20-LA REVELACIÓN DE ÚTER

Cuando los truenos cesaron y el cielo clareó dejando entrever de nuevo los rayos de sol, las calles de la ciudad de Blazeditch quedaron sumidas, aún más, en un silencio de desconcierto y temor. Desde la escuela nadie podía adivinar qué extraño suceso había tenido lugar en las inmediaciones de la capital del Fuego. Nadie se atrevía a decir nada, ni a mover un músculo. Ni siquiera los elementales que todavía resistían en sus casas, temerosos de que hubiese ocurrido alguna desgracia; algo sin remedio. Su desconocimiento e incertidumbre eran totales. ¿Podían abandonar sus hogares sin temor alguno? No estaban dispuestos a poner en riesgo a sus familias y no saldrían si no recibían algún aviso tranquilizador.

Después de derrotar al poderoso ejército de Tánatos, los fantasmas dirigidos por Úter se reagruparon. Casi con el mismo sigilo con que habían aparecido —dejando a un lado el funesto tronar de aquel cuerno—, la legión de fantasmas abandonó la ciudad. Aún debían cerciorarse de que habían acabado con la totalidad de momias. Cabía la posibilidad de que existiese algún grupo en la retaguardia, o que Tánatos estuviese preparando un nuevo ejército en la oculta pirámide subterránea. Si aún quedaban momias en pie, Úter y los suyos no tardarían en dar con ellas.

Unas pocas horas después, Úter se presentaba con rostro triunfante en la escuela de Blazeditch. A la orden de Aureolus Pathfinder, el señor Humpow abrió la puerta que franqueaba la entrada a la colosal estructura. Fue entonces cuando los elementales que allí se refugiaban vieron por vez primera la fantasmal comitiva que había logrado reducir a tan poderoso enemigo. Quedaron estupefactos al comprobar que aquel séquito estaba compuesto por hombres, mujeres y niños de índoles y edades muy diversas. Aquellos blanquecinos rostros no mostraban síntomas de cansancio alguno. Más bien, todo lo contrario. Sonreían, llenos de satisfacción, como si se hubiesen quitado un peso de encima. Por el aspecto que mostraban, parecían haber rejuvenecido un buen puñado de años.

Para muchos de los que se encontraban en la escuela, aquélla era la primera vez que veían un espíritu. No obstante, la gente se comportó como si hubiesen coexistido con ellos durante toda su vida. Fue un momento indescriptible, donde se mezclaron el alivio y la incredulidad por cómo se habían sucedido los acontecimientos. Aún había muchas personas suspicaces, especialmente las más entradas en años, que no terminaban de creerse que todo hubiese finalizado de una forma «tan sencilla». Sin embargo, tan pronto vieron que Aureolus Pathfinder salía de la escuela y se acercaba a hablar con el líder de los fantasmas, los aprendices no aguantaron más y salieron a celebrarlo.

Cuando Elliot, Eric y Pinki regresaron a la escuela tras su periplo por el Reino Trenti, los muros de piedra rezumaban de alguna manera la alegría y la satisfacción de los habitantes de la capital del Fuego. Los muchachos desconocían qué había sucedido con aquel estridente cuerno que había sonado momentos antes de que abandonasen la pirámide. Ávidos de noticias, cruzaron apresuradamente la estancia donde se encontraba el espejo y se adentraron en el pasillo que había frente a ellos. No tardaron en percibir el eco de un constante murmullo que resonaba con más fuerza cuantas más galerías dejaban atrás.

—Disculpa —dijo Eric, parando a un muchacho de primer o segundo curso que venía de frente, corriendo alocadamente, por aquel corredor—. ¿Sabes si ha sucedido algo?

—¿Aún no os habéis enterado? —respondió al tiempo que ponía cara de sorpresa. No comprendía cómo aún podía haber gente que no se hubiese enterado de la noticia.

Elliot y Eric lo miraron ansiosos, esperando a que aquel muchacho dejase de jactarse de conocer lo que fuese que hubiese sucedido.

—Vamos, ¿a qué esperas? No tenemos todo el día —le espetó Eric, impaciente.

—¡Por fin Blazeditch es libre! —exclamó, desplegando una expresión de júbilo—. No os lo vais a creer, pero las momias han sido derrotadas por un ejército de fantasmas. El director Pathfinder ha sido el primero en salir de la escuela. Estaba hablando con el líder de los espectros, y…

—¿Has dicho un ejército de fantasmas? —repitió Elliot, conteniéndose para no propinarle un puñetazo a aquel estúpido por llamar «líder de los espectros» al bueno de Úter. No le cabía duda de que tenía que ser él—. ¿Y dices que se encuentran fuera?

—Sí, ya os he dicho que no os lo…

Pero el aprendiz se quedó con la palabra en la boca. Elliot y Eric, seguidos de Pinki, habían echado a correr.

Úter presentaba un semblante rebosante de orgullo y satisfacción. Alejado unos cuantos metros de la entrada de la escuela, charlaba afablemente con Aureolus Pathfinder. Estaba proporcionándole un informe detallado de la operación llevada a cabo, cuando el cielo se volvió de un blanco radiante. Era un brillo tan esplendoroso como cegador.

—¡Oh, es fantástico! —proclamó Aureolus Pathfinder, alzando la mirada.

—¿Qué es fantástico? ¿A qué te refieres? —inquirió Úter, que aún no se había percatado de lo que sucedía sobre sus cabezas. Miró en la dirección que señalaba el dedo índice del hechicero—. ¿Qué es eso?

—Si no me equivoco, es un espectáculo digno de contemplar… y, a la vez, tremendamente complicado de presenciar —afirmó el director de la escuela—. Se trata de la Ceremonia de la Liberación.

—¿La Ceremonia de la Liberación? —preguntó Úter, alzando la voz más de lo normal. Su transparente rostro estaba cobrando un extraño tinte de color verde. Se le notaba angustiado en exceso.

—¿Verdad que es una maravilla? —insistió Aureolus Pathfinder, ajeno a la reacción de Úter—. Presenciar la Ceremonia de Liberación de un fantasma es algo único. Hay mucha gente que pasa por esta vida sin lograr verla, y los aquí presentes tienen el privilegio de asistir a la Ceremonia de Liberación de toda una legión de fantasmas… Creo que es un justo premio para tanto sufrimiento soportado.

Úter parecía sumido en otro mundo. Hacía tiempo que había dejado de escuchar las palabras de Aureolus Pathfinder y buscaba un modo de retroceder en el tiempo o, cuando menos, pararlo.

—No puede ser, no puede ser…

Miraba a un lado y a otro, buscando un lugar donde poderse refugiar. Su angustia crecía por momentos.

—Parece que ya ha dado comienzo —anunció Aureolus Pathfinder.

Precisamente en ese instante uno de los fantasmas que había contribuido al derrocamiento del ejército de Tánatos se había elevado unos metros por encima de sus compañeros. Brillaba tan intensamente como una estrella, con más brío cuanto más ascendía. Subió y subió, hasta perderse en la refulgente bóveda celeste.

—¡No! —gritó Úter. Sus ojos habían presenciado la breve pero intensa liberación del primero de los fantasmas que le llevaría a alcanzar el descanso eterno. Desesperado, atravesó la marabunta de personas que se agolpaban en las afueras de la pirámide y se adentró en la pirámide—. Tengo… Debo… Encontrar… ¡Elliot!

Apenas había superado el vestíbulo de la escuela, cuando se topó con los muchachos y el loro.

—¡Elliot!

—¡Úter!

Se detuvieron en seco, y Elliot aprovechó para recuperar la respiración.

—¿Qué es todo ese resplandor? —preguntó Eric, oteando a espaldas del fantasma.

—Eso es… —Úter trató de tragar una saliva inexistente—. Eric, necesito hablar a solas con mi… Con Elliot.

Pero el muchacho no le hacía caso. Llamado por la curiosidad, se había desplazado unos metros en dirección a la entrada. Elliot hizo ademán de dirigirse hacia allá, pero Úter se lo impidió.

—Elliot, por favor, necesito hablar contigo… Es muy urgente. No me queda mucho tiempo.

Úter era consciente de que le quedaban pocos minutos. Tal vez sólo fuesen unos pocos segundos.

—Está bien, pero…

Elliot no comprendía a qué se refería Úter, pero le siguió hasta una estancia próxima. Las antorchas iluminaban hasta el más recóndito de los recovecos de aquella habitación. Aunque las pinturas a tamaño natural de las paredes parecían observarles con detenimiento, no había nadie allí. Estaban todos fuera presenciando un espectáculo único.

Úter tenía una expresión compungida, triste. Elliot notó que sus manos le temblaban ligeramente. Nunca había visto al fantasma así.

—Úter, ¿se puede saber qué…

—Elliot —dijo al fin el fantasma—, tengo que confesarte algo.

El muchacho escrutó impertérrito a su amigo. Si tenía algún problema o necesitaba ayuda de cualquier tipo, estaba dispuesto a hacer cuanto le pidiese.

—No quiero abandonar este mundo sin que sepas toda la verdad. Nunca, hasta ahora, he querido abordar este tema para protegerte. Espero que algún día lo comprendas.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Elliot, extrañado—. ¿Qué quieres decir con que vas a «abandonar este mundo»?

Úter sacudió la cabeza.

—Me refiero a que fuera de la escuela está teniendo lugar la Ceremonia de Liberación —aclaró Úter; sus palabras salían como un torrente—. Se trata de un momento muy especial en la existencia de un fantasma pues, por así decirlo, supone su desaparición. Significa que un fantasma ya ha desempeñado la tarea que tenía pendiente en este mundo y… queda liberado. Se ha ganado el descanso eterno y pasará al otro mundo. —Las últimas palabras le salían a trompicones—. Me temo que yo… yo…

—¿También vas a desaparecer?

Úter asintió. Elliot no sabía qué decir. ¿Significaba aquello que Úter le iba a decir adiós para siempre? No, aquello era imposible. No podía ser verdad.

—Elliot, llevo mucho tiempo esperando para decírtelo… Quizá no sea el momento más adecuado, pero no quiero irme sin haberte revelado la verdad sobre mí.

—¿Sobre ti?

La figura de Úter se difuminó y volvió a verse nítida segundos después. Pero aquélla no era la imagen de Úter. Aquellos ojos, la forma de la nariz, el pelo un tanto revuelto y encanecido, y su altura, mayor que la del Úter conocido. Elliot miraba la expresión de su boca y le sonaba vagamente familiar. El nuevo aspecto de Úter tenía un parecido extraordinario con… su padre.

—Elliot, soy tu tatarabuelo… Finías Tomclyde.

El muchacho se quedó petrificado. Al oír aquellas palabras, sintió cómo la sangre dejaba de correr por sus venas y el aire no alcanzaba sus pulmones. Las últimas palabras de Úter rebotaron sin parar en su cabeza, que parecía haberse quedado vacía, como si el cerebro se hubiese evaporado de pronto. Elliot ni siquiera se atrevía a levantar la vista, tratando de asumir la revelación de Úter… ¿Era en verdad su tatarabuelo? ¿Sería aquello posible?

De pronto, otras palabras se colaron en su cabeza y le causaron el mismo efecto que un bofetón. Úter (¿o debía llamarlo Finías?) también le había comunicado que estaba teniendo lugar un acto para liberar a los fantasmas y que él iba a desaparecer…

—Siento de verdad no habértelo dicho antes. Me arrepiento de ello, no te creas —confesó.

Un jovial murmullo volvió a inundar los corredores de la escuela, toda vez que los aprendices habían regresado a su interior. Se mostraban hambrientos y ansiosos por disfrutar de un espléndido banquete.

—Me temo que ha llegado mi hora —anunció el fantasma, resignado, ahogando un suspiro.

Elliot seguía sin saber cómo reaccionar. ¿Alegría? ¿Tristeza? ¿Rabia? No sabía qué sentir. Probablemente algo que se inclinaba más al dolor. Independientemente de que Úter fuese quien decía ser, Elliot lo consideraba un verdadero y fiel amigo. Sí, perderlo para siempre le causaba una profunda sensación de sufrimiento.

—¿Me acompañas? —preguntó Finías Tomclyde… Úter, que acababa de recobrar la fisonomía con la que Elliot le había conocido hasta entonces—. Merece la pena que presencies la Ceremonia de Liberación. Al parecer, es un bello espectáculo.

Sin mediar palabra, Elliot siguió al fantasma hasta el exterior de la pirámide. Allí no quedaba nadie, a excepción del director. Un inmóvil Aureolus Pathfinder contemplaba el ocaso de un día para enmarcar. El cielo había perdido su color brillante en detrimento de un precioso abanico de amarillos y naranjas.

—Veo que has vuelto —dijo el representante del Fuego, sin darse la vuelta. Parecía convencido de que Úter regresaría—. Y esos pasos delatan que traes compañía… Elliot, si no me equivoco.

Sólo entonces el director giró su cuerpo.

—¿Dónde está…? —Las palabras de Úter se ahogaron al ver la sonrisa del representante del Fuego.

—Querido amigo, no irías a pensar que la Ceremonia también te llevaría a ti, ¿verdad?

Úter frunció el entrecejo.

—Tus orígenes y naturaleza son bien diferentes de todos los demás, ¿recuerdas? —Aureolus Pathfinder miró de reojo a Elliot y sonrió—. Bien, creo que deberías tener unas largas palabras con este muchacho —dijo entonces—. Además, se me ha abierto el apetito. Hoy tendremos menú especial.

El fantasma y Elliot permanecieron callados mientras la túnica roja del director era engullida por la pirámide.

—Aureolus tiene razón, hay muchas cosas que deberías saber —dijo Úter para romper aquel incómodo silencio—. Anda, siéntate.

Pero Elliot no tenía ganas de sentarse. Aún se encontraba bajo los efectos de la revelación de Úter. ¿Acaso le había dicho la verdad? Después de ver la actitud del director de la escuela, se podía decir que sí…

—Bien, sinceramente no sé por dónde empezar. Supongo que lo más sensato será hacerlo por el principio —dijo el fantasma, colocándose frente al desconcertado muchacho—. Hace muchos, muchos años que vine al mundo. En eso no te he engañado nunca… Corría el año mil ochocientos setenta y cuatro cuando nací en una humilde casa, en Hiddenwood. Qué hermosa ciudad era por aquel entonces, aunque no menos que ahora —rememoró, captando el interés de Elliot—. Pensé que nunca sucedería, pero a mis veinte años mostré los primeros síntomas elementales. Aquello causó un gran regocijo en mis padres.

—¿Cómo ocurrió? —Eran las primeras palabras de Elliot desde que Finías revelase su verdadera identidad. Aún recordaba aquel día cuando, de alguna manera, él dejó atrapado a Gorkky Tusslery en la nieve.

—Precisamente fue con la disciplina en la que he destacado durante toda mi vida… y después de ella: el ilusionismo. Lo recuerdo como si fuese ayer mismo —rememoró Finías—. Yo vivía en una casa como la tuya, de dos plantas y rodeada por un florido jardín. Cuando llegué aquella tarde, mis padres habían salido. Era verano, hacía un tiempo estupendo y no sabía qué hacer para matar el aburrimiento, cuando llegó mi amigo Xiki.

—Qué nombre más extraño —interrumpió Elliot.

—Era un duende —repuso el fantasma con una rápida sonrisa, retomando la historia—. Él tampoco sabía qué hacer, de manera que tuvo una feliz idea: untarnos los pies de polvo mágico y ver quién era capaz de superar nuestra casa de un salto.

Elliot hizo una mueca de asombro.

—Ciertamente, él manejaba los polvitos a la perfección y superó la prueba a la primera…

—¿Y tú?

—Me quedé a medio camino —confesó Finías—. De hecho, atravesé limpiamente el techo irrumpiendo en la habitación de mis padres.

—Que no estaban en casa en ese momento.

—Cierto. El muy canalla de Xiki se marchó, aludiendo que yo había perdido el desafío (Elliot comenzó a comprender el origen de la especial manía que Úter sentía hacia los duendes). Afortunadamente, me dio tiempo a limpiarlo todo antes de que llegaran mis padres. Pero el agujero del techo… ¡Había perforado el brezo que lo cubría y no había manera de repararlo! Cuando oí el chasquido de la puerta, miré la techumbre desesperado y pensé en el error que había cometido. «Ojalá no hubiese sucedido esto. Ojalá el techo no hubiese cedido», pensaba. Y, para mi sorpresa, el orificio desapareció.

—¿En serio?

—Sólo hasta que se desató la tormenta aquella noche —confesó Finías.

—¿Y qué hicieron tus padres?

—La lluvia torrencial le cayó a mi padre encima mientras dormía. Al principio no se lo tomó muy bien… Pero pronto recapacitó y se dio cuenta de que había sido capaz de realizar una ilusión bastante consistente. Iba encaminado a un elemental de la Tierra, como mi padre, mi abuelo… Y eso le emocionó, aunque luego tuve que reparar el tejado yo sólito.

Finías Tomclyde le contó a Elliot su historia como estudiante de la escuela de Hiddenwood, que comenzó aquel mismo año. A diferencia del muchacho, él sólo logró que la Vara floreciese en las pruebas elementales. Sus cuatro años de aprendizaje los pasó en aquella escuela pues, por aquel entonces, no existían los intercambios. «Eso son invenciones modernas», comentó sin ocultar cierta envidia. Al terminar su etapa de aprendizaje, se especializó en su disciplina favorita.

—Puesto que yo era mayor que todos los demás, en mis ratos libres me dedicaba a divertir a los más jóvenes. Tras terminar la escuela, en mis pequeñas actuaciones adopté el nombre de Úter Slipherall. Tenía «gancho» —sonrió—. No obstante, mis buenas dotes para el engaño y la ilusión motivaron que el Consejo de los Elementales me convocase en el Claustro Magno —reveló, aún deleitándose—. Aquel Consejo estaba compuesto por Romina Hierbabuena, Selena Dunes, Bonifacius Sandwip (al cual ya has tenido la oportunidad de conocer) y Rigelus Gardelegen, padre de Magnus.

—¿Tuvo Tánatos algo que ver con aquella llamada del Consejo? —preguntó Elliot, adelantándose al fantasma.

Finías asintió.

—Ciertamente. Como bien habrás deducido, ésta es la parte de mí que mejor conoces.

Finías Tomclyde volvió a describirle cómo el mundo iba transformándose lentamente según la voluntad de Tánatos, y cómo los elementales y las criaturas cedían ante sus engaños.

—Por eso me citaron ante el Consejo. Querían encargarme una misión difícil y muy arriesgada, en la que tenía poco o nada que ganar y mucho que perder. Debía infiltrarme en las filas de Tánatos y ascender tantos peldaños en el escalafón como me fuesen posibles.

El fantasma le explicó cómo se valió de numerosas ilusiones para hacer creer al poderoso hechicero de las sombras que cumplía con sus cometidos. Así fue cómo llegó a ser su mano derecha. Tuvo que soportar muchas críticas, insultos y sublevaciones de ambos bandos, que le dificultaron enormemente la labor. Sin embargo, habiéndose granjeado la confianza de Tánatos, urdió un complejo plan que terminó por salir adelante.

—Aún hoy me sorprendo por cómo salieron las cosas…

Después, llegó la parte más dura de la narración. Coincidía con la pérdida de sus poderes tras tocar la Flor de la Armonía. Temiendo que el cristal de Traphax dañase la Laptiterus Armoniattus, Finías se la arrebató a Tánatos con tal brío que dañó la cobertura que la protegía. Había permanecido tanto tiempo junto a Tánatos, que nadie le había avisado de los efectos que tenía tocar la Flor.

—Hasta aquel instante, había mucho secretismo en todo lo referente a la Flor de la Armonía —explicó—. Fue a raíz de aquel acontecimiento cuando empezaron a enseñarse en la escuela los verdaderos poderes que tenía y cómo podía afectar al equilibrio del mundo.

—Si habías perdido tus poderes, ¿cómo llegaste a ser un fantasma? —preguntó Elliot intrigado.

—Eso viene un poco más adelante —le informó Finías, retomando el cauce de su historia—. Los días siguientes a la pérdida de mi condición de elemental fueron los peores de toda mi vida. Lo pasé tan mal pensando precisamente en mis descendientes —extendió sus manos señalando a Elliot, como prueba de lo que decía—, que decidí abandonar Hiddenwood y todo lo relacionado con el mundo elemental. No podía soportar la idea de que os sintieseis diferentes… inferiores.

»Por eso me fui a vivir a Quebec, a vivir como lo que era, un humano más. Allí pude iniciar una nueva vida gracias a las piedras preciosas que me entregó Bonifacius Sandwip como pago por mi trabajo realizado. Me casé y tuve un hijo: Mathias Tomclyde, tu bisabuelo. Creo que nunca llegó a saber nada del mundo elemental. Eso sí, salvaguardó perfectamente la mitad del medallón que me había entregado Rigelus Gardelegen, que más adelante llegó a manos de mi nieto (tu abuelo) y, finalmente, a Mark.

—Aún no me has dicho cómo pudiste convertirte en fantasma si…

—Ya voy, ya voy —gruñó el viejo Finías, que pensaba que su historia era lo suficientemente importante como para no ser interrumpida de nuevo—. Aquello sucedió poco después de nacer tu abuelo, Robert. Yo vivía solo (mi mujer había fallecido hacía unos años) y mi salud se encontraba un poco debilitada. Sentí la necesidad de volver a ver los bosques de Hiddenwood una vez más en mi vida, antes de abandonar este mundo definitivamente.

—¿Y te fuiste sin más?

Finías frunció el ceño.

—No pretenderás darme lecciones, ¿verdad? —protestó una vez más. De pronto, Elliot tuvo la impresión de que se había convertido en un abuelo cascarrabias—. Mathias estaba muy bien posicionado, pero no le abandoné sin más. Le entregué el medallón, por supuesto, pero no le dije mi destino porque tenía pensado volver…

—Pero no fue así.

—No. —Finías sacudió la cabeza—. Me quedé en Hiddenwood. Era el ocaso de mi vida y volver a ver aquellos bosques me ilusionó de tal manera que decidí quedarme. Eso sí, lo hice como un ermitaño, bien apartado de los demás, en una…

—Cabaña de madera que no llamase en exceso la atención —completó Elliot, aunque esta vez Finías esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Era exactamente lo que iba a decir.

—Poco antes de morir, recibí una visita inesperada: el Oráculo. Precisamente suya fue la idea de no renunciar de un modo absoluto a este mundo —dijo—. Si bien es cierto que no disponía de poderes, sí hubo una época en la que fui elemental. Por lo tanto, podía llegar a ser fantasma… si así lo deseaba. Ya sabes que los humanos corrientes no pueden serlo.

Finías no le reveló cómo se acometía el paso de ser vivo a fantasma —ni pareció dispuesto a hacerlo más adelante—. Simplemente empezó a contarle cuan aburrida se convirtió su vida a partir de aquel instante.

—Los días parecían no transcurrir, y no te cuento ya los años… —suspiró—. En numerosas ocasiones me pregunté por qué lo había hecho. Por qué había tenido que convertirme en fantasma. La respuesta se encontraba en las palabras del Oráculo, que me martilleaban la cabeza sin cesar: «La Madre Naturaleza es sabia y tú tienes una tarea pendiente».

»Pasaron los años. Muy de vez en cuando, recibía la esporádica visita de alguno de los miembros del Consejo. Por su puesto, ellos estaban al tanto de mi existencia, y me rendían alguna visita de cortesía. Especial ilusión me hizo la primera aparición de Magnus Gardelegen —aclaró—. No obstante, hará poco menos de tres años, recibí una visita completamente inesperada. Alguien que no había visto en mi vida.

—Gifu… —sospechó Elliot.

—¡No! Ese entrometido duende apareció más adelante —dijo, poniéndose de brazos cruzados—. No. Fue el maestro de Naturaleza… Goryn.

—¿Te visitó Goryn? —preguntó Elliot, visiblemente extrañado—. ¿También él…?

—Sí, Goryn lo sabe —reconoció el fantasma—. Siempre ha sido un hombre de la máxima confianza del Consejo. Gran persona, este Goryn. Sí, doy fe de ello…

Se estaba haciendo de noche por momentos, pero aquello no tenía importancia alguna. Tampoco Elliot sentía nostalgia por las exquisiteces que se habrían servido en el comedor. La comida había pasado a un segundo plano, pues no tenía apetito. Prefería seguir hablando.

Elliot recordaba como si fuese ayer el día en que había cruzado sus primeras palabras con el que a la postre sería su maestro de Naturaleza.

Volvió a visualizar en su mente la cara que puso cuando pronunció su apellido. Sí, aquello fue el detonante de todo. El tuvo que presentarse ante el Consejo de los Elementales, que inició una investigación. Úter, ahora Finías Tomclyde, había participado activamente en aquellas pesquisas. Todo parecía encajar…

—¿Y Gifu? No termino de hacerle hueco en esta historia —comentó Elliot.

—El duende… —Finías Tomclyde soltó una estridente carcajada. Había algo que estaba pensando que le hacía mucha gracia—. No fue más que un señuelo —dijo, como si fuese una fría venganza—. Al enterarme de que parecías haber recuperado los poderes de la familia, quise conocerte inmediatamente. Para mi desgracia, no podía llamar la atención entre los habitantes de Hiddenwood, de manera que tuve que urdir un plan para que vinieras a mí…

—No comprendo.

—Es muy sencillo. Que los duendes son unos curiosos y unos metomentodos es de conocimiento general. Y sabes bien que Goryn y el duende son buenos amigos —dijo el fantasma—. Goryn lo tuvo muy fácil. Simplemente tuvo que incitar a Gifu para que merodease por esta zona con la excusa de que viese unas plantas «extrañísimas» que nunca llegó a encontrar.

—Pero se topó con tu casa…

—Eso es. Todavía le recuerdo huyendo despavorido. ¡Qué gallina!

Finías rió a carcajadas y Elliot no pudo evitar contagiarse.

—Le arrebaté su saquito y no tuvo más remedio que volver —prosiguió Finías—. Para entonces, Goryn ya se había encargado de presentaros y de que hicieseis buenas migas.

—Entonces él no sabe nada sobre tu verdadera identidad.

—Nada de nada.

—¿Alguien más lo sabe? —siguió indagando Elliot.

—Además de Goryn y los miembros del Consejo, Bonifacius Sandwip, claro está. Por eso, cuando le hablaste de Úter Slipherall se acordó de mí. Me hacía llamar así en su época, ¿recuerdas? —Elliot asintió—. Creo que nadie más…

—¿Y Wendolin?

El fantasma meneó la cabeza.

—No lo creo. Nunca llegué a pisar el Claustro Magno. Eran los miembros del Consejo los que me visitaban a mí… Discreción ante todo.

—Comprendo.

—Sin embargo, dos veces estuve a punto de ser descubierto. La primera de ellas en Nucleum. No sé cómo lo hizo Tánatos, pero me reconoció de lejos…

Elliot recordó el momento en el que practicó la ilusión para arrebatarle al hechicero de las tinieblas la Flor de la Armonía. ¿Se refería Finías a aquel instante?

—La segunda —prosiguió—, fue al toparnos con aquella ninfa…

—¿Nancy?

—Sí, ella —asintió Finías, haciendo un chasquido con la lengua—. Estuvo a punto de decir mi verdadero nombre en alto. Menos mal…

—Pero entonces, no has vivido seiscientos años —dedujo Elliot con acierto.

—Evidentemente —reconoció el fantasma—. Aquella mentira era necesaria. Lo siento…

—Pero ¿cómo sabías tanto sobre los Triángulos y tantas otras cosas?

—Bueno… Más de un siglo de existencia da mucho de sí, ¿sabes?

Entonces, a Elliot le vino una idea a su cabeza.

—Lo que ha acontecido durante el día de hoy… Esos fantasmas… ¿Tienen algo que ver con el Limbo de los Perdidos?

—Tienen todo que ver —afirmó Finías, guiñándole un ojo.

—¡Es fantástico! —exclamó Elliot, que de pronto sintió un vacío enorme en el estómago. Por primera vez en su vida como aprendiz elemental había obtenido respuestas. Respuestas de las de verdad. ¿Cómo reaccionaría su padre cuando conociese la verdad? ¡Finías Tomclyde era su bisabuelo! ¡El primer Tomclyde que recibió aquel medallón de oro que guardaba tan celosamente en casa!

Y, de pronto, un nuevo pensamiento asaltó su mente. Eran las palabras que la ondina Caritina pronunciase un año atrás.

«Oscuro es el futuro en ti —recordó—. Las nieblas del futuro no se disipan fácilmente… El blanco se tornará negro y lo que parece ser dejará de serlo. ¡Una calavera! ¡Dos! ¡TRES! Muchos enemigos vas a tener… Los Tomclyde volverán a juntarse y la comunidad mágica por fin respirará tranquila. Todo eso pronto sucederá. ¡Muy pronto!»

No se podía decir que no hubiese acertado. Recordó a Emery Graveyard, las momias, Tánatos… Había tenido y seguiría teniendo enemigos, sin duda. Los Tomclyde se iban a juntar, eso sí que era todo un acierto. Y la comunidad elemental respiraba tranquila… por el momento.