Ni Elliot ni Eric cruzaron palabra alguna desde su enfrentamiento aquella tarde. Parecía mentira que una relación tan consolidada entre dos muchachos que encajaban a la perfección se hubiese fracturado en mil pedazos. Pero así era. A partir de aquel instante, Eric buscó apoyo en otros amigos, Coreen Puckett entre otros, aunque no le resultó fácil dejar atrás todo lo que había vivido junto a Elliot. Estaba dispuesto a ser fiel a su palabra interior y llegaría hasta el fondo de la cuestión que Sheila se traía entre manos. Costara lo que costase.
En cuanto a Elliot, los días siguientes los vivió más solitario que nunca. Si no estaba con Sheila, no se juntaba con nadie, lo que motivó que su carácter se volviera más hosco y huraño que nunca. Cada vez que su mirada se cruzaba con la de Eric y lo veía charlar con Susan Fosatti, Eloise Fartet o Coreen Puckett, la envidia lo corroía por dentro. Pero era en aquellos momentos de soledad, especialmente durante la noche, cuando Elliot se daba cuenta de que había algo que no funcionaba correctamente. Una pieza de ese rompecabezas que es la vida, sencillamente, no encajaba.
En cualquier caso, pese a sus meditaciones nocturnas, el odio de Elliot no menguó y afloró en la lección de Fogohechizos que tuvo lugar el miércoles antes de las elecciones para representante del Fuego.
—Ha llegado el momento de enseñaros un importantísimo hechizo defensivo que espero no tengáis que utilizar nunca —anunció el maestro Robichaux al inicio de aquella lección—. Se trata del Rayo Reductor.
Después, Robichaux los juntó en parejas y, curiosidades del destino, a Elliot y a Eric les tocó juntarse pese a haberse colocado en lados opuestos del aula. Con cara de pocos amigos, los dos se situaron frente a frente.
—El hechizo Rayo Reductor tendrá más potencia cuanto mayor sea la concentración del hechicero que la ejecuta —explicó el maestro mientras terminaba de colocarlos a todos a la distancia adecuada.
—Maestro Robichaux… —llamó Emery Graveyard.
—¿Sí?
—Usted ha dicho que es un hechizo defensivo pero, por lo que parece, también puede emplearse como arma de ataque…
Sus sibilinas palabras no fueron del agrado del maestro. Tras fruncir el entrecejo, el maestro replicó:
—Señor Graveyard, los elementales no se han caracterizado por ser combativos. Nunca un hechizo ha de ser utilizado para atacar a otra persona. Repito, nunca.
Emery Graveyard iba a abrir la boca, pero el maestro le interrumpió.
—Ya sé que a lo largo de la Historia ha habido numerosos enfrentamientos entre elementales y, lo que es peor, entre elementales y humanos. El hechizo que os voy a enseñar únicamente debe ser utilizado a la defensiva y en casos de extrema necesidad —aclaró, dando por zanjada la discusión con el muchacho.
Cuando consideró que todos los aprendices estaban en posición, dijo con voz clara:
—Bien, antes de comenzar y para que ninguno sufra daño alguno, haced el favor de ejecutar vuestro Escudo Protector.
Acto seguido, en la estancia resonaron las voces de los aprendices invocando el conjuro Scudetto. Justo entonces, el número de asistentes a la lección se duplicó. Al lado de cada muchacho habían aparecido sus respectivos escudos protectores, cada uno adoptando la forma del elemento al que pertenecía su aprendiz. Tanto Elliot como Eric habían visto las formas del Escudo Protector de Tierra, Agua y Aire. Para sorpresa de ambos, en esta ocasión el que invocó Elliot se transformó en una inmensa espiral de fuego. Era la primera vez que adoptaba aquella fisonomía.
Robichaux se mostró complacido por el nivel de magia de sus aprendices. No dudó en felicitar a Elliot, pues, sabedor de que no pertenecía a la escuela de Blazeditch, había logrado ejecutar a la perfección el Escudo Protector del Fuego. Inmediatamente después, les indicó el movimiento de manos y las palabras (Aplaccó) que habrían de pronunciar para realizar el Rayo Reductor.
Como ejemplo, practicó un hechizo de ataque sobre el Escudo Protector que consideró más consistente. Curiosamente, escogió el de Elliot. De su mano brotó un brillante haz de luz que fue a parar al centro del torbellino de fuego. Tan pronto recibió el impacto, el Escudo Protector de Elliot emitió una contundente respuesta. El maestro Robichaux hubo de demostrar unos magníficos reflejos para su edad, y ejecutó el Rayo Reductor inmediatamente. No obstante, la réplica del Escudo Protector de Elliot fue tan rotunda que el hechizo defensivo del maestro no pudo aplacarla en su totalidad, y le impactó parcialmente en el hombro. Cualquier elemental normal y corriente hubiese quedado fuera de combate; no así Robichaux, cuya singular resistencia al fuego le hizo soportarlo como si tal cosa.
—Caramba, muchacho —dijo entonces—, tu Escudo Protector no debería ser tan agresivo…
Pero aquello no fue nada comparado con lo que vino a continuación. En cuanto el maestro les dio la orden de comenzar, los disparos de ataque entre Elliot y Eric fueron malintencionados desde el primer instante. Afortunadamente, la ira que los corroía hacía que los rayos estuviesen dotados de mayor potencia —la ira es un claro enemigo de la concentración—, y menor precisión.
—Muchachos, muchachos. —El maestro los llamó al orden al tercer rayo que impactaba con virulencia a sus espaldas—. ¿Se puede saber qué les pasa?
Pero Elliot y Eric siguieron así diez minutos más, hasta que la paciencia del profesor se agotó y les castigó a ambos.
—En condiciones normales, deberían quedarse sin salir este fin de semana —apuntó con excesiva formalidad—. Sin embargo, puesto que se celebran las elecciones, seré benévolo con ustedes. Señor Tomclyde, dado que la mayoría de los destrozos los ha causado usted, se quedará a repararlos durante esta tarde. Señor Damboury, usted ayudará al señor Humpow en sus labores… también esta tarde.
Al oír aquello, la cólera en el interior de Elliot alcanzó su punto de ebullición. Eric pasaría la tarde tomando pastas y tazas de chocolate, mientras él se dedicaba a arreglar los desperfectos.
El domingo llegó sin mayores sobresaltos. Los maestros habían seguido el ejemplo de Yvain Robichaux y habían dejado a un lado los castigos de fin de semana, imponiendo penas mucho más livianas —como copiar líneas o ayudar al señor Humpow en sus labores de limpieza— o, incluso, pasando por alto las infracciones más leves. La explicación no era otra que las elecciones tendrían lugar en la propia escuela de Blazeditch, como se advirtió debidamente a los aprendices. Así pues, la escuela se convertiría por un día en colegio electoral.
Los aprendices desayunaron bien temprano aquel domingo. En el comedor encontraron bollería muy variada, cereales, gachas, fruta, zumos de todo tipo y muchísimas galletas. Se notaba en el distendido ambiente que era un día especial y poco habitual. Todos los muchachos se mostraban emocionados con el evento que tendría lugar aquel día, y no era para menos. Si bien es cierto que las últimas elecciones del mundo elemental databan del año 1998, no habían tenido lugar allí, sino en Windbourgh. Fue el año en el que Mathilda Flessinga se incorporó al Consejo de los Elementales. Las últimas elecciones celebradas en la escuela del Fuego se remontaban al año 1984; acto que culminó con la elección de Aureolus Pathfinder como representante del Fuego y director de la escuela de Blazeditch.
Si los aprendices se mostraban tan contentos era, además de por el correcalles que en breve se formaría en cuanto llegasen los primeros votantes, precisamente porque aquel día conocerían al nuevo director de la escuela. ¿Quién resultaría elegido? ¿Estarían finalmente Adnold Dowanhowee, Kyung Cheming y Shafiga Wyckoff entre los candidatos finales para la elección? ¿Se habría incorporado alguien más a última hora a la reducida lista de electos? La respuesta a todas estas preguntas la tendrían aquella misma noche.
La escuela tenía todo preparado desde la finalización de las lecciones del viernes. El incremento del número de aprendices castigados a ayudar al señor Humpow le había venido espléndidamente al guardián para mover mobiliario y limpiar mucho más a fondo aquellos lugares donde las arañas tejían sus trampas. Así pues, los últimos retoques fueron dados en la espaciosa aula de Fogohechizos, donde se habían colocado las mesas electorales. Las urnas y las papeletas las habían aportado los miembros de la Comisión Electoral Elemental, según dictaba la normativa.
Tan pronto los aprendices abandonaron el comedor, se dispuso un tentempié para los miembros del Consejo de los Elementales y los de la Comisión Electoral Elemental, entre los que se encontraba el señor Damboury. Como si del Claustro Magno se hubiese tratado, allí permanecieron encerrados durante poco más de media hora. Nadie más, salvo los reunidos en aquel lugar, tuvo conocimiento de lo que allí se debatió. Cuando hubieron terminado, minutos antes de las nueve, todos se ubicaron en sus respectivos puestos, preparados para recibir a la marea de votantes.
A las nueve en punto de la mañana, las puertas de la escuela de Blazeditch se abrieron y el señor Humpow dejó pasar a la gente que ya se agolpaba a la entrada de la inmensa pirámide.
El camino que llevaba al aula de Fogohechizos estaba perfectamente señalizado y no había pérdida alguna. Sin embargo, a la entrada del aula se había establecido un control de seguridad. Y es que en aquellas elecciones únicamente tenían derecho a votar los elementales del Fuego, por lo que ningún otro elemental —salvo los interventores, por su condición neutral— tenía derecho a acceder a la sala de votación. La verdad es que no había un censo de votantes propiamente dicho. Puesto que procedían del mundo entero, hubiese sido extremadamente complicado hacerse con la identificación de todos y cada uno de los elementales del Fuego. Si bien es cierto que también se podía haber acudido a los registros de las escuelas del Fuego, empezando por la de Blazeditch, y ver quiénes habían realizado realmente su aprendizaje allí, hubiese resultado una labor ardua, trabajosa y no del todo segura.
En cualquier caso, había un método mucho más sencillo para saber quién era elemental del Fuego y quién no. Por eso mismo habían acudido los miembros del Consejo de los Elementales. Acostumbrados todos los años a realizar la selección de aprendices para las escuelas, sabían perfectamente que la Vara no fallaba jamás. Se trataba de un bastón mágico, que tenía el poder de identificar el elemento que la Madre Naturaleza había asignado a un elemental. Al contacto de las manos del hechicero en cuestión, la Vara reaccionaba de una u otra forma según se perteneciera a la Tierra, el Aire, el Agua o el Fuego. Sólo una persona había conseguido que, uno tras otro, los cuatro elementos activasen la magia de la Vara: Elliot Tomclyde. Pero él no podría votar por no haber superado su fase de aprendizaje.
Así pues, todo elemental que desease emitir su voto, antes debería superar la prueba de la Vara. En fila india, los recién llegados fueron pasando, uno por uno, la sencilla pero eficiente prueba mágica. Durante poco más de dos horas, todo transcurrió con absoluta normalidad. Fue entonces cuando comenzaron a sucederse los primeros percances que, huelga decir, no eran inesperados. Resultaba evidente que nadie provocaría un altercado a primera hora del día, cuando todo el mundo está fresco y atento. Los picaros y espabilados comenzaron a hacer acto de presencia pasado el mediodía, cuando había una mayor afluencia de gente. El nerviosismo era palpable, el cansancio por las colas, el calor, la aglomeración de gente… Todos eran factores en los que los tramposos se podían amparar para lograr su cometido, pero que la Vara no dudaba en delatar al instante. En lugar del brillo rojo, característico del Fuego, parpadeaba con diferente intensidad en los otros tres colores elementales: verde, azul o blanco.
De nada sirvieron las excusas. Ningún elemental podía delegar su voto, sin condición alguna. Las votaciones eran personales e intransferibles, de manera que, quien no se personase en Blazeditch, no tendría voz en aquellas elecciones. Justo o injusto, era el sistema que en su día sugirió —y que se dio por válido— Fétidus Sufreth.
Por su parte, los aprendices vivían entusiasmados el acontecimiento. En realidad, la sensación tan sólo duró los primeros instantes por aquello de la novedad. La emoción por las elecciones y la afluencia de público se diluyeron como terroncillos de azúcar incluso antes del mediodía. Los jóvenes, lejos de poder sentirse útiles, comenzaron a aburrirse y pronto decidieron abandonar la escuela para despejarse, dar una vuelta y charlar con los amigos. Al fin y al cabo, el momento álgido del día llegaría al anochecer, cuando el recuento de votos se hubiera realizado. Si todo marchaba con corrección, como era tradición, aquella misma noche compartirían cena con el nuevo director… y, a su vez, nuevo representante del Fuego.
Uno de los primeros en abandonar la escuela fue Elliot, a instancias de Sheila. También Eric decidió escabullirse. Ni siquiera había tenido la oportunidad de saludar a su padre, que estaba agobiado por el trabajo. No le importó. Tenía una misión que deseaba llevar a cabo. En cuanto vio que Sheila y Elliot cruzaban el umbral de la entrada principal, sospechó que la chica lo había hecho para alejar a su amigo del resto de sus secuaces.
¿Qué tramaban? Ésa era la pregunta que Eric ansiaba responder. Por lo pronto, estaba prácticamente convencido de que Sheila encabezaba un grupo que estaba compuesto por Emery Graveyard y las gemelas Pherald, entre otros. No sabía a qué podían dedicarse ni cuál era su objetivo, pero tenía la ligera impresión de que algo tenía que ver con Elliot.
Pasada la una de la tarde. Eric vio a Emery Graveyard salir de la pirámide y decidió seguirle. Estaba seguro de que, si Elliot estaba fuera de juego, aprovecharían para tener alguna reunión o preparar alguna acción. Se equivocó. Apostó por seguir a Graveyard durante casi todo el día, pero no hizo nada interesante. Se vio con algunos amigos, entró en una tienda de bromas pesadas, se acercó a una concurrida heladería para tomar un sorbete con hielos que no se derretían… Pero no tuvo contacto ni con las gemelas ni con nadie del misterioso grupo… que él conociese.
Su instinto de joven y novato detective le decía que tal vez se había equivocado de persona. Posiblemente aquel día hubiese sido más propicio seguir a Irina o a Thania Pherald. En cualquier caso, se sintió desalentado, pues él era uno solo, luchando contra un grupo que contaba con, al menos, seis componentes.
Pasadas las ocho, decidió volver a la escuela. A aquella hora, casi con toda seguridad se habrían cerrado las urnas y estarían realizando el ansiado recuento.
Eric no andaba desencaminado en su pensamiento. Cuando llegó a la magnífica pirámide, el recuento prácticamente había concluido. Pese a que el colegio electoral cerraba a las ocho en punto, el recuento se hizo a gran velocidad ya que el número de votaciones había sido muy inferior al de otras elecciones. Hasta tal punto que muy probablemente habían sido las elecciones con menor participación en la historia elemental. Sin embargo, no era un detalle que, desgraciadamente, sorprendiese en exceso. El reducido interés se debía, sin lugar a dudas, a la falta de candidatos. Las ausencias de Adnold Dowanhowee, Kyung Cheming y Changa Wyckoff habían propiciado que los votantes hubieran tenido que optar entre los dos candidatos más flojos, Deyan Drawoc y Meredith Lowery. Ambos habían promovido sendas campañas electorales con muchas promesas vacuas y sin grandes contenidos, que despertaron el interés de muy poca gente.
Pasadas las nueve de la noche, se anunciaba a Deyan Drawoc como vencedor de los comicios y sucesor de Aureolus Pathfinder en los cargos de representante del Fuego en el Consejo de los Elementales y de director de la Escuela de Blazeditch.
Desilusionados, pero resignados, los interventores decidieron abandonar la escuela sin siquiera aguardar a la cena. Todos ellos, conscientes de lo que había sucedido, preferían buscar consuelo en sus hogares. Por su parte, los aprendices se mostraban esperanzados.
—A lo mejor nos da una semana de vacaciones para celebrar su elección —comentaba con ilusión un aprendiz de primer curso.
—¿Y si suprime alguna de las asignaturas? —preguntó uno de segundo—. ¡Sería estupendo!
Estas opiniones no eran las únicas que se oían por los corredores de la escuela. Casi todos apostaban que con la llegada del nuevo director tal vez se diesen novedades en los estudios y en la forma de llevar las riendas del centro. Quién sabe, tal vez hasta despidiese a Iceheart, sugirió un muchacho de cuarto curso.
Pronto lo sabrían.
El comedor se había engalanado para la ocasión. Jamás se había visto una cosa igual. Era como si se hubiesen juntado las celebraciones de Navidad, inicio y fin de curso. En cuanto se adentraron en la estancia, tanto Elliot como Eric pensaron que Úter Slipherall había tenido mucho que ver con aquella decoración y se apresuraron a buscarlo con la mirada. El resultado fue negativo, pues había sido Robichaux el artífice del trabajo. El maestro de Fogohechizos era todo un especialista en pirotecnia, y los fuegos artificiales explotaban en el techo para deleite de los asistentes. También había guirnaldas confeccionadas con bengalas, bolas de fuego de múltiples colores y, por supuesto, un menú especial.
Una de las primeras órdenes del director Drawoc había sido un cambio radical en la cocina. Como buen europeo que era, detestaba las comidas exóticas. Era amante de la cocina mediterránea, especialmente la española. Así pues, a partir de aquel día en la escuela de Blazeditch el bufet presentaría gran variedad de ensaladas y verduras, carnes asadas, pollo y pescado. Sí mantuvo el dóner kebab en el menú pues, según dijo, «de vez en cuando es agradable disfrutar de algo autóctono». Para los postres, reservó las tartas, la fruta, los quesos… y los helados. Deyan Drawoc era un amante de los helados italianos, especialmente el de dulce de leche.
Contentos como estaban, a ninguno de los aprendices le extrañó que Deyan Drawoc fuese una persona oronda, con un caminar similar al de un pato. Tenía unos ojos grises, completamente inexpresivos, y una nariz roja y redondita, como la de un borrachín. El resto de su rostro permanecía oculto tras una bien nutrida barba de color miel, que las canas habían comenzado a devorar.
A su lado estaban Frígida Iceheart —que no parecía temerosa de poder perder su puesto como maestra—, Yvain Robichaux —orgulloso de sus fuegos artificiales—, Rusul Vath, Ewa Palma, Assumpta Cassiopea y el maestro Lecturitis, así como los demás maestros de la escuela. Ninguno echó en falta al señor Humpow, que había preferido recluirse en «su» Refugio de Mascotas. Lo que nadie sabía era que el nuevo director le había ordenado permanecer allí «para no dañar su vista».
—Queridos aprendices de la escuela de Blazeditch —saludó el nuevo director después de aclararse la voz para llamar la atención—. Aunque ya os habrán informado de ello, mi nombre es Deyan Drawoc y me complace anunciaros que desde hoy dirigiré la escuela de Blazeditch. No soy muy bueno dando discursos de bienvenida con el estómago vacío así que, si os parece bien, primero cenaremos.
Los aprendices aceptaron de buen grado aquella iniciativa y se sentaron a las largas mesas.
Elliot se había colocado junto a Sheila y hablaban muy divertidos acerca de la jornada que habían pasado y sobre el grato cambio en la comida. Para celebrarlo, Elliot se había servido un buen plato de pasta acompañado por poco menos que un pollo asado. Eric se había sentado en el otro extremo de la mesa, junto a Susan Fosatti y Eloise Fartet, aunque no le quitaba el ojo de encima a Elliot. Hasta tal punto que Susan no pudo reprimir la pregunta:
—¿Sucede algo entre Elliot y tú?
—No… Nada en particular —mintió descaradamente Eric.
—Pues nadie lo diría —insistió Susan—. Desde que os conozco, siempre os he visto juntos. Sin embargo, este año parece que las cosas han cambiado. ¿Acaso os habéis peleado?
Mientras hablaba la muchacha, Eric tuvo una idea. ¿Y si Susan y Eloise le ayudaban en su tarea? No le vendría mal que le echaran un cable. De hecho, siendo tres les sería mucho más fácil controlar a los miembros del sospechoso grupo. Rápidamente tomó la decisión de contarles, con mucho tacto, sus recelos, y cómo Elliot había cambiado radicalmente desde que se veía asiduamente con Sheila.
—Oh, ¡no seas tonto! —le espetó Susan cuando terminó su relato—. Lo que Elliot quiere es que le dejes pasar más tiempo a solas con Sheila. Tu problema es que tienes celos, Eric.
Esa última frase le sentó a Eric como si una anguila le hubiese soltado una descarga eléctrica.
—Creo que Susan tiene razón —convino Eloise—. No deberías preocuparte por ellos.
—No lo comprendéis, no lo comprendéis —dijo Eric, moviendo la cabeza de un lado a otro. Aunque había tratado de explicárselo con todo lujo de detalles, las dos chicas no conocían a Elliot ni a Sheila tan bien como él. No vivieron el incidente con las gemelas Pherald en Hiddenwood, ni tenían constancia de la enemistad que los unía con Emery Graveyard… Trató de explicárselo una vez más—. No me irás a decir que te llevas bien con Emery Graveyard… —apostilló Eric, al final de la nueva explicación.
—Eric, que vosotros os llevéis mal con estas personas, no significa que todo el mundo tenga que dejar de hablarles, ¿comprendes? —concluyó Eloise con bastante sensatez, pese a las quejas de Eric.
—Sí, puede que Sheila se lleve bien con ellos —apuntó Susan refrendando la tesis de su amiga.
Eric, resignado, decidió cambiar el tema de la conversación. Pronto se vieron hablando de las elecciones y sobre las nuevas iniciativas del director Drawoc. Estaba claro que estaba solo y solo se quedaría.
Cuando todos hubieron degustado las delicias de las tartas de chocolate y frambuesas, los cremosos helados y los espumosos batidos especialmente preparados para la ocasión, llegó el turno del discurso de Deyan Drawoc. Curiosamente, los aprendices se dieron cuenta de que si antes tenían pocas ganas de escucharlo, muchas menos tenían ahora. Algo similar le sucedía al nuevo director a la hora de soltar su perorata, por lo que decidió acortar su sermón.
—Bien, bien, bien —dijo para romper el hielo—. Creo que ha merecido la pena tomar estos deliciosos alimentos antes de mi pequeña charla. Quiero agradeceros a todos vuestra presencia hoy aquí, para celebrar conmigo este momento tan importante en mi vida.
»Mi designación como representante del Fuego supone la guinda que coronaría cualquier pastel. Grandes son los retos que se presentan por delante y muchos los cambios que quiero promover. Entre otros y, para que veáis que he empezado a trabajar desde hoy mismo, he decidido cambiar el nombre de la asignatura Fogohechizos por el de Heliohechizos.
La noticia pilló por sorpresa al mismísimo Robichaux, que giró la cabeza y miró con el entrecejo fruncido a Deyan Drawoc. No iba a protestar en público, pero saltaba a la vista que no se mostraba conforme con el cambio.
—Como decía, tengo en mente muchas más variaciones, pero debo discutirlas con mis colegas del Consejo —anunció con desdén, como si tal cosa—. Mañana mismo partiré a Hiddenwood donde se sucederán las reuniones en el Claustro Magno para ponerme al día de los asuntos que atañen al mundo elemental.
El discurso no duró mucho más y los aprendices tampoco se mostraron demasiado interesados. El cambio de denominación de la asignatura Fogohechizos no había supuesto una gran novedad para los muchachos, que esperaban más vacaciones o fines de semana más amplios. Por lo menos había mejorado el aspecto de la comida, que no era poco.
Y con ese pensamiento marcharon a sus respectivas habitaciones. El día siguiente era lunes y las lecciones se reanudarían.
El tercer día de octubre, el posterior a las elecciones, los aprendices se levantaron no sin pocas dificultades. Al despertar, Elliot sintió que las légañas atenazaban sus ojos. Salió de su dormitorio ya vestido y dispuesto a disfrutar de un agradable desayuno. Cuando llegó a la salita de estudio, vio a un grupo de tres o cuatro chicos de cursos inferiores que comentaban una nueva noticia en el panel. Sintió curiosidad y se acercó hasta él para ver de qué se trataba.
Aún hubo de entornar sus ojos para ver que se trataba del elenco de miembros del Consejo de los Elementales. Como era natural, ya había sido actualizado, pues incluía a Deyan Drawoc como inmediato sucesor de Aureolus Pathfinder. Elliot se entretuvo unos minutos estudiándolo con detenimiento. Al parecer, el origen del Consejo de los Elementales se remontaba al año 1435, con Reynaldo Stormy, Jazmín Cerestes, Pollux Barnard y Castor Barnard. Rápidamente intuyó que estos dos últimos debían de ser hermanos.
Luego se dedicó a buscar nombres que le resultaran conocidos. Además de los actuales componentes del Consejo, le hizo gracia encontrar al enérgico Bonifacius Sandwip. El lo había llegado a conocer, al menos en su forma de busto en el Claustro Magno de Hiddenwood. Tenía ganas de regresar allí estas Navidades y colarse para poder tener unas palabras de agradecimiento con el nuevo busto de Aureolus Pathfinder.
También se acordó del viejo Finías Tomclyde. Él coincidió en vida con el propio Bonifacius Sandwip y con Rigelus Gardelegen. El Consejo de los Elementales en la época de su antepasado se completaba con Romina Hierbabuena y Selena Dunes, como demostraba la lista. Siguió buscando nombres conocidos durante un buen rato. Le sonaba de algo Weston Lamphard pero, en aquel momento, no habría sabido decir por qué. Sin embargo, debió de tener escasa relevancia porque únicamente llevó las riendas del Aire entre 1798 y 1799. Finalmente sus ojos se detuvieron ante la figura de Fétidus Sufreth, el polémico instaurador de las elecciones elementales.
No se detuvo más ante el panel y se adentró en el corredor que conducía al comedor.
Aunque hasta aquel día no había habido quejas por los desayunos, los muchachos también notaron una mejora sustanciosa en éstos que, sin dudarlo, asociaron a la intervención de Deyan Drawoc. Se había incrementado la variedad de la bollería y cereales, que los aprendices devoraron gustosamente antes de marchar a la clase de Astronomía.
—Puesto que el próximo miércoles doce de octubre será la luna llena, la noche de los domingos veintitrés y treinta de este mes las dedicaremos a poner en práctica vuestros conocimientos adquiridos durante este primer mes de clase en sendas sesiones de observatorio —anunció la maestra Cassiopea con gran satisfacción, antes de indicarles que podían proseguir con su estudio.
Aunque el director Drawoc se hubiese ausentado de la escuela, la actividad siguió con su habitual ritmo durante las dos semanas siguientes. Únicamente el maestro Robichaux parecía un tanto contrariado con el cambio de denominación de su asignatura. Aun así, decidió no exteriorizarlo en exceso.
Precisamente, no fue hasta el penúltimo sábado de octubre cuando el nuevo director regresó a la escuela. El elemento Fuego llevaba más de dos meses sin representante y el trabajo se había acumulado sin remedio. Sin embargo, aquello no suponía óbice alguno para que Deyan Drawoc se entretuviese con extensos almuerzos, disfrutase de buenas siestas o dedicase los fines de semana a despejarse. Su carácter pasivo le hacía actuar a menudo de forma despreocupada. Había dos cuestiones que requerían atención urgente en el elemento Fuego: llegar hasta el fondo en el posible sabotaje de las elecciones, e investigar la alarma procedente del Museo de El Cairo con la desaparición de momias legendarias.
Deyan Drawoc estaba en su despacho. Su descomunal escritorio de caoba se encontraba atestado de escritos y asuntos pendientes de resolución, pero aquello parecía no importarle demasiado. Sus posaderas descansaban sobre un enorme butacón forrado en terciopelo rojo y a su lado descansaba una mesita dorada en la que se hallaban intactos los ejemplares de los principales diarios internacionales. Estaban, entre otros, la última edición del norteamericano New York Times, del francés Le Fígaro, del español El Mundo y del egipcio Al Ahram; hasta había un ejemplar del modesto diario Le matin du Québec. Todo lo que hacía Deyan Drawoc era mirar con escepticismo las portadas.
—¡Qué tontería! Desapariciones de momias —musitó sin apartar la mirada de los llamativos titulares de los diarios—. Seguro que se trata de una broma pesada o de algún ladrón de poca monta. Estos hombres ya no saben qué hacer para vender periódicos. Momias… Y el viejo Gardelegen pretende que dedique mi tiempo a esta estupidez.
En ese preciso instante, llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo Deyan Drawoc, aún pensativo.
—Buenos días, señor. Me ha llamado, ¿verdad? —Quien acababa de llegar era el señor Humpow.
—Ah, sí, sí —contestó el director transcurridos unos segundos, tratando de evitar cruzar la mirada con el guardián de la escuela—. Sí… Le agradecería que llamase al joven Tomclyde —Se aclaró la garganta y dijo entonces—: Ya sabe, como director debo interesarme por la formación de todos los aprendices.
—Claro, claro. Hoy no ha salido a la ciudad… Tenía que cumplir un castigo con la maestra Iceheart.
—¡Un castigo! —exclamó de pronto Deyan Drawoc—. No importa. No creo que haya hecho nada tan grave como para no poder presentarse en el despacho… del director.
—Desde luego, señor.
El señor Humpow abandonó la estancia sin más dilación y acudió presuroso al aula en la que se encontraba el muchacho. La llamada del director fue recibida con distintas reacciones por parte de ambos. En un principio, los ojos de Elliot se sobresaltaron y tragó saliva. ¿Acaso lo iban a expulsar? ¿Debería repetir tercer curso en Hiddenwood tal como había advertido Cloris Pleseck? Sin embargo, no era eso lo que debía de estar pensando Iceheart. Su tez se puso roja, sus labios se arrugaron más que de costumbre y bufó como un toro enfadado. Sólo entonces, cuando vio esa reacción, Elliot se alegró de librarse del castigo.
Salió de la habitación sin volver la mirada atrás y casi sin poder contener una sonrisa. El señor Humpow cerró la puerta y, tras girar por dos recodos, metió el dedo en el ojo de una estatua que representaba a Anubis y se adentró en el pasadizo que acababa de abrirse a su derecha.
—Gracias —dijo Elliot, pensando que todo se había tratado de una treta para librarle del castigo.
El señor Humpow rápidamente comprendió lo que pensaba el chico.
—Muchacho, hacía tiempo que tenía ganas de hablar contigo —anunció el guardián de la pirámide.
—¿Qué tal está Pinki? —preguntó entonces Elliot.
—Tu mascota está bien, tal como te prometí —aseguró el señor Humpow—. Sin embargo, deberías cuidar a tus amigos.
Elliot frunció el ceño.
—¿Te refieres al entrometido de Eric?
—Me refiero a tu amigo Eric.
—No quiero saber nada de él. Es…
—Es un muy buen amigo que está preocupado por ti… y tiene motivos para ello —interrumpió el hombrecillo antes de que el muchacho dijese algo de lo que se pudiese arrepentir.
—No hace más que…
—Interesarse por ti —volvió a adelantarse el señor Humpow.
Puso sus grotescas manos sobre los hombros del muchacho y lo miró fijamente con sus penetrantes ojos.
—Escúchame, Elliot. El día que Eric estuvo en Refugio de Mascotas, me contó vuestro problema. Me consta que no lo está pasando nada bien, pero está empeñado en ayudarte como sea.
—Ése es el problema, que no necesito ninguna ayuda. No hace más que hablar de una estúpida conspiración…
—¿Tan seguro estás de que no es real?
Elliot miró con sorpresa al guardián de la escuela.
—¿Qué quiere decir?
—Que deberías hacer más caso a tu amigo. Tengo mucho trabajo pero, aun así, he podido corroborar sus afirmaciones. Tu «amiga» Sheila se ha estado viendo en secreto con esas gemelas, el chico moreno de mirada desagradable y un par de chicos más de armas tomar. Si te soy sincero, no sé qué andan tramando. En cualquier caso, si es cierto lo que me ha contado Eric sobre esos muchachos, no me extrañaría nada que fuese algo para andarse con pies de plomo.
—Así que te fías de la palabra de Eric…
—Tanto como de la tuya —fue la contundente respuesta.
—Bien, gracias pero creo que sé cuidarme solo —escupió Elliot antes de darse media vuelta.
—Muchacho, ¿dónde crees que vas?
—Eh…
—El director quiere hablar contigo.
Elliot giró la cabeza, pero por el rostro del señor Humpow dedujo que no se trataba de ninguna broma.