19-LA BATALLA DE LOS MUERTOS

Aquella noche, el cielo lucía salpicado de estrellas que titilaban temerosas ante el conflicto que se avecinaba en la capital del Fuego. Apenas a una veintena de kilómetros de la ciudad, se encontraba la hueste que contaba con, al menos, un millar de momias en un asentamiento frío y oscuro entre las dunas del desierto. Se trataba del ejército más esperpéntico y aterrador que uno pudiera imaginarse.

El lugar en el que habían decidido apostarse antes de acometer los últimos kilómetros que les quedaban hasta Blazeditch se escondía entre altas montañas de arena que las resguardaban del fresco aire nocturno.

No había tiendas de campaña ni crepitantes hogueras, como en las campiñas normales. Todo lo que podía encontrarse entre sus harapientos cuerpos era un extraño gas fosforescente de color verde que no hacía sino acentuar el tenebroso aspecto de las criaturas.

El silencio era constantemente interrumpido por los incómodos silbidos del viento, pero a las momias no parecía perturbarles. Estaban allí, de pie, sin mover un solo músculo o lo que fuese que ocultaban bajo sus mugrientos vendajes. No gruñían, no gemían. Simplemente, aguardaban como estatuas a que el gas verde reiniciase la marcha para encaminarlas a su objetivo.

Debían de llevar al menos un par de horas en aquel refugio, pues la arena, espoleada por el viento, les había cubierto los pies sin piedad. Como si hubiesen echado raíces, lograron mantenerse en pie cuando el rayo de luz roja rasgó la oscuridad. Aquel haz de luz recortó una silueta humana en lo más alto de las colinas que las salvaguardaban. Pertenecía al mundo de los vivos. Percibieron al instante que aquel ser suponía una amenaza pero, como el gas verdoso permaneció inmóvil, las momias siguieron ancladas al suelo.

—¡Criaturas del abismo! —exclamó con voz potente el recién aparecido—. El Consejo de los Elementales está al corriente de vuestras intenciones y no va a tolerar ni un ápice de desequilibrio en el mundo. Tánatos está muy equivocado si cree que sois invencibles pues, en este mundo, cada polo tiene su opuesto. El negro se funde con el blanco, y la oscuridad se bate con la luz. No habréis de lograr vuestro objetivo con la facilidad que espera vuestro señor. No. Aún estáis a tiempo de echaros atrás y no sufrir el peso de la magia elemental.

Las momias contemplaban, mudas e impertérritas, cómo aquel escuálido humano osaba amenazarlas.

—Asimismo —prosiguió—, transmitidle a vuestro señor que las fuerzas elementales cuentan con un nuevo representante del Fuego dentro del Consejo. Aureolus Pathfinder ha hablado.

Casi al mismo tiempo que la figura del hechicero se perdía en la oscuridad, el ente gaseoso desapareció bajo las arenas del desierto. Aquel gas transmitiría el mensaje a Tánatos, mientras que el regimiento de momias no se movería de aquel lugar hasta su regreso.

Nadie, ni en Blazeditch, ni mucho menos en la escuela, se enteró del encuentro que tuvo aquella noche Aureolus Pathfinder con el ejército de Tánatos. Todo permaneció en el más absoluto secreto del Consejo de los Elementales.

Ni siquiera Elliot y Eric, que a aquellas horas dormían plácidamente, tuvieron noticias al respecto. Sin embargo, no tardaron en sospechar algo.

—¿Cómo crees que conseguirá Aureolus Pathfinder detener el avance de las momias? —preguntó Eric durante los desayunos de los tres días siguientes.

Elliot únicamente respondía con conjeturas.

—Tengo la sensación de que algo ha hecho, pues no tenemos constancia de que Blazeditch haya sido atacada.

No faltaba razón en las palabras del muchacho. Los habitantes de Blazeditch habían permanecido encerrados en sus hogares por recomendación del mismo Aureolus Pathfinder, quien se dio a conocer la mañana del miércoles. La gran mayoría suspiró aliviada ante el retorno del antiguo líder del Fuego, pero fue algo efímero. Ahora llevaban tres días encerrados en sus hogares y nada había sucedido. Conservaban escasos víveres y el miedo crecía a cada segundo que pasaba. ¿Qué ocurriría si se les acababa la poca comida con que contaban? ¿Qué harían cuando llegaran las momias? ¿No era mejor huir?

Aureolus Pathfinder les había garantizado que la ayuda estaba en camino y les había prometido que llegaría antes del domingo.

El sábado por la mañana, ante la ausencia de acontecimientos belicosos, varios aprendices se mostraron dispuestos a salir de la escuela. El señor Humpow, primero, y el propio director, después, frenaron un disparate de tal calibre. Su decisión fue todo un acierto pues, pocas horas más tarde, cuando el sol se encontraba en su punto más álgido, las momias comenzaron su asedio a la capital del Fuego.

Durante los días anteriores, el representante del Fuego, ayudado por sus compañeros del Consejo, había practicado numerosos hechizos de indestructibilidad en las débiles edificaciones de adobe. No lograrían transformar el barro en irrompible pero, por lo menos, ayudarían a frenar las primeras acometidas.

Al mediodía de aquel día, familias enteras sintieron, aterradas, cómo los cimientos de sus casas temblaban ante las brutales embestidas de las momias. Percibían cómo las puertas, las contraventanas y los muros eran aporreados por puños tan vigorosos como el mazo del dios nórdico Thor. ¿Cuánto aguantarían las paredes? ¿Un día? ¿Unas horas? ¿Llegaría la ayuda prometida a tiempo?

Las criaturas tenebrosas pronto comprobaron que su fuerza era inútil para acabar con aquellos encalados muros y decidieron cambiar de objetivo. No tuvieron piedad con los bazares ni con las edificaciones que habían sido abandonadas a su suerte. A decir verdad, hacía tiempo que los mercados habían dejado de funcionar por deficiencias en el abastecimiento, por lo que nadie se había preocupado de protegerlos mágicamente.

No importaba el desplazamiento que hubiesen realizado durante aquel día ni el sofocante calor que asolaba el ambiente; las momias no necesitaban descanso. La ofensiva prosiguió durante la noche, en la que los habitantes de Blazeditch vivieron los momentos más angustiosos.

Las momias eran criaturas del abismo, de las tinieblas y, además de emplear su fuerza, se valían del miedo que generaba su presencia en la oscuridad. A medida que su impotencia se hacía patente, comenzaron a golpear las viviendas con desesperada virulencia. Parecían temer un castigo o represalia alguna por parte de Tánatos si no lograban acabar con la ciudad.

La madrugada del domingo, casi cinco días después de que Úter marchase en busca de ayuda, los hechizos protectores comenzaron a flojear y las casas comenzaron a mostrar claros síntomas de debilidad. Las grietas aparecieron por doquier y las piedras se empezaron a desprender como si fueran de cartón. Antes de que una casa se viniese abajo, sus ocupantes la abandonaban y corrían tan rápido como sus piernas se lo permitían. Algunos se refugiaban en las casas vecinas, pero la gran mayoría acudió al amparo de la escuela. Separada de la capital y por su envergadura, la pirámide ofrecía mayores garantías en lo que a seguridad se refería.

Así fue cómo la escuela de Blazeditch se transformó en refugio durante unas horas. A pesar de que llegaban familias de elementales a borbotones, la capacidad de la pirámide para acogerlos a todos asombró a propios y extraños. Los aprendices, haciendo caso omiso del peligro que les acechaba, lo pasaban en grande entre el tumulto. El señor Humpow y los maestros sudaban la gota gorda tratando de buscar acomodo para tanta gente. Nadie dudaba de la amplitud de la edificación, pero ¿serían capaces de recordar dónde habían hospedado a todos los refugiados entre tanta galería? El señor Humpow seguía sacando estancias de los corredores igual que un vulgar mago haría aparecer conejos de su chistera.

Elliot y Eric, aprovechando el desconcierto de la mañana, subieron al aula de Astronomía. Desde allí contemplaron el paisaje desalentador que ofrecía Blazeditch en aquellos instantes. Las momias parecían una plaga de langostas arrasando un inmenso campo de cultivo, había gente huyendo desesperadamente de sus destruidos hogares, nubes de arena aquí y allí…

—Sin duda Tánatos sabe lo que hace —apuntó Eric, cuyas ojeras reflejaban la mala noche que había pasado.

—El caos —puntualizó Elliot, que no tenía mucho mejor aspecto.

El asfixiante silencio se veía interrumpido por los gritos del correcalles que tenía lugar lejos de allí.

—¿Crees que Úter llegará a tiempo? —preguntó Eric al cabo—. ¿Qué clase de ayuda aportará?

—Sinceramente, no lo sé —respondió Elliot—. Sin embargo, me preocupa otra cosa.

Eric era todo oídos.

—Sea lo que sea lo que traiga (hombres, varas mágicas o cualquier otra cosa), ¿acabará con las momias definitivamente?

—Por lo que me comentaste, estaban convencidos…

—No me he expresado bien —le interrumpió Elliot al oír las palabras de su amigo—. ¿Es ésta la totalidad del ejército de Tánatos o hay más? —Hizo una pausa sin llegar a contestar su propia pregunta—. Pero, más importante aún es averiguar de dónde ha salido este ejército. Porque, ¿qué sucederá si sigue levantando momias constantemente?

Eric se rascó la cabeza.

—Creo que la respuesta la encontraste antes de vacaciones —insinuó el aprendiz.

—¿En la pirámide subterránea? —Elliot negó con la cabeza—. Si esa horda de momias hubiese estado cobijada allí durante un siglo, Tánatos las habría utilizado nada más escaparse de Nucleum, ¿no crees?

Eric lo miró pensativo.

—A lo mejor no tenía acceso a la pirámide. Salió un poco debilitado de la prisión mágica… —aventuró el muchacho, con poco convencimiento.

—Sabes que no —afirmó Elliot, con tenacidad—. Yo creo que, de alguna manera, las ha creado.

—¿A qué te refieres?

—Pienso que las ha creado —repitió Elliot con insistencia—. Despertado, resucitado, llámalo como quieras. Lleva tiempo preparándolo.

—¿Estás seguro de lo que dices? ¿Cómo has llegado a esa conclusión?

En cuanto vio la mirada de Elliot, se dio cuenta de que tenía la respuesta… y él también. Lo sabían. Surgió en su mente como una revelación, igual que la luz penetraría en los ojos de un ciego. ¡Cómo no se habían dado cuenta antes! Lo habían tenido ahí, desde el principio. Elliot había hablado de creación. Despertar. Resurrección. ¿No lo habían vivido de cerca? ¿No lo habían presenciado con sus ojos? En aquel momento, lejos ya en el tiempo, se encontraban ofuscados por el lugar, atenazados por el miedo y la tensión, sobrecargados de adrenalina. Más adelante, dejaron de hablarse y, simplemente, se olvidaron de ello. Pero ahora aquel recuerdo había vuelto a invadir sus mentes, golpeándolos con fuerza.

—¡El Reino Trenti! —exclamaron al unísono, dejando escapar la respuesta.

Aquello lo explicaba todo. Los trentis habían creado aquella solución gaseosa de color verde que tenía el poder de levantar a una criatura fallecida. El hecho de estar en contacto con los aspiretes era un claro síntoma de que se encontraban en el mismo bando que Tánatos. No había ninguna duda.

—Pero ¿por qué escogió Tánatos a los trentis? —preguntó Eric, igual que hiciera Gifu tiempo atrás.

—Apostaría lo que fuese a que aquellas setas tenían mucho que ver —dijo Elliot—. Probablemente son el ingrediente estrella de la famosa poción. No había más que ver el lugar en el que se asentaba el Reino Trenti. Seguro que aquel espécimen de seta únicamente crecía allí y Tánatos no tenía más remedio que pactar.

—Podía haberlos aplastado sin más…

—Cierto —ratificó Elliot—. Pero si por librarles del mal del agua obtenía lo que quería, se ganaría un nuevo aliado. ¡No le costaba nada!

Eric se pellizcó el labio. Se le acababa de ocurrir algo.

—Pero si el origen del mal no está aquí… —comenzó a decir—. Quiero decir, si los trentis siguen fabricando esa poción, ¡podrían seguir resucitando momias eternamente!

—Sí y no. Recuerda que Aureolus Pathfinder nos dijo que ningún tipo de magia podía devolver la vida a un muerto.

—¿Quieres decir que las momias…?

—Son criaturas muertas. Simplemente, han sido levantadas. ¡Por eso son invencibles! No necesitan comer, no necesitan dormir, no se cansan… ¡Son el ejército perfecto!

—Me pregunto qué se traerá Úter entre manos —musitó Eric, arrugando la frente.

—Yo también. Pero estás en lo cierto en que de poco o nada servirá si los trentis siguen fabricando esa poción. Como bien has dicho, «podrían seguir resucitando momias eternamente». Aunque yo diría que podrían seguir despertándolas. Vamos, tenemos que hacer algo para evitarlo.

—¿Adonde?

—¡Al Reino Trenti, por supuesto! —exclamó Elliot.

—¿Estás mal de la cabeza? —preguntó Eric, mirando a su amigo como a un desconocido—. ¿Los dos solos?

—Creo que Gifu se apuntaría. Y seguro que Merak también…

—¿Ya está? ¿Pretendes que nos enfrentemos nosotros cuatro a esos arbustos con patas?

—¿Tienes miedo? —le espetó Elliot, guiñándole un ojo.

Precisamente en aquel instante, un cuerno resonó en el ambiente. Al principio pensaron que había salido del interior de la pirámide, pero después lo pusieron en duda.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Eric.

—No lo sé, pero será mejor que nos demos prisa.

Sin pensárselo dos veces, Elliot abandonó el aula de Astronomía seguido de Eric. Primero bajarían a Refugio de Mascotas en busca de Pinki (quién sabe la ayuda que podría brindarles) y después, aprovechándose del desconcierto reinante, se dirigirían al espejo de la escuela que los trasladaría a Hiddenwood.

Los dos muchachos no fueron los únicos que oyeron el grave tronar de aquel cuerno. Maestros, aprendices y refugiados se quedaron quietos como figuras de cera en el interior de la pirámide. ¿Qué había sido aquello? ¿De dónde había procedido aquel extraño ruido? Desde luego, del interior de la edificación no… ¿Sería el verdadero ejército de Tánatos? ¿Acaso las momias eran sólo una avanzadilla? ¿Habían llegado los refuerzos prometidos por Aureolus Pathfinder? ¿Sería ese cuerno un aviso de su salvación o de su perdición?

Los habitantes de Blazeditch que resistían en sus casas también oyeron aquel estremecedor sonido. Al asaltarles las mismas dudas que a la gente de la pirámide, su piel se erizó. Tenían miedo. No obstante, tan pronto oyeron el cuerno, como si aquello fuese un aviso, las momias cesaron de golpear las casas. No hubo más aporreamientos ni embestidas, no se oyeron gruñidos ni gemidos. Todo lo contrario. Un silencio, tan escalofriante como inquietante, invadió las callejuelas de Blazeditch.

Muchos fueron los que dirigieron su mirada al horizonte, más allá de las dunas, pues estaban seguros de que lo que sus oídos habían percibido era real. Sin embargo, sus miradas se perdieron en el deslumbrante brillo del sol. A más de un centenar de metros, la vista comenzaba a engañarles con sus espejismos y nadie podía estar seguro de lo que veía.

Pese a todos los esfuerzos que hubiesen realizado, ninguna persona —elemental o humana— hubiese podido distinguir lo que acontecía a medio kilómetro de Blazeditch. Allí, sobre las ardientes dunas, se alzaba una figura que se difuminaba con el aspecto cobrizo del paisaje. Su silueta translúcida se confundía con la arena y ni siquiera dejaba su sombra reflejada en el suelo. El camuflaje del fantasma era perfecto. Úter Slipherall había llegado.

Su impoluta túnica ondeaba al viento, apenas irradiando el tímido color verde del elemento Tierra. De su rostro emanaban la firmeza y la seguridad de un general —el tenso bigote confirmaba esta actitud—. La mirada, perdida en el horizonte, analizaba la situación. Sus penetrantes ojos gris perla apreciaron el caos que se cernía sobre la que antaño fuera la hermosa y blanca capital del Fuego. El humo negro de los incendios provocados por las momias en las edificaciones destruidas se elevaba en forma de columnas, clavadas como puñales, que el viento trataba de ocultar con sus constantes soplos. Más allá, aún intacta, se alzaba la imponente pirámide de Blazeditch. El mármol nacarado reflejaba los rayos del sol, provocando unos espectaculares destellos que se podían divisar a kilómetros y kilómetros de distancia. Era como si la propia edificación, ante la amenaza que se cernía, pidiese a gritos la ayuda de todos los pueblos elementales que hubiese en los alrededores. Un auxilio que no podría llegar jamás, porque las momias habían arrasado aquellos pueblos vecinos antes de asaltar la capital.

Imperturbable ante el dantesco espectáculo que estaba presenciando, Úter Slipherall alzó su mano izquierda. Casi al instante, un fantasmal instrumento similar a un cuerno anunció la presencia de su ejército a los cuatro vientos.

A espaldas de Úter, tan invisible como él, se desplegaba un espectral regimiento que sólo podía competir en terror y esperpento con la horda de momias de Tánatos. Ninguna persona sería capaz de contemplar aquella hueste sin transmitir sentimiento alguno. Era imposible no sentir un escalofrío, un erizamiento de cabello o ganas de vomitar al contemplar aquel batallón de muerte.

Hubiese sido imposible contarlos sin perderse en el intento, pero nadie habría puesto en duda que equipararían fuerzas con las criaturas de Tánatos. Eran fantasmas de estatura normal, cuyos rostros reflejaban el sufrimiento vivido a lo largo de los siglos. Mostraban al mundo sin remilgos sus desfigurados rostros y sus arrugados pellejos que a duras penas podían ocultar que estaban en los huesos. A pesar de aquel desamparado aspecto, de su mirada fría, casi gélida, no parecían irradiar maldad alguna. Únicamente transmitían deseo de poder descansar en paz.

Cuando el cuerno, vacío de aire y forma, dejó de resonar en el ambiente, Úter dio los primeros pasos descendiendo por la duna. Los demás fantasmas lo siguieron sin titubear.

La marcha de aquel ejército fue muy lenta, como si cada paso que dieran costase una vida entera. Era una marcha fúnebre, silenciosa pero decidida. No se sucedían pasos pesados ni gritos de ánimo, sino más bien gemidos y lamentos. No había armas ansiosas por ser desenfundadas ni escudos con los que protegerse, porque no había carne que rasgar ni sangre para derramar. El ejército fantasmal devoró los primeros metros sin hacer ruido, sin dejar rastro alguno.

Las calles de Blazeditch permanecieron mudas desde el momento en que el triste canto del cuerno llegó a la ciudad. Los que aún resistían en sus hogares, contuvieron su respiración hasta quedarse azules. La incertidumbre de lo que pasaba en el exterior, unido a aquel angustioso silencio, puso los pelos de punta a más de uno.

Las momias, que habían abandonado sus tareas destructivas, se reagruparon al percibir el funesto sonar de aquel cuerno. No podían ver el ejército de fantasmas que se aproximaba a la ciudad, pero percibían su presencia. Sabían que había algo o alguien que no desprendía miedo, que no sudaba terror, y que estaba dispuesto a plantarles cara costara lo que costase.

Los segundos se transformaron en minutos, y los minutos en horas. Era tal la tensión que invadió el ambiente, que el tiempo se detuvo igual que se para cuando llega la muerte. Nubes del color del carbón surgieron de la nada y ocultaron el sol, sumiendo a la ciudad en una penumbra que rozaba la oscuridad total. Blazeditch se puso de luto para acoger la que no tardó en denominarse La Batalla de los Muertos.

La horda de momias salió a las afueras de la ciudad, dispuesta a recibir al enemigo que fuese, y no con los brazos abiertos precisamente. Su valentía, amparada en su tamaño y el temor que infundían en sus presas, se vio fracturada en mil pedazos cuando vieron venir de frente a su adversario. Las vendas cubrieron sus bocas como mordazas, ahogando gritos de desesperación.

Justo en aquel instante, un trueno dio inicio al siniestro combate.

Su rival era más pequeño en tamaño, sí, pero incorpóreo. No había brazos que retorcer, ni huesos que fracturar. Más aún, los fantasmas dirigidos por Úter se movían a tal velocidad que aparecían y desaparecían igual que los rayos de la tormenta, dejando en evidencia la pasividad y la torpeza en los movimientos de las momias.

Bajo un tremendo aguacero, no tardaron en aparecer las primeras bajas, siempre en el mismo bando. Todo sucedía con una rapidez pasmosa. De pronto, uno veía un fantasma y una momia, desafiándose frente a frente. Segundos después, las vendas se desplomaban, desprovistas de toda consistencia. Era como si su interior se transformase en polvo, pues poco más que eso quedaba de ellas tras enfrentarse a los fantasmas. Lo que sí se podía apreciar, si uno tenía la suficiente agudeza visual, era el tímido humo de color verde que se perdía en la nada cuando las vendas golpeaban el suelo, como si fuese el último aliento de la criatura maligna.

Sin saber cómo acometer al enemigo, las momias fueron cayendo de una en una, de diez en diez… hasta quedar reducidas a una informe masa de vendas y polvo sobre el fango que se había formado bajo sus pies. Lo que prometía ser una cruzada desigual, se confirmó, pero para el bando menos esperado. El ocaso de la tormenta trajo consigo el final de la batalla. Los rayos de sol se abrieron paso entre las nubes y, sin gran esfuerzo, comenzaron a desplazarlas hasta que se perdieron en la inmensidad del cielo. Los segundos volvieron a transcurrir y el tiempo se reactivó, haciendo que la vida volviese a la normalidad.

Lejos de allí, en las inmediaciones de los bosques de Hiddenwood, la oscuridad también era protagonista. Puesto que habían sufrido el cambio horario, aún era de madrugada cuando Elliot, Eric y Pinki llegaron a la vivienda del primero. Con el máximo sigilo, salieron por la puerta y recibieron con gusto el frescor nocturno. Los grillos cantaban despreocupadamente en un son que acompañaba la plácida noche.

—¿Llevas la Piedra de la Luz? —le preguntó Eric.

Elliot negó con la cabeza.

—Mejor —dijo el mismo Eric, incapaz de mantener la boca cerrada—. Así nos evitaremos problemas extra.

Levantar a Gifu de la cama fue más fácil de lo previsto. Al principio, el duende no hizo caso de las tímidas voces que lo llamaban desde fuera, confundiéndolas con sus sueños. Cuando los muchachos se disponían a pegar un berrido a los pies del árbol en el que residía el duende, Pinki batió sus alas y se coló por un resquicio en la vivienda del duende. Un par de picotazos bastaron para ponerle en órbita.

—¡Pero tú qué te has creído, saco de plumas! —le oyeron gritar desde abajo. Por un momento temieron que despertase a todo el vecindario duendil pero, afortunadamente, no fue así.

Gifu dejó de refunfuñar en cuanto se enteró de que le aguardaba una aventura con impaciencia. Olvidándose de Pinki, descendió a toda prisa por la escalinata y, emocionado, se unió a los muchachos.

—Ya echaba yo de menos momentos así —dijo, mientras se adentraban en la espesura del bosque, en dirección a las cuevas donde residía Merak—. ¿Qué ha sido de nuestro amigo transparente? ¿No se apunta en esta ocasión?

Los muchachos le pusieron rápidamente en antecedentes. Le contaron cómo Aureolus Pathfinder había regresado al Consejo de los Elementales (aunque Gifu ya lo sabía), le explicaron que el elemento Fuego estaba en crisis, que Blazeditch estaba bajo asedio y cómo Úter había sido encargado de ir en busca de refuerzos.

—Pero, entonces, ¿qué hacemos aquí? —inquirió el duende—. ¡La emoción está en otro lado!

Elliot se adelantó y le expuso las sospechas que tenían sobre los trentis. O mucho se equivocaban, o ellos eran los responsables del retorno de las momias. Había que pararles los pies.

—¡Ya sabía yo que esas criaturas no eran de buena calaña! —Gifu nunca se había mostrado un firme defensor del Reino Trenti. No le gustaba considerarlos duendes pues, como solía decir, ensuciaban el nombre de su raza.

Poco después, Merak se unió al grupo. Elliot le pidió que fuese equipado «para un trabajo de minería» antes de ponerse en marcha. Entonces le hicieron un resumen del resumen de los acontecimientos. Sin embargo, el pobre gnomo estaba tan cansado que a los diez minutos de marcha volvió a preguntar adonde se dirigían. Por mucho que Gifu le hizo indicaciones a Pinki para que despabilase definitivamente a Merak, el multimorfo no se molestó en hacerle caso. Tarde o temprano, el frescor nocturno y los latigazos de algunas ramas terminarían por mantenerle bien despierto.

Aún no había amanecido cuando llegaron a las inmediaciones del Reino Trenti. Descartado el acceso por vía aérea, únicamente tenían dos opciones para aproximarse a la peligrosa plantación de setas. Ni Elliot ni Eric se sentían capaces de recordar el camino bajo el agua que les llevase a aparecer en la fangosa laguna, de manera que les quedaba la opción más arriesgada. No tenían más remedio que adentrarse en el poblado y dejarse caer por el mismo conducto que en su primera visita, todo ello sin ser vistos.

—¿Tienes pensado qué vas a hacer si nos descubren todos esos trentis? —preguntó Eric, siempre sembrado de dudas antes de acometer una acción—. Mejor aún, ¿has previsto algún plan?

Elliot asintió.

—Los trentis han tratado con los aspiretes y, es de suponer, les tendrán bastante respeto.

—Estoy contigo —apuntó Merak—. Muy insensato habría que ser para no respetar a esas criaturas.

Eric miró suspicaz a su amigo.

—¿Pretendes hacer que los avisen? ¿Te has vuelto loco?

Elliot sonrió, al tiempo que negaba con la cabeza.

—Los convocaremos nosotros —afirmó, sin más.

Al decir aquello, los tres lo miraron sorprendidos. La expresión de Eric lo decía todo.

—Te has vuelto loco de remate…

—Confía en mí. —Elliot guiñó un ojo, aunque no terminó de convencer a su amigo.

Al rato, se vieron cruzando la enmarañada extensión de zarzas y espinos. A cuatro gatas, los muchachos siguieron los pasos de Gifu y Merak, que caminaban con facilidad. Pinki, en aquella ocasión, los acompañó transformado en macaco. Cuando se encontraron en el linde del bosque, vieron que el poblado tren-ti se mantenía tan tétrico como la anterior ocasión, si no más. El sol comenzaba a iluminar tenuemente las gigantes setas en las que vivían aquellos maliciosos duendecillos. Aun así, no mejoraba su aspecto, pues estaban que despedían huéspedes.

Las circunstancias eran muy similares a las vividas en el verano anterior. Era una hora muy temprana y el poblado se encontraba desierto. Si no hacían ruido, no tendrían muchos problemas para llegar a la escondida laguna.

Como si hubiese leído el pensamiento de su amo, Pinki se transformó en loro e, inmediatamente después, alzó el vuelo. A diez metros de altura, no tardaría en localizar el lugar donde los muchachos fueron devorados por la tierra. Efectivamente, un par de minutos después Elliot, Eric, Gifu y Merak corrían en dirección al oculto túnel.

Con sumo cuidado, apartaron las ramas y helechos secos que cubrían la cavidad. Cuando el orificio fue suficientemente grande, los cinco (Pinki incluido) se dejaron caer por la terrosa pendiente hasta que pudieron caminar. Sin la Piedra de la Luz, entre Elliot y Eric alumbraron el recorrido con sendas bolas de fuego.

El olor a tierra húmeda les acompañó durante todo el trayecto, hasta que finalmente se asomaron a la boca de aquel túnel. Fue allí donde detectaron los primeros síntomas de vida en el poblado trenti pues, hasta entonces, había dado la impresión de estar tan muerto como la primera vez. Un buen puñado de trentis se movía junto al muro de roca natural, donde se asentaba el cultivo de las misteriosas setas que tenían la capacidad de levantar a los muertos.

En un tímido susurro, Elliot les explicó el plan que tenía en mente. Con el dedo índice mostraba los movimientos que deberían realizar y comentaba el modo en que deberían proceder, paso a paso.

—Si hacemos cada uno nuestra labor bien, no hay nada que temer. Es un plan bien sencillo.

—Y los trentis unas criaturas muy estúpidas —completó Gifu, para animar al grupo.

—Gifu…

—Sólo era una apreciación… En fin, ¿empezamos?

Elliot asintió.

—¿Te ves capaz de hacer el hechizo Jaula de Fuego? —le preguntó a continuación a Eric.

El muchacho, con rostro ofendido, le replicó.

—Pues claro, ¿por quién me tomas?

—Entonces, vamos allá.

Aún refugiados en la penumbra que ofrecía la boca del túnel, el plan se puso en marcha. El único que se tuvo que desplazar de aquella posición fue Eric, pues el hechizo Jaula de Fuego perdería efectividad si lo realizaba desde tan larga distancia.

Escorado una treintena de metros a la derecha y camuflado con su túnica verde del elemento Tierra, Eric buscó un campo de visión que le permitiese llevar a cabo su parte en el plan. Desde su posición vio perfectamente aparecer las dos criaturas de escamas rojas y ojos de fuego: los aspiretes. Incluso siendo meras ilusiones generadas por Elliot, su aspecto era terrorífico. Esa misma sensación produjo en los trentis, quienes, al verlos venir, salieron corriendo despavoridos del cultivo de setas.

Los aspiretes movieron los brazos en una dirección (poco natural, ajuicio de Eric). Pero era tanto el pavor que sentían los duendecillos ante su presencia que obedecieron al instante. Corrieron hacia un claro y se agruparon para causar sensación de fuerza.

Aquél era el momento que estaba esperando Eric. Cuando los vio a todos formando una pina, puso en práctica el hechizo que en tantas ocasiones habían practicado con Robichaux en la escuela de Blazedich. De sus manos comenzaron a salir unas hebras de fuego que volaron en dirección a los trentis. Lo hicieron a tal velocidad que las menudas criaturas se dieron cuenta tarde de lo que estaba sucediendo. Una a una, las hebras de fuego se posaron vertiginosamente formando un círculo perfecto alrededor de los trentis. Eric las colocó lo suficientemente juntas y con una envergadura tal que a las criaturas les fuese imposible atravesarlas o saltar por encima. Cualquier tentativa de tocar las barras de fuego recibió como respuesta un chispazo de tal calibre que los trentis aprendieron la lección a las primeras de cambio.

Con los duendecillos apresados, Merak entró en acción. Su misión consistía en sepultar el cultivo de setas provocando un desprendimiento de la pared de roca que había a su lado. No obstante, para desempeñar aquella tarea necesitaría la ayuda de Gifu… y de Pinki.

—Bien, por fin un poquito de acción —dijo Gifu.

El duende no encontró ningún tipo de problema con las plantas carnívoras que obstaculizaban el paso al cultivo. Evidentemente, a los trentis no les hacían daño, pues sus cuerpos no tenían carne fresca. No era el caso de los muchachos, los duendes, los gnomos o, incluso, los multimorfos. Sin embargo, sus polvitos mágicos anestesiaron a las plantas, sumiéndolas en un profundo sueño que les imposibilitó hincar el diente al paso de Merak y Pinki.

Entre los dos colocaron los pequeños explosivos que llevaba el gnomo. Merak lo hizo sin dificultad en la base del muro mientras que Pinki, transformado de nuevo en macaco, hizo lo propio con las que quedaban fuera del alcance del gnomo. Trepó con agilidad por la roca y colocó los dos minúsculos artefactos a la distancia indicada por Merak. Las explosiones de abajo provocarían el derrumbamiento del muro, mientras que las de arriba lanzarían piedras a las zonas más lejanas del cultivo.

—Cuando quieras, Elliot —indicó Merak, una vez estuvieron dispuestas las cargas necesarias.

Al oír el aviso, Elliot dejó de jugar con las ilusiones en forma de aspirete y disparó unos rayos de fuego que motivaron que las cargas hiciesen su trabajo a la perfección. Con gran precisión, el muro reventó en mil pedazos y las piedras cayeron como menhires sobre las peculiares setas, inutilizando completamente el cultivo.

—Ya os decía yo que esas criaturas eran estúpidas —insistió Gifu, cuando ya se hallaron a buena distancia del lugar.

Antes de que los trentis dieran la voz de alarma y volviesen a llamar a los verdaderos aspiretes, el intrépido grupo se había sumergido en el agua bajo el efecto del Bubblelap.

—Puede ser —convino Elliot, que había dejado que Eric guiara la burbuja aquella vez—, pero Úter me enseñó un día a no despreciar a un solo enemigo. Por muy torpe que pareciera —añadió.

—Y no le faltaba razón —dijo Merak, justo antes de que Gifu empezase a criticar las palabras del fantasma—. Si lo que habéis contado es cierto, sumir a todo un elemento en crisis no es para considerarlos estúpidos precisamente.

—Ellos contaban con la perversa colaboración de Tánatos —agregó Eric, sin perder detalle de lo que decían sus amigos.

—Cierto, pero han colaborado muy estrechamente con él —dijo Elliot—. Creo que Cloris Pleseck va a tener que prestarles más atención a partir de ahora.

Justo en aquel instante, la burbuja emergía a orillas del lago Saint Jean. En poco menos de una hora estarían de vuelta en la escuela de Blazeditch.

La pila de granito resplandecía con fulgor ante los ojos inyectados en sangre de Tánatos. Su figura permanecía erguida frente a ella y sus manos, largas y cenicientas, asían con fuerza el borde del recipiente de piedra. Su rostro enfurecido contemplaba en silencio las imágenes que le llegaban a través del gas verdoso que allí se removía, con agitación, conforme se iban desarrollando los acontecimientos.

Había sufrido un duro revés cuando, días atrás, llegó hasta él la información de que Pathfinder seguía vivo y había recuperado su puesto en el Consejo de los Elementales. No obstante, pese a la nefasta noticia, se mostró bastante confiado en el poderío abrumador de sus momias.

Cuando sufrió las primeras bajas en su hueste, se temió lo peor. Los elementales no solo habían logrado un rival que equiparase sus fuerzas a las ciclópeas criaturas, sino que las superaban con gran facilidad. Jamás hubiese imaginado que los hechiceros fuesen capaces de colaborar con un ejército de muertos. Pero contaban con un fantasma en sus filas. Ese tal Úter Slipherall…

—¡No! —explotó Tánatos cuando la última de las momias se desplomó y el gas que la mantenía en pie se evaporó. En ese instante, la pila también se apagó y Tánatos perdió su conexión con el mundo exterior—. ¡Maldición!

Su ira hizo temblar la caverna y algunas estalactitas se desprendieron del techo. Tánatos se desplazó de un lado a otro con pasos agigantados. Su mirada estaba tan cargada de odio y maldad que con sólo entornar sus ojos en una dirección hubiese podido desintegrar a alguien. Quería tener delante a Pathfinder para estrujarlo entre sus manos. Deseaba atrapar al fantasma Slipherall y hacerle sufrir para toda la eternidad. Ansiaba capturar a Elliot Tomclyde y hacerle pagar por la sangre que corría en sus venas.

Un nuevo y desgarrador grito suyo sacudió las entrañas de la cueva y más estalactitas cayeron, rodeadas de un polvo blanquecino. Al mismo tiempo, alguien accedió a la estancia atravesando la fina cortina flotante.

—Señor, traigo buenas noticias —dijo, a modo de saludo, sin poder ocultar un ligero temblor en su voz.

Tánatos se dio la vuelta inmediatamente y perforó a su interlocutor con la mirada.

—Habla.

—Ha sido localizado el espejo en la mansión de los Lamphard —se apresuró a contestar.

Tánatos suspiró.

—Después de todo, las cosas no han salido tan mal… La mansión de los Lamphard…

Su risa hizo que su súbdito se estremeciera. Pero Tánatos ya no le hacía caso. Simplemente, dijo para sí mismo:

—Weston, Weston… Después de tanto tiempo, volvemos a encontrarnos…