La novela de Elías

LA NOVELA DE ELÍAS

Casi todos los colegios habían empezado a implantar la educación mixta. En el de Elías lo hacían de forma progresiva, empezando por el último curso, así que ese año las únicas chicas que había en los patios y pasillos del inmenso colegio masculino eran sus compañeras de COU. A él, que nunca había tenido una amiga o una novia, su presencia le resultaba al mismo tiempo estimulante e intimidatoria. Le parecían enigmáticas, distantes, mujeres ya hechas o casi, dotadas de algo semejante a un pasado, como esos extranjeros que veraneaban en las Canarias a los que era incapaz de imaginar en su medio natural. Sí, más que extrañas, le parecían extranjeras, como si hubieran crecido en una ciudad remota aunque seguramente idéntica a la suya, con el mismo idioma, el mismo clima, las mismas calles y los mismos edificios, o en otra dimensión de la misma ciudad. ¿Dónde habían estado hasta entonces? ¿Y cómo habían podido irrumpir en su vida así, tan de repente, con sus pestañas largas, sus jerséis anudados a la cintura, el sonsonete de sus risas, sus conversaciones de adultos? Ante ellas vivía en un estado de tensión constante. Le atenazaba un miedo impreciso a delatarse: algún día, por un error nimio, por un gesto intrascendente, acaso un saludo no devuelto en el pasillo o un inoportuno temblor de voz, se descubriría que era un impostor, alguien que fingía y no debería estar allí, tal vez un niño haciéndose pasar por un hombre. Era un miedo que no le abandonaba ni cuando estaba a solas. A veces, sin querer, hacía algo ridículo, como tararear el estribillo de una canción infantil o salpicarse la camisa al beber directamente del grifo, y la sola posibilidad de que eso pudiera ocurrirle delante de una compañera le angustiaba. Se imaginaba los muchos comentarios mordaces que podrían hacerse al respecto y la rapidez con que se difundirían y le caracterizarían para siempre como el típico niñato que canturreaba canciones de los payasos de la tele, tan torpe que no sabía ni beber a morro. ¡Qué bochorno!

Así pues, la compañía de las chicas no cesaba cuando se despedían a la salida del colegio. Si en algunas de sus fantasías aparecían para mortificarle con su desdén, en otras se mostraban seductoras y complacientes. Elías, que esa primavera iba a cumplir dieciocho años, no sólo no había mantenido nunca relaciones sexuales sino que ni siquiera se había masturbado. De hecho, no sabía lo que era la masturbación. Cuando algún amigo contaba chistes de pajas y meneos, él se los figuraba como esos tocamientos impúdicos de los que tantas veces se había acusado en el confesionario: un frote involuntario que provocaba una erección súbita y culposa pero que jamás pasaba de ahí. Tenía, eso sí, frecuentes poluciones nocturnas, que ocultaba a su madre lavándose en secreto el pantalón del pijama, y le gustaba demorarse entre las sábanas porque esos momentos de duermevela eran los únicos en los que el remordimiento no estorbaba el asalto de sus ensoñaciones. Una de esas noches trató de prolongar el instante ejerciendo presión arriba y abajo con la palma de la mano. Estaba más dormido que despierto, pero no lo bastante para ignorar la magnitud del descubrimiento. A partir de entonces se entregó con entusiasmo a la tarea de perfeccionar sus técnicas. Como Miriam salía tarde de la tienda y Daniel estaba haciendo la mili, lo normal era que casi nunca hubiera nadie más en casa, así que nada le impedía procurarse, a muy diferentes horas del día, un alivio del que andaba muy necesitado. A tal efecto, él, que sólo había entablado relación con las chicas feas del curso (las únicas que no le imponían especial respeto), convocaba en sus fantasías a las más guapas, las inalcanzables, aquellas con las que apenas si se había atrevido a cruzar alguna frase, y en esa dócil intimidad imaginaria se le mostraban risueñas, afectuosas y hasta agradecidas.

La proximidad de las chicas precipitó una transformación que venía gestándose desde finales del curso anterior. Su rabioso misticismo se había debilitado cuando dejó de frecuentar el local de la Congregación Mariana. En él, decorado con fotografías y carteles de la Semana Santa, se reunían para ensayar con sus bombos y tambores los miembros de la cofradía del colegio, y el padre Maldonado, para atraer a los más pequeños a la catequesis, había hecho instalar unas mesas de ping-pong y unos futbolines viejos. El alboroto producido por unos y otros había sido la excusa. La verdadera razón tenía más que ver con un creciente sentido del ridículo: ¿qué hacía él rodeado de toda esa chiquillería, a la que trataba de forma invariablemente altiva y burlona? También por sentido del ridículo empezó a ocultar a sus nuevas compañeras su exaltada religiosidad, hasta que llegó un momento en que le quedaba ya muy poco que ocultar. Seguía considerándose un creyente, pero de una manera bastante laxa, al estilo (según él) de los primeros cristianos, obligados a obedecer los mandamientos de la Ley de Dios pero no los de la Santa Madre Iglesia, así que ni iba a misa los domingos ni comulgaba por Pascua de Resurrección ni respetaba ayunos o abstinencias.

De su anterior religiosidad le quedaba un incontrolable miedo a la muerte. O, más que a la muerte, a la inexistencia. No temía la enfermedad, de la que tenía poca experiencia, sino ese vacío inmenso al que todos los seres parecían abocados. Su teórica fe en la vida eterna no le procuraba suficiente consuelo. Se esforzaba por creer en la resurrección de los muertos y, al mismo tiempo, anticipaba con horror el instante posterior al último suspiro. ¿Qué era lo que había cuando todo desaparecía? ¿Nada? ¿Una nada sin límites? El cerebro (o al menos su cerebro) era incapaz de concebir algo tan grande, y tal vez por eso la especie humana se había aferrado durante miles de años a esa otra versión más doméstica y abarcable de la eternidad. Pero, de ser así, ¿cómo había podido Dios crear unos seres a su imagen y semejanza para luego abandonarlos en esa inexistencia sin espacio ni tiempo? A veces pensaba que la vida era como una película que acababa con la muerte del protagonista. Sí, el personaje moría pero sólo de mentirijillas, porque el actor seguía vivo y a los pocos meses volvíamos a verlo en otra película… E inmediatamente le sobrecogía una angustiosa certeza: ¡no, nosotros no éramos el actor!, ¡nosotros éramos el personaje!, ¡para nosotros no había ninguna otra película después de ésta! Era una certeza que le asaltaba de repente, en mitad de cualquier ensimismamiento, y lo hacía con tal intensidad que el pulso se le aceleraba y dejaba escapar un gemido:

—¡Ay!

Tendido en el sofá y todavía con el uniforme puesto, Daniel entreabrió los ojos:

—Qué.

—Nada.

La única vez que había confiado esos miedos a su hermano, éste se había echado a reír: «¿Por qué le das tantas vueltas a las cosas? ¿Existías antes de nacer, hermanito? No, ¿verdad? Pues es lo mismo». Ahora, cerrando de nuevo los ojos, se limitó a rezongar:

—¡A ver si se puede dormir en esta casa! ¡Que me he levantado a las siete!

Había una imagen que se le aparecía con frecuencia para recordarle su condición mortal. Cuando tenía diez años, acudió Elías en compañía de sus padres y su hermano a visitar en el hospital a su abuelo paterno, al que había que extirpar la vesícula. Durante el preoperatorio, cada vez que en la habitación entraba un médico o una enfermera, hacían salir a los niños. La última vez que vio a su abuelo antes de que lo pasaran al quirófano, le habían quitado la dentadura postiza y, por motivos que desconocía, la habían pegado a la almohada con un esparadrapo. La visión de esa dentadura al lado de la cabeza de su abuelo, convertido de pronto en un anciano de rostro arrugado y deforme, constituyó apenas un atisbo de la decadencia física y la muerte, pero le perseguía con el desasosegante vigor de las grandes revelaciones. Se le presentaba a menudo en las pesadillas, aunque no siempre del mismo modo. A veces el desdentado no era su abuelo sino su madre o un profesor o él mismo, todos con la dentadura pegada o colgada de algún sitio o simplemente apartada, todos exhibiendo de alguna forma el futuro cadáver que llevaban en su interior.

No era su único memento mori. Estaba también la colección de radiografías que el médico había ido encargando a lo largo de los años: radiografías de sus pies y sus piernas, de sus caderas, de su columna vertebral. Miriam las guardaba en sus grandes sobres en uno de los cajones del vestidor, y a veces, conteniendo el aliento, Elías las sacaba para contemplarlas. Esos huesos grises y flacos eran él. Lo eran más que cualquier otra parte de su organismo: más que la piel o las uñas, más que el pelo. Esos huesos eran él porque así sería él algún día, ¡y lo sería para siempre, si es que el verbo «ser» podía usarse para referirse a alguien que precisamente había dejado de ser! Y ese siempre, esa eternidad tan pavorosa, podía iniciarse en cualquier momento, ese mismo día si un infarto le reventaba el corazón o un autobús le atropellaba al cruzar la calle. En ese instante, mientras con pulso tembloroso sostenía las radiografías, estaba vivo, pero ¿cómo saber si seguiría estándolo sólo un minuto después? La muerte estaba en todos los sitios en los que él estuviera, porque la muerte estaba en su interior.

La colección de radiografías recorría las sucesivas etapas de su crecimiento desde que, doce años antes, habían visitado al primer especialista. Su pierna derecha, ligeramente más corta que la izquierda, le provocaba frecuentes dolores de espalda y de cadera, además de unos andares algo ridículos, y le impedía mantenerse mucho tiempo en determinadas posturas (por ejemplo, inclinado sobre la mesa o el pupitre). A menudo le dolía también la rodilla de la pierna larga: sentía como si se le doblara hacia dentro de un modo totalmente antinatural. Algunos médicos consultados se mostraban partidarios del uso de alzas y plantillas. Otros, por el contrario, lo desaconsejaban, y en lugar de eso prescribían natación y tablas de gimnasia. Él, al final, acababa haciendo lo que le venía en gana o no haciendo nada.

Podría decirse que, debido a ese pequeño defecto físico, en Elías convivían tres personas diferentes. Por un lado estaba el Elías que, temeroso de exponerse a chanzas, usaba calzado ortopédico para ir al colegio y trataba por todos los medios de ocultar su cojera. Por otro lado, el Elías de casa, que, como sugiriendo oscuramente algún tipo de responsabilidad, no desaprovechaba ninguna ocasión de quejarse de molestias y dolores en presencia de su madre. Y, finalmente, el Elías que en el chalet de su abuela se burlaba de sí mismo renqueando de forma cómica y exagerada. Tres ámbitos distintos, tres actitudes distintas, como si una combinatoria elemental hubiera jugado con su leve malformación para aplicar un efecto multiplicador a su personalidad.

—¡Eres un jaimito! —exclamaban Mercedes y Felisa a dúo.

—¡El mago Jaimito! No suena muy solemne, la verdad…

—Vuélvelo a hacer. A ver si pillo el truco —decía Felisa, rascándose unos restos de laca de uñas.

—¿Truco? ¡Pero si no hay truco!

Donde más a gusto se sentía era, claro, en el chalet, con las dos mujeres agasajándole y riéndole las gracias. Habían abandonado las artesanías en estaño por la decoración de figuritas de escayola, que luego regalaban a un mercadillo benéfico. Elías les hacía compañía varias tardes a la semana y, mientras ellas trajinaban con sus pinceles y sus frasquitos de esmalte y sus láminas de pan de oro, él ensayaba juegos de manos. Se había aficionado al ilusionismo gracias a un sacerdote que frecuentaba la Congregación, y después había seguido practicando por su cuenta. La mayoría de sus trucos eran con cartas. Las desplegó en abanico para que su abuela escogiera una.

—Mírala bien. ¡Y no se te ocurra decirme cuál es!

Mercedes se la acercó tanto a la cara que sus ojos casi bizquearon.

—¡Lo has vuelto a hacer! —la acusó Elías.

—¿El qué?

—Echarle el aliento. ¿No te das cuenta de que la identifico por el olor?

—¡Qué tontería!

Felisa le arrancó la carta de la mano y con movimientos briosos la ventiló a la altura de sus rodillas. Elías hizo un bailoteo ridículo y la invitó a colocarla sobre uno de los dos mazos. Los cogió, los mezcló, barajó. Mientras tanto, hacía chistecitos sobre el serio problema de olor corporal que tenían en esa casa. Las dos mujeres resoplaban y fingían ofenderse. Elías formó varios montoncitos con los naipes y los fue olisqueando. Se detuvo en uno de ellos y, exagerando un gesto de repugnancia, sacudió la cabeza.

—De verdad: ¡menuda halitosis, abuela! —Y, sin dudarlo, sacó una carta, que sostuvo en el aire como quien sostiene un gusano—. Es ésta, ¿verdad?

—¿Pero cómo demonios…? —exclamó Felisa con regocijo—. ¡Nos tienes que explicar el truco!

—Ya te he dicho que no hay truco. Sólo un olfato muy desarrollado.

Todos sus trucos con cartas eran variantes del mismo, y todos muy sencillos si se disponía de unos naipes biselados, es decir, de unos naipes con el canto superior cortado en trapecio. En el momento de partir la baraja había que volver discretamente una de las dos mitades para que luego, al juntarlas, quedara entre ellas una mínima hendidura que, perceptible al tacto pero no a la vista, indicaba el lugar exacto en el que había quedado la carta. Lo demás era el paripé de barajar cuidando de que ésta estuviera siempre localizada.

—¡Hazlo otra vez! —insistió Felisa, testaruda.

—Si me pagáis, de acuerdo. ¡Estoy harto de actuar gratis para vosotras! —dijo él y, agitando en el aire unas maracas imaginarias, inició una solitaria conga.

El barullo creció con las protestas de las mujeres. Fosca, adormilada hasta ese momento, saltó sobre las piernas de Elías, que golpeó sin querer una esquina de la mesa. Las otras dos, riendo, se apresuraron a sujetar los frascos y los botes, lo que hizo que él se animara a simular más choques casuales y que las figuritas de escayola se tambalearan, provocando nuevos gritos de alarma: ¿quería dejar de hacer el bobo?, ¡a ver si iban a tener una desgracia!

Mercedes nunca había ocultado su debilidad por sus dos nietos mayores, y en los últimos tres años, los mismos que Ramiro llevaba instalado en Las Palmas, la relación se había vuelto aún más estrecha. Para ella era como si la separación de Ramiro y Miriam (que había sido la primera en dar por hecha y que a sus ojos convertía a Daniel y Elías en algo parecido a unos huérfanos) los hubiera expuesto a unas tensiones imprevistas que la obligaban a tomarlos bajo su protección. Mercedes los seguía viendo como diez o doce años antes, en la época en que, los sábados por la tarde, los llevaba con Samuel a merendar y a ver películas de romanos. Para entonces ya sólo aguantaba a su marido si los niños estaban delante. Con sus peleas, con sus rarezas, con sus caprichos de nietos consentidos, Daniel y Elías siempre habían sabido sacar lo mejor de ambos, tanto de Samuel como de ella misma, y todos sus desaguisados estaban disculpados de antemano. Ahora, al lado de esa débil y arrugada Mercedes de setenta y ocho años, resultaba paradójico que los desvalidos siguieran siendo ellos, dos chicarrones fuertes, bien plantados, de huesos grandes y cuello poderoso, con rasgos ya de adulto y no de niño, el pelo del pecho asomándoles por encima de los botones superiores de la camisa. Entre su abuela y ellos seguían rigiendo pautas de comportamiento que tenían más que ver con el pasado que con la realidad, y nadie parecía descontento con su propio papel. ¿Que la abuela les atosigaba a veces con sus interrogatorios y sus consejos y sus admoniciones? Estupendo: eso significaba que les quería y se preocupaba por ellos. ¿Que además estaba dispuesta a mostrarse magnánima siempre que se le presentara la oportunidad? Mejor aún: ella disfrutaba ejerciendo la generosidad y ellos querían ponérselo fácil. ¿Había algo más sencillo que plegarse a la única exigencia que se les imponía, que no era otra que la de dejarse querer?

La anciana Mercedes dependía más de sus nietos que éstos de ella, y eso era algo que, conscientes del secreto poder que les otorgaba, no solían desaprovechar. Una y otra vez ponían a prueba su pacto de lealtad mutua sometiéndola a chantajes inofensivos. Si tenían previsto algún viaje (las ocasionales visitas a Ramiro en Las Palmas, las excursiones con el colegio, alguna escapada con los amigos), sabían que contaban con su apoyo financiero y, cuando Daniel (contra la voluntad de su madre, que le había castigado por sus malas notas) quiso sacarse el carnet de conducir, Mercedes no tuvo inconveniente en pagárselo.

Pero su respaldo no era sólo económico. Daniel, que a los dieciocho años se presentó voluntario a la mili, le apareció un día con los números de teléfono de unos militares que habían estado destinados en Melilla.

—¡Pero si hace más de veinte años que no vivo allí!

—Tú llámales. El abuelo tenía muy buenos amigos en el ejército, ¿no?

—¿Seguro que esto no es delito?

—¿Cómo va a ser delito copiar unos números de teléfono?

A Mercedes ninguno de esos nombres le resultaba familiar. Llamó sin embargo a unos y a otros y, tras aguantar unas cuantas reacciones más bien desabridas, acabó localizando a una mujer, casada con un teniente coronel, que resultó tener una lejana relación de parentesco con uno de los militares que habían fundado con Samuel la constructora malagueña. Se vieron un par de veces para hablar de los viejos tiempos y acabaron confiándose mutuamente los pequeños problemas domésticos. Una mañana, Daniel llamó al chalet desde su nuevo destino. Estaba eufórico.

—¡Eres un genio, abuela! ¡Oficinas! O mejor aún: ¡las oficinas de la residencia de oficiales! Aquí los jefazos están siempre de paso… ¿Sabes lo que significa eso? Que, si eres discreto, nadie te controla. Que puedes entrar y salir cuando quieras. ¡Más que una mili, voy a tener unas vacaciones!

A Elías no tuvo que buscarle ningún enchufe porque, debido a su cojera, fue declarado inútil para el servicio. El favor que Elías pidió a su abuela fue aún más comprometido que el de Daniel y estuvo a punto de enfrentarla para siempre a Miriam.

Estaban en el chalet. Era uno de esos plomizos domingos de mediados de junio que anticipan los rigores del verano. Mientras Felisa terminaba de quitar la mesa, Mercedes, Miriam y Elías se disponían a sestear ante el televisor. De camino hacia el sofá, Miriam señaló distraídamente la estantería y dijo:

—Esos tomos están inclinados. ¿Cuándo devolverás los que faltan?

Elías, sabiendo que se refería a la Historia del arte del marqués de Lozoya, se tomó unos segundos para contestar:

—Todavía me falta la selectividad.

—Que se los lleve todos, si quiere —dijo Mercedes, dejándose caer en el sillón—. ¡Para el caso que les hacemos en esta casa!

A veces, la más anodina de las conversaciones es capaz de alterar el curso de una vida. Mientras las mujeres dormitaban viendo La casa de la pradera, Elías no paraba de darle vueltas en la cabeza. Por un lado, Miriam no tenía por qué saber que él se había llevado prestados esos tomos, que guardaba junto a sus pertenencias más personales en el cajón de debajo de la cama. Y por otro, aunque no era del todo falso que los necesitaba para la asignatura de arte, su interés iba mucho más allá. ¿Qué habría sido de él sin los exuberantes desnudos que poblaban sus páginas, esas Evas, esas Venus (¡esa Olympia de Manet!) que le permitían modelar su deseo en torno a una carne y una piel visibles y concretas, desde luego mucho más que las de sus recatadas compañeras de COU? Se imaginó a su madre fisgando entre sus cosas, averiguándolo todo sobre su intimidad y sus secretos. Se la imaginó imaginándole y se apoderó de él una mezcla de rabia y repugnancia: rabia porque no concebía una profanación mayor, y repugnancia porque en su relación con su madre cualquier atisbo de carnalidad le parecía envilecedor. Una certidumbre se abrió camino en su pensamiento: no quería a su madre. Aún más: no recordaba haberla querido nunca. Los buenos recuerdos del pasado perdían sustancia, desleídos en la ebullición del presente. Por motivos que él mismo no era capaz de especificar, se sentía maltratado por Miriam, y su mera compañía le resultaba difícil de sobrellevar. Tenía que alejarse de ella. Tenía que iniciar una nueva vida en otra ciudad.

Esa misma semana, aprovechando el lapso entre los exámenes y la selectividad, debía viajar a Las Palmas. Era la cuarta vez que visitaba a su padre pero la primera que lo hacía a solas, sin Daniel, que no había obtenido (o no había pedido) el permiso. Lo peor era el madrugón para coger el tren, un expreso que paraba en todas las estaciones y apeaderos y tardaba más de cinco horas en llegar a Madrid. A partir de ahí, todo se aceleraba: el autobús al aeropuerto, la búsqueda de la sala de embarque, la propia excitación del vuelo, que para él seguía siendo una novedad… Entre unas cosas y otras, cuando por fin su avión aterrizaba en el aeropuerto de Gran Canaria, hacía más de doce horas que se había puesto en marcha: demasiadas para una estancia de sólo dos días.

Ramiro asomó entre el grupito de gente que esperaba en la terminal. Al ir a saludarse, vacilaron entre el beso y el abrazo, y acabaron chocando las narices. En los tres años que llevaba viviendo en Las Palmas, Ramiro había ganado peso y perdido pelo. Bromeó:

—¡Vaya maletón! ¿Llevas ahí metido al Santo Padre? No me hagas caso. Es un chiste. Vamos. Estoy aparcado en doble fila.

Seguía teniendo el Seat 132 marrón, a pesar de que en las Islas Canarias los coches eran bastante más baratos que en la Península. Todas las veces que habían hecho juntos ese trayecto, se había empeñado en comportarse como un guía turístico: en aquella dirección estaba Maspalomas, ahora pasarían junto a Telde, ¡qué vistas tan bonitas…! Se incorporaron al tráfico de la ciudad. El hotel estaba frente a la playa de las Canteras, en la zona de la Puntilla. El conocido que tres años antes le había contratado como contable había ido desprendiéndose de hoteles y ya sólo poseía uno, el Iris, en el que ahora Ramiro trabajaba como gerente. Elías descubrió que no sólo trabajaba sino que también vivía en el Iris. Su padre le enseñó la habitación, más bien pequeña, y él pensó por un momento que le iba a tocar dormir en el estrecho sofá. Ramiro señaló la ventana, por la que a esas horas sólo entraba un resto de luz rebotada.

—Da al patio interior pero mejor así —dijo—. Menos follón, ¿no?

—La última vez tenías tu propio apartamento —comentó, intentando que no sonara como un reproche.

—¡Figúrate! Todo el día yendo y viniendo…

En una esquina se amontonaban varios pares de zapatos, y en la mesilla, al lado de un transistor, había unas cuantas hojas de periódico abarquilladas por la humedad. Elías se imaginó a su padre en la cafetería arrancando las páginas de pasatiempos para tener algo con lo que entretener sus horas de soledad. Permanecieron unos segundos sin decirse nada, hasta que Ramiro señaló el pasillo con la cabeza y agarró la maleta.

—Bueno… —dijo.

La habitación que le había reservado a él era de las buenas, de las que miraban a la playa. Ramiro lanzó el pesado llavero sobre la cama de matrimonio y paseó por la estancia con orgullo de propietario, husmeando en armarios y cajones, comprobando grifos e interruptores. Abrió la puerta corredera y accedió a la terraza agitando los brazos como para indicar su amplitud o agradecer unos aplausos imaginarios.

—¿Es una maravilla o no es una maravilla? —dijo.

Elías recorrió con la mirada la fila de palmeras que delimitaba el paseo y asintió con la cabeza. Su padre inspiró con fuerza.

—Y esta brisa… ¡Llénate los pulmones!

Antes de dejarle a solas, hizo el gesto de quien cae en la cuenta de algo. Se sentó en la cama y descolgó el teléfono.

—¿Maribel? Soy yo. ¿Qué pasa con los bombones de bienvenida? A la 114. Es mi hijo Elías, un chico estupendo. Lo que te pida, ya sabes… —Aquí Ramiro le guiñó un ojo—. Y súbele también algo de fruta. Unos plátanos. Lo dicen en la tele: «Todos los días un plátano, por lo menos». Sí, eso es, la 114.

Luego, como si el ejercicio de su autoridad le hubiera fatigado, soltó un suspiro y le dijo adiós con la mano. Elías deshizo el equipaje. El neceser y la escasa ropa de verano fueron a parar a una silla. Todo lo demás siguió dentro de la maleta, incluidos los libros de la selectividad, que había llevado consigo porque confiaba en estar a tiempo de hacer el traslado de matrícula. Guardó la maleta en el armario y se lavó los dientes. Media hora después, los bombones de bienvenida y los plátanos seguían sin llegar. Bajó por las escaleras. Como no vio a su padre por ningún lado, salió a la calle y echó a andar. Aún era de día. Cogió la guagua y llegó al barrio de Vegueta, que ya conocía de los viajes anteriores: la catedral, la Casa de Colón, el Teatro Pérez Galdós… Estaba tratando de convencerse a sí mismo de que aquél era un buen lugar para iniciar su nueva vida. Volvió andando al hotel. Nadie en recepción supo decirle dónde estaba su padre. Cenó cualquier cosa en la cafetería y se encerró en la habitación. A través de la terraza llegaban voces y risas y ruido de motos que parecían acelerar hasta el infinito. No era muy tarde. Elías esperaba que en cualquier momento su padre diera señales de vida. Hacia las doce sonó el teléfono.

—Sólo quería asegurarme de que estabas bien. Hoy he estado muy ocupado. ¡No sabes lo que es esto! Mañana nos vemos. Supongo que querrás ir a misa… Mañana es domingo, ¿no?

Al día siguiente bajó temprano a la playa. Extendió la toalla cerca de unas barcas y se entretuvo mirando a la gente que paseaba por la orilla. Volvió al hotel a la hora de comer, y Ramiro, que hablaba en inglés por el teléfono de recepción, le hizo señas para que pasara al comedor. Le extrañó escuchar a su padre hablando en otro idioma. Ni siquiera sabía que su padre pudiera defenderse en inglés, y le pareció que hablaba con una voz que no era la suya, impostada como la de los actores de doblaje. Elías escogió una mesa pequeña junto a la ventana y se levantó a servirse ensalada. Era la primera vez que comía en un bufet y, como si se sintiera vigilado, procuró no abusar de las bandejas que más le gustaban: la de la remolacha en vinagreta, la del cóctel de gambas. De segundo plato eligió calamares a la romana. Ramiro se demoraba en las mesas de los que parecían ser clientes habituales. Elías, desde su rincón, no podía evitar escuchar los chistes de unos y otros. Por muy viejos que fueran, los de su padre eran celebrados con grandes risas: «Van un inglés, un francés, un alemán y un español…». Elías no le recordaba esa afición. De hecho, no recordaba que nunca hubiera sido una persona festiva y dicharachera. Por hacer algo, se levantó a servirse un trozo de pastel de manzana. Ramiro desapareció detrás de la puerta de la cocina. El comedor empezaba a vaciarse, y Elías no sabía si debía esperar a su padre o no.

—¡Por fin un poco de tranquilidad! —le oyó exclamar al cabo de un rato.

Se sentó a su mesa con un plano de la isla. Se había cogido la tarde libre. ¿Dónde le apetecía ir? ¿A la playa del Inglés? ¿A San Agustín? ¿Por qué no a Mogán? Elías creía recordar que en todos esos sitios habían estado ya con Daniel, pero dijo que cualquiera de ellos le parecía bien. Le irritaba un poco esa exhibición de hospitalidad. No quería que su presencia allí fuera tratada como algo insólito o excepcional. Al fin y al cabo, eran padre e hijo, ¿no? Los camareros, ya en ropa de calle, iban pasando y despidiéndose hasta la noche. Ramiro, como si estuviera tratando de demostrarle algo, los llamaba a todos por su nombre y les preguntaba por la mujer y los hijos. De uno de ellos, cuando ya no podía oírles, comentó:

—Éste también iba para cura. Estudió en el seminario.

—Yo no voy para cura —le cortó Elías, y luego, suavizando el tono, añadió—: ¿Ya no restauras aparatos viejos?

—Todos hemos cambiado. Cuando quieras, nos vamos.

Se marchó de la isla sin llegar a insinuarle el propósito que le había llevado hasta allí. No porque no se le presentara la ocasión sino porque habría sido peor el remedio que la enfermedad. Si no recordaba haber querido jamás a su madre, tampoco recordaba haberse sentido querido por su padre. Durante el viaje en tren estuvo tentado de bajar en cualquier apeadero desconocido. ¿Por qué no hacía como esos vagabundos de las películas que iban por las granjas ofreciéndose a trabajar a cambio de un jergón de paja y algo de comida? Pero en el fondo sabía que nunca llegaría a hacerlo. Le faltaba valor. Llegó a Zaragoza cuando ya el sol se estaba poniendo. Salió de la estación de El Portillo cargando con la maleta y pasó por delante de una parada de autobús. Consultó los itinerarios. Una de las líneas llevaba a su casa, en la Gran Vía; otra, a la autovía de Logroño y los chalés de los americanos.

—¿Quién puede ser, a estas horas? —oyó la voz alarmada de Felisa.

—¡Soy yo! —gritó, aporreando el timbre de fuera con la palma de la mano.

No pudo evitar sonreír ante la visión de las dos mujeres en bata y camisón, el pelo recogido con horquillas, los ojos entrecerrados escudriñando la oscuridad.

—Esto parece una película de miedo. ¡O de risa! —dijo, y su abuela fingió indignación:

—¿Se puede saber qué demonios…?

Le prepararon unos huevos fritos con chistorra en la mesa de la cocina. Del salón llegaba como a ráfagas el sonido de la televisión. Elías se quitó los mocasines sin ayuda de las manos. Trataba de mostrarse alegre y despreocupado:

—¡Qué bien os lo vais a pasar cuidándome! He decidido venirme a vivir con vosotras. Felisa, ya puedes ir metiendo la ropa en la lavadora.

—¿Qué modales son ésos? —Mercedes hizo ademán de pegarle un cachete—. ¿Y la tontería esa de venirte a vivir? Tú ya tienes una casa. ¡Esto no es un hostal!

Elías habló con la boca llena:

—A mi madre no hay quien la aguante.

—Tu madre es tu madre —sentenció Felisa, acercándole el plato de ensalada.

—¿Se lo has dicho? —preguntó Mercedes.

—Llámala tú y díselo. No me apetece hablar con ella.

—¡Cielo santo! —exclamaron a la vez las otras dos.

—¡Cielo santo, cielo santo! —las imitó él, aflautando la voz, y luego buscó a la perra con la mirada—: ¿Quieres un poco de chistorra, Fosquita? ¡Pues te jorobas!

Tras más de veinte años de convivencia, Mercedes y Felisa compartían multitud de gestos y expresiones, y ya nadie sabría decir quién copiaba qué a quién. Quedaban muy lejos los tiempos en que, para irritación de Mercedes, Felisa tomaba prestadas las gafas de sol y las rebecas de Miriam, y ahora ella misma le regalaba las prendas de vestir que no se ponía. Casi iguales de talla (Mercedes seguía encogiéndose poco a poco) y con el pelo casi totalmente blanco, hasta habían empezado a desarrollar cierto aire de familia. Para Daniel y Elías, que conservaban muy pocos recuerdos de su abuelo, formaban una unidad compacta y natural que daba la sensación de haber existido siempre, y ninguno de los dos era capaz de imaginar a la una sin la otra: de ahí que dieran a Felisa una consideración muy superior a la de simple criada y que, en consecuencia, la hicieran también objeto de pequeños chantajes.

—Hazme la cama, Felisita.

—¡Ni se te ocurra llamarme así!

—No habrás dicho en serio lo de quedarte a vivir… —terció Mercedes.

—¿Aún no has llamado a mi madre? ¿A qué estás esperando? ¿A que se acueste?

Mercedes soltó un gruñido y fue hacia el salón. Felisa se puso a fregar cacharros. Elías aguzó el oído, pero el murmullo mezclado del agua y el televisor sólo le permitía captar retazos sueltos de la conversación telefónica. Mercedes volvió con cara de circunstancias.

—No se lo ha tomado muy bien.

—Ya se le pasará.

—Ha dicho que va a venir a buscarte y que te va a llevar de la oreja.

—¡Bah! —Elías escogió del frutero las cerezas más grandes.

—Yo le he dicho que aquí podrás estudiar mejor.

—Si piensas que sólo me voy a quedar hasta la selectividad, estás muy equivocada.

Apenas media hora después, oyeron el ruido de un motor y la cerradura de fuera. Miriam entró dejando la puerta abierta y, sin darles tiempo a reaccionar, se plantó delante de ellos con los brazos en jarras. Estaba rabiosa, fuera de sí.

—¿Qué está pasando aquí? Me has tenido no sé cuántas horas preocupada. He llamado a tu padre, he llamado a la estación… ¡Vístete y recoge tus cosas! ¡Tengo el taxi esperando!

Felisa, que ya se había acostado, se asomó al salón con gesto de inquietud. Elías, como si su delito fuera estar en pijama, se tapó con un cojín. Luego miró a su abuela en busca de auxilio. Miriam, mientras tanto, no paraba de gritar. Había algo ancestral o bíblico en su ira, una ira sagrada que sin embargo no iba tanto dirigida a Elías como a Mercedes.

—¡Son mis hijos y los educo como quiero! ¿Quién te has creído que eres para inmiscuirte en mis asuntos? ¿Tan orgullosa estás de ti misma? ¿Tengo que recordarte lo que pasó con Sara cuando tenía muy pocos años más que Elías? ¿Qué es lo que pretendes? ¿Que cometa tus mismos errores? ¿Que fracase también yo donde fracasaste tú? ¡Supongo que eso te hará sentir mejor!

Los demás seguían sin habla. Lo desmedido de su indignación dotaba a ésta de una legitimidad turbia e incontestable. Miriam señaló a su hijo con el índice.

—Te he dicho que te vistas y recojas tus cosas.

Elías se levantó, intimidado. Eso bastó para que los comportamientos de unos y otros entraran en una dinámica nueva. Mercedes trató de mostrarse razonable:

—¿Por qué te pones así? El chico sólo quiere pasar unos días en casa de su abuela. No es tan grave.

—Si se tiene que ir, se tiene que ir —terció Felisa, que luego hizo un gesto a Elías—: La maleta está debajo de la cama.

—Tengo el taxi esperando.

—Tranquilízate un poco… —dijo Mercedes.

—¡No me digas que me tranquilice!

—Por lo menos siéntate.

Elías tenía ya hecha la cama en la habitación de invitados, la misma habitación que primero había sido de Miriam, más tarde de Sara y finalmente de Samuel. Hizo la maleta un poco a la diabla, mezclando el pijama con la ropa limpia y los libros. En el salón, su madre y su abuela seguían dando voces. Fosca, ajena a todo y excitada, pugnaba por arrebatarle una zapatilla. Elías acabó apartando a la perra de una patada. Cuando se reunió con las mujeres, la discusión había alcanzado un grado de tirantez extremo.

—Eres injusta —decía Mercedes, a la defensiva—. Yo nunca te he echado en cara tu fracaso matrimonial…

—¿Lo ves? ¡Fracaso! ¡Lo acabas de decir!

—Llámalo como quieras. Llámalo ruptura.

—¿Por qué no te separaste tú de papá? ¡Porque no tuviste coraje!

—¡Qué estupidez!

—Pero en realidad no hizo falta que te separaras de él. Te bastó con dejarle morir. Mucho mejor así, ¿no?

Sus palabras tuvieron un efecto fulminante. Elías miró a su madre con estupor. Felisa se llevó una mano a la boca y dio unos pasitos sin objeto. Mercedes abrió mucho los ojos.

—¿Qué estás diciendo?

—¿Te crees que no lo sé? ¿Cuánto tiempo estuvo papá agonizando en el suelo?

—¡Miriam! —exclamó Felisa—. ¡Ya está bien!

Mercedes miró a la criada con más curiosidad que rencor. Felisa no fue capaz de sostenerle la mirada. Consciente ahora de la gravedad de sus acusaciones, Miriam habló con voz temblorosa:

—Si hubieras avisado a tiempo, todavía podría estar vivo…

—¿De dónde te has sacado esa patraña? Tu padre sufrió una embolia y murió. Iba a cumplir setenta y un años. Esas cosas pasan —replicó su madre, que luego soltó una risita—. ¿Tanto me odias? ¿Tanto me odias que me crees capaz de algo así?

Miriam no supo qué responder. Mercedes asentía lentamente con la cabeza y sonreía. Elías seguía aún con la maleta en la mano.

—Vámonos ya, mamá —dijo con un hilo de voz—. Nos va a salir carísimo el taxi.

—¿Cómo puedes dormir con este follón, hermanito?

—¡Déjame, coño! —murmuró él, tapándose la cara con la almohada.

Últimamente, la chica que más frecuentaba sus fantasías matinales era una compañera de COU B llamada María Izquierdo a la que alguna vez se había encontrado por la calle y no se había atrevido a saludar. En esas fantasías solía aparecérsele como una modelo que posaba para unos estudiantes de Bellas Artes entre los que estaba el propio Elías, que nunca había tenido buena mano para el dibujo. Más que su desnudez, lo que le excitaba (y al mismo tiempo le turbaba) era que ésta estuviera expuesta a las miradas de los demás. La suya era una espléndida desnudez pública. Y, sobre todo, sumisa: se le ofrecía en las posturas más variadas sin que hiciera falta requerírselo. Esa mañana de mediados de julio, María se había prestado a ser la Venus del espejo, y Elías deseaba que no acabara nunca el deleite de esas nalgas rotundas y esa cintura fina y esa piel blanquísima. Se esforzó por prolongar su contemplación pese a la irrupción primero de un extraño zumbido, semejante al tableteo de una ametralladora, y luego de las inoportunas preguntas de su hermano. Por unos instantes creyó haberlo conseguido y se mantuvo aferrado a ella. De repente, un estrépito de cristales rotos sacudió su duermevela, y un oscuro telón ocultó definitivamente la imagen de María. Elías se incorporó entre las sábanas.

—¿Qué ha sido eso?

Daniel, sentado en el borde de su cama, reía tontamente. A sus pies había tres bolsas de plástico llenas de botellas. Alrededor de una de ellas, que tenía las asas rotas, se iba extendiendo un charco, al tiempo que un penetrante olor a pacharán invadía la habitación.

—Mira que eres torpe… —dijo Elías, y su hermano, visiblemente borracho, siguió riendo.

Fue a la cocina a buscar la escoba y el recogedor. Envolvió los trozos de cristal en papel de periódico y los tiró a la basura. Luego pasó la fregona.

—Se ha metido debajo de la cama —rezongó—. Este olor no se va a ir nunca.

—No te pongas histérico —dijo Daniel, dejándose caer en la cama—. ¡Y déjame dormir!

—Algún día te pillarán.

—¿Cómo me van a pillar? Esos militarotes beben un montón. A partir de la segunda copa pierden la cuenta.

—Escóndelo, al menos. No querrás que se entere mamá.

—Ayer me paró una pareja de la policía militar y los mandé a tomar por culo, ja ja… ¿Quién se creen que son, con sus cascos blancos y su PM? ¡Una Puta Mierda! ¡Eso es lo que son!

Volvió a oírse el zumbido que había estado a punto de interrumpir las ensoñaciones de Elías. Dijo:

—¿Qué es eso?

—¿No te has enterado? Un incendio. En el Corona.

Estaban solos en casa. Miriam, que unos meses antes había dejado el trabajo en la tienda para dedicarse en exclusiva a su cartera de representaciones, tenía una reunión en Madrid y no volvería hasta la noche. Elías fue al salón y se asomó a la ventana. Como una libélula gigante, un helicóptero sobrevolaba la Gran Vía a la altura del cruce con Goya. Encendió la radio y sintonizó una emisora local. Lo del hotel Corona de Aragón, el único de cinco estrellas de la ciudad, no era un simple incendio. Era una catástrofe. El locutor, con la voz entrecortada por la emoción, hablaba de decenas de muertos, tal vez un centenar, muchos de ellos huéspedes que, acorralados por el humo y las llamas, habían optado por arrojarse al vacío. Los relatos de los testigos eran estremecedores. Una mujer, entre sollozos, decía haber visto más de treinta cadáveres alineados en la acera. Un vecino describía la desesperación de una madre intentando descolgar a su pequeña hija atada a unas sábanas. De vez en cuando, el locutor tomaba la palabra para recordar que las autoridades habían descartado que se tratara de un atentado terrorista, hipótesis que había cobrado fuerza al hacerse público que en el hotel estaban alojados muchos familiares de militares (incluidos Carmen Polo y cuatro miembros de la familia Franco), que esa mañana iban a asistir en la Academia General a la entrega de despachos a los cadetes. Elías, alterado, corrió al dormitorio.

—¿Te has enterado? ¡Casi muere la viuda de Franco!

Profundamente dormido, Daniel entreabrió un momento los ojos y, antes de volverlos a cerrar, murmuró algo ininteligible. Ni siquiera se había quitado los zapatos. Las botellas robadas seguían ahí delante. Elías abrió los cajones inferiores de la cama en busca de un sitio donde esconder el botín, pero también allí había botellas. ¿Para qué querría tantas? ¿Tenía intención de traficar con ellas? Al final, las metió en el armario, detrás de las cajas con la ropa de invierno. Luego volvió al salón y siguió escuchando la radio. Ahora decían que el fuego se había declarado en una cocina de la primera planta y los materiales inflamables con los que estaba decorado el edificio habían facilitado su rápida propagación. Tanta insistencia por parte de las autoridades resultaba sospechosa, y a Elías le parecía que eso no restaba dramatismo a los hechos. El ruido atronador de los helicópteros le recordaba que todo eso era verdad y que estaba ocurriendo cerca, muy cerca de allí, en una calle por la que había pasado cientos de veces. Le sobrecogía pensar que en ese momento pudiera haber alguien como él colgado de una ventana y dudando entre arrojarse contra el asfalto o dejar que las llamas le devoraran. ¡Morir, y además de esa manera! Nuevos testimonios aportaban más detalles de sufrimiento, y sólo algunos rasgos de solidaridad espontánea y valentía procuraban algún consuelo en medio de aquel horror: los transeúntes que habían amortiguado con mantas el impacto de un salto desesperado, el bombero que había cargado a hombros con una anciana, las numerosas llamadas de gente anónima que se ofrecía para donar sangre y colaborar… Elías permanecía atento a la radio como los niños a los cuentos de miedo, con la misma sensación de angustia y escalofrío. Daniel apareció en calzoncillos y gruñó:

—¡Putos helicópteros!

Entró en el cuarto de baño y, sin molestarse en cerrar la puerta, vomitó ruidosamente. Luego se refrescó la cara con agua y salió al pasillo.

—¿Vas a pasarte toda la mañana así? —dijo, señalando la radio.

Sonó el teléfono. Daniel contestó con desgana.

—¿Dígame? Sí, pero está de viaje. Llame mañana —dijo, y colgó.

Volvió a sonar el teléfono cuando ya Daniel iba camino del dormitorio. Esta vez lo cogió Elías. Su interlocutor, que se identificó como subinspector de la policía municipal, preguntó si ése era el domicilio de doña Miriam Caro Campillo.

—¿Qué ha pasado?

—¿Es usted pariente suyo?

—Soy su hijo.

Su tono de voz alertó a Daniel, que se detuvo en mitad del pasillo. Las respuestas de Elías casi siempre quedaban a medias:

—Sí, claro que me he enterado de lo del incendio… ¿En el Hospital Provincial…? ¿Con crisis nerviosa y síntomas de intoxicación por inhalación de…? No puede ser, tiene que ser un… ¡Le digo que no puede ser…! Está de viaje. Está en Madrid y no vuelve hasta…

Daniel se acercó al teléfono y torció la cabeza hacia el auricular. Elías, angustiado, sólo acertaba a farfullar frases inconexas. El policía, que tenía voz de viejo, trataba de tranquilizarle:

—Ha tenido mucha suerte. Se encuentra en buen estado. Sólo un poco conmocionada, como es lógico. Supongo que los médicos no tardarán en darle el alta. Y también a don Higinio Lafuente Abadía.

—¿A quién?

—Al comandante Lafuente, el que estaba con ella en el momento de…

Los dos hermanos cruzaron una mirada de incredulidad. Luego Elías colgó, y la expresión de uno y otro se fue transformando lentamente, la de Elías en un rictus de desolación, la de Daniel en una sonrisita pícara. Ahora los dos lo entendían todo.

—Conque en Madrid, ¿eh? —dijo Daniel—. ¡Vaya con la mosquita muerta!

Sin poder contenerse, Elías le lanzó un puñetazo a la barbilla. Daniel trastabilló y cayó al suelo. Aunque era más alto y más fuerte que él, en el suelo y en calzoncillos parecía muy vulnerable. Elías le dio primero un pisotón en la espalda y luego varias patadas en el costado, y mientras tanto gritaba:

—¡Retira eso que has dicho! ¡Retíralo!

—¿Pero qué he dicho? ¡Dime qué he dicho! —gritaba el otro, tratando de esquivar los golpes—. ¿Te has vuelto loco?

Elías paró por fin, pero siguió amenazándole con los puños. Daniel se puso en pie y se frotó la barbilla.

—Te has vuelto definitivamente loco… —dijo.

Miriam creía haber tomado por fin las riendas de su vida. A sus representaciones de patucos, camisetas térmicas y tirantes para caballero se habían sumado otras dos de ropa deportiva, lo que no sólo le había procurado una estabilidad económica desconocida desde la caída en desgracia de Ramiro sino también una gratificante sensación de seguridad en sí misma. Lo demás vino casi rodado: las insidias de su madre y su hermana se esfumaron con el anuncio de su voluntad de divorciarse tan pronto como las leyes lo permitieran, y ella descubrió aliviada que, por el motivo que fuera, en su familia ya no se sentían con derecho a tenerle lástima. ¡Que le guardaran rencor si eso les sentaba bien, pero que nunca más volvieran a compadecerse de ella! Por supuesto, le quedaba por resolver su relación con sus hijos: de algún modo tenía que arreglárselas para enderezar al tarambana de Daniel y vencer las eternas suspicacias del problemático Elías. Pero la nueva Miriam no era como la de antes, pusilánime, conforme, acostumbrada a ceder la iniciativa y rehuir los enfrentamientos. Ahora Miriam se sabía con fuerzas, y esas mismas fuerzas la habían llevado a convertir en una misión superior lo que en otras circunstancias habría sido un lastre. Ahora tenía algo por lo que luchar, y se sentía a gusto viéndose a sí misma como una mujer animosa, desprendida, ejemplar, que hacía las cosas que hacía por sus hijos y no por ella y que no se permitía más alegrías que las que ellos estuvieran dispuestos a proporcionarle. De ese espíritu de esfuerzo y sacrificio le venía esa autoridad recién estrenada, una autoridad que explicaba por ejemplo su irrupción nocturna en el chalet de Mercedes para reclamar sus derechos sobre Elías, que eran todos (y todos irrenunciables). Sus sobreactuaciones y sus intransigencias estaban a su juicio más que justificadas: ¡ella no debía nada a nadie y, en cambio, sus hijos le debían obediencia y respeto!

La nueva Miriam ofrecía una estampa de abnegación e integridad en la que no encajaba su relación con Higinio: también por eso (y no sólo porque Higinio tuviera mujer e hijos) se esmeraba en mantenerla en secreto. Un año antes, cuando se conocieron en los bancos de la plaza, se había limitado a darle un poco de conversación y acompañarle al hotel. Pasados unos días, él la llamó desde Madrid para disculparse: había bebido demasiado y no estaba seguro de no haber dicho ninguna inconveniencia. A Miriam le hizo gracia tanta delicadeza, y en su respuesta iba implícito cierto coqueteo. «Si estando borracho eres tan gentil, no puedo ni imaginar cómo serás cuando no bebes», dijo. En el primer viaje de Higinio, de regreso del funeral de un compañero de arma asesinado en el País Vasco, paró en Zaragoza y la volvió a llamar. Miriam lo vio tan desvalido que no fue capaz de negarle el consuelo, y esa tarde pasaron unas horas juntos en una habitación del hotel Don Yo. Tal vez su relación no habría ido más allá si ella no hubiera obtenido las representaciones de ropa deportiva, que la obligaban a viajar a Madrid con cierta regularidad. Higinio se ofreció enseguida como guía y anfitrión, y las siguientes veces se encontraban directamente en un hotel de la calle Juan de Austria en cuanto concluían sus reuniones de trabajo. Que acabaran inventándose compromisos ficticios para poder verse en terceras ciudades surgió de un modo natural. En Toledo o en Salamanca o en Ávila podían meterse en un restaurante, sentarse en una terraza o pasear por la calle sin miedo a ser descubiertos. Con frecuencia hasta se besaban en público. Esa sensación ya casi olvidada de libertad absoluta resultaba muy placentera, y Miriam sabía que le costaría renunciar a ella.

Lo que había empezado como una relación azarosa y accidental se fue convirtiendo en algo estable. Higinio y ella estaban manteniendo una relación adúltera. Higinio, con sus ojos oscuros y sus cejas pobladas, con esos brazos cortos y recios, con ese cuello ancho que tanto le gustaba acariciar, Higinio, del que durante cuarenta y ocho años no había sabido nada y al que en otras circunstancias ni siquiera habría prestado atención… Ese hombre y ella eran amantes. ¡Amantes! ¿De verdad lo que había entre ellos era amor? Miriam sentía un intenso afecto por él, y jamás negaría que le quería. Pero el amor era otra cosa, ¿no? El amor no era buscar fuera de casa ese cariño que no encontraba en sus hijos ni en su madre ni en su hermana. El amor no era conformarse con Higinio porque Sebastián se había olvidado de ella. El amor no era agradecer esos momentos de intimidad que tanto había echado de menos desde su fracaso matrimonial… No, el verdadero amor era algo demasiado grande y demasiado hermoso para que pudiera haberse construido sobre miserias y derrotas. Sabiéndose lejos de estar enamorada, reconocía que sus encuentros en habitaciones de hotel constituían los únicos momentos de dicha que a esas alturas podía esperar de la vida, momentos en los que volvía a ser esa Miriam dulce, alegre y despreocupada que siempre había creído ser y que confiaba en seguir siendo: la Miriam feliz. ¡Con lo fea que siempre le había parecido la palabra «adulterio», y ahora su felicidad dependía de ella!

Por discreción, no habían vuelto a citarse en Zaragoza desde la tarde en el hotel Don Yo. Casi un año después, la entrega de despachos en la Academia General Militar se les presentó como una buena excusa para volverse a ver. La mujer de Higinio, que muy pocas veces le acompañaba a los actos oficiales, nunca recelaría de ese viaje, y él, para no levantar sospechas, aceptó que los compañeros de promoción con los que iba a compartir coche le reservaran habitación en el mismo hotel. A Miriam, por su parte, no le costó convencer a sus hijos de que ese día tenía una reunión de trabajo en Madrid y, para disimular, hasta metió un par de muestrarios en su bolsa de viaje. Se despidió de Elías a tiempo de coger el talgo pero, en vez de encaminarse hacia la estación, se dirigió al hotel, donde Higinio estaba ya esperándola. Era la tarde del miércoles 11 de julio, y tenían por delante más de quince horas para estar juntos. Se abrazaron, se besaron, se prepararon unos cócteles con las botellitas del minibar. Luego pidieron que les subieran la cena a la habitación. Cuando Miriam fue a sacar al pasillo las bandejas con las sobras, Higinio se echó a reír: «¿Tantas cautelas para eso? ¡No querrás que mañana me pregunten todos por qué he pedido dos cenas!». Encendieron la televisión con el volumen apagado y se metieron en la cama. El resto del tiempo lo pasaron queriéndose y jugando a poner voz a los presentadores del telediario: el Skylab se desintegraría o caería en el Índico, los españoles podían dormir tranquilos, bla-bla, los científicos de la NASA, bla-bla-bla…

Lo último que Miriam recordaba de esa noche era que se había quedado dormida en brazos de Higinio con la luz encendida. La despertaron unos golpes en la pared y unas voces que parecían venir de muy lejos. Higinio, desnudo, saltó de la cama y se abalanzó sobre la puerta. Un humo oscuro y espeso se coló rápidamente en la habitación. Cerró de un portazo. Se miraron a los ojos, aterrorizados. Higinio pulsó varios interruptores, pero no se encendió ninguna bombilla.

—¡Rápido! ¡Hay que salir de aquí! —gritó, buscando a tientas el pantalón y los zapatos.

Miriam, envuelta en una sábana, se apresuró a descorrer cortinas. En la calle ya era de día y no parecía ocurrir nada anormal. Descolgó el teléfono de la mesilla pero no había línea. Cuando volvió a mirar a Higinio, éste, a medio vestir, había abierto el grifo del lavabo y estaba mojando unas toallas. Miriam se tapó la boca para toser. Le habían empezado a llorar los ojos, y entre las lágrimas y el humo le costaba mantenerlos abiertos. El súbito frescor de la toalla en el pecho la hizo reaccionar. Higinio volvió a gritar:

—¿Pero qué haces? ¡Date prisa! ¿No ves que es un incendio?

Ahora ella no tenía más que la toalla para cubrirse. Él rescató del suelo un rebujo de ropa y se lo entregó. «¡Los zapatos! —decía—, ¿dónde dejaste los zapatos?, ¡no puedes salir descalza!». Miriam se puso las bragas y buscó debajo de la cama. Mientras terminaba de vestirse, Higinio cogió la papelera y fue a llenarla a la ducha.

—¡Voy a abrir! ¡Voy a abrir y vamos a echar a correr! —le oyó decir con una voz áspera y apremiante que no parecía suya.

Miriam quiso creer que había dicho «¡sígueme!», pero no fue así. Asintió con la cabeza, conteniendo el aliento. La lengua de humo que entraba por debajo de la puerta se enroscaba un poco sobre sí misma y luego se extendía informe por la habitación. Con el humo entraban también partículas de ceniza que se le pegaban en el pelo y la cara. Su olor era intenso, penetrante, un olor como a neumático quemado, y Miriam se acordó de cuando en casa se les estropeó la vieja nevera Electrolux.

—¡La toalla! ¡Póntela en la cara para respirar! —dijo Higinio y, sosteniendo el cubo con el brazo izquierdo, se dispuso a abrir la puerta.

En el pasillo no había llamas. Sólo humo, una densa pared de humo que al momento se desplomó sobre ellos. Con un gesto de desesperación, Higinio vació el cubo en el aire y desapareció.

—¡Espérame! —gritó Miriam.

De repente se encontró en mitad de la nube de humo, con la toalla pegada a los labios y sin saber qué hacer ni para dónde correr. Estaba totalmente desorientada. No recordaba ni en qué piso se encontraba ni si las escaleras estaban cerca o lejos. Lo único que sabía era que Higinio estaba intentando salvarse por su cuenta y, en su desolación, le pareció lógico que la abandonara para no tener que dar explicaciones. Caminaba sin ningún rumbo. En torno a los ojos se le había formado una costra que le impedía distinguir algo más que las débiles luces de emergencia. El sabor a goma quemada se le había instalado en la garganta. Oyó gritos y sintió carreras de personas en algún lugar cercano pero imposible de precisar.

—¡Socorro! —exclamó.

Varias personas, quizás tres o cuatro, se cruzaron con ella en la oscuridad, y trató de seguirlas. Luego chocó con alguien y cayó al suelo. Se quedó unos instantes ovillada contra la pared. Entre las voces y las toses se distinguía también el llanto de un niño. Volvió a pasar gente por el pasillo. Como iban tanteando la pared, tropezaban con ella o la pisaban. Intentó nuevamente sumarse al grupo, pero caminaba a ciegas, concentrada sobre todo en absorber el escaso aire respirable. Se dijo que habían cometido un error saliendo al pasillo. Pero ya era tarde. ¿Dónde estaba la habitación? Tocó el pomo de una puerta. Estaba muy caliente. Por primera vez reparó en lo elevado de la temperatura. Estaba ya desfallecida. ¿Ésa iba a ser su muerte? ¿Así iba a morir? ¿En un incendio de un hotel? Alguien la agarró de un brazo y la arrastró por el pasillo. Quienquiera que fuese le estaba dando órdenes, que ella, de todas maneras, era incapaz de entender. De golpe se encontró en un balcón. Allí al menos se podía respirar. Se oían ya las sirenas de las ambulancias y los camiones de bomberos. Incapaz de contenerse, se dejó caer en un rincón y tuvo varias arcadas. A su lado, una joven en albornoz soltaba unas toses tan ruidosas y desgarradoras que ni siquiera parecían humanas. En el balcón había tres personas más.

—¡Las llamas acabarán llegando! —gritó alguien.

—Conserven la calma. Ya están aquí los bomberos.

El que hablaba era el hombre que la había llevado hasta allí, corpulento, con bigote, tal vez un militar compañero de Higinio. Miriam, respirando por la boca, miró a través de los barrotes de la barandilla. Una gran masa de humo que subía desde la izquierda lo teñía todo de negro y apenas si dejaba entrever los camiones desde los que los bomberos atacaban el fuego con sus potentes mangueras. Por el otro lado, hacia la Puerta del Carmen, se distinguía el amplio perímetro de seguridad establecido por la policía, fuera del cual se agolpaba la multitud de curiosos. De la calle llegaban gritos que el sonido de las sirenas hacía casi inaudibles. El hombre del bigote agitó la cabeza con preocupación: a sus espaldas el humo iba haciéndose más espeso por momentos.

—No podemos esperar —dijo—. ¡Son sólo tres pisos!

Entró a coger sábanas y dio instrucciones para que las fueran anudando con fuerza por los extremos. Miriam se asomó por encima de la barandilla. Eran sólo tres pisos pero a ella le pareció una enormidad. A su lado, el del bigote y otro hombre estiraban con fuerza de las sábanas para apretar los nudos. Luego las ataron por un extremo a la barandilla, comprobaron su longitud y tiraron de nuevo hacia arriba.

—Usted que pesa poco irá primero.

—¿Yo?

—Con esto llegará hasta el balcón del primero. —El hombre del bigote improvisaba alrededor de su cintura una especie de arnés. Miriam, temblorosa, se dejaba hacer—. Desde ahí podrá saltar. Están poniendo colchones. Todo irá bien. No mire abajo. Agárrese con todas sus fuerzas y mire sólo para arriba. Míreme sólo a mí.

Ella se abrazó a él, un desconocido. Al tenerle tan cerca, se fijó en su nariz torcida y en el blanco de sus ojos, que refulgían en el rostro tiznado.

—¿Cómo se llama? —dijo.

—Andrés. ¿Y usted?

—Miriam.

—Ánimo, Miriam.

Entre unos y otros, la ayudaron a pasar al otro lado de la barandilla. Emitió un gemido al tocar los barrotes, que estaban quemando. Andrés trató de sonreír.

—No me falle, Miriam. Si usted se salva, nos salvamos todos.

Ella asintió con la cabeza. Soltó una mano y se aferró a la sábana. Luego soltó la otra y descendió bruscamente varios metros. Quedó unos segundos pataleando en el vacío. Intentaba mirar hacia arriba, pero las lágrimas le impedían ver con claridad. En algún momento, el borde duro de un objeto golpeó su espinilla. Luego sus codos rozaron contra una pared rugosa. No tenía la sensación clara de estar bajando, sólo la de estar suspendida mientras el mundo oscilaba a su alrededor.

Media hora después estaba en una cama del Hospital Provincial recibiendo los primeros auxilios. La habían lavado con una esponja. Le habían vendado la pierna e inyectado un sedante. Le habían preguntado su nombre y dirección, su número de teléfono, si estaba sola en la habitación del hotel, cómo se llamaba la persona con la que estaba. Luego le habían puesto una mascarilla de oxígeno. Veía como entre brumas traer y llevar heridos en sillas de ruedas, instalar soportes para el suero, aplicar pomadas. Los párpados le pesaban. Sólo quería dormir.

—¿Cómo estás? ¿Estás bien? —oyó.

Abrió los ojos un instante, y enseguida los volvió a cerrar. Higinio llevaba puesto un pijama de hospital pero por lo demás tenía buen aspecto.

—Ha sido terrible. No sabes cuánto me alegro de que…

—Vete —murmuró ella a través de la mascarilla.

—¿Qué?

—Te tienes que ir. No puedes quedarte aquí. No querrás que…

Tenía muy clara la idea de lo que quería decirle, pero las palabras no acudían a sus labios.

—Miriam, yo…

—¿Conoces a uno que se llama Andrés?

—¿Andrés…?

—Alto, con bigote. Me ha salvado la vida pero nunca sabré quién es.

Higinio se encerró en un mutismo avergonzado y culpable.

—Vete ya. ¿No te he dicho que te vayas? Déjame dormir.

Cuando despertó, se encontró con la mirada expectante de sus hijos, su madre, su hermana. Estaba en una habitación con dos camas. En la otra cama, la del lado de la ventana, dormía una anciana. La luz que entraba era débil, luz de últimas horas de la tarde. Le vinieron a la cabeza unas imágenes como fogonazos: la bolsa de viaje con los muestrarios, el humo pasando por debajo de la puerta, la joven en albornoz tosiendo en el balcón, el extremo de la sábana atado a la barandilla, la desasosegante aparición de Higinio… Le bastó con eso para reconstruir el itinerario que la había llevado hasta esa cama de hospital. Mercedes, sin decir nada, le cogió una mano. Miriam vio que Daniel tenía la barbilla enrojecida e hinchada.

—¿Qué te ha pasado ahí?

—Nada. Un golpe sin importancia.

—¿Te has puesto hielo?

Nadie se decidía a decir nada. Miriam se sintió de repente la mujer más desdichada del mundo.

—Lo siento —dijo con la voz quebrada—. Lo siento mucho. Perdonadme.

Ramiro no había vuelto a Zaragoza desde abril del 76. Elías y Daniel fueron a buscarle a la casa de la tía Marisa, su hermana menor, la única que seguía soltera. Como la cita en el juzgado era a las once de la mañana, les daba tiempo de desayunar juntos. Entraron en Espumosos. Daniel, en opinión de su padre, llevaba el pelo demasiado largo.

—¡Hace casi dos años que acabé la mili! —protestó.

Ramiro preguntó al camarero si tenían plátanos. El hombre le miró como si le estuviera tomando el pelo, y él por toda respuesta dijo: «Potasio». Luego contó anécdotas de su servicio militar, que había hecho en Córdoba. A Elías esas conversaciones le aburrían.

—Dice la abuela que justo hoy entra en vigor la ley —dijo—. La ley del divorcio, quiero decir. Vais a ser los primeros.

También Ramiro cambió de tema.

—¿Cuál de los dos es más alto? A ver. Poneos en pie, que quiero veros.

—Ay, no vamos a hacer el numerito aquí —protestó Elías.

Al final, acabaron accediendo. Daniel le sacaba un par de centímetros a Elías. Éste tenía el pelo más rojizo y los rasgos más vulgares, pero saltaba a la vista que eran hermanos. Los dos eran guapos a la manera en que lo eran los guapos de la familia: un poco cabezones, con la nariz grande y los ojos castaños.

—En la barbilla y los labios habéis salido a vuestra madre. ¿Qué tal está últimamente?

Volvieron a ocupar sus sillas y mojaron el cruasán en el café con leche.

—Como siempre. Un poco histérica. Hace todo lo que le dice la abuela —dijo Daniel.

—¿Está guapa?

—¡Qué pregunta! —dijo Elías.

Ramiro había seguido engordando y perdiendo pelo. Lo primero que sus hijos habían pensado al verle era que no querían ser como él cuando tuvieran su edad.

—¿Canta en alguna coral o en algún grupo? —Los chicos se echaron a reír y él se defendió—: ¿Qué pasa? ¿He dicho algo gracioso?

—Si te quedaras hasta el domingo, podrías venir a verme hacer trial —dijo Daniel.

—¿De dónde te vendrá esa afición a las motos?

—¿Y a éste lo del teatro? —dijo Daniel señalando a su hermano.

—Es verdad. Cuéntame. ¿Qué obra estás preparando?

—Lo mío no es teatro del de toda la vida. Lo mío es la vanguardia.

—Se disfraza de Isabel II y acaba enseñando el culo al público —dijo Daniel, malicioso, y Elías le pegó un codazo.

—¿Es cierto eso? —dijo Ramiro, contrariado.

—¿Has oído hablar de Bajtin y sus teorías sobre el carnaval?

—¿De quién?

—Pues eso.

Un ciego se movía entre las mesas ofreciendo lotería. Ramiro dijo:

—¿Todavía necesitas tener una luz encendida para dormir?

Elías se ofendió como si hubieran traicionado su secreto más íntimo:

—¡Eso es mentira!

Daniel soltó una risita que sonó como un hipido.

—¿Qué hora es? —dijo Ramiro, estirando el brazo para que el reloj asomara fuera del puño de la camisa—. Me voy a tener que ir.

El edificio de los juzgados, con porche y muros de ladrillo visto, estaba frente a la basílica del Pilar. Mercedes, con Fosca en brazos, discutía con los policías de la entrada.

—¡Pero si es sólo una perrita! —decía, poniendo voz de niña—. ¿De qué tienen miedo? ¿De que se coma al juez? Fosquita, saluda a este señor. ¡Patita, patita!

—Señora, haga el favor.

Miriam descubrió su presencia y durante unos segundos se miraron en silencio, como estudiándose. Ramiro se mantuvo muy serio. Que fueran a ser ellos los primeros en acogerse a la ley del divorcio le parecía una humillación innecesaria. Con ello se daba a entender que su matrimonio había sido una completa catástrofe y que Miriam llevaba décadas aguardando la ocasión de desembarazarse definitivamente de él. Ella, titubeante, fue a ofrecerle la mejilla para un beso. Ramiro se adelantó a tenderle la mano. A los dos les resultó extraño saludarse de esa manera. También Carbonell le estrechó la mano. Carbonell era el abogado que a la muerte de Samuel había ayudado a Mercedes con el asunto de la testamentaría. Dijo:

—¡Ya estamos todos! Ramiro, no he recibido respuesta sobre el borrador del convenio. Supongo que quiere decir que lo acepta en todos sus términos…

—Hola, Miriam —dijo él nada más.

—Hola.

A espaldas de todos, Mercedes había aprovechado para intentar colarse con la perra. Uno de los policías la retuvo por el brazo.

—¿Quiere soltarme? ¡Me está haciendo daño!

El viejo Carbonell indicó con la cabeza una señal de tráfico:

—Ya llegamos tarde. Puede dejar a la perra atada, doña Mercedes. No le pasará nada.

—¿Usted de qué lado está? —se revolvió ella, rabiosa—. ¿Para eso le he contratado?

—Mamá, por favor… —suplicó Miriam.

Ramiro entró en el edificio y esperó. A través de la puerta de cristal y rejas vio a Mercedes intentarlo en vano por última vez. Miriam y el abogado se reunieron con él.

—Disculpa a mi madre. Ya sabes cómo es —dijo ella, y Ramiro no contestó.

Echaron a andar detrás del abogado, que, con las gafas a medio poner, resumía en voz alta los puntos principales del convenio: liquidación de la sociedad conyugal, determinación de la pensión alimenticia, titularidad de la vivienda de su propiedad y de cualesquiera otros haberes que… Tenían que subir al primer piso. En el segundo tramo de escaleras la voz del abogado se volvió entrecortada y jadeante. Miriam se paró en el descansillo y buscó en su bolso el paquete de Ducados.

—Ni siquiera estás escuchando.

—Mejor para ti, ¿no? —dijo Ramiro, y alcanzó a Carbonell, que se había detenido a recuperar el aliento—. Acabemos de una vez. ¿Dónde hay que firmar?

Se cruzaron con varios grupitos de hombres y mujeres, y Ramiro supuso que entre esas personas habría otros matrimonios ansiosos de decirse adiós. Miriam apuró el cigarrillo y lo apagó en un cenicero de suelo. Un funcionario les hizo pasar a un despacho. Sobre el escritorio, entre montones de carpetas con sumarios y expedientes, había un pequeño retrato del Rey. Una máquina de escribir eléctrica descansaba en una mesita auxiliar al lado de la ventana. Carbonell se sentó en la silla de en medio. Miriam, a su izquierda, lo observaba todo con cierta aprensión. Ramiro se inclinó hacia delante para captar su mirada.

—¿Qué es eso de que Elías va por los teatros enseñando el culo a la gente?

—Chiquilladas. Ya sabes cómo es.

—No. No lo sé. Viven contigo.

—¿Qué se pensaban? —dijo el abogado para relajar el ambiente—. ¿Que sería en una sala de vistas? Por muy novedoso que sea esto de los divorcios, no parece que vaya a haber mucho público.

—¿Cómo llevan los estudios? ¿Hay esperanzas de que lleguen a terminar alguna carrera?

—Si lo que quieres saber es hasta cuándo tendrás que pagar la pensión…

—No lo digo por eso. No me hagas sentir mezquino.

Ahora Carbonell fingía ordenar sus papeles. Miriam suavizó el tono de voz:

—Te agradezco que no hayas dejado de mandar dinero ni un solo mes. Ya sé que…

—No te preocupes por mí.

—En cuanto las cosas me vayan un poco bien, te prometo…

—Te digo que no te preocupes. Mi sueldo no es nada del otro mundo pero no tengo gastos. La habitación y las comidas corren de cuenta del hotel.

La conversación había adoptado un cariz peculiar, casi íntimo, como si hubieran vuelto a ser un marido y una mujer arreglando sus pequeños desacuerdos domésticos. El abogado puso algún pretexto para salir del despacho. Pero fue quedarse a solas y no tener de golpe nada que decirse. Ramiro carraspeó y se miró las puntas de los zapatos.

—Son buenos chicos —dijo—. Acabarán encontrando su vocación.

Miriam sonrió como agradeciendo un cumplido. Daniel había abandonado Derecho en segundo y, tras no presentarse a ningún examen de primero de Hispánicas, había anunciado su voluntad de matricularse en alguna especialidad de Ingeniería. Elías, por su parte, había conseguido pasar a tercero de Historia, pero arrastrando dos asignaturas de segundo y una de primero.

—Sí —dijo Miriam al cabo de un minuto—. Son buenos chicos.

Oyeron ruido de voces en el pasillo y se incorporaron en sus asientos. Entró Carbonell y ocupó su sitio. Poco después entraron el juez y la secretaria que debía levantar acta. Ésta se entretuvo emparejando las holandesas de papel cebolla con los papeles de calco y colocándolas en el rodillo de la máquina. El juez terminó de acomodarse y apoyó su reloj de pulsera sobre una de las pilas de carpetas. Alto, ojeroso, macilento como un modelo del Greco, su mirada transmitía una sensación de espiritualidad atormentada que podría ser simple cansancio. Sin molestarse en hacer ningún tipo de introducción, leyó como para sí párrafos sueltos del auto. Luego esbozó una sonrisa tensa y habló con voz pausada, consultando con desgana sus papeles.

—Don… Ramiro de Miguel Sancho y doña… Miriam Caro Campillo, ¿es así?

Ellos asintieron con un murmullo. La máquina de escribir tapaba los embarazosos silencios con su tableteo de ametralladora.

—¿Se ratifican en la demanda y en el convenio que en representación de ambos ha aportado el letrado don Bernabé Carbonell Esteban?

Ellos volvieron a murmurar su asentimiento. La máquina prolongaba las palabras de unos y otros en un eco difuso y después callaba.

—Díganme cuál es la razón del divorcio —dijo el juez.

Miriam y Ramiro se volvieron hacia el abogado, que intervino para decir:

—Es un divorcio de mutuo acuerdo, señoría. Y se ha acreditado el cese efectivo de la convivencia.

—Sé leer, señor letrado —dijo el juez, señalando el auto, y luego miró a los otros dos e insistió—: Díganme la razón. ¿Alcoholismo, toxicomanía, adulterio, violencia doméstica…?

—¡No, señor! —protestó Ramiro.

—Doña Miriam. ¿Alcoholismo, toxicomanía…?

—No, no. Nada de eso.

—Bueeeno… —dijo el juez, que se quitó las gafas, se frotó el puente de la nariz y se volvió a poner las gafas—. Tienen hijos, ¿verdad?

—Dos —dijo Ramiro.

—¿Cómo se llaman?

—Daniel y Elías.

—¿Se dan cuenta de que una decisión como la que han tomado afecta directamente a terceras personas? Y no a cualquier persona: a sus dos hijos. Ahora díganme: ¿por qué se quieren divorciar?

El sonido de la máquina de escribir introducía un ligero desfase en las reacciones de unos y otros, que parecían esperar a la siguiente pausa para tener ocasión de manifestarse. Carbonell se removió inquieto en su asiento.

—Le repito, señoría…

—No me interrumpa, señor letrado. Y ustedes préstenme atención unos minutos. —Aquí el juez calló brevemente para darles tiempo de intercambiar una mirada de desconcierto—. Es evidente que no se unieron en un matrimonio civil sino religioso y que, al hacerlo, eran plenamente conscientes de los compromisos que estaban contrayendo. ¿Me equivoco? No, no me equivoco. Estaremos de acuerdo en que el matrimonio, tanto el civil como el religioso, es un vínculo que no debe tomarse a la ligera. Por mucho que la ley lo autorice, una simple riña, una discusión, ni siquiera unas…, ¿cómo decirlo?, unas ocasionales diferencias de criterio… Nada de eso puede bastar para deshacer la sociedad conyugal. Ustedes son gente culta y sensata, ciudadanos respetuosos de la ley, y comprenderán fácilmente que no sería razonable. No lo sería para ustedes mismos ni para sus hijos ni para la sociedad en general, que tiene en la familia, y por tanto en el matrimonio, el fundamento último de su cohesión y su razón de ser. En su caso no concurren circunstancias como el alcoholismo, la toxicomanía, el adulterio… Ustedes quieren divorciarse porque quieren divorciarse, pero eso no es una razón: eso es una tautología. ¿Saben lo que es una tautología?

Carbonell no podía disimular su irritación:

—Señoría, ¿quiere usted decir que…?

El juez se armó de paciencia:

—Quiero decir que el caso está visto para sentencia, señor letrado, y no espere que haya sorpresas. Y en cuanto a ustedes… Seguro que los lazos afectivos que les han unido durante años y que les llevaron a crear una familia siguen existiendo. No puede ser de otra manera, así que dense una oportunidad. Es su obligación. Buenos días.

Para bajar las escaleras, Carbonell se agarraba con fuerza al pasamano. Estaba indignado.

—¡Esto es surrealista! Conozco a este juez y sé de qué pie cojea, ¡pero jamás me habría imaginado que podía llegar a este extremo! A ver cómo se lo explico yo ahora a doña Mercedes… Ustedes no se preocupen. Y a usted, Ramiro, voy a ahorrarle el viaje y las molestias. Pásese esta tarde por el despacho a firmarme unos papeles. No hará falta que esté presente la próxima vez.

—¿La próxima vez?

—¡Claro! Habrá que presentar otra demanda de divorcio. ¡Confiemos en que en el reparto no nos vuelva a tocar el mismo juez! Por si acaso, adornaré un poco la redacción.

—¿Qué quiere decir? —dijo Miriam.

—Si no basta con el mutuo acuerdo, tendremos que poner algo más, ¿no? Eso déjenlo en mis manos. —Y luego como recitando una letanía agregó—: «Han surgido graves desavenencias que impiden seguir con la vida en común, bla-bla-bla, así como una conducta injuriosa o vejatoria, bla-bla, o cualquier otra violación grave y reiterada de los deberes conyugales…».

—Pero es que no es cierto —dijo Ramiro.

—Me da lo mismo si es cierto o no —dijo el abogado.

—¿De verdad es necesario poner todo eso, lo de la conducta injuriosa, lo de la violación grave? —dijo Miriam.

Estaban ya llegando al vestíbulo. Carbonell soltó la barandilla y se ajustó la americana, que, como si no fuera de su talla, le formaba grandes pliegues en los hombros. Se volvió hacia los otros dos.

—A ver si nos aclaramos. ¿Quieren divorciarse o no? —dijo y, dándoles la espalda, salió al encuentro de Mercedes.

Miriam y Ramiro se miraron en silencio y echaron a andar, muy despacio. Cuando no estaban en presencia de otras personas, les costaba comportarse con naturalidad.

—¿Por qué lo has aceptado todo sin rechistar? —dijo ella—. ¿Tanta prisa tenías?

—Prisa la tuya, ¿no? Yo no elegí al abogado. ¿Qué le dijiste? ¿Que querías que fuéramos los primeros?

—Son cosas de… —Miriam apartó la mirada y agregó—: Tienes razón. Lo siento.

Ramiro sonrió y soltó aire por la nariz. En su voz se mezclaron ahora el resentimiento y la ternura:

—Estás muy guapa. Te conservas bien. No como yo… Trabajo demasiado. Pero no me quejo. Me gusta lo que hago, sólo que no tengo tiempo libre ni vida privada…

—Tendrás alguna amiga, supongo…

Ramiro negó con un bufido, y se las arregló para dejar en el aire la misma cuestión. Miriam se apresuró a negar con la cabeza. Se pararon delante de la puerta. A través del cristal veían a Mercedes discutir con el abogado. Ramiro empezó a tararear suave, muy suavemente:

—«Vuelvo a la playa donde te conocí y el mar me canta así…».

Si creía que ella se le iba a unir en el estribillo, se equivocaba, y su «¡Downtown!» sonó triste y desangelado. Miriam tragó saliva. Ramiro dejó pasar unos segundos y volvió a susurrar:

—«Y los amigos que antaño dejé van saludándome: ¡Downtown…!».

Miriam cerró los ojos con fuerza. Estaba a punto de echarse a llorar.

—No, por favor…

Ramiro le cogió una mano.

—¿Y si el juez tiene razón? ¿Y si tenemos que darnos una oportunidad? Piénsalo. Tal vez sea lo mejor. Podríamos volver a ser los de antes, ¿te acuerdas? Empezar de nuevo, en cualquier sitio. Seguro que los chicos… —En su voz había un matiz de apremio y ansiedad—. He quedado esta tarde con ellos para despedirme. Estaremos en la piscina. Ven, por favor. Ven.

No siguió hablando porque Mercedes, que había dejado a la perra a cargo de Carbonell, se acercaba haciendo ostensibles gestos de disgusto. Miriam se soltó de la mano de Ramiro para ajustarse en el hombro el asa del bolso.

—¡Si el policía ese no me hubiera prohibido entrar, esto no habría pasado! —clamó Mercedes—. Carbonell me ha asegurado que es sólo cuestión de tiempo. ¿Pero qué se puede esperar de un inútil como él? Vámonos, hija. Aquí no pintamos nada.

Miriam envió a Ramiro una mirada de despedida y siguió a su madre. Ramiro le dijo adiós con la mano.

—Miriam… —susurró.

El Tiro de Pichón estaba en un soto junto a la ribera del Ebro, en el barrio de la Química. El portero saludó a los chicos e hizo un gesto en dirección a Ramiro.

—Es nuestro padre —explicó Elías.

Se encaminaron hacia el edificio central, un caserón de vaga inspiración Tudor, con las paredes cubiertas de hiedra y enredadera.

—¿Ya no está José Mari? —dijo Ramiro.

—Se jubiló hace tiempo.

—¿Le habéis dicho a vuestra madre que pasaríamos la tarde aquí?

Daniel y Elías asintieron con la cabeza. Ramiro sonrió. Estaban de buen humor. Dieron un paseo por la terraza y la piscina y se acercaron a la cancha de tiro, donde había un hombre entrenando. De sendos lanzaplatos protegidos por vallas de madera salían cada pocos segundos los platillos de arcilla. Cada vez que el tirador disparaba, se desplazaba unos pasos por la amplia media luna que unía los lanzaplatos.

—¿Os acordáis de cuando erais pequeños? —dijo Ramiro—. Os gustaba recoger los restos de los platillos y luego en casa intentábamos recomponerlos. ¡Qué difícil era conseguir que encajaran los trozos!

Ramiro, que no había llevado bañador, se sentó en una silla a la sombra. La piscina estaba casi vacía. Daniel y Elías se cambiaron en el vestuario y se dieron un chapuzón. Luego se dejaron caer sobre el césped para secarse al sol. Ramiro hizo señas al camarero. Cuando éste terminó de servirles los refrescos, esperó a que se alejara y dijo:

—¿También Manolo se ha jubilado?

—A Manolo lo echaron —dijo Daniel.

—Dicen que espiaba el vestuario de mujeres —dijo Elías.

—¡Menudo pájaro!

Hablaron de cualquier cosa. Como Ramiro iba corriendo la silla a medida que el sol la alcanzaba, cada vez tenían que levantar más la voz. Para no alejarse tanto que tuvieran que acabar conversando a gritos, también ellos, sin cruzar nunca la línea de sombra, iban poco a poco cambiando de sitio. El resultado era un lento pero continuado movimiento de rotación en torno a la piscina.

—¡Acabaremos dando la vuelta al jardín! —rió Ramiro.

Hacía tiempo que el tirador había acabado su tanda de disparos, y del río llegaban ráfagas de brisa que mecían con suavidad las ramas de los árboles. Se estaba bien a la sombra, arrullados por el rumor de las hojas. Al cabo de un rato, volvieron a oírse disparos. Aunque desde donde estaban no podía verse la cancha, sonaban como si estuviera justo al lado. A Ramiro se le estaba pasando el buen humor.

—¡Pum, pum, pum! —exclamó—. Lo peor son los intervalos: ¡pum!, tres segundos, ¡pum!, tres segundos… Casi me molesta más el silencio que el ruido.

Llamó al camarero y pidió otra ronda de refrescos. Indicó con la cabeza la cancha de tiro. Protestó:

—¿Ese hombre no se cansa nunca?

El sol se ocultó detrás de los árboles. Los chicos, ya en ropa de calle, arrastraron unas sillas y se sentaron junto a su padre. Ya no quedaba nadie en la piscina.

—¿A qué hora nos iremos? —dijo Daniel.

—¿Tanta prisa tenéis? —dijo Ramiro con gesto sombrío.

Se fueron cuando ya era de noche y sólo quedaban los empleados del club.

—Cogeremos el taxi en Echegaray y Caballero —anunció, avanzando con determinación por el mal iluminado camino de grava.

Encontraron pronto el taxi. Ramiro se sentó delante y sus hijos detrás. Hizo casi todo el trayecto vuelto hacia ellos.

—¿Seguro que le habéis recordado…? —empezó a decir, pero se interrumpió—. ¿Cómo iba vestida? ¿Cómo iba vestida vuestra madre?

Daniel y Elías se miraron extrañados.

—¡Sí! ¿Cómo iba? La habéis visto por la mañana, luego habéis comido con ella… ¿Cómo iba? ¿Qué llevaba puesto?

—Un pantalón vaquero —dijo Elías—. Le gusta llevar pantalones vaqueros.

—¿Qué más?

—Una camisa blanca —dijo Daniel—. De manga corta.

—Con uno de esos colgantes medio hippies… —añadió Elías—. Un colgante con piedrecitas de colores.

—¿Y el bolso? —dijo Ramiro—. ¿Qué bolso llevaba?

—Uno de esos de trozos de tela… —dijo Daniel—. ¿Cómo se llama?

Patchwork —dijo Elías.

—Eso: patchwork.

—¿Y los zapatos?

—Unas sandalias, creo —dijo Elías—. Unas sandalias blancas con un poco de tacón.

—¡Es verdad! ¡Unas sandalias! ¡Unas sandalias blancas! —exclamó Ramiro, esbozando por primera vez en varias horas una sonrisa. Había logrado fijar para siempre su último recuerdo de Miriam.

Al acabar COU, se había matriculado en Historia sólo porque era la carrera elegida por la protagonista de sus fantasías, María Izquierdo. Aunque en el colegio no habían llegado a cruzar más de dos frases seguidas, creía que en la universidad, rodeados de desconocidos, le resultaría sencillo entablar algún tipo de relación. Lo cierto, sin embargo, es que el primer día de clase se saludaron con frialdad y ya nada fue como lo había imaginado. María Izquierdo seguía siendo tan guapa como dos meses antes, pero su belleza, que tantos momentos de exaltación solitaria había inspirado, ya sólo le provocaba una admiración indiferente, como los elaborados retablos de las catedrales o el vistoso diseño de las alas de las mariposas. Qué extraños mecanismos los del deseo, que un día es capaz de ofuscarnos hasta el delirio y al día siguiente nos abandona sin razón aparente…

En la facultad, ciertamente, nada era como lo había imaginado. Elías, que en COU se había acostumbrado a verse a sí mismo como un impostor o un intruso en un mundo que no era el suyo, veía ahora a los demás también como impostores o intrusos. Nadie parecía ser quien de verdad era, y de ahí el bullicioso desconcierto de los primeros días y el manifiesto desdén de los profesores y esa sensación como de estar siempre equivocándose en algo. Con alguna frecuencia soñaba que estaba desnudo o medio desnudo y que el profesor le buscaba con la mirada para hacerle una pregunta que él ni siquiera era capaz de descifrar. Su sueño copiaba al menos un elemento de la realidad: las aulas estaban siempre atestadas y los estudiantes que llegaban últimos se repartían por la tarima, el pasillo y las repisas de los radiadores. Por huir de ese amontonamiento pidió el cambio al horario nocturno, en el que el número de inscritos era muy inferior y su asistencia a las clases muy irregular. En nocturno, casi todos los alumnos pasaban de los veinticinco años y compatibilizaban los estudios con el trabajo. Ante ellos, para alivio suyo, era imposible fingir ser algo distinto de lo que era: un neófito, un principiante, un bisoño. Como Elías era de los pocos que no tenían motivos para faltar, a menudo recurrían a él para pedirle los apuntes, lo que le ayudó a hacer las primeras amistades. Le halagaba la simple idea de relacionarse con esos compañeros ocho o diez años mayores que él, que vivían por su cuenta y no pedían dinero en casa. Algunos eran de pueblos y ciudades en los que nunca había estado y tenían aficiones (o, como se decía entonces, «inquietudes») que los situaban en un nivel muy superior al de los estudiantes de diurno. Sí, había hecho muy bien en cambiar.

De todos modos, el hacinamiento de las aulas no había sido la única razón. El Elías de ese mes de septiembre no era ya el mismo de antes del verano. El incendio del Corona de Aragón había sacudido su vida con violencia. Por un lado, se había visto obligado a perdonar o, más bien, a preguntarse qué autoridad tenía él para juzgar a nadie. Que su madre pudiera tener un amante era el más arraigado de sus temores adolescentes. ¡Su madre practicando el sexo, su madre compartiendo su intimidad con un desconocido, su madre cuchicheándole cosas al oído y lanzándole besos como una colegiala casquivana! Elías se decía que no era una cuestión de honra o reputación, y que lo que le dolía era la ocultación y el engaño. ¿Pero cómo podía sentirse engañado alguien a quien ocultaban algo que por nada del mundo querría conocer? El volumen de sus propias contradicciones le tenía aturdido. Poco a poco, fueron abriéndose camino unas pocas certezas inesperadas: su madre, sencillamente, no era como él creía que era, y él no podía seguir comportándose de la misma manera ante una persona que se había revelado tan diferente.

Felisa seguía encargándose de la limpieza doméstica, pero de fregar los cacharros se ocupaban los chicos. Una mañana, mientras Elías buscaba en la nevera algo para desayunar, la mujer señaló el fregadero, rebosante de vajilla del día anterior.

—¡Eso díselo a Daniel! —protestó él—. Yo fregué mi parte.

—Cuánto egoísmo… ¿Cómo sería el mundo si sólo arregláramos lo que estropeamos?

—Vaaale, vaaale… Aparta —dijo Elías, y las palabras de Felisa siguieron resonando en su cabeza con la fuerza de las verdades antiguas.

Era todavía la época en la que Miriam apenas si se levantaba de la cama. Las pocas veces que había intentado salir de casa lo había hecho atenazada por el miedo a una de sus habituales crisis de ansiedad. La primera vez le había ocurrido el mismo día en que le dieron el alta en el Hospital Provincial. Aparentemente, no había habido nada que la hubiera provocado. Estaba cruzando la Gran Vía a la altura del Bingo Real Zaragoza y, de repente, empezó a sentirse mal.

—¡Ay, Dios! —exclamó, llevándose una mano al pecho.

Mercedes y Sara estaban con ella.

—¿Qué tienes, hija? ¿Qué te pasa?

—¡Ay, Dios! —decía ella nada más.

La sentaron en uno de los bancos del bulevar. Sara corrió a mojar un pañuelo en una fuente. Le refrescaron la frente y el cuello. Pasados unos minutos, empezó a recuperarse.

—Creía que me moría… —dijo—. Todo daba vueltas a mi alrededor, se me ha disparado el corazón… No podía ni respirar. Y lo más raro es que no tenía la sensación de estar aquí, con vosotras.

—¿Estás mejor ahora?

—Vámonos a casa.

Las crisis siguientes se desataron de forma igualmente inesperada y siempre fuera de casa (en un ascensor, en un taxi, en el supermercado), y Miriam llegó a creer que la cama era el único refugio seguro. Pero tampoco era así, porque en la cama le asaltaban de vez en cuando imágenes de pesadilla en las que se veía a sí misma arrinconada en un pasillo lleno de humo o asomándose a un balcón como el del Corona. Era todo tan vívido que hasta percibía un sabor como a ceniza en los labios, y luego, al despertar, le costaba creer que nada de eso fuera real.

Mercedes dormía varias noches a la semana en el piso para cuidar a su hija. Daniel y Elías eran buenos chicos, pero tan inútiles que era imposible fiarse de ellos. No sólo había que ocuparse de la casa y de Miriam sino también de las marcas de ropa que representaba. Esto era, curiosamente, con lo que más disfrutaba. Se sentaba junto al teléfono y despachaba con unos y con otros como si los conociera desde siempre y llevara toda la vida vendiéndoles patucos y camisetas térmicas. Para mandar las facturas y enseñar los muestrarios recurría al principio a Elías y luego, en cuanto Daniel hubo terminado la mili, a los dos nietos, que cumplían los encargos con cierta indolencia. Al final de la tarde, ordenaba los nuevos pedidos sobre la cama de la postrada y lloriqueante Miriam, hacía las cuentas con la ayuda de una de las viejas calculadoras restauradas por Ramiro y decía:

—La cosa es tener contentos a tus fabricantes. —Así lo decía: tus fabricantes—. Mañana haré otra ronda de llamadas.

—No sabes cómo te lo agradezco, mamá. No me veo con fuerzas para…

—¡Tú te callas! ¡No hay nada que agradecer!

La vieja Mercedes ya sólo sabía expresar ternura de un modo brusco y expeditivo, como si lo considerara una manifestación de flaqueza. Anotaba entradas y salidas en el libro de contabilidad e inclinaba la cabeza para mirar a su hija por encima de la montura de las gafas.

—Mañana iré a correos para el giro postal. ¿No habría que decirle a Ramiro que mandara más dinero? Los chicos son mayores. Tienen más necesidades.

—Déjalo. Hace lo que puede.

—Está bien. No quiero meterme en tus cosas.

Decía que no quería meterse en sus cosas, pero estaba claro que había invadido definitivamente su vida. Hasta parecía fastidiarle tener que delegar algunas funciones en sus nietos, y a veces, si le cogía de paso para algún recado, aprovechaba para visitar a algún cliente y alabar las nuevas piezas del muestrario. Elías se avergonzaba de ver a su anciana abuela yendo con la maleta de tienda en tienda y trataba por todos los medios de disuadirla. Daniel, en cambio, se reía. «¿Por qué te esfuerzas? ¿No ves lo bien que se lo pasa?», decía, y la mayoría de las veces se limitaban a llamar a Felisa para que la llevara a las tiendas en el Dodge.

Una tarde, después de hacer las cuentas, encendió todas las luces del dormitorio de Miriam y dijo:

—¿Cuánto hace que no se pintan estas paredes? ¡Cielo santo, qué desconchados!

El lunes siguiente, una cuadrilla de pintores estaba ya trabajando en el pasillo. Mercedes, que casi ni se molestó en consultar los colores con su hija, no paraba de dar instrucciones: en cuanto acabaran con el pasillo, el salón, y después los baños y el cuarto de los chicos… La cocina no se había reformado desde que, veinte años antes, compraron el piso, y los azulejos estaban agrietados y el techo sucio de grasa. Mercedes dijo que aquello era un desastre y fue decidiendo sobre la marcha qué muebles y electrodomésticos podían salvarse y cuáles no. Del dinero que costaba todo aquello nunca llegaron a hablar. Ahora que Mercedes conocía el estado de las finanzas familiares, se sobrentendía que los gastos corrían de su cuenta, cosa que madre e hija aceptaron con naturalidad.

Hacia el verano siguiente, coincidiendo con una notable mejoría de la salud de Miriam, la reforma pudo darse por concluida. El piso, renovado, alegre, luminoso, parecía proponerse como una metáfora de la nueva etapa que se abría en su vida. ¿Podía ser que eso contribuyera a su restablecimiento? Mercedes no le permitió entrar en la cocina hasta que los obreros hubieron terminado su trabajo. Miriam se llevó una mano a la boca y abrió mucho los ojos.

—¡Dios bendito! ¡Qué maravilla!

Los nuevos azulejos resplandecían bajo los potentes neones. Donde antes estaba la mesa había ahora un mostrador con taburetes altos y armaritos empotrados. En el tabique habían abierto un arco que permitía que entrara toda la luz de la galería. De la única pared que quedaba libre colgaban varios platos de cerámica (y, ¡ay!, también un par de escayolas de las que Mercedes y Felisa coloreaban). Miriam se asomó al interior del horno y abrió y cerró un par de cajones, que se deslizaban ligeros sobre sus rieles.

—¡Qué maravilla! —volvió a decir—. ¡Qué cocina tan…!

Mercedes, satisfecha, señaló el hueco reservado para el reloj.

—El que había era un tastarro. Pero no nos hemos puesto de acuerdo —dijo en alusión a Felisa, que aclaró:

—Quiere decir que no ha encontrado ninguno que le gustara.

Mercedes ignoró el comentario y descolgó el teléfono de pared.

—¿Te has fijado? He hecho poner un supletorio. Más cómodo así, ¿no?

Miriam agarró el receptor, que en lugar del clásico disco con los números tenía teclado.

—¡Qué moderno!

Para entonces habían pasado más de dos meses desde su última crisis de ansiedad. Había recuperado algo de peso y empezado otra vez a preocuparse por su aspecto. A sus cincuenta años (y a pesar de sus acusadas patas de gallo), seguía siendo una mujer guapa. Lo único que le faltaba, como decía su madre, era actitud. Y la actitud, como si tuviera algo que ver con el bronceado, regresó a ella durante las dos semanas de agosto que pasó con Mercedes y Felisa en un hotelito cercano a Fuenterrabía. ¡Qué felicidad tumbarse bajo una sombrilla y notar cómo la brisa del Cantábrico le erizaba el vello! ¡Qué felicidad volver a sentirse viva! Todo fue bien entre ellas durante esas dos semanas, y a comienzos de septiembre estaba otra vez en condiciones de ponerse a trabajar. Desde la tragedia del Corona, que nadie osaba mencionar en su presencia, había pasado algo más de un año. Ahora ni la madre ni la hija querían recordarlo, pero apenas unos días antes del incendio, cuando Miriam acudió de noche al chalet en busca de Elías, habían estado en un tris de romper relaciones y enemistarse para siempre… Mercedes sabía que a menudo la vida avanzaba dando bandazos. Una desgracia como la del hotel Corona le había servido al menos para recuperar a su hija, que volvía a ser suya como cuando vivían en Melilla, sin intromisiones de otras personas, de gente que no fuera de su sangre.

Fue Mercedes la que puso a trabajar a Carbonell en la demanda de divorcio. Lo hacía todo con la mejor intención. Como Miriam se había convertido en una mujer definitivamente dubitativa e insegura, alguien tenía que ayudarla a tomar decisiones, ¿y qué mejor decisión que liberarla para siempre del oneroso lastre del pasado? Sus creencias religiosas no constituían ningún impedimento: ante la ley de Dios el mal ya estaba hecho, y ahora se trataba de regularizar la situación conforme a la ley de los hombres, una ley que a esos efectos estaba todavía a medio hacer. En las reuniones con Carbonell, Miriam dejaba a su madre llevar la voz cantante y se limitaba a asentir. Cuando se produjo el fiasco del juzgado, la que más se disgustó fue la propia Mercedes, que por el bien de su hija confiaba en un desenlace rápido y sin consecuencias, como una pequeña intervención quirúrgica. Esa tarde, temiendo que estuviera pasándolo mal, fue a visitarla después de comer. Abrió con su propia llave y se la encontró delante del espejo del recibidor, preparada para salir.

—¿Ibas a algún sitio?

Miriam contestó con voz temblorosa, como una niña cogida en falta:

—Pensaba… dar una vuelta. Ir de tiendas. Cualquier cosa. Para distraerme.

—¿Y los chicos?

—En la piscina.

—Te veo muy arreglada. —Sonrió para dar a entender que sus halagos no iban del todo en serio—. Si te lo propusieras, los tendrías a todos a tus pies. Un viudo es lo que te convendría. Un viudo sin hijos. Aunque, en realidad, ¿para qué, con lo bien que se está sola?

—Mmm… —dijo Miriam, encogiéndose de hombros.

—Felisa está abajo con el coche. Vámonos a una terraza a tomar un helado. ¡Hace una tarde tan buena!

Miriam se sentó en el asiento trasero. Felisa se frotó las manos.

—¿Dónde vamos? —dijo.

El Dodge arrancó en dirección a la plaza de Paraíso. Llevaban todas las ventanillas bajadas y el aire les alborotaba el pelo. Para que Miriam la oyera, su madre tenía que alzar la voz.

—¡Tú no te preocupes de nada! ¡Ya has oído a Carbonell! ¡Es sólo cuestión de tiempo! Pero ese hombre…, ¡qué decepción! ¡Seguro que cualquier abogadillo joven lo habría hecho mejor! ¿Quieres que la nueva demanda la presente otro abogado? ¡A Carbonell no le debemos nada! ¡Si quieres que cambiemos, cambiamos!

Miriam, ovillada en una esquina, guardaba silencio.

—¿Dónde vamos? —repitió Felisa.

Sin rumbo preciso, el coche dejó atrás Independencia y el Coso y siguió en dirección al Ebro. Pasaron el Mercado Central y, al llegar al puente de Santiago, doblaron hacia la izquierda por Echegaray y Caballero. Mercedes no paraba de hablar:

—¡Entre tus antiguas alumnas habrá varias que habrán terminado la carrera! ¡Seguro que alguna de ellas habrá estudiado Derecho! ¡Tendríamos que haber preguntado! ¡Para las nuevas leyes, nuevos abogados! ¡Hay que adaptarse a los tiempos…!

A pesar del ruido, se dieron cuenta de que Miriam se había echado a llorar. Felisa subió al bordillo las ruedas del lado derecho y paró el motor. A no muchos metros de ellas, el río bajaba casi sin agua.

—¿Qué te ocurre, hija? ¿Por qué lloras? —Mercedes estaba alarmada—. ¿Te está dando otra crisis?

Miriam negó con la cabeza. Desde donde estaban, si aguzaran el oído, podrían seguramente oír el sonido de los disparos en el Tiro de Pichón. Los mismos disparos que sin duda estaban oyendo Ramiro y los chicos.

—No me digas que no te pasa nada… ¡Algo te ocurre!

Felisa le pasó un pañuelo. Miriam se sonó los mocos.

—Un helado te sentará bien. Felisa, ¿no íbamos a una terraza?

—Llevadme a casa, por favor.

—¡Pero, hija…!

—Quiero ir a casa.

—Si estás preocupada por lo de esta mañana, ya te he dicho que… ¡Cambiamos de abogado! ¡Lo tengo decidido! No quiero que dentro de unos meses tengas que volver a pasar por esto.

—No es eso, mamá. No es eso.

—¿Entonces qué es?

—He echado mi vida a perder. Eso es.

—¡Pero, hija…! ¿Por qué dices eso?

—Felisa, llévame a casa, por favor.

Felisa y Mercedes intercambiaron una mirada de inquietud. El Dodge, haciendo un giro no permitido, tomó Echegaray y Caballero en sentido inverso. El viento seguía entrando por las ventanillas y alborotándoles el pelo.

Resultaba engorroso dar explicaciones sobre la presencia de su madre en el hotel el día del incendio, así que, si alguna vez le preguntaban por ella, se limitaba a decir que llevaba meses enferma. Con la excusa de las muchas horas que supuestamente dedicaba a sustituirla en el trabajo, faltaba a clase con frecuencia, y ahora eran otros los que tomaban los apuntes para él. Llegaron las fechas de los exámenes finales, y Elías se los preparó sólo a medias y ni siquiera se presentó a la recuperación del suspenso que arrastraba desde primero. Dos años después de haber comenzado Historia, seguía sin estar convencido de su elección. Si no había abandonado la carrera era sobre todo por el grupo de teatro de la facultad. Los había conocido a finales del primer curso, cuando le pidieron que firmara una reclamación dirigida al decano.

—¡Es una vergüenza que se subvencione a los tunos! ¿Para qué necesitamos una tuna en la facultad? ¿Sabías que más de la mitad de los miembros no son ni universitarios? ¡Esos mamarrachos disfrazados de vampiros!

La que con tanta exaltación hablaba de la tuna de Historia era Ángela, una chica de tercero con la cara moteada de pecas. Elías no tenía una idea formada sobre los tunos, pero dijo:

—¡Sí! ¡Menudos mamarrachos!

No sólo firmó el documento sino que se incorporó a la delegación de alumnos que acudió a entrevistarse con el decano. Éste prometió estudiar el caso con atención e incluirlo en el orden del día de la siguiente junta de facultad. Cuando salieron del despacho, todos daban por seguro que al menos una parte de los fondos destinados a la tuna iba a ser para ellos, el grupo de teatro.

—La cuestión es armar jaleo —dijo Miguel Ángel, un esmirriado al que los demás reconocían algún tipo de liderazgo intelectual.

En efecto, el dinero de la tuna acabó siendo para ellos, y con el patrocinio de la facultad resultó sencillo conseguir que el vicerrectorado les cediera un local donde ensayar. El grupo se hacía llamar Duelos y Quebrantos en referencia a la fritada de sesos y torreznos mencionada al comienzo del Quijote. A todos les parecía que esa mezcla de alta cultura y casquería reflejaba muy bien el espíritu de lo que querían hacer: una revisión del pasado español a la luz del esperpento y el carnaval. Las ideas que manejaba Miguel Ángel procedían directamente de los artículos semanales de José Monleón, crítico teatral de la revista Triunfo: depuración y búsqueda de un lenguaje teatral propio, lucha por conseguir coherencia ideológica y estética, reflexión sobre el fenómeno dramático, organización del trabajo en cooperativa y abolición de las jerarquías, el teatro como lugar de encuentro y confrontación, superioridad de la representación sobre el texto… A esas alturas, tales conceptos desprendían ya un inequívoco tufillo a lugar común, pero ellos no se daban cuenta. Cuando Miguel Ángel se enardecía hablando de Valle-Inclán y de Bajtin, los demás, para ocultar su propia ignorancia, le daban la razón y se apresuraban a hablar de los autores que habían leído. A Elías aquellas discusiones teóricas le parecían muy estimulantes, aunque luego todo se reducía a disfrazarse de personajes históricos y hacer un poco el ganso sobre el escenario.

El primer espectáculo en el que participó estaba claramente inspirado en el Fellini de Roma. Los actores, disfrazados de obispos y de monjas, improvisaban un pomposo pase de modelos. Luego uno de ellos se presentaba como el cardenal Cisneros y, tras dar unos pasos de claqué, contaba un par de chistes anticlericales. Después, sin atenerse nunca a un orden preestablecido, una Santa Teresa de Jesús explicaba el funcionamiento de una yogurtera y una Sor Patrocinio anunciaba un novedoso producto para la depilación a la cera… Así todo. Hacían las representaciones en colegios mayores, asociaciones de vecinos y centros culturales de pueblos, y con lo poco que recaudaban compraban cajas de bebidas y se encerraban a emborracharse en el local. En esas juergas siempre había alguna amiga dispuesta a pasar un buen rato. Eran chicas libres de prejuicios y enemigas de los convencionalismos. Elías, que procuraba no beber demasiado, sabía esperar su momento. En cuanto veía que empezaban a formarse las parejas, se acercaba a alguna de las chicas que iban quedando libres y apoyaba la cabeza en su hombro. Si no percibía ningún gesto de rechazo, le rodeaba el talle con el brazo y no tardaban en buscar un sitio apartado donde darse un revolcón, y lo que más le sorprendía era que al día siguiente nadie parecía acordarse de lo ocurrido.

Los periódicos y radios locales, cuando no les ignoraban, les dedicaban unas críticas más bien tibias, que ellos atribuían a la clásica mojigatería provinciana. «Lo importante es lo que dirán en Triunfo y en Cambio 16 cuando vayamos a algún festival», decía Miguel Ángel, pero nunca fueron invitados a ningún festival y, por tanto, ni Triunfo ni Cambio 16 llegaron a hacerse eco de su existencia. Para entonces, el teatro independiente, que muy pocos años antes había gozado del favor del público joven, estaba ya en decadencia, y cada cierto tiempo alguno de los miembros del grupo se desanimaba y lo abandonaba. Elías intervino muy activamente en la preparación del que sería su mayor éxito, una comedia satírica sobre la reina Isabel II que titularon Patochada de la Isabelona (vodevil vil vil). Con un cojín en la tripa para simular un embarazo, la reina compartía escenario con su amanerado esposo, su intrigante madre y una disparatada corte de favoritos en diferentes grados de cachondez (que coreaban versos del tipo «Isabelona tan frescachona y don Paquito tan mariquito» o «Paco Natillas es de pasta flora y mea en cuclillas como las señoras»), y en el último acto, sin el menor respeto a la cronología, aparecía el cura Merino para acabar con todos a cuchilladas. En su afán por dar la campanada (y también porque había más actrices que actores), decidieron que los papeles masculinos los interpretarían mujeres y los femeninos hombres, de tal modo que al propio Elías le correspondió hacer de reina Isabel. Las primeras funciones (que ellos llamaban ensayos con público) las hicieron en pueblos de los alrededores, y allí descubrieron que el efecto sorpresa del cambio de sexos duraba muy poco y que a partir de cierto momento la gente empezaba a bostezar. También descubrieron que lo que más gracia hacía era que actores y actrices enseñaran el culo. Lo descubrieron de forma accidental cuando a la chica que interpretaba a Serrano, «el general bonito», se le soltaron los imperdibles del pantalón y sus nalgas blancas y temblonas quedaron al aire. Como la Patochada era lo que Miguel Ángel llamaba una work in progress, decidieron incorporarlo a la representación, y no sólo para el personaje de Serrano sino para todos los demás, que en un momento u otro se alzaban las levitas o se bajaban las faldas para exhibir con orgullo sus redondos culos.

—¡El culo es subversivo! —exclamaba Miguel Ángel, alborozado—. ¡El culo es una herramienta al servicio de la revolución!

La presentación en Zaragoza la hicieron en el Colegio Mayor Cerbuna, y el público, compuesto sobre todo por universitarios desharrapados y chillones, les premió con carcajadas y aplausos. Cuando acabó la función, descorcharon unas botellas de sidra en el camerino y brindaron con vasos de plástico por lo que ellos consideraban la consagración definitiva de la compañía. Aún no se habían cambiado de ropa. Elías llevaba todavía puestos los tules baratos y las joyas falsas con que se caracterizaba como Isabel II.

—Preguntan por ti —le dijo Ángela.

Se asomó al patio de butacas, ya medio vacío, y en una de las filas delanteras vio a tres mujeres. Eran su madre, su abuela y Felisa. Tenían los bolsos sobre las rodillas y parecían haberse arreglado para un estreno en la Ópera de París, pero en su atildamiento había algo como descompuesto o raído. Esperaron muy serias a que llegara hasta ellas, y Mercedes dijo:

—Así que un drama histórico sobre conjuras palaciegas…

—¿Eso os había dicho Daniel? —dijo Elías, que lo había llevado todo en secreto—. Menudo cabrón.

—¡Esa lengua! —le advirtió Miriam.

—¡Qué escándalo, qué escándalo…! —exclamó Felisa, consternada.

—Sí —asintió Miriam—. No sé cómo hemos aguantado hasta el final.

—¡Pero qué antiguas sois! —se defendió él—. No tenéis ni idea de teatro moderno. ¿Habéis oído hablar de Beckett, de Brecht…?

—¿Otros que se disfrazan de señora y van enseñando el culo? —le interrumpió Mercedes, y Felisa agregó:

—¡Qué buenos azotes te daría yo!

—¡Y yo! —dijo Mercedes y, sin pensárselo dos veces, lanzó la mano hacia su nieto, que se apartó de un brinco.

—¿Te quieres estar quieta? ¡Tengo veintiún años!

—Soy tu abuela. Para mí sigues siendo el mismo mocoso de siempre.

Felisa, envalentonada, se puso de pie y consiguió alcanzarle el culo con la punta de los dedos.

—¿Te has vuelto loca?

Ahora la que, medio en broma, se levantó para pegarle fue Miriam, y Elías retrocedía dando pequeños pasos y recogiéndose la falda para no pisarse la cola. De repente, las tres mujeres lo encontraban todo muy divertido, y le seguían por el pasillo soltando cachetes en el aire.

—¡Que paréis de una vez! ¡Esto no es normal!

—¿Normal? ¡Tú sí que no eres normal! —gritaban ellas—. ¡Te vamos a enseñar lo que es normal y lo que no!

—¡Que os estéis quietas! ¡Que me dejéis en paz! —clamaba Elías, que tomó un poco de distancia e hizo ademán de levantarse el vestido—. ¿Conque no os gusta que vaya mostrando el culo por ahí? ¡Pues os vais a enterar!

Ellas, en vez de enfadarse más, soltaron ahora unos fingidos grititos de escándalo y echaron a correr. Elías salió en su persecución, balanceándose a uno y otro lado como si llevara un pie descalzo y el otro calzado. Atraídos por el follón, Miguel Ángel y los otros se asomaron a tiempo de verle levantar en brazos a su arrugada abuela como se alza a una recién casada.

—¡Pero si no pesas nada, abuelita! —reía—. ¡Si pesas menos que Fosca!

Elías ya no fantaseaba con la idea de iniciar una nueva vida donde nadie le conociera. Ahora sabía que su sitio estaba allí, al lado de su madre, siempre sometida a la voluntad de Mercedes, siempre temerosa de las suspicacias de Sara. ¿Qué derecho tenían las demás a juzgarla? Veía a su madre como a un pequeño animal herido, incapaz de valerse por sí mismo. Si no se encargaba él de protegerla en el delicado e inestable equilibrio familiar, ¿quién lo haría? Desde el incendio del Corona y la prolongada depresión posterior, se sentía responsable de su felicidad, que en realidad consistía en muy poca cosa: ocultarle los desaguisados de Daniel, atenuar el afectuoso pero opresivo autoritarismo de Mercedes, proporcionarle un mínimo de paz y confianza. No le costaba ningún esfuerzo. De todos los Elías posibles, había elegido ser el que usaba la cojera para reírse de sí mismo. El menos vulnerable, por tanto, y también el que de forma más natural podía ejercer la generosidad. Claro que siempre se las arreglaba para sacar algo a cambio, y ahora gozaba de una impunidad absoluta tanto ante su madre como ante su abuela, quienes, hiciera lo que hiciera, no sólo no se lo reprochaban sino que acababan riéndole las gracias. Elías era, ya se sabe, un jaimito, y de alguien como él lo más grave que podía esperarse no pasaba de ser una simple chiquillada.

—¿Cuánto va a tardar ese café? —gritaba, repantingándose en el sofá del chalet—. ¡Qué desastre! ¡Cómo está el servicio!

—¡Te voy a dar yo a ti servicio! —gruñía Mercedes desde la cocina.

Con la Patochada estuvieron casi dos años dando vueltas por pequeños escenarios de pueblos y barrios y, aunque ganaron muy poco dinero, en algún momento llegaron a creer que podrían vivir del teatro. Cuando Elías empezó a rumiar el proyecto del musical sobre Carlos V, consiguió que su abuela y Felisa le llevaran a conocer el monasterio de Yuste. Él mismo se ocupó de llamar para reservar habitaciones en el parador de Jarandilla de la Vera, un viejo castillo en el que el propio emperador se había alojado mientras concluían las obras de acondicionamiento del monasterio. Con esa displicencia cómica y pomposa con que se refería a su madre o a su abuela como «el servicio», hizo la reserva a nombre de «la Ilustrísima señora doña María de las Mercedes Campillo de Caro». Y, dando por sentado que el recepcionista le seguía el juego, añadió:

—Doña Mercedes agradecería que tanto su habitación como la de su edecán fueran silenciosas y soleadas. Buenas tardes.

Cuando llegaron a Jarandilla después del largo viaje en el Dodge, se había olvidado por completo de la bromita. Salieron del coche. Elías aprovechó para estirar las piernas y echar un vistazo al exterior del edificio mientras Mercedes y Felisa se llevaban a Fosca a hacer sus necesidades. Apareció un mozo para cargar con el equipaje, y Elías le siguió por el pequeño puente que daba acceso al castillo. Su sorpresa fue mayúscula cuando descubrió que los empleados, ataviados con fantasmagóricas vestimentas regionales, habían formado dos largas filas, al final de las cuales aguardaba el que parecía ser el director del establecimiento. Éste, un hombre al que un abigarrado mapa de psoriasis le asomaba por el cuello, saludó con una leve inclinación de cabeza.

—Usted debe de ser el edecán. Sea bienvenido. Confío en que las habitaciones sean de su gusto —dijo, ceremonioso, y Elías le devolvió la reverencia.

¿Por quién demonios les habían tomado? ¿Por unos Grandes de España? Pasaron unos segundos, y Mercedes y Felisa, ojerosas, despeinadas, con la ropa arrugada, entraron tirando de la correa de la perra. Tras un instante de estupor, observaron con recelo las dos filas de sirvientes. Elías, carraspeando de forma ostentosa, improvisó un saludo protocolario que consistía más o menos en llevarse la mano al pecho y cabecear ligeramente hacia un lado. Para su sorpresa, muchos de los presentes le imitaron, y entonces se produjo un extraño hechizo. Dejando a Felisa atrás, Mercedes adoptó una pose de gran dama victoriana y, el busto erguido, la barbilla alta, la mirada puesta en algún punto alejado del mundo, avanzó decidida entre las dos filas de personas, repartiendo sonrisas a uno y otro lado. Su figura menuda parecía investida de una indiscutible majestad, y el propio director estaba tan impresionado que sólo acertó a decir:

—Hágame el honor, ilustrísima… —Y, abrumado, los condujo personalmente a sus habitaciones en la parte noble del edificio.

Aquélla sería para siempre la «entrada triunfal», una expresión que se incorporó al léxico de la familia para designar la llegada de cualquiera que hubiera levantado curiosidad o expectación o se hubiera hecho esperar más tiempo del previsto, y seguiría viva en sus conversaciones años después de la muerte de Mercedes. A partir de entonces, cada vez que alguien (fuera o no miembro de la familia y viniera o no a cuento) utilizaba esa expresión, Miriam o Daniel o Elías la completaba adoptando una actitud entre compungida y solícita y diciendo:

—Hágame el honor, ilustrísima…

Pero el viaje a Yuste también quedó grabado en la memoria familiar por la fractura de cadera por la que Mercedes hubo de ser trasladada a Talavera de la Reina e ingresada en el Hospital Nuestra Señora del Prado. La caída se produjo en la terraza del primer piso. Desde el principio, Elías había tenido algo así como el privilegio y la exclusiva de bañar a Fosca, y se enfadaba si la bañaban sin contar con él. La perra se dejaba hacer, intimidada y sumisa, y luego, para secarse, corría enloquecida de un lado para otro, salpicándolo todo, revolcándose en las alfombras, refrotándose con furia en los bajos del sofá. La bulla que acababa montándose hacía reír a Elías. Una noche, en el parador, mientras hacían tiempo para la cena, se la llevó a su habitación y aprovechó para bañarla. En cuanto la sacó de la bañera, la perra se sacudió el agua con violencia y escapó por la puerta, que había quedado entreabierta. Elías, riendo, la siguió por los pasillos y salones del primer piso. Mercedes y Felisa, en la terraza, los oyeron llegar y se levantaron para recibirles. Fosca pasó entre las piernas de Felisa y luego al lado de Mercedes, sin llegar siquiera a tocarla. Mercedes, no obstante, se tambaleó un poco, y para recuperar la estabilidad se agarró al respaldo de la silla más cercana, que resultó ser una mecedora. Fue una caída a cámara lenta. La mecedora se fue inclinando muy poco a poco y Mercedes iba como agachándose a la par, hasta que soltó la mano y la mecedora salió rebotada. Mercedes ni siquiera llegó a caerse del todo, porque paró el golpe con el brazo y quedó recostada sobre un lado. Pero al instante supo que se había roto algún hueso, y su manera de decir que no podía levantarse y que la lesión podía ser grave fue exclamar:

—¡Qué tontería, cielo santo! ¡Qué tontería! —Y Fosca, ajena a todo, proseguía con sus frenéticas carreras.

A la mañana siguiente, mientras los médicos trataban de reconstruirle la cadera con unos clavos, Felisa fue a la estación de Talavera a recoger a Miriam y a Sara. Elías permaneció todo ese tiempo en la sala de espera del hospital. Las circunstancias del accidente le habían provocado un intenso sentimiento de culpabilidad. ¿Por qué no había tenido más cuidado? ¡Nada de eso habría ocurrido si no se hubiera dejado abierta la puerta de la habitación! Por primera vez en cinco años volvió a rezar, y le parecía que ahora sus oraciones tenían un sentido. No era lo mismo rogar por la salvación espiritual de la humanidad que pedir algo concreto, como el restablecimiento de la salud de su abuela. Cuando el Dodge llegó de la estación, el médico ya había comparecido para decir que todo había ido bien y que en tres o cuatro semanas Mercedes volvería a hacer vida normal. Elías salió a recibirlas con los ojos aún enrojecidos.

Para el otoño, en efecto, las cosas recuperaron la normalidad. Pero algo había cambiado con el accidente. Mercedes regresó de Talavera con anemia, y Miriam y Sara empezaron a verla como a una anciana necesitada de vigilancia y cuidados. Era como si de golpe se hubieran dado cuenta de su avanzada edad, ochenta y dos años, y como si por primera vez hicieran cálculos sobre el poco tiempo que le quedaba de vida.

—Yo te llevaré a rehabilitación, abuela —se ofreció Daniel—. ¿Lunes, miércoles y viernes?

—¡Martes y jueves! —contestó Felisa a través de la ventana de la cocina.

—¿Pero tienes coche? —dijo Sara.

—¡La llevo en el Dodge! —asintió él—. En Residencial Paraíso, ¿verdad?

—Claro, en el Dodge… —murmuró Sara con leve retintín.

—Sí. En Residencial Paraíso —dijo Miriam.

—La puedo llevar yo —dijo Felisa, abriendo la puerta con ayuda de la cadera y dejando la bandeja de los cafés en la mesa del jardín.

—La puede llevar ella —concedió Sara, y Miriam la miró con rencor.

¡Qué irritante podía resultar su hermana! Daniel se ofrecía a ayudar, y Sara insinuaba (o eso le parecía a Miriam) que lo único que quería era exhibirse en el Dodge por las terrazas de los bares.

—La llevará Daniel —dijo, pero Mercedes negó con la cabeza:

—A rehabilitación ya veremos si voy.

Las dos hermanas intercambiaron una sonrisita condescendiente. Miriam pensó que la fuerza de su hermana y la de su madre apuntaban en direcciones opuestas. Como la corriente de un río: la de Sara en contra, la de Mercedes a favor. Su propia fuerza tal vez no fuera más que una prolongación de la de ésta, lo que hacía aún más angustiosa la idea de que algún día no muy lejano pudiera faltar. Sara señaló la puerta:

—Tendrías que poner una de esas cortinas de tubitos —dijo—. Como en los bares de pueblo. Por los bichos.

—Estamos en otoño —dijo Felisa—. Ya casi no hay bichos.

Los hijos de Sara estaban dentro, viendo la televisión. Elías, tirado en el césped, alargaba el brazo para coger las bolas secas caídas del seto y las lanzaba con desgana. La perra, a su lado, se limitaba a seguirlas con la mirada.

—Está vieja. Se cansa pronto —dijo.

—¿Hablas de mí? —dijo Mercedes.

—Hablo de Fosca.

—Pues como si hablaras de mí. Tal para cual.

—¡Ay, mamá! —protestó Sara, zalamera.

Siguieron organizándose. A la próxima revisión médica la acompañaría Miriam, a rehabilitación unos días Daniel y otros Felisa, del papeleo del seguro se encargaría también Miriam… Sara había decidido que su madre ya no podía valerse por sí misma, y a Miriam le parecía que, en el reparto de funciones, su hermana se comportaba como si le correspondieran menos obligaciones que a cualquiera de los otros. ¿Resabios de ese pasado en el que Sara tendía a interpretarlo todo como un agravio dirigido a su persona? Lo más sencillo era no discutir. Salió Marta, la hija de Sara. Dijo:

—Se ha acabado la película. ¿Cuándo nos vamos? —Y puso morritos para ocultar la aparatosa ortodoncia.

—¡Qué guapa estás, Martita! —dijo Mercedes, a pesar de todo.

Salieron también los gemelos. Seguían teniendo el mismo aspecto aburrido de toda la vida, con sus medias sonrisas, sus polos bien planchados y sus pantalones de pinzas, de los que siempre se les deslizaba calderilla que luego Felisa encontraba entre los cojines del sofá.

—Y vosotros también, ¡qué buenos mozos!

Por mucho que se esforzara, Mercedes era incapaz de esconder sus preferencias por Elías y Daniel, que al lado de los otros eran unos andrajosos: Elías con esas camisas de hippy y esos fulares arrugados que se enroscaba en torno al cuello, y Daniel con esas botas camperas acabadas en punta y esas cazadoras de cuero como pringosas.

—¡Da gusto tener unos nietos así! —insistió Mercedes.

Unos minutos después se deshizo la reunión. Sobre la mesa del comedor, abierto por la página de los retratos que Tiziano pintó de Carlos V, estaba el volumen de la Historia del arte del marqués de Lozoya. A su lado había varios patrones en papel de seda. Sara cogió uno y lo miró al trasluz.

—¿Y esto?

Era la basquiña del emperador, pero a primera vista podía ser cualquier cosa.

—El chico se ha empeñado… —refunfuñó Felisa—. ¡Ya le he dicho que no se haga ilusiones!

Miriam y Sara se volvieron hacia la cristalera. Elías, todavía tumbado en el césped, se hurgaba una oreja con lo que parecía ser una brizna de hierba o un tallito seco.

—El teatro, ¡qué maravilla! ¡Cómo me gustaría poder ir más a menudo! —dijo Sara, pero sus palabras no sonaron muy convincentes.

La preparación del musical se hizo interminable porque los miembros del grupo no se ponían de acuerdo en nada. Durante varios meses manejaron la idea de rodar un largometraje y, cuando por fin lo desecharon por irrealizable, empezaron a discutir sobre el tipo de teatro que querían hacer. ¿Seguir con las bufonadas de siempre o lanzarse a un proyecto más serio y ambicioso que les abriera las puertas de los grandes teatros? Entre tanto, el tiempo pasaba y las deserciones (incluida la de Miguel Ángel) aumentaban. Unos dejaban la compañía para centrarse en buscar trabajo o preparar oposiciones; otros, por simple cansancio. La idea del musical surgió al final, y para entonces quedaban ya pocos de la formación original, de modo que Elías, uno de los veteranos, podía imponer sus criterios con cierta facilidad. Fue a él al que se le ocurrió la idea de promocionar la obra haciendo breves representaciones callejeras. Se plantaban con los músicos (bajo, guitarra eléctrica, batería) en los porches de Independencia y representaban, por ejemplo, la agonía y muerte del emperador, con el propio Elías girando sobre sí mismo al son de una especie de Kasachoff y media docena de actores y actrices dando palmas a su alrededor. Los viandantes se paraban a curiosear y acababan preguntando si formaban parte de una secta budista o algo así. La cosa no mejoraría mientras no tuvieran listo el vestuario.

—¡Pero qué jaimito estás hecho! —exclamó Mercedes la primera vez que le vio con los calzones, el jubón y la basquiña.

—Sí —dijo él—, Jaimito I de España y V de Alemania, por la divina clemencia emperador de los Jaimitos, augusto rey de Jaimitolandia…

Su abuela y Felisa, más que reír, ululaban. Elías, satisfecho de su éxito, adoptaba poses estatuarias y desencajaba la mandíbula inferior para reproducir el prognatismo del emperador.

Las semanas siguientes, en su campaña de promoción callejera, se limitaba a reproducir esas mismas poses y esos mismos visajes, lo que causaba un irresistible efecto cómico, debido tal vez al contraste con la fúnebre gravedad de los otros actores, ya perfectamente ataviados como monjes jerónimos, con escapulario y todo. Permanecían así, inmóviles, mientras los músicos tocaban una rumba o un charlestón, y luego agradecían los aplausos y las monedas de los transeúntes. Aunque la obra aún no tenía ni fecha ni lugar de estreno, las reacciones de la gente les permitían augurar un éxito superior al de la Patochada.

La maleta de imitación piel parecía a punto de reventar. Felisa la arrastró hasta el recibidor y la dejó caer ruidosamente al lado del paragüero. Estaba rabiosa. Volvió a su habitación y fue metiendo en cajas de cartón las pertenencias que no habían cabido en la maleta. También cuando llevó las cajas al recibidor intentó hacer el mayor ruido posible. Mercedes, en la cocina, fingía no darse cuenta de nada. De espaldas a la puerta, estaba sentada en una silla al lado de Fosca. Ésta, tumbada en su manta escocesa, dormitaba con los ojos en blanco y la boca abierta.

—Lumbreras ya está avisado —dijo Mercedes sin volverse—. Cuando quieras, vamos.

Felisa se asomó y la miró con rencor.

—¿Y si no quiero?

—Pobre Fosquita… —se limitó a decir Mercedes, que luego, hablando para sí misma, añadió—: ¡Qué buena es! Se está muriendo y aún intenta mover el rabo.

A Felisa no le quedaba ya nada por sacar. Fue a su dormitorio, hizo un rebujo con las sábanas y la funda de la almohada y volvió a la cocina. Lo metió todo en la lavadora y seleccionó un programa de ropa blanca. Ahora Mercedes sostenía entre los brazos a la perra como si fuera un recién nacido. Fosca miraba a su dueña con los párpados entornados. Felisa permaneció un rato apoyada en la encimera. Ninguna de las dos mujeres decía nada. Se oyó primero el fluir del agua en el interior de la lavadora y luego el revolverse de la ropa en el tambor. En las pausas se distinguían los lamentos mortecinos que dejaba escapar la perra.

Felisa salió de la cocina y fue al salón. Sin dudarlo un segundo, se sentó en el lado del sofá en el que solía sentarse Mercedes. Ésta apareció al cabo de un par de minutos con la perra en brazos.

—Bueno. Vamos —dijo.

La otra no se movió.

—¿No me has oído? —dijo Mercedes, y Felisa, como si llevara un buen rato tratando de elegir las palabras, habló de un tirón:

—¿Se acuerda de lo que pasó hace diecisiete años en ese mismo sitio? ¡Sí, en la cocina! ¡En el suelo de la cocina! ¿Necesita que se lo recuerde? ¡Porque, si lo necesita, se lo recuerdo! ¿Se acuerda de que, cuando llegué de casa de Miriam, su marido estaba ya muerto?

—¿A qué viene eso ahora, Felisa?

—¡Don Samuel estuvo toda la mañana agonizando en la cocina! ¡Usted lo vio y lo dejó morir!

Mercedes acercó la cara al hocico de Fosca y murmuró:

—Lo mejor de los perros es que nunca te hacen reproches…

Luego sacudió la cabeza con displicencia:

—Sí, ya sé que una vez le fuiste a Miriam con esa historia… —Y, como cayendo en la cuenta de algo, agregó con una risita—: ¿Esto qué es? ¿Una venganza porque te dije que ya no necesitaba tus servicios? ¿Qué pretendes? ¿Chantajearme? ¡Déjame que me ría!

—¡Yo estaba ahí! ¡Yo vi cómo tenía el pijama: sucio pero seco! ¿Sabe lo que eso quiere decir? ¡Que tuvo el ataque a primera hora y estuvo toda la mañana agonizando! ¿Y qué hizo usted? Nada. ¡Nada! ¡Dejarle morir!

Mercedes, cansada de sostener a la perra, se la cambió de brazo y se la acomodó contra el pecho.

—¿Y qué tienes pensado hacer? ¿Vas a ir a la policía con ese cuento? —La miró con una mezcla de lástima y asco—. Estás vieja, Felisa. Te estás volviendo loca. La cabeza ya no te funciona bien. Confundes las cosas. Te inventas cosas que nunca ocurrieron. ¿De verdad crees que alguien te va a hacer caso?

La criada, desolada, no supo qué decir.

—Venga. Prepara el coche. Lumbreras nos está esperando —dijo Mercedes, y echó una mirada conmovida a la carita exánime de la perra—. Mi pobre Fosca, mi Fosquita…

Llegaron a la clínica veterinaria. El Dodge Dart aparcó en el paso de cebra con la rueda delantera derecha subida al bordillo y el parachoques tocando la base de la farola.

—Cada vez conduces peor, hija. Se nota que te estás haciendo vieja —dijo Mercedes, abriendo la puerta del copiloto y soltando un bufido.

Apenas una hora después, estaban ya de vuelta en el chalet, y Felisa empezó a meter las cosas en el maletero. Las cajas que no cabían fueron a parar al asiento de atrás. En la parte de delante aún quedaba sitio, y Mercedes le ordenó que fuera a la cocina y cogiera la cesta de las ciruelas claudias.

—¿Entera?

—Entera. ¡Con lo que te gustan!

Felisa obedeció y luego permaneció junto al Dodge sin saber muy bien qué hacer.

—¿Necesita algo? ¿Quiere que le deje la cena preparada? —dijo, por fin.

—Hijo mío, ¿hace falta que lleves… eso? —dijo Miriam, indicando con un gesto el desproporcionado relleno de los leotardos a la altura de la entrepierna.

Estaban en la plaza de San Francisco, delante del campus. Miriam, semiescondida entre el corrillo de estudiantes, había esperado a que acabara el espectáculo para acercarse.

—¿Qué? —dijo Elías—. ¿Te ha gustado?

—Pero si no hacéis ni decís nada…

—Ésa es la gracia. El que quiera ver la obra tendrá que pasar por caja.

—¿Has hablado con Daniel?

—¿Qué te pasa? Pareces preocupada.

—He llamado varias veces a la abuela, pero no me lo coge. Digo yo que a lo mejor Daniel se la ha llevado a dar una vuelta…

—En el Dodge, no creo.

A su lado, los falsos jerónimos ayudaban a los músicos a cargar los bafles y los instrumentos en una furgoneta de Panificadora Aragonesa, que era donde trabajaba el padre de una de las chicas.

—¡Qué locura! —exclamó Miriam—. ¿Por qué discutirían esas dos locas? No es normal que después de tanto tiempo… ¿Y cómo ha podido Felisa desaparecer así, sin decir ni pío, sin despedirse de nadie?

—La abuela dice…

—La abuela dice muchas cosas.

—Llámala otra vez. Seguro que ya está en casa.

Miriam hizo un gesto con la cabeza y se fue. Elías quedó con los demás en volver a verse al día siguiente. Por la esquina de Arzobispo Apaolaza asomó el Dyane 6 de Ángela, con la que mantenía una relación intermitente que ellos preferían calificar de abierta. Se sentó en el asiento del copiloto. Ángela le besó en los labios. Dijo:

—¿Dónde vamos? ¿Al Cabezo? —se refería a una zona del Parque Primo de Rivera en la que las parejas follaban en los coches.

—Primero tendrás que cambiarte. Con los monjes no se me levanta.

—Tampoco es que a mí me pongan muy cachonda los emperadores gotosos…

El Dyane 6 se incorporó al tráfico de la Gran Vía.

—Espera —dijo Elías.

—Qué —dijo Ángela.

—Sigue recto y luego te digo.

Había tenido un presentimiento. Siguieron por Vía Hispanidad hasta Los Enlaces y luego hasta la autovía de Logroño. Indicó la calle de acceso a los chalés de los americanos.

—Por allí.

El Dyane 6 se detuvo delante de la puerta. Elías llamó al timbre. Todavía le extrañaba que el Dodge Dart no estuviera en su rincón del jardín.

—Qué raras son las casas en las que ha habido un perro hasta hace poco —dijo—. Ahora mismo estaría con las patitas subidas a la cristalera, moviendo el rabo, muy tiesa. Fosca, Fosquita… La echo de menos.

—¿Qué le pasó?

—Estaba muy enferma y tuvieron que sacrificarla. Es como si también la casa hubiera muerto un poco, ¿no crees?

Volvió a llamar, ahora con insistencia.

—Nadie —dijo ella—. ¿Nos vamos?

—Ayúdame. Pon las manos así.

—¿Y si nos ve alguien? ¡Unos locos vestidos como mamarrachos intentando…!

—Que pongas las manos.

Ángela unió las manos en forma de estribo. Elías apoyó un pie y se impulsó con fuerza hasta quedar a horcajadas sobre la verja. Mientras trataba de pasar la pierna a la otra parte para luego descolgarse con cuidado, sus ropones de emperador se le enredaron en los muslos, por lo que tuvo que levantar el culo para liberar los faldones de la chamarra. Se quitó la boina que hacía las veces de sombrero plano y la lanzó por encima de sus hombros para que Ángela la atrapara en el aire. Ésta, desde el camino, le vio asomarse primero a la ventana de la cocina y luego a la cristalera que daba al jardín. Como todavía la luz solar se reflejaba en el cristal, Elías tuvo que arrimar la cara y hacer visera con ambas manos para distinguir el interior. Pasados unos segundos, retrocedió de un salto.

—¡Abuela! ¡Abuela! —le oyó gritar, desesperado.

El grifo de la cocina, tras gorgotear un poco y soltar un violento escupitajo, dejó escapar un débil chorro de agua parduzca.

—Todo así —dijo Juan Pablo, cerrándolo—. Veintiocho años son muchos años.

Juan Pablo era el hijo del Niño Quiñones. Elías abrió un armarito y observó su interior con aprensión.

—¡Hormigas! —exclamó—. ¿Cómo puede haber hormigas en un piso tan alto?

—¿Seguro que quieres quedarte a dormir? Ya has oído a mis padres. Hasta puedes elegir habitación. Si no te gusta la de invitados, tienes la mía. Sigue como la dejé. Con las raquetas en la pared y las fotos del equipo de baloncesto. —Le guiñó un ojo—. Un hijo único nunca se queda sin cuarto.

Con medio cuerpo fuera de la cocina, Elías jugueteaba con los interruptores del pasillo.

—¿Y esas luces? ¿Cómo pueden fundirse unas bombillas que no se han encendido?

—Goteras —murmuró Juan Pablo, señalando unas manchas—. Vete a saber de cuándo serán.

—¿Por qué no lo vendieron, si no pensaban volver?

—A lo mejor lo guardaban para ti.

—¡Pero si yo ni siquiera había nacido! —rió Elías.

En una de las habitaciones había varios trastos viejos, incluida la cama en la que tenía previsto dormir. Fueron asomándose a las otras. El empapelado de las paredes conservaba, en forma de rectángulos, un tenue recuerdo de cuadros y muebles que alguna vez ocuparon un sitio en esa casa. Había, sin embargo, una habitación en la que el papel, aunque envejecido, no presentaba esa diferencia de tonalidades.

—Tu tía.

—¿Mi tía?

—¿No sabes que se fugó con un novio que tenía? Esta habitación se la reservaban a ella.

—¿Mi tía Sara se fugó? —Elías hizo una mueca de incredulidad: ni siquiera era capaz de imaginársela de joven.

—Tu abuela estaba desesperada. Mi madre me ha contado que se pasaba el día consolándola.

—¿Cómo puede ser que sepas cosas de mi familia que yo no sé?

—Mis padres dicen que por eso no se adaptó a la ciudad…

—¿Por qué?

—Porque no aguantaba estar sin su hija. —Juan Pablo se encogió de hombros—. Vamos. Aún no has visto el resto.

No funcionaba ninguna de las bombillas del salón. Iluminados sólo por la luz que llegaba del pasillo, avanzaron hasta la puerta de la terraza. Juan Pablo buscó a tientas la cinta de la persiana, que se rompió al primer tirón y quedó colgando lacia y medio enroscada sobre sí misma.

—Ayúdame —dijo.

Se agacharon los dos y la subieron a pulso, cuidando de que fuera encajándose de forma regular. La soltaron con cautela, no fuera a ser que se les cayera de golpe. Salieron. Juan Pablo señaló un barco en el horizonte.

—Un petrolero de trescientas mil toneladas —dijo y, abriendo los brazos como para abarcarlo todo, añadió—: Qué maravilla de vistas, ¿no?

Elías hizo un gesto callado de asentimiento. Desde allí sólo se veían el mar y la playa, que las tormentas del pasado septiembre habían reducido a una franja de arena y piedras. Hacia el este, que era hacia donde estaba orientada la terraza, se prolongaba la línea costera formada por La Caleta, los Baños del Carmen, Pedregalejo. Una bruma ligera impedía que la vista llegara mucho más allá. Ahora Juan Pablo señaló el perfil de un carguero que apenas si se adivinaba en la lejanía.

—Ése no es de los más grandes —dijo—. Algunos pueden llevar tres mil o cuatro mil contenedores. Desde tierra no parecen gran cosa. ¡Pero cuando los ves de cerca…! Auténticas catedrales flotantes. Verdaderos prodigios de la ingeniería naval.

Elías, a la derecha de Juan Pablo, observaba su perfil chato y almohadillado. Había muchas cosas en él que le inspiraban curiosidad. Cinco años mayor, el hecho de que su madre y su abuela lo hubieran tenido en brazos cuando era un recién nacido establecía entre ellos un extraño vínculo, y Elías se preguntaba si él mismo no habría acabado pareciéndosele en el caso de que su familia se hubiera quedado definitivamente en Málaga. Así lo veía: como una versión insólita pero posible de sí mismo. ¿Cómo sería él si entonces, tantos años antes, su madre no se hubiera trasladado a Zaragoza? ¿Hablaría con ese acento repleto de sonidos aspirados, vestiría también americana de lino y camisa de rayas, se peinaría el pelo hacia atrás, sabría tanto de barcos y de fletes? Trató de imaginarse su contrafigura malagueña, y de ahí pasó a la de su hermano Daniel y a la de sus primos, los gemelos, y a la de Martita, todos hablando a la vez con un acusado acento andaluz, diciendo mushasho en vez de muchacho y muher en vez de mujer…

—¿De qué te ríes? —dijo Juan Pablo.

—Tienes toda la razón. Qué vistas tan maravillosas.

—Mi madre sabe de un electricista de confianza. Y en cuanto a la persiana…

—Te agradezco mucho tu ayuda, Juan Pablo.

Le resultaba raro llamar Niño al padre y Juan Pablo al hijo. Cumplidos los sesenta y cinco años, el Niño Quiñones era ahora un hombre hinchado más que gordo, con la frente siempre sudorosa y la voz algo arrastrada de quien respira por la boca y no por la nariz. Aunque Elías nunca había llegado a tener una noción precisa de su existencia, Quiñones y su mujer le habían acogido como a un pariente que regresa después de muchos años. La oficina seguía estando en el piso de la calle Panaderos, a un paso del viejo mercado de Atarazanas. A Elías le asignaron un despacho del mismo tamaño que el de Quiñones pero, a diferencia de éste, sin máquina de escribir ni papeles de ningún tipo sobre la mesa. En una de las paredes había una estantería hasta el techo con archivadores idénticos, de un color verde que el tiempo había ido desgastando de manera uniforme: más apagado en los de abajo, más vivo en los de arriba. El Niño mandó que pusieran también dos sillas de anea. «Para las visitas», dijo. Como sabía que los arreglos del piso iban a exigir un notable desembolso, se ofreció a adelantarle el sueldo de esos dos primeros meses.

—Me ha dicho Esperanza que la llames para lo de las toallas y la ropa de cama —dijo, sentándose trabajosamente en una de las sillas—. Las mujeres sí que saben comprar.

Sacó un sobre del bolsillo interior de la americana y lo dejó sobre la mesa.

—Cuéntalo por si acaso —dijo, rumboso.

Elías levantó las manos para indicar que no era necesario. No se le escapó el detalle de que el Niño manejaba el dinero como si fuera suyo y no de la empresa. Dijo:

—No me imagino a mi abuela aquí, en Málaga. Para mí siempre será una mujer mayor, viuda, con una perra… Mi abuelo murió cuando yo tenía seis o siete años.

—¿Mercedes con una perra? Tampoco yo me la imagino, con lo especial que era. ¡Cómo cambian las personas! —Señaló los archivadores de abajo, los más antiguos—. Por ahí andará la letra de tu abuelo, de cuando montó esta agencia. Todo lo que soy se lo debo a él. Él me dio mi primer empleo, me enseñó el oficio, me puso al frente de todo esto… —Se volvió hacia la puerta—. ¡Juan Pablo! ¡Tráeme las fotos que te dije!

—Eso es lo que yo quiero —dijo Elías—. Que me enseñes lo que me tengas que enseñar.

—¡Claro que sí! —El Niño rió, alborozado—. Pero cada cosa a su tiempo. ¡No querrás aprenderlo todo en dos tardes!

Entró Juan Pablo con las fotos. Eran casi una docena, todas en blanco y negro, todas con los bordes dentados, y en todas ellas, a veces en compañía de otras personas, aparecían Samuel y el Niño Quiñones. Elías cogió una en la que, junto a un jovencísimo Quiñones, Samuel y Mercedes agarraban de la mano a Miriam y Sara, niñas entonces de en torno a los diez años, las dos con el cutis muy bronceado y ropa de invierno: sin duda, se habían hecho esa foto de vuelta del famoso viaje a Sierra Nevada del que tantas veces había oído hablar en casa. En otra, la que parecía más reciente, Samuel, flanqueado por el matrimonio Quiñones, sostenía sobre sus hombros a un rechoncho y sonriente Juan Pablo de unos cuatro o cinco años. Entre esas dos fotografías se situaban todas las demás, en las que los dos hombres posaban a solas o junto a empleados o clientes de la agencia. Las ordenó mentalmente atendiendo a la evolución física de Quiñones, que de cada foto a la siguiente envejecía a ojos vistas. A su lado, el aspecto de Samuel se mostraba prácticamente inalterable a lo largo de esos casi veinte años: un cuarentón con aire de galán antiguo en las primeras fotos, un sesentón bien conservado en las últimas.

—Tu abuelo fue un gran hombre. Ya te iré contando cosas —dijo el Niño, y el padre y el hijo, quitándose la palabra el uno al otro pero dándose siempre la razón, le pusieron al corriente:

—Hemos pensado enmarcar estas fotos y ponerlas en el recibidor…

—El sector atraviesa una época de cambios.

—De grandes cambios. Los sistemas de trabajo se modernizan, surgen agencias nuevas…

—Surgen agencias nuevas, pero ésta tiene algo que las otras no tienen. —Aquí Quiñones se puso solemne y su hijo respetó la pausa—. Ésta tiene historia.

—El pasado y el futuro —remachó Juan Pablo—. El pasado y el futuro, juntos.

—Pero a ti te queda cuerda para rato —dijo Elías, halagador, y el Niño negó con coquetería:

—Bah, yo ya estoy mayor. Ahora sois vosotros dos los que tenéis que sacar esto adelante.

Un par de semanas después, las viejas fotos decoraban las paredes del recibidor. Junto a ellas había otra, la única en color, en la que el Niño Quiñones, con aire patriarcal, rodeaba con sus brazos los hombros de Juan Pablo y Elías. «El pasado y el futuro, juntos», se dijo éste al verlas.

Era verdad que el sector estaba viviendo una época de grandes transformaciones. Del tradicional sistema de palés se estaba pasando al de contenedores, que permitía un mayor aprovechamiento del espacio para el almacenaje y transporte de las mercancías pero implicaba grandes esfuerzos de adaptación: reformas en los buques, ampliación y acondicionamiento de las dársenas, instalación de nueva maquinaria, cambios en el sistema de trabajo de los estibadores, cambios también en los trámites ante la aduana y las aseguradoras, adopción de nuevas medidas de seguridad, etcétera. Aunque la mayoría de esos asuntos competía a la autoridad portuaria, los consignatarios, como representantes legales de las navieras, estaban obligados a supervisarlos para evitar errores y desajustes y, en la medida de lo posible, prevenir los posibles perjuicios para sus clientes, de modo que el Niño Quiñones y Juan Pablo, desbordados, tenían que asistir a reuniones de trabajo que a menudo comenzaban a primera hora de la mañana y se alargaban hasta bien entrada la tarde.

Elías, entre tanto, se encargaba de coordinar las cuadrillas de pintores, fontaneros y electricistas que habían ocupado su piso de la Malagueta y, aunque ansiaba familiarizarse con los quehaceres de la oficina, por el momento no le quedaba más remedio que dejarlo todo para más adelante. La mujer de Quiñones le acompañaba con frecuencia a las tiendas de muebles y electrodomésticos para aconsejarle sobre precios, calidades y estilos. Los gustos de Esperanza, ahora una mujer redonda y pintarrajeada y cargada de collares, habían quedado anclados en algún punto indeterminado en torno a los años cincuenta y sesenta y, por ejemplo, consideraba que el colmo de la elegancia era tener un mueble bar en el salón. Seguramente eso encajaba con el tipo de vida social que en su familia atribuían a las nuevas generaciones, más mundanas y desenvueltas. Que tales muebles ya sólo se vendieran en comercios anticuados y polvorientos no la desalentaba en absoluto. Más bien al contrario: según ella, era allí donde uno podía confiar en encontrar auténticas joyas, y no en El Corte Inglés o en esas tiendas impersonales en las que la gente hacía cola para comprar unas piezas irremediablemente ramplonas y adocenadas. A Elías la decoración de su piso le importaba poco y, de entre todos los que Esperanza encontró para él, acabó eligiendo un mueble bar cuyas vitrinas móviles se abrían y dejaban al descubierto una barrita semicircular forrada de escay. Cuando se lo instalaron en casa, optó por dejarlo siempre abierto: cerrado, tenía el siniestro aspecto de un confesionario.

Esperanza influyó también en la elección del tresillo, los apliques y el secreter, mueble este último al que Elías no veía ninguna utilidad. Si se sentía forzado a transigir con ella era porque le reconocía esa autoridad inapelable de las madres, la autoridad dulce pero férrea de quien siempre parece saber qué es lo mejor para sus hijos. No como si Esperanza fuera Miriam. No como si Esperanza fuera su madre, sino como si Esperanza fuera la madre. La madre que Miriam no había sabido ser pero en la que tal vez habría acabado convirtiéndose si en su momento no hubiera cambiado Málaga por Zaragoza. ¿Esa vida reglada y acomodaticia era la que el destino le tenía reservada en esa ciudad? De ser así, ¿podía ocurrir que esa vida siguiera esperándole allí mismo desde hacía tanto tiempo, desde antes incluso de que fuera concebido?

—Aquí era donde siempre se alojaban tus abuelos —dijo Esperanza al pasar por delante del hotel Larios, recién restaurado—. Pero entonces no se llamaba así. Entonces se llamaba Niza. La gente lo sigue llamando Niza.

—Necesito sentarme —dijo Elías, que llevaba toda la tarde cargando con la cubertería nueva y un juego de sartenes.

Entraron en una cafetería. Elías pidió una cerveza.

—Pues una cervecita —dijo ella, haciendo un gesto de picardía.

Era el mismo gesto con que solía acompañar las palabras que le parecían atrevidas, como «pompis» y «cuchipanda». Elías asintió, sonriente. Esos mismos dengues, que en Miriam le habrían resultado insufribles, en Esperanza tenían un encanto antiguo y modesto.

—Háblame de mi familia —dijo.

—Tu madre era una belleza. Todos los solteros de Málaga iban detrás de ella.

—¿Llegó a tener algún novio?

—¡Si no le dio ni tiempo! Y vosotros, ¿lo pasasteis mal cuando la separación?

—No.

—Pobres chicos…

—Ya te digo que no nos afectó —insistió él, sincero.

—Pues pobre Miriam. No se merece algo así. ¿Vendrás el domingo a comer? Haré cazón. Espero que te guste.

También en el salón de los Quiñones había un mueble bar, aunque bastante más discreto que el suyo. Hecho de una madera que había acabado adquiriendo una pátina oscura, tenía forma de globo terráqueo y al abrirse parecía un inmenso coco partido por la mitad. Varias botellas de Cinzano, whisky DYC y malvasía de Sitges se apretaban en su interior y, dispuestos como pequeñas almenas a lo largo del listón circular que lo rodeaba, había media docena de vasos boca abajo. Había asimismo botellas en el compartimento inferior, una especie de bandeja taraceada sujeta a las patas justo por encima de las ruedecitas giratorias. Los domingos, cuando terminaban de comer, Juan Pablo arrastraba el mueblecito con gran tintineo de cristales, y los demás se repartían por los sillones con un vaso en la mano: de licor en el caso de los hombres, de malvasía en el de Esperanza, que se hacía la finolis y pronunciaba algo así como Siyyyes.

—¡Después de una semana tan dura qué bien sienta una copita! —exclamó el Niño, descalzándose y apoyando los pies en el puf.

De momento, Elías iba poco por la oficina y, cuando iba, no siempre coincidía con el Niño y con Juan Pablo, que pasaban muchas horas en el puerto. En las sobremesas dominicales aprovechaban para ponerle al corriente de trámites y negociaciones. Las navieras, a través de las agencias de consignación, se habían comprometido a financiar parte de las obras de reforma de tinglados y almacenes. El Niño utilizaba expresiones que a oídos de Elías sonaban como una música exótica: racionalización del trabajo, líneas de crédito, rendimiento a medio plazo. Él se limitaba a asentir con la cabeza, en una actitud que tenía más de conformidad que de aprobación: se comportaba como el perfecto invitado en casa ajena. Fueran cuales fuesen las responsabilidades teóricas de unos y otros, las jerarquías habían quedado establecidas desde el principio, y valían igual para el ámbito familiar y el laboral. Los Quiñones le habían acogido como a un segundo hijo, y Elías era, en casa, algo así como el hermano menor de Juan Pablo y, en la oficina, una especie de aprendiz distinguido, con autoridad nada más para pedir pequeños favores a los otros empleados.

—¿Qué tal llevas el inglés? —le preguntó Juan Pablo.

—Así así —dijo él, con una falsa modestia que era bastante más falsa que modesta: su nivel de inglés apenas si pasaba de elemental.

—Bien. —El otro se dio por satisfecho—. Cuando termines de instalarte, te harás cargo del télex.

—Tu abuelo tenía una facilidad innata para los idiomas. Los aprendía todos sin necesidad de estudiarlos —dijo el Niño, descruzando y volviendo a cruzar los pies sobre el puf, y su mujer intervino para decir:

—¿Cómo se llama eso? ¿Don de lenguas?

Elías se acordó de su padre hablando en un inglés impostado por el teléfono del hotel de Las Palmas. En eso, por desgracia, él había salido a Ramiro y no a Samuel.

—El piso ya casi está. ¿Verdad, Esperanza? —dijo—. A partir de enero recuperaré el tiempo perdido. Lo prometo.

Para las Navidades el piso ofrecía un aspecto más que presentable: el salón terminado de amueblar, la cocina reformada, las paredes pintadas. Aquello era algo. Algo que él había hecho y de lo que podía sentirse orgulloso. Deseaba enseñárselo a alguien que no fuera un Quiñones y, alegando una discutible equidistancia, propuso que su hermano y su madre se reunieran con él para pasar la Nochebuena. Miriam reaccionó haciéndose la dolida: «¿Me estás hablando en serio? ¿No quieres venir? ¡Serían las primeras Navidades sin mis hijos!». Así que Daniel embarcó en Melilla en el Ciudad de Santa Cruz de la Palma, y los dos hermanos subieron juntos en el expreso Pablo Picasso, que viajaba por la noche.

—¡Entre la ida y la vuelta, dos días enteros de viaje! ¡Vaya paliza! —se quejaba Daniel mientras se abrían paso por el estrecho pasillo del vagón en busca del coche-cama.

Como el día de Navidad caía en miércoles, habían optado por viajar el domingo anterior. Los únicos días que pasarían completos en Zaragoza eran el lunes y el martes: de ahí la irritación de Daniel, que ya venía cansado de la travesía. El Pablo Picasso, además, no iba a Zaragoza sino a Miranda de Ebro y Bilbao, de modo que tenían que bajarse en Madrid, cambiar de estación y esperar un par de horas a que saliera el talgo.

—¡A quién se le ocurre! —seguía protestando, al tiempo que se ponía de puntillas para acomodar su maleta en el portaequipajes.

Ahora sus protestas iban dirigidas al cruel destino que le había llevado a Melilla. A diferencia de Elías, no parecía nada contento con la experiencia de esos dos primeros meses.

—Eso es el culo del mundo. Te mueres de asco. Como no hay donde ir, la gente se pasa el día yendo arriba y abajo por la Avenida. ¡Pensar que tengo que aguantar cinco años!

Las literas tenían un protector lateral en forma de tubo, como las camas de hospital. Daniel se adjudicó la de abajo. Luego se asomó al minúsculo cuarto de baño y se tiró un sonoro pedo.

—¡Ahí tienes mi opinión! —dijo.

Elías, ya descalzo, trepó a su litera y se puso los auriculares. Daniel cruzó los brazos sobre el borde del colchón.

—Un walkman —dijo—. ¡Qué moderno! ¿Qué estás escuchando? ¿Tienes a los Dire Straits?

Le quitó uno de los auriculares y se lo puso en el oído.

Build built built, burn burnt burnt… —recitó, burlón—. ¿Ahora te ha dado por estudiar inglés?

—Déjame en paz.

—Estoy pensando que igual no vuelvo. Llamo a la tía Esther y le digo que me envíe mis cosas a Zaragoza.

Elías pulsó el botón de pause.

—¿Estás loco?

—¿Qué pasa si lo mando todo a tomar por culo? ¿Quién se queda con la agencia? ¿Los gemelos?

—Nadie de la familia. El Estado, supongo.

—¡Por mí como si se la regalan a Cantinflas! —Y se le ocurrió una idea—: ¿Por qué no te ocupas tú desde aquí? El trabajo es el mismo. No te costaría tanto. Sólo tendrías que ir de vez en cuando…

—Me recuerdas a Esaú.

—¿A quién?

—A Esaú. El hijo de Isaac. El hermano de Jacob. El que vendió su primogenitura por un plato de lentejas.

—¿Lentejas? Sabes que me gustan poco. Hasta te las puedes ahorrar.

Elías soltó un bufido y volvió a su lista de verbos irregulares. El tren se puso en movimiento. Daniel apoyó la cabeza en el cristal y escrutó en silencio la oscuridad.

Miriam les abrazó y les besó como si hubieran pasado no dos meses sino dos años desde la última vez.

—¡No achuches, no achuches! —refunfuñaban ellos.

—¡Ay, mis niños…!

—¿Quieres dejar de llamarnos así?

Pero estaban contentos. Contentos de regresar y ver que las cosas seguían más o menos como siempre: el bidé repleto de revistas de decoración, los diferentes frascos de champú Klorane alineados en la repisa de la bañera, los extremos de los trapos de cocina asomando por la rendija del cajón, Miriam dejándose los cigarrillos a medio fumar por los distintos ceniceros de la casa. Esos detalles les confirmaban que la vida seguía su curso aunque no estuvieran presentes. Sólo en el cuarto de estar había cambios.

—¿Y el piano? —dijo Daniel.

—Lo mandé llevar al chalet.

—Había olvidado que ahora el chalet es tuyo —dijo Elías, y luego puso cara de espanto—. ¡No estarás pensando en mudarte!

—Lo pensé pero ahora no sé. Estoy hecha un lío.

—¿Y nosotros no tenemos derecho a opinar? ¡Ésta también es nuestra casa, la casa en la que siempre hemos vivido!

—Ya os digo que no sé… No sé si quedarme en el piso y alquilar el chalet o mudarme al chalet y alquilar el piso. Pero es que el chalet me recuerda tanto a mamá…

—¿Y cuándo tocas? —dijo Daniel, recorriendo con los dedos un teclado imaginario.

—No toco.

Daniel entró en el cuarto de baño a ponerse colonia, cosa que siempre hacía en abundancia. A los pocos segundos, la casa entera olía a colonia.

—Yo me voy. He quedado —se despidió desde el pasillo.

—¿Ya? ¿Nada más llegar?

Oyeron el portazo. Miriam acarició el pelo de Elías.

—¿Qué hago? ¿El chalet o el piso? El administrador me dice que esto lo tendría alquilado al día siguiente. En cambio, el chalet… A la gente le gusta vivir en el centro.

—¿Y a ti no te gusta vivir en el centro? Aquí estás bien, muy bien. —Elías se lo había tomado muy a pecho—. ¿Cuánto tiempo llevas viviendo en esta casa? ¡Veintiséis años! Eso no se cambia así como así. Cuanto antes te traigan el piano, mejor.

—Es que aquí, sin vosotros… Esté donde esté, siempre me falta alguien.

Por la tarde, la acompañó a hacer la compra para la cena de Nochebuena. Fueron al supermercado habitual, en la calle Latassa. Aunque sólo de niño solía acompañarla a comprar, en la memoria de Elías aquello se presentaba como un continuo: si en su infancia había estado allí con su madre y ahora volvía a estar, eso quería decir que siempre había estado. Siempre: ¡qué importante se había vuelto de repente esa palabra! Para él, que estaba descubriendo hasta qué punto le incomodaban los cambios y las novedades, todo lo que formaba parte de su vida anterior estaba situado en ese territorio inconcreto llamado Siempre: la casa de Siempre, la tienda de Siempre, los amigos de Siempre… Recordó las Nochebuenas de siempre, cuando Mercedes y Felisa preparaban para toda la familia una enorme fuente de cardo con piñones.

—¿Cardo? —replicó Miriam—. Creía que no te gustaba.

—Con piñones sí.

—¿No prefieres marisco?

—¡No!

—Pues compraré cardo —dijo Miriam—. Pero marisco también.

Compraron de todo y sin reparar en gastos: cardo, langostinos, almejas, salmón ahumado, huevos de codorniz, jamón de Guijuelo, solomillo de ternera, quesos nacionales y extranjeros, vinos blancos y tintos, champán medio bueno, polvorones, mazapanes. Iban por los pasillos del supermercado empujando no uno sino dos carros y cogiendo todo lo que se les antojaba, cosa que a Elías no dejaba de resultarle extraño, acostumbrado como estaba a las estrecheces domésticas y a comparar precios y a privarse de caprichos. Cuando llegó la hora de pagar, les abrieron una caja sólo para ellos, y Miriam dio una buena propina al mozo para asegurarse de que se lo llevarían todo esa misma tarde.

Al día siguiente, Elías quedó con Ángela en la barra de Espumosos. Pidieron gambas con gabardina y cañas con limón, que allí preparaban tirando la cerveza sobre un fondo de jarabe dulzón y espeso.

—No sé por qué hemos quedado aquí —dijo Elías—. A mí me gustaba el otro Espumosos, el de Independencia.

—La caña con limón sigue siendo igual.

—Detesto los bares con televisión. —Hizo un gesto desdeñoso hacia el fondo del local.

—¿Para eso me has llamado? ¿Para quejarte? ¿Tan mal te va en Málaga?

—¡Al contrario!

Hablaron de Duelos y Quebrantos. Seguían intentando sacar adelante la obra sobre Carlos V, pero nadie daba el tipo del emperador tan bien como Elías, y se estaban planteando embarcarse en un nuevo proyecto. A él le halagó descubrirse irreemplazable. Al mismo tiempo, le inquietó la posibilidad de que el grupo llegara a disolverse. Le daba la sensación de que, de ser así, una parte importante de su vida podría entrar en vía muerta. Apuró su caña con limón.

—¿Has venido en coche? —dijo, lo que en el código privado de ambos equivalía a una proposición sexual, y ella se mostró reticente:

—¿Te has echado ya una novia andaluza?

—Podríamos ir un rato al Cabezo —insistió él, y la palabra «Cabezo» le pareció definitivamente ridícula.

Cuando llegó a casa, la mesa estaba ya dispuesta, con el mantel bueno y un centro de flores. Reconoció la vajilla y la cubertería de la abuela.

—¿Sólo tres?

—¿Qué te pensabas? —dijo Miriam, depositando una bandeja de langostinos pelados.

—Que cenaríamos con Sara y los suyos. Como todos los años. ¡Con todo lo que compramos ayer…!

—Ahora Sara tiene su familia y yo tengo la mía.

Al pasar junto a la mesa, Daniel atrapó un langostino.

—¡Esa mano! —le reprendió su madre—. ¡No se pica nada hasta que empecemos!

—¿Qué más da antes o después?

Elías soltó una risita e intentó hacer lo mismo. Miriam le dio un golpe en el dorso de la mano. El langostino cayó a la alfombra.

—De ellos es el reino de los… —dijo Daniel, pero dejó la frase a medias.

La cena fue muy animada. Elías habló de las largas comidas dominicales en casa de los Quiñones, que siempre acababan rematando con una copita del mueble bar. Daniel imitó el acento de los rifeños que vendían cosas por las calles de Melilla: «Bonito, paisa. Bonito y barato. Para tu mukera. Compra». Por hacer una gracia, cada vez que Miriam se levantaba a coger algo, uno de los dos le rellenaba la copa de vino, y luego ella fingía escandalizarse. Para los postres estaba ya bastante achispada y trataba de recordar la letra de algunos villancicos que cantaba con la coral del Buen Consejo.

—¿Qué es eso de que la tía Sara se fugó con un novio de Melilla? —dijo Daniel.

—¿Quién te lo ha contado? —preguntó Miriam, seria.

—Éste —dijo Daniel.

—Es lo que me dijeron los Quiñones… —se justificó Elías, temeroso de haber cometido una indiscreción.

—Hace mucho, mucho tiempo —dijo Miriam—. Era muy joven. Casi una niña.

—No tan niña —dijo Daniel—. Tenía veintidós años.

—A veces tengo la sensación de que en las familias las cosas se repiten —dijo Miriam—. De generación en generación.

—¿Lo dices por este imbécil? —dijo Daniel, y su hermano hizo ademán de lanzarle un puñetazo—. Entonces yo sería tú, ¿no? Yo nunca quise irme de casa. Aquí vivía muy bien. ¿Y dónde he acabado? ¡En Melilla!

—¿Qué fue del novio? —preguntó Elías.

—Parece ser que emigró a Venezuela. Sara nunca volvió a hablar de él. Ha sido siempre tan…

—¿Tan…?

—Tan suya.

Daniel volvió a llenarle la copa, y esta vez su madre no protestó. Dio un trago y prosiguió:

—Hace días que no nos hablamos. Y todo por tonterías. Que si mamá siempre dijo que los pendientes buenos serían para mí, que si tú para qué quieres esta cómoda si no tienes ni sitio en casa… ¡Pejigueras! Sara no es así. No es tan mezquina. ¡Yo creo que es cosa de Felipe, que está todo el rato chinchando por detrás!

—¡La policía no es tonta! —Daniel trató de imitar la voz de su tío, pero nadie le rió la bromita.

—Pero no lo va a conseguir. Ya os digo yo que no. Mi hermana y yo nunca nos vamos a enemistar.

Su declaración sonó demasiado solemne. La propia Miriam trató de restarle gravedad alargando la mano hacia la copa de champán y añadiendo con vocecilla infantil:

—¿Y el champán qué? ¡Para algo lo hemos comprado!

Elías se encargó de descorchar la botella. Los otros dos, entre risas, sostenían las servilletas delante de sus caras para protegerse del posible taponazo. El corcho saltó con un golpe seco. Elías llenó las copas hasta arriba, sin preocuparse de que la espuma se derramara sobre el mantel.

—¿Por qué brindamos? —dijo Daniel.

—Por la abuela, ¿no? —dijo Miriam—. Pobrecita. Aún no hace ni tres meses que…

—¡Por la abuela!

Hicieron chocar las copas. Bebieron un poco. Luego Miriam agitó la cabeza con aire de disgusto.

—En realidad, no sé.

—¿Qué es lo que no sabes?

—No sé si lo merece. ¡Mala pécora!

La miraron perplejos.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Daniel.

—¿A quién se le ocurre hacer un testamento así? —Los ojos de Miriam tenían ahora un brillo de rabia—. ¿Qué pretendía, alejándome de mis hijos? Le he dado muchas vueltas y me parece… ¡Me parece que hizo ese testamento para castigarme!

—Mamá, por favor —dijo Elías—. A ti la abuela te dejó el chalet y los pisos de Málaga y Melilla. Y a nosotros…

Miriam fue a dejar su champán en la mesa, pero al hacerlo derribó una de las copas vacías. Ésta rodó brevemente sobre el mantel describiendo un irregular semicírculo. Aturdidos, ninguno de sus hijos se preocupó de recogerla.

—¡Sí, castigarme! —repitió su madre—. ¿No os dais cuenta? Es como si hubiera querido seguir moviendo los hilos de mi vida después de muerta… ¡Primero me alejó de mis hijos y ahora me aleja de mi hermana! ¡Todo eso está en ese maldito testamento! ¡Todo eso lo tenía ella previsto!

En su voz, como en la de algunos enajenados o borrachos, había ahora una modulación desgarrada, feroz. Daniel y Elías, paralizados, incapaces de reaccionar, intercambiaron una mirada de alarma. Luego la vieron volver lentamente la cabeza a un lado y a otro, como buscando a alguien que se hubiera escondido entre los muebles, y por un instante llegaron a sentir el escalofrío de una presencia invisible, la certidumbre de que el fantasma de su abuela estaba ahí mismo, vigilándolos, controlándolos. Con los ojos puestos en todas partes y en ninguna en particular, Miriam gritó, desesperada:

—¿Qué pretendías? ¿Que me quedara sola? ¡Tú al menos me tenías a mí! ¡Siempre me tuviste a mí!

Instalaron el terminal de télex en su despacho. Era un aparato extraño, de un rebuscado anacronismo, como si alguien en los sesenta se hubiera propuesto diseñar una máquina de escribir del año 2000 y sólo hubiera acertado a medias. La carcasa, de un color gris tirando a verduzco, tenía el aspecto hueco y tripudo de las cámaras Polaroid. A la derecha del teclado había un disco de teléfono y cuatro botones, y en la parte superior, que Elías aprendió pronto a montar y desmontar, estaba el visor transparente por el que asomaba el extremo del rollo de papel continuo. Instalaron el terminal en un lado de la mesa, lo que daba a entender que el envío y la recepción de escritos ocuparían nada más una pequeña parte de su tiempo, pero el resto de la mesa seguía casi tan vacío como el primer día: un diccionario bilingüe inglés-español, unas cuartillas con el membrete de la agencia, un plumier, una grapadora. Si no hubiera sido por el télex, no habría tenido mucho que hacer, y el breve timbrazo que precedía a cada recepción le rescataba a menudo del suave sopor de la inactividad. Los comunicados y cartas salientes se los daban ya redactados en inglés, y él se limitaba a transcribirlos cuidando de no cometer demasiados errores. Los entrantes, en cambio, se esforzaba en traducirlos. Arrancaba el fragmento de papel continuo, consultaba algunas palabras en el diccionario y, tras golpear con los nudillos la puerta siempre abierta del Niño Quiñones, anunciaba:

—Ya tenemos respuesta de Hamburgo. Serán noventa y ocho contenedores. Estarán aquí el 23.

Una mañana llegó un técnico y le instaló un fax en el otro extremo de la mesa. Era negro, compacto, curvilíneo, con un elegante teclado y una moderna pantallita de cristal líquido. Ahora el télex, por contraste, parecía definitivamente anticuado, como una reliquia de los viejos tiempos. Pero aún había clientes que lo seguían utilizando, así que unas veces era el timbre del télex y otras el del fax el que interrumpía la somnolencia de Elías. Su despacho tenía algo de sala de comunicaciones de un transatlántico, y él se veía a sí mismo como una especie de experto telegrafista. Su trabajo en la oficina no iba mucho más allá. Dada su nula experiencia laboral, le resultaba imposible discernir si era poco o mucho. Nunca se le ocurrió acercarse al puerto a supervisar una descarga de mercancía, cosa que Juan Pablo hacía con frecuencia. Daba por hecho que eso podía formar parte de las atribuciones de Juan Pablo pero no de las suyas y, en todo caso, la agencia ya tenía en nómina a un capataz, que se llamaba Elpidio. Algún día, tal vez cuando el Niño Quiñones se retirara, tendría Elías que asumir más responsabilidades, pero entre tanto le bastaba con ir preparándose para ese futuro lejano e inconcreto. ¿Y acaso no formaban parte de esa preparación el estricto cumplimiento de su horario de trabajo y el tiempo que dedicaba al estudio del inglés?

Para familiarizarse con la ciudad, dedicaba sus ratos libres a dar largos paseos. Lo hacía casi siempre con el walkman sujeto al cinturón y los auriculares puestos. Cuando se metía por las calles y callejas del centro (la calle Fresca, la calle Granada, el pasaje de Chinitas), acababa desorientándose y llegando a un sitio que no era el que había previsto. Le gustaba caminar por la Alameda y luego, de regreso, sentarse a descansar en los bancos del paseo del Parque. También le gustaba acercarse al anochecer hasta el faro, al que los malagueños llamaban la Farola, y mirarlo todo desde allí: el mar oscuro, las siluetas de los barcos, las ventanas iluminadas más allá de las palmeras, las copas de los cipreses adivinándose entre los muros de la Alcazaba.

Su escasa vida social dependía en buena medida de Juan Pablo, que los sábados por la noche quedaba con su grupo a tomar pinchos y raciones. El grupo estaba formado sólo por solteros y solteras de unos treinta años, todos bastante parranderos, todos aparentemente orgullosos de su propia soltería. Elías dedujo que en el grupo habían acabado confluyendo los que iban quedándose solos a medida que la gente iba casándose y teniendo hijos, y lo que les unía no era tanto la amistad o la confianza como la afición a la juerga. El propio Juan Pablo, tan serio y cumplidor en el trabajo, no paraba de hacer bromas y chistes. Sus chistes, como los de los otros, hablaban a menudo de bodas desastrosas, suegras mal encaradas, esposas autoritarias, maridos que llegaban borrachos a casa. ¿De verdad les hacía tan felices no haberse dejado pescar?

A una de las habituales, Sonia, se la encontraba a menudo por la Malagueta y el paseo del Parque, y llegó a sospechar que no siempre era por casualidad. ¿Estaba haciéndose la encontradiza? La chica no le atraía especialmente. Le parecía agradable y pizpireta pero nada más, y siempre tenía la sensación de que hacía grandes esfuerzos por gustarle. Por primera vez se vio a sí mismo como alguien distinto del que creía ser: como un buen partido. ¿Era así como le veían los demás: el heredero venido de fuera, el propietario de la agencia de consignaciones, el jefe de Juan Pablo y de su padre? ¿Le veía Sonia como a una buena pieza por la que estaría dispuesta a renunciar a su tan cacareada aversión al matrimonio? Donde antes veía una gracia y una simpatía naturales ahora adivinaba buenas dosis de cálculo e interés. Sonia decía que su actor favorito era Paul Newman. Quedaron en ver juntos su última película, El color del dinero, en el Aleixandre. Elías acortó por la calle Huerta del Obispo y luego torció por Ríos Rosas en dirección a Armengual de la Mota. El cine estaba en una esquina. Era un edificio viejo, de dos plantas, con ventanas a dos calles. Llovía un poco, y Sonia, con gabardina y bolsito, esperaba muy quieta bajo la marquesina. Elías se pegó a la pared para no ser visto. La idea de darle un plantón se le presentó de repente con una fuerza irresistible. Sonia no era una de esas chicas liberadas que frecuentaban las fiestas de Duelos y Quebrantos, y el más tímido escarceo corría el riesgo de ser interpretado como el inicio de un noviazgo más o menos formal. Qué pereza le daba pensar en ese tipo de noviazgos y, por otro lado, qué perverso gozo experimentaba al verla así, desairada, insignificante, mientras la gente iba accediendo al interior del local. Esperó a ver qué hacía. La vio consultar varias veces su reloj de pulsera y echar un último vistazo a su alrededor antes de acercarse a la taquilla a comprar una entrada. Elías buscó una cabina telefónica y le dejó un mensaje en el contestador: sentía mucho no haber podido acudir a la cita, un fortísimo dolor de cabeza se lo había impedido, ojalá hubiera podido avisarla a tiempo… Luego, exultante, volvió sobre sus pasos y se acercó al cine Alameda a mirar qué película ponían.

En uno de sus paseos por el centro descubrió el Terral. Estaba en Pedro de Toledo, muy cerca de la catedral. Era un bar de techos altos, ventanas siempre abiertas y barra de mármol blanco que organizaba lecturas poéticas y exposiciones de pintura. La primera vez que entró, un poeta con gafas recitaba sus versos ante un público de jóvenes que no paraban de fumar.

—«Un nudo amable te ata. Así el papel picado que, acabada la fiesta, perdura entre el servicio sucio: lodo menudo que se pega al zapato…».

—¿Quién es? —preguntó Elías en un susurro.

—Justo Navarro —le dijeron.

—¡Ah! —asintió con convicción.

Alguien le chistó a su espalda. El poeta leía sin gesticular ni alzar mucho la voz. Elías oía sólo a medias, y lo que oía lo entendía también a medias. Le llamaron la atención unos versos que decían: «Cada cosa cansa, como un joven endeble, vergüenza de los suyos». Siguió con la mirada a la camarera, que se abría paso entre las sillas para vaciar ceniceros y retirar vasos vacíos: muy rubia, muy guapa, con falda de cuero y zapatillas de deporte. El recital concluyó, sonaron unos cuantos aplausos y la gente se agolpó en la barra para pedir copas.

Elías se consideraba un intelectual sólo porque había formado parte de un grupo de teatro universitario. Aquél era su ambiente, y no la pandilla de Juan Pablo. Se acostumbró a frecuentar el Terral cuando no había lecturas ni presentaciones de libros. Se acodaba a la barra y se las arreglaba para entablar conversación con la camarera rubia, que se llamaba Andrea y era de Hamburgo. Cuando Elías le dijo que vivía en la Malagueta, ella comentó que solía ir a bañarse a esa playa incluso en invierno.

—¡Yo también! —exclamó él y, aunque aún no se había bañado en la Malagueta, no tuvo la sensación de estar mintiendo: el médico le había aconsejado la natación para aliviar los dolores de espalda.

Fue Andrea quien le presentó al dueño del bar, José Antonio, un barcelonés criado en Málaga que hablaba con un acento extraño, mezcla de catalán y de andaluz y de no se sabía muy bien qué. Resultó que José Antonio también escribía teatro. Acababa de terminar una obra breve.

—Trata de una pareja en crisis que está encerrada en un refugio nuclear. La he presentado al premio Romero Esteo. Se titula Aquellas añoradas sirenas roncas y despeinadas.

—¿Cómo?

Aquellas añoradas… —No lo repitió entero—. ¿Y tú?

—¿Yo qué?

—Que si tienes algo escrito.

—Con el grupo hicimos una especie de esperpento sobre Carlos V. Ya sabes: Valle-Inclán, Bajtin…

—¿Cómo se llamaba?

Las almorranas del emperador —dijo Elías, muy serio.

¡Las almorranas del…! ¡Qué cachondo!

Por el Terral iba más gente que se dedicaba al teatro, y no le costó relacionarse con unos y con otros. Algunos habían pasado de hacer un rabioso teatro experimental a montar funciones colegiales que la Junta de Andalucía y el Ayuntamiento financiaban con generosidad; otros, directamente, se habían instalado en los despachos de la Junta y el Ayuntamiento en los que se repartían las subvenciones. En eso consistía su victoria sobre lo que ellos llamaban «las zancadillas de la vieja burocracia franquista». Algunas mañanas se escapaba de la oficina para asistir a los ensayos de algún grupo, casi siempre de obras como La casa de Bernarda Alba o Doña Rosita la soltera. «¿Sólo hacéis cosas de Lorca?», preguntó él con candidez. «¡Claro! —le dijeron entre risas—, ¿quién se atrevería a negar una subvención a Lorca?». A Elías le pareció una forma grosera de aprovecharse del legado del poeta, pero no dijo nada porque tampoco le convenía ponerse a malas con esa gente. A veces le pedían su opinión sobre algún detalle del vestuario o los decorados, y él apelaba a su propia experiencia para consolidar su magisterio.

—Cuando yo monté el espectáculo sobre Isabel II… —decía.

Una mañana se encontró a la gente de la agencia en un estado de agitación. Las dos secretarias cuchicheaban en una esquina mientras Elpidio, que casi nunca iba por la oficina, permanecía sentado con expresión sombría. Juan Pablo, frenético, abría y cerraba cajones en busca de no se sabía qué. El Niño, al contrario de lo habitual, estaba encerrado en su despacho. A través de la puerta de cristal esmerilado se le veía de pie hablando por teléfono.

—¿Qué pasa? —dijo Elías, alarmado.

—Hemos recibido una carta de cese —dijo Juan Pablo—. De Róterdam.

—¿Qué quiere decir eso?

—Menos trabajo, menos dinero… —murmuró Elpidio desde la esquina, y Juan Pablo, sin parar de rebuscar en los cajones, añadió:

—Quieren concentrar sus actividades en el puerto de Lisboa. Tenemos que demostrarles que es una locura. ¡Les iría mejor trayéndolo todo aquí!

La de Róterdam era una de las cuatro compañías navieras representadas por la agencia y, según Elías creía recordar, ni siquiera la más grande. El trabajo que les proporcionaban las otras tres compañías no paraba de crecer, pero tal vez no bastara para recuperarse del golpe. Al menos eso era lo que daba a entender la alarma de unos y otros. Siguió a Juan Pablo hasta el despacho del Niño. Éste hablaba en un inglés fluido pero brusco. Elías pensó que sus palabras sonaban como piedras arrojadas a un estanque. Juan Pablo depositó sobre la mesa un rimero de papeles y carpetas.

—¿Y los clientes?, ¿cómo traerán la mercancía desde Lisboa? —hablaba al oído libre de su padre, que no le prestaba demasiada atención—. ¿Se creen que el transporte por tierra es gratuito? Diles que vuelvan a hacer sus cálculos. ¡Lo que ellos se ahorran no es nada en comparación con lo que le costará al cliente! Diles que vuelvan a hacer sus cálculos y que piensen en el volumen de negocio que pueden perder…

El Niño colgó el teléfono y se frotó el entrecejo. El cansancio le hacía parecer más viejo.

—¡Tenemos que hacer que revoquen el cese! —exclamó Juan Pablo, impetuoso.

—Déjame que me siente, por lo menos.

—Necesito diez días. Diles que no firmen nada y que me den diez días. ¡Una semana!

—¿Crees que servirá de algo?

—¡Sólo pido una semana! ¡Este año no salgo en la procesión!

Estaba a punto de empezar la Semana Santa, que aquel año cayó a finales de marzo. Miriam había llamado para anunciar su visita. Para Elías, que tenía previsto aprovechar para acercarse algún día a alguna playa cercana, era casi un engorro. El Domingo de Ramos le preparó el dormitorio y fue a recogerla a la estación. Tenían el tiempo justo para dejar el equipaje y salir pitando hacia la casa de los Quiñones, que les habían invitado a comer.

—¡Ésta era mi habitación! —exclamó Miriam, dejando caer el bolso, y fue señalando los sitios en los que habían estado sus cosas: el mueble de los discos, el zapatero de tela, la mesita en la que amontonaba las revistas—. Me resulta extraña, con la cama al otro lado.

—El colchón es nuevo. Aquí dormirás bien.

Miriam se acercó a la ventana.

—Qué luz tan bonita…

—Por la tarde te enseño el resto del piso. Tu piso. Verás lo bien que te lo estoy dejando.

—¡Hijo, qué prisas!

Cogieron un taxi. Los Quiñones vivían en un edificio moderno junto a la plaza de Uncibay. Les estaban esperando a la salida del ascensor. Se besaron, se abrazaron, se elogiaron unos a otros el buen aspecto. Nada más entrar al salón, Miriam se detuvo ante una foto reciente del matrimonio con su hijo.

—¡Juan Pablo, vaya hombretón! ¡Cómo pasa el tiempo!

—Te manda recuerdos —dijo Esperanza—. Le habría gustado saludarte pero tenía trabajo.

—¿En domingo? —dijo Miriam.

El Niño se volvió hacia Elías. Dijo:

—¿No se lo has contado a tu madre?

—¿El qué? —dijo Miriam.

—Nada —dijo Elías—. La oficina. Que estamos hasta aquí de trabajo.

Miriam dio unas palmaditas infantiles:

—¡No sabéis la ilusión que me hace volver a Málaga!

Durante la comida hablaron de los viejos tiempos y de lo mucho que la ciudad había cambiado en esos casi treinta años. Elías escuchaba y no intervenía. El pasado pertenecía a Miriam y la ciudad a los Quiñones, de modo que a él no le quedaba nada. Aspiró con fuerza los olores mezclados que llegaban de la cocina.

—¿Cazón? —dijo.

—¡Le encanta el cazón! —dijo Esperanza, agarrando por el brazo a Miriam, que dijo:

—A mí también me encantaba. —Y volvió a hablar del pasado.

Había vivido sólo diez meses en aquella Málaga de su juventud pero, oyéndola hablar, daba la sensación de que esos diez meses la habían marcado para siempre. Los días siguientes, en cuanto salía de la oficina, Elías la llevaba a pasear por los lugares que en su época había frecuentado. Muchas de sus frases empezaban con esa expresión: en mi época tal, en mi época cual… También pronunciaba muchas frases que empezaban con la palabra «aquí»: aquí estaba, aquí había, aquí compramos tal o cual cosa… Una tarde subieron a un autobús que llevaba a Torremolinos. Miriam conservaba un recuerdo muy nítido del sitio en el que había visto a María Félix en el interior de un imponente Cadillac blanco, pero todo había cambiado tanto que, cuando bajaron del autobús, ni siquiera fue capaz de orientarse.

—¿María qué? —dijo Elías.

—María Félix, la mexicana —dijo ella y, al ver el gesto indiferente de su hijo, añadió consternada—: ¡No me digas que no sabes quién es María Félix!

Se acercaron hasta el paseo marítimo y buscaron una terraza en la que sentarse a tomar algo. Elías iba leyendo los rótulos de los bares:

—Los Amigos, La Bastilla, Café Bar Virginia…

—Me acuerdo de que echábamos comida a los gatos —comentó Miriam sin venir a cuento—. Y también me acuerdo del pescaíto que nos sirvieron. ¡Qué rico estaba!

—Café Bar Virginia. ¿Nos sentamos aquí mismo? Me está empezando a doler la espalda…

Desde la llegada de su madre, habían vuelto los viejos dolores de espalda y de cadera, y Elías creía que las largas caminatas habían agravado su cojera. Pero tampoco estaba seguro de dónde terminaban sus dolencias y dónde empezaba el desasosiego que le causaba la presencia de Miriam. ¿Qué era lo que le mantenía en ese estado de irritabilidad constante? Seguramente el hecho de que los papeles se hubieran intercambiado: parecía que no era ella la que estaba de visita en la ciudad de él sino él el que había sido invitado a conocer una ciudad ya inexistente, la de la juventud de Miriam, la de su memoria o su fantasía. Y todavía quedaba lo peor: la procesión de Viernes Santo.

—Los Quiñones quieren que vayamos a su casa.

—No, no —dijo ella—. Nada de ver la procesión desde un balcón. Yo quiero verla donde siempre.

En Málaga, la que utilizaba la palabra «Siempre» como si fuera un topónimo era Miriam. A Elías le parecía deshonesto y abusivo: él había vivido toda su vida en su ciudad natal, Zaragoza, mientras que ella había estado en Málaga poco menos que de paso, así que su Siempre estaba plenamente justificado y el de su madre no. El único Viernes Santo que ésta había pasado en Málaga era el de 1957. ¿Por qué no llamaba a las cosas por su nombre? ¿Por qué no decía algo así como que le gustaría ver la procesión desde el mismo sitio en que la había visto una lejana tarde de hacía veintinueve años?

—Está bien. Como quieras —transigió, a pesar de todo—. La veremos donde tú digas.

Los distintos itinerarios de las cofradías confluían en el tramo central, el que iba desde la Alameda hasta la plaza de la Constitución por la calle Larios, y el punto elegido por Miriam estaba justo donde la procesión iniciaba la curva para entrar en Larios. Es decir, donde previsiblemente habría más gente. Fueron pronto para coger sitio y plantaron sus sillas de tijera en la primera fila.

—Me acuerdo tanto de mamá… —suspiró Miriam.

La muchedumbre no tardó en invadirlo todo. Adelantaron un poco las sillas para que nadie se les pusiera delante, pero un guardia les obligó a retroceder. Había ya tanta gente que les costó recuperar su hueco. Estaban todos apretados e incómodos.

—También entonces había mucha gente —protestó Miriam—. ¡Pero no era como ahora!

Empezó a oírse la primera banda de cornetas y tambores. Las cofradías avanzaban despacio, con los largos cortejos de nazarenos portando velas o faroles o libros de reglas. Miriam comentaba en alta voz la belleza de los pasos (o tronos, como los llamaban en Málaga) y comparaba su época con la actual: entonces, en su juventud, había más fervor, con esos penitentes de gesto sombrío y esas mujeres que arrastraban cadenas en los tobillos, y todo era más auténtico, mientras que ahora parecía un espectáculo casi festivo.

—Decían que la democracia iba a acabar con la Semana Santa y fíjate —dijo—. Se ha convertido en una de esas tradiciones locales que en todas partes quieren proteger.

—No te muevas de aquí —dijo Elías—. Enseguida vuelvo.

—¿Dónde vas?

La calle Panaderos estaba muy cerca de allí. Vio luz en la oficina y subió por la escalera. Juan Pablo, en el despacho de su padre, copiaba en unas cuartillas datos extraídos de un grueso Anuario del transporte marítimo en España. Cuando vio a Elías, soltó el bolígrafo y se desperezó aparatosamente.

—Tengo todo el cuerpo entumecido —dijo.

—¿Quieres que te ayude? ¿Necesitas algo?

Por las rendijas de las ventanas se colaba el retumbar de los tambores.

—Necesito conocer las expectativas de crecimiento en el sur de España. Eso es lo que necesito.

Elías no supo qué decir. Juan Pablo se echó a reír.

—Tengo ya casi listo el informe. Lo importante es que la estimación de gastos y beneficios sea detallada y precisa. Que vean que en esta agencia somos serios. Si hace falta recurrir a barcos feeder, se recurre. ¿Sabes lo que son los barcos feeder? —Y sin esperar la respuesta continuó—: Con frecuencia se llega a acuerdos para que una naviera traiga contenedores de otras navieras. Ahí es donde entran los feeder. —Señaló una de las fotos de buques que colgaban de la pared—. Son cargueros con una capacidad menor, aunque el arqueo puede variar mucho…

Feeder, arqueo, porte neto, tonelaje de registro: había aún muchos términos y expresiones con los que Elías no se había familiarizado. Cuando el otro concluyó su explicación, dijo:

—Si se te ocurre algo que yo pueda hacer…

—¿Estás en la procesión?

—Con mi madre —asintió.

—¡Ya me gustaría a mí! Pero esto hay que enviarlo cuanto antes. Esta misma noche lo mandaré por fax.

Le costó Dios y ayuda abrirse camino entre la gente para llegar junto a Miriam, que le miró enfurruñada.

—¿Dónde estabas? ¿Por qué has tardado tanto? ¡Llevo todo este rato guardándote el sitio!

Cuando todo acabó, la gente se repartió por las cafeterías cercanas. Miriam no se molestaba en ocultar su cansancio y su irritación.

—En mi época los bares estaban cerrados en Semana Santa. Y los cines. En cambio, ahora… —Señaló unos excrementos de caballo que ya alguien había pisado—. ¡Cuidado con eso!

Elías plegó las sillas y siguió a su madre hacia el paseo del Parque.

—Estos pies me están matando —dijo ella en cuanto llegaron al piso, y lanzó los zapatos en dirección al salón.

—Queda tortilla de patata —dijo Elías—. ¿Preparo también algo de ensalada?

Volvió de la cocina con los cubiertos y la tortilla, y se la encontró llorando en una esquina del sofá.

—¿Qué te pasa?

—No me pasa nada.

—Algo te pasa.

—¿No te digo que no me pasa nada? Bueno, sí me pasa. Me pasa que me siento inútil y que me estoy haciendo vieja. Ya voy para los sesenta…

—Tienes cincuenta y seis.

—Pues eso: para los sesenta. Venía a cuidarte un poco, pero veo que no me necesitas. —Trató de sonreír—. ¿Me acompañarás el lunes al puerto?

—¿Al puerto? ¿Para qué?

—Quiero ir a Melilla. A ver a Daniel. Ya que estoy aquí… —dijo, como si Melilla estuviera a unos minutos de taxi.

—Lo que tú digas. Pero ya sabes que en esta casa puedes quedarte todo el tiempo que te apetezca. Como si quieres quedarte a vivir… ¡De hecho, el piso es tuyo! ¡Yo aquí vivo de prestado!

—No consiste en tener uno o mil pisos. Consiste en tener un sitio en el mundo. Todos debemos de tener un sitio en alguna parte. Pero yo ahora mismo no lo encuentro.

Elías esperó a que su madre se acostara para marcharse. No se había acercado por el Terral en toda la semana. El local estaba abarrotado, y varios de los clientes iban vestidos de nazareno. Le sorprendió reconocer entre ellos a Fernando, un tipo del mundillo teatral al que siempre había tenido por izquierdista y anticlerical. Su túnica era de color crema, con los puños y la capa morados.

—Aquí, si no eres de una cofradía, no eres nadie —sentenció Fernando, y alargó el brazo hacia la barra para alcanzar unos vasos de whisky.

Elías le siguió a su mesa, al lado de la ventana. Los capirotes, encajados unos dentro de otros como los cucuruchos de las heladerías, descansaban en el suelo. Los amigos de Fernando estaban tan borrachos como él mismo. Con los faldones de la túnica recogidos a la altura de los muslos, buscaban en sus monederos viejas monedas con la efigie de Franco (que seguían en circulación tantos años después de su muerte) y las lanzaban a la gente que pasaba por la calle.

—¡Fuera pesetas de Franco! —gritaban entre risas—. ¡No queremos dinero de Franco!

Fernando le anunció que estaban montando una cooperativa teatral. De hecho, tenían previsto llamarla así: La Cooperativa.

—Por supuesto, contamos contigo —añadió, y los demás emitieron un murmullo de aprobación.

Elías, halagado, se levantó para pedir otra ronda. Eran tantas copas que la guapa Andrea tuvo que ayudarle a llevarlas. Volvió a sentarse al lado de Fernando.

—¿Y con qué debutaremos? —preguntó.

—Estamos trabajando en eso —dijo el otro.

—¿Estáis escribiendo? ¿De qué va la obra?

—De lo de siempre. —Se frotó el pulgar y el índice—. ¡De ganar dinero!

Y soltó una carcajada. Luego le pasó un brazo por encima del hombro y bajó la voz para decir:

—Que quede entre nosotros: tenemos ya la financiación asegurada. Dinero público, claro. Sin dinero público no habría teatro. Nosotros ponemos el trabajo y el talento; ellos sólo ponen el dinero. Un trato justo, ¿no?

—¡Un brindis por La Cooperativa! —propuso alguien, y todos se levantaron e hicieron chocar sus vasos.

Por la mañana, resacoso, se metió en el cuarto de baño para refrescarse la cara y la nuca. Miriam, en el salón, estaba hablando por teléfono con Daniel.

—Pasado mañana, ¿te parece bien…? En el Ciudad de Santa Cruz… ¿Miras a ver a qué hora llega y me vienes a recoger? No por mí, claro. Por el equipaje. ¿Necesitas algo? ¿Hace falta que te lleve alguna cosa…? Te arreglaré el piso. Pondré un poco de orden. ¡Seguro que lo tienes hecho una leonera…!

Enchufó la maquinilla de afeitar y empezó por el mentón. Cuando ya estaba terminando, sonaron unos golpecitos en la puerta.

—Tu hermano quiere hablar contigo.

Se roció las palmas de las manos con Varón Dandy y caminó hacia el sofá dándose masaje en las mejillas. Llevaba puesto el pijama de rayas de las penúltimas Navidades, de cuando todavía la familia se reunía en el chalet a intercambiar regalos y felicitarse las fiestas.

—Dime.

—Creo que esos dos acabarán robándote. —La voz de Daniel sonaba muy cercana.

—¿Esos dos?

—Los Quiñones. No estoy seguro de que no hayan estado robando durante todos estos años.

—¿Quieres dejar de decir estupideces?

—Piénsalo: el abuelo muerto, la abuela ajena a todo, y ellos en Málaga, solos, sin nadie que les vigilara… De repente, llegas tú y se acaba el chollo. No creo que tu presencia les haga mucha gracia. Pronto se jubilará Quiñones. ¿Y qué crees que hará su hijo? ¿Resignarse a ser tu empleado toda la vida? Si no te han robado ya, seguro que acabarán haciéndolo.

—Lo dices porque tú lo habrías hecho, ¿no?

—No te enfades, hermanito.

—¡No me enfado! ¡Sólo te digo que no conoces a la gente! ¿Te crees que todo el mundo es como tú? —gritó Elías, y colgó sin despedirse.

Miriam, asomada al pasillo, dijo:

—¿Qué ocurre?

—Nada. Tonterías.

El lunes al mediodía la acompañó al puerto. Por un lado, su marcha le aliviaba. Por otro, tenía la vaga sensación de haber hecho algo mal, de no haber estado a la altura de las circunstancias. ¿Pero de qué circunstancias? ¿Y qué más tendría que haber hecho, aparte de invitarla a quedarse todo el tiempo que quisiera? Su madre siempre había sido una mujer frágil e inestable, y eso no cambiaría ni en esa ciudad ni en ninguna otra. Compraron el billete y salieron a hacer tiempo. Elías, con la maleta entre las piernas, se sentó en un murete. Miriam, tratando de atrapar los débiles rayos del sol de primavera, estiró el cuello y cerró los ojos. A Elías le parecía que, cuando se ponía así, su expresión era dulce y relajada, una expresión que le devolvía a su infancia.

—¡Qué bien se está! —dijo ella sin abrir los ojos—. ¡Casi no apetece ni fumar!

—Cuando vuelvas, te llevaré al Jardín Botánico —dijo él—. No sé por qué no hemos ido. Me han dicho que es precioso. Conozco a uno que nos lo puede enseñar.

Volvió la cabeza hacia el viejo edificio de la autoridad portuaria, con las banderas en la terraza del primer piso y el reloj eternamente detenido en las siete y veinte. Desde allí también se veía el caserón de la aduana, tosco, cuadrado, con aparatos de aire acondicionado en las ventanas. Miriam abrió los ojos y sonrió. Dijo:

—No me quiero quemar. Creo que tengo un bote de crema por algún lado… —Y rebuscando dentro del bolso dio con el paquete de Ducados—. ¡Ahora sí que apetece!

Una fila de coches avanzaba despacio en dirección al Ciudad de Santa Cruz. Era un buque del tipo que llamaban canguro, denominación que Elías asociaba con su capacidad para transportar vehículos en su interior. Esperó a que Miriam se fumara el cigarrillo y volvieron a la terminal, donde estaba ya formada la cola para embarcar. Elías acompañó a su madre hasta el límite del acceso. Se despidieron con un abrazo rápido.

—De niña siempre me mareaba —dijo ella—. Seguro que hoy también. Ya lo verás.

Luego él volvió al muelle y trató de distinguirla entre las personas que se asomaban a la cubierta. A su lado, unas señoras mayores decían adiós con la mano. Miró el reloj: se le había hecho tarde para ir a la oficina. Decidió ir bordeando el mar hasta la Malagueta. En lugar de meterse en su calle, siguió hacia el paseo de la Farola y luego hacia el dique de Levante. Enfrente, a bastante distancia, tenía los muelles de carga. Las únicas veces que había visto cargar o descargar buques lo había visto también desde ese dique. Impresionaba la visión de las grúas pórtico, unas estructuras ciclópeas de unos cuarenta metros de alto que, con las gruesas columnas de acero y la enorme viga para trasladar los contenedores en el aire, parecían el esqueleto de algún animal antediluviano. Cada uno de esos contenedores podía pesar veinticinco o treinta toneladas pero, suspendidos de la grúa, transmitían una sensación casi de ligereza. Elías se acordó de que un día Juan Pablo le había explicado su funcionamiento: el spreader enganchaba las cuatro esquinas superiores, que quedaban bloqueadas por un mecanismo llamado twist-lock, y apilaba los contenedores formando unas construcciones geométricas que tenían algo de gigantesco juguete infantil.

El Ciudad de Santa Cruz de La Palma, mientras tanto, abandonaba la dársena muy despacio. Desde donde Elías estaba, parecía totalmente inmóvil.