El señor Humpow guió a Elliot hasta el despacho de Deyan Drawoc. El guardián de la escuela fue siempre por delante, abriendo camino. Su rostro mostraba una expresión compungida, lamentando la testarudez del muchacho y su actitud tan poco receptiva. ¿Qué le estaba sucediendo al joven Tomclyde?
No cruzaron ni una palabra durante el resto del trayecto.
—Aquí es —anunció el señor Humpow al detenerse frente a una hermosa puerta de roble, sostenida por unas enormes bisagras doradas. Sin esperar respuesta del muchacho, golpeó con sus nudillos en la parte superior de la puerta.
Elliot estaba tan nervioso que, cuando oyó el «adelante», se dio cuenta de que el señor Humpow había desaparecido.
Tras la puerta se encontró una estancia dividida en dos claros apartados. Sus ojos se deleitaron con la riqueza circundante de la primera sección. Las tradicionales paredes de piedra de la pirámide habían desaparecido tras aquel rico y brillante entelado rojo sobre el que había colgado algún que otro cuadro. El suelo estaba recubierto por una gruesa alfombra hecha a mano que nada tenía que ver con las que se vendían en el bazar del sur de Blazeditch. Frente a él advirtió la montaña de papeles que se acumulaba sobre el escritorio del director, que no se encontraba en su asiento. A mano izquierda distinguió unas escaleras talladas en granito con barandillas de oro que llevaban a la segunda sección del despacho: la biblioteca. Era una habitación completamente diferente. Dotada de una estructura octogonal, las ocho paredes habían sido vestidas elegantemente con caoba. Había decenas de estanterías que contaban con innumerables ejemplares de libros mágicos, todos ellos ricamente encuadernados. Elliot iba a encaminarse hacia allí, cuando oyó la voz del director a su derecha.
—Oh, ya estás aquí —dijo Deyan Drawoc, complacido de ver a Elliot en su despacho—. Estupendo, ponte cómodo.
—Ggracias.
Elliot se sentó en una butaca que había frente al cómodo sillón en que se hallaba sentado el director.
—Así que estabas castigado, ¿no? —se interesó el director.
—Sí, pero yo no…
—Tranquilo, muchacho. No tienes que justificarme nada. Si por mí fuese, los castigos quedarían abolidos inmediatamente. Es más, creo que lo anotaré en mi agenda como una de las cuestiones pendientes.
Elliot no daba crédito a lo que acababa de oír. Si Iceheart se enteraba de las intenciones del director, seguro que presentaba su dimisión.
—Así que tú eres el famoso Elliot Tomclyde —dijo al fin—. Es todo un placer conocerte. Son muchas las historias que he oído sobre ti y me gustaría escucharlas de primera mano… si no hay inconveniente.
El muchacho tuvo que hacer un esfuerzo extraordinario para cerrar su boca y disimular la cara de tonto que se le había quedado. ¿Por qué todo el mundo le agasajaba y quería hablar con él? El año anterior había sido Gorgulus Hethlong, el alcalde de Bubbleville, y ahora era Deyan Drawoc… ¿Acaso no podía llevar una vida normal, como la de cualquier aprendiz elemental?
—Ninguno —contestó al final, a sabiendas de que no tenía muchas más alternativas.
—¡Magnífico! ¿Quieres algún refresco? ¿Un té? ¿Agua? Aquí hace un calor endiablado…
—No, gracias —rehusó con educación el aprendiz.
En silencio, el director Drawoc hizo que apareciese una copa en sus manos rebosante de un líquido rojo como el rubí. A simple vista parecía el elixir de la vida, jugoso, aromático y bien dulce. Contemplar aquella copa de vino le hizo arrepentirse por no haber pedido nada de beber, pero no se echó atrás.
—Bueno, Elliot —dijo entonces el director, apurando su copa de un solo trago y haciendo surgir una nueva—. Cuéntame aquella aventura que viviste en Nucleum durante tu primer curso.
Deyan Drawoc era un fanático de la vida de Elliot. Conocía los detalles hasta tal punto que casi se los sabía mejor que el propio muchacho. Parecía un niño pequeño al cual le contaban su cuento favorito por enésima vez, y se enfadaba si el narrador omitía o modificaba el más nimio detalle. Y así transcurrió el resto de la mañana. Entre copa y copa de vino, Drawoc le preguntó sobre el misterioso suceso del Calixto III, sobre la extraordinaria aventura en el Laberinto de la Eternidad y sobre el insólito ataque en el Hipocampódromo. Pero también se interesó sobre su vida privada, cosa que a Elliot no le hizo mucha gracia. El chico hubo de salir al paso con medias verdades cuando el director quiso averiguar por qué Blazeditch era la tercera escuela que visitaba.
El director debía de haber ingerido una decena de copas de vino. A esas alturas, tanto su sed como su curiosidad habían quedado satisfechas en muy buena medida. Fue entonces cuando Elliot decidió cambiar las tornas. El nuevo director parecía una persona abierta y franca, poco reservada para ser exactos. Y, si no, el vino le ayudaría en buena medida. De manera que, si le preguntaba, tal vez obtuviese alguna respuesta. Decidió tentar a la suerte.
—Director Drawoc… ¿Cómo se sintió el domingo pasado cuando ganó las elecciones?
—Fue una gran satisfacción, la verdad. Aunque debo reconocer que ya me lo esperaba —reconoció de pronto, expresándose torpemente y con voz pastosa.
—¿Se lo esperaba? —preguntó atónito Elliot.
—Oh, desde luego. En el momento en que mis más directos rivales se retiraron, sabía que ganaría. —Hizo una pequeña pausa para relamerse por su éxito… y por algunas gotas de vino que debían de quedarle en el labio inferior—. La gente habla de una conspiración, pero no es más que una banal justificación. Yo conocía perfectamente a mis adversarios y estoy convencido de que se retiraron.
—¿Se retiraron? —repitió Elliot, incrédulo ante semejante afirmación.
—No me cabe la menor duda. En cuanto supieron que me presentaba a las elecciones, sabían que sus posibilidades se habían reducido drásticamente. Debo reconocer que su renuncia fue todo un acierto por su parte, ya que una derrota hubiese marcado muy negativamente sus respectivas carreras. No, no se merecían un fracaso así —sentenció, arrastrando las palabras.
—Ya veo… ¿Y qué sucedió con la otra candidata? Deyan Drawoc sonrió. Su nariz había enrojecido notablemente y los ojos se entrecerraban.
—¿Con Meredith? —preguntó, como si la conociese de toda la vida. Elliot asintió—. Casi me ofende que me hagas esa pregunta —le espetó—. Esa mujer no tenía ninguna planificación ni propuestas para los elementales del Fuego. Así era imposible que me derrotase, claro está.
—Perdone que le pregunte… —insistió Elliot—. ¿Cuáles eran sus propuestas? —El director abrió los ojos como platos, sorprendido—. Como los aprendices no podíamos votar (y menos si pertenecíamos a otros elementos), apenas se nos dio información sobre los candidatos. —El muchacho se apresuró a justificarse.
—En ese caso, creo que haces muy bien en preguntar. De hecho, creo que sería una gran idea repartir mis panfletos electorales entre los aprendices, ¿sabes? Os ayudaría a conocerme mejor —confirmó Deyan Drawoc, hinchándose como un pavo real y preparado para soltar un pequeño discurso—. Bien, has de saber que no es fácil trazar un programa electoral, pero yo lo he hecho basándome en la larga experiencia acumulada durante mis viajes. Como bien recordarás, la primera medida que adopté fue la del cambio de nombre de la disciplina Fogohechizos por Heliohechizos. No sabes la importancia que tiene el Sol en nuestras vidas.
Elliot puso cara de conformidad, aunque por dentro pensaba que era una soberana estupidez. Sus vidas no habían mejorado por el cambio de denominación… ni lo harían en el futuro.
Deyan Drawoc siguió enumerando su particular retahíla de modificaciones preparadas. Le habló de la importancia de una dieta equilibrada en los aprendices, de la posibilidad de prohibir la exportación de especies y de hígado de dragón a otras comunidades mágicas, de instaurar una semana festiva en honor al Sol, de aumentar el período vacacional («trabajando menos, se rendirá más»)…
—Incluso me he planteado cambiar de lugar la capital del elemento Fuego. Estoy convencido de que Dracosburgo le conferiría mucho más respeto a nuestro elemento.
Elliot enarcó las cejas. Sin duda, el director Drawoc, además de llevar unas cuantas copas de vino de más, tenía un serio problema con las prioridades. Fue entonces, al apartar la mirada del hombretón, cuando se fijó en los periódicos que había a su lado.
—¿Lee usted la prensa de todo el mundo? —preguntó sin poder contener su sorpresa, mientras leía por encima algunos titulares. Uno llamó especialmente su atención—. ¿Han desaparecido momias en El Cairo?
—Oh, no me lo recuerdes, no me lo recuerdes —protestó, repitiendo sus palabras como si fuese Pinki, al tiempo que movía la cabeza de un lado a otro.
—¿Tiene algo que ver con el mundo de los elementales? —inquirió Elliot tras ver la reacción de Deyan Drawoc.
—Eso dicen mis compañeros del Consejo, pero yo no lo creo así —comentó el director—. Las momias pueden desaparecer por muchos motivos, ¿no crees? Pero no, ellos piensan que, como Tánatos ha regresado, está intentando retomar sus contactos de antaño.
Elliot entornó la mirada y arrugó la frente.
—¿Qué tienen que ver las momias con Tánatos?
—Claro, eres demasiado joven para saberlo —apuntó Deyan Drawoc. Emitió un suspiro y explicó con más lentitud que nunca—: Hace muchos años, cuando Tánatos estaba en su época dorada, las momias fueron unos de sus más firmes aliados. Junto con los aspiretes, no ha habido otra criatura que siguiera a Tánatos con mayor fervor.
Elliot escuchó atento las palabras del director de la escuela.
—En aquella época, las momias se dedicaban a infundir terror entre los habitantes de las distintas ciudades, humanas y elementales. Por el momento, no hemos tenido noticias de que eso haya vuelto a suceder…
—Pero aquí pone que por la escasez de huellas es como si las momias hubiesen abandonado el Museo Egipcio por su propio pie —interrumpió Elliot, con un ejemplar atrasado del New York Times.
—Elucubraciones. No saben lo que dicen —aventuró enseguida Deyan Drawoc—. ¿Crees de verdad que las momias pueden levantarse así porque sí?
—Bueno… Usted acaba de decir que hace mucho tiempo así sucedió.
—Efectivamente, hace mucho tiempo —corroboró el director—. Pero estamos en el presente. Las momias fueron derrotadas y nada de esto ha podido suceder de nuevo. Estoy convencido de ello.
—Entonces, ¿no piensa investigar nada al respecto?
—Lo tengo presente, pero también tengo mucho trabajo pendiente —objetó Deyan Drawoc como si nada—. Hay asuntos muy urgentes que tratar y no creo que deba perder el tiempo con infantiles cuentos redactados por un periódico.
Como si hubiese estado programado, el gong que anunciaba la hora del almuerzo resonó en el ambiente. La mañana había transcurrido a una velocidad de vértigo. Elliot abandonó el despacho del adormecido director deseoso de comentar todas aquellas novedades con Eric, cuando recordó que no se hablaba con su amigo.
De pronto, su mente se convirtió en un torbellino de ideas y pensamientos. En las últimas horas había recibido numerosa información, tanto del señor Humpow como del director Drawoc. Mientras deambulaba por los solitarios corredores en dirección al comedor (la mayoría de los aprendices habían salido el sábado), tuvo tiempo de ordenar un poco sus ideas.
Almorzó solo, pues Sheila también había salido. Ella no recibía castigos tan a menudo como Elliot, por lo que disfrutaba de mucho más tiempo libre. Con un estupendo plato de patatas guisadas delante, Elliot pensó en la organización de la que había oído hablar a su amiga. Todo apuntaba a que ningún grupo se había presentado a última hora a las elecciones. El director Drawoc no lo había mencionado como uno de sus rivales. ¿Tendrían razón Eric y el señor Humpow en sus afirmaciones? Admitir eso, sin duda, sería admitir que Sheila le ocultaba algo. Y aquello era poco menos que impensable.
Luego le dio vueltas a la cuestión de las momias. Nadie le había hablado hasta entonces de la relación existente entre las momias y Tánatos, pero ¿por qué habrían de haberlo hecho? Acto seguido se preguntó si sería posible que las momias retornasen. Con Tánatos libre, desgraciadamente muchas cosas se volvían posibles. Pero ¿estaría en lo cierto Deyan Drawoc pensando que lo acaecido había sido un simple robo? ¿Sería un cuento infantil inventado por un prestigioso periódico? Elliot terminó por desechar todos los pensamientos y decidió dedicarse a comer. No tenía ninguna intención de mezclarse en asuntos que nada tenían que ver con él. Bastantes castigos estaba recibiendo aquel curso como para meterse en nuevos líos. Si seguía así, no tardaría en regresar a Hiddenwood… expulsado.
El fin de semana concluyó con la segunda lección práctica de Astronomía en el mes de octubre. Después de la cena, a base de sopas, ensaladas y algunos fritos, los aprendices de tercer curso subieron hasta el aula de Assumpta Cassiopea.
Elliot no dejó de sorprenderse con la estancia una vez más. Ya hacía dos meses que comprobó que la pirámide podía abrirse en su parte superior para que los aprendices llevasen a cabo las sesiones de práctica con total facilidad, y esto aún seguía llamándole la atención. Al igual que en las anteriores lecciones, los telescopios estaban dispuestos en perfecto orden. Los aprendices todavía estaban accediendo al aula por la escalera de caracol, cuando Elliot vio asomar la cabeza de Eric. Por un instante le pareció que venía solo, cabizbajo, pero se equivocó. Como ocurría últimamente, venía acompañado por Eloise Fartet y Susan Fosatti. Pese a tener a Sheila a su lado, un sentimiento de envidia invadió su interior.
Las sesiones de Astronomía en el «observatorio» sin duda resultaban mucho más entretenidas que las de estudio. No obstante, en muchos aprendices aquella disciplina no despertaba ni el más mínimo interés. Carecían de la paciencia suficiente para llevar a cabo una sesión de observación, protestaban por la brisa nocturna y, peor aún, decían que era complicadísimo identificar una constelación en un cielo tan estrellado. En parte no les faltaba razón. La maestra ya había advertido que aquella disciplina no siempre era del agrado de todo el mundo. La primera vez había resultado emocionante, pero la tercera ocasión comenzaba a resultar algo tediosa.
—Y pensar que hay que trasnochar para esto —musitó Emery Graveyard en un susurro que se lo llevó el viento.
Elliot esbozó una sonrisa. A él le gustaba la tranquilidad de la noche, pero el hecho de que Graveyard la detestase le hacía disfrutar doblemente.
—Ya no puedo más de observar nebulosas y planetas —protestó Sheila, haciendo que se borrase la sonrisa del rostro de Elliot—. En serio, ¿hay que perder tanto tiempo para esto? ¿De qué nos va a servir?
Elliot, también cuchicheando, le dijo:
—Siempre es útil… Los marinos lo utilizan para orientarse de noche. La estrella Polar siempre muestra el norte, ¿la ves?
—Oh, Elliot. ¡A veces eres tan tonto! —le espetó de pronto su amiga, haciendo que el frescor nocturno penetrase hasta lo más hondo de su ser. Se había quedado helado tras la reacción de la muchacha, que rápidamente rectificó—. Lo siento. De veras que lo siento. No quería decir eso. Es sólo que… ¡Que no aguanto esta disciplina!
Sheila no volvió a tener un desliz así durante las siguientes lecciones de Astronomía, soportándolas como buenamente pudo. No tuvieron una nueva sesión práctica hasta los dos últimos domingos de noviembre. Por aquel entonces, las noches eran bastante más frías y el ánimo se redujo notablemente a la hora de salir a la intemperie.
—Mucho me temo que ésta será nuestra última sesión de observatorio del año, pues la próxima luna llena será el diez de diciembre… —anunció la maestra Cassiopea la noche del último domingo de noviembre.
Aquello significaba que las próximas lecciones tendrían lugar en el aula, con los planisferios delante e hincando los codos.
Por su parte, las restantes disciplinas habían seguido su curso sin mayores novedades. Iceheart les había enseñado los efectos del agua fuerte, el amoníaco y el agua regia. Además, decidió dedicar una lección a la explicación del famoso fuego griego, que más prendía cuanta más agua se le echaba.
Lecturitis había terminado con las bases de los jeroglíficos egipcios y les encomendaba como tareas la traducción de las numerosas paredes que había en la inmensidad de la pirámide de Blazeditch. Con el maestro Robichaux, además de perfeccionar la práctica del Rayo Reductor, aprendieron nuevos y útiles hechizos como el de la Jaula de Fuego. Rusul Vath, el maestro de Seres Mágicos del Fuego, agradeció la colaboración de Elliot cuando tuvo que explicar los aspiretes, pues nunca había llegado a ver un ejemplar vivo. También tuvieron un par de lecciones interesantes sobre los genios y los ifrits —un tipo de genio especialmente maligno y dotado de gran poder—. Finalmente, con la maestra Palma aprendieron dos nuevas y apasionantes variantes de cactus.
Unos días después dio comienzo el último mes del año. De nuevo, casi sin darse cuenta, se había presentado uno de los meses más añorados por todo el mundo. Elliot había recibido noticias de sus padres, de las que se apreciaba con total claridad su perfecto amoldamiento al mundo elemental. Su madre, que al principio era más reacia a la idea de mudarse a Hiddenwood, había decidido ayudar a la señora Pobedy diariamente en El Jardín Interior. Y su padre empezaba a descubrir las ventajas de tener a los duendes como amigos.
Si en Hiddenwood todo marchaba a las mil maravillas, en Blazeditch las cosas no iban mucho peor. Desde la llegada de Deyan Drawoc a la escuela las cosas habían mejorado bastante y el índice de castigos se había reducido notablemente. Pero no todas las comunidades mágicas gozaban del mismo bienestar.
Sucedió al atardecer del quinto día de diciembre, en Sandy Ground, una aldea perdida en la zona sur del desierto del Sahara. Era una de las zonas más humildes de la extensión de los elementales, pero eran felices en su sencillez. Producían lo que necesitaban para vivir y se valían de la magia únicamente si las cosas se ponían feas. No había mercado, ni Buzón Express, ni Telebaobab. Su único contacto mágico con el exterior era un destartalado espejo que conservaban como su más preciado tesoro.
Pese a la aridez de esa tierra, la reducida comunidad elemental que allí residía se las había apañado —mágicamente— para disponer de una mínima extensión de pastos. Apenas había un par de vacas, otras tantas cabras y una decena de ovejas comiendo libremente una deliciosa y fresca hierba verde. Los aldeanos sabían que las reses nunca se irían de ese territorio, porque más allá estaba el desierto. De todas formas, siempre había alguien vigilando por si se acercaba algún que otro coyote.
Era Ebrahim, un hombre de unos cuarenta años, alto y de complexión atlética, vestido con una ajada túnica desteñida, casi blanca. Ni mucho menos era un elemental del Aire, sino que con aquel color toleraba mejor las elevadas temperaturas que a diario sufrían. Yacía recostado a la sombra de las dos únicas palmeras que había en el pasto. Era un lugar propicio para quedarse dormido y él había hecho lo propio durante la tarde. El sol caía ya en el horizonte y sus rayos comenzaron a incomodarle por el costado.
Un ruido rasgó el apacible silencio y le puso los pelos de punta. Sus ojos se abrieron angustiados, pero no se movió ni un ápice esperando que todo hubiese sido fruto de una pesadilla. Estaba seguro de que no había oído el aullido de un coyote, ni el siseo de un áspid. Tampoco había sido un grito de alguien de la aldea. No, había sido algo peor. Había sonado a mil cristales rotos. Y él sabía que en Sandy Ground tan sólo había un objeto de cristal capaz de fracturarse en mil pedacitos: el espejo.
Los desesperados gritos de sus vecinos provocaron que se pusiera en pie de inmediato. Desgraciadamente, supo que lo que había oído era cierto y no fruto de un mal sueño. El espejo se había roto. ¿Qué había podido suceder? Estaba perfectamente guardado y, salvo por un terremoto o un incendio, no había motivos para que se rompiese.
Estaba muy cerca ya de las humildes casitas, cuando vio a sus amigos unidos como una pina haciendo frente a una ciclópea criatura. Si sus ojos no le engañaban, aquello era una momia.
Cuando vieron llegar a Ebrahim, los vecinos respiraron. Él era el único capaz de ejecutar el hechizo Rayo Reductor a un nivel medio. De pronto, echaron de menos no haber dedicado un poco más de tiempo a sus estudios. Aquella criatura había destruido el espejo, dejándoles completamente incomunicados. Se encontraba frente a ellos, a unos quince metros, aunque aún no había hecho ademán de atacarles. Sin embargo, ninguno se iría a la cama aquella noche si esa criatura andaba cerca.
No habían tardado en descubrir que las momias no se podían combatir con simples bolas de fuego. Ninguno de ellos había estudiado las nuevas ediciones de los manuales que se utilizaban en la disciplina Seres Mágicos del Fuego. Allí se indica con total claridad que las momias, como criaturas del Fuego, no se destruirán por la aplicación de su propio elemento aunque, por otra parte, aún se desconocía una forma efectiva de acabar con ellas.
Ante la ineficacia de las bolas de fuego de Ebrahim, los vecinos de Sandy Ground hubieron de armarse con palos y una buena dosis de valor. Después de dos horas y unas cuantas contusiones por barba, consiguieron que la momia huyese de su aldea. Fue entonces cuando la desesperación cayó sobre ellos.
—El espejo…
—¿Qué haremos ahora? ¡Nadie sabe dónde estamos!
—Hay que informar de esto a los demás compañeros elementales. ¡Estamos en peligro!
Las exclamaciones y el pesar inundaron el ambiente. Nadie sabía qué hacer, hasta que Ebrahim aportó la solución:
—Yo iré en busca de ayuda —se ofreció—. Me desplazaré hasta Blazeditch y vendré con ayuda.
—Pero, no puedes ir tú solo…
—Nos quedaremos sin tu magia…
—Sabré cuidarme y, viendo cómo utilizáis los palos, creo que sabréis mantener a raya a esa criatura —les animó Ebrahim, esbozando una sincera sonrisa.
—¿Y si te la encuentras por el camino?
—Sabré cuidarme —repitió, esperando no tener que cruzarse con la momia.
Se ofreció a hacer guardia durante la noche, pero los demás no lo permitieron. Ebrahim partiría al amanecer, de manera que era importante que descansase. Afortunadamente, la momia no regresó aprovechando la oscuridad, y los vecinos de Sandy Ground respiraron más tranquilos.
Ajenos al suceso acaecido en la pequeña localidad de Sandy Ground, los aprendices afrontaron con renovada ilusión sus últimos días de aprendizaje antes de las vacaciones de Navidad. Estaba previsto que el viernes 23 de diciembre, después del almuerzo, los muchachos regresasen a sus hogares para disfrutar del período navideño. Así, pues, la gran mayoría tenía entre ceja y ceja esa fecha.
Las lecciones comenzaron a sucederse a gran velocidad. El índice de castigos se había reducido aún más y la relación entre los aprendices parecía haber mejorado. Sheila parecía mucho más cariñosa con Elliot («empalagosa», en palabras de Eric), Elliot prefería no discutir con Eric, las gemelas Pherald se mostraban más cordiales, Emery Graveyard apenas abría la boca… En general, este comportamiento no hacía sino desconcertar a Eric. Había proseguido su particular espionaje con discreción y no podía decirse que hubiese notado un punto de inflexión. Sin embargo, él estaba convencido de que había algo que se le escapaba. No era normal tanta cordialidad entre los miembros del grupo.
Precisamente, mientras ahondaba en sus pesquisas durante la tarde del viernes de la penúltima semana lectiva, Eric se pegó un susto de muerte.
Se encontraba en las proximidades de la puerta de entrada a la pirámide, aguardando a que las gemelas Pherald regresasen —el director Drawoc había concedido total libertad para entrar y salir de la pirámide siempre que los aprendices quisieran—. Todo estaba en perfecto silencio cuando una figura humana se adentró en el vestíbulo y se desplomó. El corazón de Eric estuvo a punto de detenerse.
Lejos de eso, el muchacho se aproximó raudo para ver qué le había sucedido a aquel hombre. Su pelo, negro como el carbón, estaba sucio y pegajoso. Casi tan descuidado como su túnica, ajada y raída por muchas partes. Nadie hubiese afirmado que en sus orígenes la tela fuese de un color distinto al blanco.
—¿Se encuentra bien, señor? —le preguntó.
Su respiración, entrecortada, era bastante débil. Al ver sus labios agrietados y quemaduras en la piel, dedujo que el hombre presentaba claros síntomas de deshidratación.
Abandonó el lugar unos instantes para ir en busca de agua y, cinco minutos después, apareció de nuevo con una jarra y una copa doradas del comedor.
Tan pronto el fresco líquido entró en contacto con la garganta del recién llegado, éste pareció cobrar vida de nuevo. Sus ojos recuperaron su brillo y la sangre volvió a fluir por sus venas con normalidad.
—Responsable… Fuego —Fueron sus primeras palabras—. Ataque… Momia…
—¿Quiere ver al responsable del Fuego? ¿Se refiere a Deyan Drawoc? ¿Qué quiere decir? Lo siento, pero no le comprendo muy bien —le dijo Eric bastante nervioso.
El hombre no tenía fuerzas para asentir ni para dar más aclaraciones.
—¿Qué sucede ahí? —preguntó a sus espaldas la voz del señor Humpow—. ¿Qué hace ese hombre ahí tendido? No se puede entrar en la escuela a mendigar.
—Me parece que quiere hablar con el director Drawoc —adivinó Eric.
—¿Con el director?
—Eso creo. Me da la impresión de que acaba de llegar de un largo viaje por el desierto.
El señor Humpow gruñó.
—¿Sigues jugando a los espías?
Eric levantó los hombros, sin llegar a afirmar o a negar nada.
—Está bien, está bien —dijo al fin el señor Humpow—. Ya me ocupo yo de él.
Cuando se agachó dispuesto a tenderle una mano, aquel hombre volvió a exclamar:
—Responsable… ¡Momia!… Sandy Ground…
Sin decir una palabra, el señor Humpow alzó al hombretón y le ayudó a caminar. No tardó en perderse en la penumbra del corredor principal.
Sin lugar a dudas, a Eric le hubiese encantado comentar aquella extraña novedad con Elliot. De hecho, pese a que no se dirigían la palabra, estaba dispuesto a comentárselo al que aún quería considerar su amigo. Sin embargo, no tuvo opción de hablar con él. Sheila lo tenía más envuelto cada vez y lo acaparaba más y más. ¿Por qué ni siquiera le dejaba acercarse a Elliot?
Pensativo, se dirigió hacia su dormitorio para realizar las traducciones que les había encargado aquella mañana Lecturitis. Cuando se adentró en la sala de estar de la zona de los muchachos, había un par de aprendices mirando un nuevo aviso sobre el panel. Eric se acercó hasta allí.
La nueva nota era de especial relevancia para los estudiantes de tercer curso. Por lo visto, Cassiopea debía asistir a un importante congreso sobre cometas y meteoros y había cambiado la lección del próximo lunes con la del viernes del maestro Lecturitis, pues su viaje duraría unos días. Aquello significaba que la última lección del año sería una aburrida sesión de estudio sobre Astronomía.
Elliot no se fijó en el cambio hasta la noche y, a la hora de la cena, Sheila estaba de un humor de perros. La sola idea de tener Astronomía como última lección antes de vacaciones le había amargado el día. Sin embargo, no tardó en encontrar solución al asunto.
—El próximo viernes es veintitrés —anunció Sheila en un susurro dirigido a Elliot durante la comida del martes—. ¿Crees que lo que estudiemos ese día tendrá especial relevancia?
—No lo creo.
—Yo tampoco. Hasta la vuelta de vacaciones no habrá más sesiones de observatorio. Es más, pienso que no habrá ni siquiera clase…
—¿Tú crees?
—Estoy convencida —afirmó con rotundidad—. Seguro que la maestra prolonga su viaje. A ella le gustan tan poco las lecciones de estudio como a nosotros. No hay más que ver cómo bosteza.
—Sí, puede que tengas razón —dijo Elliot entonces, antes de levantarse para ir en busca del postre—. No sería mala idea quedarnos sin clase ese día… ¡Vacaciones antes de tiempo!
Sheila miró con ojos maliciosos a Elliot.
—Ahora que lo dices, se me ocurre una gran idea…
La joven aprendiz se apresuró a contar su ocurrencia. Estaba convencida de que, de venir Cassiopea, con el cambio de hora más de un alumno se despistaría y no asistiría a clase.
—Podría valemos como excusa y librarnos de ella —propuso entonces—. ¿Qué te parece?
—¿Y qué haríamos durante la mañana del viernes? —preguntó inocentemente Elliot.
—Con la libertad que nos deja el director Drawoc, podríamos irnos de excursión. De hecho, se me ocurre un lugar del que me habló mi tía…
—¿Lo dices en serio? —La incredulidad de Elliot todavía era patente.
—Completamente.
Con aquella afirmación, la conversación llegó a su fin. Aún habrían de transcurrir dos lecciones, sólo dos, antes de poner en marcha el seductor plan. Mas un par de jornadas no son nada en el tiempo, y el viernes llegó antes de lo previsto.
Los dos amigos desayunaron con total normalidad y, una vez terminaron, salieron del comedor. En lugar de encaminarse al aula de Astronomía, en lo más alto de la pirámide, se dirigieron al vestíbulo principal. Estaba desierto, pues el señor Humpow aún estaría desarrollando numerosas tareas de limpieza. Aprovecharon la tranquilidad circundante para colarse por la puerta y desaparecer en las arenas del desierto.
Cuando se encontraron a unos doscientos metros de la escuela, Elliot por fin preguntó:
—¿Qué parte de Blazeditch quieres que visitemos hoy?
—El lugar del que me habló mi tía no está en Blazeditch —contestó para sorpresa de Elliot—. Está un poco lejos, pero merecerá la pena. Vamos.
Sin rechistar, Elliot siguió los pasos de la muchacha. No tenía ni idea de hacia dónde se dirigían, pero se fiaba de Sheila. Sus pasos eran seguros y decididos, sin temor a perderse en el desierto.
Sin lugar a dudas, un paseo entre árboles y el verdor de Hiddenwood hubiese sido mucho más reconfortante. Lamentablemente, allí no había árboles y tenía que conformarse con estar junto a su amiga, que no era poca cosa. Después de dos horas de caminar, la sed comenzó a ser acuciante. No era un día excesivamente caluroso y el sol parecía más lejano que nunca. Sin embargo, verse rodeados de un mar de arena sin una gota de agua a su alcance daba sed. Mucha sed.
—Mira, ya llegamos —anunció Sheila entonces, apartando de su mente el pensamiento de la sed.
Elliot no lo vio hasta que estuvieron bien cerca. Era una pequeña pirámide de poco más de dos metros de altura. Minúscula, no le sorprendió no haberla divisado desde lejos. Pero una pregunta merodeaba por su cabeza: perdida en la inmensidad del desierto, ¿qué podía tener aquella edificación de especial? ¿Habría agua allí dentro? Pronto lo averiguaría.
No había nadie en las inmediaciones de aquella misteriosa construcción. Al menos, ningún ser vivo del que ellos fuesen conscientes. No muy lejos de allí, a sus espaldas, un par de ojos los observaban con atención. Cuando los muchachos se plantaron frente a la entrada, Elliot comenzó a sentir las primeras inquietudes.
—Si es un lugar tan atractivo… ¿Por qué no hay turistas?
—Oh, debemos entrar. Veras qué maravilla —fue la respuesta.
Elliot estuvo a punto de negarse pero, al ver entrar a la chica tan decidida, se adentró para no quedarse atrás.
No tardó en comprender que la edificación de la escuela era mucho más hermosa y mucho más acogedora. En esta pirámide apenas había jeroglíficos y esculturas. Descendieron por unas escaleras y avanzaron por un corredor. Las teas estaban apagadas y las bifurcaciones eran numerosísimas, pero ellos siguieron recto. Era un lugar idóneo para perderse si uno no iba acompañado por un guía. Elliot agradeció la compañía de Sheila.
Cuando se hubieron adentrado unos metros, Sheila encendió una de las teas que pendían de la pared. La muchacha parecía conocer su objetivo a la perfección, pues no dudó un instante.
Elliot fue a protestar cuando vio que iban a atravesar el espejo, pero Sheila fue más rápida y lo atravesó. No tardó en verse en una sala circular, bien abastecida de antorchas pero todas apagadas, una vez más. Al amparo de la tea de Sheila, Elliot comprobó que la estancia estaba ricamente decorada. Las pinturas hieráticas se esparcían por la estructura circular y las columnas estaban talladas con gran habilidad. El muchacho se acercó a una parte del mural especialmente llamativa, donde había dibujadas momias en miniatura.
—Fíjate, qué curioso… —dejó caer Elliot.
Se acercó aún más para contemplarlas de cerca.
—¿Quién se habrá tomado la molestia de dibujar estas peculiares escenas?
Ensimismado como estaba, Elliot no se había dado cuenta de que Sheila no contestaba. La muchacha, muy sigilosamente, se había ido desplazando hasta que su espalda tocó la pared. Sin perder a Elliot de vista, tanteó a ciegas la pared hasta dar con la protuberancia que esperaba.
Cuando Elliot se dio la vuelta, apreció la mirada fija de Sheila y una mueca de lástima que apenas duró un instante.
—¿Sucede algo? —preguntó Elliot, sin moverse de su posición.
—Elliot, de veras que lamento tener que hacer esto, pero no tengo más remedio —le contestó Sheila.
—¿De qué estás hablando?
Entonces, Elliot vio que la temblorosa mano de Sheila estaba posada sobre una extraña palanca dorada.
—Escucha, si tienes algún problema, podemos hablarlo. No sé qué puede…
—No, Elliot, no hay vuelta atrás —le interrumpió Sheila con voz cortante—. No espero que lo comprendas, pero lo hago por mi padre.
Elliot, que a cada instante se sentía más desconcertado, no sabía qué decir.
—Te quiero y te deseo lo mejor.
Tras pronunciar estas últimas palabras, Sheila accionó la palanca y un estruendo resonó en la sala.
—¡Espera! —bramó Elliot en vano.
Las pinturas de la estancia parecieron cambiar de posición, Sheila desapareció y el espejo por el que habían llegado fue sustituido por un muro de piedra. En poco menos de dos segundos, la habitación únicamente contaba con su presencia. Cuando se dio la vuelta para investigar las novedades en la sala, se dio cuenta de la oscuridad que había a sus espaldas. Un nuevo y terrorífico corredor se había abierto. ¡Y él estaba solo!
—¿Sheila? —llamó inútilmente—. ¡Sheila!
Mientras el joven Elliot se debatía inciertamente en las profundidades de aquella pirámide, los ojos que aguardaban escondidos fuera vieron perfectamente cómo salía una chica. Habían entrado dos personas y ahora salía solamente una. Era obvio que el muchacho aún se encontraba dentro. Era todo lo que necesitaba saber.
Sin vacilar un instante, se perdió entre la arena del desierto.