La novela de Mercedes

LA NOVELA DE MERCEDES

Los fines de semana, la coral del Buen Consejo ensayaba en el patio del colegio. Era un orfeón de aficionados que se reunían para cantar por el simple placer de cantar. Aunque a veces, a lo largo del año, les llamaban para actuar en fiestas y solemnidades, su principal cita con el público era el llamado Concierto de Invierno, con el que el centro escolar clausuraba el primer trimestre: de ahí que en su repertorio abundaran los villancicos. A falta de sólo un mes para la mudanza a la Malagueta, Mercedes fue a recoger a Miriam a la salida de un ensayo. No acababa de entender por qué su hija seguía ensayando, si en diciembre no estarían ya en Melilla. Las ventanas estaban abiertas debido al calor, y desde la calle se percibía la untuosa modulación de sus voces:

—«A Belén, pastores, debemos marchar, que el rey de los reyes ha nacido ya…».

La combinación de aquella música con las altas temperaturas producía un raro efecto de extemporaneidad. A la entrada se cruzó con una monja que había sido maestra de sus hijas. Temiendo que fuera a preguntarle por Sara, se limitó a saludarla con la mano mientras se asomaba al patio. Miriam, con la mirada perdida en las alturas, ocupaba el extremo de la segunda fila. ¡Cielo santo, qué entusiasmo le ponía! Trató Mercedes de distinguir la voz de su hija y tuvo que reconocer que ninguna nota sonaba fuera de sitio. El director dio por terminado el ensayo y recogió las partituras. Debajo de una de las canastas de baloncesto, Miriam se entretuvo despidiéndose del único miembro del coro con uniforme militar. No pudo evitar ruborizarse al descubrir la presencia de su madre, que avanzaba abanicándose con la mano. Hicieron las presentaciones. El militar se llamaba Sebastián Solana. Mercedes, sin disimulos, le miró las tres estrellas de la manga.

—¿Capitán? —dijo.

—Dragones de Alcántara.

—Ah, caballería…

—Caballería. Pero guárdeme el secreto. Si en el regimiento se enteran de que me paso los fines de semana cantando villancicos, me perderán el respeto.

—Pues mucho gusto, Sebastián.

—Encantado, señora. Nos vemos mañana, Miriam.

Mercedes le miró marchar. Aunque de rasgos más bien corrientes, era un joven alto y apuesto. Miriam bajó los ojos. Ahora su madre creía saber por qué seguía asistiendo a los ensayos.

—Vamos —dijo—. Nos están esperando en la oficina.

Habían empezado a preparar la mudanza, y Sagrario, la empleada más antigua, les guardaba unas cajas para los objetos delicados.

—No me fío de las empresas de transportes —dijo Mercedes, siguiendo a Sagrario hasta el cuartito que usaban como trastero—. Todo lo tratan a golpes. ¡Y luego a ver cómo encuentras recambio para lo que rompen!

—¿Tendrá bastante con diez?

—Sí, hija. ¡Ni que fuéramos unos maharajás!

Las cajas estaban sin montar. Sagrario fue en busca de bramante y una grapadora. Los traslados a la delegación de Málaga habían provocado una redistribución del mobiliario, y la oficina ofrecía un aspecto algo destartalado. Mercedes pensó que no transmitía tanto la sensación de que sobraran metros como la de que faltaban cosas. Apareció Samuel en mangas de camisa y agarró a Miriam por la cintura.

—Podía haberlas llevado yo —dijo.

—Así adelantamos trabajo —dijo Mercedes.

—Mujer, qué prisas.

—Yo aquí pondría plantas. Unas plantas bien elegidas alegran mucho.

Mercedes y Miriam se pasaron la tarde escogiendo las cosas que debían meter en las cajas: unas bailarinas de cristal (una de ellas, sin mano) compradas en las Galeries Lafayette, las piezas supervivientes de la vajilla que les regalaron para la boda, la colección de retratos familiares, un reloj antiguo con fanal… Lo envolvían todo en trapos y toallas viejas y lo protegían con rebujos de papel de periódico. A Mercedes se la notaba alicaída. Cuando estaba así, se le quebraba la voz y hablaba como una niña haciendo pucheros.

—Este reloj fue primero de mi abuelo y luego de mi padre. Lo recuerdo en todas las casas en las que vivimos antes de llegar a Melilla. Porque mi padre se lo llevó a todos sus destinos. Vivíamos en pisos de militares, residencias… Ni los muebles eran nuestros. Esto era lo único verdaderamente nuestro, lo único que nos permitía decir: «Ésta es nuestra casa». Aún me parece estar viendo a papá dándole cuerda por la noche, antes de irse a la cama. —Hizo el gesto como de espantar moscas—. En fin. Estira de aquí. Vamos a hacer otro nudo, para que no se suelte.

Colocaron las primeras cajas junto a la pared. Sin venir a cuento, Mercedes dijo:

—Me recuerda a ese actor, el larguirucho, el de Botón de ancla… ¿Cómo se llama?

—Ay, mamá…

Mercedes volvió a hablar con voz quejosa e infantil:

—Tenía dos hijas, y ahora mírame…

—Ya sé por dónde vas —dijo Miriam, muy seria—. Te veo venir. Sebastián tiene novia. En Madrid. Están prometidos. Se casarán en primavera. ¿Te quedas más tranquila?

—Entiéndeme. Yo sólo quiero que seas feliz. ¡Pero justo ahora que nos vamos de Melilla, sólo faltaría que tú…! En Málaga no te van a faltar ni amigas ni amigos, ya lo verás.

Miriam no dijo nada. Su madre sonrió, cohibida, y le hizo algún arrumaco.

—El actor ese. ¿Cómo se llama?

—Fernán-Gómez. Pero no se parecen en nada. ¡Y no te pongas pegajosa! ¿Hacemos una caja más o lo dejamos para mañana?

Entre los preparativos y un viaje que hicieron a Málaga para comprobar los acabados de ebanistería, las semanas se les pasaron volando. El día 20, último sábado antes de la mudanza, Mercedes llegó a casa y se encontró a Miriam y al militar sentados delante del piano. Pero no parecía que estuvieran ensayando nada. Sebastián tomaba notas en una libreta, al tiempo que Miriam tarareaba una cancioncilla marcando el compás con los dedos, como un obispo impartiendo bendiciones.

—Buenas tardes —dijo él, levantándose—. Encantado de volver a verla.

—Qué sorpresa… —dijo Mercedes, y por un momento no pudo ocultar su inquietud—. ¿Estáis solos? ¿No hay nadie más? ¿No está Rachida? ¡Rachida!

La criada asomó por la puerta. Mercedes, para justificar su primera reacción, le recriminó que no les hubiera sacado nada de beber.

—Ofréceles algo. Un refresco, una limonada. Lo que sea. ¡Esta Rachida…!

—No queremos nada, mamá. Gracias.

Sebastián mostró la libreta, en la que había anotado la letra de varias canciones sefardíes. Había salido el tema en el ensayo de la coral, y el director había propuesto incorporar alguna al repertorio. La cuestión era cuál. De momento, se limitaban a transcribir las que Miriam conocía.

—Preguntaré a la tía Rebeca —dijo Miriam—. Las pocas que yo sé me las enseñó ella.

—Algunas son muy hermosas —dijo Sebastián—. Y pueden tener cientos de años. Quién sabe si no fueron compuestas antes de la expulsión.

—Pues nada, nada —dijo Mercedes—. Seguid.

Últimamente, Miriam había cambiado de costumbres, y a su madre no se le escapaba: ya no la acompañaba a hacer recados, pasaba mucho tiempo encerrada en su habitación, le gustaba tener a todas horas encendida la radio del comedor… Ahora, durante la cena, escuchaban el parte (así era como Samuel llamaba al informativo de Radio Nacional), y cada vez resultaba más difícil conversar. Aquella noche, Mercedes estaba más habladora de lo habitual. Se interesó por los ensayos, por los otros miembros de la coral, por la ropa que llevarían en el Concierto de Invierno. No hacía sino dar rodeos en torno al tema que de verdad le interesaba. Se comportaba como un depredador que va acorralando a su presa a la espera del momento propicio para abalanzarse. Miriam, a la defensiva, procuraba esquivar los zarpazos con respuestas lacónicas y gestos de indiferencia. Mientras tanto, Samuel, que sólo a medias seguía la conversación, se obstinaba en hacer comentarios guasones que no hacían gracia a nadie. Mercedes se volvió hacia él.

—No te he dicho que esta tarde ha estado en casa uno de los cantantes. ¿Se dice así? ¿Cantantes? ¿Coristas? No, coristas claro que no… Un joven muy educado, por cierto.

—¿Se puede cantar en una coral y ser maleducado?

—Le gustan las canciones antiguas. Las de hace quinientos años.

—¿Pero ya se había inventado la música hace quinientos años?

Miriam se sirvió ensalada y cogió la vinagrera. Gritó:

—¡Rachida! ¡Se ha acabado el vinagre!

—Lo que oí el otro día me encantó —dijo Mercedes—. ¿Qué era? Un villancico, ¿no?

La llegada de la fatma dejó la pregunta en el aire. Miriam parecía de repente muy preocupada por los pequeños asuntos domésticos:

—Y rellena el salero. Acuérdate de meter algunos granos de arroz. Por la humedad.

—Quito esto. ¡Menuda murga! —dijo Samuel.

Balanceándose sobre las patas traseras de la silla, logró alcanzar el dial de la radio y cambiar de emisora. Parecían haberse puesto todas de acuerdo para hablar de lo mismo, de una visita de las autoridades a la base naval estadounidense de Rota, inaugurada unos meses antes. Mercedes esperó a que la sirvienta saliera y volvió a la carga:

—Me dijiste que tenía novia en la Península. ¿Qué tal es? ¿La conoces? ¿Ha estado por Melilla?

—No tengo ni idea, mamá. ¿Cómo quieres que lo sepa?

—Ay, hija. ¡Como siempre os veo juntos…!

—¿Siempre?

—¿Pero de quién habláis? —intervino Samuel, que con gesto de fastidio volvió a sintonizar Radio Nacional, y Mercedes se armó de paciencia:

—Del cantante. El de las canciones antiguas.

—No lo llames así —dijo Miriam—. ¡Ni que estuvieras hablando de Carlos Gardel!

—Tienes razón: no es cantante. Es capitán. De caballería.

—¿Un capitán de caballería ha estado cantando en mi casa?

—No estábamos cantando. Estábamos…

Mercedes había desarrollado la facultad de dirigirse a su hija mirando hacia cualquier parte menos hacia donde ella estaba. Esta vez miró el pequeño reguero de vinagre que Rachida había dejado en el mantel.

—Yo creo que le haces tilín.

—¡Qué tontería!

—¿Se puede saber de qué estáis hablando? —dijo Samuel—. ¿Quién hace tilín a quién?

Hubo unos instantes de silencio, y Samuel pareció comprender:

—¡Ah, el capitán! ¡El que ha estado cantando esta tarde! —Envió a su hija una sonrisa afectuosa—. ¡Con lo mal que tú cantas! ¡Tendría gracia que alguien se enamorara de ti por…!

No llegó a concluir la frase, porque de repente Miriam arrojó la servilleta, se levantó y se marchó del comedor conteniendo las lágrimas.

—¿Qué he dicho? —dijo Samuel, confundido—. ¿Qué he dicho?

El reloj del abuelo no era, en realidad, lo único que a Mercedes le quedaba de su familia. Entre otras pertenencias, estaban también unos prismáticos de teatro de oro y marfil, una colección bastante completa de sellos españoles de principios de siglo, un carnet de baile de nácar con filigranas de plata, un mantón de Manila auténtico, las medallas obtenidas por su padre en las campañas de África, un sello para lacre con el escudo familiar y unas cuantas joyas heredadas de sus abuelas y sus tías solteras, entre las que destacaban un brazalete con incrustaciones de brillantes y un raro conjunto de joyas de luto compuesto por varias pulseras y pendientes de ónice y azabache. Además estaba el dibujo, un pequeño dibujo original de Marcelino de Unceta en el que un picador y su montura eran derribados por la embestida de un toro inmenso. Todo eso fue a parar a una de las cajas el domingo por la mañana, mientras los demás aún dormían.

Mercedes, en el salón, iba sacando cada objeto de su estuche o envoltorio y limpiándolo con primor antes de guardarlo. En cuanto hubo concluido la operación, levantó la caja y la palpó por todas partes para asegurarse de que el fondo resistiría. Agarró la tiza y, tras algunas vacilaciones, escribió en el cartón: MIS COLECCIONES.

—Mis colecciones… —dijo después en voz baja, satisfecha de su elección.

En lugar de eso, podría perfectamente haber puesto MI TESORO, porque eso es lo que aquellos objetos eran para ella: de ahí que hubiera preferido embalarlos sola, sin la ayuda de Miriam. Constituían su tesoro porque eran sólo suyos, privativos, no debidos a la generosidad de Samuel, que hasta desconocía la existencia de algunos de ellos. Pero sobre todo constituían su tesoro porque en ellos estaba como cifrada su historia anterior a Melilla y a Samuel, la historia de su familia. Una familia que aquellas posesiones sugerían prestigiosa, próspera, cultivada, atenta a las novedades en el mundo de las artes, quién sabía si incluso benefactora de poetas y pintores. El dibujo de Unceta, dedicado a su abuelo Federico, así lo daba a entender, y Mercedes no desaprovechaba la ocasión de mencionarlo cuando por casualidad se hablaba de otros pintores españoles del siglo anterior, como Fortuny o Casado del Alisal. Que si Unceta por aquí, Unceta por allá: oyéndola hablar, se diría que Unceta fuera la medida del talento de todos los artistas de todos los tiempos. Como si su grandeza fuera comparable a la de un Goya o un Velázquez. O como si Goya y Velázquez hubieran aprendido los secretos de su arte en el estudio de Unceta, por supuesto muy posterior a ellos. De la reputación de Unceta, un pintor y cartelista a esas alturas semiolvidado, parecía depender la de su propia estirpe, los Campillo.

Con respecto a los otros objetos, la fantasía de Mercedes había procedido del mismo modo. No eran simplemente unas joyas, unas medallas, una colección de sellos, etcétera. Eran un patrimonio al que siempre podría recurrir si las cosas venían mal dadas. Nunca se había planteado contratar los servicios de un tasador, porque ello habría significado poner cortapisas a su imaginación. Para Mercedes, el valor jamás calculado de esas joyas y esas medallas y esa colección de sellos equivalía sencillamente a un valor incalculable.

Apareció Samuel en pijama y se detuvo a su lado.

—¿«Mis colecciones»? —leyó.

—Tú déjame. Yo ya me entiendo.

—¿Has visto la hora que es? Como no la despiertes, no llegáis.

Mercedes hizo un gesto teatral de alarma y fue hacia la habitación de Miriam:

—Y hoy tengo que despedirme de Victoria. ¡Niña! ¡Arriba, que es tardísimo!

Como todos los domingos, Samuel acudió a recogerlas a la salida del Sagrado Corazón y dieron un paseo hasta las terrazas de la Avenida. Victoria llegó acompañada de sor Rociíto y otras dos señoras de la Gota de Leche. El camarero les buscó acomodo en una de las mesas buenas, las que a esas horas recibían el suave sol de otoño. La madre visitadora era tan bajita que, al sentarse, los pies le quedaban colgando.

—Te hemos traído un detalle —dijo.

Era una bandeja de rosquillas hechas por las propias monjas de la Caridad. Mercedes abrió el paquete sin deshacerlo, sacó una y le dio un mordisquito de ratón.

—¡Cómo me conoce, madre! ¡Ya sabe usted que son mi debilidad!

—Y esto para que no te olvides de nosotras —anunció Victoria.

Enseñó una foto enmarcada en la que las señoras del patronato posaban en compañía de varios niños internos. El centro de la foto lo ocupaba precisamente Victoria, y la composición relegaba a la propia Mercedes a un segundo plano. Victoria, a la que Mercedes consideraba una advenediza, iba a ser su sucesora al frente del patronato. Pero lo que esa foto sugería le pareció infame. ¿Cuánto tardaría esa arpía en atribuirse sus méritos y sus logros? La odió con todas sus fuerzas y, a pesar de todo, trató de sonreír.

—¡Qué bonita! —dijo—. Mañana, por cierto, enviaré a la fatma con ropa que me ha ido saliendo con la mudanza.

—Te vamos a echar de menos —dijo Victoria, afectuosa, irritante.

Mercedes buscó con la mirada a su marido, que en esas reuniones solía mostrarse ensimismado y ausente.

—Supongo que hiciste ya el donativo. No será el último. ¿Verdad que no, Samuel?

Hacía más de un año que las reuniones de la Gota de Leche no se celebraban en su casa. La sacaban de quicio los rodeos que daban las conversaciones para no tocar el asunto de Sara. Y nada podía molestarle más que tener que hablar de eso en presencia de Victoria y en su propia casa. Sólo la generosidad de Samuel hacia la institución la protegía de posibles asechanzas.

—Por supuesto que no —dijo él.

—No sabéis cómo os lo agradecen los pobrecitos —exclamó la monja, balanceando los pies—. ¡Os tienen en un altar!

Rafita, el camarero, volvió con las consumiciones. La tertulia se dividió en grupitos. Victoria, sentada al lado de Miriam, le cuchicheaba al oído, y la chica sonreía con timidez. Mercedes no les quitaba el ojo de encima. Victoria se volvió hacia ella.

—Le estaba diciendo que está guapísima. ¿Qué te has hecho, hija mía, para estar tan guapa?

Justo en ese momento, Mercedes vio a Sebastián Solana paseando por la acera contraria en compañía de otros dos oficiales. Estuvo segura de que Victoria le había visto un instante antes que ella. ¿Cómo se las arreglaba esa mujer para colar una insidia fingiendo que hacía un cumplido? Los militares cruzaron la calle y pasaron junto a su terraza. Sebastián saludó con un movimiento de cabeza y Miriam correspondió con una sonrisa. A Mercedes le pareció que Victoria lo seguía todo con el rabillo del ojo. Se preguntó qué cosas sabría esa mujer que ella misma ignoraba.

—Bueno —dijo, agarrando el bolso—. Habrá que ir pensando en…

—¿Ya? ¿Tan pronto? —protestó Victoria.

—Pero si ni siquiera te has acabado la horchata —dijo Miriam.

Mercedes se volvió hacia sor Rociíto y se interesó por la salud de una monja octogenaria a la que en realidad casi no había tratado. Los tres militares desaparecieron por la esquina de la plaza de España.

El miércoles por la tarde, estaba ya todo preparado para la mudanza. El desbarajuste era enorme, y Mercedes se quejaba de que las cosas no estaban donde debían.

—¿Alguien ha visto mis tijeritas? Estoy segura de haberlas dejado aquí. No, no las he metido en ninguna caja… ¡Me acordaría!

Samuel se fue pronto de casa. Mercedes se acostó e intentó dormir. Desde el salón llegaba el mortecino sonido del piano. Mercedes no tardó en reconocer la melodía. Era una de esas viejas canciones sefardíes que había oído tararear a su hija en compañía de Solana. Con el pulso repentinamente alterado, se asomó al pasillo y gritó:

—¡Un poco de silencio, por favor! ¡Tengo la cabeza a punto de estallar!

—¿Y qué quieres que haga? —protestó Miriam—. ¡Es lo único que no está embalado!

Volvió la tranquilidad a la casa, pero ni siquiera así consiguió Mercedes conciliar el sueño. Repasar mentalmente la lista de cosas que había que hacer tras desembarcar en Málaga resultaba extenuante, y entre tanto se figuraba a la pánfila de su hija lánguidamente acodada a la tapa del piano y pensando en el dichoso capitán… ¡Cielo santo! ¿No podía haber esperado a enamorarse en Málaga y, a ser posible, de un joven que no estuviera comprometido? ¡En mala hora había aparecido ese Sebastián Solana! A media tarde fue a la cocina y ordenó que le prepararan la tabla de planchar. Para las prendas buenas no se fiaba de Rachida, demasiado expeditiva. Sacó de la cesta de la ropa una blusa de seda y exclamó:

—¡Qué zarrapastrosa!

En presencia de la criada le gustaba utilizar palabras así, sabiendo que no sería entendida. Miriam, hambrienta, entró y agarró el bote de las galletas maría. Rebuscó en su interior pero sólo encontró trozos sueltos.

—Se han acabado.

—Para lo que nos queda… —dijo Mercedes.

Por toda respuesta, Miriam volvió al salón y se sentó ante el piano. No cantó una canción cualquiera, sino precisamente la que un rato antes había dejado a medias. Su madre, reconcomiéndose, comprendió que se había quedado sin pretextos para hacerla callar.

Cuando Samuel llegó, Miriam seguía con sus canciones sefardíes. Hubo una pausa, y desde la cocina Mercedes oyó a su marido decir:

—¿Por qué te paras? Vuelve a cantar. Cántala desde el principio.

Miriam, obediente, canturreó unos versos que Mercedes entendía sólo a medias, y Samuel le preguntó dónde la había aprendido. Ella contestó que se la había enseñado la tía Rebeca y, después de una nueva pausa, bastante más prolongada que la anterior, dijo:

—Papá, ¿estás bien?

—Claro que estoy bien —contestó Samuel.

—No sé. Te encuentro raro.

—Estoy perfectamente.

Hubo algo en ese breve diálogo que inquietó o alarmó o irritó a Mercedes, no sabía muy bien. Así que dejó la plancha al cuidado de Rachida y fue a ver. Samuel permanecía inmóvil en el centro del salón, con el brazo apoyado en el respaldo de su butaca y la mirada perdida en un punto indeterminado junto a las pilas de cajas, el lío de mantas y de cuerdas y las alfombras enrolladas. Mercedes preguntó desde el pasillo:

—¿Seguro que estás bien?

—¡Estoy perfectamente! —exclamó Samuel, casi con rabia.

Durante la cena, Mercedes fingió un entusiasmo algo excesivo por la nueva vida que les esperaba en Málaga.

—Tendremos que ir pensando en buscar un sitio para las vacaciones. ¡La Costa del Sol es el lugar de moda! ¿Os imagináis lo que debe de ser dar un paseo por Torremolinos y cruzarte con Frank Sinatra y Ava Gardner, que han salido a dar una vuelta? Y quien dice Ava Gardner dice Grace Kelly…

—¡Sí! ¡Como que va a dejar Mónaco por un pueblecillo de pescadores! —dijo Samuel con rechifla.

—Estuvo hace unos meses. Salió en las revistas —replicó Mercedes, que luego hizo una pausa y añadió—: Lo primero que tendríamos que hacer es comprar un coche.

—¿Y quién lo va a conducir? ¿Tú?

—Eso es cosa de hombres. No puede ser tan difícil.

—No he conducido un coche en mi vida. —Samuel alargó una mano hacia el frutero y agarró un plátano—. No me pidas que ahora, con casi sesenta años…

—¡Rachida! ¡Platos de postre! —gritó Mercedes, a la que molestaba que su marido se apresurara a tomar fruta cuando los demás aún no se habían terminado el segundo plato.

—¡Mujer, si estamos en familia!

—¿Y a ti qué te pasa, que no dices nada? —dijo Mercedes sin mirar a su hija.

—Qué quieres que diga… —Miriam hizo un gesto hacia el frutero—. ¿No hay más fruta?

—Es lo que hay. Estamos en otoño.

Llegó Rachida a cambiar la vajilla. Samuel peló el plátano y fue a dejar la piel sobre el plato que la criada le estaba retirando. En el último instante rectificó y la dejó sobre el plato de postre. El de Miriam seguía vacío.

—Tú viniste con veintitantos años —dijo—. Pero yo nací aquí y nunca he vivido en otro sitio.

—¿Cómo me sales ahora con eso? —Mercedes exageró la sorpresa—. ¡Siempre has dicho que Málaga te encanta! Y no es para menos. ¡En Málaga hay más tiendas, más cines, más de todo! El problema de las chicas jóvenes es que no sabéis lo que queréis. Pero no te preocupes. Yo a tu edad era igual. Un día quería una cosa y al día siguiente la contraria, ¡y al final acababa quedándome con lo que menos me gustaba!

Su marido se hizo el ofendido:

—¡Eh, eh! ¡Que cuando tenías su edad empezaste a salir conmigo!

—No me enredes, Samuel. No me enredes.

Aquella noche tardó más de lo habitual en acostarse. Pasó un largo rato mirándose en el espejo del cuarto de baño. ¡Cielo santo, qué ojeras y qué arrugas y qué flacidez en el cuello y las mejillas! Ella atribuía su aspecto avejentado al hecho de que, desde la fuga de Sara, dormía poco y mal. Era una forma de consolarse, porque eso quería decir que, en cuanto las cosas volvieran a ser como antes, también ella volvería a ser la de siempre, una mujer bien entrada en la cincuentena pero aún guapa y estilosa, sin ojeras, casi sin arrugas, con un cutis terso y un talle fino que muchas jovencitas le envidiaban. En realidad, la imagen que tenía de sí misma se parecía más a la que mostraba en las fotos de la cómoda (las más recientes, de diez o doce años antes) que a la que le devolvía aquel espejo. Era como un hechizo: ahora que las fotos, metidas en quién sabía qué caja, no estaban a la vista, había dejado de ser ella misma para convertirse en esa mujer fea y mayor que la escrutaba desde el espejo. ¿De verdad ella era así? El problema no eran ni las ojeras ni las arrugas ni las flacideces. El problema era que en su rostro habían empezado a asomar los rasgos de una anciana. Como si la lozanía y la belleza fueran una capa de maquillaje que hubiera empezado a borrarse. Como si esa anciana hubiera habitado siempre en su interior y aprovechara esas fases de debilidad y desánimo para manifestarse. ¿Podía ser que ese rostro viejo y extraño en el que le costaba reconocerse y que seguramente la iba a acompañar hasta la muerte fuera su rostro auténtico? Mercedes alguna vez se había imaginado vieja, pero nunca así. Con el pelo blanco y sedoso, con las inevitables arrugas en las comisuras de los labios, con la piel acaso moteada por pequeñas manchas… Pero no así, no con esa nariz crecida ni con esas facciones caedizas ni con esos ojillos pequeños ni con esa barbilla afilada. Se recogió el pelo para irse a la cama, acercó la cara al espejo y vio a un hombre. O, lo que era peor, ¡a un hombre feo! Con la edad, sus rasgos se habían virilizado, mientras los de Samuel, más gordo ahora que años atrás, habían ido ablandándose y perdiendo mucha de su antigua masculinidad. ¿Acabaría ella pareciendo un hombre disfrazado de mujer y él una mujer disfrazada de hombre? Bastó con que sus pensamientos acogieran a su marido para que la repugnancia que en ese instante sentía hacia sí misma se hiciera extensiva a él. Últimamente, todo en Samuel le resultaba irritante. Por ejemplo, esa manía de lanzarse a coger fruta sin esperar a que le pusieran el plato de postre. O, por ejemplo, ese tic que, cuando estaba distraído, tenía en los labios, que primero los fruncía como poniendo morritos y luego los estiraba en una falsa sonrisa. ¿Lo había hecho siempre y ella nunca había reparado o se trataba de algo reciente y por ello doblemente reprobable? Lo que sí había tenido siempre Samuel era una facilidad extrema para conciliar el sueño: se metía en la cama, decía buenas noches y a los dos minutos ya estaba roncando. También eso la irritaba, porque era como descargar sobre ella el peso íntegro de la culpa y la humillación. ¿No era Sara tan hija de él como de ella misma? Entonces, ¿por qué la dejaba a solas con un dolor que también era de los dos? Mercedes le hacía responsable de sus propios insomnios, y lo más curioso es que tampoco le habría gustado tenerlo despierto a su lado en esos momentos, casi únicos, de intimidad conyugal. No se le escapaba la contradicción: si se dormía pronto, porque se dormía pronto, y si no se dormía, porque no se dormía. En ambos casos tenía motivos para el reproche, así que convenía no coincidir en esas circunstancias con él: el largo rato que ahora dedicaba a su aseo nocturno constituía en el fondo un rasgo de magnanimidad.

Se pasó los dedos por la frente para comprobar que la piel había absorbido los restos de crema y, de camino hacia el dormitorio, fue apagando las últimas luces. Tumbado boca arriba, Samuel roncaba con su habitual jej-jej. Mercedes se tendió a su lado con las piernas dobladas. Como era de prever, no tenía sueño. ¿Cuánto tardaría esa noche en dormirse? Al cabo de un rato, sumida ya en el habitual duermevela, el sonido de unos pasos se mezcló con un sueño difuso en el que sor Rociíto llevaba en brazos a Chitón, el perrillo de su infancia, el que su padre le había regalado para su primera comunión. Se acercó con sigilo a la puerta y murmuró:

—¿Quién anda ahí?

Al final del pasillo se percibía un leve resplandor. Si hubiera sido la luz del cuarto de baño o de la cocina, habría regresado a la cama. Le llegó un ruido como de un cajón cerrándose y salió a ver. A la luz de una de las lamparitas del salón, Miriam, vestida con ropa de calle, revisaba el contenido de su bolso y se retocaba el peinado con gestos nerviosos.

—¿Qué haces?

Miriam se llevó la mano al pecho e inspiró ruidosamente.

—Menudo susto me has dado.

—¿Te das cuenta de la hora que es?

—No puedo dormir. Necesito salir. Me voy a dar una vuelta.

—Es ese joven, ¿no? El militar.

Miriam intentó fingirse escandalizada pero no le salieron las palabras. Al final, se armó de valor para decir:

—Y si fuera él, ¿qué? Ya soy mayorcita. Tengo veintiséis años.

—Pero sigues siendo mi hija.

—Tengo derecho a vivir mi vida.

—Si te vas…

La amenaza de Mercedes quedó flotando en la penumbra del salón. Miriam, firme, aguantó la embestida:

—¿Si me voy…?

Mercedes no dijo nada. Miriam se colgó el bolso del hombro y fue hacia la puerta. Su madre, con los ojos cerrados, se la imaginó bajando de dos en dos los escalones. Se asomó al balcón a tiempo de verla cruzar en dirección al parque. Luego se dejó caer en la banqueta del piano y permaneció un rato inmóvil. Ya en la cama, se sentía la mujer más desgraciada del mundo. Ahora, al menos, su insomnio tenía un culpable concreto. Contaba mentalmente los minutos, y echaba a su hija la culpa de cada uno de esos minutos que pasaba acostada con los ojos muy abiertos. Cada cierto tiempo encendía la luz de la mesilla para comprobar la hora, y siempre era más temprano de lo que había calculado. Cuando creía que era la una, era la una menos cuarto, y cuando creía que las dos, la una y media. Mientras tanto, Samuel, ajeno a todas sus penalidades, seguía profundamente dormido. Hacia las tres, oyó el ruido de la cerradura. Se apresuró a levantarse y ponerse el salto de cama. Miriam, en la cocina, pelaba una mandarina y escupía las pepitas en el fregadero. Mercedes la observó desde la puerta. Su silencio estaba cargado de acusaciones. Miriam, calmada, señaló la nevera, abierta y semivacía. En el suelo había un charquito procedente de la descongelación.

—Con lo que a mí me gusta la fruta fría… —dijo.

—Mañana nos mudamos. Dentro de unas horas. ¿Lo habías olvidado?

—No sé qué haces todavía despierta.

—¿No lo sabes?

—Sí, sí lo sé. Era una manera de hablar.

Escupió las últimas pepitas y abrió el grifo para que se las llevara el agua. Al pasar junto a su madre, dijo:

—Tienes que dormir, mamá. Tienes que descansar.

A Mercedes le pareció que lo decía en el tono de quien pide disculpas. Pensó que había ganado una pequeña batalla.

El Niño Quiñones, siempre servicial, se ofreció a llevarlos en su coche mientras los estibadores del puerto descargaban los muebles y las cajas.

—¿Y qué hacemos hasta que llegue el camión? —dijo Mercedes.

—Es verdad. No pintamos nada —dijo Samuel.

—¿Por qué no vamos a la playa? —sugirió Miriam—. ¡Con un día así…!

Se apretaron en el interior del Fiat Topolino y cogieron la carretera en dirección al sur. Al cabo de un rato pasaron junto a un letrero que decía: BIENVENIDOS A TORREMOLINOS - WELCOME. El asfaltado de la calzada era todavía reciente, y a los lados todo eran caminos de tierra y piedras. Del mismo modo, las viejas casas del pueblo convivían humildemente con los modernos edificios acabados de construir. El coche aceleraba al pasar por delante de aquéllas y reducía la velocidad cuando se acercaba a alguno de éstos. El Niño Quiñones los anunciaba con orgullo de propietario:

—Aquí, el Banco de Málaga.

—Parece la aleta de un tiburón —dijo Miriam.

—Y aquello de allá, con forma de buque de guerra…

—Hotel Residencia Miami —leyó Mercedes—. ¡Qué curioso es! ¡Qué original!

—Y ahora verán el campo de golf. El hotel tiene una piscina circular. Es lo que les gusta a los americanos: golf, piscina, sol… No hace ni seis meses que está abierto. ¡El mismísimo Franco vino a inaugurarlo! Más hoteles… Aquel de allá. Qué vistas tiene, ¿eh?

Ahora la que leyó el nombre fue Miriam:

—Hotel Las Mercedes. ¡Se llama como tú!

—Y además está la vida nocturna. El club El Remo, el Mañana… Tienen baile todas las noches. ¡Con orquesta propia! —siguió diciendo Quiñones, que luego se volvió hacia Samuel—: ¿Qué tal vamos de apetito? ¿Paramos a comer algo?

Aparcaron en la plaza de José Antonio y esperaron a que en la terraza del bar Central quedara libre alguna mesa. Mercedes comentó que había moscas, pero sorprendentemente lo comentó como quien da una buena noticia.

—Aquí es verano todo el año —dijo—. ¡Como en el paraíso terrenal!

El camarero les sacó una jarra de cerveza, una fuente de ensalada y una ración grande de pescadito frito.

—Otra cosa no sé, pero aquí el pescaíto… —dijo Quiñones.

—Lo dicho: el paraíso —dijo Mercedes.

Estaban todos de buen humor. Mercedes y Miriam se entretenían echando comida a los gatos del bar. Samuel y Quiñones hablaban entre ellos de cosas del trabajo. Miriam, que casi no les prestaba atención, entendió que su padre tenía que volver a Melilla y dijo:

—Pues tráeme mis partituras. Me las dejé. Están en el cajón de abajo.

—¿Que te traiga qué? —intervino Mercedes, que aún prestaba menos atención, y miró a su marido con recelo—. ¿Pero es que tienes que volver? ¿Aún no nos hemos instalado y ya estás pensando en volver?

—Hay un montón de asuntos pendientes. Tendré que estar yendo y viniendo.

—Tienes allí a Sagrario. Tienes a los demás.

Samuel, con aire abrumado, se encogió de hombros.

—Las cosas son como son. ¡Si no está uno encima…!

Regresó el camarero con una nueva ración de pescadito. Miriam y Mercedes hicieron gestos de impotencia, pero luego comieron tanto como los otros dos. De repente, otros clientes empezaron a señalar hacia algún lado y todos se volvieron a mirar. De un extremo de la calle llegaba, lento, majestuoso, un inmenso y reluciente Cadillac blanco. Cuando pasó por delante del bar, vieron a una hermosa mujer de largo pelo negro que a través de la ventanilla les dedicaba una sonrisa distraída.

—¡Es María Félix! —exclamó Miriam, excitada.

—¿Qué os decía yo? ¿Qué os decía yo el otro día? ¡María Félix! —dijo Mercedes, juntando las palmas de las manos como si se dispusiera a rezar.

El Cadillac siguió su camino. Madre e hija se miraban entre ellas, maravilladas. Luego miraban a la gente de las otras mesas y decían:

—¡María Félix, la actriz mexicana!

Samuel y el Niño Quiñones soltaron unas risitas de incredulidad o asombro. Los otros clientes, aparentemente más acostumbrados a las estrellas de cine, se limitaban a asentir con la cabeza y sonreír. El camarero, sosteniendo en alto una bandeja llena de vajilla sucia, dijo que estaba rodando una película en el hotel La Roca. Y añadió:

—Ayer mismo estuvo aquí su marido. Un ricachón francés. Un banquero, creo. Ayer mismo. En esa misma mesa.

—¿Qué os decía yo el otro día? —volvió a decir Mercedes con una sonrisa de felicidad.

Pero se les empezaba a hacer tarde y tenían que ir a ver cómo andaba la mudanza, que habían confiado a la empresa Gil Stauffer. El Niño Quiñones les dejó en la Malagueta y quedó en pasar al día siguiente para acompañar a Samuel al puerto. El camión estaba aparcado delante del portal pero, para disgusto de todos, había aún muchos muebles en su interior. ¿En todo ese tiempo no habían sido capaces de subirlo todo? Samuel pidió explicaciones al encargado, que dijo:

—Ustedes dijeron que había ascensor.

—Y lo hay.

—Pero no funciona. Aún no ha pasado la inspección. Las cajas las estamos subiendo por las escaleras. Para las cosas más pesadas vamos a utilizar una polea. ¡Así que no nos pidan que acabemos hoy!

Mercedes señaló la fachada. En la mayoría de los cristales seguía poniendo CRISTASUR, lo que quería decir que muy pocas de las viviendas habían sido ocupadas. Miriam suspiró:

—Un sexto piso…

—Ni muy alto ni muy bajo —dijo su madre con sorna, recordando las palabras de Monterde.

Echaron a andar lentamente hacia las escaleras. Samuel se rezagó un poco. Quería aprovechar para subir algo. Cargando con una bolsa de ropa, las alcanzó a la altura del quinto.

—¡No puedo más! —resopló su mujer.

—Vamos, vamos, que ya queda poco —dijo él.

El piso olía a pintura fresca porque a última hora Mercedes había decidido cambiar el color de algunos techos. Había bultos y cajas por todas partes. Se consolaron pensando que, como las camas eran nuevas, al menos no tendrían problemas para pasar la noche con comodidad. Mercedes miró a Samuel.

—¿Qué es eso de que mañana mismo te vuelves a Melilla?

—Ya te he dicho, mujer. Asuntos pendientes.

—¿Y tiene que ser mañana, con el lío que habrá aquí?

Los de las mudanzas buscaban un lugar en el que instalar la polea. Por algún motivo que tenía que ver con el tráfico, decidieron que tenía que ser en la fachada trasera, la de la calle Reding, así que entraron en la habitación reservada a Sara, la única cuya puerta había permanecido todo el rato cerrada. Mercedes, con sequedad, se apresuró a echarles de allí.

—¿Quién les ha dicho que pueden entrar aquí? En esta habitación no tiene que haber nada. ¿Comprendido? Nada. Si está cerrada, es por algo.

Los hombres se miraron unos a otros sin entender. Samuel carraspeó e indicó vagamente el resto de la casa. Apareció Meneses, sonriente.

—¡Bienvenidos, bienvenidos! He visto el camión y he pensado…

Notó la irritación de Mercedes y no concluyó la frase. Samuel le agarró del brazo y se lo llevó al salón. Le dijo:

—Me dijiste que lo del ascensor…

—¿El ascensor? Nada, hombre, nada. Presentar un papel y ya está. Cuestión de un par de días.

—¿Seguro?

—¡Seguro!

Cuando volvieron a pasar por delante de la habitación de Sara, vieron que del picaporte estaba colgado un papel que decía: ¡¡¡NO ENTRAR!!!

Ahora Sara sólo era una habitación vacía y cerrada. Habían quedado tantos recuerdos encerrados entre esas cuatro paredes…: su sonrisa infantil coreando los cinco lobitos, las lágrimas de dolor de cuando se torció un tobillo en un columpio, las largas mañanas de playa antes del comienzo del curso, la angustia de aquella vez que se atragantó con un pedazo de carne… Mercedes pensaba que los hijos eran egoístas por naturaleza. Para ellos, los padres eran el presente. Para los padres, en cambio, los hijos eran sobre todo el pasado, y una discusión o un desencuentro no podían cancelar poderosas corrientes de afecto que venían de muy atrás, de antes incluso de su propia concepción. Por eso los hijos se fugaban de casa y los padres no. Por eso los padres sabían perdonar y los hijos no. Mercedes había sentido la traición de Sara como la ruptura de un vínculo profundo, sagrado, superior, pero eso no quería decir que no estuviera dispuesta a perdonarla. ¡Por supuesto que la acogería con los brazos abiertos si se decidiera a volver! De hecho, nada la haría más feliz que encontrársela de repente en el portal de su nueva casa de la Malagueta. Pero no parecía que eso fuera a ocurrir. El 5 de noviembre se cumplieron diez meses desde su desaparición, y en todo ese tiempo no habían tenido ninguna noticia de su paradero. ¿Podía ser que alguien desapareciera para siempre? ¿Podía ser que la fuga de una hija fuera definitiva, como la muerte: ahora está, ahora no está, y ya nunca más estará? Para sobrellevar el dolor y la incertidumbre tenía que neutralizar todos esos recuerdos, aislarse de ellos, expulsar de sí misma a Sara sin expulsarla del todo. La mudanza facilitó las cosas. Primero, como una declaración de intenciones, le adjudicaron una habitación. Después decidieron, muy pragmáticos, no apresurarse a comprar muebles nuevos o aprovechar los antiguos. Al final, de un modo natural, se impuso el respeto a la ausencia, y durante varias semanas nadie se atrevió a retirar el cartelito de ¡¡¡NO ENTRAR!!! ni a desobedecerlo. Y fue de verdad como si hubieran arrojado al interior de ese cuarto todos los recuerdos de Sara, que debían permanecer allí, protegidos, ocultos, todo el tiempo que hiciera falta.

Ocurría además que, al contrario que en Melilla, donde tantos lugares conservaban su rastro, en Málaga no había nada que aludiera a ella. Cuando Mercedes salía a pasear, ya no temía encontrarse con ningún conocido a quien hubiera que dar incómodas explicaciones. Sus paseos tenían siempre una finalidad concreta: comprar bombillas en una ferretería de la calle Strachan, asomarse a las iglesias para decidir en cuál de ellas asistiría a la misa de los domingos, visitar las academias de música por si a Miriam le apetecía proseguir sus estudios de piano. Era su forma de familiarizarse con la ciudad. No tenía en Málaga verdaderas amistades pero tampoco se impacientaba: sabía que llegarían con el tiempo. En cuanto Samuel terminara de instalarse, buscaría alguna institución benéfica con la que colaborar. Había oído hablar de la Casa Cuna de San José, pero lo más lógico sería que se ofreciera al patronato de la Gota de Leche local, que estaba en la calle Ollerías. Se lo pensaría. De momento, su vida social se había limitado a algunas meriendas con la mujer del Niño Quiñones y un par de vermús en el hotel Niza con lo que ella llamaba el grupo de África, aunque de ellos sólo Meneses y Eulate habían vivido en Tetuán. La primera, Esperanza, era una mujer solícita y gordezuela que iba a todas partes con el cochecito de su niño recién nacido y sostenía la taza de té con el meñique estirado, y a Mercedes la aburría la perspectiva de pasarse la tarde hablando con ella de los precios de las cosas: que si el kilo de café de Colombia salía más a cuenta aquí que allá, que si las telas mejores y más económicas (Esperanza nunca decía «baratas») las vendían en esta tienda y no en aquélla. Los del grupo de África eran casi todos militares retirados que habían coincidido en diferentes destinos y de vez en cuando, como una concesión especial, sacaban a sus mujeres a dar una vuelta. Mercedes no se sentía cómoda entre ellos, y hacía que Miriam la acompañara a esas reuniones. Sabía que, al cabo de un rato, en cuanto despacharan el asunto de las indemnizaciones con que el gobierno estaba ayudando a los antiguos residentes en el Protectorado, se formarían dos grupos, el de los hombres y el de las mujeres, y que le tocaría hablar del precio del café o las sederías más económicas. Tener a su hija al lado le daba seguridad. En cuanto la conversación se hiciera cargante, sería la propia Miriam la que inventaría cualquier pretexto para marcharse:

—¿Te acuerdas, mamá, de que tenemos que pasar por la tintorería? Cierran dentro de un cuarto de hora.

—¡Uf! ¡Qué rápido se me pasa el tiempo con vosotras! Vamos, hija, vamos…

Una de esas veces, cuando se levantaba para despedirse, notó en el grupo de hombres el tono cómplice y las sonrisas pícaras de ciertas conversaciones masculinas. En el instante mismo en que advirtieron su presencia, cambiaron abruptamente de tema.

—Pues sí —dijo Eulate con innecesario énfasis—. Está siendo un otoño muy pero que muy seco.

Mercedes comprendió que habían estado hablando de su marido. ¿Por qué ese tono y esas sonrisas? Una sospecha se abrió camino en su interior: ¿sería una mujer la verdadera razón de que Samuel siguiera en Melilla?

—Nosotras nos vamos —dijo.

Salieron del hotel. Mercedes, de mal humor, hizo una seña hacia la zona donde le parecía que estaban la calle Camas y el Muro de San Julián.

—Málaga es una ciudad llena de putas —dijo.

—¿A qué viene eso? —dijo Miriam.

—Que sí, que sí. Una ciudad llena de putas. ¿No te acuerdas de la mujer esa que aquella vez…?

—Hala, vámonos a casa.

No habían vuelto a hablar de lo ocurrido la víspera de la mudanza. Mercedes había temido que pudiera ser motivo de posteriores discusiones, pero no. Sencillamente, era como si nada hubiera ocurrido. Y en realidad, ¿qué podía haber ocurrido? ¿Que Miriam y ese capitán Solana se hubieran despedido con los ojos húmedos y la vaga promesa de seguir siendo amigos? A lo mejor ni eso. A lo mejor era verdad que sólo había salido a dar un paseo y tomar el aire… Tuvo que reconocer que se preocupaba demasiado por sus hijas. Pero esa preocupación era una manifestación de su amor, ¿no? Con Sara, en la que ya raras veces pensaba, sus desvelos no se habían visto recompensados. En cambio, qué buena chica era Miriam: sensata, cumplidora, atenta, perseverante, cariñosa. Estaba Mercedes orgullosa de la educación que le había dado. Sin esa educación, ¿quién sabía cómo habría reaccionado tras el alejamiento de ese Solana, un joven que de ningún modo le convenía? Aunque tal vez la pregunta fuera otra. Tal vez la pregunta fuera: ¿por qué con una hija había acertado y con la otra no, si a las dos les había dedicado la misma entrega, el mismo amor? Pararon en una floristería a comprar unas macetas de poinsetias (o de pascueros, como las llamó la florista) y, cuando llegaron al portal, Mercedes soltó un bufido ante la puerta todavía precintada del ascensor.

—¡Este Meneses! —dijo—. ¡Menudo tunante!

Se volvió un momento hacia su hija y descubrió en su rostro un gesto ambiguo que últimamente se había vuelto habitual en ella. Era como una media sonrisa de labios juntos y ojos entornados, la clásica sonrisita de quien creyéndose a solas se deja llevar por una ensoñación.

—¿De qué te ríes?

—¿Yo? De nada. ¿De qué me voy a reír?

—Bueeeno. Vamos para arriba —dijo Mercedes, y se encaminó hacia las escaleras.

En el primer descansillo dejó pasar a Miriam, que, a pesar de cargar con las macetas, subía bastante más deprisa. Dijo:

—En menos de un mes esas hojas se pondrán rojas. Ya verás.

En el segundo descansillo se detuvo a tomar aliento. Dijo:

—Si no fuera por estos esfuerzos, ya habríamos vaciado las cajas.

Sentada muy tiesa en el taburete de la cocina estaba Irene, la interina recomendada por la mujer de Quiñones. Era una muchachita flaca y oscura, recién llegada de un pueblo del interior. No tendría ni dieciséis años.

—¿No tienes nada que hacer?

—He hecho todo lo que me dijo, señora —contestó, intimidada.

—¿Has tendido la ropa? ¿Has cambiado las toallas? ¿Has hervido las judías?

—Sí, señora. Y he puesto la mesa.

—Pues yo qué sé… Pero no estés así, como un pasmarote.

—¿Puedo mirar las revistas?

—¿Mirar? —dijo Miriam.

—Es que no sé leer.

A partir de entonces, todas las tardes dedicaban un rato a enseñarle a leer. Al principio le enseñaban entre las dos. Pasado un tiempo, sólo Miriam. Mercedes se sentaba en el sofá a hacer punto, mientras Miriam e Irene ocupaban la mesa camilla y repetían una y otra vez las mismas frases: «la be con la a, ba, la be con la e, be…». Mercedes, distraída, hablaba de las muchas cosas que quedaban por hacer en el piso:

—A ver si de una vez por todas nos ponen el teléfono… ¿Cómo sé yo que a tu padre no le ha pasado nada? ¡Lo que tiene que hacer es venir de una vez y echar una mano!

Se sentía abandonada por su marido, cuyas visitas nunca duraban más de dos días. Sin proponérselo, trataba de compartir sus suspicacias con Miriam. Una y otra vez, daba a entender que la situación de provisionalidad sólo acabaría cuando Samuel se estableciera definitivamente. Que se obtendrían los permisos para el ascensor y la compañía telefónica les instalaría la línea. Que llegarían nuevos vecinos y se contrataría a un portero. Que la mudanza podría por fin darse por concluida. En realidad, lo único que faltaba por hacer en el piso era vaciar las cajas, que, repartidas por todas partes y aún cerradas, seguían transmitiendo la sensación de que las cosas estaban sólo a medio terminar. Mercedes, que no tenía mayores compromisos ni quehaceres durante la semana, lo dejaba siempre para el fin de semana y, cuando éste llegaba, inventaba algún pretexto para dejarlo para el siguiente. Era una manera de recordar a Samuel su negligencia. Que las cajas permanecieran ahí, tan visibles, equivalía a decir: «¿Te das cuenta, Samuel, de la cantidad de cosas que por tu culpa han quedado sin hacer?, ¿reconoces que tendrías que dedicar mucho más tiempo a tu mujer y tu hija y mucho menos a los asuntos de la oficina y al pelmazo ese de Quiñones?». La inquina que éste le inspiraba se había vuelto insuperable. Todo en él le parecía repugnante: su aspecto físico, sus modales remilgados, el ridículo amago de reverencia con que se abalanzaba a cumplimentarla. Que Samuel pasara tanto rato con él las pocas veces que estaba en Málaga no facilitaba las cosas.

—¡Qué secretos se traerán entre manos esos dos! —refunfuñaba, y la propia Miriam se sentía obligada a reprenderla:

—¡Ay, mamá! Son negocios. Tú no entiendes de eso.

La presencia de Irene aportó no poca alegría a la casa. La chica era espabilada y trabajadora, y aprendía muy deprisa. Animada por las atenciones y halagos de Miriam, bien pronto fue capaz de leer en voz alta (por supuesto, sin entender) los titulares del diario Sur. Fue aficionándose a las palabras más raras, cuyo significado consultaba a gritos desde la cocina: «¿Qué significa “occiso”, señorita?, ¿y “reticencia”?». A Mercedes y a Miriam les hacía mucha gracia su pronunciación (ossiso, retisensia), y aún más su ingenuo afán por utilizar, a menudo de forma incorrecta, los vocablos recién aprendidos. Ansiosa por dejar atrás su rústica incultura y adquirir cierta distinción en el habla, le dio por llamar «turismos» a los coches y por decir «concisión» en vez de «brevedad». Pronunciaba esas palabras con irreprimible delectación, como quien paladea un dulce sabrosísimo. Muchas tardes, en cuanto se iba de casa, Mercedes y Miriam la imitaban entre risas:

—¡Ay, señora, cuánto turismo hay por la calle!

—¡Ay, señorita, qué siesta tan consisa!

Cuando llevaban tres semanas en Málaga, ocurrió algo inesperado. El domingo por la mañana, fue Mercedes a despertar a su hija para ir juntas a la catedral y se encontró el dormitorio vacío y la cama revuelta.

—¡Miriam! ¿Dónde estás, hija? ¿Dónde te has metido?

La buscó en vano por toda la casa. No podía ser que se hubiera ido sin decir nada. Por si acaso, se aseguró de que la puerta principal seguía cerrada por dentro. Estaba en el piso, eso seguro, ¿pero dónde? Al pasar por delante de la habitación de Sara, le pareció oír unos sollozos amortiguados. Abrió la puerta con prevención. Como la persiana estaba echada y la luz del pasillo era escasa, esperó unos segundos a que la vista se le acostumbrara a la oscuridad. Acurrucado en una esquina estaba el bulto solitario e inmóvil de su hija. Mercedes corrió a subir la persiana y se arrodilló a su lado.

—¿Qué te pasa? ¿Qué tienes, niña? ¡No me des estos disgustos!

La única reacción de Miriam fue prorrumpir en un llanto desesperado, animal. Lloraba con tal violencia que se le agitaba el cuerpo entero y casi se quedaba sin respiración. Mercedes, agobiada, la abrazó con fuerza.

—¿Qué tienes? ¿Estás mala? ¿Te duele algo? ¡Dime qué te pasa, por Dios!

Miriam, incapaz de articular una sola palabra, se limitaba a agitar la cabeza y llorar a moco tendido. Mercedes no sabía qué hacer para consolarla.

—¡Tranquilízate, por favor! ¡Tranquilízate y dime qué te pasa!

Sonaron tres timbrazos breves. Era así como llamaba Irene, que los fines de semana tenía permiso para no llegar hasta el mediodía. Mercedes no se atrevía a dejar a su hija en ese estado.

—¡Ya va, ya va! —gritó, y le limpiaba la cara con el pañuelo y le acariciaba el pelo—. ¿Estás mala? ¿Llamo a un médico? ¿Quieres que llame a un médico?

Volvieron a sonar los tres timbrazos y Miriam hizo una seña en dirección al pasillo.

—Ahora mismo vuelvo —dijo Mercedes, incorporándose.

Mandó a Irene a la cocina y se encerró con Miriam, que ahora gemía como un perro herido.

—No es nada —acertó por fin a decir—. Sólo es que… Nada, nada, ya te digo que no es nada.

—Pero, hija…

—Estoy bien, mamá. De verdad. No te preocupes.

—¿Te acompaño a tu cuarto? Te vendría bien acostarte.

La ayudó a levantarse, la cogió de la mano y la llevó a su dormitorio. Irene, desde la cocina, no se perdía detalle. Mercedes reapareció al cabo de unos minutos.

—La niña ha pasado mala noche. Procura no hacer ruido. Y no le prepares nada. Ya comerá cuando tenga hambre.

Volvió a echar de menos el teléfono. Le habría gustado poder llamar a Samuel para compartir con él su preocupación. ¿Por qué tenía que afrontar sola todos los problemas? Un olor a lentejas guisadas invadió la casa y le revolvió las tripas.

—¡No hagas nada para mí tampoco! —gritó desde el sofá—. ¡Tengo el estómago encogido!

A lo largo de las dos horas siguientes, se asomó varias veces a la habitación de Miriam, que parecía dormir plácidamente. A media tarde, la vio aparecer, todavía en camisón, y sentarse en la banqueta del piano. Corrió a su lado.

—¿Qué tienes? ¿Estás mejor? ¿Qué ha pasado? Cuéntame. ¿Te apetece una infusión? ¡Irene, prepara una tila!

—Ya está. Estoy bien. No ha sido nada. Una pesadilla o algo así.

—¿Una pesadilla? ¡Cielo santo, qué clase de pesadillas tienes tú! ¡No sabes el susto que me has dado! ¿Seguro que estás bien?

Miriam sonrió.

—Estoy bien. Perfectamente.

Con la infusión sacaron también una bandeja de pastas, y Mercedes respiró tranquila al ver que su hija comía con gran apetito. Irene iba de aquí para allá sin nada que hacer. Miriam señaló el reloj de pared.

—Me visto y damos la lección.

Esa tarde, qué reconfortante sonó, a oídos de Mercedes, la cantinela de los titulares que Irene recitaba con entonación infantil. Y qué gracia le hacía que se equivocara siempre en las palabras esdrújulas y que Miriam la corrigiera separando mucho las sílabas: crí-ti-co, no cri-ti-co, ré-mo-ra, no re-mo-ra… ¿Y qué significaba «rémora», señorita? La normalidad le parecía de repente algo tan necesario y tan frágil. Fue a la cocina y se entretuvo haciendo un bizcocho. En cuanto la clase acabó, Irene metió las sábanas de Miriam en el lavadero de la galería y dejó correr el agua.

—¿Dónde guardan los apósito, señora?

—¿Los qué?

—Los apósito.

Comprendió que se refería a las compresas de gasa, que ellas llamaban simplemente «paños», y se echó a reír. ¿De dónde habría sacado esa palabreja?

—Ah, los apósitos —dijo—. En el cuarto de baño grande. En el armarito de abajo.

La chica salió. A Mercedes, de golpe, se le heló la sonrisa. Salió a la galería. Cerró el grifo. Revolvió las sábanas hasta encontrar la mancha de sangre. Hizo un rápido cálculo mental. Desde aquella noche, desde la noche de la víspera de su mudanza, habían pasado veinte, veintidós días… En sólo un instante supo lo que significaba esa sonrisita, la sonrisita soñadora que tantas veces a lo largo de las últimas semanas había descubierto en el rostro de Miriam. Y en sólo un instante supo también lo que significaban los desconsolados llantos de esa misma mañana. Eso era lo que había hecho aquella noche, la de su salida nocturna. Había intentado quedarse embarazada. Quedarse embarazada, forzar una boda de emergencia, atrapar a ese capitán Solana y alejarse de ella como se había alejado su hermana… ¿Cómo había sido capaz de hacer tal cosa? ¿Cómo había sido capaz siquiera de urdir un plan así? Fue al salón y observó en silencio a su hija, que escuchaba la radio y hojeaba unas revistas. Miriam notó su presencia y le habló sin volverse:

—No te preocupes más, mamá. De verdad que estoy perfectamente.

—Me voy a misa —dijo Mercedes—. Tú mejor quédate y descansa.

El Niño Quiñones esperaba con el pie apoyado en un noray del muelle. Cuando les vio llegar, bajó el pie y se enjugó con el pañuelo el sudor de la frente. Samuel avanzó hacia él con la mano tendida.

—¿Qué tal esta semana?

Hacía varios meses que esa pregunta se había convertido en el saludo habitual, y Quiñones sabía que se refería al estado de Mercedes.

—Mejor, mejor. Ya debe de estar en Gil Stauffer.

—¿Vamos andando?

—Está aquí al lado. Ni un minuto.

Entre los pasajeros que desembarcaban del buque correo estaba también Mordecai. Saludó a Quiñones con un movimiento de cabeza y se volvió hacia un grupo de unas quince personas que, cargando con cestos, bolsas y maletas, esperaban instrucciones. Les indicó por señas que le siguieran y echaron todos a andar.

—¿Ha ido todo bien? —preguntó Quiñones.

—Todo bien —dijo Samuel.

—¿De dónde vienen éstos?

—Los hemos recogido en Chauen.

—Cada vez son más…

—Lo suponíamos. —Samuel sacudió la cabeza—. Desde que el rey echó del gobierno al único ministro judío…

—El hotel, el de siempre.

Se refería a la pensión del barrio de La Caleta en la que, a la espera de embarcar para Marsella, eran alojados los evacuados. Samuel miró a Mordecai:

—¿Has oído?

—Yo me ocupo de los parientes —asintió el otro—. Vosotros, a lo vuestro.

La situación de los judíos de Marruecos había empeorado de golpe, y las operaciones debían llevarse a cabo con más reserva que nunca. Al margen de las autoridades y los altos funcionarios que habían permitido a los servicios secretos israelíes operar en suelo español, podía ser que ellos tres, Samuel, Mordecai y Quiñones, fueran los únicos en la Península que estuvieran al corriente de los detalles. De ahí que hubieran acabado desarrollando un código privado. En ese código, los evacuados eran los parientes.

Se despidieron a la salida del recinto portuario. Mordecai se fue con los suyos a La Caleta, mientras Samuel y Quiñones cruzaban hacia la calle Casas de Campos, en la que estaba la delegación de la empresa de mudanzas. La voz de Quiñones adoptó un tono confidencial:

—El martes me dijo Esperanza que fue a llevarle un pastel y que se le echó a llorar en el hombro…

—Entonces es que no ha mejorado nada.

—No sabe cuánto lo siento.

—Todos pasamos malas temporadas. ¿Pero quién me asegura que una nueva mudanza es la solución? ¡Como si no acabáramos de hacer una! ¡Como si pudiéramos estar mudándonos cada seis meses! Ya te comenté, Niño, lo que dijo aquel médico tan finolis: que él no podía hacer mucho contra las enfermedades del alma… ¡Enfermedades del alma! ¿De qué novela barata habrá sacado esa expresión?

Desde la esquina de Casas de Campos vieron a Miriam apurar un cigarrillo a la entrada de Gil Stauffer.

—¿Tú fumando? —dijo Samuel.

Miriam tiró la colilla al suelo y besó a su padre.

—Bah, muy de vez en cuando… —dijo.

Mercedes estaba sentada en un sillón de espaldas a la calle. Al verles entrar, esbozó una de esas sonrisas afligidas que se habían vuelto habituales en ella. Samuel le acarició los hombros, como masajeándola. Luego se sentó a su lado y apretó una de sus manos entre las suyas. Se fijó en sus uñas, descuidadas y cortas. Después de una conversación breve e insustancial, Quiñones hizo unas inclinaciones de cabeza y se despidió.

—¿Has traído el dinero? —susurró Mercedes.

Samuel se dio unos golpecitos en el pecho para dar a entender que lo llevaba en el bolsillo interior. Pasaron los tres a un despacho. El empleado tenía ya preparado el presupuesto. A su espalda había un inmenso mapa de Europa con los nombres de las principales ciudades occidentales. Debajo del logotipo de la empresa estaba escrito: TRANSPORTE INTERNACIONAL — MEDIOS PROPIOS DE CARGA Y DESCARGA. Mientras Samuel, con las gafas a medio poner, revisaba el presupuesto, el empleado, dicharachero, habló de Zaragoza. Él no había estado, ¡pero ya le gustaría! Todos sus amigos que habían hecho la mili allí decían que las mujeres eran muy guapas… ¿Cómo se llamaba esa zona de tascas? El Tubo, ¿no? Mercedes asintió complacida, y Samuel le echó un vistazo furtivo. Toda su vida la había oído hablar de Zaragoza como de su ciudad, pero sólo ahora le molestaba. Le habría gustado que no hubiera extraños delante para poder decir: «¿Tu ciudad? ¡Pero si naciste allí casi de casualidad!». El empleado preguntó por la dirección a la que debía dirigirse el capitoné: ¿estaba cerca del Tubo? Mercedes negó con grandes aspavientos. ¡Noooo!, ¡estaba lejos del centro!

—Es un chalet —intervino Miriam—. En la carretera de Logroño. Cerca de la base americana.

Samuel no pudo evitar dar un respingo.

—¿Cerca de la base? ¡Pero eso son las afueras!

—Papá… —dijo Miriam, sacudiendo la cabeza.

—¿Papá qué?

—Que ya lo sabías. Te hicimos un plano. Y firmaste las escrituras.

—Pero no me dijisteis que estaba tan lejos. ¡En la carretera de Logroño! —Samuel hizo un gesto hacia el empleado y dijo—: ¿Me tengo que enterar así de las cosas?

El joven se sintió aludido y tamborileó nerviosamente con los dedos sobre el borde de la mesa. Miriam, con el ceño fruncido, evitaba mirar a su padre, que dijo:

—¿Tú has estado?

—Estuvieron mamá y la tía Tere…

Mercedes hizo un gesto expeditivo hacia el bolsillo interior de Samuel.

—Acabemos de una vez —dijo.

Samuel sostuvo el presupuesto entre el pulgar y el índice.

—Demasiado caro —dijo.

Los otros tres le miraron con fijeza.

—Todas estas cajas… —dijo—. ¿Por qué ponen tantas si la mayoría de las cosas están ya embaladas? ¿Cómo lo han calculado? ¿Me quieren cobrar por un servicio que no me van a prestar? Y el cálculo del kilometraje, la verdad, me parece excesivo…

Ahora Mercedes y Miriam le observaban con expresión ultrajada. Samuel depositó el papel sobre la mesa.

—O me hacen un nuevo presupuesto o buscamos otra empresa.

—¡Samuel! —exclamó Mercedes.

—¿Qué quieres que te diga? El dinero no crece en los árboles. Si no me preocupo yo… —Se señaló el pecho y luego, dirigiéndose al empleado, repitió—: ¡Demasiado caro, demasiado caro!

Durante unos instantes, nadie supo qué decir. En otras circunstancias, ante un silencio así, alguien habría dicho que había pasado un ángel. Miriam pensó que, en todo caso, había pasado un demonio. Samuel miró a Mercedes y volvió a la carga:

—¿Me has preguntado cómo me van los negocios desde lo del Protectorado? Las cosas no son como antes, y la broma esta de comprar una casa nueva cada año me está saliendo muy cara.

—Tu obligación es asegurar el sustento de la familia —replicó Mercedes—. Y en algún sitio tenemos que vivir. Vende el piso de aquí. No lo necesitamos.

—¿Qué tiene de malo?

—¡Cómo se nota que no has pasado nunca más de dos días seguidos! Casi no hay vecinos, el barrio está siempre en obras, todo son incomodidades…

Las últimas palabras las pronunció ya Mercedes con voz quebradiza. Miriam previó una nueva crisis de llanto y se apresuró a abrazarla. Samuel hizo un gesto de impotencia y miró el techo. El empleado, deseoso de acabar con aquella escena, agarró el presupuesto.

—Déjenme hacer una consulta… —dijo, levantándose.

Se quedaron a solas, y Miriam trató de reducir la tensión diciendo:

—Es un chalet precioso. Muy moderno. Verás las fotos, papá. Te va a encantar.

Pero Mercedes se había tapado ya la cara con las manos y gimoteaba:

—¡Con todo el amor que guardaba en mi corazón, con todo el amor que quería repartir entre mi marido y mis hijas…!

Samuel resopló. Miriam sacó un pañuelo. Mercedes se sonó ruidosamente y se lo guardó en la bocamanga mientras su hija le arreglaba el peinado.

—Ya está, mamá, ya está…

Permanecieron unos segundos en silencio.

—Ha pasado un ángel —dijo Miriam, sintiéndose estúpida.

Mercedes observó alternativamente a su marido y a su hija. De repente, parecía rabiosa. Dijo:

—Pero no penséis que no me entero de nada. Lo sé todo. Lo tuyo y lo tuyo.

—¿Qué estás diciendo? —dijo Samuel.

—¡Ya sabéis vosotros! ¡Ya sabéis a qué me refiero!

Samuel, perplejo, miró a su hija, que se había puesto colorada. Supuso que se sentía abochornada y quiso tranquilizarla:

—Tu madre no está en sus cabales.

—Mamá, por favor… —dijo Miriam, e intentó volverla a abrazar.

Ella la rechazó con un seco «déjame». La situación no podía ser más incómoda. Samuel sacó del bolsillo el sobre del dinero y dijo:

—Llama a ese muchacho. A ver si terminamos ya con todo esto.

El panteón de los Campillo en el cementerio de Torrero estaba en la calle E, pasado el mausoleo de Joaquín Costa. Era la mañana del día de Todos los Santos, y por todas partes iban y venían mujeres de negro cargadas con cubos, trapos y cepillos. El chico poliomielítico que se había ocupado de la limpieza precedía a Mercedes con una escalera al hombro. Mercedes observó que, en los tramos de piso irregular, la cojera casi no se le notaba.

—¿Se ha acordado del candado? —dijo el chico.

Se detuvieron ante el pequeño panteón. El chico dejó la escalera en el suelo, al pie de un ciprés. Mercedes echó un vistazo al altarcito de obra, la lápida con los nombres y la puerta de chapa, y asintió con la cabeza. Una semana antes, aquello estaba hecho un desastre, con manchas de moho y humedad y enormes telarañas en las que se mecía un sucio arcoíris. Ahora presentaba un aspecto al menos decoroso. Tocó la verja de hierro para comprobar que no quedaban restos de orín.

—Buen trabajo —dijo.

El chico desenroscó la cadena y la sostuvo en el aire como quien sostiene la camisa de una serpiente. Luego desenganchó el candado viejo y mostró la costra de óxido y porquería que había acabado inutilizándolo.

—¿Lo ve?

—¡La de tiempo que llevará eso así! ¡Pensar que cualquiera podría haber entrado!

Sacó del bolso el candado nuevo. El chico lo encajó en el último eslabón y volvió a colgar la cadena de las rejas.

—Tráeme unas flores —dijo Mercedes.

—¿Cómo las quiere?

El chico, cojeando, salió en busca de una florista. Apenas cinco minutos después estaba ya de vuelta.

—¿Éstas le parecen bien? Si no le gustan, las puedo cambiar.

Mostraba un ramo en el que se mezclaban rosas, claveles y gladiolos. Lo colocaron en el jarro del pequeño altar. Luego arreglaron cuentas y el chico se fue con su escalera. Mercedes consultó su reloj. Hacía más de media hora que tenía que haber llegado Teresa.

—¡Ya estoy, ya! —la oyó gritar.

Su hermana era cuatro años menor que ella. Flaca, de ojos pequeños y rasgos afilados, vivía en un estado de constante agitación y parecía siempre a punto de ser desbordada por los acontecimientos: hacía las cosas como si le faltara tiempo, llegaba tarde a los sitios, acababa pidiendo disculpas de forma un poco aturullada… Mercedes, que por algún motivo atávico creía conocerla bien, nunca dejaba de sorprenderse. ¿A qué clase de tensiones estaría sometida su modesta vida de monja? Se dieron un beso. Teresa resopló.

—Te he mirado lo de la muchacha. ¿Cómo la llamáis vosotras? ¿La fatma? Luego te cuento. Y ya tengo medio montados los grupos. Los de música, quiero decir. No me mires así, como si no supieras de qué te estoy hablando. ¿No me dijiste que Miriam podía dar clase a las más pequeñas? Cobrar, no cobrará mucho, pero… Unos duros menos que tendrás que pedir a tu marido. ¿Tú qué? ¿Llevas mucho tiempo esperando? —Y sin cambiar de tono agregó—: ¿Rezamos un poco?

Inclinó la cabeza y cerró los ojos. Mercedes pensó que su hermana ponía la misma intensidad en las cosas pequeñas que en las grandes. A lo mejor era eso lo que la desconcertaba de ella y la inducía a equívocos. Como la vez aquella que de sus conversaciones telefónicas dedujo que estaba atravesando algún tipo de crisis religiosa o de salud. Luego resultó que a su hermana no le pasaba nada, y empezaron a pasarle cosas a ella.

—Ya entonces lo sabía —murmuró—. No sabía que lo sabía, pero lo sabía.

Teresa volvió la cabeza sólo a medias, como si pretendiera escucharla sin tener que interrumpir sus oraciones.

—¿De qué hablas?

—De mi anterior viaje. Sabía que mi vida estaba aquí, en esta ciudad, cerca de este cementerio…

Indicó con la cabeza la lápida del panteón. Pensó que, en realidad, aquellas tumbas eran lo que con más fuerza la ataba a la ciudad. Dijo:

—Siempre me he reprochado no haber estado en el entierro de papá. Una hija no puede vivir tan lejos que no pueda llegar a tiempo al entierro de su padre.

Teresa miró a su alrededor.

—Esto está distinto, ¿no? Más limpio y mejor.

—¿Ahora te das cuenta?

Mercedes se estaba acordando del viaje que tres años antes había hecho a Zaragoza. También entonces había visitado el cementerio. Ahí mismo, ante ese mismo panteón, había tenido por primera vez la sensación de que no pertenecía a ningún sitio en particular. Y ella quería pertenecer. ¿Dónde la enterrarían cuando muriera? ¿En Melilla? ¡Pero si ni entonces, en 1954, ni ahora, tres años después, estaba claro que Melilla fuera a seguir siendo española! Además, Melilla no era su ciudad sino la de Samuel, y ella aspiraba a tener su propia vida y no a vivir siempre instalada en la de otra persona, aunque fuera la de su marido. Seguramente, había sido ese día de 1954 cuando Mercedes había decidido tomar las riendas de su vida. Entonces, con cincuenta y tres años, había sido consciente de que el futuro, ese futuro que siempre había visto como un manantial inagotable, estaba comenzando a secarse para ella. ¿A todo el mundo le ocurría eso? ¿A todo el mundo le ocurría que, en un momento dado, empezaba a tener mucho menos futuro que pasado y que, por eso mismo, las decisiones que pudiera adoptar adquirían la trascendencia de lo definitivo? La voz de su hermana la sacó de sus cavilaciones.

—Me habría ocupado yo misma —decía, en referencia a la limpieza del panteón—. ¡Pero tiene una que estar encima de tantas cosas!

Había sido Teresa la que les había buscado el chalet. Era de los padres de unas alumnas que se iban a vivir a Madrid. Mercedes había viajado desde Málaga y, llevada por sus urgencias de esa época, había dicho que sí casi sin mirarlo. Entonces los propietarios sólo pensaban alquilarlo. Cuando faltaba poco para firmar el contrato, cambiaron de opinión y ya no querían alquilar sino vender. Teresa se lo anunció como una gran noticia: era una ganga, no la podía dejar escapar, la ciudad estaba creciendo en esa dirección, todo el mundo decía que era una inversión excelente… Mercedes llegó a sospechar que a quien de verdad su hermana estaba intentando favorecer era a los propietarios, y no a ella. Pero no le dijo nada. Prefirió planteárselo a Samuel en los mismos términos en los que Teresa se lo había planteado, y él, aunque a regañadientes, acabó cediendo. ¿Qué habría de cierto en las quejas de Samuel sobre el estado de sus negocios? ¿Sería verdad que desde la independencia de Marruecos la demanda no había parado de disminuir? Bueno, el caso es que se había salido con la suya y que ni delante de su hermana ni delante de su marido iba a admitir que podía haberse equivocado. No era que no le gustara el chalet. Al contrario. Le gustaban las viviendas modernas, en las que no había que reparar la instalación eléctrica cada pocos meses y el agua salía de los grifos en chorros generosos. Le gustaba ese chalet en particular, con la chimenea de obra, el salón a dos alturas y las cristaleras hasta el techo. Le gustaba también tener jardín, aunque luego ni cultivaba flores ni se preocupaba de mantener el césped cuidado. El gran inconveniente era tener que depender del coche de línea. Samuel tenía razón cuando decía que eso eran las afueras. Peor aún: las afueras de las afueras. Entre eso y los desmontes del barrio más cercano había campos y fábricas y pasos a nivel y, quitando alguna gasolinera y algún restaurante de carretera en el que vendían pan y revistas, no había comercios en los alrededores. Eso, desde luego, no era Zaragoza, no la Zaragoza a la que tanto había ansiado regresar. ¿Se había equivocado? ¿Había hecho una mala compra? Prefería no darle demasiadas vueltas.

—A la una es la entrevista con la chica esa —dijo Teresa—. Hoy tenía el día libre. Sé que trabaja de limpiadora en la Tudor. Debe de estar harta de trabajar por la noche.

—Tampoco se me ha olvidado cómo se utiliza una escoba. Si no encuentro ninguna que me convenza…

—¿Cómo puedes decir eso? ¡Una casa tan grande!

Salieron del cementerio y fueron a coger el tranvía. Bajaron en la última parada de General Mola, justo delante del muro del Sagrado Corazón. La verja estaba abierta. La fachada, como casi todas las del paseo, era de ladrillo visto. El edificio, de aspecto severo, no tenía más ornamentos que la hornacina con la figura de la Virgen que coronaba la puerta principal. Ante la escalera de entrada esperaba una mujer grandona con una bolsa del Sepu.

—Menudo marimacho quieres meter en mi casa… —murmuró Mercedes mientras se acercaban por el camino de gravilla.

—¡No empecemos!

La entrevista duró poco. Desde el principio quedó claro que Mercedes no estaba dispuesta a contratarla. Teresa se interesaba por sus circunstancias familiares, su lugar de origen, su experiencia laboral, sus referencias… Mercedes, mientras tanto, guardaba silencio. Sólo interrumpió a su hermana para preguntar:

—¿Sabe usted conducir?

—¿Conducir? —contestó la otra, acobardada—. No, señora, no.

Quedaron en darle pronto una respuesta y se despidieron. Mercedes subió las escaleras, cruzó el vestíbulo y no se detuvo hasta llegar al patio. Teresa la seguía rezongando. Mercedes sonrió.

—Me acuerdo perfectamente de todo. ¿Hasta qué edad estudié aquí? La que casi no se acordará serás tú, que tenías sólo cinco años cuando… Si quieres, te llevo a la que fue mi aula. Han pasado casi cincuenta años, pero seguro que no me pierdo.

Teresa, con gesto agrio, se plantó delante de su hermana:

—¿Cómo pretendes que una mujer así sepa conducir? ¡Si muchas de ellas no saben ni escribir su nombre!

Mercedes la apartó y echó a andar por un pasillo. Al pasar ante las puertas de las aulas, se frenaba un instante como para asegurarse de que iba por el buen camino. Teresa, a su espalda, no paraba de hacerle reproches.

—¿En qué mundo te crees que vives, alma de cántaro? ¡Que sepas que tengo muchas cosas que hacer y no puedo perder el tiempo buscándote muchacha! Esta mujer parecía limpia y decente, y las anteriores también… ¡Y, si lo que quieres es alguien que te traiga y te lleve, convence a tu hija para que se saque el carnet!

Mercedes, cada vez más decidida, se metió por un pasillo a la derecha y apuró el paso. Abrió una puerta.

—¡Ésta era! —exclamó, feliz.

Antes de que su hermana, ya sin resuello, asomara por la puerta, había entrado en el aula y se había sentado en un pupitre de la segunda fila.

—Aquí estaba yo. Y aquí Angelines Moreno. Y allí Chelo Ruiz de Alda y Pilar Sebastián. ¿Te acuerdas de la madre Valera? Nosotras la llamábamos la Bigotes. Se habrá muerto, supongo. El suelo es distinto, y los pupitres también. Pero lo demás sigue tal cual. Yo creo que hasta la pizarra sigue siendo la misma.

Teresa, más calmada, se sentó a su lado.

—Yo sólo me acuerdo de cuando, por la tarde, me pasabas a recoger por la maternal —suspiró—. Aprendíamos a leer en un libro que se llamaba Can y Me. Can era un perro y Me una oveja. Para las palabras difíciles había un dibujo que explicaba su significado. Así aprendí lo que quería decir «aprisco». ¿Para qué necesitaría una niña de cuatro años conocer el significado de aprisco?

—¿Aprisco? ¿Y qué es un aprisco?

—No sé. Algo de los pastores y los rebaños.

—¡Pues sí que lo aprendiste bien! —dijo Mercedes, apoyando la cabeza en el hombro de su hermana, y las dos se echaron a reír.

Samuel no fue a Zaragoza hasta las Navidades. La tarde del 24, su mujer y su hija acudieron a la estación de Campo Sepulcro a esperarle. El tren venía con retraso, y el viento soplaba con tal fuerza que tuvieron que refugiarse en la cantina.

—¡Dios, qué cierzo! —dijo Miriam, calentándose las manos con la taza de café con leche—. Tengo los dedos congelados.

—Mira el vaho de los cristales —asintió Mercedes.

Cada vez que la puerta se abría para que alguien entrara o saliera, había una especie de estremecimiento general. En un extremo de la barra, un grupito seguía con atención el programa de radio. Miriam aguzó el oído.

—Bobby Deglané —dijo.

Luego buscó en su bolso el paquete de Bisonte. Hacía un par de meses que no se escondía para fumar.

—No sé por qué tienes que fumar eso tan fuerte. ¡Entre el oído que tienes y la voz que se está poniendo…!

—¡A ver cuándo llega ese tren! Tengo ganas de ver a papá. ¿Estás nerviosa?

—¿Por qué habría de estarlo? —replicó Mercedes, casi ofendida.

Desde que se despidieron el día de la mudanza, Mercedes y Samuel casi no habían hablado. Al igual que en Málaga, también en Zaragoza la instalación de la línea telefónica podía demorarse meses e incluso años. Él no podía llamarla y ella, para hacerlo, debía acercarse hasta la gasolinera, donde tenían un teléfono de fichas. No siempre conseguía dar con él, y a menudo su contacto no había ido más allá de los escuetos mensajes que le dejaba a través de Sagrario si llamaba a la oficina o de Rebeca o Esther si conseguía que alguna vez alguien le cogiera el teléfono de casa. El mensaje, interrumpido una y otra vez por el tintineo de las fichas al caer, solía ser: «Estamos bien, la casa es bonita, dile que volveré a llamar».

—¿Por qué habría de estar nerviosa? —repitió.

Pero lo estaba. ¿Qué planes tenía Samuel? ¿Y cuál era el estado de su relación? ¿Seguían siendo una pareja o se habían convertido en uno de esos matrimonios rotos que para salvar las formas se dejaban ver juntos en algunas festividades? ¿Qué había de cierto en sus sospechas acerca de las infidelidades de Samuel? Y si realmente había algo, ¿se trataba de una relación aceptada y oficial? Se imaginaba a Sagrario y a Rebeca y a Esther sofocando una risita justo después de colgar el teléfono… ¿Qué comentarios harían sobre lo anómalo de su situación? ¿Y harían esos comentarios en presencia del propio Samuel y contando con su complicidad? ¿Qué se diría de ella en Melilla? Si Mercedes supiera las respuestas a estas preguntas, también sabría qué actitud adoptar. Lo peor era la incertidumbre, que la mantenía a la expectativa de no se sabía qué y a la larga la debilitaba. Ella, que nunca se había considerado una mujer débil, sentía que en un momento decisivo como aquél empezaban a fallarle las fuerzas.

Varios hombres salieron al andén. Una ráfaga de aire gélido invadió el local.

—Parece que ya llega —dijo Miriam.

—Espera, espera a que se pare del todo —dijo Mercedes, cruzando los brazos sobre el pecho.

Miriam se levantó y desempañó el cristal de la ventana con el extremo de la manga.

—¡Allí está! ¡Ya lo veo!

Acudieron entonces a su encuentro. Samuel, parado en mitad del andén al lado de su maleta, se subía las solapas del abrigo, procurando que el viento no le arrancara el sombrero de la cabeza. Miriam le abrazó.

—¿Cómo puede hacer tanto frío en esta tierra? —gruñó él—. ¡Lo que me faltaba después de un viaje así! ¡Salí de casa ayer por la mañana y mirad cuándo llego!

Su mal humor tranquilizó a Mercedes, porque era algo así como un indicio de normalidad. Se besaron en la mejilla.

—Habrás podido echar alguna cabezadita… —dijo ella.

Cogieron un taxi. Desde allí hasta el chalet la distancia no era excesiva. Samuel, de todos modos, tampoco prestaba demasiada atención al trayecto. Miriam dio las últimas indicaciones al taxista. Justo antes de llegar, agarró la mano de su padre y exclamó:

—Ya está todo más o menos en orden. ¡Te va a encantar!

Fue ella la que se ocupó de enseñarle las habitaciones. Primero el salón y el comedor con la mesa ya dispuesta para la cena, luego la cocina y el baño grande, después los dormitorios, el otro baño, el cuarto en el que pondrían el despacho de Samuel. Éste, sin terminar de quitarse el abrigo, la seguía en silencio por la casa y asentía muy levemente a los entusiastas comentarios: por las mañanas entraba una luz preciosa, ¿se había fijado en el papel de las paredes?, ¡y qué gusto que la calefacción funcionara tan bien…! Mercedes se había quedado en el escalón del salón, junto a la maleta de Samuel, que volvió, echó un vistazo a la cómoda y dijo:

—Los muebles de siempre los cambias de sitio y ya no parecen los mismos.

Luego, como si tal cosa, añadió:

—¿Yo dónde voy a dormir?

Era la pregunta clave, la que debía determinar si su situación se había modificado o no. Mercedes no contestó. La pausa amenazaba con hacerse interminable, y la responsabilidad acabó recayendo sobre Miriam, que, aturullada, exclamó:

—¡Qué pregunta! ¿Pues dónde vas a dormir?

—Ah —dijo Samuel nada más, y agarró la maleta y se dirigió al dormitorio más grande, el de la cama de matrimonio, el de Mercedes.

Las cosas, por tanto, seguían más o menos como siempre. Samuel se dio un baño y se puso ropa limpia. Luego se asomó a la cocina, inspiró con fuerza e intentó sonreír.

—Cardo con piñones —dijo Mercedes—. Te hice una vez, ¿te acuerdas?

—Y de segundo, cabrito —dijo Miriam—. No te quejarás.

Le indicaron por gestos que fuera a sentarse. Samuel, por hacer algo, sacó la bandeja de los polvorones. Para saber cómo se habían asignado los sitios se fijó en los servilleteros: su silla era la que miraba a la cristalera.

—Ya ni me acordaba de esta vajilla —comentó—. Es la de la boda, ¿no?

—¡Vamos allá! —oyó decir a las otras dos.

La cena resultó algo desangelada, con Miriam hablando de gente que había conocido en las últimas semanas y sus padres contribuyendo más bien poco a la conversación. A Samuel se le escapaba de vez en cuando la mirada hacia la radio, apagada. Lo más cariñoso que en todo ese rato le dijo Mercedes fue:

—Te sienta bien el traje. ¿Es de tergal?

Dejaron la mesa sin recoger y pasaron al salón para intercambiarse los regalos. Los de Samuel eran bastante más pobretones que los de Navidades anteriores: unas partituras elegidas al azar y unos guantes para Miriam, un marquito de plata y un monedero para Mercedes. Ellas, por su parte, siempre regalaban ropa: corbatas, pijamas, chaquetas tejidas a mano. Cuando ya no tenían nada que darse ni que decirse, Miriam abrió la tapa del piano y cantó un villancico. Sus padres sofocaron algún bostezo y al final la premiaron con unos aplausos. Miriam, como agotada por el esfuerzo, se retiró a su habitación. A solas por primera vez, Mercedes y Samuel se removieron incómodos en el sofá.

—Ha llegado una carta del notario con no sé qué que hay que pagar… —dijo Mercedes.

La conversación no fue más allá porque no parecía el momento más oportuno para hablar de dinero.

—¿Qué hay del piso de la Malagueta? ¿Tú crees que Meneses encontrará comprador?

Samuel se encogió de hombros. Tampoco era el momento.

—¿Pongo la radio?

—Pon, pon… —dijo ella, que inmediatamente, para suavizar el reproche implícito, añadió—: Pero que sea música, por favor.

Escucharon un poco de música clásica y Mercedes se levantó:

—Me estoy cayendo de sueño.

—Buenas noches —dijo Samuel, que luego esperó pacientemente a que se apagara la luz del dormitorio, se cambió en el cuarto de baño grande y se acostó también.

Los días siguientes fueron más relajados. Hacía muchos años que Samuel no había estado en la ciudad, y su mujer y su hija le llevaron a ver monumentos (que en realidad ellas tampoco habían visitado). Por la tarde se metían en algún cine de Independencia. Después merendaban chocolate con churros en alguna de las cafeterías del centro, y Miriam siempre se encontraba con amigas. Daba la sensación de que todo el mundo iba a los mismos sitios, porque a varias de esas amigas se las encontraban también cuando iban de compras. Pero lo que se dice comprar, compraban poco. Sin dar tiempo a que Samuel se quejara de los desorbitados precios de la Península, devolvían el género a su sitio y hacían gestos inequívocos de «¡demasiado caro, no nos lo podemos permitir!». Algunas veces, en ausencia de Samuel, la madre y la hija se habían preguntado si sería verdad que la empresa estaba pasando por dificultades. Eso era lo que él había dado a entender en Málaga delante del empleado de las mudanzas. ¿Había algo de cierto o formaba parte de algún tipo de chantaje sentimental? Por si acaso, preferían no preguntar. En algún momento, Mercedes llegó a pensar que eran más los temas de los que no podían hablar que los temas de los que sí. Por ejemplo, ¿hasta qué día tenía previsto quedarse? Que ella recordara, Samuel nunca había mencionado para cuándo tenía los billetes de vuelta a Melilla. A Mercedes le parecía que lo decente era que el marido estuviera donde tenía que estar: con su mujer y su hija. Y aunque estaba claro que Samuel no había ido a Zaragoza para instalarse, se comportaba como si esa posibilidad ni siquiera se le hubiera pasado por la cabeza. Que en esos cuatro meses no hubieran ido a visitar ciertos monumentos o a ver esta o aquella película de éxito podía interpretarse como que habían estado aguardando a que él llegara para hacerlo todos juntos. De esa simulación de unión familiar la figura de Sara había quedado definitivamente excluida, y ya nadie la mencionaba ni parecía echarla de menos.

La fecha de regreso a Melilla la averiguaron cuando fueron al Sagrado Corazón a visitar a Teresa, que fue quien en el momento mismo de los saludos le preguntó hasta cuándo iba a quedarse. En realidad, lo que le preguntó no fue «¿hasta cuánto te quedas?» sino «¿cuándo te vas?». Samuel, que había captado la intención de la pregunta, se hizo sin embargo el ofendido y replicó con un:

—¡Pero bueno! ¿Ya quieres que me vaya?

—Yo sólo… —se excusó la monja, confundida, y él se echó a reír y dijo:

—El día 4 por la tarde, el sábado. Con suerte, el lunes estaré en Melilla.

Teresa se dirigió a Miriam:

—¿Les has enseñado el aula de música?

El aula de música era un cuartito del sótano con una docena de sillas y una estantería para las flautas y las panderetas. Miriam se sentía orgullosa de su trabajo, pero no trataba de engañar a nadie. Ya sabía que la habían contratado más para entretener a las pequeñas que para descubrir entre ellas a futuras estrellas de la canción.

—Ya veis que ni siquiera tenemos piano —dijo—. Algunas tardes me las llevo al coro de la iglesia y tocamos el órgano.

—Qué lujo, ¿no? —dijo Teresa—. Mucho mejor un órgano, un órgano auténtico, antiguo, que el pianito ese que tenéis en casa. —Se volvió hacia Samuel—. ¡Qué bonito el chalet! ¿Verdad? Aunque ese jardín está desaprovechado… Cuando vivas aquí, tendrás que hacer algo. ¿Ya sabes cuándo vendrás? ¿Qué es eso tan importante que te retiene en Melilla?

—El trabajo, Tere —dijo Mercedes—. ¿Qué va a ser?

El atolondramiento de su hermana simplificaba las cosas. Con ella delante, resultaba más fácil hablar. Miriam agarró una pandereta y marcó un ritmo cualquiera. Teresa se arrancó a cantar con voz chillona:

—«Clavelitos, clavelitos, clavelitos de mi corazón. Hoy te traigo clavelitos colorados igual que un fresón…».

Miriam no podía parar de reír.

—¡Tú te crees que nací monja! —protestó su tía, que luego contraatacó con gesto pícaro—: ¿Ya saben tus padres lo popular que eres entre tus amistades?

La ambigüedad del sustantivo era deliberada, y Miriam se sonrojó. Mercedes escrutó su rostro: ¿tenía ya algún pretendiente y no había comentado nada? La joven dejó la pandereta en su sitio y se encaminó hacia la escalera, que estaba a oscuras porque se había fundido la única bombilla. Mientras subían, para cambiar de tema, preguntó también ella cuándo iría su padre a Zaragoza para quedarse. Samuel, como siempre, aludió vagamente a los muchos asuntos pendientes.

—¿Qué clase de asuntos? —preguntó Teresa.

—Pues eso. Asuntos.

—¿Asuntos y ya está?

—Asuntos. Negocios. ¿Cómo quieres que te lo explique?

No daba la impresión de que la insistencia de su cuñada le molestara. Mercedes, callada, no perdía ripio. Su marido se detuvo en el descansillo y dijo algo que nadie supo muy bien cómo interpretar:

—Tú, Tere, que eres monja, tal vez hayas oído hablar de los treinta y seis hombres justos… En la tradición religiosa hebrea se les conoce como los Tzadikim Nistarim. Son treinta y seis, ni uno más ni uno menos. No se conocen entre ellos, y algunos ni siquiera saben que lo son. Puede ser que alguno de ellos hasta tenga fama de malvado. Pero son esos hombres los que, haciendo secretamente el bien, soportan el mundo. Sin ellos, sencillamente, la justicia habría desaparecido hace mucho tiempo de la faz de la tierra.

—No sé dónde quieres ir a parar… —dijo Teresa.

—¿Te imaginas que fuera yo uno de esos treinta y seis?

A Mercedes le habría gustado que hubiera más luz para verle los ojos. ¿Desde cuándo era su marido tan enigmático y tan profundo? Siguieron subiendo. Teresa soltó una risita. Dijo:

—La faz de la tierra… A veces me parece que hablas como los judíos antiguos. Los de las películas. Los de Los diez mandamientos o La túnica sagrada.

—¿En La túnica sagrada salen judíos? —se oyó decir a Miriam en la penumbra.

Llegó el día del regreso. Como si tuviera prisas por marcharse, Samuel tenía el equipaje preparado desde primera hora de la mañana. Miriam se acercó a comprar pan al restaurante de la carretera. Le preparó dos bocadillos de sardinas para el viaje. Para que no se manchara, los envolvió con abundante papel de periódico y los metió junto a unas servilletas en una bolsa de plástico. Sonó el timbre de fuera. Se miraron los tres interrogativamente. Miriam se asomó a la ventana de la cocina, desde la que se veían de refilón la puerta y parte del seto.

—Es una mujer —dijo—. Pero es tan bajita que sólo se le ve el pelo.

—Me había olvidado —dijo Mercedes—. ¿Abres tú?

Ya entonces tenía Felisa cara de ratón. Llevaba los zapatos gastados y sucios de polvo, y la ropa oscura la hacía parecer mayor. De camino hacia el comedor, donde Mercedes y Samuel la estaban esperando, iba mirándolo todo sin ningún recato. Al ver la maleta en una esquina, preguntó:

—¿Se van de viaje?

—Buenos días —contestó Mercedes, dando a entender que no era de su incumbencia.

Samuel hizo un vago gesto de salutación y se levantó para ir al sofá. Cuando Felisa no podía verle, frunció el ceño como sugiriendo algo acerca de su aspecto o de su higiene. Mercedes la hizo sentar en la silla de Miriam, que desapareció en el interior de la casa.

—Me había avisado mi hermana. ¿Tiene referencias?

—¿Referencias?

—¿En qué casas ha trabajado antes?

—Pues en la mía. En el pueblo.

—Sabrá cocinar…

—¡Cómo no voy a saber!

Su rústica franqueza rayaba en grosería. Fingiéndose enfrascado en la lectura del periódico, Samuel seguía la conversación entre divertido y escéptico. Cada vez que la mujer soltaba una de sus ásperas respuestas, se las arreglaba para pasar ruidosamente las páginas.

—¿Y qué más sabe?

—¿Qué más hay que saber?

—¿Sabe leer y escribir?

—Y las cuatro reglas.

—¿Cuántos años tiene?

—Treinta y ocho. Los suficientes, digo yo.

Esta vez no hubo ruido de páginas. Mercedes miró a su marido justo en el instante en que hacía el odioso tic de los morritos.

—Hábleme de su vida —suspiró.

—¿Qué quiere que le cuente?

—No sé. Lo que quiera.

—Pero dígame qué.

Ahora Samuel soltó un bufido. Realmente tenía razón: no valía la pena seguir perdiendo el tiempo. Deseosa de dar aquello por acabado, buscó papel y lápiz para anotar su dirección o su número de teléfono o… Sin llegar a concluir la frase, hizo una última pregunta:

—¿No sabrá conducir?

—¿Conducir? Desde que era niña.

Mercedes no pudo ocultar su sorpresa. La otra se sintió obligada a dar explicaciones:

—En el pueblo quedan pocos hombres, y los que quedan no valen para nada. Cuando vienen los señoritos a las monterías, ¿quién se cree que lleva la camioneta?

Samuel apartó el periódico y le hizo un signo de advertencia, como diciendo: «¡Ni se te ocurra!». Mercedes dulcificó el gesto y dijo:

—Me ha dicho que se llamaba…

—Felisa.

—Muy bien, Felisa. Venga conmigo, que le voy a enseñar su cuarto.

De todos modos, como no tenían coche, tampoco servía de mucho que supiera conducir. Para ir al centro seguían utilizando el autobús. La parada estaba junto al desvío que llevaba a la Base Aérea, lo que quería decir que, una vez que salían a la carretera de Logroño y lograban cruzar al otro lado, aún tenían que caminar unos trescientos metros. El primer día que las acompañó, Felisa se negó a recorrer esa distancia.

—¿Para qué ir hasta allá lejos si puede parar aquí? —dijo, plantándose en el arcén.

—Pero es que aquí no hay parada —dijo Miriam.

—Habrá parada si para, digo yo.

—Eso no es lógico, Felisa.

—¿Es más lógico que tengamos que andar, pudiendo ir en autobús?

La mujer puso los brazos en jarras y se volvió hacia la caravana de vehículos que entraban en la ciudad. Mercedes, condescendiente, movió la cabeza. Dijo:

—Como perdamos éste, el siguiente no pasa hasta dentro de una hora.

—¿Pero quién dice que lo vamos a perder?

—No estás en el pueblo, Felisa. Aquí las cosas no funcionan así.

La otra la miró con displicencia y soltó un bufido:

—¡Las cosas!

Mercedes y Miriam se encogieron de hombros y echaron a andar hacia la parada, que no era más que un cartel con los horarios medio borrados clavado en un poste del tendido eléctrico. Desde allí, debido a una leve curva en el trazado, no alcanzaba a verse el punto en el que habían dejado a Felisa. Miriam se echó a reír:

—¡Cuánto le falta por aprender!

Cuando por fin vieron aparecer el autobús, reconocieron de inmediato la figura de la mujer, de pie junto al conductor. Subieron, muy dignas, y Mercedes sacó su monedero para pagar los tres billetes. Luego, sin decir nada, se desperdigaron en busca de asientos libres. La gente fue subiendo y bajando en las siguientes paradas. En la de la iglesia del Portillo el autobús quedó medio vacío, y Mercedes y Miriam se cambiaron a la última fila. Felisa se les unió poco después. Se mantuvieron en silencio durante gran parte del trayecto. En General Franco, a la altura de Escolapios, el autobús se detuvo para dejar pasar unos carros cargados de hortalizas que iban camino del mercado. Mercedes y Miriam, sin inmutarse, oyeron a Felisa murmurar:

—¡Ni que esto fuera Nueva York!

Durante un tiempo, era habitual que fueran y vinieran las tres juntas. Una tarde, Miriam les dijo que no hacía falta que acudieran a recogerla al colegio porque tenía un compromiso.

—¿Qué compromiso? —preguntó su madre.

—Un compromiso.

—Si quieres, pasamos más tarde o te esperamos en algún sitio…

Mercedes se acordó entonces de la última temporada en Melilla y de la irritante sonrisita de su hija. Se fue con Felisa a dar un paseo y, cuando llegó la hora, le dijo que volviera ella sola en el autobús y que ya se verían luego en casa. Felisa adivinó sus intenciones y se puso seria:

—Eso no está bien, señora.

—¿Qué sabrás tú lo que está bien y lo que no?

Un rato después estaban las dos espiando la salida del Sagrado Corazón desde la otra acera de General Mola. Los árboles del bulevar, al mismo tiempo que las ocultaban, les dificultaban la visión. Entre la gente que esperaba a las niñas había varios hombres. Felisa preguntó cuál de ésos sería el palomo, y a Mercedes le hizo gracia la expresión. Los grupitos se fueron dispersando. Vieron a Miriam estrechar la mano de un hombre y cruzar con él el paseo de las Damas. Caminaban despacio, como si no supieran muy bien adónde ir. Las dos mujeres echaron a andar detrás de ellos. A la altura de la plaza de Aragón estaban ya lo bastante cerca para que Felisa dictaminara:

—Nada del otro mundo. Bajito y culón. Le rozan los muslos al andar. La chica merece algo mejor.

Mercedes no dijo nada. Agarró a la otra por el codo y dejaron que la pareja se alejara.

No es que Mercedes disfrutara especialmente con la compañía de Felisa, tan brusca y tan huraña, pero mejor eso que pasear a solas. Aprovechaban las tardes para hacer recados. El problema era que tampoco tenían tantos recados que hacer. Con frecuencia, sólo para pasar el rato, se paraban ante una tienda de automóviles del paseo de Pamplona y miraban el reluciente Seat 600 que tenían en exposición. Entonces era todavía un modelo recentísimo y, como no se fabricaban demasiadas unidades, los compradores tenían que apuntarse en una lista de espera. A Mercedes le encantaba aquel coche. Felisa, en cambio, lo consideraba demasiado pequeño: a ella lo que le gustaba era conducir camionetas.

—¡A ver cómo convenzo yo al rancio de mi marido! —seguía diciendo Mercedes sin escucharla.

Sus paseos fueron abarcando zonas cada vez más amplias de la ciudad. Al principio, visitaban sólo las tiendas de coches cercanas al centro. Después se acostumbraron a mirar los anuncios por palabras del Heraldo de Aragón, y eso las llevó a talleres de los barrios de Torrero y Las Fuentes que comerciaban con vehículos de ocasión. Allí los modelos eran más antiguos y bastante más asequibles. Para Mercedes, que cada dos o tres semanas recibía de Samuel una magra asignación por giro postal, esos coches seguían estando fuera de su alcance, pero no tanto. Por lo menos, no tanto como el bonito 600 del paseo de Pamplona. Si éste formaba parte de sus fantasías, aquéllos (anticuados, a menudo con abolladuras o directamente cascados) pertenecían al mundo de lo real.

—¡Ése de ahí! ¡Ése sí que es un señor coche! —exclamó Felisa.

Señalaba un Seat 1400 que estaba aparcado a la puerta de un taller, justo delante del Canal Imperial. Era un Seat 1400 negro, de los primeros, de los de formas redondeadas. Tendría unos cinco años, y enganchado al limpiaparabrisas del conductor había un letrero escrito a mano que decía: SEMINUEVO. Tenía matrícula de Madrid. Como las ventanillas estaban abiertas, se asomaron las dos a escudriñar su interior. Mercedes se fijó en el tapizado marrón de los asientos, Felisa en el indicador de velocidad. Del taller llegaba el sonido acompasado de unos mazos golpeando chapa. Era un taller de carrocería, y cada golpe venía acompañado de otro similar pero más flojo, como un eco. Luego dejaron de oírse los golpes fuertes y ya sólo se oía el eco.

—¡Mírenlo cuanto quieran! ¡Es igualito que los coches americanos! —gritó el chapista, acercándose.

A su espalda, el aprendiz seguía trabajando con el mazo. El hombre levantó la tapa del motor y mostró el maletero. Felisa agarró el letrero del limpiaparabrisas.

—¿Qué quiere decir? —dijo.

—Pues eso. Seminuevo.

—¿Pero es nuevo o no? Porque, si es de segunda mano, ya no es nuevo. Las cosas o son nuevas o no lo son. Y los coches también, digo yo.

—Cuando decimos que es seminuevo, queremos decir que es de segunda mano pero no exactamente viejo.

—O sea que es viejo, porque ya me ha dicho usted que nuevo no es. O se está vivo o se está muerto, pero no sabemos de nadie que esté semivivo o semimuerto, ¿no?

El hombre se volvió hacia el aprendiz:

—¡Marcelino, las llaves! ¡Lleva a estas señoras a dar una vuelta!

Los mazazos se interrumpieron, y la voz de Mercedes sonó firme y clara:

—No hace falta que conduzca el chico. Ella sabe.

Como el del taller no se fiaba, se metió también él en el coche. Felisa introdujo la llave en el contacto y pisó con decisión el acelerador. Salieron a la avenida de América, dejaron a mano izquierda la cárcel y llegaron hasta las cuestas del cementerio.

—Aquí damos la vuelta —ordenó el hombre.

—Tendré que probar si corre —protestó Felisa, señalando la carretera.

—He dicho que aquí damos la vuelta.

—¿Qué le parece mi choferesa? —dijo Mercedes desde el asiento trasero—. Conduce bien, ¿eh?

Desde que Samuel había vuelto a frecuentar la tefilá, ocupaba siempre el mismo sitio: en la tercera fila, cerca del pasillo derecho, sólo detrás de los miembros más notables de la comunidad, todos con su kipá y su talit, todos hojeando con expresión piadosa sus libros de meldar. Eran los sillones de pago, y en el respaldo tenían una plaquita con el nombre. A partir de la quinta o sexta fila no había sillones sino bancos corridos, al igual que en la galería superior, reservada a las mujeres. Samuel se volvió hacia su izquierda e intercambió una sonrisa con Moisés Eliachar, que acababa de llegar de visita con su familia. Hacía cuatro años que no se veían. Cuando el oficio religioso concluyó, varios de aquellos hombres se reunieron en el vestíbulo, y Samuel corrió a abrazar a su amigo. La conversación se centró enseguida en su nueva vida en Israel, que seguía con las celebraciones de sus primeros diez años de existencia.

—Las cosas mejoran más deprisa de lo que esperábamos —decía Moisés—. Sé de buena tinta que los artículos de primera necesidad van a dejar de estar controlados por el Estado. Pensad que hasta hace dos días, como quien dice, estábamos en guerra…

Todos se felicitaban por las buenas noticias que llegaban de Israel. Mordecai, convertido ya en un melillense más, se unió al grupo y preguntó por Haifa, donde había vivido unos meses a comienzos de la década. Resultó que tenían amigos comunes, y Moisés le informó de las novedades de unos y otros. A Samuel no le extrañó la familiaridad con que Moisés trataba a Mordecai, al que acababa de conocer. No había duda de que sabía muy bien quién era y por qué estaba en Melilla. Y si sabía quién era Mordecai, también sabría por qué Samuel permanecía en Melilla y no había seguido a su familia hasta Zaragoza… Lo de su participación en el rescate de los judíos de Marruecos era, al menos entre los círculos más influyentes de la comunidad, un secreto a voces. Que nadie hablara abiertamente del asunto delante de él no hacía sino confirmarlo. ¿En qué momento lo había empezado a sospechar? Seguramente, el día en que Moisés Carciente cruzó la Avenida para saludarle e interesarse por su trabajo en la oficina de consignaciones. El presidente del consejo comunal no cruzaba la calle para saludar a nadie. Eran los demás los que cruzaban para saludarle a él.

Moisés Eliachar interrumpió su conversación con Mordecai y se volvió hacia él:

—Ya sé que estás a punto de salir para la Península, pero a ver cuándo te animas y nos haces una visita…

—¿Me prometes que me llevarás a un kibutz y me dejarás recoger un par de toneladas de naranjas?

Los presentes celebraron con risas su ocurrencia. Eso era lo que había cambiado. Desde que había recuperado la buena reputación, las risas eran de verdad risas, y no simples evasivas dictadas por el cálculo y la desconfianza. Ahora que todos le sabían un buen judío, sus sarcasmos se interpretaban como un rasgo de prudencia y sensibilidad. ¿Qué mejor que seguir jugando al judío mundano y asimilado para proteger el secreto de su misión en Marruecos? Carciente se abrió paso hasta él, le agarró las manos y le envió una mirada afectuosa a través de los gruesos cristales de sus gafas.

—No puede ser que no conozcas Israel. Es nuestra tierra. Es tu tierra —dijo, y Samuel pensó que esas palabras, que un par de años atrás habría interpretado como un reproche, ahora sonaban como una invitación.

Todos sabían que el domingo partía para Zaragoza. Isaac Chocrón se acercó a despedirse.

—¿Cuándo estarás de vuelta? —dijo—. Ya sabes que aquí somos muchos los que te estamos esperando…

Hablaban todos como con dobles sentidos, dando a entender que conocían su secreto y que éste no correría peligro por su culpa. Samuel echó un vistazo al callejoncito de la entrada, donde Rebeca y Esther esperaban pacientemente a que concluyeran las despedidas. Por supuesto, ellas habían estado desde el principio al tanto de muchos detalles de la operación. ¿Habría sido alguna de ellas la que se había ido de la lengua? Pero tampoco había motivos de alarma. El pueblo judío estaba acostumbrado a guardar secretos.

Mordecai le alcanzó cuando iba al encuentro con sus hermanas.

—Ya está todo arreglado con los titís —dijo nada más, y regresó con el grupo.

Era otra de sus claves privadas. Cada vez había más judíos que intentaban salir de Marruecos y, con el apoyo de Francia y el Reino Unido, el Estado de Israel estaba abriendo nuevas vías de escape. Las limitadas remesas que accedían a Málaga a través de Melilla se habían revelado insuficientes, y se estaba estudiando la opción de fletar barcos enteros con destino a Gibraltar. Para acoger a todos esos refugiados, sus contactos gibraltareños se habían comprometido a habilitar un antiguo campamento militar. A esos contactos Samuel y Mordecai los llamaban «titís», como los monos típicos del Peñón.

—Vamos —dijo Samuel, guardándose la kipá en el bolsillo, y sus hermanas le siguieron por la calle López Moreno.

A comienzos del verano, Rebeca y Esther se habían instalado en el piso de General O’Donnell. Tenía toda la lógica del mundo. Ante el previsible trasiego de evacuados a diferentes horas del día y de la noche, Samuel se había deshecho de Rachida buscándole otra casa en la que servir. Contratar a una nueva fatma estaba descartado, así que Rebeca y Esther se habían hecho cargo de la organización doméstica sin necesidad de que su hermano se lo pidiera. Al principio, le dedicaban una o dos horas al día, y sólo pasaban más tiempo en el piso si había que atender a algún grupo de judíos en tránsito hacia Málaga. A medida que esos tránsitos se hacían más frecuentes, las estancias se prolongaban, y en un momento dado las cosas cayeron por su propio peso: ¿para qué irse a dormir a su casa, teniendo habitaciones libres?

La convivencia con sus hermanas había devuelto a la vida de Samuel algunas de las tradiciones de su infancia. Por ejemplo, la clásica comida de Shabat, la adafina, que no todas las mujeres preparaban con tanto esmero como Rebeca y Esther. Daba gusto ver cómo la servían: las patatas, el arroz y las rodajas de carne en fuentes distintas, los garbanzos y el caldo juntos en la misma sopera. Samuel no sabía cómo sería la adafina en otras casas, pero a él aquélla le encantaba: la textura de la carne caramelizada, el penetrante aroma del caldo, el color oscuro de las patatas le retrotraían a los viernes de su niñez, cuando su madre, en la pequeña casa de la calle Alta, se pasaba horas cocinando la adafina, que luego mantenía a fuego lento hasta el sábado. También era cierto que no todas las semanas le apetecía comer lo mismo. Samuel habría podido exigir que algún Shabat le sorprendieran con un plato diferente, pero eso las habría obligado a cocinar por partida doble. Y por otro lado, ¿cómo negarse a compartir la adafina sin herir sus sentimientos? Al final, lo más práctico era contemporizar.

Había empezado contemporizando con lo de los cangrejos, y no se arrepentía. Una tarde había llegado a casa con unos cangrejos de río que le habían regalado en el puerto, y Esther los había agradecido con una sonrisa y se los había llevado a la cocina. Samuel ya casi ni se acordaba de que el único pescado que los buenos judíos podían comer era el pescado con escamas. Pasados unos días, cayó en la cuenta de que nunca habían llegado a servirle esos cangrejos, pero prefirió no protestar. Jamás supo qué había sido de los cangrejos.

Sus hermanas no buscaban imponerle nada. Se limitaban a hacer su vida como si siguieran viviendo en su propio piso, y a él le resultaba más cómodo adaptarse a la nueva situación que esperar de ellas que se adaptaran a la anterior. Pero eso no implicaba por su parte ningún reencuentro con la fe. El mismo hecho de que ahora, antes de cada comida, fuera él el encargado de bendecir el vino y el pan y los frutos de la tierra no debía interpretarse como un indicio de religiosidad. Para él era sólo una cuestión de respeto a la tradición: si alguien tenía que recitar las fórmulas de bendición (y estaba claro que, tratándose de Rebeca y Esther, iba a ser así), lo lógico era que fuera él, que era el hombre de la casa, ¿no? Lo mismo podía decirse de Mimona, la última noche de Pesaj, en la que la tradición prescribía que el cabeza de familia entregara un dátil untado en miel a cada uno de sus deudos. Si no entregaba él los dátiles a sus dos hermanas, ¿quién lo iba a hacer? ¿El vecino? Ni siquiera la recuperada frecuentación de la tefilá tenía para él tanto un sentido religioso como social: ¿cuántas de aquellas personas acudían, como él, a la sinagoga sólo para ver y dejarse ver, para no perder el contacto con los demás, para seguir sintiéndose parte de la comunidad?

La prueba de que Samuel no había cambiado estaba en las mezuzás, esas cajitas alargadas que atesoraban trozos de pergamino con versículos de la Torá. En las casas judías solía haber una mezuzá junto a la entrada y algunas más repartidas por las puertas de las habitaciones, y los creyentes posaban sus dedos encima cuando querían encomendarse a Dios o hacerle alguna petición. El día en que Samuel, entre otras pertenencias que Rebeca había traído de su casa, descubrió una de esas mezuzás, se limitó a comentar:

—No me parece mal que la pongas en tu habitación…

Y así quedó claro que no iba a consentir ninguna mezuzá fuera de sus dormitorios, que en realidad para él seguían siendo los dormitorios de Miriam y Sara.

El domingo, a punto ya de salir hacia el puerto, se despidió de sus hermanas, que le abrazaron y le desearon buen viaje. Cuando ya se iba, se volvió un momento a mirarlas y las descubrió tocando precisamente la mezuzá y susurrando una oración con los ojos cerrados. A su manera sencilla y antigua, eran buenas mujeres.

Viajó a Málaga en el buque correo, y de allí fue en tren a Madrid, y de Madrid nuevamente en tren hasta Zaragoza. Miriam le recibió en el andén y le acompañó a la calle, donde Mercedes y Felisa estaban esperando junto al Seat 1400 con el maletero abierto. Le hicieron sentar al lado de Felisa. No era la primera vez que iba en el coche, y siempre prestaba atención a la manera de conducir de Felisa. Lo hacía ésta con cierta brusquedad, anunciándose con un bocinazo en las curvas, sacando la mano por la ventanilla en los adelantamientos, esquivando los baches con inesperados golpes de volante. Samuel se volvió y buscó a su hija con la mirada.

—Pareces preocupada… —dijo.

Miriam negó con la cabeza y sonrió. Al día siguiente tenía la petición de mano, y la que de verdad parecía preocupada era Mercedes, quien, tras muchas vacilaciones, había decidido que el acto tendría lugar durante una comida en el restaurante del Gran Hotel. Sus explicaciones sonaban a excusa: que si en la casa todo estaba aún manga por hombro (no era cierto), que si todavía no les habían instalado el teléfono (¿y eso qué importaba?), que si ya habría tiempo de invitar a los consuegros al chalet… La comunicación entre Mercedes y Samuel seguía siendo complicada. Ponían tanto empeño en esquivar los posibles motivos de conflicto que casi no les quedaban temas de conversación. Samuel, incluso, ignoraba cómo se las había arreglado su mujer para financiar la compra del coche. Sabía que había empeñado o vendido algunos objetos valiosos, pero no sabía a ciencia cierta ni cuántos ni cuáles. Preguntarlo estaba descartado. La tarde en que se le ocurrió señalar la ausencia del reloj de pared, su mujer había reaccionado como una tigresa herida:

—¡Sí!, ¡y tampoco está el Unceta, el Unceta dedicado a mi abuelo! —había exclamado, dando a entender que cualquier otro sacrificio resultaba insignificante al lado de ése.

A veces, en los ratos muertos, Samuel se descubría a sí mismo tratando de hacer un inventario mental de cosas que faltaban y cosas que no. La plata de la cómoda: ¿estaba toda o no?, ¿y seguro que las piezas que no estaban no se habían quedado en el piso de Melilla o en el de Málaga? Y todos esos sospechosos huecos en la vitrina…: ¿a qué correspondían? En realidad, no tenía nada en contra de la compra del Seat. Más bien al contrario. Lo que no estaba eran cosas de las que apenas se acordaba y lo que sí estaba era el Seat, que hacía más cómodas sus estancias en Zaragoza. Para él el error (aunque se guardaba mucho de manifestarlo) no había sido comprar ese coche sino comprar esa casa.

Debido a los charcos y a los pájaros de la urbanización, el coche estaba casi siempre sucio de barro y cagadas. El día de la petición de mano de Miriam, Felisa se pasó dos horas limpiándolo concienzudamente. Luego, por adornarlo un poco, colocó unos lazos blancos en el espejo retrovisor y los tiradores de las puertas. Samuel, ya arreglado para la comida, salió a mirar. Golpeteó con el índice el paquete de Camel hasta que asomó un cigarrillo, y no pudo evitar exclamar:

—¡Cómo brilla! ¡Parece nuevo!

A partir de ese momento, todo fue mal. Salieron a la carretera y llegaron a la avenida de Madrid. En el primer ceda el paso les paró un guardia. Felisa mostró la documentación del coche pero no el carnet de conducir.

—No tengo —dijo, simplemente.

—¿Cómo que no tienes? —dijo Mercedes, incorporándose en el asiento trasero.

—No tengo.

—¿No dijiste que sabías conducir? —rugió Samuel.

—Saber, sé. Lo que no tengo es carnet.

—¡Válgame Dios! —dijo Miriam.

—En el pueblo nunca ha hecho falta —se justificó Felisa, tan tranquila.

Se llevaron todos las manos a la cabeza. El guardia ordenó a Felisa que aparcara. Luego les hizo salir y echó un vistazo a su ropa de fiesta: a la americana cruzada y el panamá nuevo de Samuel, al conjunto de organza y tul de rayón de Mercedes, al vestido de gasa con escote palabra de honor de Miriam. El inclemente sol de septiembre proyectaba sus sombras sobre la acera de la avenida y, así vestidos, la curiosidad de los transeúntes les hacía sentir doblemente ridículos. El guardia redactaba con lentitud la denuncia. Entre una cosa y otra, ya era la hora de la comida.

—¡Qué mala impresión se van a llevar los palomos! —se lamentó Mercedes.

—¿Los palomos? —preguntó Miriam, suspicaz.

—Ay, hija, es una forma de hablar…

—¿Pero cómo que los palomos? ¿Por qué los has llamado así?

En cuanto el guardia concluyó, Samuel mandó a Felisa de vuelta a casa y echó a andar. Su mujer y su hija, ambas con zapatos de tacón alto, le seguían en fila india y rezongando. Si Samuel se volvía de vez en cuando, no era para esperarlas sino para ver si por casualidad pasaba algún taxi libre.

No pasó ninguno. Llegaron al Gran Hotel con un humor de perros y más de media hora de retraso. Teresa y la familia de Ramiro llevaban todo ese tiempo esperando en uno de los salones, y parecían habérseles acabado los temas de conversación.

—¡Menos mal! ¡Ya creíamos que os había pasado algo! —exclamó la monja.

La petición de mano resultó bastante desastrosa. El padre y las hermanas de Ramiro, los tres con unos mofletes idénticos, hablaban poco. En cambio, la madre y la abuela, en su afán por ensalzar las virtudes del joven, se interrumpían la una a la otra en el uso de la palabra. «Un chico muy listo y trabajador», decía la madre. «Tiene un puesto estupendo en la caja de ahorros», decía la abuela. «Lo suyo no son las cartillas y todo eso», decía la madre. «¡Lo suyo son las inversiones!», decía la abuela. Parecían tratantes intentando subir el precio del género. Pero no había precio que subir porque el arreglo estaba ya hecho, y eso a Samuel se le antojaba aún más irritante: ¿qué pretendían esas dos cacatúas?, ¿dejar bien claro que en esa transacción eran ellas las que salían perdiendo? Se concentró en su trucha. Separó la piel, apartó unas cuantas espinas, le echó un chorrito de limón.

—¿Y la chica? —oyó preguntar a la vieja.

Mercedes pensó que le correspondía contestar a él y no dijo nada. Samuel, a su vez, esperaba que fuera ella la que hablara. Pasados esos segundos de incertidumbre, todo lo que Mercedes acertó a decir fue:

—Sabe cantar…

Samuel acudió en auxilio de su mujer:

—Y tocar el piano.

Hubo una pausa, y Miriam les miró desolada: ¿eso era ella?, ¿una chica sin ningún oído para la música que sabía cantar y tocar el piano?, ¿tanto pensar para eso? Menos mal que intervino Ramiro para decir:

—Y es buena y es hermosa y es delicada y es dulce…

Miriam entornó los ojos con modestia y le cogió de la mano. Samuel y Mercedes intercambiaron una mirada de reproche. Concluyó Ramiro:

—No hay en todo el planeta nadie mejor para ser la madre de mis hijos.

La conversación tomó otros derroteros. Las dos mujeres hablaron de varios miembros de la familia que en el pasado habían gozado de cierta posición social. Mercedes se sentía más cómoda en ese terreno, y contó algunas anécdotas que la tradición familiar de los Campillo atribuía a su abuelo Federico. En un momento dado, la madre de Ramiro se dirigió a Samuel para interesarse por su origen.

—Melilla —contestó él.

—Sí, pero ¿antes de eso? No puede haber apellidos de Melilla.

—El mío lo es. Caro. Un apellido de Melilla. Un apellido judío de Melilla.

La mujer, creyendo que bromeaba, soltó una risita. Pero Samuel no estaba para bromas.

—¿Los judíos no tenemos derecho a un apellido? —dijo, y Mercedes se sintió obligada a terciar:

—Ella no ha querido decir eso…

—Ha dicho lo que ha dicho: que no puede haber apellidos de Melilla.

—¡Samuel, por favor!

Nadie de la otra familia supo qué decir, y Teresa se apresuró a desviar la conversación. Samuel buscó con los ojos a Miriam pero ella se las arregló para esquivar su mirada. Su enfado no iba dirigido tanto hacia esa gente como hacia ella, a la que tácitamente responsabilizaba de haber querido borrar esa parte de su pasado. ¿No había tenido, en esos seis meses de noviazgo, una sola ocasión de comentárselo a Ramiro? ¿No había hecho la menor alusión a esa circunstancia en sus confidencias de enamorados, en las que lo normal es ansiar averiguarlo todo sobre el otro? Por lo que a él respectaba, Miriam y Ramiro se podían casar por el rito católico o por el esquimal o por el zulú. Eso a él ni le iba ni le venía y, desde luego, jamás se le ocurriría meter a un rabino de por medio. Pero una cosa bien distinta era que su hija tratara de ocultar su origen. ¿Se avergonzaba de él y de su sangre judía?

El vino fue poco a poco haciendo su efecto y, cuando llegó el carrito de los postres, el ambiente era mucho más relajado. Se hacían inofensivas bromas sobre la parejita, se recordaban travesuras de infancia, se formulaban deseos de salud y felicidad. Alguien volvió al tema de los hijos: ¿cuántos querían tener?, ¿preferían que el primero fuera niño o niña?, ¿cómo lo llamarían? Samuel, medio en broma, medio en serio, y también algo bebido, dijo:

—Si es niño, Samuel, ¿no? Como su abuelo.

Miriam y Ramiro, cogidos de la mano, no parecían muy convencidos.

—Nosotros habíamos pensado ponerle Jorge —dijo él—. O Ignacio. Y si es niña…

—¿Jorge? ¿Como Jorge Sepúlveda, el de Mirando al mar?

Todos sonrieron. Acompañándose de un leve contoneo, Teresa canturreó:

—«Mirando al mar, soñé que estabas junto a mí. Mirando al mar, yo no sé qué sentí que de ti me enamoré…».

—Yo también soy moderno. Ahora los niños no tienen por qué cargar con el nombre del abuelo —proclamó Samuel—. Pero Jorge, Ignacio…, qué nombres tan sosos. ¿Qué tal León? ¿O Moisés?

Mercedes y Miriam, que intuían por dónde iba, se pusieron serias. Los demás seguían sonriendo.

—Moisés es un nombre hermoso, sonoro, apropiado para alguien que está llamado a hacer grandes cosas. Moisés de Miguel Caro. Suena bien, ¿no? El doctor Moisés de Miguel Caro, el ingeniero Moisés de Miguel Caro… Pero si no os gusta, pues nada. ¿Qué tal Isaac? ¡El notario don Isaac de Miguel Caro! O Saúl. ¿Y Daniel? ¿Qué os parece Daniel? ¡Desde luego, mucho más bonito que Jorge o Ignacio!

Ahora todos sabían de qué iba aquello, y nadie decía nada. Se oyó algún carraspeo. Samuel hizo un gesto histriónico de sorpresa y prosiguió:

—¿Qué os pasa que no os gusta ninguno de esos nombres? ¿Qué es lo que no os gusta de ellos?

—Daniel no está mal… —acabó admitiendo Ramiro, y Miriam le dio la razón:

—Sí, Daniel está bien.

—¡Claro que está bien! —Samuel asintió vigorosamente con la cabeza, y luego, dando el asunto por zanjado, añadió—: Bueno, ¿dónde está ese anillo de pedida? Hemos venido aquí para algo.

Las despedidas fueron breves y precipitadas, y diez minutos después cada familia se fue por su lado. El lunes por la tarde, una grúa acudió a la avenida de Madrid y remolcó el Seat 1400, que quedó arrumbado bajo unas mantas viejas en el jardín del chalet.

Desde que solicitaron la instalación del teléfono hasta que finalmente la consiguieron, pasaron nada menos que catorce meses, y eso a pesar de que a lo largo de todo ese tiempo Mercedes y Miriam se presentaban con frecuencia en las oficinas de la compañía para mostrar interés y tratar de acelerar las cosas. Las atendía siempre uno de los empleados de más edad, un hombrecito con cara de pájaro al que todos llamaban don Fermín. Éste parecía haberles cogido cariño: las hacía pasar antes que a otros, les preguntaba por la salud y la familia y, con un guiño amistoso, les susurraba que su solicitud había sido incorporada a la carpeta de lo que él llamaba los expedientes especiales. Mercedes y Miriam no sabían lo que quería decir eso pero lo interpretaban como una buena señal, y salían de allí con la sensación de que esa vez sí, esa vez seguro que les ponían el teléfono… Un domingo se pasaron la tarde copiando todos los números de parientes y allegados en una agenda obsequio de una casa de seguros. Otro día, como alguien les había comentado que a partir del tercer minuto el coste de la llamada se disparaba, compraron un reloj de arena en el que las ampollas de vidrio tardaban exactamente ese tiempo en vaciarse. Y otro día encontraron en una ebanistería la mesita ideal para el reloj de arena, la agenda y el teléfono, y la pusieron en el hueco dejado meses atrás por el reloj de pared (aquélla fue para Mercedes la manera de indicar a Samuel que ese reloj y el Unceta y todo lo demás no habían sido empeñados sino vendidos). Pero todos esos preparativos sólo servían para que la larga espera se les hiciera aún más fatigosa. Un año y pico después de solicitar la instalación, lo tenían todo menos el teléfono, y esa esquina del salón recordaba una triste hornacina de la que hubieran robado la talla del santo.

Desanimadas, madre e hija se pasaron otra vez por las oficinas de la compañía. Don Fermín las reconoció con una sonrisita y luego se las arregló para colarlas. Antes de que el empleado tuviera tiempo de interesarse por su salud, Miriam se encendió un cigarrillo y dijo:

—Mire, don Fermín, la verdad es que estamos hartas. Sé lo que me va usted a decir. Que ya falta poco. Que tengamos sólo un poquito más de paciencia. Que estamos en la carpeta de los expedientes esos… ¿Qué es lo que tenemos que hacer? ¿Ofrecerle una gratificación bajo mano? ¿Es eso lo que lleva todos estos meses sugiriéndonos?

A don Fermín pareció darle un sofoco: ¡pero por favor…!, ¿cómo habían podido ellas creer…? Miriam, implacable, contestó que ella ni creía ni dejaba de creer: se limitaba a constatar lo mal que funcionaban las cosas en España. La discusión se prolongó durante varios minutos en esos mismos términos, y Mercedes asistió a ella en completo silencio. Aquél fue el momento en el que Miriam, con veintiocho años bien cumplidos, se le apareció por primera vez como una persona hecha: una persona adulta, responsable, capaz de resistir las asperezas de la vida. También, para su disgusto, como una persona liberada de su influencia y su tutela. Mercedes, que tal vez tendría que estar satisfecha u orgullosa, experimentó en cambio una punzada de lástima por sí misma. Abolido ese resto de autoridad, se sentía más vieja y más inútil que antes.

—Déjalo ya, hija —intervino finalmente—. Estoy segura de que don Fermín es muy consciente de nuestra contrariedad.

¿Eran los planes de boda lo que había operado ese cambio en su hija? También podía ser que sólo fuera el paso del tiempo. A Mercedes le daba la impresión de que el tiempo había empezado a pasar muy deprisa. Los fines de semana, cuando veía a Miriam quedarse traspuesta en el sofá, la miraba con melancolía. ¡Cuántas tardes la había visto así y qué pocas le quedaban ya! Lo peor de todo era que, aunque con Miriam las cosas estaban saliendo tal como ella quería y no tenía ningún motivo de queja o reproche, eso no sólo no la hacía feliz sino que la sumía en una tristeza insuperable.

Oyó el sonido de unos tacones y dio un respingo.

—¿También hoy vas a salir? —protestó.

—Es domingo, señora. —Felisa sacudió en el aire su pañuelo de flores antes de ponérselo en la cabeza—. Digo yo que los domingos podré hacer lo que quiera.

—Como habíamos hablado de empapelar el despacho…

Delante del espejo, Felisa terminaba de ajustarse el pañuelo. Luego se puso unas gafas de sol.

—¿Y esas gafas?

—Me las ha dejado la señorita Miriam.

—¡Pero si está nublado!

—Bueno, me voy.

Mercedes fue hasta la ventana de la cocina y la vio cruzar el jardín. Tenía que reconocer que con la ropa de su hija parecía hasta distinguida. Sólo sus andares demasiado rígidos la delataban. No estaba acostumbrada a los zapatos de tacón, y cada varios pasos, como si temiera tropezar, arqueaba un poco las piernas para afirmarse mejor en el suelo. Al llegar a la verja, se volvió hacia la casa y dijo adiós con la mano. Mercedes resopló.

Era la época del novio cerrajero. Mercedes no sabía ni cómo ni cuándo se habían conocido, y fingía no tener el menor interés en averiguarlo. Por algún motivo, la irritaba la complicidad que se había establecido entre Felisa y Miriam. Quizás el hecho de tener aquélla un pretendiente y estar ésta a punto de casarse las hacía sentirse más cercanas la una a la otra, y había algo en su trato que la excluía. Y eso de que su hija le prestara ropa le resultaba cuando menos desconcertante…: ¡qué sensación tan extraña ver a Felisa paseándose por la ciudad disfrazada con las faldas y las rebecas de Miriam! Luego estaba el asunto de la edad. Felisa era sólo once años mayor que Miriam pero, a juicio de Mercedes, mediaba un abismo entre ellas: su hija estaba en edad de casarse, y Felisa no. Se guardaba mucho de criticarla abiertamente, pero en sus conversaciones se le escapaban con frecuencia comentarios del tipo:

—¿De qué habláis cuando estás a solas con tu novio? ¿Habláis de amor? ¿Os llamáis «pichoncito mío» y esas cosas? ¿Y no os sentís un poco ridículos, a vuestra edad? Eso se hace cuando se tienen veinte años.

Felisa nunca replicaba. Era Miriam la que a veces, con un gesto o un bufido, exigía a su madre un poco de consideración. Empezó a hacerlo cuando Mercedes se acostumbró a llamar palomo al cerrajero. ¿De dónde habría sacado esa palabra? Nunca se la había oído decir, y ahora resultaba que para ella todos eran palomos: el novio de Felisa, Ramiro, la familia de Ramiro… «¡Ay, hija!, ¡ni que fuera un insulto tan grave!», se defendía Mercedes, y Miriam decía: «Tal como tú lo pronuncias, sí».

Quién sabe si debido a las presiones de Miriam o simplemente porque ya les correspondía, una mañana apareció un operario para instalar el teléfono. Fue ésa la única vez que Felisa replicó a las insinuaciones de Mercedes. Era un jueves del mes de marzo, y Samuel tenía previsto llegar dos días después. Mercedes, excitada, indicó al hombre la mesita con la agenda y el reloj de arena. El hombre se pasó un rato trayendo cosas del motocarro y calculando los metros de cable que serían necesarios. Ese año estaba de moda la canción Volare. El hombre, de unos cuarenta años, grandote, con cara de buena persona, no se sabía la letra, y se limitaba a repetir una y otra vez: «Vooolare, u-u, caaantare, u-u-u-u, vooolare, u-u, caaantare, u-u-u-u…». Dijo Mercedes:

—Felisa, ve a ayudarle.

—No creo que haga falta.

—Pues no vayas. Pero ofrécele algo. Un zumo, un café, lo que sea.

La criada salió a tender las sábanas en la parte de atrás. Luego llegó con el cubo vacío y se agachó a enjugar un reguero de agua que había dejado al pasar. Miriam, arreglada para salir, se asomó a la cocina, donde Felisa ponía ahora unas lentejas en remojo. El agua empezó a borbotear en la cafetera. El repiqueteo del martillo indicaba que el operario estaba todavía junto a la entrada. Felisa fue a llevarle el café. Cuando volvió, Miriam ya se había marchado y Mercedes se estaba sirviendo una taza pequeña.

—Qué hombre tan simpático, ¿verdad? —dijo, de buen humor—. Tendrías que buscarte uno así, uno que valga la pena…

Fue entonces cuando Felisa dijo:

—¿Quién es usted para dar consejos?

Mercedes interpretó que le estaba echando en cara sus fracasos familiares. Ofendida, dejó la taza en el fregadero y se encerró en su habitación. Tenía que despedirla. Tenía que despedir a Felisa ese mismo día. Si lo dejaba para más adelante, no sabía si tendría el valor suficiente. Ni siquiera lo consultaría con Miriam o con Teresa. Esperaría a que se fuera el del teléfono y le diría: «Recoge tus cosas y márchate, ya no necesito tus servicios». Se miró un instante en el espejo del tocador. Se imaginó a sí misma unos años después: una vieja huraña a la que ni siquiera aguantaría la criada… Si la idea de acabar quedándose sola la intimidaba, la de acabar viviendo con una mujer como Felisa le parecía horrenda.

—«Vooolare, u-u…» —seguía oyéndose a través de la pared.

No salió del dormitorio hasta que definitivamente cesaron los martillazos. En el salón, Felisa repasaba los rodapiés con la punta de la escoba. El hombre, con la postura de quien está ejercitando los bíceps, utilizaba su propio brazo para enrollar el cable sobrante. Mercedes descolgó el teléfono y pegó el oído al auricular. Después abrió la agenda por la M de Melilla, dio la vuelta al reloj de arena y encajó el dedo índice en el disco. La operadora le puso con la oficina.

—¿Sagrario? ¿Me oyes? ¿Me oyes bien, Sagrario?

Por algún motivo, se sentía obligada a hablar en voz muy alta, cosa que no le ocurría cuando llamaba desde el teléfono de fichas de la gasolinera. Así, a gritos, le dictó el número de teléfono y le preguntó si Samuel había embarcado en el buque correo. Cuando colgó, el operario estaba todavía rellenando impresos. Terminaron con los trámites y Felisa le acompañó a la salida. Mercedes pensó que ése era el momento de hablar con ella e intentó recordar alguna de esas fórmulas que poco antes le habían parecido sencillas e inapelables. Pero no llegó a decir nada, porque justo en ese instante sonó el timbre del teléfono. Su primera reacción fue de desconcierto: ¿qué ruido era ése? La segunda fue de incredulidad: ¿cómo podía ser que estuvieran llamando si nadie más que Sagrario conocía el número?

—Diga —dijo, y luego—: ¿Yaacob? ¿Yaacob Benzaquén?

Aunque sólo oía las respuestas entrecortadas de Mercedes, Felisa no tuvo problemas para deducir lo principal: el rabino Benzaquén estaba tratando de localizar a Samuel para decirle que Aarón Cohén, el peluquero con el que Sara se había fugado, había sido visto en la sinagoga de Barcelona… La conversación acabó y Mercedes se dejó caer en el sofá. Estaba como paralizada.

—Sarita… —dijo y, como hablando para sí, añadió—: ¿Cuánto tiempo ha pasado? Cuatro años. Cuatro años y dos meses.

Aturdida y llorosa, ni siquiera sabría decir en qué momento sacó Felisa su maleta de cartón y empezó a meter prendas de vestir.

—¿Se puede saber qué estás haciendo?

—No pensará estarse así toda la tarde… Le acaban de dar una pista para localizar a su hija, y no se le ocurre otra cosa que quedarse ahí como un pasmarote. ¿Dónde tiene el neceser? ¿Le pongo alguna colonia especial? He metido también un cepillo…

Mercedes miraba a Felisa sin comprender. Felisa iba y venía y no paraba de hablar:

—Tendría que estar contenta. La vida le está ofreciendo la oportunidad de corregir algo que hizo mal. Si no sale ahora mismo en busca de su hija, no se lo perdonará jamás. Y nunca volverá a dormir tranquila. Supongo que no es eso lo que quiere. Cada minuto que pasa es un minuto más que acabará echándose en cara. Pero dúchese, si quiere. Nos espera un largo viaje.

Felisa se sentó encima de la maleta para aplastarla. Al ver que la otra, atónita, seguía sin reaccionar, se impacientó:

—¡Si las cosas le salen mal, a lo mejor es porque también usted ha hecho algo mal! ¿O es que su idea de la felicidad consiste en expulsar de su vida a la gente a la que quiere? Una hija se le escapó de casa, con su marido casi no se habla desde aquella famosa comida… ¡Y usted, venga a lamentarse, como si no tuviera la culpa de nada! La culpa siempre es de los demás, nunca suya, ¿verdad? Piénselo, señora. Mire a ver qué es lo que hizo para que las cosas salieran como salieron. Y si hizo algo mal, tendrá que corregirlo, digo yo. Si no logró evitar que su hija se marchara, tendrá que luchar por recuperarla.

Mercedes, más débil que nunca, estaba a punto de echarse a llorar. Felisa, acuclillada, pasaba las correas por las trabillas. Luego se levantó y salió al jardín. Mercedes, desde el sofá, la vio sacudir y plegar las mantas que cubrían el Seat 1400. Cuando la criada entró buscando un sitio donde dejarlas, le dijo:

—Guarda esa maleta y coge una de las mías. Una de las buenas. Ésa es una birria.

Era ya noche cerrada, y a esas horas por la nacional sólo circulaban camiones. La sierra de los Monegros, a la izquierda, apenas si se distinguía del negro cielo. Con gesto desabrido, Mercedes mantenía la mirada fija en la zona de la carretera iluminada por los faros. Soplaba bastante viento. Cuando se cruzaban con un camión, Felisa agarraba el volante con ambas manos. Si durante un rato no se cruzaban con ninguno, canturreaba el estribillo de siempre: «Vooolare, u-u, caaantare, u-u-u-u…».

—Si no te la sabes, no cantes.

—Qué quiere. Se me ha pegado la cancioncilla.

Al cabo de unos kilómetros, intentó iniciar una conversación:

—Tendrían que inventar un teléfono que funcionara dentro del coche. ¿Se imagina ir hablando y conduciendo a la vez? Pero, claro, eso es imposible. ¡Menudo lío de cables por la carretera! Estarían todo el rato enredándose.

—¿Te quieres callar?

No volvieron a abrir la boca hasta que entraron en Fraga.

—Digo yo que algo tendríamos que cenar.

Como Mercedes no dijo nada, siguieron camino de Lérida.

—¿Y si nos para la policía y me pide el permiso de conducir? ¡Estaría bueno! Las dos aquí, a estas horas, sin tener dónde meternos…

—Para allí.

—¿Qué?

—Que pares junto a aquel cartel.

—¿El que tiene forma de cocinero?

Estaban ya a la entrada de Lérida. Era el clásico restaurante de camioneros, con manteles de hule y chorizos colgados detrás de la barra. El camarero les sugirió los caracoles a la llauna, y Felisa, al ver una foto con decenas de caracoles apretados sobre una plancha de hierro, no pudo evitar echarse a reír. Mercedes, algo más relajada, no se lo recriminó. Acabada la cena, volvieron al coche, y ya no la hacía callar si tarareaba algo o hacía algún comentario insulso. Subieron las cuestas de La Panadella y las del Bruc pegadas a un camión que no alcanzaba ni los treinta kilómetros por hora. Pararon en la primera gasolinera con la intención de echar una cabezadita, pero no se despertaron hasta que ya era de día. A pocos metros del coche, una señal decía: BARCELONA 50 KMS.

—¡Barcelona! —exclamó Felisa, desperezándose.

Llegaron a la ciudad y, después de mucho preguntar, consiguieron dar con la sinagoga, que estaba en la calle Porvenir. Era ésta una calle discreta y poco transitada, y entre dos elegantes villas con jardín estaba el edificio, una casa blanca de cuatro pisos y cierto aire neoclásico construida pocos años atrás. No había ningún rótulo o placa que la identificara como sede de la Comunidad Israelita. Llamaron varias veces al timbre pero nadie salió a abrir.

—¿Seguro que es aquí? —dijo Felisa.

Mercedes señaló el enrejado de las ventanas, en el que podían distinguirse motivos hebraicos como la menorá y la estrella de David.

—Yo me la imaginaba más… —Felisa se paró a pensar—. No sé. Más como una mezquita o una pagoda o algo así.

—¡Una pagoda! —Mercedes soltó una risita—. ¿Qué día es hoy?

—Trece.

—De la semana.

—Viernes.

—Vámonos.

Bajaron con el coche por Muntaner y cogieron una habitación en la primera pensión que encontraron. Después salieron a dar una vuelta. Felisa, que nunca antes había estado en una ciudad tan grande, lo miraba todo con curiosidad y entusiasmo. El lujo de los escaparates del paseo de Gracia la tenía hipnotizada. Mercedes le hablaba de sus estancias en París:

—Todo esto es muy bonito, pero donde estén los Champs-Élysées…

Recorrieron luego las Ramblas, parándose ante todos los puestos de flores y pájaros. Se asomaron al puerto y Felisa se santiguó, extasiada.

—No me digas que es la primera vez que ves el mar —dijo Mercedes.

—¡Qué grande es! Por mucho que te digan, nunca eres capaz de imaginártelo. Lástima no tener una cámara.

—Te compro una postal.

—No sería el mismo mar. Es como si, en vez de la foto de mis sobrinos, llevara en mi cartera la de los sobrinos de otra.

Visitaron también Santa María del Mar y la catedral y comieron algo en cualquier sitio antes de volver a la pensión a descansar. A Mercedes le resultó extraño tener que compartir habitación con alguien que no era de la familia. Era la primera vez que lo hacía desde hacía más de cuarenta años, desde el internado. Cuando vio a Felisa coger su toalla y salir en busca del baño, dijo:

—No tardes mucho. Tenemos que estar en la sinagoga antes de la puesta de sol. Es cuando empieza el Shabat.

—Para esta gente el domingo es el sábado y empieza el viernes por la tarde. Usted me perdonará, pero no hay quien los entienda.

Acudieron a la calle Porvenir, y ya estaba llegando gente. Mercedes tenía previsto entrar y preguntar por el rabino, pero no llegó a hacerlo porque un joven delgado y de grandes ojos oscuros fue a su encuentro. Era Aarón Cohén, que le dijo:

—Buenas tardes, doña Mercedes.

Las primeras dos semanas después de dejar Melilla las habían pasado en Torremolinos, en el Miami, uno de los modernos hoteles que Sara había visto desde el Fiat del Niño Quiñones. Era un hotel grande y bonito, muy andaluz, con las paredes blancas, puertas en forma de arco y tejadillos de tejas rojas. Aarón y Sara eran guapos y jóvenes y estaban enamorados, y la cantidad en metálico de la que disponían por el traspaso de la peluquería se les antojaba inagotable. ¿Qué más podían pedir? Durante esas dos semanas se dedicaron sólo a quererse y ser felices: paseaban por la playa cogidos de la mano, almorzaban pescadito frito en las terrazas, por la noche visitaban los salones de baile. La posibilidad de que un conocido (¿el propio Quiñones?) apareciera por allí era remota y, a pesar de todo, Sara sentía un leve escalofrío cada vez que se cruzaban con un policía o una pareja de la guardia civil. La felicidad parecía condenada a estar siempre amenazada y en peligro.

Pasadas esas dos semanas, viajaron a Madrid, donde un amigo de Aarón le había prometido un empleo, y se instalaron en una lúgubre pensión de la calle del Príncipe. El amigo, que había trabajado de fogonero en el ferrocarril que unía el poblado minero de Uixan con Melilla, no le defraudó, y a los pocos días fue aceptado a prueba en el elegante salón-peluquería del hotel Florida, en la plaza de Callao. El trato afable y la destreza con la navaja y las tijeras le confirmaron en el puesto, y Sara y él abandonaron la pensión para mudarse a un bonito piso de tres habitaciones en la calle Viriato. La propietaria, al enseñárselo, les había sugerido cuál de los dormitorios podía ser el de los niños y cuál el de las niñas. Al igual que esa mujer, todos aquellos con los que tenían algún trato los consideraban una pareja de recién casados, y con frecuencia rayaban en indiscreción las alusiones a esos niños que ya no podían tardar en llegar. Sara, encantada con su papel de joven ama de casa, bajaba la mirada y sonreía con modestia.

El problema era que no estaban viviendo la vida real sino una suerte de ficción. Se presentaban como marido y mujer, se comportaban como marido y mujer, se consideraban marido y mujer. Pero no eran marido y mujer, y para casarse, como para cualquier otro trámite legal, Sara necesitaba la autorización paterna. Ese detalle, que antes de la fuga les había parecido intrascendente, fue poco a poco modificando el sentido de su existencia. Sí, tenían tiempo de sobra para empezar a pensar en regularizar su situación o en tener niños, y podían seguir viviendo indefinidamente tal como entonces vivían, pero mientras tanto tenían la sensación de encontrarse en un estado de provisionalidad, como actores que una y otra vez ensayan su función a la espera del gran momento, el momento del estreno. ¿Les llegaría también a ellos su momento?

De todos modos, dejarse llevar por la melancolía era un desperdicio, al menos en una ciudad como Madrid. Sara, más guapa que nunca, acudía a la puerta del Florida a esperar a Aarón, y todas las tardes daban un paseo hasta el Retiro o se metían en uno de los cines de la Gran Vía o se acercaban al barrio de Salamanca a curiosear en los escaparates. En cuanto llegó el buen tiempo, se acostumbraron a sentarse en alguna de las terrazas de la Castellana a tomar una horchata o una leche merengada. Eran lujos menores, lujos que en aquel Madrid sudoroso y hambriento cualquiera podía permitirse. O eso al menos pensaba Sara, que jamás se preguntó hasta dónde alcanzaba el sueldo de un peluquero. Cuando llevaban poco más de un año en la ciudad, se acabaron de golpe los ahorros de Aarón, y con ellos los cines de la Gran Vía y las horchatas y las leches merengadas. La única solución para sus maltrechas finanzas pasaba por aceptar algún huésped en el piso de la calle Viriato. El primero fue un catalán que llevaba una representación de cosméticos. Era limpio, discreto y puntual en el pago, y lo único que a Sara le disgustaba de él era que careciera de horarios fijos: podía presentarse en el piso a cualquier hora de la mañana o de la tarde, lo que la obligaba a vestir siempre con decoro y a tener la casa arreglada en todo momento. Sacrificada así su intimidad, fue ella misma la que propuso a Aarón alquilar también el otro dormitorio: ya puestos, ¿qué más daba uno que dos? Además del viajante catalán, durante los meses siguientes pasaron por el piso una maestra de León, un opositor a notarías, un practicante, un pastelero mallorquín y la viuda de un músico de la banda municipal. Cuando estaban a solas, Aarón, compungido, aseguraba a Sara que se trataba de una situación temporal, y ella le acariciaba la barbilla en silencio. Para entonces se había vuelto habitual que se encerrara por las noches a llorar en el cuarto de baño, el único lugar de la casa en el que podía gozar de auténtica soledad.

Un día de la primavera de 1957, Aarón le anunció que dejaban Madrid: un compañero de trabajo que acababa de heredar un local en Barcelona le había ofrecido montar una peluquería a medias. No lo había dudado ni un segundo. La vida que él quería para Sara era muy distinta de la que hasta entonces había podido darle, y estaba convencido de que con un cambio de ciudad las cosas mejorarían. Empaquetaron sus escasas pertenencias y se plantaron en Barcelona, donde el socio, que se llamaba Eusebio Baños, les había buscado alojamiento en un entresuelo de la calle Calabria. La alegría volvió de golpe a sus vidas. Los preparativos les tuvieron ocupados durante un par de meses, y la propia Sara colaboró haciéndoles batas de verano e invierno y bordándoles las iniciales en el bolsillo. Para ponerle nombre a la peluquería combinaron sílabas de sus nombres hasta dar con el acrónimo Barón, que les pareció sonoro y distinguido: Salón de Caballeros Barón. Por desgracia, en esa misma zona, en la calle Sepúlveda cerca de la plaza de España, había ya bastantes barberías, y los comienzos no estuvieron a la altura de su optimismo. Pasados unos meses, surgieron los primeros roces entre los socios. Eusebio se quejaba con frecuencia de la renta que podía haberle sacado al local, y Aarón se lo tomaba como un reproche personal. Cuando llegaba a casa, estaba cansado e irritable. Sara volvió a llorar por las noches en el cuarto de baño. Ni siquiera se consolaba fantaseando con la idea de quedarse embarazada, porque tener hijos fuera del matrimonio estaba descartado. Le parecía que su vida había quedado atrapada en un callejón sin salida. ¿Qué podían hacer si las cosas no mejoraban? ¿Aceptar también huéspedes en el entresuelo de la calle Calabria? ¿Liarse la manta a la cabeza e intentarlo de nuevo en otra ciudad? Para colmo, había meses en que no le bajaba la regla, y Aarón elevaba la mirada al techo y suspiraba: «¡Sólo nos faltaría eso!». Esa irregularidad debía de ser síntoma de algún desarreglo mayor. Durante una época sufrió mareos e inapetencia. Después tuvo fiebre y dolores de cabeza. El médico no acertaba a descubrir el origen de sus males, y Sara se pasaba días enteros sin levantarse de la cama. Entonces supo lo que era la soledad. «En la enfermedad siempre estás sola», pensaba. «Si hace frío o calor, lo hace para todos, pero, si estás enferma, da lo mismo que tengas a alguien al lado, porque eres tú y sólo tú la que está enferma…».

La tirantez con Eusebio iba en aumento. Aarón tenía la sospecha de que quería expulsarle del negocio pero no encontraba el momento de decírselo y, cuando surgía la posibilidad de una discusión, acababa mordiéndose la lengua para no darle motivos. Eso había dado lugar a una enojosa desigualdad: mientras uno expresaba libremente sus opiniones, quejas y protestas, el otro callaba. Desde la cama, tiritando de fiebre, veía Sara a Aarón escribir largas cartas y meterlas luego en unos sobres apaisados con unos ribetes rojos, blancos y azules que recordaban los paneles exteriores de El Nuevo Fígaro. ¡Qué lejos quedaban aquellos tiempos en que, en alguna cafetería de la calle General Margallo, hacían planes para escapar de Melilla y vivir para siempre como dos enamorados! Un día, Aarón le dijo que acababa de tener noticias de un buen amigo que vivía en Venezuela y que ésa podía ser la solución a todos sus problemas. «¿Venezuela?», dijo Sara con la expresión de quien por primera vez escucha pronunciar esa palabra. Aarón le explicó que hacía años que los judíos estaban abandonando Marruecos con destino a Israel, Estados Unidos, Canadá, Venezuela… «¿Venezuela?», volvió a decir Sara. Aarón siguió mandando y recibiendo cartas. Venezuela, gracias al petróleo, era el país de las oportunidades. Todos los conocidos que habían emigrado se habían abierto rápidamente camino en la vida. Y todos parecían dispuestos a ayudarles. Aarón calculaba que, vendiendo a Eusebio su parte del negocio, les llegaría para los pasajes y los primeros gastos. A partir de ahí, la vida volvía a ofrecérseles con todo su esplendor… Sara le escuchaba hablar y no acababa de creer lo que oía. ¿Se había olvidado Aarón de cuál era su situación? ¡Pero si ni siquiera tenía pasaporte! «Sólo tenemos que hablar con tus padres», dijo él. Ella se enfadó. No podía ir a casa de sus padres a mendigar nada: le faltaba valor y le sobraba orgullo. Aarón dijo: «De acuerdo. No irás. Que vengan ellos, si quieren. ¿Serías tan mala hija como para no recibirles si llegaran a venir?».

Desde su llegada a Barcelona, casi no se había dejado ver por la sinagoga. A partir de entonces, la frecuentó un poco más. Un día esperó a que saliera el rabino, le siguió hasta la calle Laforja y le abordó. Le expuso su caso y humildemente le pidió consejo. El rabino llegó exactamente a la conclusión a la que él quería que llegara, y un viernes a la caída del sol se produjo el encuentro. Sólo un detalle no se ajustó a sus previsiones: el que tenía que estar era el padre de Sara, y no la madre acompañada de una desconocida.

—Buenas tardes, doña Mercedes.

Por un momento pareció que la mujer fuera a soltarle un bofetón. Aarón hizo un movimiento ambiguo, como si no se decidiera a tenderle la mano.

—¿Dónde está mi hija?

—Déjeme que me presente primero…

Felisa, menudita y tosca como era, desprendía sin embargo una rara autoridad. Dijo:

—Sabe muy bien quién eres. Ha venido a llevarse a su hija. ¿Dónde está? Cuanto antes acabemos con esto, mejor para todos.

—¿Quién es usted? —dijo Aarón.

—Qué más da eso. Lo que importa es que tú raptaste a su hija y hemos venido a llevárnosla.

—¡Yo no rapté a nadie!

—¿Dónde está? ¿Tiene teléfono? Llámala y dile que vaya recogiendo sus cosas.

—¿Pero qué está usted diciendo?

La discusión era cada vez más tensa. Mercedes hizo callar a Felisa y dijo:

—Quiero verla. A solas.

La cita tuvo lugar en el vestíbulo de un hotel, el Avenida Palace. Mercedes estaba ya sentada cuando a través de la cristalera vio a Sara cruzar la Gran Vía. Se levantó, temblorosa, y la esperó de pie. Sara, en silencio, se dejó abrazar. Qué ajena le pareció a su madre. Sus manos, sus brazos, su cuerpo conservaban otro recuerdo de sus lejanos abrazos, y era como si no reconocieran la solidez de ese tronco o la angulosidad de esos miembros. Le habría gustado poder mantenerla apretada contra su pecho el tiempo que hubiera hecho falta para revivir las antiguas sensaciones.

—Hija mía, hijita mía… —dijo—. Tenía miedo de que no vinieras.

Salieron a dar un paseo. Mercedes pidió disculpas por el comportamiento de Felisa a la entrada de la sinagoga y le puso al corriente de las novedades: el breve paso por Málaga, la mudanza a Zaragoza, la compra del coche, la inminente boda de Miriam.

—Tu padre debe de estar ahora mismo en algún tren. No sabe que estoy aquí. Si no quieres, no le digo que te he visto.

—¿Para qué has venido?

—Para verte. Para saber cómo estás. Sólo quiero asegurarme de que estás bien y no necesitas nada.

—Pues ya lo ves. Estoy bien.

Se sentaron en un banco de la plaza de Cataluña. Mercedes sabía que era muy poco lo que tenía, pero bastante más que el día anterior. Y no quería perderlo. Se puso nerviosamente a contar anécdotas. Anécdotas de Felisa al volante del Seat 1400 y de Miriam con su novio y de Samuel enfadándose con los padres del novio de Miriam. Sara, tirante, no parecía dispuesta a corresponderle con historias de su vida con Aarón. En un momento dado, Mercedes intentó cogerle la mano y ella la apartó.

—¿Qué tengo que hacer para que me perdones? —dijo Mercedes, dolida—. ¿Tengo que arrodillarme y pedirte perdón? Si tengo que hacerlo, lo haré, pero dime por qué. ¿Qué es lo que hice mal? ¿En qué te fallé? ¿Qué es lo que tienes que reprocharme?

—No me puedo creer que te hayas olvidado…

Sara, que tantos esfuerzos había hecho por mostrarse entera, no aguantó más y se echó a llorar. Mercedes la estrechó contra su cuerpo para consolarla y descubrió con alivio que ésa sí empezaba a ser, por fin, su hija: eran su volumen, su tacto, su olor. ¡Qué alegría recuperar todas esas sensaciones tan queridas! Aprovechó para acariciarle el suave pelo castaño hasta que Sara, sobreponiéndose, se enjugó las lágrimas.

—Tenemos planes para irnos fuera de España y no podemos hacerlo sin la autorización de papá —dijo de corrido y como quitándose un peso de encima.

—¿Fuera de España? ¿Adónde?

—A Venezuela.

—¡A Venezuela! —exclamó Mercedes con horror.

Siguió un largo silencio. A Mercedes le había bastado con oír esa palabra para saber que, si su hija se marchaba tan lejos, la perdería para siempre, y Sara no necesitó insistir para comprender que lo de la autorización estaba descartado. Acabaron hablando de cualquier cosa. Sara miró su reloj y se levantó.

—Es tarde. Me tengo que ir.

—¿Necesitas algo? ¿Cómo vais de dinero? ¿Quieres que hable con tu padre?

—¿Crees que todo se puede arreglar con dinero?

Volvieron a la Gran Vía y se pararon en la esquina. Mercedes estaba a punto de llorar.

—No entiendo por qué estamos así. ¿Qué nos impide llevarnos bien, como cualquier madre y cualquier hija?

—Aarón es el hombre con el que quiero compartir mi vida. ¿Te recuerdo que me prohibiste verle y salir con él? ¿Te recuerdo que para vivir con él me tuve que escapar? Por tu culpa fui desdichada y por tu culpa no puedo ser feliz. Habla con papá, sí, pero para decirle que quiero casarme y largarme de aquí.

—¿A Venezuela?

—A Venezuela o adonde sea, a ti qué te importa.

Su rudeza dejó a Mercedes sin habla. Sara sacudió la cabeza, arrepentida.

—Ya no sé lo que digo. —Señaló con la mano en cualquier dirección—. Ahora sí. Me tengo que ir.

—¿Te puedo dar un beso?

Sara ofreció su mejilla. Su madre la abrazó con fuerza.

—Adiós, hija. Que sepas que te quiero como siempre te he querido.

—No empecemos con el chantaje de las lagrimitas, por favor…

Mercedes hizo un gesto de disculpa y trató de sonreír. Sara, impasible, se dio la vuelta y cruzó la calle.

—¿Qué tal estaba? —preguntó Samuel—. ¿Qué aspecto tenía? ¡No estaría enferma!

Estaban en el jardín, viendo cómo Felisa volvía a cubrir el coche con las mantas. Samuel había insistido en viajar inmediatamente a Barcelona, pero Mercedes le había disuadido: cada cosa a su tiempo.

—Me pareció… mal vestida —dijo—. Me pareció que la ropa que llevaba era vieja y fea.

—¡Con lo coqueta que ella era! ¿Te pidió dinero? ¿Se lo ofreciste tú?

Estuvo a punto de decirle que no todo se arreglaba con dinero, pero se contuvo. De Barcelona había regresado animada y optimista. Desde luego, el encuentro podía haber ido mejor, pero el simple hecho de que hubiera llegado a producirse le parecía muy buena señal. Si había habido un encuentro, podía haber otros y, de ser así, seguro que al cabo del tiempo las cosas acabarían arreglándose. Ahora Mercedes tenía algo que antes no tenía: una misión que cumplir. Necesitaba creer que podían volver a vivir como en ese pasado feliz en el que estaban todos juntos y, tal como su memoria se lo representaba, ningún problema serio se interponía entre ellos. ¿En cuántas fotos del álbum aparecían todos riendo, queriéndose, abrazándose como una familia normal? Eso no había desaparecido. Aunque formara parte del pasado, todo eso seguía existiendo en algún lugar y, por muchas cosas que ocurrieran, nada lo podría borrar.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo Samuel.

A Mercedes le bastó con mirar a su marido para comprender que, a pesar de todos los conflictos vividos, seguían teniendo mucho en común.

—Tú déjame a mí —dijo.

Esa misma noche escribió la primera carta. Era, de acuerdo con sus propias palabras, una carta dictada por una irreprimible necesidad de expresarse. Todos los sentimientos que el breve encuentro barcelonés había agitado en su interior exigían ser nombrados: ansiedad, miedo, dolor, culpa, vergüenza, alegría, nostalgia… Poniendo esas palabras por escrito, le parecía que todo resultaba más pequeño y manejable, como cuando el médico las visitaba de niñas y reducía su sufrimiento a un par de términos inofensivos: empacho, anginas, vegetaciones. ¿Había probado Sara alguna vez a hacer lo mismo? Quizá, si se decidiera a hacerlo, estaría más cerca de perdonarla. El rencor, ese rencor que Mercedes sabía que todavía su hija le guardaba, no era más que eso, una palabra de dos sílabas. Y, en definitiva, ¿por qué ese rencor? ¿Porque los pretendientes que había tenido en Melilla siempre le habían parecido poco para ella? ¿No les pasaba eso a todas las madres? ¿Y no era, bien mirado, un indicio de lo mucho que la quería y el alto concepto en que la tenía? Pero Mercedes no estaba intentando justificarse. Lo que buscaba al escribir esa carta era explicarse algo que le resultaba inexplicable. ¿Cómo podían una madre y una hija estar cuatro años sin hablarse? ¿Qué crimen horrible, qué traición infame tenía que ocurrir para romper una familia y separar a una madre de su hija? Ella estaba dispuesta a pedir perdón por cada uno de los malos gestos del pasado, por cada momento en que con palabras o con silencios había censurado su relación con Aarón y puesto trabas a su felicidad… ¿Le parecía a Sara que estaba siendo demasiado indulgente consigo misma? Si trataba de hacer memoria, le costaría encontrar agravios mucho mayores. Gestos de reconvención, sí. Palabras de advertencia, sí. Silencios reticentes, también. Pero nada más que eso, ¡y bien sabía Dios cuánto se arrepentía Mercedes de haber adoptado esa actitud! Si entonces hubiera tenido la menor sospecha del daño que le estaba infligiendo, habría hecho cualquier cosa con tal de ahorrárselo. El amor de las madres hacia sus hijos no era uno de esos lugares comunes de los malos novelistas. El amor de una madre era algo real, poderoso, subyugante. ¿Habría alguien en el mundo capaz de creer que una madre podía, a sabiendas, causar sufrimiento a una de sus criaturas? Eso habría atentado contra las leyes más elementales de la naturaleza y, desde luego, Sara, como su hermana Miriam, jamás podría decir que le había faltado el amor de su madre. ¿Que se había equivocado? ¿Que había cometido errores e injusticias? No tenía motivos para dudarlo. Pero ni los errores ni las injusticias se solucionaban con nuevos errores y nuevas injusticias, y a ella le parecía que prolongar por más tiempo esa separación era a la vez un gran error y una gran injusticia. Se lo había preguntado en Barcelona y se lo volvía a preguntar ahora: ¿qué tenía que hacer para que la perdonara?

Tras mucho reflexionar, concluyó la carta con un «Tu madre que te adora» y por la mañana mandó a Felisa a echarla al correo.

Como no estaba segura de que Sara fuera a responder, prefirió no dejar pasar ni un solo día antes de empezar a redactar la segunda carta. Era una manera de decirle: «Contestes o no contestes, no te librarás de mí, porque nada ni nadie conseguirá desanimarme». Era también una manera de hacer justicia. La suya no era la clásica correspondencia entre iguales, en la que uno debía esperar la respuesta del otro para volver a escribir. La suya era una correspondencia entre alguien que solicitaba algo y alguien a quien se reconocía la potestad de concederlo o no. En esa segunda carta, volvía Mercedes a lamentar sus errores del pasado e introducía un elemento nuevo: la posibilidad de que fuera Aarón la principal víctima de esa historia. En un cambio del singular al plural que inesperadamente incluía a Samuel, se preguntaba si era a Aarón al que habían juzgado de forma equivocada y al que tenían que pedir perdón. ¿Pero qué sabían de él en su momento, si ni siquiera le conocían? ¿Y qué motivos tenían entonces para considerarle el mejor marido posible para su queridísima hija? Regresaba Mercedes al singular para asegurar que cualquier hombre que Sara eligiera sería, por el simple hecho de haberlo elegido ella, el mejor de todos, el que atesoraba las mayores virtudes, el único que merecía su amor. Mercedes ni tenía ni había tenido nada contra Aarón: ni por su condición social ni, como muy bien podía imaginar, por su origen. ¡Esperaba que no le cupiera ninguna duda! ¿Cómo iba a tener nada contra alguien como Aarón ella, que se había casado con quien se había casado? Aquí volvía al plural para hablar de Samuel, que compartía con ella sus ansias e inquietudes. Aunque los negocios le retenían la mayor parte del tiempo en Melilla, la distancia no atenuaba su preocupación por la felicidad de su hija. Saber dónde estaba les había procurado no poco consuelo, porque era saber que estaba. Saber que no había desaparecido. Que al menos tenían derecho a imaginársela en una ciudad concreta, en una calle que tenía también un nombre concreto. ¿Se hacía una idea del dolor que su ausencia y, sobre todo, la falta de noticias suyas les habían causado? Durante un tiempo habían sido incapaces de mirarse a los ojos, y no pocas veces se habían descubierto detestándose el uno al otro, haciéndose mutuamente responsables de su desdicha. El corazón, Sara, era un órgano egoísta, que entendía sólo de sus propios sinsabores. ¡Cuántas veces, por buscar un alivio a nuestros dolores, tratábamos de traspasárselos a la persona que tuviéramos más cerca! Si Aarón era una víctima de esa historia, Samuel también lo era. ¡Cómo había cambiado en esos cinco años y, sin embargo, qué fácil sería que volviera a ser el de siempre, el padre afectuoso que la traía en brazos desde la playa de la Hípica, el que en Sierra Nevada le untaba con bálsamo los labios cortados, el que en las noches de fiebre la acunaba hasta que se quedaba dormida! Si Sara no creía que Mercedes tuviera por sí misma derecho al perdón, debía al menos pensar en lo mucho que ese perdón significaría para Samuel, su padre…

Después de esa segunda carta, hubo una tercera y una cuarta y una quinta, que en realidad eran como prolongaciones de las anteriores, porque Mercedes no hacía borradores ni guardaba copias de sus cartas y con frecuencia volvía a los mismos razonamientos y los mismos ruegos. Un día, por fin, llegó una carta de Sara. Era una carta extensa, meditada, en la que se replicaba a muchos de los argumentos de Mercedes. Ésta, según Sara, intentaba reducirlo todo a un simple malentendido. Pero no había habido tal. Si su madre no había llegado a conocer a Aarón, había sido porque no había querido. Porque en su mundo no había sitio para él y prefería pensar que no existía. Con el paso del tiempo, algunas heridas habían dejado de doler, pero en su momento el daño no había sido pequeño. ¡Qué sensación tan insoportable la de vivir como en una cárcel, siempre vigilada, siempre censurada! No decía Sara que su madre no la quisiera. Pero, cuando se quería a una persona, lo lógico era tratar de procurarle felicidad, ¿no? ¿Y cuánto tiempo hacía que a Mercedes había dejado de importarle su felicidad? De haber tenido algún indicio de que ésta le importaba, aunque sólo fuera un poco, seguro que no se habría marchado como se marchó. Nadie abandonaba por simple capricho a la gente que le quería. ¿De verdad su madre la había querido tanto? ¿Y de verdad la seguía queriendo? Qué cómodo y qué fácil resultaba decir eso ahora… Mercedes se quería tanto a sí misma que todas esas expresiones de amor y arrepentimiento resultaban sospechosas. Egoísta como era, se negaba a cargar con la culpa. Era eso. Todas sus declaraciones de afecto sólo buscaban exonerarla, desplazar hacia la propia Sara el peso de la culpa. ¡Qué generosidad tan engañosa! Con su viaje a Barcelona y con sus cartas había conseguido invertir la situación: ahora resultaba que Mercedes era la magnánima y Sara la resentida. ¿No se daba cuenta de que seguía comportándose con el mismo egoísmo de siempre? También cuando aludía al dolor que su desaparición había producido a papá y a ella demostraba lo egoísta que era. ¿Qué pretendía? ¿Inspirarle lástima? Y, por lo que veía, para inspirarle lástima estaba dispuesta a recurrir a todo tipo de trampas y subterfugios… Lo menos que podía hacer era dejar fuera de toda esa historia al bueno de papá, que no tenía ninguna culpa. Se escudaba Mercedes en él para afianzar su condición de víctima y, al hacerlo, la confirmaba a ella en la de verdugo. A tenor de lo que la madre decía en sus cartas, las cosas parecían resumirse del siguiente modo: mientras a ella sólo podía reprochársele algún que otro pequeño desaire, a la hija debía achacársele por entero la responsabilidad de haber llevado la desdicha a la vida del matrimonio. ¡Qué irritantes resultaban sus cartas, con todas esas acusaciones envueltas en un palabrerío almibarado y llorón! Lo mejor que Mercedes podía hacer era dejar de escribirle. Si todas sus cartas iban a ser como las anteriores, podía tranquilamente ahorrárselas, y todos, empezando por la propia Sara, saldrían ganando.

Mercedes no esperaba una respuesta tan rabiosa, y su primera reacción fue de desánimo. Pero se había prometido a sí misma no desfallecer. Releía la carta una y otra vez y, convencida de que lo importante era lo que se decía entre líneas, cada nueva lectura le proporcionaba nuevos motivos para la esperanza. Las últimas frases, por ejemplo, que tan tajantes le habían parecido al principio, encubrían en el fondo una invitación a seguir en contacto. Su hija no le prohibía que volviera a escribirle cartas: lo que Sara le prohibía era que volviera a escribirle cartas como las primeras. En sus palabras buscaba Mercedes algo así como unas directrices, las condiciones que el destino quería imponerle para que regresaran a su vida los buenos momentos del pasado, junto a sus dos hijas y también junto a su marido, porque daba por sentado que una cosa llevaría naturalmente a la otra y, en cuanto Sara volviera a formar parte de la familia, sus problemas con Samuel se solucionarían por sí mismos. Lo principal era evitar las quejas: una queja no era más que un reproche mal vestido. Las invocaciones a los sentimientos quedaban por tanto descartadas, pero la misma llave que le cerraba esa puerta le abría todas las demás. ¿Y qué mejor que hablarle a su hija de lo mismo de lo que le hablaría cualquier madre a cualquier hija separada por la distancia: las cosas de cada día, las novedades domésticas, los pequeños acontecimientos de los que estaba hecha su vida?

Los preparativos de boda se convirtieron en el tema principal y casi único de las cartas siguientes. La búsqueda de piso, la compra de muebles, el traslado del piano, la elección de restaurante, las dudas sobre el menú, la lista de invitados, etcétera, tenían tan ocupadas a Miriam y a Mercedes que tampoco a ésta se le habrían ocurrido muchas otras cosas sobre las que escribir. En lo que más se extendió fue en el traje de novia, que le parecía sencillamente precioso: la cintura muy marcada, la falda con mucho vuelo, el escote algo atrevido, los guantes por encima del codo… Era un traje digno de una estrella de Hollywood, y a Mercedes le parecía que, así vestida, Miriam recordaba muchísimo a Audrey Hepburn. ¡Si Sara viera a su hermana, se sorprendería de lo delgada que estaba! Con los nervios de la boda, casi había dejado de comer, y cada dos por tres tenía que acompañarla a la modista para que le arreglara la cintura. Como eso la ponía aún más nerviosa, seguía perdiendo peso, y un par de semanas después tenían que volver para nuevos ajustes, lo que a su vez volvía a ponerla nerviosa, etcétera. ¡Pero, a pesar de todo, estaba tan guapa! Elegía Mercedes con sumo cuidado las palabras con las que aludía a la belleza de Miriam, que no era sino la consecuencia directa de su felicidad. La dicha de una hija podía poner de relieve la desdicha de la otra, y lo último que deseaba era herir sentimientos o levantar suspicacias. Así, su prosa iba poco a poco ganando en sutileza, y hasta cuando hablaba de los detalles más anodinos, como los accesorios del traje o las pruebas de peluquería, se esforzaba por mantener a raya todas las posibles connotaciones. Sus cartas tenían un objetivo preciso: conseguir que Sara asistiera a la boda. Pero ese objetivo jamás podía ser enunciado y, sin proponérselo, Mercedes creyó descubrir la clave por la que, mucho tiempo atrás, la habían fascinado algunas lecturas de su juventud, como La Regenta o Madame Bovary, que parecían decir unas pocas cosas pero en realidad decían muchas más. ¡Qué difícil pero qué hermoso el arte de la sugerencia, que era como una brisa suave, apenas perceptible, nada más que una caricia del aire!

Sara tardaba en responder, pero Mercedes estaba segura de que sus palabras no caían en saco roto. La decepción llegó con la segunda carta de su hija, que no estaba dirigida a ella sino a Miriam, a la que felicitaba por su boda y deseaba lo mejor del mundo.

—¿Sólo eso? —dijo Mercedes.

—Sólo eso —dijo Miriam, que, para acostumbrarse a los zapatos de tacón alto, caminaba muy erguida de un extremo a otro del salón.

Esa carta fue el comienzo de una peculiar correspondencia en la que Sara contestaba a través de Miriam a las cartas que le escribía Mercedes y ésta contestaba a Sara a partir de las cartas que Miriam recibía. En una de sus cartas se extendía Mercedes sobre lo mucho que le había costado convencer a Rebeca y Esther de que viajaran a Zaragoza para la boda. En otra, sobre el buen gusto que había demostrado tener Miriam a la hora de decorar el piso que habían comprado. En otra, sobre la disposición de los comensales en el banquete… En todas daba a entender que tanto Sara como Aarón serían bien recibidos, pero sólo en esta última, que no obtuvo respuesta, lo formulaba de una manera más explícita.

Mercedes no perdió del todo la esperanza hasta el último momento. Incluso durante la ceremonia, que se celebró en la parroquia de San Miguel, volvía de vez en cuando la cabeza con la ilusión de verla aparecer por el pasillo. Fue ése el único detalle importante que omitió en el largo relato de la boda que escribió para Sara. Lo demás estaba todo: el emotivo sermón del sacerdote, las inevitables lágrimas de las mujeres (incluidas Rebeca y Esther), los nervios de Miriam en el momento de ponerse el anillo, las fotos de grupo delante de la iglesia, la elegancia de los invitados, el espléndido servicio del restaurante, la espectacular tarta nupcial, la simpática osadía de un pariente de Ramiro empeñado en sacar a Tere a bailar… De todas las anécdotas, la que más gracia le había hecho había sido la de la rotura de uno de los delicados tacones de Miriam, que acabó bailando descalza y, lejos de resultar vulgar, parecía más Audrey Hepburn que nunca. Nada, ni siquiera ese detalle, habría sido capaz de empañar la brillantez del banquete, ¡y qué bonita pareja hacían, ella tan delgada y tan guapa, él tan buen mozo y tan clásico! De creer a Mercedes, la boda de Miriam había sido uno de los grandes acontecimientos sociales del año, de esos de los que se seguiría hablando en la ciudad durante meses… Que las cosas hubieran sucedido o no tal como ella las contaba era irrelevante. Lo importante era explotar al máximo la capacidad de seducción del relato: atrapar a su única lectora a través de las palabras, hacerla definitivamente suya, adueñarse no sólo de su atención sino también de su espíritu, como siempre habían hecho los grandes novelistas, que cuando te contaban una historia sabían manejar tu estado de ánimo y tan pronto te conmovían con las penalidades de los personajes como te hacían sentir en toda su plenitud la inmensa dicha de estar vivos.

Tenía Mercedes la sensación de estar jugándose el todo por el todo. Ahora Miriam vivía ya en su propia casa, y podía ocurrir que Sara siguiera escribiendo a su hermana pero no a ella. Entonces las cartas dejarían de llegar a su dirección, y ella se sentiría expulsada de esa rara correspondencia triangular. ¿A qué se aferraría en tal caso? Esta vez, a diferencia de otras ocasiones anteriores, optó por no insistir. Si su elaborada narración de la boda quedaba sin respuesta, acaso tendría que empezar a pensar en darse por vencida… Pasados los primeros días, la impaciencia de Mercedes se convirtió en ansiedad. Todas las mañanas, en cuanto oía alejarse la Mobylette del cartero, corría a abrir el buzón. Pero allí no había más que notificaciones bancarias o alguna de las revistas (Hogar y Moda, El Mueble Español, Selecciones del Reader’s Digest) a las que estaba suscrita. ¿Tanto resentimiento y tanta crueldad cabían en el alma de una hija como para negarle una simple respuesta? La carta de Sara, lacónica, impersonal, poco más que un acuse de recibo, no llegó hasta mediados de julio, justo cuando Miriam acababa de visitar a su madre para anunciarle jubilosa su primera falta. Miriam no se atrevía todavía a pronunciar la palabra «embarazo», pero Mercedes, sabedora de la regularidad de sus menstruos, lo dio por seguro. Se abrazaron, se besaron, enjugaron alguna lagrimita y, tan pronto como Miriam salió por la puerta, su madre se sentó a escribir. No podía desaprovechar una ocasión así. Quería ser ella la que comunicara a Sara la buena nueva, y en ningún momento le pasó por la cabeza que con ello pudiera estar traicionando la confianza de Miriam, quien, por prudencia, aún no había querido decírselo a nadie, ni siquiera a Ramiro. Con más razón, en ese caso: Mercedes había sido la primera en saberlo y Sara tenía que ser la segunda. La madre y las dos hijas compartiendo brevemente ese hermoso secreto. ¡Qué gran noticia, queridísima Sara! ¡Qué felicidad pensar que al cabo de muy pocos meses habría uno más en la familia! Las señoras de la Gota de Leche de Melilla solían quejarse cuando sus hijos las convertían en abuelas. Ella no. Ella, que más o menos cuando el niño naciera cumpliría los cincuenta y nueve, consideraba una bendición ser una abuela joven: ¡más tiempo tendría para disfrutar de sus nietos! Pero, por si acaso, prefería no hacerse demasiadas ilusiones: ¡qué chasco se llevaría si, después de tanto imaginarse al nietecito o la nietecita entre sus brazos, el médico acabara desmintiendo el embarazo! La carta de Mercedes abundaba en expansiones de ese tipo. Pero su candidez era sólo aparente, porque lo que sutilmente buscaba era, por un lado, asegurarse de que Sara no escribiría todavía a Miriam para felicitarla (y así excluía momentáneamente a ésta del secreto, que sólo existiría entre Sara y ella) y, por otro, comprometerse a confirmarle la noticia en cuanto fuera oficial (y así se dotaba de una buena razón para prolongar la correspondencia).

La confirmación del embarazo no tardó en llegar, y en esa carta y en las siguientes Mercedes le hablaba de muchos otros temas: de los frecuentes cortes de electricidad, que la obligaban a tener siempre una buena provisión de velas; de la ruptura de Felisa con su novio cerrajero cuando descubrió que éste tenía al menos otras dos novias; de cómo ella misma, para que se olvidara de ese golfo, se había ofrecido a pagarle los cursillos de la autoescuela; del carísimo televisor RCA (¡americano!) que Ramiro le había comprado a Miriam para que se entretuviera durante el embarazo; del viaje que Tere había hecho al Vaticano, donde las monjas del Sagrado Corazón habían conseguido hacerse una foto con Juan XXIII… Las cartas de Sara, tan escuetas siempre, llegaban de forma irregular, un mes ninguna y al mes siguiente dos, pero eso a Mercedes le daba igual. Lo importante era que lo había logrado: había logrado mantener una correspondencia estable con su hija.

Se daba cuenta, además, de que la prosa epistolar la convertía en mejor persona, como si hubiera dos Mercedes: la de la realidad, con sus miserias y suspicacias, y la de las cartas, en las que se mostraba siempre como un dechado de magnanimidad, entereza y buenos sentimientos. Por supuesto, no había en ello cálculo ni fingimiento. Ocurría, simplemente, que los problemas de la vida real quedaban reducidos a bien poca cosa cuando se ponía a escribir sobre ellos, y cualquier detalle que un rato antes podía haberla irritado o enfurecido parecía desactivarse en cuanto pasaba a formar parte del texto. El mero hecho de escribir la colocaba por encima del mundo, la hacía volar hasta una cumbre indeterminada desde la que todo parecía pequeño, insignificante, y en la que resultaba más fácil estar a buenas consigo misma y con los demás. Era como estar contemplando el presente desde un futuro lejano, cuando de esas heridas apenas si quedara el recuerdo de la cicatriz. Eso le proporcionaba, ¿cómo decirlo?, grandeza. En la Mercedes buena, la de las cartas, había amor y comprensión y piedad, ¡y qué gratificante resultaba descubrirse dueña de todo ese potencial! Porque esa Mercedes no podía estar sólo en las cartas, ¿no? Si en las cartas había una Mercedes así, algo de eso tenía que haber también en la de la realidad, y de lo que se trataba era de cultivar esa parte de sí misma con la constancia y el mimo de quien cultiva la flor más hermosa de su jardín. De ahí que ya ni le pasara por la cabeza la posibilidad de abandonar la correspondencia, que le procuraba un placer delicado que no encontraba en nada más.

En una de sus cartas rememoraba Mercedes la petición de mano en el Gran Hotel y el enojoso momento en que Samuel había impuesto el nombre de Daniel para su primer nieto varón. ¡Qué vergüenza había pasado entonces pero cómo se sonreía ahora recordándolo! En sus visitas a Miriam y Ramiro, nunca olvidaba preguntar si tenían ya decidido el nombre en caso de que fuera niña, y de cada nueva propuesta (Laura, Elisa, Pilar) recibía Sara puntual información. Las noticias que Mercedes le remitía sobre el embarazo de su hermana, de tan exhaustivas, resultaban abrumadoras: cierto mareo sufrido en un autobús urbano, los cuatro o cinco episodios de náuseas, los días que tenía un hambre canina y los que se levantaba inapetente, la variación del peso semana a semana, la emoción de las primeras pataditas, la cremas que le habían recomendado para prevenir las estrías, la elección de la ropa premamá, la compra de la cuna, la preparación de la canastilla… Alimentaba así la ilusión de que Sara no podría dejar de viajar para conocer al recién nacido. Pero nació Daniel, menudito, arrugado, llorón, y Sara se limitó a mandar un cesto de rosas blancas a la clínica San Juan de Dios. Mercedes salió al pasillo a dar la propina al chico de Interflora y, antes de regresar a la habitación, se entretuvo unos minutos redactando mentalmente el comienzo de su nueva carta.

Pese al mal estado de carreteras y caminos, habían conseguido llegar al Cabo Quilates. La construcción, con aquel faro que parecía un minarete, tenía algo de mezquita: una mezquita abandonada y solitaria. Apenas protegido por un murete del azote del viento, Samuel se esforzaba por distinguir algo en la superficie oscura y agitada del mar. A su espalda se oían los angustiados acelerones del coche, que había quedado atascado en el barro del camino. Un hombre con la cabeza cubierta por la capucha de la chilaba se puso a su lado. Sus manos de dedos largos y retorcidos indicaron el lugar de la tragedia. En una mezcla de bereber y español trataba de describir lo que había visto: las luces lejanas del pesquero español, las lanchas de los guardacostas, las otras embarcaciones que habían ido sumándose al rescate. La lluvia arreció y Samuel se subió las solapas del impermeable. Germán buscaba pedruscos que sirvieran de apoyo a las ruedas del coche, que ya no era el viejo Pato sino un Citroën Tiburón comprado a un francés de Tánger. Samuel preguntó por qué ya no se veían lanchas y el hombre dijo que las corrientes estaban arrastrándolo todo hacia la bahía. Pasados unos minutos, volvió a sonar el motor del vehículo.

—¡Ya está! ¡Por fin! —se oyó la voz del conductor.

Samuel hizo un gesto de despedida y fue hacia el camino. Germán, en cuclillas, observaba los bajos del coche, evaluando los posibles daños.

—Con lo delicada que este cacharro tiene la suspensión… —dijo, porque también a ese coche lo llamaba cacharro.

—Alhucemas —se limitó a decir Samuel.

Fueron por la carreterita que iba bordeando la costa, con playas de arena oscura e islotes de rocas blancas. En una de esas playas, mucho antes de llegar a la ciudad, vieron las primeras lanchas. Alrededor de una de ellas varias personas hacían grandes aspavientos. Una comitiva improvisada avanzó hacia el extremo más resguardado de la playa, donde había media docena de embarcaciones varadas. Sobre el casco de una de ellas quedó depositado un fardo del tamaño de un perro mediano. Ahora las voces llegaban hasta el coche, y las invocaciones a Alá se mezclaban con los gritos inarticulados de las mujeres. Samuel, seguido de Germán, se acercó a ver, y los demás se hicieron a un lado, como si en ese momento y en ese lugar ellos dos fueran los legítimos representantes de la autoridad. El bulto estaba cubierto por una lona, pero por un extremo asomaban dos piececitos con los dedos encogidos. Unas mujeres gordas se golpeaban la frente con las manos y recitaban algo que sonaba a letanía. Una de ellas levantó la lona, y el pequeño cadáver, con los ojos cerrados y la piel amoratada, permaneció por unos instantes bajo la lluvia a la vista de todos. Aquel niño, que había perdido buena parte de la ropa, no tendría ni diez meses. Samuel ordenó por gestos que lo volvieran a tapar. Luego se incorporó y respiró hondo.

—¿Se encuentra bien? —dijo Germán.

Asintió con la cabeza. De los cuatro o cinco bebés que la tarde anterior había ayudado a embarcar en brazos de sus madres, ¿cuál sería ése? ¿El que no paraba de toser? ¿El que decía adiós con la manita? ¿Alguno de los que estuvieron todo el rato durmiendo? Se encaminó hacia el Citroën Tiburón. Germán se adelantó a abrirle la puerta.

—Para en el primer teléfono público —le dijo.

Pararon en un grupito de casas cercano a la playa Sfiha. En una vivienda que era también verdulería y café tenían teléfono. Samuel llamó a Tetuán, al Círculo Recreativo Israelita, y pidió hablar con Jacob Benmaman. Del sonido de su respiración dedujo que acababa de subir por las escaleras. Preguntó qué noticias había.

—Malas, muy malas —dijo Benmaman—. Parece que con el temporal se abrió una vía de agua y se inundó la bodega. Debió de ser cosa de unos minutos: de repente se los tragó el mar. Que sepamos, sólo el capitán y dos marineros lograron ponerse a salvo en la lancha. Los tres son españoles. En cuanto a los demás…

—Los demás —repitió Samuel.

—¿Cuánto tiempo se puede resistir a esas temperaturas? Los cadáveres van apareciendo en diferentes puntos de la costa. Me pregunto…

No llegó a acabar la frase. Otra vez las cautelas, otra vez los sobrentendidos. Samuel sabía que Benmaman sabía que era él el que estaba a cargo de la operación. Pero Benmaman fingía no saber más que lo que esa misma mañana habían empezado a sugerir los partes informativos: que en aquel pequeño barco de bandera hondureña podría viajar algún hebreo que huía de Marruecos.

—Si es verdad —dijo, vacilante—, si es verdad lo que se dice, reclamaremos los cuerpos y nos encargaremos de enterrarlos… Pero no perdamos la esperanza. Acuérdate del versículo de la Mishná: «Salvar una vida es salvar la totalidad del mundo, porque cada vida tiene un valor infinito». ¿No te parecen unas palabras muy hermosas, Samuel?

—Perdona, Jacob, pero tengo que colgar —le interrumpió Samuel.

Permaneció unos instantes apoyado a la pared. En ese momento odiaba a Benmaman tanto como se odiaba a sí mismo. ¿Si era verdad que los pasajeros eran hebreos? ¡Claro que era verdad! ¡Todos los pasajeros! ¿Y Benmaman ni siquiera se había atrevido a preguntarle cuántos cadáveres tendrían que enterrar? Era él, Samuel Caro, el que durante los últimos cuatro años había coordinado la red y ayudado a varios miles de judíos a escapar por Melilla. Benmaman sólo tenía que haberle dicho: «¿Cuántos son, Samuel?, ¿cuántos viajaban en el Pisces?, ¿cuántos de ellos eran niños y cuántos adultos?, ¿y cómo se llamaban, de dónde procedían, a qué familiares hay que avisar?». Junto a estas preguntas había muchas más: ¿qué vida habían dejado atrás esas cuarenta y dos personas?, ¿y qué vida les habría esperado en Israel?, ¿qué había sido de todos sus sueños e ilusiones? Pero, sobre todo: ¿qué pasaría ahora?, ¿qué hacer con los sueños e ilusiones de los que todavía estaban esperando escapar?

—¿Seguro que se encuentra bien? —volvió a decir Germán.

—Tenemos que arreglar cuentas.

—No hay prisa, señor Caro.

—Sí la hay.

Cuando llegaron a Melilla, era ya de noche. Rebeca y Esther, silenciosas, solícitas, con gesto grave, se apresuraron a sacarle ropa seca y prepararle algo de comer. Le sirvieron la cena en la cocina, que era donde solían hacer la vida desde que habían vuelto a vivir juntos. Sobre la mesa había un pequeño montón de telegramas y notas manuscritas.

—¿Ha preguntado mucha gente por mí?

Rebeca asintió:

—El teléfono no ha parado de sonar.

—El de la oficina tampoco —añadió Esther.

—La culpa es mía —dijo Samuel—. Con ese tiempo… Tenía que haberlo impedido.

—¿Cómo ibas a saber tú…? —dijo Rebeca.

—Come un poco. Se te va a enfriar —dijo Esther.

—No tengo hambre. Y no me encuentro bien.

—¡Todo el día con la ropa empapada! —dijo Esther—. Tendríamos que avisar a Mardones.

—A ver si vas a tener fiebre… —dijo Rebeca, que se levantó, le rodeó la cabeza con el brazo y pegó la mejilla a su frente—. Puede que sí. Puede que tengas algunas décimas.

Eso, exactamente eso, era lo que hacía su madre cuando eran pequeños y alguno caía enfermo. Percibir el calor y el olor y el tacto de su hermana le devolvió por un momento a las gratas penumbras de la casa de la calle Alta, en la que tan fácil resultaba sentirse protegido, invulnerable. Reproduciendo una broma de aquella época, agarró a Rebeca por la cintura y la estrechó con fuerza contra su cuerpo, como intentando derribarla. Rebeca le siguió el juego y, al igual que entonces solía hacer su madre, soltó un gritito de protesta y fingió luchar por desasirse. Samuel la soltó.

—Estás llorando —dijo Esther.

Su hermano se enjugó las lágrimas con la manga de la bata.

—Tienes que acostarte —dijo Rebeca.

Le acompañaron a la habitación y le prepararon la cama. Samuel las dejaba hacer. Le habría gustado que sus hermanas se tumbaran a su lado y, como hacían cuando eran niños, le cantaran canciones o le contaran historias. Rebeca cogió el vaso de la mesilla y fue a la cocina a llenarlo. Esther se quedó alisando el embozo y remetiendo las sábanas.

—Ríete —le dijo Samuel.

—¿Qué?

—Que te rías. ¿No te acuerdas de cómo reía mamá? Apretaba los labios, como intentando contenerse, y la risa se le acababa escapando por la nariz… ¡Imm-imm-imm! Haz tú lo mismo. Ríete como ella.

Esther esbozó una sonrisa forzada y echó el aire por la nariz: umm-umm. Samuel, sin ocultar su decepción, negó con la cabeza. Rebeca llegó con el vaso de agua y la caja de Cafiaspirina.

—¿Qué está pasando aquí? —dijo en tono jovial.

Por la mañana no había nadie en casa. Sus hermanas, que debían de estar en la oficina o de compras, le habían dejado el desayuno preparado en la mesa de la cocina. Samuel se vistió con rapidez y bajó a la calle a comprar los periódicos. El ABC traía la noticia en la página 15. «Hasta ahora se han rescatado veintitrés cadáveres», decía uno de los destacados. Hacia el final del texto halló lo que andaba buscando: «El capitán del yate ha declarado que ignoraba la nacionalidad exacta de sus pasajeros. Sin embargo, todo hace creer que se trataba de marroquíes de confesión israelita que se dirigían a Gibraltar con el propósito de seguir luego para Israel». Samuel volvió a casa y, sin quitarse el abrigo, sacó del armario una de las maletas grandes.

—¡Gurruño! —anunció Miriam, sosteniendo la rasera de forma que el aceite goteara en la sartén.

—Déjame a mí —dijo Mercedes—. Tú ve con el niño, que ya es su hora.

—Si no se queja, es que no tiene hambre.

—Que me dejes, te digo. —Y, para acallar las posibles réplicas, agarró con decisión el mango de la sartén.

Desde el nacimiento de Daniel, esas comidas dominicales se habían convertido en un hábito. Llegaban hacia las doce o doce y media en el Renault Dauphine de Ramiro y, mientras éste se entretenía podando el seto, la madre y la hija dormían al pequeño y freían las empanadillas.

—Esta espalda me está matando —dijo Miriam y, dando unos soplidos al gurruño, se dispuso a mordisquearlo.

Andaba entonces por el quinto mes del segundo embarazo. Aunque casi ni se le notaba la tripa, se movía como si estuviera de nueve meses: las piernas siempre separadas, las manos en los riñones, la nuca algo encogida por las molestias en las cervicales.

—¿Has tenido carta? —preguntó Mercedes como sin darle importancia.

—Aarón sigue dándole vueltas a lo de Venezuela —asintió Miriam.

—¡Todavía! ¿Cuándo comprenderán que no…?

No terminó la frase. Aprovechaban esas ocasiones para hablar de la correspondencia con Sara. Pero ni daban ni exigían demasiadas explicaciones: lo que Sara le escribía a su hermana, se lo escribía a su hermana.

—Venezuela… —refunfuñó Mercedes, dando la conversación por concluida.

Por supuesto, de lo que más hablaban era del niño, que proporcionaba constantes novedades: las vacunas que había que ponerle, la gracia con la que gateaba por la casa, los dientecitos que le iban saliendo.

—No para de babear. Me paso el día lavándole baberos —sonreía Miriam.

Su maternidad había establecido entre ambas un vínculo nuevo y poderoso. Por un lado, las había equiparado en rango (ahora las dos eran madres) y, por otro, había reforzado la autoridad de Mercedes, a la que Miriam acudía en busca de consejo. ¡Qué fácil era llevarse bien cuando había una que aceptaba ejercer la humildad y otra que estaba siempre en disposición de mostrarse solícita y generosa! La armonía entre las dos se extendía a Ramiro, que se desvivía por su mujer y su hijo, a los que no negaba ningún capricho. A través de la ventana le vieron amontonar la broza con un rastrillo y volver a empuñar las tijeras.

—Me alegro tanto de que hayas encontrado un buen marido… —dijo Mercedes.

—Todavía no es oficial, pero parece que antes del verano le mandarán a otra sucursal —dijo Miriam, orgullosa—. Una sucursal del centro. ¿Sabes lo que eso significa? Mejores clientes, cuentas importantes…

Su madre hizo una seña hacia el salón.

—He pensado que voy a poner la cómoda donde estaba el piano.

—¿Y dónde está la cómoda?

Mercedes se encogió de hombros. Entró Felisa a coger la vajilla.

—¡Qué crío tan hermoso! —dijo—. ¡Y qué bueno! ¡Es un bendito! Lleva todo este rato despierto y sin decir ni mu. ¿Se puede apagar este fogón?

Sonó el timbre de fuera. Las cabezas de las tres mujeres se arracimaron junto a la ventana para ver quién era.

—Me suena su cara —dijo Mercedes.

—Ya va Ramiro —dijo Miriam—. ¿Quién es?

—Un vecino, creo —dijo Mercedes.

Se mantuvieron pegadas al cristal mientras duró la breve conversación entre los dos hombres. Luego vieron a Ramiro hacer un ademán de perplejidad y volverse en dirección a la casa. Mercedes acudió a su encuentro y las otras dos la siguieron.

—Hay un hombre rondando las casas. Dice cosas raras —dijo Ramiro, que dejó las tijeras de jardinería en el banquito de la entrada y agregó—: Ha preguntado por vosotras.

Mercedes, Miriam y Ramiro siguieron al vecino por las calles de la urbanización. Delante de la puerta de un chalet, sentado en una maleta, había un hombre con aspecto de vagabundo.

—¡Papá! —gritó Miriam, echando a correr.

Samuel la miró con ojos acuosos. Llevaba manchas en el abrigo y los botones mal abrochados, y despedía un olor ácido e intenso, como los ancianos del asilo de la Gota de Leche. Miriam le dio un beso fugaz.

—¡Cómo pinchas! —exclamó y, antes de que llegara su madre, tuvo tiempo de limpiarle la saliva de las comisuras de los labios.

—¿Qué ha pasado, Samuel? —dijo Mercedes, consternada.

—Me he perdido. Eso es todo. No encontraba la calle.

—¿Pero cómo no has avisado de que…?

Ramiro tomó la iniciativa: le ayudó a levantarse, agarró la maleta. Samuel le miraba con curiosidad. Luego, como cayendo en la cuenta de algo, sonrió:

—¿Cómo está mi nieto? Para eso he venido. Para verle. Tengo derecho a ver a mi nieto, ¿no?

Parecía uno de esos locos inofensivos que pedían a las puertas de las iglesias. Cuando llegaron al chalet, Felisa les esperaba con Daniel en brazos, como protegiéndolo de algún peligro. Samuel pasó a su lado sin prestarle atención.

—¿Sabes qué es lo que me gusta de esta casa? —dijo, sin dirigirse a nadie en concreto y señalando el muro de mampostería—. Que se parece a las de las películas americanas.

Mercedes se llevó la mano a la boca y cerró momentáneamente los ojos. Samuel se sentó en el banquito de la entrada. Miriam, con gesto de alarma, se apresuró a apartar las tijeras de podar.

—Aquí no te puedes quedar —dijo—. Hace frío.

—¿Cómo se llamaba esa película? —Samuel hizo memoria—. La de esos dos que se encuentran en un tren y se ponen de acuerdo para… ¿A qué huele? ¿A empanadillas? ¿Me habéis guardado los gurruños?

—Te voy llenando la bañera —dijo Mercedes.

Mientras su marido se aseaba, llamó por teléfono a Melilla. Rebeca, acobardada, le dijo que Samuel había dejado una nota diciendo que las llamaría al llegar a Zaragoza.

—¿Qué día se marchó?

—El jueves.

—¿Se marchó hace tres días y no se os ha ocurrido llamar?

—Como en la nota decía…

—¿Qué ha pasado? ¿Me vas a decir qué es lo que ha pasado?

Rebeca le habló del naufragio del Pisces. Mercedes colgó y corrió a buscar los periódicos atrasados. Encontró la noticia. La leyó por encima y se acordó del extraño comentario de Samuel sobre los hombres justos que hacían secretamente el bien… ¿Cuántos eran? ¿Treinta y seis? De repente, hechos y frases de los últimos años empezaban a cobrar significado, y parecían como piezas de puzle que empezaran a componer una imagen aún inconcreta. Cogió unas toallas limpias, fue al cuarto de baño y llamó con los nudillos. Del otro lado llegaba el sonido del grifo de la bañera.

—¿Samuel? Soy yo. Las toallas.

Sólo entonces se dio cuenta de que el agua había comenzado a salir por debajo de la puerta. Forcejeó en vano con el picaporte.

—¡Samuel! ¡Abre!

Se abrió la puerta y Samuel asomó con expresión aturdida. Pese a que llevaba varios minutos ahí dentro, estaba todavía completamente vestido. Mercedes arrojó las toallas al suelo encharcado y corrió chapoteando a cerrar el grifo. Samuel se miró los zapatos y los bajos del pantalón empapados.

—Perdón —dijo—. No me he dado cuenta.

Los demás, que habían acudido al oír las voces, observaban la escena en silencio. Mercedes nunca había sido maternal con su marido, pero aquella vez lo fue.

—No te preocupes, cariño —le abrazó—. No es nada. Es sólo que no estás bien. Voy a llamar al médico.

Lo ingresaron esa misma tarde en la clínica Lozano y le inyectaron un sedante. Según los médicos, había sufrido una fuerte crisis nerviosa, y su agotamiento psíquico hacía aconsejable mantenerlo un tiempo en observación. Los dos días siguientes habrían podido ahorrarse las visitas porque los pasó dormido. La primera vez que lo encontraron despierto, pasaba, por efecto de los fármacos, de estados de sopor a estados de gran excitación en los que soltaba parrafadas incongruentes, cercanas al delirio.

—Siempre practiqué la tzedaká: eso nadie me lo puede negar —decía, con los ojos muy abiertos—. La rectitud es igual para todos: judíos, gentiles… ¡Pero la mía es una rectitud judía! ¿Os he contado alguna vez que, de joven, colaboré en la fundación del Hozer Dalim? Benzaquén lo sabe porque también él estaba allí… ¡Pero qué pronto se olvidan las cosas! Según ellos, siempre he llevado una vida indigna. Me creía un buen judío porque me habían aceptado en el consejo comunal, pero para ellos sólo era el agente del régimen, el vigilante, el traidor… ¡Qué equivocado estaba! —gritó de repente, y Miriam lanzó a su madre una mirada de alarma—. La cosa sólo podía acabar así. Primero fui el traidor, luego les defraudé… ¡Sí, la culpa es mía por haber hecho caso al capitán ese! «Lo peor que puede pasar es que alguno se maree», me dijo. Uno es dueño de sus actos pero no de las consecuencias. Todo empezó cuando te vi en aquel baile benéfico. ¡Qué guapa estabas, Mercedes! ¿Pero qué pretendían? ¿Que te obligara a convertirte? ¿Que te exigiera enfrentarte a un tribunal rabínico?

—¿Qué está diciendo? No entiendo nada —susurró Miriam—. ¿Aviso al médico?

Mercedes, atenta a las palabras de su marido, negó con la cabeza.

—En aquel baile de la Asociación de la Prensa quedó establecido mi destino. Todo lo que vino después estaba ya allí. Incluido ese pobre niño… ¿Cuántos meses tendría? ¿Ocho? ¿Diez? Sin darme cuenta, al fijarme en ti aquella primera vez, estaba matando a ese niño…

—¿Pero de qué niño habla? Ahora sí. Voy a llamar a alguien. —Miriam se levantó y se asomó al pasillo—. ¡Enfermera! ¡Enfermera!

A la mañana siguiente les dijeron que se lo habían encontrado de madrugada buscando la salida del edificio.

—Estaba sólo a medio vestir. Por lo visto, no encontró los zapatos —dijo Cristina, la robusta y expeditiva enfermera del turno de noche—. Y sigue teniendo desorientación: en lugar de bajar las escaleras, las subía, como si la calle estuviera en el último piso.

Entraron en la habitación. Samuel esperaba tranquilo y sonriente.

—Ya os lo habrá contado esa pécora —señaló a Cristina—. Pero estoy bien. Estoy perfectamente. Me quiero ir a casa.

La enfermera arregló las sábanas con gestos bruscos. Dijo:

—El doctor ya le ha advertido. Si lo vuelve a intentar, le atará a la cama con unas correas. Bueno, yo me voy. Ya no es mi turno.

Esperaron a que saliera, y Miriam se apoyó en la cama libre y suspiró.

—¿Por qué serás tan mal enfermo? Me acuerdo del mal humor que se te ponía cuando tenías que guardar cama por culpa de un resfriado. Todo lo que hacíamos te molestaba. «¡Silencio, niñas! ¿No os dais cuenta de que estoy malísimo?».

—Te repito que estoy bien.

—Estarás bien cuando lo diga el médico —dijo Mercedes, acariciándole las mejillas—. He traído espuma. Incorpórate un poco.

Extendió una toalla sobre la camisa del pijama y fue al lavabo en busca de un vaso de agua en el que humedecer la brocha. Mientras le afeitaba, le indicaba con muecas si debía levantar la barbilla o estirar el cuello, y Samuel se comportaba con docilidad. Miriam, con el paquete de Bisonte en la mano, los observó divertida. No recordaba cuándo había sido la última vez que había visto a sus padres en una escena similar de ternura conyugal.

—¿Vas a fumar en el cuarto de un enfermo? —le reprochó Mercedes sin mirarla.

—Si es por mí… —dijo Samuel.

Lo que Miriam no sabía era que, desde la irrupción de Samuel, Mercedes había telefoneado varias veces a Melilla y rastreado en la prensa las noticias sobre el naufragio. La que más la había impresionado había aparecido en La Vanguardia Española y hablaba de cómo las autoridades de Marruecos habían aprovechado la tragedia para desarticular las redes de emigración clandestina de hebreos marroquíes. El periodista no se extendía demasiado sobre las penosas circunstancias de ese éxodo, pero no resultaban difíciles de imaginar. Ancianos, inválidos, madres cargadas con niños que recorrían el país de punta a punta, expuestos siempre al riesgo de ser interceptados, objeto de quién sabía cuántos abusos y vejaciones… Toda esa pobre gente había acudido a Samuel en busca de ayuda, y Samuel les había ayudado. ¡Pensar que su marido había estado al frente de esa operación, que las autoridades marroquíes tildaban de sionista! De sionismo, nada: Mercedes estaba segura de que Samuel sólo había actuado al dictado de la caridad y la justicia. De repente, no encontraba más que razones para enaltecer su figura, que quedaba absuelta de cualquier otra posible acusación. Si alguna vez había tenido sospechas acerca de presuntas infidelidades, ya no las tenía. Si había tenido motivos de queja sobre sus desatenciones y distanciamientos, habían dejado de existir. Ahora veía a Samuel como un ser moralmente superior, un hombre bueno y decente, dispuesto a sacrificarse por los demás, y eso le redimía de todos los errores y miserias del pasado.

—Ya estás guapo —dijo, limpiándole los restos de espuma con un extremo de la toalla.

—¿Me has traído la prensa? —dijo él.

—Ahora bajaré a comprarla.

—Ya voy yo —se ofreció Miriam.

—He dicho que bajaré yo. Pero tú podrías ayudar. ¿Por qué no aprovechas para cortarle las uñas?

Miriam fue al cuarto de baño, tiró la colilla al retrete y agarró el neceser. Samuel, como si hasta entonces no hubiera reparado en lo que le rodeaba, exclamó:

—¡Qué sitio tan triste!

—Todos los hospitales lo son —dijo Miriam.

Pero Samuel tenía razón. La pared de baldosas blancas hasta media altura, la silla en la que dejaban bolsos y abrigos, los dos diplomas enmarcados que constituían toda la decoración del cuarto, la desangelada ventana sin cortinas… Aquello, más que una habitación de hospital, parecía una vieja cocina en la que se hubiera improvisado un dormitorio con muebles rescatados de aquí y de allá.

—Un poco de luz… —dijo Mercedes, abriendo los postigos y apresurándose a cerrar la ventana para que no entrara el frío—. Enseguida vuelvo.

Había puesto en antecedentes al médico, quien, para evitar posibles recaídas, había aconsejado que se ocultaran al paciente todas las novedades relativas al acontecimiento desencadenante de la crisis. Así lo hizo Mercedes, que, cada vez que compraba un periódico, lo revisaba de la primera a la última página para asegurarse de que no contenía información peligrosa. Ahora, cuando algún periodista aludía al asunto del Pisces, solía centrarse en el conflicto diplomático a que había dado lugar, ya que portavoces del gobierno de Mohamed V acusaban a Francia, Inglaterra y, sobre todo, a España de connivencia con el sionismo internacional. ¡Sólo faltaría que la cosa fuera a más y acabara desembocando en un enfrentamiento armado! ¡Entonces sí que sería difícil ocultárselo a Samuel, y cualquiera sabía cómo podría afectarle! Lo que estaba claro era que la operación de rescate había quedado truncada. ¿Cuántos hebreos marroquíes tendrían que resignarse a permanecer en el país o se arriesgarían a intentar la fuga sin ayuda de nadie? Mercedes estaba segura de que no serían pocos, y el destino de todos esos desdichados constituía también una amenaza para la frágil estabilidad emocional de Samuel.

—Te he comprado el Heraldo —anunció Mercedes desde la puerta.

Miriam la saludó con el dedo índice en los labios: Samuel había vuelto a quedarse dormido.

—Mejor así —susurró Mercedes—. No sabemos cuántos días va a estar aquí. Tenemos que organizar los turnos. Tere me ha dicho que, como está tan cerca, puede escaparse en los recreos.

—Yo, si Felisa se hace cargo de Daniel, tengo libres las mañanas.

—Pero no hace falta que vengas todas.

En realidad, Samuel daba poco trabajo. Se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo, y en sus ratos de vigilia ya no desvariaba como los primeros días. El médico se mostraba optimista. Si la recuperación seguía a ese ritmo, en menos de una semana podrían llevárselo a casa. Pero una noche sufrió una recaída. Miriam llamó a su madre para decirle que habían tenido que atarlo a la cama.

—Se ha levantado y ha salido desnudo al pasillo. Por lo visto, estaba fuera de sí. Dicen que gritaba cosas sobre Moisés y que recitaba versículos de la Biblia.

—O de la Torá… Voy para allí.

Miriam la esperaba en el pasillo con aspecto abrumado. Mercedes entró sin detenerse. Dos tensas correas amarraban por el pecho y las piernas a Samuel, que tenía los brazos separados y las manos atadas a los laterales del somier.

—¡Por Dios! —exclamó Mercedes—. ¡Esto es inhumano!

—Tendría que haberlo visto —se defendió Cristina—. No podíamos con él. Hemos tenido que pedir ayuda para inmovilizarlo.

—¡Suéltelo!

—Pero si está sedado. No se da ni cuenta.

—¡Que lo suelte, le digo!

En el suelo, a los pies de la cama, estaban los pliegos revueltos de un ejemplar del YA. Mercedes no recordaba haberle llevado nunca el YA. Se agachó. Fue apartando pliegos hasta encontrar lo que buscaba: «El hundimiento del Pisces pone al descubierto un triste contrabando».

—¿De dónde ha salido esto?

—Si no lo han traído ustedes… —dijo Cristina mientras desenganchaba las correas—. Quién sabe. Por esta clínica pasa mucha gente. Puede que se lo haya pedido a alguna visita. ¡Ya está! ¿Satisfecha? Pero por la noche se las volveremos a poner.

A Mercedes le gustaba verlo dormir. Envejecido, desmejorado, casi completamente calvo, resultaba difícil reconocer en él al Samuel de toda la vida, y sin embargo a Mercedes le parecía que, dormido, seguía siendo el mismo del que se había enamorado casi cuarenta años antes, el mismo también con el que había compartido la dicha del nacimiento de las niñas y la zozobra de los primeros días de guerra… Era como si, por muchos cambios que se produjeran en las personas, hubiera algo en ellas que permanecía inalterable a lo largo del tiempo, una esencia viva y constante que triunfaba sobre los rigores de la edad. Si eso era lo que resistía, es que era lo puro y lo auténtico, ¿no?, y Mercedes recuperaba recuerdos que creía olvidados, como el de aquella vez en París en que el viento le arrancó el pañuelo de los hombros y Samuel lo fue persiguiendo por la orilla derecha del Sena, o como el de aquel Rosh Hashaná en el que el globo se quedó atascado en las ramas de un árbol y el propio Samuel se empeñó en trepar para descolgarlo. Ése era él, un hombre que nunca renunciaba a sus objetivos, y Mercedes casi se rió al pensar que ella había sido alguna vez su objetivo. ¡Qué atractivo era entonces, con esos ojos castaños y ese aire como de galán de película! Volvió a representárselo en su primer viaje juntos a Málaga, cuando todavía no habían nacido las niñas: él probándose sombreros delante de un espejo de bastidor, ella haciéndole discretas señas para que se marcharan porque los precios de esa tienda le parecían desorbitados…

—¿En qué piensas? —le preguntó Miriam—. No paras de sonreír.

Se abrió la puerta, que siempre dejaban entornada.

—Me han cambiado una clase —saludó Tere—. ¿Qué tal está?

Samuel, como si hubiera estado esperándola, abrió los ojos y preguntó qué hora era. Las tres mujeres, sin parar de parlotear, estudiaron el mecanismo por el que se subía la cabecera de la cama. Con el barullo, Miriam volcó el vaso que se disponía a retirar de la mesilla.

—¡Manitas de plata! —exclamó Teresa, y Miriam se apresuró a secar el agua derramada.

Samuel dijo:

—¿Te acuerdas, Tere, de cuando Miriam hizo la primera comunión y con los nervios se le cayó el reloj que le acabábamos de regalar?

Mercedes y Teresa se miraron en silencio. ¿Con quién la estaba confundiendo? Miriam había hecho la primera comunión poco antes del final de la guerra y, desde luego, Teresa no había podido asistir. Samuel esperó a que su hija volviera con el vaso otra vez lleno. Dijo:

—¿Y mi nieto? ¿Lo tenéis escondido? Ya va siendo hora de que lo vea, ¿no?

Ahora fueron Mercedes y Miriam las que intercambiaron miradas. ¿No se acordaba de que Daniel estaba en el chalet el día de su llegada? Las incongruencias seguían siendo habituales, y el médico no descartaba que la crisis pudiera dejarle algún tipo de secuela en forma de lesiones cerebrales.

—Aún estás medio dormido… —dijo Mercedes para disculparle.

Precisamente a la mañana siguiente estaba prevista la visita del neurólogo, a la que no quería faltar. Cuando salía del taxi en General Mola, la saludó una mujer. Era Cristina, la enfermera, cuyo turno acababa de concluir, pero ella tardó en reconocerla porque iba en ropa de calle. Le dijo adiós con la mano, y la otra, apurando el paso hacia la parada del tranvía, añadió:

—Ya ha llegado su hija.

Mercedes torció por la esquina de Lagasca, franqueó la verja de entrada y subió los escalones que daban acceso al edificio. Ya dentro, se encaminó hacia las escaleras. Iba distraída, pensando en lo desconcertante que resultaba encontrarse por la calle con gente a la que sólo había conocido en el ejercicio de su profesión, como dando por supuesto que un camarero o un dentista o una enfermera era camarero o dentista o enfermera las veinticuatro horas del día. De repente, recordó que Miriam le había dicho que esa mañana la tenía ocupada con unos ensayos y no podría pasarse por la clínica hasta el mediodía. ¿Habría habido cambio de planes? Se detuvo en el primer descansillo. ¿Y si no había habido ningún cambio? ¿Y si Miriam estaba en ese momento ensayando con sus niñas y la enfermera no se había equivocado al anunciarle que ya había llegado su hija? El corazón empezó a latirle con fuerza. Se agarró al pasamanos de la barandilla y posó el pie en el siguiente escalón. Sentía, por un lado, que le fallaban las fuerzas y, por otro, que su organismo se cargaba de energía y vigor.

—¿Sara? —susurró.

Echó a correr escaleras arriba y ya no se detuvo hasta llegar a la habitación. La puerta estaba entreabierta, como siempre, y el sonido de su propia respiración no le permitía distinguir ningún ruido procedente del interior.

—Sara, hija mía… —volvió a decir.

Fue empujando lentamente la puerta con la mano. Vio primero la silla contra el fondo de baldosas blancas, uno de los dos diplomas enmarcados, la ventana sin cortinas… Se detuvo un instante y volvió a empujar. Vio ahora la esquina de la cama y el otro diploma. Tomó aliento antes de abrir la puerta del todo.