La novela de Daniel

LA NOVELA DE DANIEL

El taller estaba en la avenida de los Donantes de Sangre. El mecánico comprobó la presión de las ruedas y pasó un trapo arrugado y grasiento por el motor.

—Ya la tienes —dijo, incorporándose.

Era una Mike Andrews Replica, de la casa Ossa: doscientos cincuenta centímetros cúbicos de potencia, amortiguadores nuevos, el depósito blanco atravesado por una franja de color verde. Daniel montó y dio un golpe seco al pedal de encendido. Luego probó en el sitio el acelerador y los frenos. La moto tendría unos doce años pero parecía sin estrenar.

—Estupendo —dijo, ajustándose el barboquejo del casco, y salió a la avenida.

Recorrió un par de veces el paseo marítimo, se metió por las calles que rodeaban el parque y acabó torciendo hacia la carretera de Hidum. El casco urbano quedó bien pronto atrás. La cuesta se hacía cada vez más pronunciada. A la izquierda, separado por una pequeña alambrada en la que las bolsas de plástico se enganchaban e hinchaban como globos, estaba Marruecos. A la derecha quedaba Melilla. Pero el paisaje era el mismo en los dos lados: laderas secas y pardas en las que a nadie se le ocurriría tratar de cultivar algo. En la parte española, entre caminos y calles a medio pavimentar, había algunas construcciones desperdigadas, toscas, seguramente ilegales. Eran casi todas de techo plano y un solo piso, y por las esquinas de la azotea asomaban los dedos de hierro de las pilastras de hormigón. No eran las únicas casas de ese tipo que había visto en torno a la ciudad. La tía Esther le había explicado que ésa era la costumbre entre los musulmanes: ocupaban un pequeño solar y levantaban de un día para otro una casita así, dejando la estructura al aire para cuando la familia creciera y tuvieran que ampliar la vivienda con una segunda planta. Le vino a la cabeza el nombre de aquella zona: la Cañada de la Muerte.

Siempre cuesta arriba, la carretera giraba hacia la derecha, en dirección al barrio de Cabrerizas Altas. También allí las casas eran bajitas y pobres, con los muros desconchados y sin enlucir y pequeñas ventanas protegidas por rejas, pero al menos las calles se atenían a un trazado racional y no carecían de bordillo ni de farolas. Se fijó en el nombre de una calle, Ceriñola. Le sonaba a batalla antigua y también a algún episodio histórico que tenía que ver con Melilla. ¿El Desastre de Annual? ¿No había leído alguna vez algo sobre un regimiento llamado Ceriñola? Pasadas las últimas casas, el paisaje cambiaba: primero unos arbolitos enclenques, casi sin sombra, luego un bosque de pinos. Esos terrenos pertenecían al ejército. Ante la fortaleza de Cabrerizas Altas no había llegado a detenerse, pero sí lo hizo ante la de Rostrogordo. Con su foso, sus almenas y sus matacanes, le recordó un castillo medieval de plástico con el que jugaba en su infancia. En la explanada delantera había aparcados varios camiones militares, y una compañía de infantería descansaba con toda la impedimenta en lo que tal vez fuera una pausa previa a las maniobras. No muy lejos de allí, junto a unos carros tirados por burros, unos legionarios en pantalón corto quemaban basura entre los pinos, mientras unas morillas recogían piñas secas caídas de los árboles y las amontonaban en sus delantales. Tirados en el suelo, los soldados que estaban más cerca trataban de atraer la atención de las chicas haciendo ruido con el cazo metálico de sus cantimploras.

La carretera continuaba hasta un acantilado. Daniel dejó la Mike Andrews y se subió a un peñasco. Desde allí, siguiendo la línea del litoral, la vista llegaba por un lado hasta el cabo de Tres Forcas y por el otro hasta las islas Chafarinas. Enfrente, a una distancia imposible de calcular, estaba la Península, que sólo alcanzaba a verse los días muy claros, y a su espalda, en el lado marroquí, asomaba por encima de los árboles la mole oscura del Gurugú y sus estribaciones. El viento de poniente soplaba con fuerza: no era aquél un buen sitio para liarse un porro. Volvió a montar en la moto y se metió por un camino de piedras que bajaba zigzagueando hasta el mar. Aquello no era propiamente una cala. En todo caso, una oquedad que las corrientes habían abierto entre las rocas y rellenado con guijarros y arena tosca. Pero se estaba bien allí, resguardado del viento, sin otro ruido que el de las olas. Se quitó el casco y se sentó a liarse un porro. El hachís era bueno. Se lo conseguían algunos de sus amigos del puerto, como Driss o Khalil. La primera calada la dio con fuerza, sintiendo cómo el humo se le adhería a las paredes de los pulmones. Las siguientes fueron más suaves y pausadas. Dejó que su mirada se meciera siguiendo el vaivén de las olas, cuyas crestas se rizaban aquí y allá y se teñían momentáneamente de blanco. «Cinco años así», pensó. Se levantó de un salto, trepó a una roca y, haciendo altavoz con las manos, gritó:

—¡Mierda! ¡Mierdaaaa!

Volvió a la moto. En lugar de regresar por la carretera del Polvorín, retrocedió hasta Rostrogordo y tomó el desvío de Cabrerizas Bajas. Ahora todo el camino era cuesta abajo. Casi ni tenía que dar al acelerador. Esa sensación de liviandad le devolvió el buen humor. Al fin y al cabo, aquél era un gran día: por fin, después de años de pedir prestada la moto a los amigos, había cumplido su sueño de tener una que fuera suya y sólo suya. ¿Cómo era la canción esa que hacían cantar a Elías en las fiestas familiares?

—«Quiero una motocicleta que me sirva para correr…» —canturreó.

El tráfico estaba atascado en la Avenida. Los conductores, algunos de ellos desde fuera de los coches, hacían sonar sus bocinas con insistencia. Elías fue avanzando entre los vehículos hasta que un guardia le hizo parar.

—¿Qué ocurre? —dijo, pero el guardia se llevó el silbato a los labios y no contestó.

Lo que estaba bloqueado era el acceso a la plaza de España. Algunos coches maniobraban para cambiar de sentido y desaparecían por las calles laterales. Daniel se metió por General Chacel y dejó la moto delante de su portal. Desde la esquina de la calle vio varios grupos de musulmanes que caminaban presurosos por General Marina, una de las calles que delimitaban el triángulo del Parque Hernández. Se asomó a ver qué ocurría. En el trozo de plaza que se veía desde allí se habían congregado bastantes personas. Le llegaba un murmullo extraño, como un cántico, interrumpido de vez en cuando por el sonido ininteligible de una voz distorsionada por la megafonía. Se acercó tanto como pudo. Por encima de las cabezas de los curiosos logró ver lo que ocurría: unas doscientas mujeres se estaban manifestando ante el edificio del ayuntamiento. Iban todas vestidas de blanco de los pies a la cabeza, las mayores con chilaba, las más jóvenes con jabador y velo. Algunas llevaban pancartas en las que estaban escritas frases del tipo POR LA PAZ Y LA IGUALDAD o POR LOS DERECHOS HUMANOS. Otras sostenían ejemplares del Corán, del que leían versos con una cadencia unánime, como niños recitando las tablas de multiplicar. Junto a él, un hombre de bigotito fino exclamó:

—¡Melilla siempre será española!

En el corrillo había varios musulmanes, que prefirieron no darse por aludidos. Ante la entrada del ayuntamiento, un guardia civil sostenía el altavoz del megáfono. Pero el que hablaba a su lado por el micrófono iba vestido de paisano. Anunció que las fuerzas del orden iban a proceder a desalojar la plaza y que cualquier intento de resistencia sería sancionado según la legislación vigente. Empleaba jerga administrativa, con expresiones que parecían sacadas de un atestado policial: proceder a, personarse, diligenciar… Daniel se preguntó cuántas de esas mujeres de blanco entenderían lo que decía. Ellas, lejos de ceder a sus conminaciones, reaccionaron sentándose en el suelo. Algunas eran tan viejas que necesitaban ayuda para moverse. El hombre elevó el tono de sus amenazas: habló de desórdenes públicos, resistencia a la autoridad, atentado. Las mujeres, imperturbables, seguían con su cantinela. Un destacamento de la guardia civil había tomado posiciones en varias esquinas de la plaza. Ninguno de los reiterados ultimátums surtió efecto. Sin que pareciera haber mediado una orden o señal, los guardias avanzaron hacia las manifestantes y las rodearon. Mientras unos las cogían por las axilas y las arrastraban hacia el centro de la plaza, otros forcejeaban para quitarles las pancartas y arrojarlas lo más lejos posible. Ellas se agarraban unas a otras y protestaban con grandes voces y aspavientos. Algunas, con el rostro contraído por la tensión, lograban desasirse y corrían a pasitos cortos hacia los parterres. Tenía todo un aire un poco bufo: las caras de esfuerzo de los guardias, las manchas de tierra en el blanco de las chilabas, la teatral indignación de las mujeres, que se aferraban con fuerza a sus velos y pañuelos. A las que oponían más resistencia los guardias las amenazaban con golpearlas con los palos de las pancartas. Entre los musulmanes que observaban el espectáculo crecía la irritación. Cuando una mujer gorda recibió un golpe en la frente y empezó a dar berridos, los más exaltados corrieron a interponerse. Con ellos los guardias tenían muy pocos miramientos: les lanzaban patadas y puñetazos, los tiraban al suelo, los inmovilizaban con su peso. Desde la esquina de la Avenida también se proferían gritos. Algunas de las mujeres magulladas fueron hacia allí en busca de refugio y pronto se les sumaron las demás, de forma que se acabó improvisando una manifestación que echó a andar por el carril derecho de la Avenida, libre de vehículos. La plaza de España se vació en cuestión de minutos, y en el suelo quedaron unos cuantos pañuelos pisoteados y los restos de alguna pancarta. Los corrillos empezaron a dispersarse. Daniel dudó entre pasarse por la oficina o dar otra vuelta en la Mike Andrews. El hombre del bigotito volvió a hablar:

—¡Así, así! ¡Leña al mono hasta que aprenda el catecismo!

Tras la marcha de Samuel en enero del 61, Rebeca y Esther se habían puesto al frente de la agencia, que no tenía grandes secretos para ellas. Llevaban toda la vida colaborando con su hermano. Además de mantener al día la contabilidad y traducir la correspondencia, ahora debían ocuparse de tratar con las compañías navieras, las casas de seguros y los trabajadores del puerto. Nada que no hubieran visto hacer mil veces y para lo que no estuvieran capacitadas. En la oficina, por tanto, no se notó demasiado la ausencia de Samuel. Cumplidoras, infatigables, escrupulosas siempre en todo lo que hacían, actuaban sin embargo como por delegación, y ellas mismas no ocultaban la situación de provisionalidad en la que se encontraban. Cuando alguien les preguntaba por su hermano, se limitaban a decir que estaba en la Península por motivos familiares y que no tardaría en reincorporarse al trabajo. Y lo creían de verdad. Del mismo modo que había desaparecido inopinadamente tras la tragedia del Pisces, podía ser que se presentara en Melilla en cualquier momento y sin previo aviso. Su misión, entre tanto, estaba clara: mantener vivo su legado hasta que se produjera el ansiado retorno. Sus problemas de salud primero, la reaparición de Sara después y el nacimiento de Elías más tarde les parecieron razones más que justificadas para que ese retorno fuera aplazándose un mes tras otro. En mayo, cuatro meses después de la espantada de Samuel, viajaron a Zaragoza para asistir a la boda de Sara y Felipe, y por primera vez intuyeron que esa situación de provisionalidad podía acabar convirtiéndose en definitiva. Avejentado, voluble, suspicaz, sacudido por inesperados ataques de melancolía, aquél no era ya el Samuel de antes: responsable, firme, bienhumorado. Ellas lo achacaban precisamente al cambio de ciudad, y se aferraban a la esperanza de que volvería a ser el mismo de siempre en cuanto estuviera de nuevo en Melilla, en su ambiente, entre los suyos. ¿Cuánto tardaría él en darse cuenta? Samuel, desde luego, no tenía la menor intención de desentenderse de la agencia. Sus llamadas telefónicas eran frecuentes. Más que para darles indicaciones o consejos, llamaba para mantenerse al corriente de todo, y después ellas, con ilusión de niñas, se felicitaban de que siguiera llevando la agencia entera en la cabeza: había preguntado por la última descarga de mercancía, se había acordado del tonelaje exacto, se había interesado por el capataz recién contratado o por la última reclamación a la aseguradora… Esas conversaciones habían desarrollado su propia liturgia. Primero se ponía al teléfono Rebeca y luego Esther, y en algún momento una de las dos le preguntaba si tenía previsto ir pronto por allí, y él decía: «Sí, claro. Claro que iré». La respuesta acabó también formando parte del ritual, y eso la vació de significado.

Aunque ellas no llegaron a perder la esperanza, el hecho es que Samuel jamás volvió a Melilla. Esa provisionalidad perpetua en la que se habían instalado las vidas de Rebeca y Esther iba mucho más allá de la propia agencia. La comunidad hebrea de la ciudad no había parado de reducirse. A la muerte de Benjamín Gaón, todos sus hijos y nietos se habían trasladado a Israel. De los Garzón y los Beniachar, unos se habían ido a Israel, otros a Venezuela, otros a Canadá. La mitad de los Salama se habían establecido en la Península. Los Benatar y los Safra también se habían repartido por el mundo… En la tefilá, los nombres de unos y otros iban poco a poco desapareciendo de las plaquitas de los sillones. Luego fueron desapareciendo las propias tefilás hasta que sólo quedó una, la de la calle López Moreno. Ellas mismas no estaban seguras de no acabar yéndose. Dependían de la agencia, que a su vez dependía de si el gobierno de Marruecos se decidía o no a construir un puerto al otro lado de la frontera de Beni Enzar, lo que amenazaba con condenar a la ruina al de Melilla. Y dependían del futuro de la propia Melilla, que sólo estaría asegurado mientras la metrópoli no se cansara de subvencionar su artificial nivel de vida y de enviar funcionarios y militares… Pero, si algún día las cosas cambiaban, ¿dónde podrían ir ellas, dos mujeres mayores que prácticamente no habían salido de Melilla? Mientras Samuel estuvo vivo, siempre pensaron que les quedaba la opción de liquidar la empresa y mudarse con él a la Península. La muerte de Samuel en febrero de 1968 las dejó sin alternativas. Rebeca estaba a punto de cumplir sesenta y nueve años y Esther sesenta y seis, y su destino estaba ya escrito de forma definitiva: vivirían el resto de sus vidas en Melilla y, mientras el cuerpo aguantara, velarían por los intereses de la agencia.

Ésta se convirtió en el centro de sus vidas. Incluso en algo más: en una misión, una causa superior a la que consagrarse sin escatimar esfuerzos ni sacrificios. Ellas habían recibido de su hermano un legado que éste a su vez había recibido de su padre y, al igual que él había hecho, su deber era acrecentarlo para en su momento acabar transmitiéndolo a quien correspondiera de entre las generaciones posteriores. Más que al servicio de una empresa, estaban al servicio de la memoria familiar, un bien eterno del que no se consideraban poseedoras sino meras depositarias. Ellas no eran más que dos modestos eslabones de una cadena larguísima y, en esa especie de homenaje constante al hermano muerto, no sólo se ocuparon de preservar ese legado sino también de seguir engrandeciéndolo. Su eficiencia recibió el merecido reconocimiento cuando dos de las compañías navieras que en los años setenta empezaron a operar en Melilla solicitaron incorporarse a su lista de consignadores. La gente que hacía negocios en el puerto, incluidos algunos consignatarios de la competencia, les felicitaba por su buen hacer, pero a ellas las únicas felicitaciones que les habría gustado recibir eran las de su hermano Samuel. Austeras como eran, la prosperidad de la agencia no era un medio para ganar más dinero y vivir mejor sino un fin en sí mismo. Un fin, además, que constituía su propio acicate: cuanto mejor les fueran las cosas, más razones tendrían para seguir haciéndolo bien.

En 1979 se inauguró el puerto marroquí de Beni Enzar, que concentró la exportación de mineral pero afectó poco a las importaciones y, por tanto, a la actividad de la agencia. A esas alturas de la vida, Rebeca y Esther eran dos viejecillas de tez pálida y figura redonda que iban juntas a todas partes, paseaban por la Avenida con una sonrisa algo envarada y dedicaban poca atención al aliño personal. Cuando les tocaba renovar su vestuario, se las arreglaban para comprarse prendas de corte anodino y tonos discretos que antes de ser estrenadas ya parecían gastadas. Por ser solteras, no estaban obligadas a cubrirse el pelo, que se cortaban la una a la otra, siempre a la altura de media oreja, siempre demasiado corto por detrás, como esas monjas de paisano que por entonces proliferaban. Su antigua religiosidad, al igual que la de los ya escasos miembros de la comunidad hebrea, había ido poco a poco relajándose. Ya no eran tan estrictas con las comidas ni conservaban mezuzás en las puertas de las habitaciones y, aunque intentaban respetar el Shabat y no solían faltar a los servicios religiosos de la sinagoga, no tenían inconveniente en hacer una excepción cuando lo requería algún compromiso profesional inaplazable. Para ellas, como para Samuel muchos años atrás, no era tan importante cumplir con las pascuas como obedecer la Torá, la ley de Moisés. Se consideraban unas buenas judías.

Por esa época se acostumbraron a cumplir las mitzvot o mandamientos de Bikur Jolim y Nijum Avelim, que prescribían la obligación de visitar a los enfermos y consolar a los dolientes. En Melilla no había hospital hebreo, y los miembros de la comunidad preferían morir en su propia cama. Cuando se enteraban de que algún anciano había caído gravemente enfermo, se presentaban en su casa para, con sus vocecillas de pájaro y su alegría algo impostada, tratar de infundirle alivio y serenidad. Pero el cumplimiento de la mitzvá no quedaba limitado a los suyos. En una callecita cercana a la oficina estaba el Hospital Civil, que antiguamente había sido la Cruz Roja. Levantado al amparo de la prosperidad que la Guerra del Rif había traído aparejada, seguía siendo un edificio soberbio, con amplios ventanales, majestuosas escalinatas y una característica torre de ladrillo y cristal que en la ciudad era conocida como la Torre del Reloj. Como por entonces se estaban construyendo otros hospitales y centros de salud, su mantenimiento se había descuidado y algunas partes amenazaban ruina. A los enfermos terminales solían instalarlos en las habitaciones del sótano, mal ventiladas y carentes de luz natural. Rebeca y Esther iban a visitarlos dos o tres veces por semana. Les llevaban algo de fruta, se ofrecían para leerles periódicos o revistas, les comentaban las noticias de la actualidad. Algunas veces no hacían otra cosa que cogerles de la mano y esperar en silencio a que se quedaran dormidos. El profundo y desesperado agradecimiento que percibían en sus ojos les proporcionaba una satisfacción egoísta que les impedía considerarse un modelo de virtud. Al lado de esos hombres y mujeres que seguramente no seguirían allí a la semana siguiente, qué gratificante resultaba sentir el latido de la propia sangre… Los primeros meses, el capellán del hospital las trataba con desconfianza y rudeza, como si esos moribundos le pertenecieran a él y temiera que las dos mujeres estuvieran tratando de arrebatárselos. A veces salían juntos al jardín y mantenían conversaciones sobre asuntos de religión. El padre Cerrada no acababa de entender que en la religión hebrea no existiera la práctica del apostolado. Decía: «Si tan seguros estáis los judíos de que vuestra religión es la verdadera, ¿por qué no tratar de convertir a todo el mundo e intentar que acabe siendo la única del planeta?». Según él, eso demostraba la superioridad de su propia fe sobre la de ellas, que soltaban unas risitas y decían: «No se preocupe, padre, que no estamos aquí para hacerle la competencia». Terminó surgiendo entre ellos algo muy parecido a la amistad, y el sacerdote las llamaba para pedirles ayuda cuando coincidían demasiados enfermos y requerían más atenciones de las que podía ofrecer por sí mismo.

Fue el padre Cerrada el que, una tarde de tormenta, alertó a Esther de los primeros desvaríos de su hermana.

—¿Qué es eso de la Titán?

—¿La Titán?

—Eso ha dicho Rebeca: que habéis ido a ver la Titán.

Se oyó la explosión lejana de un trueno. Esther, esforzándose por hacer memoria, entrecerró los ojos:

—Supongo que se estaba refiriendo al puerto. Hemos ido a dar un paseo… Cuando éramos niñas, había una grúa que se llamaba así.

Se acordaba perfectamente de la grúa Titán, cuyas ochenta toneladas le permitían desplazar en el aire los gigantescos bloques de cemento con los que se construían las escolleras. De eso hacía muchos, muchos años. Las pequeñas Rebeca y Esther se acercaban algunos días desde su casa en la calle Alta hasta las obras del puerto para observar desde la distancia las lentas evoluciones del coloso, y lo que más llamaba su atención era lo minúsculas que parecían las figuras de los operarios que deambulaban por la plataforma superior. Ante la grúa Titán tenían la sensación de encontrarse ante una criatura sobrehumana. Daba la impresión de que no había nada en el mundo capaz de igualar su consistencia, su fuerza, su grandeza. Y sin embargo, en marzo de 1914, un temporal la arrancó limpiamente de sus carriles y la arrastró sin problemas hasta el fondo del mar. La noticia se difundió con rapidez, y toda Melilla acudió a observar el triste y grandioso espectáculo: uno de sus enormes brazos asomando como pidiendo auxilio, las olas rompiendo con fuerza contra la estructura de hierro, la superficie del mar convertida en una manta de espuma. Rebeca tenía entonces catorce años y Esther once.

—Sí, seguro que se estaba refiriendo al puerto…

Podía, en efecto, tratarse de una confusión sin importancia: Rebeca habría querido comentar algo sobre las modernas grúas del puerto y, por una jugarreta de la memoria, se le habría colado el recuerdo de aquella primera grúa. Cuando intentó sonsacarle, Rebeca se limitó a hacer un gesto ambiguo y a decir:

—La Titán, ¿te acuerdas? ¡Cómo lloramos al ver que se hundía…!

Pasaron semanas antes de que Esther volviera a inquietarse. Estaban de nuevo en el sótano del hospital. Separadas por una mampara de tela, una hermana daba conversación a un enfermo y la otra a otro. Esther no podía dejar de escuchar a Rebeca describiendo el espectáculo de los cientos de rifeños de vistosos ropajes que hacían cola ante el puesto de desinfecciones de la autoridad portuaria cada vez que tenían que embarcar con destino a Orán, donde eran contratados para trabajar en el campo. Conjugaba Rebeca los verbos en tiempo presente, y a Esther la asaltaron las dudas: ¿todavía se producían esas aglomeraciones, que ella recordaba muy bien, o eran sólo cosa del pasado? Las dudas se disiparon cuando su hermana empezó a hablar de la descarga de mineral: los hombres formando una cadena humana y pasándose unos a otros los capazos de esparto, que primero se amontonaban en barcazas y luego se transferían al buque que aguardaba fondeado en la rada… ¿Capazos de esparto? ¿Barcazas? ¿A qué época se remontaba el relato de Rebeca? ¡El cargadero se había construido en los años veinte, y desde entonces siempre se había utilizado su viaducto, que a través de las bandas transportadoras y las torres descargaba el mineral en la bodega del barco! ¡Esa imagen de los hombres pasándose los capazos llenos de mineral debía de tener más de sesenta años! Soltó Esther la mano de su enfermo y se asomó sigilosamente al otro lado de la mampara. El moribundo, un nonagenario reducido a poco más que huesos y piel, atendía a Rebeca con una expresión de arrobo casi infantil, y a Esther le pareció que en ello había una lógica inapelable: esa sustitución del presente por el pasado transportaba a un mundo sin tiempo y proporcionaba una reconfortante ilusión de eternidad.

A partir de esa tarde, las confusiones de Rebeca se hicieron habituales. Al principio, curiosamente, se producían sólo durante las visitas a los enfermos, como si la vecindad de la muerte activara algún oculto mecanismo de regresión o como si el sótano del hospital fuera una máquina del tiempo que la devolvía a un tiempo remoto pero aún vivo, real. Esther nunca la interrumpía ni contradecía. Por el contrario, el vigor de sus evocaciones la tenía medio fascinada, y muchos recuerdos que creía definitivamente olvidados volvían a ella con el frescor de las cosas recientes. El trasiego de tropas y bestias que desembarcaban para defender la ciudad después del Desastre de Annual, el temor a los bombardeos desde el Gurugú, los desfiles con que se celebraba cada victoria militar, la construcción de los edificios de la Avenida, cuyas fachadas rivalizaban en originalidad y esplendor, el espectáculo del regreso de las embarcaciones pesqueras (prácticamente desaparecidas tras los acuerdos con Marruecos), el olor de las sardinas asadas que los moros comían en unas casetas junto al Mantelete, los trenes cruzando despacio la ciudad con los vagones cargados de piedra para las escolleras, la algarabía de vendedores y curiosos en la estación de la plaza de España…: eran recuerdos de una Melilla que ellas habían visto nacer y ya casi había dejado de existir. En los más lejanos, en sus primerísimos recuerdos, Melilla era poco más que una fortaleza militar con unas cuantas viviendas apiñadas a su alrededor. Después la ciudad había surgido casi de un día para otro. Los barrios nuevos, las vías del ferrocarril, la construcción del cargadero… Ahora, con la inauguración del puerto de Beni Enzar, el mineral había dejado de pasar por Melilla y bien pronto empezaría el desmantelamiento de vías, bandas transportadoras, cintas del muelle, torres de carga, talleres, maquinaria, etcétera, cuyo destino no era otro que el desguace. Del ciclópeo cargadero, que se adentraba trescientos metros en la bahía, sólo se iba a respetar el viaducto, que quedaría, hueco e inútil, como un vestigio del pasado, y Esther lo veía como una metáfora de su propia vida: también ellas pertenecían más al pasado que al presente.

Las primeras incongruencias de Rebeca en la oficina no tuvieron consecuencias graves: una fecha mal puesta, una dirección antigua en lugar de una nueva, algún contrato guardado en el archivador equivocado. Pero para Esther eran la certificación de que la agencia, como el ferrocarril de la Compañía de Minas o el propio cargadero, formaba también parte de esa vieja Melilla que había nacido con ellas y estaba desapareciendo ante sus ojos. Aunque a esas alturas Rebeca era más un estorbo que una ayuda, se empeñaba en llevarla todos los días a la oficina y, con tal de tenerla ocupada, le encargaba tareas sin la menor trascendencia: ordenar facturas antiguas, recortar noticias del periódico, traducir algún télex. Desde su despacho, Esther la oía canturrear mientras tanto canciones del pasado y sonreía con melancolía. Entre ella y los dos empleados de la agencia se bastaban para mantener los asuntos al día. Pero la cuestión no era ésa. La cuestión era si tenía o no algún sentido mantener viva la empresa. Estaba cansada. Estaba vieja y cansada. Si de ella dependiera, habría buscado la manera de organizar un traspaso o llegar a algún tipo de acuerdo con otros consignatarios. Las cosas, sin embargo, eran como eran, y el testamento de Samuel no había dejado lugar a dudas. Mercedes era la propietaria única. Sólo ella podía tomar una decisión así, y no parecía que el asunto le quitara ni un minuto de su sueño. Su relación con la agencia se limitaba a cobrar puntualmente sus beneficios. Cada dos o tres meses, cuando Esther la llamaba para anunciarle un próximo ingreso, Mercedes despachaba el asunto con despreocupación y pasaba rápidamente a hablar del tiempo: del fuerte viento que soplaba en Zaragoza, de las lluvias que según el telediario habían caído en el mar de Alborán. Si en alguna de esas llamadas conseguía expresar su inquietud por el futuro de la agencia, Mercedes la cortaba con un tono entre jocoso y displicente:

—¡El futuro, Esther! A nuestra edad, ¿qué importa el futuro?

La noticia de la muerte de Mercedes llegó a Melilla con tres semanas de retraso. Aparentemente, nadie se acordó de las cuñadas de la fallecida hasta el día de la visita al notario. Fue Miriam la que llamó por teléfono, y ni siquiera era consciente de que nadie se había acordado. Con su aturullamiento habitual, empezó a hablar del piso de General O’Donnell y de su hijo Daniel y de los cinco años que, según el testamento, tenían que pasar antes de…

—A ver si nos aclaramos, Miriam —la interrumpió Esther—. ¿De qué testamento me estás hablando?

Al otro extremo de la línea hubo una larga pausa, que las dos aprovecharon para poner en orden sus pensamientos.

—Ay, cuánto lo siento… —farfulló Miriam.

Para entonces, Esther ya casi lo había adivinado todo. Un cúmulo de sentimientos contrapuestos se agolpó en su corazón. Por un lado, tenía motivos para sentirse maltratada. Por otro, se sabía obligada a expresar sus condolencias. Y al mismo tiempo se abría camino en su interior la gozosa certidumbre de que los largos años de dedicación a la agencia no habían sido inútiles.

—¡Qué gran noticia! —acabó exclamando.

—¿Gran noticia la muerte de mi madre?

—No me refiero a eso. Me refiero a lo de tu hijo.

—¿No te parece mal que Daniel se haga cargo de la empresa?

La conversación duró aún un buen rato, y Miriam no cesó de deslizar advertencias: que si Daniel no sabía muy bien en qué consistía el trabajo, que si al principio tal vez tendrían que armarse un poco de paciencia y echarle una mano…

—No te preocupes —dijo Esther, feliz—. ¡Ya verás qué pronto lo aprenderá todo!

El destino podía escoger las rutas más intrincadas, pero siempre acababa llegando. Cuando todo parecía a punto de venirse abajo de puro viejo, se abría un inesperado atajo hacia la modernidad y el futuro. La modesta empresa de importaciones que Samuel había heredado de su padre y convertido en una próspera agencia de consignaciones tenía la supervivencia asegurada. El interregno en el que Rebeca y ella habían acertado a mantenerla a flote tocaba a su fin, y de una vez por todas se iba a restablecer la línea sucesoria que los azares de la vida habían quebrado. Así pues, durante este cuarto de siglo nada había sido en balde: ni las prolongadas rutinas ni las ocasionales zozobras ni los muchos sinsabores (y tampoco, ¿por qué no decirlo?, la eterna ingratitud de Mercedes). La agencia no iba a correr la misma suerte que el ferrocarril y el cargadero y, en fin, todos esos apéndices de la vieja Melilla que Esther había visto nacer, desarrollarse y morir. La agencia no pertenecía al pasado sino al futuro, y todo gracias a un joven sobrino que, como los príncipes de la antigüedad, nunca había puesto los pies en el reino del que estaba llamado a ser soberano. ¿Y si, en realidad, quien había dispuesto que así fuera no era Mercedes sino Samuel, que muy bien podía habérselo estipulado a Mercedes en su propio testamento? ¡Era muy propio de él eso de nombrar un heredero pero no darle libertad para vender durante los cinco primeros años, el tiempo que el chico necesitaría para ser consciente de su misión! A éste, a Daniel, ahora un joven de veinticinco años, lo había visto sólo tres veces (en el 61, cuando la boda de Sara y Felipe; en el 66, cuando Rebeca y ella, de viaje por la Península, hicieron una parada en Zaragoza para visitar a la familia; y en el 68, cuando el entierro de Samuel, al que llegaron por los pelos), y lo recordaba como un niño simpático y bullicioso. Después de eso, no había habido mucho más: los christmas navideños con su vacilante firma entre las del resto de la parentela, las fotos familiares que de vez en cuando les hacía llegar Samuel, alguna conversación telefónica que quedaba reducida a un breve y convencional intercambio de saludos y buenos deseos. De su rendimiento académico y su posible experiencia laboral no tenía Esther la menor noticia. Pero no importaba. Lo que tuviera que aprender lo aprendería rápido, y una suerte de providencialismo garantizaba su feliz adaptación al nuevo medio: cuando el destino tomaba una determinación, no había fuerza en el universo capaz de alterarla.

A lo largo de los años, las dos hermanas se habían ocupado de mantener en buenas condiciones el piso de General O’Donnell, vacío desde la espantada de Samuel. Por si acaso, antes de salir con Rebeca hacia el aeropuerto, mandó Esther a una fatma a adecentarlo. Daniel, que había tratado de aliviar la larga espera en Barajas tomándose algunos cubalibres, se tomó un par más durante el vuelo. El viento de levante soplaba esa tarde con especial intensidad, y los bandazos que sacudían al pequeño avión de hélices se hacían más violentos a medida que éste se aproximaba a la pista de aterrizaje. Cuando por fin tomaron tierra, Daniel tenía el estómago completamente revuelto. Logró controlar las primeras arcadas y se apresuró a bajar por la escalerilla. Luego, mientras se incorporaba a la fila de pasajeros que se dirigían a pie hacia la terminal, le pareció que lo peor había pasado. Recogió la maleta en la cinta y se encaminó hacia la salida. En el momento mismo en que pasaba junto al control de la guardia civil notó cómo las tripas volvían a rebelársele. Se detuvo y respiró hondo. Al otro lado de la puerta, en el área de espera, distinguió a dos mujerucas regordetas que sostenían el bolso con la mano izquierda y saludaban con la derecha. Trató de sonreír. Avanzó hacia ellas buscando con la mirada el rótulo de los lavabos, que no aparecía por ningún lado. Llegó junto a las anhelantes ancianas justo cuando una serie de espasmos a la altura del pecho anunciaba la explosión inminente.

—¡Samuel! —dijo una de ellas, emocionada—. ¡Por fin has vuelto!

—Daniel. Se llama Daniel y es hijo de Miriam —corrigió la otra, y él abandonó la maleta y alcanzó a balbucir:

—Perdonadme un instante… —Y, llevándose ambas manos a la boca, echó a correr hacia la papelera más cercana.

Fue una vomitona tremenda: una masa informe, desbordada, que escapaba entre grandes rugidos y parecía no acabar nunca. Cada vez que Daniel trataba de incorporarse para coger aire, regresaba con el mismo ímpetu y le obligaba a hundir de nuevo la cabeza en la papelera. Al cabo de unos minutos, con la nariz moqueante y los ojos húmedos, pudo por fin ponerse en pie. Rebeca y Esther, a un par de metros de distancia, le observaban consternadas. Daniel se limpió la boca con el pañuelo e, intentando todavía controlar la respiración jadeante, dijo:

—Una entrada triunfal, ¿eh?

Y como ninguna de las dos mujeres reaccionaba, indicó la salida y añadió tontamente:

—Háganme el honor, ilustrísimas…

Al cabo de una semana, ya estaba asqueado de Melilla, que le parecía una ratonera, tan alejada del mundo, tan pequeña, tan provinciana. Lo más entretenido que se podía hacer era sentarse en una terraza y esperar a que fueran pasando los limpiabotas con su grito de «¿Limpia, limpia?» o los vendedores ambulantes con su carga de almendras, babuchas, baratijas…: eso era Melilla. Las pocas chicas con las que había conseguido brevemente entablar conversación se le habían mostrado infranqueables: las musulmanas por musulmanas, y las cristianas porque sólo pensaban en cazar a alguno que las sacara de allí, de modo que en sus preferencias él siempre estaría por detrás de los militares de carrera y los funcionarios, que en cualquier momento podían solicitar el traslado a la Península. En Melilla nadie parecía ser de allí, y los que lo eran parecían ansiosos por marcharse. Si en un bar se tomaba una cerveza con algún desconocido, solía ser con algún soldado que contaba los días que le faltaban para licenciarse y volver a casa. También él, como si de una condena se tratara, inició pronto la cuenta atrás. ¡Cinco años! ¡Cinco interminables años! ¿Cómo iba a aguantar tanto tiempo en ese minúsculo rincón del norte de África?

Las circunstancias, además, no ayudaban. El piso de General O’Donnell, con ese empapelado de floripondios y esos muebles tan solemnes e historiados, tenía algo de tenebroso, como los decorados de una vieja película de crímenes. Y en la oficina lo único que le esperaba eran la mirada severa de la tía Esther, que desde el momento mismo de su llegada lo tenía conceptuado como un inútil y un juerguista, y los disparates de la atontolinada de Rebeca, que se empeñaba en confundirle con su abuelo y le decía:

—¿Nos acompañarás esta tarde a visitar a los enfermos, Samuel?

—¿Pero quiénes son esos enfermos? —preguntaba él—. ¿Son de la familia?

—No, son sólo unos que se están muriendo.

Daniel no se lo podía creer. ¿Dónde había ido a parar? ¿Y qué tendría que hacer para resistir? Como los asuntos de la agencia le aburrían, hacía todo lo posible por escaquearse. Algunos días llegaba tarde a la oficina o directamente no iba. Otros días aprovechaba cualquier excusa con tal de ausentarse. Si había que entregar algún documento al agente de aduanas, se ofrecía él a llevárselo y luego ya no volvía. Si se enteraba de que tocaba descarga de mercancía, pretextaba una supuesta necesidad de familiarizarse con el trabajo y se pasaba la mañana en el puerto. El capataz de la agencia le presentó a sus estibadores de confianza, todos rifeños, y él se las arregló para que le consiguieran hachís. ¡Muchos porros iba a tener que fumar para aguantar esos cinco años!

Los dos meses escasos que pasaron hasta las Navidades se le hicieron eternos. En la estación de Málaga, mientras se acomodaba con Elías en el coche-cama, se planteó la posibilidad de abandonar. Dijo:

—Estoy pensando que igual no vuelvo. Llamo a la tía Esther y le digo que me envíe mis cosas a Zaragoza.

Fue entonces cuando Elías le habló de Esaú, el hermano de Jacob e hijo de Isaac que vendió su primogenitura por un plato de lentejas. ¿Qué coño le importaba a él el tal Esaú? Lo malo era que en Zaragoza no tenía trabajo y que, si por su renuncia la agencia pasaba a pertenecer al Estado o a quien fuera, nadie en la familia se lo perdonaría. Cuando Miriam brindó por la abuela en la cena de Nochebuena y luego, medio borracha, la acusó de seguir moviendo los hilos de su vida después de muerta, Daniel supo que tenía toda la razón. Sí, también a él le había tendido una trampa en el dichoso testamento, una trampa de la que no era posible escapar. Le gustara o no, no le quedaba más remedio que resignarse a su destino y procurar que esos cinco años se le hicieran lo más llevaderos posible.

De regreso en Melilla, lo primero que hizo fue comprarse la Mike Andrews Replica. Qué paradoja: cuando por fin él, tan aficionado a los motores, conseguía tener una moto de su propiedad, se encontraba encerrado en un sitio en el que casi no había espacio para conducir. Buena parte del término municipal era terreno del ejército, al que los civiles tenían vedado el acceso, y el resto de carreteras y caminos daba para poco más que un par de vueltas rápidas. Se veía a sí mismo como un hámster corriendo incesantemente sobre el rodillo de su minúscula jaula.

Aun así, ese ir y venir en la moto por los rincones más apartados y solitarios de Melilla le transmitía una gratificante sensación de libertad. Algunos días se lanzaba a recorrer las carreteras marroquíes pero las colas que se formaban en los pasos fronterizos de Beni Enzar y Farhana eran imprevisibles, y tanto a la ida como a la vuelta se exponía a largas esperas. Lo más entretenido era ir a campo través. Abandonaba el camino y se internaba en los eriales. En aquella época, el perímetro de Melilla estaba delimitado por los restos de una vieja alambrada que el ejército había instalado tras la desaparición del Protectorado. Era de alambre de espino, de poco más de un metro de alto y otro tanto de ancho, oxidada en toda su extensión y rota o desaparecida en varios tramos. En esos casi treinta años, nadie se había preocupado por su conservación. Daniel hizo varios recorridos de reconocimiento junto a la alambrada. Ni en la parte española ni en la marroquí parecía haber vigilancia de ningún tipo. Un día, casi sin pensárselo, se metió por una torrentera que se abría paso entre los barrancos y llegó hasta un grupito de casas. Un perro dormitaba al sol, mientras tres o cuatro gallinas picoteaban el suelo. De algún sitio salieron unos niños que jugaban con unos palos y corrieron a rodear la moto. Daniel, de buen humor, montó a los dos más pequeños sobre el depósito y los llevó a dar una vuelta en torno a las casas. Luego se fijó en el rastro de herraduras impreso en la tierra seca de un camino. Ese rastro sólo podía venir de Melilla. Decidió seguirlo. El camino se abría paso entre maleza y acababa desembocando en un lugar en el que quedaban algunos restos dispersos de la alambrada. Así de fácil era pasar de un país a otro.

Un territorio abandonado y virgen, lleno de anfractuosidades y desniveles: para la práctica del trial era un paraíso. Algunos obstáculos parecían haber sido dispuestos por especialistas: ciertos pedruscos que usaba a modo de trampolín, una especie de escalones naturales en los que hundía la suspensión delantera y rebotaba con ligereza, unas rampas casi verticales que superaba con un acelerón sostenido y el pecho pegado al manillar. A veces se limitaba a buscar una zona particularmente abrupta y pedregosa para recorrerla muy poco a poco, tratando de notar el contacto de las ruedas con cada una de las irregularidades: a eso él lo llamaba «leer el terreno». Otras veces, en cambio, para poner a prueba sus reflejos forzaba un poco el motor y trataba de completar un recorrido determinado en el menor tiempo posible. Pero tampoco quería arriesgar. Si sufriera una caída y quedara inconsciente o malherido, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que le localizaran en aquellos parajes por los que nunca pasaba nadie?

Una mañana descubrió que en realidad sí que pasaba gente por allí. Era muy temprano. De hecho, aún no había amanecido. Daniel, de horarios siempre desordenados, se había despertado pronto y para despejarse había salido a dar una vuelta en moto. Pasado Cabrerizas Altas, vio a un rifeño cruzar la carretera tirando del ronzal de una mula con las desfondadas alforjas de mimbre rebosantes de bultos. Un poco más allá, entre los pinos, vio a otro conduciendo una reata de asnos. Le sorprendió ese trasiego de personas y caballerías moviéndose con ligereza al amparo de las últimas sombras. Detuvo la moto. Fue a pie hasta la alambrada, que en ese punto reptaba sobre la cresta de un barranco. Abajo, en el lado marroquí, los primeros rayos de sol permitían distinguir en la distancia otros hombres con burros o mulas. Estaba claro que huían de la luz y del día. Le vino a la cabeza la imagen de las cucarachas corriendo hacia sus escondrijos en cuanto se encienden las luces de la casa.

—¡Tira!

—¡Ya está!

—¡Listo!

A Daniel le parecía que los estibadores de la cuadrilla sólo se expresaban en español cuando estaba él delante y como una especie de deferencia. Si en ese momento se alejara unos metros, no le extrañaría que pasaran a hacerlo en su lengua. La primera vez que oyó a uno de esos hombres hablar en bereber, se acordó de su abuelo Samuel, que a veces, sin venir a cuento, soltaba frases en un idioma para él desconocido. Daniel siempre había creído que era hebreo o sefardí o lo que fuera que en su época hablaran los judíos del norte de Marruecos, pero ahora no estaba seguro.

—¡Vamos, vamooos!

La pluma de la grúa sostuvo en el aire un contenedor y lo apiló encima de otro de forma que quedaron perfectamente encajados. Daniel acompañaba al representante de la empresa importadora, Bretón, cuyo trabajo consistía en verificar uno tras otro todos los precintos de seguridad para asegurarse de que llegaba íntegra la mercancía de los contenedores.

—¿Cuántos faltan de los míos? —Bretón consultó su cuaderno.

—Ocho más y ya estamos —dijo Daniel, y luego se volvió hacia los otros y alzó la voz por encima del ruido de los motores—: ¡Ocho y estamos!

—¡Lo que tú digas, jefesito! —dijo Hamid, el capataz.

La grúa efectuó un giro de ciento ochenta grados. Las eslingas colgaban como las patas de un enorme insecto volador. Cada vez que había descarga, los hombres tenían que repetir una y otra vez los mismos movimientos. Arriba, en el barco, estaban Hamid, el amantero (que era el que de verdad dirigía las operaciones) y los cuatro que se encargaban de enganchar las eslingas. Abajo, en el muelle, se ponían dos hombres para desenganchar, y con ellos estaban un controlador y dos eventuales, generalmente aprendices cuyo trabajo consistía en abrir las puertas de los contenedores. La cuadrilla era casi siempre la misma porque a Hamid le gustaba trabajar con estibadores de su confianza: Driss, Mimoun, Hassan, Ali, Khalil… Todos, incluso los más jóvenes, se habían acostumbrado a llamarle jefesito. A Daniel eso no le molestaba. Lo que le molestaba era que, siendo el jefesito, estuviera por debajo incluso de los eventuales, ya que quienes no formaban parte del sindicato tenían prohibido trabajar. A él no le habría importado ejercitar sus músculos ayudando a descargar y, sin embargo, lo único que podía hacer era pararse a mirar y dar conversación a los importadores que aparecían por ahí para vigilar que nadie robara nada. Terminaron con los últimos contenedores. Bretón se guardó el cuaderno en el bolsillo de la americana.

—Hecho —dijo.

Ahora sólo faltaba pagar lo que llamaban el «arrumbo», una propina que la tradición había convertido en obligatoria. Los estibadores fueron pasando, y Bretón les entregaba la cantidad que correspondía a su categoría laboral. Hamid, por su parte, fue a arreglar cuentas con el gruista. Allá todo funcionaba así. Aunque en teoría los gruistas cobraban de la autoridad portuaria, los que trabajaban rápido y bien solían recibir bajo mano generosas gratificaciones de parte del consignatario, que de ese modo ahorraba en el alquiler de las grúas y en las horas de trabajo de los estibadores. Daniel ya había tenido tiempo de darse cuenta de que en Melilla buena parte de la economía desbordaba con frecuencia los cauces de la legalidad, pero nadie protestaba porque todos de un modo u otro se beneficiaban de ello. Ocurría lo mismo con el contrabando, que eufemísticamente se conocía como «comercio atípico».

—Siempre ha existido y siempre existirá —le explicaba Hamid—. Y es bueno para todos. ¿A quién hace daño? Si no fuera por esos tipos que has visto pasando a Marruecos con sus burros y sus mulas, nosotros no tendríamos trabajo y nos moriríamos de hambre. ¿De dónde te crees que sale la mercancía? ¡De los barcos que nosotros descargamos! ¡De tus barcos, jefesito!

—¡Que no son míos, coño! —protestaba Daniel—. ¡Ya me gustaría!

Hamid fue su primer amigo en la ciudad. Tenía unos cuarenta años y desde hacía cinco era el capataz de la agencia, lo que para un rifeño de Melilla constituía todo un triunfo: un cuarto de siglo antes, en la época de Samuel, los moros estaban en el puerto para recibir órdenes, no para darlas. La primera imagen que tuvo de él fue en el bar del puerto. Hamid, con el casco ya puesto, observaba con una concentración extrema un mapa de carreteras de la Península. Lo tenía desplegado como si fuera un periódico y seguía las líneas con el dedo, como hacen algunos viejos cuando leen. Conocía nombres de pueblos y aldeas que Daniel jamás había oído mencionar (como Fontiveros, en la provincia de Ávila, o Soutadoiro, en la de Orense), y lo más curioso era que nunca había puesto los pies en la Península. Pese a ese interés por España y lo español, su mundo estaba reducido a Melilla y alrededores. Fue Hamid quien le explicó que, cuando las nubes se acumulaban al oeste del Gurugú, significaba que soplaba el levante, y el cielo se volvía plomizo, opresivo, y la gente se comportaba como si estuviera trastornada. Por el contrario, cuando las nubes, arrastradas por los vientos de poniente, quedaban atascadas en el otro lado, el día se presentaba claro y luminoso, y todo el mundo parecía de buen humor. ¿Qué interés podría tener alguien como él, tan apegado a su tierra, en memorizar los nombres de los ríos y los montes peninsulares? También fue Hamid quien le enseñó las leyes no escritas de los hombres del puerto: lo del pago del arrumbo, lo de la gratificación a los gruistas.

Un día, entre el centenar de contenedores que había que descargar, había algunos compartidos por diversos importadores. Los metieron en un tinglado para retirar los precintos y proceder al vaciado. Los representantes de las empresas que no estaban presentes fueron apareciendo a lo largo de la semana, y todos se quejaban de que faltaba mercancía. Se trataba sobre todo de pequeños electrodomésticos (un par de pletinas, un sintonizador), pero también de ropa deportiva, zapatillas, balones de fútbol. Aunque todo indicaba que los hurtos sólo podían haberse producido en el tinglado, Hamid insistía en defender la inocencia de sus hombres.

—¿Tenéis alguna prueba o simplemente sospecháis de ellos porque son moros? —gritaba, dándose fuertes palmadas en el pecho—. Por aquí pasa mucha gente. Puede haberlo robado cualquier otro. ¡Pedid que pongan más vigilancia! Y también puede ser que no sea un robo sino un simple error… ¿Quién os asegura que en Hamburgo no se confundieron al cargar la mercancía? ¡Hablad con ellos! ¡Hablad con Hamburgo! ¡Igual os lleváis una sorpresa y resulta que los ladrones no son moros sino alemanes!

Estaba tan alterado que Daniel se vio obligado a terciar. Tras expresar su plena confianza en los miembros de la cuadrilla, se ofreció a hacer la reclamación ante la aseguradora. Entonces, curiosamente, el capataz y los importadores no tardaron ni un minuto en ponerse de acuerdo.

—No hables de robo —le aconsejaba uno, y los otros añadían:

—Di que se ha mojado el cartón del embalaje…

—Y que el agua ha deteriorado la mercancía.

En cuanto se quedaron a solas, Hamid le guiñó un ojo.

—Gracias, jefesito.

—¿Qué es esto? ¿Un paripé?

—¿Qué significa paripé?

Ésa era otra de las normas no escritas: ante los pequeños hurtos era mejor no hacer preguntas. Los estibadores, que habían acogido a Daniel con cierta hostilidad, empezaron pronto a tratarle con confianza. Mejor así: su misión en el puerto era velar por los intereses de la agencia y no por los de las compañías de seguros, de modo que, cuando hacía falta, no tenía inconveniente en mirar para otro lado.

Algunos días, al acabar la jornada, les invitaba a tomar algo en su casa. En general, rechazaban beber alcohol, pero de vez en cuando alguno aceptaba una cerveza, y entonces discutían acerca de si el Corán prohibía todo consumo de alcohol o sólo su consumo público. Lo que más llamaba la atención de Daniel era que esos hombres, curtidos en las asperezas de la vida del puerto, mostraran en privado una delicadeza y un respeto exquisitos: no se sentaban hasta que él lo autorizaba, agradecían en extremo su hospitalidad, parecían siempre temerosos de manchar o estropear algo. Al principio atribuía a ese comportamiento un origen de orden cultural. Luego comprendió que se trataba de una cuestión de atavismos sociales. El piso de General O’Donnell, viejo y descuidado, seguía pese a todo siendo un piso de ricos, de esos ricos de Melilla ante los que los padres y los abuelos de esos hombres se habían sometido durante décadas. Si algún día él y su familia se hundían en la miseria y ellos acababan prosperando, ese piso seguiría marcando unas diferencias insalvables entre unos y otros.

Hamid vivía al comienzo de la carretera de Hidum, en una casa de fachada anodina que parecía bastante más pequeña de lo que en realidad era. Tenía hasta un patio central con una fuentecita en medio y dos bancos de obra revestidos de azulejo. Por ahí andaban siempre su mujer, Zahida, y sus tres hijas, las tres de caritas redondas y expresión de asombro, que le agasajaban con vasos de té y bandejas de dulces y luego se alejaban cuchicheando entre ellas. A la boda de la mayor, que se celebró en una explanada a medio asfaltar que había delante de la casa, asistieron, entre muchas otras personas, las pocas que Daniel conocía en Melilla: trabajadores del puerto y de la aduana, empleados de la agencia. Era de noche. Daniel acudió en taxi con sus dos tías, que caminaban con dificultad por el suelo cubierto de alfombras. Habían instalado una inmensa jaima, con farolillos por todas partes y muchos adornos de tules y lazos. Hamid, muy agradecido por su presencia, salió a recibirles y les acompañó hasta una de las mesas principales. Sus compañeros de mesa eran todos musulmanes. Entre los hombres había algunos que llevaban ropa occidental. Las mujeres, en cambio, iban todas vestidas según la tradición marroquí. La elegancia de unos y otras resultaba un poco aparatosa.

—Todo un bodorrio —murmuró Daniel—. Aquí hay más de cien personas.

—Los musulmanes, ya se sabe —dijo Esther con leve desdén.

—¿Se enfadarán si voy a buscar vino o cerveza?

—¡No seas gamberro!

A Daniel aquella boda le inspiraba por igual curiosidad y pereza. Al final, la primera acabó imponiéndose sobre la segunda. Nunca había estado en una boda así, y ese embarullado despliegue de lujo le tenía fascinado. Los tronos dorados en los que los novios eran llevados a hombros, el recargado caftán de la novia, que paseaba entre las mesas con las manos levantadas para exhibir la abundancia de pedrería y lentejuelas, los músicos haciendo sonar sus laúdes y tambores, las mujeres dando palmadas y emitiendo su característico trémolo agudo y sostenido… Los invitados comían directamente de la fuente, sin necesidad de vajilla ni cubiertos. Mientras Rebeca y Esther daban buena cuenta del cordero con fruta, Daniel permanecía atento al espectáculo.

—Come un poco —le dijo Esther—. Está riquísimo.

—¿Has visto? —Rebeca estiró las piernas para enseñarle las babuchas brillantes—. Son como las de la novia.

—Como las que lleva ahora, querrás decir. Las novias musulmanas se cambian varias veces de ropa.

—Supongo que las bodas judías no serán tan distintas… —dijo Daniel, que añadió—: ¿Cómo fue la boda de mis abuelos?

—Samuel y Mercedes se casaron por la Iglesia.

—¿Y vosotras por qué no os casasteis? ¿Nunca tuvisteis novio?

Rebeca soltó una risita entre pícara y avergonzada. Esther la miró con severidad. Daniel sabía que siempre podía aprovecharse de la inocente de Rebeca para comprometer a la otra. Insistió:

—¿Me vais a contestar? ¿Por qué no os casasteis?

—Alguien tenía que ocuparse de nuestro padre… Y luego, cuando papá murió, éramos ya demasiado mayores.

—¿Eso qué quiere decir? ¿Que sí o que no? —insistió Daniel.

—¿Que sí o que no qué?

—Que si tuvisteis novio.

Rebeca, juguetona, hizo a espaldas de su hermana unas señas que querían decir: «¡Ella sí, ella sí!». Esther le dedicó un gesto de displicencia que no sirvió de nada.

—¡Era muy guapo! ¡Cuéntaselo!

—No hay nada que contar. Se cansó de esperar y se marchó. ¡Hace muchos años de eso! Fue cuando lo del desembarco.

—¿El desembarco?

—El de Alhucemas. Cuando acabó la guerra. La guerra trajo a muchos hombres y la paz se los llevó.

—¿Y nunca te has arrepentido de haberle dejado marchar? —Daniel, con falsa ingenuidad, seguía metiendo el dedo en la llaga.

—¿A qué vienen tantas preguntas? —Esther fingió despreocupación mientras Rebeca, los ojos muy abiertos, sacudía las manos con fuerza.

—¡Huy, lo que lloraba! ¡Si la hubieras visto…!

—¿Te quieres callar de una vez? —la interrumpió su hermana, y dieron la conversación por terminada.

Unas adolescentes se animaron a bailar. Lo hacían con recato, manteniendo los brazos pegados al tronco y limitándose a balancear suavemente el pecho y las caderas. Daniel trató de imaginarse a sus tías de jovencitas. No parecía que hubieran podido ser muy atractivas, pero quién sabía… Ahora los recién casados iban pasando por las mesas para hacerse fotos con los invitados. Hamid se acercó a interesarse por ellos. Estaba contento porque todo estaba saliendo bien y la gente le felicitaba por su prosperidad. Daniel observó que en presencia de sus tías no le llamaba jefesito.

—Eres joven, Daniel —le dijo—. ¿Qué haces que no bailas?

—¡Eso, eso! ¡Vamos a bailar! —dijo Rebeca, animándose.

—Tú no eres joven. —Su hermana la fulminó con la mirada.

—¡Pero mira que sois sosos! ¡Daniel, ayúdame!

Sin comerlo ni beberlo, se encontró en medio de las adolescentes tratando de sostener a una octogenaria que parecía a punto de descoyuntarse cada vez que avanzaba un brazo o un pie. En las mesas cercanas, sin levantarse de sus sillas, las mujeres seguían el ritmo haciendo ondular el tronco y los hombros y emitiendo grititos. Daniel hizo unos movimientos a lo Michael Jackson.

—¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡No sabía que bailabas tan bien! ¡Qué calladito te lo tenías, golfo, más que golfo! —decía Rebeca, dando palmaditas.

Hamid, mientras tanto, seguía su ronda por las otras mesas. Daniel se fijó en un hombre bajito de frente despejada y orejas de soplillo al que Hamid y los demás prestaban una atención reverencial. Apareció el taxista preguntando por sus tías. Daniel acompañó a Rebeca a recoger sus cosas. Esther, de pie, esperaba con gesto impaciente.

—¿Quién es ése? —dijo Daniel.

—Duddu.

—¿Quién?

—El líder de los musulmanes. Un liante. ¿No lees los periódicos?

—¡Qué bien lo hemos pasado! ¡La próxima vez tráete a la novia y así la conocemos! —dijo Rebeca, alborozada, y Daniel sospechó que nuevamente le estaba confundiendo con su abuelo Samuel.

Como el taxi se había quedado lejos para no ensuciar las alfombras, tardó varios minutos en acompañarlas y despedirse de ellas. Antes de volver a la jaima, se metió en la casa en busca de alguien que le invitara a unas caladas de hachís. En el pequeño patio, sentados en el suelo y los bancos, había una docena de hombres que hablaban con las cabezas muy juntas, como conspirando. Entre ellos reconoció a Driss y a otros estibadores con los que alguna vez había coincidido en el puerto. Daniel se fijó en que algunos bebían cerveza. Encontró la caja detrás de la puerta de la cocina. Estaban calientes pero no le importó. Abrió una y le dio un buen trago. No podía llevar alcohol a la fiesta, así que se acabó esa botella y abrió otra. Salió al patio, y Driss le ofreció una calada de porro. En el grupo estaba también Duddu, que le miró y dijo:

—Supongo que viste la manifestación de ayer… ¿Tú qué piensas?

Había visto varias desde que llegó a Melilla, unas de musulmanes en contra de la Ley de Extranjería, otras de cristianos a favor. La del día anterior había sido a favor: pancartas enormes bloqueando la Avenida, motoristas paseando grandes banderas españolas, familias enteras cantando a voz en grito Que viva España… Duddu se llevó la mano al bolsillo y sacó un carnet.

—¿Sabes lo que es esto? —dijo.

Daniel asintió con la cabeza. Era lo que llamaban la tarjeta de estadística, la documentación habitual de los musulmanes de Melilla.

—Si esto es España, nosotros, que hemos nacido aquí y vivimos aquí, somos españoles, ¿no? ¿Crees que por ser musulmanes no tenemos los mismos derechos que vosotros? Y si tenemos los mismos derechos, ¿por qué tú puedes viajar libremente con tu pasaporte español y yo no?

Daniel se acordó de Hamid estudiando en el mapa de carreteras los nombres de pueblos y ciudades peninsulares que nunca había visitado. Duddu siguió hablando. En su voz no había hostilidad, y tampoco la había en las miradas de los otros. Señaló a uno:

—Mira a Abdel. Su padre estuvo en el ejército español. En regulares. Y ni su padre ni él tienen pasaporte español. O mira a cualquier otro… Toda la vida aquí y lo único que tenemos es esta tarjeta. Una tarjeta que no da derecho a nada. Una tarjeta que sólo sirve para tenernos controlados. ¿Te parece justo? ¿Te parece justo que alguien esté condenado a ser extranjero en su propia tierra?

—No —dijo Daniel—. No me parece justo.

—Pues díselo a los tuyos. —Duddu sonrió.

—¿Quiénes son los míos? —Daniel sonrió también—. ¿Los cristianos? Mi familia de aquí es judía, mis únicos amigos son musulmanes, y yo debo ser muy mal cristiano porque hace años que no piso una iglesia…

Todos celebraron con risas su respuesta. Los que estaban bebiendo algo hicieron el gesto de brindar. Daniel les correspondió levantando la botella. Driss le hizo sitio a su lado. Duddu esperó a que estuviera sentado para volver a hablar:

—Te voy a decir lo que les molesta. No les molesta que queramos ser españoles. Les molesta que queramos ser españoles de primera, como ellos. Les molesta que nos creamos con derecho a protestar y a manifestarnos.

El banquete acabó muy tarde, ya de madrugada. Daniel volvió andando a casa. Vio pasar en dirección a la plaza de España la caravana que recorría las calles celebrando la felicidad de los recién casados. Los coches, adornados con flores y con lazos, derrapaban en las curvas y daban frenazos y acelerones por el simple placer de hacer ruido. En algunos de ellos las chicas asomaban medio cuerpo por las ventanillas y, sin parar de gritar, agitaban sus pañuelos de vivos colores o golpeaban con brío las panderetas. En el silencio de la noche, los bocinazos podían oírse casi desde cualquier punto de la ciudad.

A Daniel le traía sin cuidado que en la oficina le hubieran dejado por imposible. De hecho, se lo había ganado a pulso. Sus frecuentes inasistencias al trabajo, su escasa aplicación, sus despistes auténticos o fingidos expresaban el disgusto que experimentaba hacia un destino que se le había vuelto inexplicablemente adverso. Se sentía desdichado, y lo peor de todo era que no tenía nadie a quien hacer responsable de su desdicha. No desde luego a Rebeca, bendita ella, pero tampoco a la sufrida y ceñuda Esther, a la que no dejaba de reconocer ni sus méritos ni su autoridad. Que ésta le reprochara una y otra vez su inmadurez le resultaba indiferente. Había crecido en un ambiente en el que todos (desde su abuela a su hermano, pasando por su madre, su tía e incluso Felisa) adoptaban en su presencia una actitud de superioridad moral, y sabía que quienes menos poder tenían para imponer castigos eran siempre los que más se empeñaban en juzgarle. ¡Cuántas veces había oído de labios de su madre amenazas que nunca llegaban a materializarse! Las palabras «internado» o «reformatorio» con las que Miriam había tratado de amedrentarle desde niño carecían por completo de capacidad disuasoria, y su sollozante «¡un día me iré de casa, y a ver cómo os las arregláis sin mí!» se había convertido en una de las letanías domésticas más inútiles y recurrentes. Del mismo modo que siempre había ignorado todo eso, ignoraba ahora los bufidos de impaciencia de Esther, sus miradas de desaprobación, todas esas frases admonitorias suyas que comenzaban con un imperativo «tienes que» (y que sonaban a reproches anticipados por algo que ambos sabían que terminaría no haciendo). ¿A qué se arriesgaba? ¿A que le echaran de la empresa? Imposible, porque la empresa era suya. ¿A que se desentendieran de todo y le abandonaran a su suerte? Imposible también, porque Esther jamás toleraría que se viniera abajo algo que con tanto sacrificio había contribuido a levantar.

Daniel explotaba su reputación de bala perdida porque sabía lo fácil que era hacerse perdonar. Bastaba con un inesperado detalle de simpatía y un par de mohínes afectuosos para que le tuvieran, sí, por un crápula, pero de buen corazón. Más o menos así era como le tenían conceptuado sus tías, con las que, tras la vomitona inaugural en el aeropuerto, no había tenido grandes tiranteces. Daniel sentía por ellas una curiosidad casi antropológica. Le parecía sorprendente que fueran familia suya, empezando por su condición de judías: ¿qué podía tener él en común con unas mujeres que muchos atardeceres se apresuraban a encender velas y a recitar extrañas fórmulas para bendecir los alimentos, o que se regían por un calendario que andaba por el año cinco mil setecientos y pico y en el que los meses del año (¡trece!) se llamaban nisán o siván, o que cuando realizaban obras de caridad lo hacían en cumplimiento de una cosa que llamaban mitzvá? El único judío con el que había tenido relación era su abuelo Samuel, y su judaísmo formaba parte de ese repertorio de extravagancias familiares que, tras su muerte, tanto juego había dado en las cenas de Nochebuena: la legendaria aparición del mohel para circuncidar a Elías, el capricho senil de la sinagoga unipersonal, etcétera. Con esos antecedentes, ¿cómo no observar con extrañeza todas esas manifestaciones de religiosidad, que por tradición familiar habrían tenido que pertenecerle en alguna medida?

Pero aún le sorprendía más lo anticuadas que eran. Todo en ellas era rancio, como de otra época: la casa, el peinado, la ropa, que olía a las enormes pastillas de jabón Lagarto con las que en su infancia le lavaban las rodillas magulladas y sucias. También el lenguaje era vetusto: cuando les oía pronunciar expresiones como «cabeza de chorlito» o «tener la cabeza a pájaros» (ambas utilizadas siempre en referencia a él, aunque de forma afectuosa), se acordaba de los viejos tebeos de los años cincuenta que compraba por una peseta en el mercadillo dominical de Zaragoza. Las tías pasaban los ratos libres dormitando junto a la mesa camilla, que calentaban con un brasero. Daniel, que no había visto un brasero en su vida, jamás habría imaginado que para alimentarlo se utilizara esa mezcla menuda de carbones vegetales. ¿A esas alturas del siglo XX seguía habiendo sitios donde fabricaban y vendían eso que sus tías llamaban picón? Como vivían en un primero sin ascensor, algunas veces les subía la compra y se quedaba unos minutos a hacerles compañía. Tenían un televisor portátil marca Sharp que estaban siempre trayendo y llevando entre la cocina y el cuarto de estar. Cada vez que lo enchufaban, había que reorientar sus antenas para captar bien la señal. Lo tenían encendido durante horas, pero sólo prestaban atención a la información meteorológica y, muy de vez en cuando, a los espectáculos musicales. Si aparecía un humorista, no paraban de criticarlo. No les gustaban los chistes largos y elaborados ni tampoco los que tuvieran que ver con la actualidad, de la que no estaban muy al tanto. Cuando alguien hacía un comentario irónico o deliberadamente equívoco, lo interpretaban en su sentido más literal y se miraban entre ellas como diciendo: «¡Qué simpleza acaba de decir este hombre!». Daniel no estaba seguro de si su sentido del humor era antiguo o simplemente infantil. Se reían cuando a alguien se le trababa la lengua o pronunciaba algo que sonaba incongruente, como ese «lo demás es lo de menos» que en cierta ocasión habían oído pronunciar a Santi, uno de los empleados de la agencia, o como ese «calmilidad» que, en la duda entre calma y tranquilidad, se le había escapado un día a la propia Esther. Pero lo que más gracia les hacía eran los apellidos vascos: si alguien mencionaba en su presencia a algún Iparraguirre o Ibargüengoitia, lo repetían con vocecillas escolares y se desternillaban de risa en cuanto se quedaban atascadas en alguna sílaba. Para seguirles el juego, Daniel, exponiéndose a las miradas de censura de Esther, decía: «A ver, tía Rebeca. Repite conmigo: del coro al caño, del caño al coro, del coro al caño, del caño al coro…». Rebeca aceptaba excitada el desafío y enseguida se le escapaba el primer coño, y las dos ancianas estallaban en carcajadas. Luego, como agotadas por el esfuerzo, se quedaban dormidas delante de la televisión, y Daniel, viéndolas así, con los ojos apretados y la boca entreabierta, se acordaba de un compañero de mili que sufrió una lipotimia durante la jura de bandera y al que tuvo que llevar a rastras hasta un banco a la sombra.

La aparición de Miriam puso en peligro el raro equilibrio que había alcanzado en la relación con sus tías. Desde que Esther tuvo noticia de su inminente llegada, se sintió legitimada para invadir el piso de General O’Donnell y criticar el desbarajuste: pelusas de porquería en los rincones, ropa puesta a secar en los respaldos de las sillas, mugre en las baldosas de la cocina, pilas de cacharros sin fregar, fruta podrida en la nevera, ¡y hasta gusanos en las lechugas!

—¿De verdad crees que tu madre puede vivir en esta pocilga?, ¿de verdad crees que una persona normal…? —rezongaba, abriendo puertas y ventanas.

Daniel, en calzoncillos y camiseta, se sentó en el borde de la cama y buscó un pantalón.

—No te pongas así. Ya pensaba barrer —dijo.

—¿Barrer? ¡Desinfectar!

Dedicó ese fin de semana a poner un poco de orden en la casa, y el lunes por la tarde fue a buscar a sus tías para ir al puerto. Hacía ya tiempo que Rebeca caminaba con lentitud y torpeza, y desde ese mismo mes de marzo la traían y llevaban en una silla de ruedas que guardaban en el hueco de la escalera. Miriam estaba al corriente de su deterioro mental pero no del físico. Cuando bajó del barco y la vio en ese estado, no pudo ocultar un gesto de alarma. Agachándose para besarla, se apresuró a rectificar:

—¡Qué guapa estás, tía Rebeca! ¡Qué pelo tan bonito!

Fueron primero a dejar las cosas. Por mucho que Daniel hubiera limpiado, el piso seguía presentando un aspecto caótico y desaseado. Esther no hizo ningún comentario, pero Miriam, como leyéndole el pensamiento, dijo:

—Para eso estoy aquí, ¿no? Para ocuparme de este hombrucho y poner un poco de orden en su vida. —Y dio unas palmaditas en la espalda de su hijo—. ¿Qué? ¿Salimos a dar una vuelta? ¡Necesito ver Melilla! ¡Necesito pasear!

Fueron primero a la Avenida, y Miriam iba señalando balcones y ventanas y diciendo: «Ahí vivían los Salama. Y ahí los Benhamú. Me acuerdo de Susana, la de la polio, la que andaba con muletas. ¡Qué simpática era! Esa casa tan bonita era la de los Melul. ¡Lástima de fachada…! Y ésa, la de los Gaón». Y Rebeca, comportándose como dueña y señora del pasado melillense, corregía: «Los Gaón no, los Garzón. Los Gaón vivían en aquella de allá. Y la de las muletas no era Susana sino Elisa Benhamú». Cruzaron después el Parque Hernández, y Miriam dijo:

—¿Dónde están las vías? ¿Qué ha sido de las vías del tren? ¡No me digáis que ya no existe el tren de las minas!

Daniel empujaba la silla de ruedas de Rebeca, y las otras dos tenían que pararse a esperar en cada esquina. Cuando llegaron al barrio del Real, estaban ya todos cansados. Muchas de las casitas típicas, de no más de tres pisos, despintadas, hermosas en su sencillez, habían desaparecido para hacer sitio a edificaciones modernas, grandonas, sin gracia. Iban por el bulevar central, más estrecho ahora que como la memoria de Miriam se lo representaba y con una sola hilera de árboles donde ella recordaba dos. ¿Estaban siguiendo un itinerario distinto del que ella pensaba? Se detuvo ante una de las casitas, cuya inminente demolición se anunciaba en un cartel de una empresa de derribos.

—¿Qué derecho tenemos a creer que las cosas no pueden cambiar mientras estamos fuera? —comentó con melancolía, y luego añadió—: ¿Volvemos a casa?

Como en el piso de Daniel casi no había de nada, fueron a cenar al de las tías. Esther, en la cocina, preparaba ensalada y tortilla de patatas, mientras Miriam se esforzaba por afinar una vieja guitarra que había encontrado en un armario.

—¡Cántame alguna de esas canciones tan bonitas que tú sabes! —le insistía Rebeca.

Miriam, tras hacerse de rogar, acabó cediendo. A petición de Daniel, cantó dos canciones de los Beatles y una de Cat Stevens, ninguna de las cuales estaba particularmente asociada a ningún episodio de su pasado. Rebeca aplaudía con entusiasmo y Daniel se esforzaba por recordar otras piezas del repertorio de su madre.

—¿Cómo era aquella canción de cuando éramos niños, la de Nancy Sinatra?

—No me acuerdo.

—¡Cómo no te vas a acordar! —Daniel, imitando el sonido de un bajo eléctrico, tarareó las primeras notas—: ¡Tun-tun-tun-tun…!

—Que no me acuerdo, te digo.

—¡Vamos! «You keep saying you got something for me…!».

Por toda respuesta, Miriam metió la guitarra en su funda de tela y la apoyó en el brazo del sofá: el recuerdo de Ramiro se había colado como un intruso en una fiesta. Daniel, decepcionado, se encogió de hombros.

—Entonces que cante la tía Rebeca —dijo—. ¿No te ganabas la vida dando clases de música?

—De piano —puntualizó Miriam.

—Pues eso. ¡Canta, Rebeca, cántanos algo!

Entró Esther con la jarra de agua y la fuente de la ensalada. Rebeca, feliz, sonreía y se frotaba las manos. Miriam se levantó a poner la mesa. Esther dio la última vuelta a la tortilla y la pasó a un plato. Miriam iba y venía con servilletas, vajilla y cubiertos. Desde el comedor llegaba la quebradiza vocecilla de Rebeca cantando:

—«Esther, mi bien, ¿qué haremos? Casa santa fraguaremos con la ayuda de los cielos…».

Con la pila de platos en las manos, Miriam se apoyó en la pared de la cocina y cerró los ojos. ¡Qué pesado lastre el de los fracasos del pasado! ¿Cuándo conseguiría liberarse de él? Esther entró en busca de la panera de mimbre y se la encontró llorando.

—¿Qué te ocurre? ¿Qué tienes?

Miriam negó con la cabeza y trató de sonreír.

—Estoy bien, estoy bien…

—No estás bien. Estás llorando. ¿Me vas a decir qué te ocurre?

En el comedor, ajenos a todo, Daniel fingía tocar un violín imaginario mientras Rebeca seguía cantando con temblorosa voz de niña:

—«Melej Mashiaj veremos. Hagáis la teba de oro fino donde suba Israel regmido. Hagáis la teba de oro y plata…».

Miriam estaba atravesando una de sus etapas de profundo abatimiento. Ella a su depresión la llamaba el Monstruo, porque era como un ser diabólico y sobrenatural que la acompañaba a todas partes, aterrorizándola con su sola presencia, haciéndola sentir desgraciada e inútil. Cuando estaba a solas por la noche era cuando más sufría, porque su sensación de indefensión era absoluta, y el Monstruo no tardaba en reaparecer para acecharla. Últimamente, el Monstruo parecía haberse convertido en portavoz de su hermana Sara. Tras la lectura del testamento, las dos hermanas habían vivido un breve período de armonía. Ni siquiera las indirectas de Felipe, que consideraba que Mercedes había tratado injustamente a sus hijos, parecían hacer mella en su relación. Poco antes de las Navidades se habían reunido un par de veces en el chalet para repartirse las pertenencias sobre las que su madre no había dejado nada dispuesto ni en el testamento ni en el certificado de últimas voluntades. Se trataba en general de objetos de escaso valor material: algo de bisutería, la colección de teteras marroquíes, varios juegos de sábanas sin estrenar compradas en un viaje a Portugal, etcétera. A Miriam le sorprendió desde el principio la insaciable rapacidad de su hermana. Sin consultárselo con un gesto o una mirada, Sara iba metiendo en cajas cuantas cosas se ponían a su alcance. Por toda justificación soltaba de vez en cuando un «esto me lo prometió a mí» o un «a ti esto ni te va ni te viene», y lo apartaba. Aunque Sara jamás lo había verbalizado, Miriam suponía que también ella, como Felipe, creía que su familia había salido malparada en la herencia, y ese afán suyo de arramblar con todo lo interpretaba como una revancha o el intento de reparar una supuesta injusticia. Después de las Navidades se decidió a poner el chalet en alquiler y le pidió ayuda para terminar de vaciarlo mientras esperaba a los transportistas que debían llevar el piano de vuelta al piso. Quedaban ya muy pocas cosas cuya propiedad pudiera ser objeto de discusión. Aun así, Sara fue llenando varias bolsas con lo que encontraba en armarios y cajones: cacerolas, pequeños electrodomésticos, alfombrillas de baño, el paragüero del recibidor. Miriam, dispuesta hasta entonces a tolerárselo todo, se puso a la defensiva cuando su hermana echó un vistazo al salón y dijo:

—¡Casi me olvidaba! —Y caminó con determinación hacia el piano, sobre el que descansaba el metrónomo.

—El metrónomo es mío —advirtió Miriam.

—Éste no. Éste es el mío. El tuyo no era así, de baquelita.

—Te digo que es el mío. Lo compré hace casi veinte años, cuando lo de Belter y el disco…

—¿Qué disco? —dijo Sara, y Miriam se sintió profundamente humillada—. Si lo compraste hace veinte años, no puede ser éste. ¿No ves que es de los antiguos? Éste me lo regaló papá en ingreso.

—¿Y para qué quieres tú un metrónomo?

—Para Marta. Ya te dije que ahora le ha dado por estudiar música. Quiere montar un grupo de rock.

—¿Martita, un grupo de rock?

Sara, por toda respuesta, alargó la mano. Miriam le agarró la muñeca.

—Es mío, Sara. —Un arrebato de ira incontenible teñía su voz—. Y no voy a permitir que te lo lleves.

La otra se desasió con gesto ofendido.

—¿Estás tonta? Este metrónomo me lo regaló papá en ingreso. Supongo que mamá lo metió entre las cosas que se llevó de Melilla y al final acabó aquí.

No era verdad. Pero eso ya resultaba intrascendente. Miriam tuvo la certeza de que su hermana sólo pretendía hacerle daño. Ese aparatito no tenía ningún valor o utilidad para Sara y, si quería quedarse con él, era sólo para impedir que ella lo tuviera. Miriam cogió el metrónomo y le dio cuerda. La varilla empezó a marcar el ritmo en allegro. Sara resopló y dijo:

—Aún no hemos discutido lo de la reforma.

—¿Qué reforma?

—La de tu piso. ¿Verdad que te la pagó mamá? Y el dinero de mamá era el que había heredado de papá. Es decir, el nuestro. Es como si yo te hubiera pagado la mitad de esa reforma, ¿no?

Miriam se quedó sin habla. ¡Le estaba echando en cara la ayuda que su madre le había prestado años atrás, en la etapa más negra y dolorosa de su vida, cuando se estaba recuperando de las secuelas provocadas por el incendio del Corona! ¿Cómo podía caber tanta ruindad en el corazón de su hermana, que convertía lo bueno en malo: la generosidad en agravio, el amor de una madre en motivo para el rencor eterno? No, eso sí que no se lo iba a consentir.

—No tienes más que decirme cuánto te debo —dijo con aspereza.

Sara esbozó una sonrisita:

—Felipe y yo siempre nos hemos pagado todo lo nuestro. Pero no te preocupes, que no pienso reclamarte nada. No soy tan miserable como tú… —aquí, malévola, hizo una pausa brevísima— …crees.

Caminó hacia la cocina y cogió las bolsas repletas de cachivaches.

—Me voy. No puedo esperar a que lleguen los del piano. Cogeré el autobús —dijo, y el tac-tac-tac del metrónomo siguió sonando, demasiado rápido.

Desde entonces no habían vuelto a hablar. Tal vez, si Sara la hubiera llamado para disculparse, las cosas se habrían arreglado. Miriam, desde luego, no iba a llamar: ella no tenía que disculparse por nada. Con el paso de los días, crecía el tamaño de la ofensa y se hacía más remota la posibilidad de una reconciliación. «Mejor así», trataba Miriam de convencerse. Si por un lado le dolía esa ruptura, por otro no dejaba de experimentar una inequívoca sensación de alivio. Retrospectivamente, la historia de su relación con su hermana se le aparecía ahora como una fuente inagotable de sinsabores. ¿Cuántas veces a lo largo de los últimos años había aportado Sara a su vida un ápice de alegría o de felicidad? La respuesta era taxativa: ninguna. ¿Por qué entonces esa tendencia suya a sentirse en deuda con Sara? ¿Sólo porque eran hermanas? ¿Sólo porque desde el principio habían quedado distribuidos los papeles y a Miriam, la hermana mayor, le había tocado ser la juiciosa, y a la otra la complicada, la imprevisible, la errática? Cuando más convencida estaba de haber actuado correctamente era cuando el Monstruo reaparecía para hacer su ronda nocturna, y Miriam se recriminaba a sí misma su soberbia y se decía que tenía que llamarla por teléfono, fingir que nada había ocurrido, que entre ellas todo seguía igual que siempre… Pero con las luces del día regresaba a su cabeza la absurda discusión por el metrónomo, y volvía a verlo todo de otro modo. Si realmente su hermana estaba buscando el distanciamiento o la ruptura, ¿de qué servirían sus esfuerzos por arreglar las cosas? ¿Cuánto tardaría Sara en provocar una nueva discusión, la definitiva? Le habría gustado tener cerca a alguien de confianza a quien pedir consejo y con quien compartir sus zozobras, pero esa persona (que en circunstancias ideales habría sido la propia Sara) no existía, así que su dolor y sus agravios acabaron buscando refugio en el territorio de los secretos. Llegado un momento, ya ni siquiera sabía por qué se obstinaba en mantenerlos ocultos. ¿Tal vez porque el comportamiento de Sara le producía una abrumadora sensación de vergüenza, lo que demostraría que pese a todo seguía intentando protegerla y que entre ellas persistía una turbia y profunda corriente de afecto?

En Málaga estuvo tentada de contárselo todo a Elías, pero jamás llegó a presentarse la ocasión. Su hijo, irritable con frecuencia, taciturno siempre, le pareció más esquivo que nunca. ¿También Elías tenía secretos que no quería o no sabía compartir? Pues si no podía alcanzar ese grado de comunicación con él, el más sensible y receptivo de sus hijos, mucho menos con Daniel, que siempre había vivido a su aire, indiferente a los problemas ajenos, desentendiéndose de todo lo que no le reportara una gratificación inmediata… En Melilla, el Monstruo ni siquiera esperó a que Miriam se quedara a solas.

—No estás bien. Estás llorando. ¿Me vas a decir qué te ocurre? —dijo Esther, quitándole de las manos la pila de platos.

Miriam se acercó al fregadero, abrió el grifo y se mojó la cara. Intentaba no prestar atención a la vieja canción sefardí que llegaba del comedor. Cuando Rebeca calló y sonaron los aplausos de Daniel, se volvió hacia Esther y dijo:

—¿No te digo que estoy bien? —Y, agarrando de nuevo los platos, fue a reunirse con los otros dos.

La primera tarde que Daniel se dejó caer por la agencia, Esther le hizo pasar al despacho y cerró la puerta. Siempre que hacía eso era para sermonearle por haber desatendido alguna de sus obligaciones, y a Daniel casi le sorprendió que no le hablara de él sino de su madre, cuyo estado la había dejado muy preocupada: ¡no había más que verla fumar un cigarrillo tras otro! Él trató de quitarle importancia:

—Mi madre siempre ha fumado demasiado. Yo creo que ahora está mejor que otras veces… ¡Si la hubieras visto después del incendio!

—¿Qué incendio? —Esther dio un respingo.

—Hace años, en un hotel. —Por prudencia no quiso decir cuál—. Creía que lo sabías. Estuvo a punto de morir asfixiada. Tardó un año en restablecerse del todo: pesadillas, crisis de ansiedad…

—¡Pobre Miriam! Veo que no la podremos dejar sola, no vaya a ser que haga una locura.

—¿Una locura? Ya te digo que otras veces ha estado mucho peor. Tampoco hay que dramatizar. Yo creo que ha sido ver a Rebeca así. Como el abuelo también acabó…

—¿Samuel? —le interrumpió su tía—. ¡Samuel nunca perdió la cabeza! ¡Si lo sabré yo, que hablaba con él todos los días!

Todo lo que Daniel decía surtía el efecto contrario al pretendido. Intentó arreglarlo:

—En casa siempre se ha dicho que al final de su vida compraba cosas sin ton ni son y confundía los recuerdos. Que decía haber estado en países en los que no había estado. Pero sólo al final de su vida.

—¡Paparruchas! ¡Mi hermano fue un gran hombre que salvó a mucha gente! El naufragio del Pisces le causó un trauma del que tardó en recuperarse. ¡Pero la cabeza le funcionó perfectamente hasta el final!

—¿Qué es eso de que salvó a mucha gente?

Esther estaba escandalizada: ni a ella la habían informado del incendio ni a esos chicos les habían hablado de su abuelo. ¿De verdad no le habían contado nada? Su abuelo había sido un héroe. En el mundo había miles de personas que le debían la vida y veneraban su memoria: los hebreos a los que había rescatado de la opresión y ayudado a salir de Marruecos. ¿Por qué la miraba con esa cara? ¿Ahora se enteraba de que los judíos llevaban miles de años siendo perseguidos? Por un instante, Daniel se preguntó si ese plural le incluía también a él. Dijo:

—¿Y lo del naufragio?

—En el 61 se hundió un barco que llevaba refugiados. Murieron todos. Más de cuarenta. Entre ellos, muchos niños. No fue culpa de nadie, pero Samuel nunca se lo perdonó. —Hizo el gesto de caer en la cuenta de algo y exclamó—: ¡El buzón!

—¿Qué?

—Que me estoy imaginando el buzón de tu madre a punto de reventar. Tienes que hablar con el portero para que le recoja las cartas. Cuando era jovencita, estaba suscrita a muchas revistas. ¿Lo sigue estando? Tienes que llamar para cambiar la dirección. —Y, por si no se había expresado con la suficiente claridad, añadió—: En este estado tu madre no puede irse a Zaragoza… Hazte a la idea de que se quedará una buena temporada en Melilla.

Lo curioso era que, cuando por las noches se quedaba a solas con su madre, también ésta le insistía en lo mal que había encontrado a sus tías, no sólo a Rebeca (cosa que se daba por descontada) sino también a Esther, que al fin y al cabo iba a cumplir ochenta y cuatro años y no estaba ya para muchos trotes.

—Y no me refiero sólo a la artrosis y el reúma —decía—. Siempre ha tenido la tensión alta. Como no presta ninguna atención a su salud, cualquier mañana se quedará en la cama, muerta como un pajarito. ¡Dios no lo quiera! Tenemos que procurar que descanse más, que no dedique tanto tiempo al trabajo… Que se cuide, en definitiva.

Cuando Miriam empezaba uno de sus monólogos, Daniel se ponía a jugar con su cubo de Rubik y fingía concentración. Su madre seguía hablando como si tal cosa:

—¡No quiero ni pensar qué sería de Rebeca! ¡Sólo te tendría a ti! ¿Qué harías con ella? ¿Contratarle unas enfermeras, traértela al piso, buscarle una residencia…? Tal vez tendríamos que ir mirando ya residencias, para no tener que decidir luego deprisa y corriendo. ¡Qué lío! —Y, como vio que su hijo no le hacía caso, le dio unos golpecitos en el brazo—. ¿Pero qué tiene el juguete ese que no puedes parar de cacharrear?

—¡Ya casi lo tengo! —exclamó Daniel, aunque no era verdad: lograba poner cuatro caras del mismo color, pero luego ya no sabía pasar de ahí.

—Ese cuarto de baño hay que reformarlo de arriba abajo. La mitad de las baldosas están sueltas. Voy a pedir presupuestos. Y cambiaré la bañera por un plato de ducha. Con las personas mayores, es más práctico y más seguro.

—¿Te has vuelto loca? ¡Estás dando por hecho que Esther se muere y Rebeca se viene a vivir conmigo!

Daniel se preguntaba si eso de anticipar las desgracias era exclusivo de su madre o le ocurría a todo el mundo a partir de cierta edad. ¡Qué estupidez tan monumental! De ese modo, lo único que se conseguía era sufrir más de la cuenta: primero, mientras prefigurabas la desgracia, y después, cuando ésta se acababa materializando. ¿Producía algún tipo de consuelo o satisfacción pasarse la vida presagiando lo peor?

—¡Pobre tía Esther! —suspiró Miriam—. Será mejor que no la dejemos mucho tiempo sola…

Era curioso que las advertencias de una y otra fueran tan parecidas. Era como si sus existencias estuvieran vacías y necesitaran llenarlas con lo que fuera, incluso con motivos de preocupación: yo me preocupo por ti, tú te preocupas por mí, y las dos juntas nos preocupamos por todos los demás. De ahí esa tendencia a exagerar las contrariedades y a avanzar al presente las contrariedades del futuro. ¿Que su madre necesitaba sentirse útil y ocupada? Muy bien. ¡Adelante! Entre la confusión mental de Rebeca, los supuestos achaques de Esther y su proyecto de reformar el piso no le iba a quedar ni un minuto para aburrirse. ¿Pero por qué misteriosa razón esa necesidad suya, en lugar de facilitarle la vida, le comprometía a él a desplegar una hiperactividad similar?

Con Miriam en la ciudad, ya no hacía falta tener a Rebeca en la oficina. Miriam se ocupaba de ella desde el punto de la mañana hasta últimas horas de la tarde. Mientras duraron las obras del cuarto de baño, la instalaba en el sofá y le daba conversación y, si el tiempo era bueno, la sacaba a pasear por el Parque Hernández o la acompañaba a visitar moribundos. A Daniel la entrega de su madre le resultaba excesiva, y su actitud daba a entender que el cuidado de la tía Rebeca no era sólo asunto suyo sino de los dos: le enviaba a la farmacia a comprar medicinas, le hacía calentar el agua para el té, le pedía que se sentara a su lado mientras salía a hacer un recado. En cuanto podía, ponía Daniel alguna excusa y desaparecía con la moto. Pero sus estratagemas no siempre funcionaban y, por ejemplo, jamás se libraba de las visitas al hospital, dado que tenía que ayudar a la anciana a bajar y subir las escaleras (y, cuando salían, tenía la sensación de que la ropa le olía a cadáver). Qué engorroso y qué absurdo: acabar haciendo el doble de cosas cuando había el doble de personas para hacer las mismas cosas…

Para Miriam, curiosamente, el tiempo que dedicaba a su tía no parecía constituir ningún sacrificio. La parlanchina de Rebeca, que enseguida olvidaba lo que acababa de hacer, mantenía muy vivos los recuerdos más lejanos, y en sus historias se mezclaban el pasado y el presente de forma que resultaba imposible discernir qué había ocurrido la semana anterior y qué sesenta o setenta años atrás. No había evocación en ellas, del mismo modo que no la había en un comentario sobre las lluvias anunciadas en el parte meteorológico o la subida del precio de los tomates. Daniel, sin embargo, había aprendido a distinguir cuándo Rebeca hablaba de algo que Miriam había conocido en su infancia y cuándo no, porque la emoción y la nostalgia le iluminaban el rostro: ¡qué bien lo pasaban en Rosh Hashaná, con toda esa gente en casa, y las partidas de sebibón, y esos dulces tan ricos, los fazuelos rellenos de miel, y luego el globo de papel de vivos colores que hacían volar en la plaza…! A Daniel, oyendo esas conversaciones que no acababa de comprender, le invadía la misma sensación de estupor que cuando la vio en el Hospital Provincial después del incendio: un hijo cree saberlo todo sobre su madre hasta que de golpe la descubre como una completa desconocida, una extraña.

Poco a poco iban estableciéndose rutinas que tenían todos los visos de convertirse en duraderas. Desde el principio había quedado claro que la visita de Miriam no iba a ser, como la que había hecho a Elías en Málaga, de unos pocos días. Su estancia se prolongaría a lo largo de un período indeterminado pero no breve: lo que Esther había llamado «una buena temporada». Pasadas dos o tres semanas, Daniel empezó a intuir que la presencia de su madre en Melilla podía alargarse indefinidamente. La veía aparecer por el piso con bolsas de ropa y calzado, y se daba cuenta de que el volumen de esas compras excedía en mucho el de un equipaje razonable: la idea de regresar a Zaragoza se difuminaba en su cabeza como el vaho en las lunas de un coche. Terminada la reforma del cuarto de baño, se dedicó Miriam a arreglar el resto del piso, que seguía a medio amueblar desde hacía treinta años (o, mejor dicho, a medio desamueblar, pues así había quedado tras la mudanza). Hizo acuchillar la tarima del suelo, cambió el empapelado de las paredes, sustituyó los somieres viejos por somieres modernos y tiró las sillas, desvencijadas y cojas.

Cuando llegó el momento de elegir los nuevos muebles, Daniel se desentendió. A él le daban lo mismo unos muebles que otros. A Miriam, en cambio, no le parecía un asunto menor: un buen mueble te acompañaba el resto de tu vida y acababa formando parte de ella. Se recorrió todas las tiendas de Melilla y no encontró nada que la convenciera. Consiguió varias direcciones de Málaga y llamó a Elías para que fuera a pedir catálogos. Cuando los recibió, se pasó varias tardes examinándolos. Marcaba las páginas doblándolas por el borde y, en cuanto Daniel aparecía por casa con el casco de motorista en la mano, le perseguía por el pasillo y le asaeteaba a preguntas: ¿qué le parecía esa cómoda?, ¿y ese espejo?, ¿y esa mesa de comedor? «Todo muy clásico, ¿no?», respondía él, sin apenas detenerse. Las cómodas y los espejos y las mesas de comedor que le mostraba respondían, en efecto, a un gusto muy clásico, si no anticuado: maderas oscuras muy trabajadas, formas robustas tirando a rechonchas, nada que ver con los estilizados diseños que estaban de moda. Una noche, echando un vistazo a uno de esos catálogos, tuvo Daniel la sensación de estar viendo una foto del salón del chalet, no sólo por el tipo de muebles sino también por las cristaleras hasta el techo, el suelo a dos alturas, la chimenea. ¿Empezaba su madre a sentirse agobiada y echar de menos su vida en Zaragoza? Los muebles fueron llegando, y no tardó en descubrir que estaba totalmente equivocado. Lo descubrió un domingo por unas palabras de Rebeca, que necesitaba las tijeras para hilvanar unas cortinas y señaló la cómoda recién colocada.

—El costurero, en el cajón de abajo.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Es su sitio. Siempre ha estado ahí.

Daniel torció la cabeza con escepticismo. Estaba claro que Rebeca, que sólo había visitado un par de veces el chalet de sus abuelos, no podía saber en qué cajones se guardaban las cosas…

—¿Me voy a tener que levantar yo? —le apremió ella, mostrándole la labor.

Se levantó Daniel y, para su sorpresa, allí estaba el costurero: pequeño, de mimbre, con las brillantes bobinas de hilo de diferentes colores atravesadas por agujas. Agarró las tijeras y permaneció unos segundos pensativo.

—¿Las encuentras o no?

—¿El dedal también?

—Yo nunca me he pinchado.

Volvió a sentarse al lado de Rebeca. Ahora lo entendía todo. Algunos de los muebles que siempre había visto en el chalet procedían de Melilla, de ese mismo piso. Y esa cómoda y esa mesa de comedor y quién sabía si también las vitrinas que debían llevarles a lo largo de la semana venían a llenar el hueco dejado por otras piezas semejantes muchos años atrás, en una época tan lejana que ni siquiera él mismo había nacido… Lo que su madre, acaso sin ser plenamente consciente de ello, estaba tratando de reproducir no era el chalet de Zaragoza sino el piso de su infancia, el de los veintitantos años que vivió con sus padres y su hermana en Melilla, en General O’Donnell, y cada vez que escogía un mueble para la casa estaba dando un salto de cuarenta o cincuenta años en el tiempo. ¿Qué era lo que de ese modo trataba de recuperar? Era extraño, porque siempre que Daniel trataba de imaginarse a su madre de niña o adolescente, incurría en el anacronismo de situarla en el chalet, recortando el seto o descansando en una de las sillas del jardín. Como si en realidad nunca hubiera sido niña o adolescente. Como si hubiera venido al mundo convertida ya en la joven madre de sus recuerdos más antiguos y no hubiera existido su anterior vida en el norte de África. ¿Tanta nostalgia sentía por la Melilla del ayer, por ese tiempo anterior a él en el que la familia celebraba festividades hebreas y utilizaba palabras como sebibón? De ser así, era lógico que la compañía de Rebeca, instalada definitivamente en el pasado, no constituyera para ella ningún sacrificio. Se preguntó Daniel cuánto tardaría su madre en hacerse enviar el piano. Sólo una cosa estaba clara: Miriam había viajado a Melilla para quedarse.

—¿Ése no es el general que estaba en Comandancia, el que era amigo de papá? ¿Cómo se llamaba?

—García-Valiño —confirmó Rebeca—. Era muy simpático. ¿No te acuerdas de su mujer? Ayudaba a tu madre en la Gota de Leche…

Miriam negó con la cabeza. Rebeca estiró el cuello hacia la siguiente foto. Señaló la figura que ocupaba el centro de la imagen, un hombre de pelo escaso y gafas de cristales muy gruesos.

—Moisés Carciente. ¡De él sí que te acordarás! —En sus ráfagas de lucidez, Rebeca estaba encantada de ejercer de médium entre su sobrina y el pasado—. Era toda una personalidad. En aquella época, ser presidente de la Comunidad Israelita no era como ahora. En los actos públicos se sentaba siempre con las autoridades. ¿Y el que está a su lado? ¡No me digas que tampoco te acuerdas de Moisés Eliachar, que se fue con su familia a Israel! ¡Samuel y él eran inseparables!

Ahora Miriam hizo un vago gesto afirmativo. Durante treinta años no había vuelto a pensar en ninguna de esas personas, que tan familiares le habían resultado en otro tiempo.

—Me acuerdo de su mujer, una rubia de voz cantarina que nos daba dulces de Purim. ¿Cómo se llamaba?

—Lo tengo en la punta de la lengua…

—¡Simi! —Miriam dio un chasquido con los dedos.

—Eso —asintió su tía—. Moisés y Simi Eliachar.

Estaban en una sala de la caja de ahorros. Cada varios meses se organizaba un mercadillo benéfico con las donaciones que hacían artistas locales e instituciones. El periódico de la ciudad, que desde 1963 se llamaba El Telegrama de Melilla, contribuía todos los años con viejas fotos de su archivo. Tenían éstas mucho éxito entre las escasas familias melillenses de toda la vida. Eran casi siempre fotos de la vida social de la ciudad (recepciones, bailes, puestas de largo, concursos de belleza, corridas de toros, actuaciones para las fiestas de la Virgen de la Victoria, visitas de famosos), y los vecinos de más edad se entretenían reconociendo en unas y otras los rostros familiares. Rebeca, en su afán por demostrar su buena memoria, no paraba de recitar nombres. A cada uno le añadía un breve comentario, generalmente luctuoso: tal persona había muerto atragantada con una almendra, tal otra había dejado su fortuna a las hermanitas de los pobres, a aquellas dos se las habían llevado a morir a Cartagena… En esas imágenes eran mayoría los desaparecidos, gente que había muerto veinte, treinta años antes. Pero también había muchos de la edad de Miriam, e incluso más jóvenes. Identificó a varias compañeras del Buen Consejo, a algunos asiduos de las misas del Sagrado Corazón, a un par de amigos de Sara que tal vez habían llegado a ser algo más que amigos… Le importaba poco saber qué habría sido de todos ellos. Le importaba más saber que alguna vez habían existido, y que en esas fotos seguirían existiendo del mismo modo y para siempre. A diferencia de las calles y rincones de la ciudad, que le habían decepcionado con su mutabilidad, esas fotos le devolvían su vieja Melilla, intacta y fiel a sí misma. Tal como Daniel había empezado a intuir, el pasado se le estaba agolpando en su interior, y eso la llevaba a revisarlo todo. ¿Por qué, por ejemplo, nunca había prestado atención a las esquelas del Heraldo de Aragón y sí se la prestaba ahora a las de El Telegrama de Melilla, entre cuyos «apenados» siempre encontraba el nombre de algún conocido? ¿Qué tenían los muertos de Melilla que eran más suyos que los de Zaragoza, ciudad en la que al fin y al cabo había vivido más años? Había hecho un rápido cálculo mental y llegado a la conclusión de que le estaba ocurriendo como a su madre, quien, a la misma edad que ella tenía ahora, había optado por irse de Melilla en busca de sus raíces. Trayectorias opuestas, pero idéntico regreso al origen. Si descartaba que se tratara de una simple casualidad, aquello sugería la existencia de leyes secretas que gobernaban las vidas de las personas a lo largo de generaciones. ¿Estaba sin saberlo cerrando un círculo que era al mismo tiempo un eslabón de una cadena larguísima iniciada por quién sabía qué antepasado y continuada por su madre? Eso la ayudó a entender retrospectivamente unas cuantas cosas: los vaivenes de Mercedes, su desconcertante inestabilidad, la brevedad de su paso por Málaga, que en realidad no fue más que una escala momentánea en su largo viaje de vuelta. Su propio itinerario, aunque invertido, reproducía fielmente el de su madre, y tal vez las crisis de una y otra, separadas por treinta años, no fueran tan distintas… ¿Qué había de azar y qué de predeterminación en todo ello? ¿Por qué también a ella la vida la había obligado a detenerse en Málaga para alcanzar su destino final? Si unas semanas antes le hubieran dicho que necesitaba encontrarse a sí misma y que para ello tenía que regresar a su ciudad natal, lo habría considerado una solemne majadería. Ahora, apenas un mes después de llegar a Melilla, lo que le parecía absurdo era no haber vuelto nunca por allí. ¡Treinta años eran muchos años! ¿Cómo podía ser que, a lo largo de su convivencia con Ramiro, jamás se le hubiera pasado por la cabeza la idea de enseñar su ciudad a su marido y sus hijos? Ni a ellos les había inspirado la menor curiosidad ni a ella se le había ocurrido proponerlo. De hecho, se recordaba a sí misma comentando lo poco que, en contraste con el chalet de Zaragoza, echaba de menos la casa de Melilla. ¿De verdad alguien se creía capaz de cercenar tan limpiamente su pasado? Había sido volver a pisar las calles de Melilla y darse cuenta de lo mucho que las necesitaba. ¿Qué era lo que la ciudad le transmitía? ¿Una sensación de orden, de pureza, de felicidad? Podía ser que la gente retratada en las fotos de la exposición hubiera muerto décadas atrás, pero en esas imágenes todavía estaba viva. Gente que vestía ropa de fiesta y posaba ante la cámara con una sonrisa y parecía invitarla a compartir el motivo de su celebración. Sí, esa gente era feliz, y alguna vez esa felicidad había sido también la suya…

—¡Mira! —exclamó.

Rebeca se volvió hacia ella con rostro inexpresivo. Miriam temió que, como solía suceder, se le hubiera pasado el momento de lucidez.

—¡Mira! —repitió—. ¡Mi padre! ¿No ves que es él? ¿No lo reconoces?

—¿Cómo no voy a reconocer a mi hermano? —protestó Rebeca, molesta.

Para ella podía ser sólo una foto en la que aparecía su hermano Samuel. Para Miriam era algo más. Dijo:

—¿Quiénes son?

—Tu padre, claro…

—Los otros. ¿Quiénes son los otros dos? ¿Quién es ella? —Acercó la silla de ruedas para que pudiera observarla de cerca.

—No sé. No la he visto nunca.

—¿Y el otro hombre, el alto?

—Tampoco conozco a todo el mundo…

Era una de las dos fotos de Samuel con la mujer que Miriam creía que había sido su amante. No la foto con el mono sino la más reciente, de en torno a los años cincuenta: su padre con una americana cruzada y sonrisa de circunstancias, la mujer con un vestido de fiesta negro y un elegante hilo de perlas, los dos con sendos vasos de zumo, el desconocido con una copa de vino.

—Haz memoria. Si tú no sabes quiénes son, no lo sabe nadie.

—No sé… Parecen actores o algo así. ¿No será que te resultan familiares porque son estrellas de cine?

Se había puesto de mal humor. Tenía la sensación de que su sobrina la estaba poniendo a prueba y de que, por algún motivo que le ocultaba, tenía la obligación de recordar a esas personas. ¿Serían clientes de Samuel? ¿Tal vez amigos de la Península? Lo cierto es que no le sonaban de nada. Así eran, al fin y al cabo, las lagunas de su memoria.

—¿No te digo que no los he visto nunca? —Echó la cabeza hacia atrás.

—¿Y el sitio? ¿Dónde pudo hacerse la foto? ¿En el Casino Militar? —Miriam examinó las siguientes fotografías—. Éstas también parecen de la misma fiesta… ¿Por qué no aparece mi madre? ¡Se supone que iban juntos a los sitios! Échales un vistazo, tía Rebeca. ¿Te parece que esos espejos del fondo son los del Casino Militar?

—¡Ay, hija! ¿Qué más te da? ¡Qué pesada te pones a veces!

Miriam se volvió hacia la puerta, donde un ordenanza apuraba un cigarrillo. Reflexionó en voz alta:

—La tía Esther. Puede que la tía Esther se acuerde…

Empujó la silla de ruedas hacia la entrada. Rebeca refunfuñó:

—Si a mí no me suenan, ¿por qué le van a sonar a mi hermana?

El ordenanza apagó la colilla en un cenicero de pie y las hizo pasar a un despachito. Una joven de pelo rizado tomó nota del número de la foto, su nombre, su dirección. Miriam sacó la cartera para pagar.

—¿Me la puedo llevar ya?

La joven levantó la vista del resguardo que estaba rellenando y puso cara de sorpresa:

—¡Pero si acabamos de inaugurar!

Miriam no ocultó su decepción. Se había imaginado que todo sería muy sencillo: pagar la foto, llevársela, enseñársela a Esther esa misma tarde… La joven se sintió obligada a dar explicaciones:

—La exposición concluye el sábado de la semana que viene. Para mediados de la siguiente estará lista la copia. Tendrá que ir a la redacción del periódico y entregar este papel.

—¿Tan tarde? —dijo Miriam, que se reprochaba a sí misma no haber tenido, un mes y pico antes, la precaución de sacar esas dos fotos del álbum y meterlas en la maleta.

—Las cosas funcionan así. Puede haber más gente interesada en comprar una copia de esa foto…

—¡Quién más va a querer comprarla! —replicó ella y, al darse cuenta de que no estaba siendo muy cortés, añadió—: Entrar a ver una exposición y encontrar una foto en la que sale mi padre… ¿No le parece mágico?

La otra asintió con la cabeza. Miriam hizo un gesto de despedida.

Al día siguiente volvió con sus dos tías. La memoria de Rebeca no le inspiraba ninguna confianza, y estaba convencida de que, nada más ver la fotografía, Esther la sacaría de dudas acerca de la misteriosa amiga de su padre (y quién sabía si también de la naturaleza de su relación). No fue así. Esther, las gafas bien afirmadas en el puente de la nariz, los labios fruncidos en un gesto de extrema concentración, dedicó medio minuto a observar la foto y luego dictaminó:

—No la conozco de nada. No sé quién es. Y el otro hombre tampoco.

Rebeca, alborozada, soltó una risita.

—¿Lo ves? ¿Qué te decía yo? ¿Te lo dije o no te lo dije?

Miriam suspiró. Esther hizo algún comentario sobre la elegancia natural de su hermano y siguió mirando fotos. Rebeca no quería desaprovechar la ocasión de celebrar su pequeño triunfo personal.

—Decís que me olvido de cosas pero parece que mi memoria no funciona tan mal… ¡O a lo mejor es que Esther se olvida de las mismas cosas!

Esther observaba ahora las otras fotos de la fiesta.

—A éstos sí los recuerdo. Salvador Madani, Jacob Benmaman… Estas fotos no son de Melilla. Esos espejos, esas lámparas… Esto es Tetuán. Esto es el Círculo Recreativo de Tetuán. —Se volvió hacia su hermana—. Estuvimos una vez. Para una boda. La de Susana Bentolila, la hija de Salomón Bentolila, que había hecho negocios con nuestro padre. ¿No te acuerdas? ¿No te acuerdas de que perdí el bolso y resultó que lo había cogido sin querer una prima del novio que tenía uno muy parecido?

Cuantos más detalles daba Esther, mayor era el resentimiento que expresaba el rostro de Rebeca. Miriam, en cambio, casi ni le prestaba atención. Rebeca prosiguió:

—Ten en cuenta que en aquella época era El Telegrama del Rif y cubría toda la zona del Protectorado. Traía noticias de Tetuán, Alhucemas, Larache…

—Ya da lo mismo. —Miriam se encogió de hombros.

—¿Tantas prisas y ahora dices que te da lo mismo? ¿Por qué te interesan tanto esos dos?

—Por nada especial, la verdad. Simple curiosidad.

—Muchacha, a ti no hay quien te entienda… —Esther se hizo la ofendida.

—¡No hay quien os entienda a ninguna de las dos! ¡Llevadme a casa! ¡Estoy cansada! —explotó Rebeca.

Su hermana la miró con los ojos muy abiertos.

—¿Y a ésta qué le pasa ahora?

A veces se alejaba hasta veinte o treinta kilómetros de Melilla, pero generalmente se quedaba practicando trial en la zona de los barrancos y las torrenteras. Tenía unas cuantas rutas favoritas. Las recorría con tanta frecuencia que las ruedas habían acabado formando surcos, que permanecían inalterables hasta que un chaparrón las borraba al cabo de varias semanas. En algunos puntos, esas roderas le servían de referencia para trazar la curva. Siempre podía apurar un poco más hacia la derecha o la izquierda, pero para poner a prueba su destreza trataba de salirse lo menos posible. Era como acelerar sobre un alambre imaginario que le señalara el trayecto en el vacío. Cuando iba cuesta arriba, era sólo una cuestión de habilidad. Cuando iba cuesta abajo, la velocidad le restaba precisión y obligaba a una concentración absoluta. La rodera y nada más que la rodera. Ni siquiera se permitía echar vistazos al frente o a los lados, a un paisaje de tierra y maleza que por otra parte no podía depararle muchas sorpresas. La extrema tensión, unida al ruido del motor y al azote del viento, ejercían un efecto liberador, no muy diferente del que había intuido en alguna experiencia con alucinógenos: suspendía la impresión de los sentidos y, aislándole de la realidad, le transportaba a un ámbito en el que las leyes físicas habían sido sustituidas o directamente abolidas. Si alguna vez podía llegar a creerse capaz de sortear la ley de la gravedad era entonces, cuando una combinación de fuerzas diversas parecía tirar de su cuerpo hacia un punto inconcreto situado muy por encima y muy por delante de él. Durante la conducción eran frecuentes los momentos en los que se sentía tan ligero y sin peso que hasta desaparecía la sensación de velocidad y peligro.

En uno de esos momentos se produjo el accidente. Daniel no tuvo tiempo de ver más que el bulto indefinido del hombre con el asno. ¿Qué hacían allí? ¿De dónde habían salido? Lo siguiente fue un ruido sordo y el cielo sin nubes. Permaneció varios segundos boca arriba, intentando controlar el ritmo de la respiración. Tosió con fuerza y escupió un salivazo que le supo a tierra. Notaba en la cara una humedad espesa que podía ser sudor o sangre. Movió primero los brazos y luego las piernas, que por un instante creyó atrapadas bajo la rueda trasera de la moto. Cuando consiguió ponerse de pie, estaba totalmente desorientado. Se arrancó el casco de la cabeza y tardó varios segundos en situarse. Melilla estaba a su izquierda, Marruecos a su derecha. Ver al burro alejándose con las alforjas vencidas y un trotecillo desigual le devolvió, como en un destello, la última imagen del hombre antes del golpe: a la izquierda del animal, con un palo en una mano y la otra colgada del ronzal, el rostro medio vuelto y crispado ante la inminencia del choque. Y ahora el hombre estaba allí, tirado contra las piedras del borde del camino, con los ojos cerrados, la cara sucia de polvo y un rictus inmóvil de preocupación. Daniel se agachó a su lado y le sujetó la cabeza, que le pareció muy pesada.

—¡Oiga, oiga…! ¿Puede oírme? ¡Contésteme!

De unos cincuenta años, la tez muy oscura, rasgos vulgares, barba descuidada, le llevó a pensar en esos mendigos de Velázquez que recordaba de las diapositivas del colegio.

—¡Contésteme! —repitió.

¿Estaba muerto? No, no podía ser… Depositó la cabeza con suavidad y se dispuso a tomarle el pulso. Se dio cuenta de que tenía sangre en la mano. También en la cabeza del hombre había sangre, que formaba un pringue espeso con la tierra y el pelo. ¿De quién era esa sangre? ¿Suya o del otro? Le apretó la muñeca por diferentes puntos, incapaz de percibir ningún latido. Estaba muy nervioso. Tenía que calmarse. ¡No podía ser que estuviera muerto! Corrió hacia la Mike Andrews, la levantó y se miró en el retrovisor. Tenía un profundo corte en la mejilla, como si se le hubiera clavado una piedra afilada. Buena noticia: tal vez la sangre fuera suya y el hombre, después de todo, no hubiera sufrido un golpe tan fuerte. Dejó caer la moto y volvió a su lado con la esperanza de que hubiera recuperado la consciencia. Pero no era así, e incluso le pareció que ahora había más sangre que antes. ¿Eran nuevas esas gotas sobre las piedras o estaban ya unos minutos antes y no había reparado en ellas? Acercó el oído a sus labios para tratar de sentir su respiración. Nada. Le agarró la barbilla con la mano y le sacudió la cara para ambos lados. Nada tampoco. ¿De verdad estaba muerto? ¿Tan fácil era matar a un hombre? ¿Bastaba con eso, con no haber podido esquivarle a la salida de una curva?

—¡Por favor, diga algo! —suplicó, desesperado—. Si me está oyendo, mueva los labios o haga algún gesto… ¡Haga algo, por Dios!

¿Qué podía hacer? Levantó la vista, y a unos cien metros vio al asno, que mordisqueaba tranquilamente unos hierbajos. En su huida había ido perdiendo parte de la mercancía, que formaba un rastro irregular de bolsas y paquetes. Examinó el envoltorio que tenía más cerca: productos de cosmética, cremas infantiles, algún frasco de colonia barata. Llegó donde estaba el burro y se las arregló para reequilibrar y asegurar las alforjas. De vuelta hacia la curva, fue recogiendo objetos y cargándolos sobre el animal sin orden ni concierto. Su idea era montar al hombre y llevarlo al núcleo habitado más cercano. Se agachó para agarrarle por las axilas, pero no llegó a hacerlo. Lo más probable era que estuviera muerto, con lo que el esfuerzo sería inútil. Y si no lo estaba, siempre había oído decir que lo aconsejable era no moverle hasta que llegaran a auxiliarle. Se pasó la manga de la camisa por la herida de la cara, que le empezaba a escocer. ¿No sería mejor limitarse a pedir ayuda? Iría donde tuviera que ir, contaría lo ocurrido y, mientras a él le curaban el corte, alguien se ocuparía de todo lo demás. Lo intentó por última vez:

—¿Me oye? ¿Puede oírme?

Observó con atención las facciones del hombre en busca del más leve atisbo de vida: los ojos hundidos, la nariz ancha, los labios finos, los pliegues del cuello, del que apartó unas moscas dando un manotazo al aire. Todo seguía igual que unos minutos antes. Tampoco parecía que las manchas de sangre sobre las piedras se hubieran extendido, pero eso tal vez no fuera una buena señal, porque, como Daniel recordó haber oído en una película, los muertos no sangran. Ató al burro a un arbusto cercano para que no se marchara y anduvo hacia la moto. La levantó y comprobó que el alineado de las ruedas no había sufrido daños. Se montó y puso el pie en el pedal de encendido. Si conseguía ponerla en marcha, iría a Melilla a pedir socorro. Si no, tal vez tendría que caminar hasta la casa más próxima para que avisaran a quien fuera. Funcionaba. Se puso el casco, echó un último vistazo al hombre y enfiló la torrentera hacia la izquierda, hacia los barrancos.

A la altura de la alambrada, se detuvo un momento y miró a su alrededor. Nadie. Nadie en suelo marroquí, nadie en suelo español. Nadie a quien pedir ayuda. Era lógico: ¿a quién se le ocurriría meterse en tierra de nadie a esas horas, en las que los contrabandistas estaban ya de vuelta en sus aldeas? El lamento por su infortunio empezaba muy sutilmente a velar su sensación de culpa. Ésta, que hasta ese momento le había correspondido en exclusiva, buscaba ahora otros dueños: el destino en general, el propio contrabandista… ¡Qué demonios estaría haciendo allí! ¡Quién le mandaría retrasarse tanto ese día, justo ese día! Estaba ya en la ciudad, bajando a buena velocidad por la carretera de Hidum, y las cosas se le presentaban ahora envueltas en nuevos matices. Pero su intención seguía siendo acudir directamente a la Cruz Roja. Al llegar a la Avenida, se detuvo ante un semáforo en rojo.

—¿Daniel? ¿Eres tú? —oyó.

Se volvió hacia la acera. Ante una sucursal de la caja de ahorros, su madre y sus tías interrumpieron su discusión para observarle con sorpresa.

—¿Se puede saber qué has hecho? —dijo Esther.

—¿Has visto cómo vas? —dijo Miriam—. ¡Estás hecho un cromo!

Daniel ni siquiera había tenido tiempo de prestar atención a su aspecto: la cazadora tejana llena de polvo, un desgarrón en la pernera izquierda, el tobillo sucio asomando por los bajos. Desde la silla de ruedas, Rebeca dio el grito de alarma:

—¡Sangre! ¡Tiene sangre!

Las otras dos se le echaron encima con grandes admoniciones y muestras de pesadumbre: ¡cuántas veces le habían dicho que tuviera cuidado!, ¿cómo se había hecho esas heridas?, ¿le dolían mucho?, ¿se sentía aturdido o mareado?, ¡podía ser que tuviera un coágulo…! Le ayudaron a quitarse el casco y observaron con aprensión el corte de la mejilla.

—¡Eso hay que desinfectarlo inmediatamente! —exclamó Esther.

—¿Cómo ha ocurrido? —preguntó Miriam.

—Pasamos por la farmacia y compramos de todo. —Esther empleaba un tono acusatorio—. Seguro que en el piso no hay ni tiritas.

—¿No sería mejor llamar al médico?

—¡Tampoco hay que exagerar! —replicó Esther con acritud.

Daniel se mantenía en silencio. Cederles toda la iniciativa resultaba muy gratificante. No pensar, no hacer nada, no decir nada. Buscó un hueco en el que dejar la moto y esperó con Rebeca delante de la farmacia.

—No han parado de discutir por unas fotos viejas —comentó la anciana.

Cuando las dos mujeres salieron, seguían de mal humor.

—¿Nos vas a decir de una vez qué ha sido? —dijo Miriam, y contestó la propia Esther:

—Una caída. ¿Qué quieres que sea?

Miriam consultó con la mirada a su hijo, y éste se limitó a encogerse de hombros. De camino al piso de General O’Donnell, Esther y Miriam seguían hablando de los riesgos de circular en moto. Las dos conocían diferentes casos de jóvenes que arrastraban graves secuelas de algún accidente. Sólo de vez en cuando se volvían hacia Daniel y le observaban con gesto ceñudo. Él, cansado, trató de acabar con la discusión al llegar al portal.

—Una caída es una caída. Y ya está —dijo.

Lo dijo como hablando de todas las caídas de moto y sin referirse directamente a sí mismo. No mintió, por tanto, pero quedó ya establecida la versión que acabaría convirtiéndose en definitiva. Se puso el pantalón del pijama, y la propia Miriam se apresuró a tirar la ropa a la basura. Daniel se dio cuenta de que, al hacerlo, su madre se estaba comportando involuntariamente como el cómplice que destruye las pruebas del delito. Habría preferido que no lo hiciera, pero tampoco intentó impedírselo. No tenía ganas de nada, sólo de que le cuidaran y le consolaran. Sentado en un taburete en mitad de la cocina, su madre le lavaba con una esponja y le cerraba las heridas con mercromina. Las magulladuras le cubrían buena parte del pecho y la espalda. Las otras dos mujeres le observaban ahora con admiración y decían: «¡Cómo tiene que doler, pobrecito!». Sus palabras tenían un extraño efecto balsámico. Oyéndolas, resultaba muy sencillo sentirse víctima y no causante de la desgracia. Se distrajo un rato viendo la televisión. Cuando le llamaron para cenar, había descartado definitivamente la idea de dar aviso a la policía o la Cruz Roja. Si el hombre estaba muerto, ya nada podía servirle de ayuda. Alguien, de madrugada, acabaría encontrando el cadáver.

Se acostó pronto y no tardó en quedarse dormido. A eso de las tres, se despertó angustiado. Había tenido una pesadilla en la que unos gatos gordos y sucios se daban un festín con los despojos de lo que parecía ser un animal muerto. Él no podía evitar acercarse a curiosear y descubría que entre la carroña que los gatos se disputaban había una cabeza de hombre, de un hombre vivo que le contemplaba con ojos lastimeros y la expresión de un niño haciendo pucheros. Encendió la lamparita de la mesilla y, como tratando de cerciorarse de algo, se llevó la mano a la mejilla vendada. A partir de ese momento le fue imposible conciliar el sueño. La visión de esos ojos le había transmitido la rara certidumbre de que el hombre no estaba muerto, sólo inconsciente. Se lo imaginaba volviendo en sí en mitad de la noche, dolorido, asustado, inmovilizado por las lesiones, sintiendo a su lado la oscura e inquieta presencia del burro, que tal vez estuviera hambriento y hubiera empezado a mordisquearle la ropa o la cara. Y si no el burro, una víbora o unas ratas o (¿quién sabía?) unas hienas. Empezaba a intuir que había hecho mal en no dar inmediatamente aviso, aunque sólo fuera por acotar sus responsabilidades. Ya no sólo estaban la imprudencia cometida y el daño producido. Ahora estaban también el ocultamiento deliberado y la tardanza en reconocer su culpa. ¿Y cómo se llamaba eso otro? ¿Denegación de auxilio? Que nadie frecuentara esos parajes a esas horas de la tarde lo había considerado una garantía de impunidad, porque no había testigos que pudieran acusarle de nada. Pero eso también quería decir que nadie habría aparecido para ayudar a ese hombre en el caso de que no estuviera muerto sino inconsciente… ¡Sólo pensar que, abandonándolo así, podía haberlo condenado a una muerte lenta y cruel! La probabilidad de que el hombre hubiera pasado horas y horas agonizando y no hubiera muerto hasta bien entrada la noche crecía sin parar, y eso ampliaba y agravaba el conjunto de acusaciones que podría existir contra él. ¿Por qué demonios no había acudido directamente a la policía o la guardia civil? Se preguntaba si no sería ya demasiado tarde.

Se levantó antes del amanecer. Mientras se preparaba la ducha, se miró en el espejo. Los moratones más pequeños habían empezado a adoptar un tono amarillento por los bordes. Se puso un chubasquero y agarró el casco.

—¿Qué hora es? —oyó la voz soñolienta de su madre—. ¿Otra vez vas a coger la moto?

—Voy a llevarla al aparcamiento.

Era mejor así. No decirle nada. No darle motivos de preocupación. Llegado el momento, ya se enteraría de lo que tuviera que enterarse. ¿Tal vez por una llamada de la policía? Eso siempre sería menos duro que tener que confesárselo él: «He matado a un hombre. He atropellado a un hombre y lo he matado».

—Pero no tardes —añadió Miriam asomándose en pijama a la puerta del dormitorio.

El sol estaba todavía muy bajo y, al atravesar las nubes, se multiplicaba en haces de luz blanca que conferían al paisaje unos perfiles inusuales. Cruzó la alambrada por el mismo punto que el día anterior y enfiló la misma torrentera. Tocaba más los frenos que el acelerador, y el ruido del motor se asemejaba al de un chisporroteo suave, como cuando se remueven las últimas ascuas de una hoguera. Dejó atrás las primeras curvas y bajó muy despacio por la empinada cuesta que conducía a la zona de maleza, en la que la visibilidad quedaba muy reducida. Por allí, medio escondida, estaba la curva del accidente. No era ni la primera ni la segunda curva… ¿Sería la tercera? ¿Tal vez la cuarta? Siguió avanzando hasta donde el paisaje volvía poco a poco a cambiar. Más allá de ese punto no podía ser. Retrocedió. Reconoció sin lugar a dudas la pequeña loma en la que había quedado tendido junto a la moto. Con el golpe, la pintura del depósito se había descascarillado un poco. Se agachó y encontró los pequeños fragmentos, blancos y verdes. En las piedras del camino, en cambio, no halló el menor rastro de sangre, que la humedad de la noche tal vez había borrado. Pero tenía que ser ese sitio. No podía ser otro, pese a que las referencias espaciales y las distancias no acababan de encajar. ¿No había recorrido desde allí los cien metros que le separaban del burro? Ahora, la parte del camino que estaba a la vista se le antojaba mucho más corta. Y las propias piedras no parecían ser las mismas… ¿No recordaba unas piedras más grandes y más planas? Pero no tenía que darle más vueltas. Había sido allí, y la cuestión era que ya no había nada que recordara lo que había ocurrido apenas trece o catorce horas antes. Había dado por supuesto que no estarían ni el asno ni el hombre. O éste se habría recuperado y marchado por sus propios medios o lo habrían encontrado y se lo habrían llevado para curarlo o enterrarlo. Lo sorprendente era que ya no quedara ni rastro. Nada. Aparte de los restos de pintura de su moto, no había nada. Como si todo hubiera sido un sueño. Como si lo ocurrido la tarde anterior formara ya parte, igual que los gatos gordos y sucios, de su pesadilla nocturna.

Pero no, estaba claro que no lo había soñado. Intentó aclarar sus ideas. Si había habido una muerte violenta, tendría que haber una investigación policial. Incluso en el último rincón de Marruecos, en esa tierra olvidada de Dios y de Alá por la que sólo pasaban contrabandistas, la policía investigaba ese tipo de muertes: precintaba el lugar, hacía fotografías, buscaba pistas, analizaba restos de sangre. Allí no había la menor señal que indicara que la policía hubiera hecho acto de presencia. ¿Descartaba eso la posibilidad de que el hombre hubiera muerto? Recorrió una cincuentena de metros en busca de no sabía muy bien qué: nuevas gotas de sangre, alguna huella reconocible. Nada otra vez. Nada que le ayudara a resolver sus dudas. El hombre era sin duda un contrabandista. Si lo habían encontrado otros contrabandistas, seguro que se lo habían llevado de allí para proteger su territorio y evitar que la policía se pusiera a husmear. ¿Habrían hecho desaparecer el cadáver? ¿Lo habrían abandonado en un lugar menos comprometedor? Estaba otra vez dando por sentado que el hombre había muerto. ¿Y si todo había quedado en un susto y lo habían rescatado con vida y los médicos estaban en ese momento curándole las heridas? Eso explicaría por qué todavía no había habido ninguna investigación: no había dado tiempo. Aguzó el oído. El rumor del viento era muy suave, un mero matiz del silencio. Pero en cualquier momento, si el hombre había pasado por un hospital, aparecería alguien para investigar. La herida en la mejilla, los moratones, la propia moto acusaban a Daniel. Permanecer allí un solo segundo más era una imprudencia. Montó en la Mike Andrews y regresó a Melilla.

Cuando llegó a la carretera, torció en dirección a Rostrogordo y los acantilados. Sin bajar de la moto, estuvo un buen rato mirando el mar. Todavía no había descartado acudir a comisaría… ¿A una comisaría española o marroquí? Su cerebro se esforzaba en poner trabas y buscar subterfugios que mitigaran su aspiración a la rectitud. Poco a poco fue abriéndose paso en su pensamiento una hipótesis que, manteniendo a salvo los buenos propósitos, obraba el milagro de redimirle por completo. En un momento dado, esa hipótesis se le presentó ya como una certeza irrefutable. Sí, el hombre estaba vivo. ¡Pero no era un peatón normal! ¡Era un contrabandista, un delincuente, alguien que en el instante del accidente estaba desarrollando una actividad ilícita! ¿Quién le aseguraba que su aviso a la policía no acabaría convirtiéndose en una denuncia contra él? Así pues, si no acudía a la policía, no era por egoísmo o cobardía sino por prudencia y generosidad, para no perjudicar al otro, para no exponerle a un riesgo de imprevisibles consecuencias. ¡Estaba claro! Puso en marcha la moto y maniobró para coger la carretera en dirección a Cabrerizas Bajas. Había encontrado la manera de sentirse otra vez en paz consigo mismo y con su conciencia. Por arte de magia se había convertido en una especie de benefactor secreto.

A la entrada del garaje se encontró con su madre y con Rebeca, que llevaba en su regazo las bolsas de la compra.

—Sí que has tardado —dijo Miriam.

—He pasado por el taller. Quería que le echaran un vistazo.

—Hoy tienes mejor aspecto. ¡Menudo susto nos diste!

—Esperad un minuto y os ayudo a subir eso.

—¿De qué vais disfrazados? —dijo Esther, señalando una de las fotos.

—De bandidos. ¡Pero de bandidos buenos! —dijo Elías.

—¿Como el Zorro? —dijo Miriam.

—Más o menos.

—¡A ver, a ver! —Rebeca alargó la mano hacia la carpeta—. ¡Déjame ver!

Era el primer sábado de junio. Elías había ido a pasar el fin de semana con su madre y su hermano. En la carpeta llevaba recortes de periódico y fotos del primer montaje de La Cooperativa, un recitado de fragmentos de Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, de Pablo Neruda.

—El premio Nobel —aclaró, y Rebeca asintió convencida:

—Ya sé. Yo hablaba mucho con él.

Elías sofocó una risita y buscó con la mirada a su hermano, que se había tumbado en el sofá dándoles la espalda. Se volvió de nuevo hacia Rebeca.

—¿Y de qué hablabais?

—No sé. De muchas cosas.

—¿De qué cosas?

Miriam zanjó la burla con gesto severo:

—A ver. Recítanos algo.

Elías no se hizo de rogar. Con aires de rapsoda clásico, apoyó el pie en el borde de una silla y se llevó una mano al pecho mientras con la otra escandía los versos.

—«Todo lo que me has dado ya era mío, y a ti mi libre condición someto. Soy un hombre sin pan ni poderío: sólo tengo un cuchillo y mi esqueleto. Crecí sin rumbo, fui mi propio dueño, y comienzo a saber que he sido tuyo desde que comencé con este sueño: antes no fui sino un montón de orgullo».

Aplaudieron las tres mujeres. Elías explicó:

—Era Murieta hablando con su amada.

—¡Cállate ya! —gruñó Daniel desde el sofá.

—¿Qué? ¿Estamos de resaca? —replicó Elías, susceptible.

Llevaban toda la tarde encerrados en el piso por culpa de la lluvia. En cuanto escampó, salieron con Rebeca a pasear por el centro. Elías echaba vistazos distraídos a las fachadas modernistas.

—Ahora que te veo… —dijo Miriam—. Estás engordando. Estás echando barriga.

—¿Quién? ¿Yo? —Elías, haciéndose el ofendido, se plantó de perfil ante la luna de un escaparate e hizo varias veces el movimiento de sacar y meter tripa—. Tengo que comprarme una báscula.

—Te la regalaré yo para las Navidades —dijo Miriam.

—¡Para las Navidades falta mucho!

Esther se interesó por el Niño Quiñones y familia, con los que desde la muerte de Samuel mantenía sólo un trato esporádico. Elías despachó el asunto con un:

—Bien, bien, todos bien. —Y volvió a hablar de la acogida que sus representaciones estaban teniendo en la provincia de Málaga.

—¿Y el hijo? —insistió Esther.

—¿El hijo de quién?

—¿De quién va a ser? Del Niño Quiñones.

—¿Juan Pablo? Bien también.

—Me llegaron rumores de que tuvisteis problemas con alguna naviera…

—¿Problemas? Un malentendido nada más. —Elías parecía incómodo con las interrupciones—. Y ya se arregló.

—Espero que no les moleste tu afición al teatro…

—¿Por qué les habría de molestar?

Esther, que no sabía muy bien por dónde salir, exclamó:

—¡Neruda, un comunista!

—¿Neruda comunista, con lo educado que era? —Rebeca les miró escandalizada.

Estaban en ese momento pasando por delante del número 19 de la Avenida. Miriam se detuvo y rebuscó en su bolso.

—¿Me esperáis un minuto? —dijo.

En ese edificio estaba la redacción de El Telegrama de Melilla. Miriam entregó el resguardo al conserje, que sacó unos sobres azules de un cajón. Tenían todos un número anotado en una esquina. El conserje se acercaba los sobres a la cara e iba leyendo los números en voz baja.

—¿Es ésta? Compruébelo, por favor.

Miriam abrió el sobre y asintió con la cabeza. La foto llevaba un marquito de cartulina con el nombre del periódico en huecograbado. Calculó mentalmente la edad del conserje: de los sesenta no bajaba.

—Tal vez usted podría ayudarme… —dijo.

—Dígame.

—Me gustaría saber los nombres de estas personas —señaló la foto.

El hombre juntó los labios para un silbido que no llegó a formarse.

—Sólo llevo diez años en Melilla… —se excusó.

—Pero la foto pertenece al periódico. Si se llegó a publicar, tendría que poner los nombres. O a lo mejor el fotógrafo…

—No sabría decirle, la verdad.

—Gracias de todos modos. Buenas tardes.

Miriam guardó el sobre en el bolso y se encaminó hacia la salida.

—Puede que alguien del archivo… —oyó a su espalda.

—¿Sí?

—Félix. Félix Suárez. Lleva toda la vida en el archivo del periódico.

—¿Puedo hablar con él?

—Hoy es sábado.

—¿Félix Suárez, me ha dicho? Gracias otra vez.

En la esquina de la Avenida, Esther y Elías estaban hablando de Daniel. Esther decía que llevaba unos días de un humor de perros. Elías, medio en broma, medio en serio, decía que su hermano siempre había sido así.

—Ni siquiera le veo coger la moto —añadió Esther.

—¡Mejor! —exclamó Miriam.

Elías se empeñó en asomarse al puerto deportivo y tomar algo en la terraza del Club Marítimo, que era ahora el más selecto de la ciudad, del mismo modo que en el pasado lo había sido la Hípica. Un cartel bien grande decía que la entrada estaba reservada para los socios. Esther se acercó a la caseta del portero y preguntó por unos conocidos que formaban parte de la junta. Luego se volvió e hizo señas con la mano: podían pasar. Mientras esperaban las bebidas, hacían comentarios sobre alguno de los yates atracados.

—Cuando sea rico, me compraré uno de éstos para venir a veros cuando me apetezca —dijo Elías, y miró a su madre—. ¿Por qué no vendes el chalet y te compras un barquito?

—¡Eso me recuerda…! —dijo ella—. Tengo que llamar a la agencia. Parece ser que por fin voy a tener inquilinos.

—Buena noticia, ¿no? —dijo Esther.

—¿De qué chalet estáis hablando? —dijo Rebeca.

Daniel, en efecto, no había vuelto a coger la moto, que seguía en el mismo rincón en el que la había dejado. Los primeros dos o tres días, sencillamente, no le apetecía. Una mañana bajó al garaje y se pasó un buen rato arrancando con cuidado las escamas de pintura que se habían medio desprendido del depósito. La débil luz de los tubos de neón se apagaba cada pocos minutos, lo que le obligaba a incorporarse y buscar a tientas el interruptor de la columna. Pasó luego un trapo humedecido por el carburador, el motor, los guardabarros. Su idea inicial había sido acercarse a una droguería para comprar pintura y dejarla como nueva. ¿Pero qué sentido tenía, si de verdad no le apetecía montar? Se preguntó si, en el fondo, no estaba tratando de borrar huellas. Se preguntó también si eso no resultaría contraproducente. Volvió a quedarse a oscuras y comprendió que esos restos de pintura blanca y verde (que ya habrían sido encontrados y analizados) eran la primera y tal vez única pista que podía seguir la policía, en el caso de que se hubiera abierto una investigación… ¿Cómo se le había pasado por la cabeza la absurda idea de arriesgarse a comprar pintura? ¿Cómo no se había dado cuenta del peligro al que se habría expuesto? Pulsó nuevamente el interruptor. Intentó imaginar los pasos que daría si fuera policía y estuviera al frente de la investigación. Por supuesto, visitaría los comercios en los que vendieran pintura de esas características. ¿Preguntaría también en los talleres de motos de Melilla? El blanco del depósito de la Mike Andrews era un blanco corriente, pero el verde era bastante peculiar: un verde limpio, fresco, intenso, como el césped de un campo de fútbol recién regado. ¿Cuánto tardarían en averiguar el modelo de la moto? Y una vez que tuvieran claro este extremo, ¿qué les impediría localizar las escasísimas Mike Andrews que circulaban por Melilla y alrededores, la suya entre ellas? En realidad, daba lo mismo que pintara o no el depósito y que saliera o no a dar vueltas con la moto. Bastaba con que ésta existiera (o, peor aún, con que hubiera existido) para tener la certeza de que la policía llegaría hasta él tan pronto como se lo propusiera. Tiró el trapo en un cubo de basura y salió del garaje en el mismo momento en que volvía a apagarse la luz. Debía reconocerlo. No era que no le apeteciera montar en moto. Era que en esa moto estaban concentrados sus temores más oscuros.

En ese momento supo que iba a tener que vivir sometido a una tensión y una incertidumbre constantes. Cualquier día, a cualquier hora, en el piso o en el puerto o en cualquier calle de la ciudad, podía presentársele un inspector y pedirle que le acompañara un momento a comisaría… ¿Pero cuándo ocurriría eso, si es que llegaba a ocurrir? Y entre tanto, sin saber a qué atenerse, ¿qué podía hacer él sino esperar, dejar que el tiempo pasara? Todas las mañanas examinaba con detenimiento el periódico en busca de referencias que pudieran aportar algo de luz: noticias sobre operaciones recientes de la policía, información sobre accidentes e ingresos en hospitales, avisos de búsqueda de testigos. Que, pasados los primeros días, El Telegrama no hubiera publicado ni una sola línea remotamente relacionada con el asunto tampoco significaba nada. El atropello había tenido lugar en suelo marroquí. ¿Cómo saber si en los periódicos y emisoras de radio de ese país se había hablado de él? Se planteó incluso la posibilidad de huir. No huir a cualquier parte y de cualquier manera, dejándolo todo, sino alejarse de esa Melilla más pequeña y más cerrada que nunca, inventarse algún pretexto para viajar a Málaga o Zaragoza y esperar allí las noticias que pudieran llegar a través de su tía o su madre: sólo cuando éstas llamaran para decirle que la policía había preguntado por él, se plantearía si convenía desaparecer y cómo. Pero tenía que reconocer que incluso ese proyecto de fuga a medias era una insensatez. ¿Por qué huir si de momento nadie le estaba buscando? ¿De qué o de quién huir? Lo lógico era permanecer en Melilla y seguir viviendo como si nada. Si de verdad la policía tenía motivos para buscarle, esconderse no le serviría de nada, y todos sus sacrificios y molestias habrían resultado inútiles.

Un día, tras asistir un rato a las labores de descarga, entró en el bar del puerto. Pidió un café con leche en la barra y se metió en el cuarto de baño a mojarse el pelo y la cara. Dormía tan mal por las noches que necesitaba esos remojones para espabilarse y no quedarse dormido a media mañana. Estuvo unos minutos dejando que el agua le resbalara por el cuello y los hombros. Entró uno de los camareros, Fermín, que le habló dándole la espalda desde el mingitorio:

—Hay dos que preguntan por ti.

—¿Quiénes son? —Daniel le miró a través del espejo.

—Ni idea.

Pulsó el botón del secador. Oscilando a derecha e izquierda, podía ver a través de la rendija de la puerta a todos los clientes que en ese momento estaban en la barra. Los localizó enseguida: treintañeros, chaquetas sport, calzado de verano. Para ganar tiempo, activó nuevamente el secador. Cuando el botón saltó, compuso un gesto de despreocupación y salió frotándose las manos. Los dos hombres se volvieron hacia él.

—¿Daniel? Nos ha dicho el capataz que le encontraríamos aquí.

—¿Hamid? —dijo él por decir algo.

El que había hablado se llevó la mano al bolsillo interior de la americana. Daniel dio por supuesto que se identificaría como inspector de policía, pero lo que le entregó fue una tarjeta de visita con el logotipo de una aseguradora.

—¿Con qué compañía trabaja su empresa? —dijo el otro—. Tenemos las mejores coberturas y las tarifas más competitivas…

—Sólo le robaremos un par de minutos.

Daniel, sonriente, se volvió hacia su café con leche.

—Díganme, díganme —dijo—. ¿Les apetece un café?

La culpa era otra cosa. La culpa era algo que estaba en su interior y no dependía de lo que hicieran otros. A lo que más se parecía era a una infección que había invadido su organismo. ¿Que muchas noches la culpa irrumpía en su sueño en forma de insomnios o pesadillas? ¿Que durante el día había momentos de soledad en los que las fantasías más funestas le sumían en un estado de aflicción insuperable? Si la culpa era una enfermedad, ésos eran sus síntomas, como la fiebre o las dificultades para respirar o las molestias al tragar lo habían sido de las enfermedades de su infancia. La salud, en todo caso, se acabaría restableciendo tras un período indeterminado de convalecencia, y esa callada y opresiva sensación de culpabilidad desaparecería sin dejar rastro. Al menos eso creía Daniel, que, más pendiente de las amenazas exteriores, se creía capaz de convivir con ella, su enemigo interior. Pero ocurrió justo al revés. A medida que el paso de los días iba atenuando el miedo a la justicia, la culpa emergía como un islote en mitad de la niebla: rocosa, intacta, irreductible. La culpa estaba en todas partes. Era como un barniz que, aplicado sobre la realidad, la degradaba hasta volverla intolerable. La ciudad le hastiaba, los días soleados le repelían por soleados y los nublados por nublados, la gente le parecía hostil y chabacana, hasta la comida había perdido sabor… No encontraba nada a su alrededor que le procurara un mínimo de alivio o satisfacción, y todo le exigía un esfuerzo inmenso del que no se sentía capaz. Por ejemplo, aguantar a su madre, que le atosigaba con sus muestras de preocupación. ¡Que se callara de una vez y le dejara en paz! Cuando apareció Elías para pasar un fin de semana, el buen humor de unos y otros le resultó ofensivo: ¿de qué se reían?, ¿qué gracia le veían a las cosas?, ¿por qué tanta celebración? El hecho de que su hermano se hubiera adaptado a la vida malagueña (y siguiera dedicándose al teatro y esas zarandajas) lo percibía como un agravio y, para no participar de esas fiestas, evitaba acompañarles en sus paseos. Daniel no quería odiar pero odiaba. Odiaba a todos los que le rodeaban, cualquiera que fuera su comportamiento y aunque sabía que no eran responsables de su situación. Odiaba. Odiaba a todo el mundo y aguardaba con ansia el momento de quedarse a solas porque entonces sólo se odiaba a sí mismo. Trataba de esquivar la realidad durmiendo el mayor número de horas posible. Pero ni siquiera eso servía de mucho: cuando despertaba, la realidad seguía ahí, igual a sí misma, áspera, mugrienta. ¿En qué momento notaría que la enfermedad de la culpa empezaba a remitir? Lo más paradójico era que echaba de menos la vida anterior al accidente. Sí, esa misma vida que tanto había despreciado se le presentaba ahora como un modesto paraíso perdido. Entonces todo estaba en su sitio. Entonces había un orden y una estabilidad. Entonces la vida era ligera y aburrida como un juguete infantil, y las piezas de ese juguete encajaban sin dificultad. ¿Cómo hacer para que las cosas volvieran a ser como antes y el mayor problema al que tuviera que enfrentarse fuera inventarse una excusa para no aparecer por la oficina?

La ocultación de pruebas, la renuncia a coger la moto, el temor a ser detenido, etcétera, implicaban un reconocimiento de culpa. Pero un reconocimiento íntimo, privado, y lo que ahora necesitaba era desahogarse. Si hubiera tenido un buen amigo en Melilla, le habría pedido consejo. Si hubiera sido creyente, habría acudido a una iglesia y se habría acogido al secreto de confesión. Sin tener una idea muy clara de sus propósitos, empezó a frecuentar whiskerías y bares de alterne, cosa que no había vuelto a hacer desde el servicio militar. No siempre iba en busca de sexo. A veces le bastaba con acodarse a la barra y esperar a que alguna de las chicas se acercara a darle conversación. Él la invitaba a unas copas y ella, a cambio, escuchaba pacientemente el relato de sus cuitas. El trato le parecía justo, y durante un par de horas se sentía libre de opresiones y zozobras. Pero era consciente de que tenía que andarse con tiento. Aquellas chicas, en su mayoría marroquíes o argelinas sin la documentación en regla, podían muy bien ser confidentes de la policía, así que Daniel transfería sus desdichas a un imaginario amigo de la Península que supuestamente iba a viajar a Melilla la semana siguiente. Era ese amigo el que estaba muy alicaído porque había matado a alguien en un accidente de tráfico. «¿Qué le dirías tú para animarle?», preguntaba a la chica, y luego se despedía prometiendo que, cuando su amigo estuviera en la ciudad, le llevaría una noche para que le consolara. Cambiaba a menudo de puticlub para no levantar sospechas. Si una vez iba al Pica, que estaba en el barrio del Real, la siguiente iba al Obos o a La Paloma, en el barrio que llamaban Industrial, o al Dief, en la zona del Hipódromo, o a los del centro (el Caribe, el Ángelo, el Apolo, este último regentado por un exlegionario), o a Casa Germán, en la cuesta de Cabrerizas… Por suerte, en Melilla no faltaban locales en los que aliviar las penas a cambio de unos billetes. Algunos de esos sitios, los más pretenciosos, estaban decorados con ninfas de escayola, luces indirectas y molduras de estilo modernista. Otros eran más de andar por casa, con las chicas hojeando tebeos en una mesa de formica o escogiendo canciones de Julio Iglesias en la gramola. A Daniel esos detalles le importaban poco. Lo único que le interesaba era poder contar su historia, que iba perfeccionándose con cada nueva versión. Al principio había sido un atropello a secas. Luego la víctima resultó ser un niño que iba al colegio. Después ese niño se convirtió en el hijo único de su amigo. Más tarde su amigo intentó suicidarse abriéndose las venas… Cuanto más dramático era el desenlace de la historia, mayor era el peso que se quitaba de encima.

Pero ese remedio tenía un efecto muy limitado. La sensación de culpa quedaba adormecida durante unas horas y regresaba a la mañana siguiente con la virulencia de siempre. Ahora sabía que se había equivocado tratando de rehuir su responsabilidad penal. Por primera vez en su vida entendió el sentido auténtico del concepto de castigo. No se trataba tanto de compensar a la víctima por el perjuicio causado como de facilitar al culpable el descargo de su conciencia: has hecho esto o aquello y, para evitar que los remordimientos te persigan toda tu vida, los transformaremos en un sacrificio concreto y limitado en el tiempo, algo que se encuentre dentro del alcance de tus capacidades… Ése era el arreglo que la sociedad ofrecía al delincuente, y a Daniel no le parecía mal. Qué más querría él: una sentencia que cuantificara con exactitud la responsabilidad y el daño, una condena que le liberara de la atenazadora sensación de culpa, un castigo que le redimiera de su dolor sin límites…

Un martes de mediados de junio salió de casa antes de que Miriam llegara de su paseo vespertino. Los bares de la Avenida estaban llenos de gente que apoyaba a la selección española de fútbol, que ese día se jugaba la clasificación para cuartos de final del Campeonato Mundial. Entró en una cafetería cualquiera y buscó un hueco junto a la barra. Los clientes, algunos de ellos con camisetas de la selección, animaban y aplaudían como si el equipo pudiera oírles. Cundió el desánimo cuando el árbitro señaló a favor de Dinamarca un penalti que acabó en gol. De golpe, todos parecían de acuerdo en que España sería incapaz de remontar el resultado. Faltaba ya muy poco para el descanso. Daniel pidió otra cerveza y pagó. Justo cuando se disponía a marcharse, Butragueño, en una jugada de astucia, robó un balón y empató el partido. «¡Buitre, Buitre!», gritaban todos, celebrándolo. Daniel fue a la discoteca Zodíaco, que estaba detrás del hotel Ánfora y solía abrir a esas horas. Sonaba una suave música ambiental y, tal como había imaginado, estaban las cuatro o cinco putillas de siempre y ningún hombre. Una de ellas le saludó con un movimiento de cabeza. Daniel le preguntó por señas si le apetecía una copa. Luego se sentó a su lado y hablaron de cualquier cosa. Un camarero calvo, mientras metía botellas en las cámaras y cortaba rodajas de limón, seguía el partido de fútbol en un transistor que colgaba del pomo de una puerta. Cuando el locutor alzaba la voz reclamando atención, el camarero interrumpía lo que estaba haciendo y encorvaba el cuerpo en dirección a la radio. Después se volvía hacia la escasa clientela y anunciaba con alborozo: «¡Gol de España! ¡El Buitre otra vez!». Daniel acabó perdiendo la cuenta de los goles que había marcado Butragueño. ¿Tres? ¿Cuatro? La chica, que dijo llamarse Nuri, procedía del interior de Marruecos y hablaba un español elemental salpicado de vocablos franceses. No estaba claro que entendiera todo lo que él le estaba contando pero su expresión era atenta y afectuosa, y con eso le bastaba.

La discoteca empezó a llenarse. El partido había terminado, y los hombres que entraban, algunos con la camiseta roja de la selección, comentaban con entusiasmo la goleada. Daniel notó un leve cambio en la actitud de ella, que, sin dejar de acariciarle y sonreírle, echaba vistazos por encima de su hombro en busca de clientes con aspecto de rumbosos. Para retenerla un rato más, la invitó a otra copa. Pero la situación ya no era la misma, y la conversación con la chica, lejos de procurarle alivio, empezó a incomodarle. En la barra, un grupo de recién llegados brindaba ruidosamente y coreaba: «¡Buitre, Buitre!». Daniel esperó a que Nuri diera un nuevo sorbo a su copa y dijo:

—¿Dónde podemos ir para estar más tranquilos?

Siguió a la chica hacia la salida. Ahora ella se comportaba de un modo expeditivo. Estaba claro que deseaba acabar cuanto antes para volver y sacar todo el partido posible a esa atmósfera de euforia. Cruzaron la avenida Cándido Lobera y se metieron por una callecita en curva. Encima de un portal, un letrero luminoso indicaba el piso de un hostal sin nombre.

—Espera —dijo Daniel.

—Es aquí.

—Da igual.

Se le estaban pasando las ganas. Sacó unos billetes y se los tendió. Daniel pensó que ella le insistiría pero no fue así. La chica se limitó a agarrar el dinero con un mohín de falsa resignación.

—Vuelve cuando quieras. —Le dio un rápido beso de despedida.

—Claro —dijo él.

Ni siquiera se molestó en seguirla con la mirada. Se había puesto de mal humor. Echó a andar sin rumbo preciso. Al pasar por delante del Apolo vio a un grupo de jóvenes que no se decidían a entrar. Se dijo que, debido al fútbol, esa noche no habría tranquilidad en ningún puticlub de la ciudad. Como aún era temprano para volver a casa, buscó un bar cualquiera en el que tomarse la última cerveza. De vez en cuando le llegaba el sonido de los bocinazos con los que coches y motos celebraban el triunfo. Dos chicos, utilizando banderas de España a modo de capotes, toreaban los vehículos que subían y bajaban por la Avenida. Otros les jaleaban desde la acera: «¡Oleeé, oleeé!». Entró en el mismo bar en el que había visto la primera parte del partido. Quedaban ya pocos clientes. El camarero, en camisa blanca y pajarita como los árbitros de boxeo, apartaba las sillas para barrer. Al servirle la cerveza, le advirtió de que cerraría en diez minutos. A través del cristal vio pasar varios coches y motos con banderas. Sus ocupantes cantaban Que viva España, como en las manifestaciones a favor de la Ley de Extranjería. Daniel tenía la sensación de que la chica había jugado con él. Decidió volver a la discoteca y decirle a Nuri que ahora sí le apetecía. Al fin y al cabo, había pagado. De eso se trataba, ¿no? Tenía derecho. Dejó unas monedas sobre el mostrador.

A la entrada de la discoteca, dos grupos de jóvenes se gritaban y desafiaban de una acera a la otra, mientras el portero amenazaba con llamar a la policía. El local estaba ahora repleto de gente, y los vertiginosos juegos de luces parecían multiplicarla. Buscó a Nuri en las mesas pero no la encontró. Incorporándose sobre la barra para hacerse oír por encima de la música, preguntó por ella al camarero de antes, que se limitó a encogerse de hombros. Salió en dirección a la avenida Cándido Lobera. Al cabo de unos minutos, vio a Nuri cogida del brazo de dos tipos con aspecto de militares. Oyó sus risas y corrió hacia ellos.

—¿Y yo qué? —dijo, plantándose delante de ellos.

—¿Le conoces? —preguntó uno de los tipos.

—Estás borracho —dijo ella.

—¡No estoy borracho!

—Ya hablaremos mañana, cuando estés bien… —Y el otro tipo le puso una mano en el pecho y dijo:

—Ya has oído. Aparta.

Les vio meterse en el portal del hostal sin nombre y se marchó. Si hubiera sido sólo uno, le habría saltado al cuello o pegado un puñetazo. Seguían pasando coches y motos con banderas, pero los gritos no eran ya de celebración sino más bien de amenaza. Vio también a varios jóvenes correr con expresión de alarma. Algo estaba pasando. Salió a la calle López Moreno, la de la sinagoga, y siguió a algunos de los que corrían. El aire empezó a oler a quemado. En una esquina de Gran Capitán, alguien había prendido fuego a unas bolsas de basura, de las que salía un humo negro y espeso. Unos vecinos en bata y pijama se apresuraban a apagar las llamas con cubos de agua, mientras sus mujeres gritaban asomadas a las ventanas. En otras bocacalles se veían también restos de pequeños incendios recién sofocados. Los alborotadores, fueran quienes fuesen, parecían decididos a prender fuego al barrio. De algún lugar indeterminado llegaba el sonido de una sirena de policía. Daniel apuró el paso. No mucho más adelante empezaba la zona mora. Vio llegar un grupo de hombres en actitud agresiva. En las manos llevaban palos y navajas. Algunos de ellos eran muy jóvenes, apenas unos críos. A pesar de los pañuelos con los que se ocultaban la cara, reconoció a varios trabajadores del puerto.

—¡Driss! —gritó—. ¡Driss! ¿Qué pasa?

—¡Están atacando la casa de Duddu! —contestó el otro con voz crispada—. ¡Quieren quemar su casa!

Sin detenerse a reflexionar, se unió al grupo, que en ese momento no pasaba de la docena. A medida que se acercaban a la carretera de Hidum se les iban sumando otros que bajaban de la Cañada de la Muerte. Uno de ellos era Hamid, que agarró a Daniel por el brazo.

—Esto no va contigo, jefesito —dijo, muy serio—. Así que no te metas.

—¿Quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer? —contestó él, desasiéndose, y fue a reunirse con los que iban en cabeza.

Los ruidos, la velocidad, la sensación de riesgo contribuían a un frenesí general al que era difícil sustraerse. Ahora no andaban sino que corrían. Alguien le entregó una barra de hierro. Cuando pasaban junto a una farola o una señal de tráfico, la golpeaban para hacer notar su presencia. Después empezaron también a golpear los retrovisores de los coches y las persianas de los comercios. Algunos proferían alaridos ininteligibles. Daniel se puso a gritar con toda su alma, y la rabia le dejaba un regusto casi gozoso. Se sentía fuerte, poderoso, invencible. Alcanzó a los que iban en cabeza. En las ventanas y balcones se veía a gente que se asomaba un instante y volvía a escabullirse hacia el interior de la casa. La presencia de curiosos y el ruido de los bocinazos anunciaban la proximidad de la lucha.

—¡Vamos! —gritó—. ¡Vamos!

Torcieron la última esquina y allí estaban: con sus motos, con sus banderas, con sus gritos, con piedras en las manos. Los aullidos de los recién llegados bastaron en principio para intimidar a los sitiadores, que retrocedieron unos pasos. Los frentes quedaron establecidos a ambos lados de la calzada. Unos y otros se desafiaban con gestos y miradas. Alguien inició un cántico deportivo que muy pocos corearon y no tardó en extinguirse. Varios del grupo de los moros se subieron a los coches aparcados. También Daniel lo hizo, y desafió con la barra a los del otro grupo, que respondieron con insultos. Llovieron piedras en ambas direcciones. Una de ellas rompió con gran estrépito un cristal de una cabina telefónica. Los gritos arreciaron cuando Duddu se dejó ver en una ventana pidiendo calma con las manos. Sin que Daniel pudiera decir de dónde había salido, voló hasta el centro de la calzada lo que parecía ser un cubo de basura envuelto en llamas. Ésa fue la señal para que la pelea comenzara. Algunos saltaron de los coches y patearon el cubo hasta apagarlo. Otros buscaron el choque cuerpo a cuerpo. En una suerte de coreografía improvisada, se avanzaba y retrocedía como a empellones, ganando unos metros de golpe para luego cederlos sólo a medias. Olía a gasolina. En una esquina cercana empezó a arder un árbol, las llamas amarillas y azules enroscándose en su tronco delgado. Se oían gritos de ¡España, España! Daniel corría blandiendo la barra, y el grupo de asaltantes se dividía a su paso formando breves remolinos de gente que giraban sobre sí mismos. Un tipo cayó a sus pies y él le pisoteó las costillas. Después alguien se le echó encima y le derribó sobre el costado izquierdo. Sin parar de toser porque el humo le invadía los pulmones, se defendió con saña desde el suelo. Ahora ardían varios árboles más, y las llamas se acercaban peligrosamente a los coches aparcados. Consiguió ponerse de pie. Notó cómo le sujetaban el brazo. Era Hamid.

—¡Vámonos! ¡Vámonos de aquí!

Se había iniciado la desbandada general.

—¡La policía, jefesito!

Daniel lo apartó de un empujón. Ebrio de furia, sólo pensaba en perseguir a los que huían y atizarles con la barra. El griterío se mezclaba con el estruendo cada vez más cercano de las sirenas. Pero él no oía nada más que sus propios jadeos y una especie de bramido inarticulado que escapaba de su garganta. Se detuvo en mitad de una calle estrecha. Acuclillado entre dos coches, un chico le observaba con los ojos muy abiertos. Cuando se disponía a volver, un brazo le rodeó el cuello mientras otro le retorcía la mano a fin de obligarle a soltar la barra. Para inmovilizarle y derribarle hicieron falta tres policías, que luego, ya en el suelo, le aplastaron con todo su peso. Era perfectamente consciente de la violenta torsión de su cuello, de la gravilla que se le clavaba en la cara, de la opresión que sentía en el pecho, de los golpes y patadas que recibía en diferentes partes del cuerpo… Pero nada de eso le causaba dolor. O se lo causaba, pero era un dolor menor y casi placentero.

Por fin el mundo empezaba a hacer justicia.

Por fin le llegaba el castigo.

Por fin aspiraba el delicado aroma de la redención.

Se sentó donde le dijeron y se dispuso a esperar. Sostuvo sobre las rodillas la ropa con la bolsa y las otras cosas, como una pequeña muralla tras la que guarecerse. Recordó haber estado sólo una vez en una comisaría. Había sido muchos años antes, cuando estaba embarazada de Daniel. Ramiro y ella salían del cine Alhambra de ver Los siete magníficos, que les había encantado, y en medio de la multitud Miriam notó que alguien metía la mano en su bolso. Ramiro corrió detrás del carterista. Éste, al saberse perseguido, lanzó lejos de sí el monedero y se escabulló sin que nadie le detuviera. Ramiro se apresuró a recuperar el monedero y regresó alterado junto a su mujer: ¡eso no podía quedar así!, ¡tenían que denunciar a ese sinvergüenza! La comisaría estaba en la calle Ponzano. Había que subir unas escaleritas y esperar en una habitación desangelada hasta que algún policía pudiera atenderles. Cuando llegó el momento, dieron todos los detalles de lo ocurrido e hicieron una somera descripción del ladrón. Nunca supieron si su denuncia había servido de algo, pero al menos habían cumplido con su deber. Ahora, veintiséis años después, volvía a estar en una comisaría, pero no en la de Zaragoza sino en la de Melilla, en la calle Actor Tallaví. El cuarto en el que la hicieron esperar no era muy diferente del de la otra vez: media docena de sillas desparejas, un radiador viejo, algunos avisos policiales en las paredes. ¿Por qué en esta ocasión todo le parecía siniestro y tenía la sensación de que la gente la miraba como tratando de adivinar los motivos de su presencia? Tal vez porque en aquella comisaría era la víctima de un delito y en ésta era la madre de un delincuente. ¡Delincuente, qué palabra tan horrible! Todo lo que su hijo había hecho hasta entonces habían sido trastadas, travesuras, pequeñas fechorías. Lo de ahora era distinto. Ahora Daniel tendría antecedentes policiales. Para Miriam era como si su hijo y la familia entera hubieran perdido la honra. Había familias que nunca habían tenido problemas con la justicia y familias que sí: ellos acababan de pasar del primer grupo al segundo. ¿Cuánto tardarían en recuperar esa honra? Ignoraba si los antecedentes policiales eran ya para toda la vida o se borrarían en algún momento. Miró a las otras personas con las que compartía habitación: un hombre con un tosco tatuaje en el brazo, un morillo con la cabeza vendada, una mujeruca pintarrajeada que se había quedado dormida con la boca abierta. O delincuentes o familiares de delincuentes. ¿Se había convertido ella en alguien así?

Tras más de una hora de espera, apareció el mismo policía viejo que le había ordenado sentarse.

—¿Ha traído el pasaporte?

Miriam indicó la bolsa.

—Démelo todo.

Diez minutos después, vio pasar a Daniel, ya con la muda puesta. Miriam se levantó y se asomó al pasillo, sin atreverse a salir. El policía viejo le hizo una seña. Miriam se acercó al mostrador. Daniel la miró sin sonreír. Tenía el ojo izquierdo completamente hinchado.

—Ay, Dios mío… —murmuró ella.

—Tienes que presentarte aquí cada dos semanas. ¿Entendido? —El policía señaló la bolsa, que ya no contenía prendas limpias sino un lío de ropa ensangrentada—. Y no te dejes eso.

Salieron a la explanada de San Lorenzo. Para no ir al lado de su madre, Daniel caminaba entre las filas de coches aparcados. En cuanto vio una papelera, se deshizo de la bolsa con un gesto de rabia. Iban en dirección al puente del mineral, uno de los escasos vestigios que quedaban del antiguo ferrocarril. Miriam se encendió un cigarrillo y apuró el paso para alcanzarle.

—¿Dónde te han hecho eso? —preguntó con un hilo de voz—. ¿En la pelea? ¿O han sido los policías?

—Qué más da.

—¡Qué disgusto, por Dios! ¡Qué disgusto! —Sujetando el cigarrillo con los labios, buscó un pañuelo para enjugarse las lágrimas.

—No empieces, mamá…

—Es que no te entiendo. No entiendo por qué haces lo que haces. Es como si no fueras tú. Como si te hubieran cambiado por otro. Al de antes sí que lo entendía pero a ti…

—Déjalo, de verdad.

—¡Si por lo menos te mostraras un poco avergonzado o arrepentido!

—Que lo dejes, te digo.

Las tías les estaban esperando en el piso de General O’Donnell. Esther, de pie en el pasillo, le dedicó una mirada de absoluta desolación. Desde el cuarto de estar llegaba la vocecilla de Rebeca cantando María Cristina me quiere gobernar. Apareció poco después en su silla de ruedas y, ajena a todo y sin reparar en el ojo hinchado, dijo:

—Este chico lo que necesita es comer. ¡Preparadle un buen bocadillo! ¿Te acuerdas, Esther, de los bocadillos de sardinas que vendían en el Mantelete? ¿O eran de arenques? No, no, de sardinas. —Y, de vuelta al cuarto de estar, volvió a canturrear—: «Y yo le sigo, le sigo la corriente, porque no quiero que diga la gente que María Cristina me quiere gobernar…».

Los otros tres no se habían movido. Esther, muy seria, avanzó hacia Daniel.

—Lo has hecho por lo que te conté de tu abuelo, ¿no? —dijo.

—¿Qué?

—Lo que te conté de todos esos inocentes a los que Samuel ayudó. Es lo mismo, ¿no? Entonces los que sufrían injusticias eran judíos y ahora son moros. Pero es lo mismo, ¿no?

Miriam se volvió hacia su hijo con gesto anhelante y esperanzado. Él tardó unos segundos en reaccionar, y luego estalló en una carcajada estrepitosa, feroz.

—¡Sí! ¡Es lo mismo! —exclamó, sarcástico.

Se metió en su dormitorio y cerró dando un portazo. Esther y Miriam intercambiaron una mirada de consternación: ¿en qué tipo de monstruo se había convertido Daniel? Pasado un rato, Miriam se asomó para ver si estaba dormido. Se lo encontró de pie, mirando fijamente por la ventana. Se sentó en el borde de la cama.

—¿Qué tal estás?

Daniel resopló e hizo con la cabeza un gesto hacia el exterior. Dijo:

—¿Te has fijado en las golondrinas? Vuelan así, haciendo giros enloquecidos, como si no supieran hacia dónde. Pero, si te paras a mirar, parece que quieren entrar aquí. Precisamente aquí. En esta casa. En esta habitación. Luego, cuando están a punto de chocar contra el cristal, tiran para arriba y desaparecen. ¿Será porque descubren su propio reflejo? Me pregunto si en este momento habrá alguien mirándolas desde otra ventana y pensando exactamente lo mismo.

—Estos días no hace falta que vayas a la agencia. Ya intentaré descargar de trabajo a la pobre Esther —dijo.

Lo dijo como si no supiera que su hijo llevaba más de un mes sin aparecer por la oficina. A Esther, además, su ayuda no le solucionaba nada: el que había heredado la empresa y tarde o temprano tendría que hacerse cargo de ella era Daniel, y no Miriam. Pero ésta necesitaba algo a lo que aferrarse.

—Lo que debes hacer es descansar —dijo, levantándose—. ¿Por qué no te olvidas de las golondrinas y te echas un rato?

No llegó a salir de la habitación. Con la mano en el picaporte, se volvió y dijo:

—¿Te acuerdas de aquella foto, la de mi padre en una fiesta con una mujer muy guapa y un hombre delgado con aspecto de galán antiguo?

Daniel, sin volverse, se encogió de hombros. Miriam prosiguió:

—Durante mucho tiempo pensé que esa foto encerraba algún misterio. No sé. Algo que desconocía sobre mi padre y que me sentía obligada a averiguar. Ahora eso no me interesa. Pero lo cierto es que sí había un misterio.

Con un movimiento de cabeza, su hijo la apremió a seguir hablando.

—A veces las historias están…, no sé cómo decirlo, ¿atadas? Resulta que en esa foto, en segundo plano, aparece una cuarta persona. Uno que trabaja en el periódico lo reconoció. Se llama Daniel, como tú. Daniel Cohén. Y es hermano de Aarón Cohén, el chico con el que Sara se escapó cuando tenía veintiún años. ¿Sabías que tu tía se había escapado de casa? Sí, claro que lo sabías. Pero ni ella quería pensar en eso ni nosotras queríamos recordárselo. El caso es que yo iba buscando a la mujer de la foto y acabé encontrando al hermano de Aarón, que entonces trabajaba para el marido de esa mujer y ahora dirige una sucursal de la caja en la Avenida. Aquí al lado, a menos de cien metros de aquí. ¿No te parece increíble?

—¿Qué es lo que tiene que parecerme increíble? ¿Que haya una sucursal de la caja a menos de cien metros de aquí?

—Fui a verle y me lo contó todo. Aarón era peluquero. Tenía una peluquería en Barcelona pero se peleó con su socio y buscó trabajo en la construcción. Y un día se cayó de un andamio y se mató. Fue más o menos cuando lo del naufragio del Pisces. O sea, cuando ingresamos a mi padre. Mi hermana reapareció de repente, conoció a Felipe y se casó. Y nunca nos contó nada. ¡Estoy segura de que me mataría si supiera que he estado hurgando en su pasado! Y haría bien. ¿Qué derecho tengo a meterme donde no me importa? Su pasado sólo le pertenece a ella, como mi pasado sólo me pertenece a mí.

—¿Dónde quieres ir a parar?

—Lo que quiero decir es que la muerte de Aarón explica muchas cosas. La aspereza de mi hermana, por ejemplo. La conozco muy bien. Es capaz de hacer lo que sea con tal de no inspirar lástima… Y esa necesidad suya de crear nuevos sentimientos para sepultar los anteriores: sus prisas por casarse, por tener hijos. ¡Nadie habría imaginado que una mujer como ella fuera a acabar con alguien tan gris como Felipe! Siempre creí que ese matrimonio era el reconocimiento de un fracaso. Ahora no lo creo. Ahora creo que su vida, por muy mediocre que sea, no es un fracaso sino un triunfo. Un triunfo sobre el dolor y la desgracia. Y algo del mérito le corresponde también a Felipe, que la protegía y le daba fuerzas para seguir viviendo mientras nosotras lo ignorábamos todo sobre su tragedia. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Lo que he descubierto sobre ellos dos los convierte en mejores personas. ¡Ojalá lo hubiera sabido todo desde el principio! ¡Ojalá mi hermana no hubiera tenido secretos para mí!

—¿Estás tratando de decirme que también hay algo de mí que no conoces? Pues lo siento pero no, en mi vida no hay ningún secreto. Soy lo que ves que soy. Un tipo al que la policía ha detenido por desórdenes públicos y resistencia a la autoridad.

—¿Por qué estás siempre a la defensiva? ¿Por qué me contestas como si estuviera todo el rato haciéndote reproches? Sólo te digo que me arrepiento de no haber sabido ayudar a mi hermana. Que me gustaría poder arreglarlo todo. El mes que viene tengo que ir a Zaragoza para lo del alquiler del chalet. Tendría que aprovechar el viaje para hablar con ella y arreglarlo todo. ¿Pero qué le puedo decir? ¡Cuánto coraje se necesita para pedir perdón!

Daniel seguía atento al vuelo de las golondrinas. Soltó un suspiro.

—Ya veo. Me estás pidiendo que te aconseje. ¿Tú crees que yo puedo dar consejos a alguien?

—No, Daniel. No te estoy pidiendo nada.

Permanecieron un instante en silencio. Luego Miriam abrió la puerta. Del cuarto de estar llegaban las voces de las dos tías, que discutían sobre un concurso infantil de televisión. Rebeca insistía en que había visto antes ese concurso y Esther le decía que era imposible porque se trataba de un programa en directo. Miriam agachó la cabeza y dijo:

—Bueno, te dejo. No te molesto más. Intenta descansar.

—¿Un metrónomo? ¿Qué es eso?

Rebeca, que había sido profesora de música, no se acordaba de lo que era un metrónomo. Miriam intentó explicárselo. Un aparato pequeño con una llavecita para darle cuerda y una varilla que se movía hacia ambos lados para marcar el compás. Una maquinita que solían poner encima del piano y hacía tac-tac-tac. No le estaba describiendo cualquier metrónomo. Le estaba describiendo su propio metrónomo: de baquelita, oblongo, marrón, con la superficie frontal nacarada y un hilo de plata engastado en el canto.

—¿Y para qué querríamos nosotras una cosa así, si el piano os lo llevasteis hace un montón de años? —insistió Rebeca sin apartar la mirada del televisor.

—¿Qué estás viendo?

—Esto. Una cosa de amor. El del sombrero está enamorado de la rubia.

Rebeca, que nunca había sido muy aficionada a la televisión, se pasaba ahora las tardes viendo series y concursos. Los personajes de la tele le transmitían seguridad porque no tenía que preguntarse, como ocurría con sus recuerdos, qué había en ellos de verdadero o de falso. Si eran verdaderos, perfecto, y, si no, su sobrina y su hermana, que no veían esos programas, no tenían por qué enterarse.

—Pero la rubia tiene novio. Y el novio es muy pobre y está enfermo.

—Parece interesante —dijo Miriam desde el pasillo.

El metrónomo tampoco estaba en el armario del recibidor. Para Miriam habría sido lo más sencillo: encontrar su viejo metrónomo, llamar a Sara, admitir que había cometido un error, pedirle perdón. Deseaba con tanta intensidad encontrar ese metrónomo que llegó a ir a una tienda de instrumentos musicales a comprar uno igual: daba lo mismo cuál de las dos tenía razón, estaba dispuesta a reconocer que era ella la que se había equivocado, estaba decidida a inventarse una mentira y creérsela. Pero en la tienda sólo vendían metrónomos modernos que funcionaban con pilas. Viendo los diferentes modelos sobre el mostrador comprendió que, por mucho que lo deseara, no iba a ser capaz de sostener su propia mentira. ¿Qué otra excusa podía poner para llamarla y quedar con ella? La de la foto estaba descartaba. Se imaginaba a su hermana diciendo: «¿Otra vez la dichosa foto? ¿No te cansas de remover el pasado? ¿A quién le puede importar a estas alturas la mujer de la foto y la relación que pudo tener con nuestro padre? ¡Olvídate ya de esa historia!». No, no era un buen comienzo. ¿Y si le decía la verdad? Que tenía que terminar de vaciar el chalet porque había encontrado inquilino y tal vez quedara todavía algún mueble u objeto que pudiera interesarle… Tampoco. Vista la rapacidad con que Sara se había comportado, sería muy difícil que no sonara como un reproche sarcástico. El problema era que, después de siete meses sin dirigirse la palabra, no se le ocurría ningún pretexto para llamarla. En fin, ya lo pensaría.

Preparó una lista de las cosas que tenía que hacer en Zaragoza. Lo más urgente era dar un último repaso al chalet. Después hablaría con el administrador y despacharía el asunto del alquiler. Luego iría al banco para poner al día los recibos pendientes y notificar el cambio de domicilio. ¿Qué más? Entre las cosas que incluyó en la lista estaba hacer otra lista: la lista de cosas que debía llevarse a Melilla. Toda la ropa de verano y entretiempo pero muy poca de la de invierno. Sus toallas favoritas, porque en Melilla no había de las que a ella le gustaban, de hilo y con algún bordado discreto. Las joyas, o por lo menos las más valiosas y las que no estuvieran pasadas de moda. Algunas de las fotos enmarcadas de su padre, su madre, sus hijos. Los álbumes. Cuando se acordaba de los álbumes de fotos, su pensamiento viajaba a la foto de Samuel con Alegría Benchimol. La foto de la fiesta en el Círculo Recreativo Israelita de Tetuán, claro, no la del mono. Daniel Cohén la había informado cumplidamente acerca de la identidad de Alegría y David Benchimol: la relevancia del apellido en el Tetuán del Protectorado, el posterior traslado del matrimonio a Suiza (donde había establecido su sede la banca familiar), la muerte de David de un cáncer de pulmón a mediados de los setenta… Desde entonces, instalado ya Daniel Cohén en Melilla, había tenido pocas noticias suyas, pero daba por supuesto que Alegría, que debía de andar por los ochenta y cinco u ochenta y seis años, seguía viva. De lo contrario, estaba seguro de que se habría enterado por medio de antiguos compañeros de trabajo con los que seguía manteniendo relación epistolar. Daniel Cohén se ofreció a averiguar sus señas en Ginebra, por si Miriam quería enviarle la foto o ponerse en contacto con ella. Miriam negó muy lentamente con la cabeza. Ahora comprendía que su hermana tenía razón. ¿A quién podía importar ya si esa mujer y su padre habían estado enamorados o liados o lo que fuera? La revelación, con un cuarto de siglo de retraso, del trágico final de Aarón lo había alterado todo, y el enigma de la foto, que durante tantos años la había tenido intrigada, se había convertido definitivamente en algo intrascendente. Había empezado a reconstruir su relación con Sara a la luz de ese descubrimiento y se atormentaba repasando sus propias injusticias. Por ejemplo, ¿quién se creía ella que era para despreciar a Felipe, en el que su hermana había encontrado el apoyo que ella misma le había negado? ¿Cómo había estado tan ciega para no darse cuenta de lo necesitada que Sara estaba de afecto y comprensión? Mucho de lo ocurrido desde 1961 era ahora distinto, y peor. Para Miriam lo más cómodo habría sido seguir viviendo en la ignorancia: seguir creyendo que sus heridas eran más dolorosas que las de Sara, seguir buscando el cálido amparo del resentimiento. Se reprochaba a sí misma no haber sabido cuidar a su familia. Pero, mientras el creciente distanciamiento que percibía en sus hijos la tenía como aturdida y no sabía cómo combatirlo, para reconciliarse con su hermana sólo necesitaba humildad, una virtud que en muchas ocasiones había demostrado poseer. En la lista de cosas que había preparado para su viaje a Zaragoza faltaba la más importante de todas, la que de ningún modo podía esquivar: pedir perdón a su hermana Sara, congraciarse definitivamente con ella.

Rebeca y Esther la acompañaron a la agencia de viajes a comprar los billetes. Mientras esperaban a ser atendidas, Rebeca hojeaba un folleto.

—Santiago de Compostela… —leyó con dicción infantil—. ¡Qué bonito parece! Podríamos ir, ¿no?

—Claro que sí —dijo Esther, que luego se volvió hacia Miriam—. Tienes mala cara.

—No duermo bien.

No dormía ni bien ni mal: no dormía, o casi. Temía durante el día la llegada de la noche, y para vencer ese miedo se acostaba siempre tarde, cuando ya no podía mantenerse en pie. Pero nunca conseguía dormir más de una hora seguida. Se despertaba alterada y con una intensa sensación de ahogo que le devolvía viejas aflicciones: el humo invadiendo su garganta, el penetrante olor de la moqueta quemada, la angustia de saberse perdida en mitad de un incendio. Con frecuencia todo eso formaba parte de una pesadilla, y Miriam no sabía qué provocaba qué: si la pesadilla la sensación de ahogo o al revés. Luego le sobrevenían incontenibles ataques de llanto. El Monstruo había vuelto a hacerse presente en su vida.

—Pues duerme —dijo Esther tan tranquila, y alargó la mano hacia el expositor—. ¿Quieres más, Rebeca?

—¿Puedo? —Un destello de codicia le iluminó los ojos.

Esther escogió los folletos más grandes y vistosos, hizo un montoncito con ellos y se los tendió a su hermana. Ésta se los apretó contra el pecho y sonrió con picardía, como si acabara de ser cómplice de una travesura.

—¿Para cuándo quieres la vuelta? —preguntó Esther.

—No depende de mí —dijo Miriam.

—Entonces compra sólo la ida.

Eso hizo: avión hasta Madrid y tren hasta Zaragoza. El empleado de la agencia les entregó los billetes dentro de un sobre alargado. Se despidieron y fueron a buscar a Rebeca, que no se había movido de su sitio. Esther sostuvo la puerta para que Miriam empujara la silla de ruedas hasta la calle. Rebeca, feliz, había seguido amontonando catálogos y folletos, que con el movimiento se le desparramaban por el regazo.

Los billetes eran para el primer miércoles de julio. No había querido retrasarlo más por miedo a que Sara y Felipe se hubieran ido de vacaciones y su viaje acabara siendo en vano. Daniel bajó la maleta y se acercó a la Avenida a buscar un taxi, que tuvo que dar la vuelta a la manzana para recoger a Miriam a la puerta de casa. Miriam, tranquila y sonriente, no paraba de dar instrucciones a su hijo: que se acordara de regar las plantas, que llamara al fontanero para cambiar el grifo de la cocina, etcétera. La terminal del aeropuerto era minúscula. Hicieron cola ante el mostrador de facturación y luego ante la entrada a la sala de embarque. Al despedirse, Miriam dijo:

—A veces me da la sensación de que te estorbo…

Daniel negó con la cabeza.

—Soy así. Lo siento. Me estorba todo. Me estorba el mundo.

—¡Ay, no digas eso, que me preocupas!

Miriam pasó el control de la guardia civil y dijo adiós con la mano. Daniel se encaminó hacia la fila de taxis. Miriam se sentó en una silla con el bolso en las rodillas. Los aviones que unían Melilla y Madrid eran como de juguete, con motor de hélices y capacidad para una veintena escasa de pasajeros. En la sala esperaban unas quince personas, pero ella empezó a sentirse sola. Sacó un frasquito del bolso y se humedeció el cuello y las muñecas. El penetrante aroma de la colonia le proporcionó un alivio instantáneo pero breve. Una azafata abrió la puerta que daba acceso a las pistas. Los pasajeros la siguieron en fila india hasta la escalerilla. Cuando Miriam puso el pie en el primer escalón, estaba ya temblando. La portezuela del avión era muy bajita, y la gente tenía que agachar la cabeza para no darse un golpe. Subían despacio, deteniéndose en cada escalón. Al llegar a la plataforma en la que esperaba la azafata, comprendió que no iba a ser capaz de entrar en aquel tubo mal iluminado y hostil. Se agarró con fuerza a la barandilla.

—No voy a poder… —murmuró.

Le faltaba el aire, y un sudor frío le empapaba la frente y las sienes. La sensación de pánico era tan intensa que anulaba todo lo demás: su propósito de reconciliarse con su hermana, su cita con el administrador, el resto de cosas pendientes. Se llevó la mano al pecho y dejó paso a los que iban detrás.

—¿Se encuentra bien, señora? —oyó.

La azafata, temiendo que fuera a desmayarse, se apresuró a sostenerla por el brazo.

—Respire, respire hondo… Intente tranquilizarse.

—Lo intento pero no puedo…

—No se preocupe. No es tan grave. Hay mucha gente que tiene miedo a volar.

Miriam, negando con la cabeza, se dejó llevar mansamente hasta la terminal. Allí un empleado del aeropuerto la obligó a sentarse, le ofreció un vaso de agua y le pidió que le describiera su maleta. A través del ventanal vio cómo unos operarios reabrían la bodega del avión e iban sacando bultos. Hizo una seña con la mano cuando reconoció su maleta, que un par de minutos después descansaba a su lado. Luego el avión maniobró en dirección a la pista de despegue y aceleró de golpe para tomar altura fuera de su campo de visión. El empleado le dijo que siguiera sentada y le pidió el número de teléfono de algún familiar.

—Lo siento, de verdad. No sabe cuánto lo siento.

Llamaron varias veces desde un despachito cercano pero nadie descolgaba. Miriam supuso que Daniel estaba todavía en el taxi de vuelta a casa. Cuando vio que por fin el empleado conseguía establecer conexión, gritó:

—¡Dígale a mi hijo que lo siento mucho!

De Elías iban teniendo noticias por recortes de periódicos y programas de radio. O mejor: por los recortes de periódicos que el propio Elías enviaba por correo y por los programas de radio que Miriam corría a sintonizar en cuanto él se lo anunciaba. En esos recortes y esos programas se hablaba, casi siempre de forma concisa, de las funciones que La Cooperativa había representado o se disponía a representar en localidades del sur de España. Miriam, que seguía con devoción la carrera teatral de su hijo, recitaba de carrerilla los nombres de muchos de esos pueblos y ciudades:

—Ronda, Nerja, Archidona, Motril, Granada, Estepona… ¡Parece una poesía!

Unos diez días después del frustrado viaje a la Península, Elías llamó para avisar de una nueva aparición en un programa de radio. Cogió el teléfono Daniel, que se limitó a copiar al dictado el mensaje de su hermano. Cuando su madre llegó con Rebeca, vio el papel sobre la mesa del comedor.

—«Entrevista en Radio Melilla el 20 a las 12.15. Horario de máxima audiencia». —Y repitió excitada—: ¡Máxima audiencia!

Se había acostumbrado a escuchar las entrevistas en casa de Rebeca y Esther, que tenían en la cocina una de esas antiguas y aparatosas Marconi con el dial repleto de nombres de capitales remotas. En esa ocasión, al tratarse de una emisora local, podría haberla oído en el modesto transistor del piso de General O’Donnell, pero prefirió ser fiel a sus hábitos. El 20 caía en domingo, y a las doce en punto Miriam estaba ya sentada en un taburete al lado de sus tías. Aguantaron pacientemente hasta que, tras el resumen informativo y los minutos de publicidad, comenzó la entrevista.

—¡Es como si estuviera aquí al lado! —exclamó Esther en cuanto se oyó la voz de Elías, y Miriam la hizo callar con un gesto.

Elías empezó hablando de sus ideas sobre el teatro, que a ellas les traían sin cuidado. Luego le preguntaron por sus proyectos y anunció el inminente debut de la compañía en Melilla.

—¡Va a venir! —dijo Miriam, y ahora fueron las otras dos las que le reclamaron silencio.

Lo mejor vino después, cuando le preguntaron si conocía la ciudad y Elías se refirió a Melilla como la ciudad de sus ancestros, en la que había nacido su madre y en la que vivía su hermano, la ciudad en la que siempre habían vivido dos personas muy queridas, sus tías Rebeca y Esther… Aquí las tres mujeres se miraron sonrientes e hicieron el gesto de aplaudir. Estaban felices. La entrevista duró sólo un par de minutos más. Cuando concluyó, Rebeca se rascó la barbilla.

—¿Ancestros? —dijo.

—Llámale, Miriam —dijo Esther—. Llámale para darle las gracias.

Pasaron otros diez días. A media mañana, una tormenta vació de gente las calles. Daniel, como de costumbre, seguía encerrado en su habitación. Miriam montó la tabla de planchar en la cocina y fue a buscar la cesta de la ropa. Rebeca, enfurruñada por la abrupta interrupción de su paseo matinal, miraba la calle a través de los postigos entornados del balcón. En la acera de enfrente, un joven la vio asomada y comenzó a gesticular y dar saltos. El sonido de la lluvia apenas si permitía oír sus gritos de «¡eh, familia, familia!». Impasible, Rebeca llevaba varios minutos observándole como si esos gestos y esas voces no estuvieran dirigidos a ella. Luego Miriam fue al cuarto de estar en busca del paquete de Ducados y preguntó qué era ese jaleo. Rebeca hizo una señal hacia la calle, donde Elías seguía desgañitándose en mitad del aguacero:

—¿Siempre llueve en esta tierra?

—¡Hijo, por Dios! —Miriam salió al balcón—. ¿Qué haces ahí?

—¡No me acordaba del piso!

—¡Sube! ¡Te abro!

Elías iba dejando un reguero de agua por donde pasaba. El pelo le goteaba y los hombros de su americana habían adquirido un brillo de charol.

—¿Pero qué locura es ésta? ¿Cómo no has avisado? —le reprochó Miriam, que luego corrió a abrazarle y llenarle de besos—. Quítate eso. Vas a pillar una pulmonía.

Entró a buscar ropa seca en el dormitorio de Daniel. Éste, apoyado en el marco de la puerta y todavía en pijama, saludó con un movimiento de cabeza. En mitad del salón, Elías, sin parar de reír, se fue desvistiendo hasta quedarse en calzoncillos. Rebeca, aún en la butaquita junto al balcón, le miraba como si tenerle allí medio desnudo fuera lo más normal del mundo. Miriam, mientras tanto, iba de un lado para otro recogiendo las prendas mojadas y enjugando con trapos los charquitos del suelo. El bromista de Elías se comportaba como si estuviera a solas en un probador: sacudía en el aire los pantalones, se apoyaba las camisas en el pecho, fingía estudiarse en un espejo imaginario.

—¿Seguro que esto es de mi talla? ¡Recuerda que me dijiste que estaba echando tripa!

—¡Póntelo y calla!

—Llama a la tía Esther. —Elías se probó unos pantalones que, en efecto, le iban estrechos—. Dile que elija un buen restaurante. ¡Os invito a comer!

Estaba exultante. Como tampoco la camisas de Daniel le sentaban bien, Miriam fue a buscarle una bata. Cuando consiguió que se la pusiera, él la agarró por la cintura y se empeñó en enseñarle a bailar el vals.

—¡Dos pasos a la derecha, uno a la izquierda, dos a la derecha…! —canturreaba, y buscaba deliberadamente chocar con los muebles para luego celebrar los choques con gritos de—: ¡Así! ¡Aaasí! ¡Muy bien! ¡Pero que muuuy bien!

—¡Suéltame! ¡Que me sueltes, te digo! —protestaba su madre con voz de niña.

—¡La cómoda! ¡Cuidado con la cómoda! —Y chocaron blandamente con la esquina de la cómoda.

Miriam logró desasirse y corrió a buscar refugio en el sofá. Elías, riendo, se dejó caer a su lado.

—¿Nos vas a decir de una vez qué estás haciendo en Melilla? —dijo ella.

—¡Aún te parecerá mal que haya venido a veros! —Se volvió hacia su tía—. ¿Qué, Rebequita? ¿Te apetece comer fuera? ¿Dónde tienes la silla de ruedas?

La anciana, todavía de mal humor, se limitó a encogerse de hombros.

—Yo no voy. No tengo hambre —dijo Daniel, sombrío.

—Pues no comas si no quieres. Pero venir, vienes.

—Espera a que te seque la ropa con el secador de pelo —dijo Miriam, levantándose—. ¡No pretenderás salir en bata y calzoncillos!

Había dejado de llover. Fueron todos a la oficina a buscar a Esther y acabaron comiendo en el restaurante del Casino Militar, en la plaza de España. Miriam preguntó a Elías por el motivo de su visita. Elías aludió vagamente a una reunión para tratar de asuntos relacionados con la compañía de teatro. Su madre no le dejó acabar la frase:

—¡Has estado en la concejalía de cultura! ¡Os han contratado para las fiestas de la Victoria!

—Sí —dijo él—. Para las fiestas.

—¡Qué ilusión! —Y se volvió hacia sus tías—. Son en septiembre. Iremos, ¿no? Iremos a verle actuar.

—¡Estáis tooodos invitados! —Elías alzó su copa de vino con gestos de gran señor.

Era el protagonista del día y no estaba dispuesto a renunciar a ese privilegio. Contó varias anécdotas de sus giras por pueblos con la compañía. En uno de ellos, el alcalde se había quedado sin dinero y les pagó con garrafas de aceite, que luego ellos vendieron por las calles de Málaga. En otro, los vecinos les exigieron que representaran La venganza de Don Mendo, y no «esa cosa rara» de Neruda. Su madre y sus tías le reían las gracias, y hasta Daniel participaba de la alegría general sonriendo y haciendo algún que otro comentario. Para el resto de clientes del restaurante debía de ser la clásica celebración en la que los familiares se reencuentran después de mucho tiempo y todo son risas y buenos deseos. Tras los cafés, Esther dijo que debía volver al trabajo, Elías pidió la cuenta con aire rumboso y Miriam, apoyando la cabeza en su hombro, ronroneó un poco. Para ella era casi el primer momento de auténtica armonía familiar después de muchos años, acaso desde que se descubrieron los tejemanejes de Ramiro en la caja de ahorros.

—¿Habéis comido bien? —preguntó Elías, dejando una generosa propina, y contestó él mismo—: ¡Habéis comido bien, ja ja!

De camino hacia General O’Donnell, dejaron a Esther en la puerta de la agencia. Guardaron la silla en el hueco del portal, ayudaron a Rebeca a subir las escaleras y la sentaron ante el televisor a tiempo de ver una de sus series favoritas. Miriam se llevó las manos a la cabeza al ver el montón de ropa que quedaba por planchar.

—¡Tengo para un buen rato! —dijo, entrando en la cocina.

Elías miró fijamente a su hermano.

—Coge las llaves de la moto —dijo—. Nunca he estado en Marruecos.

—Va a volver a llover.

—Pues me vuelvo a mojar.

—Sólo tengo un casco.

—¡No me digas que aquí son estrictos con eso! Vamos a… ¿Cómo se llama la ciudad más cercana? Nador. Vamos a Nador. Siempre he querido conocer Nador.

Ya no era el Elías jovial de pocos minutos antes. Ahora en su voz y en su expresión, aunque serenas, había una energía nueva, desconocida, que confería a sus palabras un velado matiz de apremio.

—¿Qué? ¿A qué esperas?

—Hace mucho que no cojo la moto. Seguro que no arranca.

—¿No se te ocurren más pretextos? —esbozó Elías una media sonrisa y luego se volvió para despedirse—. ¡Nos vamos a dar una vuelta!

En esos dos meses y medio, la Mike Andrews había acumulado una fina capa de polvo. Tal como Daniel había previsto, fue imposible ponerla en marcha con el pedal de encendido. Pero esta vez no lo utilizó como excusa. Empujó la moto hasta alcanzar un poco de velocidad y montó de un salto al tiempo que soltaba de golpe el embrague. Mientras aguardaba a Elías al pie de la rampa, daba gas con el acelerador para evitar que se ahogara el motor.

—¡Vamos! ¡Sube! —gritó, y su voz retumbó contra el techo y las paredes.

Salieron a General O’Donnell y torcieron a la derecha en la plaza de España. Recorrieron después el paseo marítimo y, antes de llegar a la playa de la Hípica, giraron en dirección a General Astilleros y la aduana de Beni Enzar. Iban despacio, disfrutando de los tímidos rayos de sol y el olor a lluvia reciente. Iban tan despacio que habrían podido hablar entre ellos sin necesidad de levantar la voz. Pero no hablaban. En el puesto fronterizo había las habituales colas de gente que, a todas las horas del día y todos los días del año, pasaba a pie de un lado a otro con pequeños artículos de contrabando. La fila de los vehículos, en cambio, era corta, y avanzaba con rapidez porque la policía sólo registraba los escasos coches con matrícula de Marruecos. A ellos ni siquiera los hicieron parar, y en apenas un par de minutos llegaron al lado marroquí. En los alrededores del puerto, las grúas se alzaban inmóviles, como conmemorando olvidadas promesas de prosperidad. Pasado ese núcleo, la carretera se ceñía a la línea de la costa hasta que, unos pocos kilómetros después, las edificaciones volvían a flanquearla. Habían llegado a Nador. Sin consultarlo con su hermano, Daniel enfiló una avenida que llevaba a la Corniche. Atravesaban las calles que en un pasado anterior a ellos habían constituido el corazón de Villa Nador. Daniel y Elías no podían saberlo pero, casi treinta años antes, su abuelo Samuel había hecho ese mismo trayecto la primera vez que acudió al rescate de un grupo de hebreos. Pararon en el Boulevard Ezzeraktouni, más o menos a la altura del sitio en el que en otra época estuvo el Club Náutico.

—Ya has visto Nador —dijo Daniel—. ¿Volvemos?

—Llévame a la estación de autobuses.

—¿Qué?

—Digo yo que aquí habrá una estación de autobuses.

Daniel frunció el ceño.

—¿Qué está pasando? —dijo.

—Si no sabes dónde está, preguntamos a alguien. Mejor preguntamos a un viejo. Aquí los viejos seguro que todavía hablan español.

La encontraron sin necesidad de preguntar. La estación, a la derecha de lo que en su momento fue el Edificio Regional, seguía siendo la misma de los años del Protectorado: una explanada de asfalto con altas farolas en el centro y cocheras abiertas a ambos lados. Daniel paró junto a un jardín de adelfas y palmeras y apagó el motor.

—¿Me lo vas a contar o no?

Su hermano saltó de la moto y, como si hubieran hecho un viaje larguísimo, estiró los brazos y movió la cabeza para desentumecer los músculos.

—Tenías razón —dijo.

—¿Cuándo?

—Cuando me dijiste que esos dos iban a acabar robándome.

—¿Los Quiñones?

Elías siguió con la mirada un autobús que en ese momento maniobraba para entrar en la estación. Daniel bajó de la moto y la apoyó en el caballete.

—Los Quiñones… —repitió.

—Lo han hecho muy bien. Mientras yo estaba por ahí, haciendo el mico por los pueblos, ellos se las arreglaban para sembrar dudas sobre mi comportamiento: que si frecuentaba amistades poco recomendables, que si me importaba más el teatro que la agencia… Me crearon la fama, y lo demás cayó como fruta madura. En cuanto llegó a oídos de las navieras, fueron ellas mismas las que decidieron cambiar de consignatario… O eso es lo que dijeron los Quiñones, que para entonces ya habían iniciado las gestiones para crear su propia agencia. Una agencia nueva pero con varias décadas de experiencia y la reputación intacta. —Elías hablaba sin rastro de rencor, informando nada más—. ¡Tendrías que haber estado ahí cuando me lo dijeron! Parecían verdaderamente apenados. Me decían que todo aquello les resultaba muy doloroso y que las cosas se habrían podido solucionar de otro modo si no hubiera sido por el testamento de la abuela, que nos tenía atados de pies y manos durante cinco años… Según los Quiñones, las navieras tenían ya tomada la decisión de enviar sus cartas de cese, y ellos lo único que hicieron fue intentar salvar lo poco que podían salvar: sus puestos de trabajo. ¿Quién sabe? Tal vez yo habría hecho lo mismo que ellos… En fin, el caso es que de la noche a la mañana me quedé sin nada. O, mejor dicho, me quedé con la consignataria pero sin los consignadores.

Daniel no dijo nada. Elías se miró las puntas de los zapatos.

—Un golpe perfecto, ¿no? Me lo han robado todo sin necesidad de cometer ningún delito.

—¿No has podido salvar nada?

—Vacié la cuenta bancaria. Estaba el dinero para las nóminas. —Elías se tocó el abultado bolsillo trasero del pantalón—. Supongo que a estas alturas ya se habrán dado cuenta… Ahora la agencia sólo tiene deudas.

Volvieron a sumirse en un silencio espeso. El mismo autobús que unos minutos antes había entrado en la estación maniobraba ahora para salir. Elías sacudió la cabeza.

—Bueno, me voy —dijo.

Echó a andar. Daniel le siguió con la mirada. La vieja cojera le seguía produciendo el mismo balanceo de siempre en los hombros y la cabeza. Cuando lo tuvo a unos veinte metros, gritó:

—¿Y no piensas hacer nada? ¿No piensas luchar?

El otro se volvió. Daniel continuó:

—¿Por qué huir? ¿Por qué no plantarles cara? Si los Quiñones fueron capaces de revocar una carta de cese, tú puedes revocarlas también. Yo te ayudo. Y la tía Esther también. Seguro que las navieras se fían de ella.

Elías, sin contestar, reemprendió la marcha. Daniel corrió a alcanzarle y le retuvo por el hombro.

—¿Tan cobarde eres? ¿No tienes ni un mínimo de coraje? ¿Te vas a rendir así, sin luchar siquiera? ¡Al menos inténtalo! Si no lo haces, te avergonzarás de ti mismo toda tu vida. ¡Ya no eres un niño! ¡Compórtate como un adulto, que es lo que eres!

—No me eches sermones, hermanito. ¿Qué autoridad tienes?

Daniel apretó con fuerza, dispuesto a zarandearle. Elías hizo ademán de resistirse, y en el leve forcejeo las solapas se le acabaron descolocando, una más alta que otra. Se recompuso la ropa y se llevó la mano al hombro como si le doliera. Daniel le soltó. Elías le miró desafiante.

—¿Qué te piensas? —dijo—. ¿Que estoy orgulloso de mí mismo?

—¿Y cómo se lo digo yo? —Daniel le acusó con la mirada.

—¿A quién?

—¿A quién va a ser?

—Dile que me he ido y que no sé si volverá a verme alguna vez. Prefiero que llore a que se avergüence de mí —dijo Elías, y con una sonrisa inesperada recitó—: «Cada cosa cansa, como un joven endeble, vergüenza de los suyos».

—¿Qué es eso?

—Unos versos que oí una vez.

—De… ¿Cómo se llama? ¿De Pablo Neruda?

Elías soltó una risotada que sonó como una tos. También Daniel intentó reír.

—¡Estás loco! —exclamó.

Estuvieron otra vez unos segundos sin decir nada. Cuando Daniel volvió a hablar, lo hizo en un tono casi lastimero.

—¿Qué vas a hacer tú en Marruecos, sin conocer a nadie? ¿Cuánto te va a durar ese dinero? ¿De qué vivirás después?

—Vete —dijo Elías—. Vete ya. ¿A qué estás esperando? No quiero que veas en qué autobús me meto.

Daniel no se movió. Elías le dio la espalda y se encaminó hacia las cocheras. Su hermano anduvo tras él, a un par de metros de distancia. Dijo:

—¿Te das cuenta ahora de que mamá tenía razón?

—¿Cuándo? —preguntó Elías sin volverse.

—Cuando dijo que la abuela quería seguir moviendo los hilos de nuestras vidas aun después de muerta.

—¡Pues conmigo lo podía haber hecho bastante mejor!

Daniel se paró. Había vuelto a salir el sol. Elías llegó a la zona de sombra, en la que la gente hacía cola con fardos y maletas, y se paró también. Se miraron sonriendo. Luego Daniel avanzó y abrazó con fuerza a su hermano, la cabeza hundida en su hombro, los ojos cerrados. Para los otros viajeros, aquél era uno más de los muchos abrazos que esa tarde se darían en la estación. No pronunciaron ninguna palabra más. Daniel se desasió de Elías con un empujón amistoso, corrió a montarse en la moto y arrancó sin volverse ni hacer ningún gesto de despedida.

Unos minutos después, pasaba otra vez junto a las edificaciones del puerto de Beni Enzar. La fila de vehículos era ahora bastante más larga que una hora antes. Apagó el motor y fue empujando la moto a medida que los coches avanzaban. A su izquierda estaba la cola de los que querían acceder a pie a Melilla. Eran hombres, mujeres, también niños, que entraban de vacío y al cabo de un rato salían con las bolsas y los bolsillos repletos. Los policías les obligaban a ponerse en fila india y pasar uno a uno y, con gestos expeditivos, les ordenaban pararse o apurar el paso. No había violencia pero sí algo de humillación en su forma de tratarles, que ellos aceptaban sumisos porque de la permisividad de esos funcionarios dependía que pudieran o no pasar sus mercancías. Los vehículos avanzaron unos pocos metros más y Daniel volvió a empujar la moto. Estaba ya a muy poca distancia de la valla de acceso. Los de la otra fila, cuanto más cerca estaban del punto de control, más empujaban y se apretaban unos a otros. Y entonces ocurrió. Entonces lo vio entre las personas que trataban de abrirse paso en el remolino. Lo miró fijamente, sin acabar de creérselo. Pero no había ninguna duda. Los mismos ojos hundidos, la misma nariz ancha, los mismos labios, la barba igual de descuidada… Daniel apoyó la moto en el caballete y se acercó. Lo tenía a no más de un metro. El hombre, que discutía con otro por el puesto que ocupaba en la cola, le dedicó una mirada indiferente y siguió a lo suyo. Daniel permaneció inmóvil durante varios segundos. Luego oyó que un policía le llamaba a gritos y corrió junto a la Mike Andrews, que no tenía ya ningún vehículo delante. Volvió a empujar la moto y no la puso en marcha hasta que hubo cruzado la frontera. Llegó a la primera rotonda y cogió la recta de la avenida de Europa. Y allí aceleró. Aceleró todo lo que pudo y notó cómo el aire le alborotaba la ropa y el pelo y le llenaba los pulmones. De un modo oscuro acababa de comprender que la vida le había absuelto. La vida, la misma que acababa de condenar a su hermano…

Cuando llegó al piso de General O’Donnell, su madre, sudorosa, estaba ordenando la ropa recién planchada.

—¿Ya estáis de vuelta? ¿Dónde está Elías? —dijo, distraída.

A su lado, Daniel fue cogiendo prendas y guardándolas en el armario del pasillo. Miriam se lo agradeció con una sonrisa.

—Tendrás que dejarle un pijama a tu hermano.

Daniel le devolvió la sonrisa. Terminaron de colocar la ropa y cerraron la puerta del armario.

—Yo me encargaré del alquiler del chalet —dijo entonces Daniel—. Me encargaré del alquiler y de lo que haga falta. Me encargaré de todo. Hablaré con la tía Sara y volveréis a ser amigas. Yo lo arreglaré. No te preocupes, mamá. Yo lo arreglaré todo. Yo te protegeré. Yo te protegeré.

Miriam le observó con una mezcla de perplejidad y ternura. Luego ladeó la cabeza y exclamó:

—¡Qué raro estás, hijo!

El joven rabino se comportaba con una unción algo histriónica, levantando la mirada hacia las alturas y sumiéndose en breves silencios extasiados. Hablaba despacio y como paladeando las palabras. Tras elevar una serie de alabanzas a Dios, pronunció unas reflexiones sobre la muerte en las que afirmaba la fe en la justicia divina. Aunque la religión, según él, no pretendía conocer qué era lo que ocurría después de la muerte, ninguno de los presentes debía dudar de la existencia de un mundo espiritual en el que Dios recompensaba a los justos y castigaba a los malvados. Resumió la leyenda de un niño que salvó a su padre del castigo eterno. Esa historia consagraba el lazo indestructible que unía a los padres y los hijos y, en general, a los miembros de una misma familia, un vínculo que no desaparecía con la muerte, porque la fe y las buenas acciones de los vivos ayudaban a determinar el destino que aguardaba a las almas de los fallecidos. Cuando dijo que también la buena de Esther influiría para que su hermana y el resto de sus parientes disfrutaran de una vida espiritualmente plena, Daniel pensó que, al igual que los sacerdotes católicos, el rabino trataba de convertir en una noticia llevadera la desgracia de una muerte. El rabino se les quedó mirando a Miriam y a él con una sonrisita apretada, y Daniel, al fin y al cabo el varón de la familia, murmuró lo primero que le vino a la cabeza:

—Muchas gracias.

Estaban en mayo de 1987. Por la noche, el viento había cambiado a poniente y arrastrado muchas de las nubes del día anterior. El sol se deslizaba despacio sobre el mármol blanco de las tumbas, como limpiándolas, y extraía de ellas fulgores inesperados. En el mar, a lo lejos, se recortaba la silueta inmóvil de un petrolero, como una calcomanía en una pared de azulejo. Daniel había empujado la silla de ruedas por el sendero central. Estaba el cementerio tan atestado de sepulturas que, llegados a cierto punto, no quedaba espacio para seguir avanzando con la silla, de modo que habían tenido que levantar a Rebeca y acompañarla a pie hasta la tumba de la familia, donde nuevamente pudieron colocar la silla para que se sentara. Había unas treinta personas, pocas (pensó Daniel) para despedir a alguien que había vivido sus casi ochenta y cinco años de vida en la misma ciudad. Entre ellas reconoció a los empleados de la agencia y los trabajadores del puerto, y poco más. Los desconocidos pertenecían, a juzgar por las kipás de los hombres, a la Comunidad Israelita local. A excepción del rabino y de los únicos familiares (Rebeca, Miriam, él mismo), los asistentes se habían situado a una distancia respetuosa, repartidos por los angostos caminitos de la compleja cuadrícula de tumbas. Observados a bulto, componían caprichosas figuras geométricas llenas de perpendiculares que apuntaban en distintas direcciones, como el agua que se extiende por las junturas de las baldosas.

El rabino comentaba ahora un pasaje del Talmud acerca de un mundo por venir en el que los muertos habrían de resucitar para la vida eterna. Adoptó una actitud de recogimiento y dejó pasar unos segundos antes de acercarse a Rebeca para la keriá. Con una mezcla de severidad y delicadeza le hizo un pequeño rasgón en la blusa a la altura del corazón. Rebeca se dejaba hacer con una sonrisa de curiosidad. Parecía una niña vieja recibiendo una condecoración escolar. El rabino hizo una seña a un hombre con gafas y kipá, autorizándole a iniciar el kadish. Daniel suspiró y volvió la cabeza hacia su madre, que, al otro lado de Rebeca, le devolvió una sonrisa afligida. Estiraron los dos el brazo por detrás de la silla de ruedas y se cogieron de la mano. Miró después Daniel a su tía. Ésta mantenía la misma sonrisa bobalicona y feliz que se había convertido en definitiva en los últimos meses, en los que poco a poco había ido perdiendo el habla hasta enmudecer del todo. ¿Dónde se imaginaría que estaba? ¿En una vieja fiesta familiar? ¿En una celebración religiosa del pasado? ¿Y a quién se imaginaría que estaba viendo? ¿Con quién estaría confundiendo a ese puñado de personas que se arracimaban entre las tumbas para acompañarla en el último adiós a su hermana? ¿Estaría tal vez viendo a la propia Esther en alguna de esas mujeres judías que, a la espalda del rabino, hundían con gesto contrito la cabeza entre los hombros? Se acordó Daniel del viejo retrato de su bisabuelo Elías, el padre de su abuelo y de sus dos tías, y buscó entre los presentes alguien en quien Rebeca pudiera identificarlo: cualquiera de los hombres con kipá valdría. Buscó también alguien a quien pudiera tomar por Samuel y por Mercedes… Entre todos esos vivos que habían acudido al cementerio podía fácilmente Rebeca encontrar a muchos de sus muertos más queridos. Esa reflexión alejó cualquier sentimiento de lástima. Más bien le inspiraba una especie de alivio intuir que el descompuesto cerebro de su tía había abolido el paso del tiempo (e incluso la muerte) y que la había instalado en un mundo en el que todas las personas queridas seguían vivas y podían ser convocadas en cualquier circunstancia. También un poco de envidia, porque estaba claro que el alma de la tía Rebeca ya nunca volvería a experimentar ningún sufrimiento… ¡Qué suerte pensar que no se iba a tener necesidad de fuerza o de consuelo!

Miriam le soltó la mano para buscar un pañuelo y secarle la saliva de los labios. La anciana asintió tontamente con la cabeza y cerró la boca con aire de niña obediente. El hombre con gafas y kipá, mientras tanto, continuaba con su plegaria. Daniel cerró los ojos un momento y se concentró en la rara musicalidad de esas palabras en hebreo. Los abrió y se fijó en una figura solitaria que deambulaba junto a la entrada del cementerio, agachándose de vez en cuando para recoger algo del suelo. Debía de ser el guarda pero, desde esa distancia, podía ser quien él quisiera. Cerró los ojos otra vez y decidió que era Ramiro, su padre. Y cuando los volvió a abrir, resultó que era él: Ramiro en el mejor momento de su vida, ni joven ni viejo, elegantemente vestido, casi guapo, acercándose sonriente entre las tumbas y saludando con un discreto movimiento de cabeza. Esperó Daniel a que su padre terminara de unirse al grupo y miró hacia su derecha, hacia el lado del mar. Por allí venían sus abuelos, Samuel y Mercedes, cogiditos del brazo, él con traje oscuro y corbata, ella con blusa de flores, susurrando entre ellos como en algún aislado recuerdo de su infancia. Sin darles tiempo a llegar junto a los demás, apareció también Felisa, con el ceño medio fruncido y la eterna cara de ratón, menudita como siempre pero bastante más joven que en las fotos más antiguas, y vestida (¡qué anacronismo!) con ropa reciente, de los años ochenta. Y de algún sitio salió asimismo la tía Tere, la monja, que avanzaba entre las tumbas con gracia de bailarina y hacía girar sobre su hombro izquierdo una sombrilla blanca. Fueron todos agrupándose a espaldas del rabino y, mientras intercambiaban saludos y sonrisas, tuvieron que hacer sitio a Sara y su familia, que habían llegado de no se sabía dónde, Sara diciendo hola con la mano, Felipe haciendo pequeñas reverencias, los gemelos y Martita crecidos ya y vestidos de adulto pero todavía con cara de niño. Y, como sólo faltaba Elías, Daniel lo buscó por todas partes hasta que lo vio venir con su cojera característica. Estaba muy delgado. Llevaba puesta una chilaba estrecha que aún le estilizaba más. Avanzaba deprisa, atajando entre las tumbas. Con una mano se sostenía los faldones para andar más rápido y con la otra hacía apurados gestos de disculpa, como cuando se llega tarde a una foto colectiva, y los demás le apremiaban con silbidos y sonrisas. Se incorporó Elías al grupito en el momento mismo en que el hombre con gafas y kipá terminaba su plegaria.

Ve’imru amen —concluyó, y los otros judíos presentes corearon:

Ve’imru amen.

Samuel, Mercedes y los demás cuchicheaban entre ellos como quienes acaban de encontrarse después de mucho tiempo. Daniel los miró a todos uno por uno e hizo un gesto de asentimiento. No era la mejor familia del mundo, pero era su familia. Alargó después el brazo hacia Miriam y apretó con fuerza su mano. Dejó que su mirada se perdiera en el horizonte. El viento de poniente rizaba las olas del mar y se llevaba para siempre los últimos restos de nubes.