a parar.
Cuando Sara la miraba por encima de las gafas, su expresión de severidad se acentuaba. Miriam puso una de sus vocecitas de niña:
—Si papá hubiera podido, yo creo que las habría destruido antes de morir…
—¡Qué tontería! Encuentras dos fotos viejas y eso te basta para acusar a papá de haber tenido una amante durante treinta años… Seguro que también hay fotos suyas con Quiñones y su mujer, ¡y a nadie se le ocurriría pensar que montaban tríos cada vez que iba a Málaga!
Miriam no esperaba una réplica tan visceral.
—¿Y lo de que las guardara aparte tampoco te llama la atención? —dijo, dolida—. Más que guardadas, las tenía escondidas. Para que ni tú ni yo ni mamá pudiéramos verlas…
Sara hizo un gesto olímpico de desprecio.
—No lo sabes. Y de lo que no se sabe, mejor no hablar. ¡Papá está muerto! ¡No puede defenderse!
—No le estoy atacando. Sólo…
—Eso que crees que ocurrió no es cierto. Y en el caso de que fuera cierto, ¿para qué remover unos hechos del pasado que no benefician a nadie y sólo pueden causar amargura?
Las fotos habían quedado sobre la mesa, entre las dos tazas de chocolate. Miriam las cogió y las metió en su bolso. Sin ellas a la vista, no parecían tener nada que decirse. Sara se quitó las gafas y le preguntó por el veraneo:
—Canarias, supongo.
Miriam, enfurruñada, negó con la cabeza.
—¿Por qué? ¿Ha pasado algo? ¿Qué ha pasado?
Había cometido un error. De su negativa se desprendía que o su matrimonio atravesaba un mal momento o tenían problemas económicos, posibilidades ambas que contradecían la versión sostenida oficialmente ante la familia. Trató de arreglarlo:
—Maite aún no sabe si… En definitiva, que tengo un lío de fechas.
El rostro de Sara se relajó en una sonrisa. Le puso la mano en el hombro.
—Pero mira que eres… —Vaciló unos segundos y acabó dejando la frase a medias—. ¿Qué? ¿Nos vamos?
—Nos vamos.
Miriam se consideraba una mujer infiel aunque no hubiera cometido ninguna infidelidad. Tras el inesperado encuentro con Sebastián no había parado de hacerse reproches: ¿por qué no había sido capaz de retenerlo unos minutos más?, ¿cómo había podido dejarle ir sin preguntarle siquiera su dirección o su teléfono…? Si en ese momento Sebastián le hubiera propuesto ir a su hotel, no lo habría dudado ni un segundo. De hecho, fue eso lo que le pasó por la cabeza justo después, mientras todavía le veía caminar hacia Independencia. Llamarle. Gritarle: «¡Espera!». Acompañarle a recoger el equipaje y aprovechar para besarle en cualquier sitio. O mejor, en todos los sitios: en el vestíbulo, en el ascensor del hotel, en el taxi a la estación, en el mismo andén, apurando hasta el último minuto. El deseo de estar a su lado había sido tan intenso que por sí mismo bastaba para convertirla en una adúltera. Y la idea no le desagradaba. Al contrario: le transmitía una arrebatadora sensación de plenitud, la hacía sentirse otra vez viva y dichosa y dueña de sí misma. Si en alguna ocasión se había avergonzado de sus antiguos amoríos, ahora tenía las cosas muy claras. Junto a Sebastián, ella era mejor. Junto a él, todo era mejor. ¿Qué tenía que ocurrir para que sus deseos se cumplieran? ¡No podía ser que una energía tan intensa y tan hermosa se esfumara en el aire y acabara quedando en nada! ¡No sería justo!
Lo de enseñarle las fotos a su hermana no había sido casual. Era su manera de reclamar su complicidad. Si Sara se hubiera mostrado al menos comprensiva con el hipotético adulterio de su padre, no se habría encontrado tan sola. Tendría alguien con quien compartir su exaltación y su zozobra, y eso le habría dado confianza. Pero saltaba a la vista que en su hermana no iba a encontrar una aliada. Su intransigencia con respecto a las fotos sugería una más que probable intransigencia con respecto a las ensoñaciones de Miriam. La cuestión era que no poder confiar en Sara para esas cosas la condenaba a la soledad más absoluta. Aisladas de la realidad, alimentadas por la propia fuerza del secreto, sus fantasías corrían el riesgo de desbocarse. En algún momento se planteó la posibilidad de localizarle. ¿Pero cómo? Consultó en las oficinas de telefónica el listín de Madrid, pero no constaba ningún abonado que se llamara Sebastián Solana. ¿Qué más sabía de él? Que trabajaba en el Estado Mayor del ejército. ¿Y qué demonios sería eso? Se lo imaginó como un despacho sin ventanas en el que unos generales barrigudos colocaban banderitas de colores sobre un mapa del tamaño de una mesa de ping-pong… No, en un sitio así seguro que no había ningún teléfono normal, al que cualquiera pudiera llamar. Si ella carecía de información precisa sobre su paradero, él, en cambio, sabía muy bien dónde encontrarla. Miriam se acordaba perfectamente del momento en el que Sebastián había alzado la mirada hacia el rótulo de la tienda y había dicho: «Chavalines. ¿Hace mucho que trabajas aquí?». Con eso tenía bastante, porque la boutique sí que aparecía en el listín. El mismo camino que había recorrido ella podía recorrerlo él, así que sólo era cuestión de esperar. ¿Cuánto tardaría Sebastián en averiguar el número de la tienda? Miriam creía que, para no mostrar excesiva impaciencia, dejaría pasar algún tiempo y no llamaría hasta mediados o finales de septiembre. Eso era, al menos, lo que ella habría hecho y, cuando llegaron esas fechas, cada vez que Maite la reclamaba desde el teléfono del mostrador los latidos del corazón se le disparaban. Pero los que llamaban siempre eran minoristas que protestaban por un retraso en un envío o discutían la calidad del género.
Pasaron más semanas de las previstas y, aunque Sebastián seguía sin dar señales de vida, el ansia de Miriam no disminuía. Una nueva posibilidad se había abierto camino en sus fantasías. Conociendo como creía conocer la delicadeza y la caballerosidad de Sebastián, ahora estaba segura de que esa llamada jamás se produciría. Pero no porque él no lo deseara, no. Más bien porque alguien como él, con unos arraigados principios morales, no se consideraría legitimado para irrumpir de esa forma en la vida de una mujer casada. ¡Ay, qué gran error había cometido aquella tarde al informarle sin más de su estado civil! ¡Si al menos, para darle a entender que el suyo había dejado de ser un matrimonio sólido y estable, le hubiera dicho que su marido vivía a más de dos mil kilómetros de distancia…! Si Sebastián no la había llamado era en buena medida por su culpa, por no haberle abierto ni el más pequeño resquicio. Pero también podía ser que Sebastián no tuviera ninguna necesidad de precipitar las cosas. ¿Qué era lo que le había llevado a Zaragoza? Un acto en la Academia General Militar al que asistía para acompañar a sus superiores y que, según pudo averiguar, se celebraba todos los años por las mismas fechas. Eso quería decir que el próximo mes de julio tendría que volver… ¿Y qué duda cabía de que, estando en Zaragoza, se acercaría de nuevo a la tienda para verla y charlar con ella? Eso, planear su reencuentro como una visita de simple cortesía, se avenía muy bien con su prudencia y su decoro, y Miriam se lo imaginaba otra vez en su uniforme de gala, llegando muy erguido desde la esquina de Independencia y parándose delante de la puerta con la gorra de plato en la mano y haciéndole señas para que saliera a la calle y pudieran hablar de sus sentimientos a salvo de oídos indiscretos…
Cuando Miriam se reprochaba su comedimiento de aquella tarde de julio de 1976 era deshonesta consigo misma. Entonces, a pesar de los disgustos y de la lejanía, no albergaba la menor duda acerca de la fortaleza de su vínculo conyugal, y cualquier insinuación en contra le habría parecido ofensiva. Que en la radio y los periódicos comentaran que, muerto ya Franco, acabaría legalizándose el divorcio no cambiaba las cosas: el suyo era un matrimonio para toda la vida. El encuentro casual con Sebastián había activado en su alma oscuros resortes que escapaban por completo a su control. De repente, su pasado empezó a presentársele bajo una apariencia nueva en la que las desdichas primero se multiplicaban y luego se transformaban en agravios. Ya no importaba tanto lo que había ocurrido como lo que habría tenido que ocurrir, y por esa sima entre lo real y lo ideal se despeñaba sin remedio la figura de Ramiro, que concentraba todas las culpas y responsabilidades. A Miriam le parecía que con cualquier otro marido (no necesariamente con Sebastián) su vida habría seguido su curso lógico y natural: no sería la suya una familia rota, ella no se vería agobiada por el trabajo, sus hijos no pasarían penurias, ningún secreto oprobioso la habría alejado de su madre y su hermana… Y, lo que era más importante, no experimentaría esa sensación de lástima y vergüenza que la embargaba a cada momento. Esa implacable revisión del pasado no atañía únicamente al Ramiro reciente (el que había abusado de la confianza de clientes y superiores, el que con sus operaciones irregulares había convertido a su propia familia en objeto de represalias) sino que sus efectos se alargaban en el tiempo y lo desvirtuaban todo: ¿cómo había podido convivir durante tanto tiempo con un hombre como él, un maniático cuya pasión eran esos horrendos cacharros viejos, un tiranuelo doméstico que se afanaba en organizar las vidas de todos hasta el último detalle, un soso que sólo parecía disfrutar cortando el seto de los demás? Sus manejos financieros habían ascendido de golpe a la categoría de estafa, y la pregunta ya no era por qué un hombre como él había tenido que mezclarse en algo así sino por qué ella, Miriam, había cometido en su momento el inmenso error de elegirlo para compartir su vida y fundar una familia. Si durante más de un año había confiado en que todo acabaría arreglándose y su apoyo a Ramiro había sido inquebrantable, ahora se sentía liberada de esa deuda. Y ese sentimiento de liberación le permitía entregarse sin cortapisas a sus renovados anhelos por Sebastián.
Desde luego, el viaje a Las Palmas tantas veces pospuesto nunca llegó a realizarse. La idea de reencontrarse con él se le había vuelto repulsiva. ¿Ser presentada a la gente con la que ahora se relacionaba? ¿Visitar con él alguna playa? ¿Alojarse quizás en alguno de los hoteles de la cadena? ¿Dormir juntos en la misma cama? Sólo de pensarlo, torcía el gesto. Cuando Ramiro llamaba, Miriam se apresuraba a pasar el teléfono al hijo que tuviera más cerca. Ni siquiera se molestaba en ocultar la aversión que el sonido de su voz le producía. Sin mencionar de forma explícita la separación, las cosas quedaron claras el día en que él, con voz titubeante, le propuso que hablaran de su relación y ella dijo nada más:
—¿Aún no te has dado cuenta, Ramiro? No hay nada de que hablar. Prefiero que llames cuando yo no esté. Ya conoces mis horarios.
Oficialmente, nada cambió. Ramiro seguía enviando algo de dinero todos los meses y Miriam seguía siendo una mujer casada. A su alrededor, sin embargo, todos empezaban a dar por hecha la ruptura. Ella, que no se creía obligada a dar ninguna explicación, lo notaba sobre todo en los silencios. Ni Daniel ni Elías mencionaban a su padre más allá de lo estrictamente necesario. Maite ya nunca le preguntaba por él. Sara hasta cambiaba de conversación si alguien, en presencia de Miriam, hablaba de la separación de algún famoso. Mercedes era la única que, con ligero retintín, le preguntaba de vez en cuando:
—¿Qué tal Ramiro?
—Bien, bien. Ahí sigue —contestaba ella, tan campante.
Tenía la sensación de no deber nada a nadie, y en especial a su madre, que no le había prestado ningún apoyo cuando lo había necesitado. Tenía también la sensación de hallarse en un período de interinidad, a la espera de ese mes de julio en el que todo cambiaría, y la certidumbre de que sus penalidades quedarían entonces definitivamente redimidas la llevaba a vivir en un estado de rara exaltación. Ni siquiera la desalentaban los frecuentes encontronazos con Elías, que no dejaba pasar la menor oportunidad de hacerle recriminaciones. Si la comida no estaba lista a tiempo o en la pila de la ropa planchada faltaba determinada camisa o se fundía una bombilla para la que no tenían repuesto, ponía inmediatamente el grito en el cielo: ¡aquélla era una casa de locos!, ¡nada en ella funcionaba como debía!, ¿por qué no habría nacido él en una familia normal? Miriam pensaba que todas esas quejas y protestas escondían siempre un reproche mayor, que ni él mismo se atrevía a formular y que nacía de sus profundas convicciones religiosas.
El adolescente espiritual y candoroso se estaba convirtiendo en un joven atormentado e intolerante, y la posibilidad de que la separación acabara consumándose le torturaba. El matrimonio era un sacramento inviolable: ¿cómo podían sus padres osar rebelarse contra la autoridad divina? Las leyes de los hombres le traían sin cuidado. Lo que importaba era la ley de Dios, y hasta esas nulidades matrimoniales con las que traficaban los tribunales eclesiásticos le parecían una ofensa a la voluntad del Señor. ¿No lo expresaba con claridad el Evangelio? ¡Lo que Dios había unido no podía separarlo el hombre! Temía Elías el momento en que su madre o su padre o ambos se dirigirían a él y a Daniel para, con ese tono medroso que conocía por las películas americanas, anunciarles que el amor entre ellos, bla-bla-bla… El amor. Si tanto les importaba el amor, ¿por qué no se habían esforzado por conservarlo? No, el amor no era tan importante como el deber de amarse, y Elías, que hacía más culpable a su madre que a su padre sólo por tenerla más cerca, ni siquiera iba a hacerle el favor de acusarla porque eso sería como certificar la ruptura, como reconocerle el derecho a contravenir las disposiciones más sagradas. Por eso su rabia acababa desatándose por los motivos más nimios. Algunas noches se sentaban los tres a ver la televisión y, si algún humorista contaba un chiste ligerísimamente subido de tono, Miriam no se atrevía a secundar los comentarios y carcajadas de Daniel porque se exponía a que Elías la fulminara con la mirada. Creía saber lo que era para su hijo pequeño, una mala mujer, una réproba, y se había resignado a no esperar de él compasión (al fin y al cabo, una virtud cristiana) sino censura. ¿Por qué era tan injusto con ella? ¿Ni siquiera se daba cuenta de lo mucho que trabajaba para sacar a la familia adelante? Sólo la certeza de que vivían una etapa de provisionalidad y muy pronto las cosas se arreglarían por sí mismas le daba la fuerza que necesitaba para aguantar: era todo una simple cuestión de tiempo.
En cuanto llegó el mes de julio, entró Miriam en un estado de excitación que atribuía al frenesí de las rebajas. Tenían niños correteando por todas partes, familias entrando y saliendo de la tienda, dependientas nuevas que nunca sabían dónde estaban las cosas… Maite, además, se había torcido un tobillo bajando unas escaleras, y Miriam se veía obligada a hacer muchas de sus tareas. Entre una cosa y otra, como quería estar guapa cuando llegara el momento, aprovechaba además para acercarse al espejo del probador a pintarse los labios y retocarse el peinado. La propia Maite la veía tan acelerada que de vez en cuando le aconsejaba que se fumara un cigarrillo para relajarse. Miriam no sabía qué día aparecería Sebastián, pero sabía que podía ser cualquiera y a cualquier hora, y estaba siempre alerta, lanzando miradas furtivas a su espalda como la gacela que intuye la proximidad de un depredador. Lo que tenía que pasar era bueno pero, extrañamente, ella lo aguardaba con desasosiego, como quien espera una sentencia. Cada día que empezaba tenía que ser el día, y a las ocho, cuando cerraban la tienda, tenía la absoluta certeza de que sería el día siguiente.
Pero los días seguían pasando y aún no había ocurrido lo que tenía que ocurrir. Un martes, mientras recogía unos vestidos que acababa de probarse una niña, echó un vistazo a un ejemplar de ABC que alguien había dejado abierto en el mostrador. En la esquina inferior derecha había una foto de un militar inclinándose en una tribuna para ponerle una condecoración a una mujer rubia. Dejó lo que estaba haciendo y agarró el periódico. El pie de foto decía: «Ayer se celebró en la Academia General Militar de Zaragoza la entrega de despachos a los componentes de la XXXIV promoción. En el transcurso del acto, el director del Centro, general don Antonio Rey Ardid, impuso la Cruz al Mérito Militar con distintivo blanco a doña María Rosa de Val, profesora del curso selectivo de…».
—Disculpe… —oyó decir.
—¿Sí?
A su lado estaba el abuelo de la niña que había estado probándose vestidos.
—El periódico. Es mío. Nos tenemos que ir.
—Perdone.
El señor se fue con su mujer y su nieta, y Miriam, sin saber por qué, les siguió con la mirada. Maite, junto a la caja, la observó con curiosidad. Señaló el montón de vestidos sin guardar.
—¿Y eso?
Miriam se llevó la mano al pecho.
—No me encuentro bien.
—¿Qué tienes? ¿Te duele algo?
—Siento como si… No sé…
—Tienes mala cara. Vete a casa. Te llamo por la tarde a ver qué tal estás.
Maite se acercó cojeando y le puso la mano en la frente. Miriam seguía inmóvil al lado del mostrador.
—Puede que tengas algo de fiebre. Bien no estás. ¿Quieres que llame a un médico?
Miriam negó con la cabeza y echó a andar hacia la puerta.
—Descanso un poco y seguro que me recupero.
—Ay, chica, no me des estos sustos.
Una tarde, un año después. Tras atender a los últimos clientes, Miriam ayudó a Maite a bajar la persiana metálica y se despidieron hasta el día siguiente. Como ya era costumbre en ella, en lugar de irse a casa fue a dar un paseo. Los bancos que le gustaban, al lado del quiosco de la música, estaban ocupados por parejas de novios y madres con niños. Encontró un banco libre en la otra punta de la plaza, casi en la esquina con Zurita, y se encendió un Ducados. Aquél era para ella el mejor momento del día. Aspiró con fuerza el humo y cerró los ojos. Luego pisó la colilla y se entretuvo observando a un niño que, vigilado de cerca por su padre, aprendía a ir en bicicleta. Su mirada se cruzó con la del militar que ocupaba otro de los bancos. Su uniforme no era el de gala sino el de paseo. Estaba en una posición algo extraña, con el tronco medio ladeado y las piernas abiertas, como si hubiera calculado mal al sentarse y luego no hubiera corregido la postura. El militar le envió una sonrisa y Miriam apartó la mirada. Se encendió otro cigarrillo sintiéndose observada. ¿Cuánto hacía que no iba a la peluquería? Si hubiera tenido un espejo a mano, habría evitado mirarse: se sabía fea y desmejorada. Echó un vistazo furtivo a su derecha para comprobar que, en efecto, el hombre la seguía mirando. ¿Qué graduación tendría? Tal vez comandante. Se arregló el pelo con la mano y se levantó. Dudó un segundo. Su casa estaba hacia el otro lado, hacia la izquierda. Pasar por delante significaba dar una vuelta innecesaria y, aunque nadie fuera a percatarse, también ridícula. Para su propia sorpresa, se descubrió encaminándose directamente hacia el banco del militar, que volvió a sonreír.
—¿Necesita algo? —dijo ella.
—Sí, quería preguntarle… —El hombre improvisaba y ni siquiera se esforzaba en fingir credibilidad—. Quería saber…
—¿Conoce usted a un coronel llamado Sebastián Solana?
—Yo conozco a mucha gente.
—Es de Estado Mayor. Vive en Madrid.
—Claro. En Madrid —asintió él, y dando unas palmaditas en el banco la invitó a sentarse a su lado.
—¿Le conoce o no?
—¿No le digo que conozco a mucha gente? Conozco a todo el mundo…
Era evidente que estaba achispado. Miriam arrugó la nariz y se dio la vuelta. El otro, para retenerla, se apresuró a decir:
—¡Le estoy diciendo que conozco al coronel Solano!
—Solana.
—Eso he dicho. Siéntese conmigo y le cuento cómo le conocí…
Estas últimas palabras estaban teñidas por un matiz de súplica que la enterneció. Le recordó las ingenuas mentiras de sus hijos cuando eran pequeños. Dijo:
—¿Ha estado en la entrega de despachos?
El hombre hizo un gesto teatral de sorpresa y se desplazó unos centímetros para hacerle sitio en el banco.
—¡Qué perspicaz! —farfulló.
—¿Por qué no se va a su casa? No está en condiciones.
—No sea tan dura conmigo. Sólo estoy tratando de…
—¿De? —Miriam sonrió.
—De hablar con alguien. Eso los jóvenes no lo entienden: que hay momentos en la vida en los que sólo necesitamos hablar con alguien. De cualquier cosa. ¿Se va a sentar o no? Siéntese un rato conmigo y le hablo del coronel ese.
—Ya no importa. No quiero volver a oír su nombre —dijo ella y, sin embargo, se sentó.
El hombre se incorporó un poco. Tenía los ojos oscuros y las cejas pobladas. Su sonrisa era agradable.
—Cuéntemelo. Cuénteme qué le hizo ese malnacido.
—¿No era usted el que necesitaba hablar con alguien?
—Ah, a lo mejor es que se siente culpable. Por eso prefiere olvidar.
Era verdad. Ese desconocido había dado en el clavo. Se sentía culpable por odiar el recuerdo de Sebastián. Al principio había tratado de culparle a él de sus desdichas, pero eso ni resultaba coherente ni le procuraba ningún consuelo, y finalmente se había esforzado por olvidarle. El hombre inclinó la cabeza hacia ella.
—¿Le digo lo que vamos a hacer? Vamos a ir al Fiesta, que está aquí al lado, y nos vamos a tomar un whisky. Usted y yo.
—No bebo whisky. No aguanto el sabor. ¿Ha estado en la entrega de despachos o no?
—Si no le gusta el Fiesta, vamos a La Espiga. Está muy cerca también. Es el bar al que iba el Rey cuando era cadete… ¿Quiere conocer a Juan Carlos? Es amigo mío. Estuvimos juntos en la Academia. ¡Ya le he dicho que conozco a todo el mundo!
—De verdad, ¿por qué no se va a descansar?
—¿No me cree?
—Sí le creo.
—Porque he perdido el tren. Por eso estoy en este banco. ¿Le parece una buena respuesta? He bebido demasiado y he perdido el último tren y ahora tendré que llamar a mi mujer para… Háblame de ti. ¿Estás casada?
—Ah, veo que ahora nos tuteamos… Bueno, yo me voy.
El hombre le agarró la mano.
—Quédese, por favor. Aunque sólo sea un minuto. Si quiere, me callo. Pero quédese. Se lo ruego. Quédese.
Miriam, que estaba ya incorporada, volvió a recostarse en el respaldo.
—Un minuto —dijo—. Un minuto y me voy.
El hombre apoyó la cabeza en su hombro y cerró los ojos. Miriam no podía creérselo: se había quedado dormido en su hombro. La inquietaba la posibilidad de que pasara algún conocido y la viera así. Pero, al mismo tiempo, el calor de ese cuerpo tan próximo le resultaba extrañamente placentero. Apuró cuanto pudo esa sensación. Luego le apartó la cabeza con sumo cuidado y fue separándose de él centímetro a centímetro hasta que ya no hubo el menor contacto entre ellos. Tratando de no hacer ningún movimiento brusco, se levantó. El militar dio un respingo y la miró con gesto afligido.
—Aún no ha pasado el minuto.
—Claro que ha pasado.
—Para usted sí, para mí no.
Miriam, indulgente, sacudió la cabeza y volvió a sentarse a su lado.