Todo a su alrededor relucía con aquel blanco deslumbrante. De pronto, ese entorno desaparecía y se volvía tan negro e insondable como un abismo. Su cuerpo se agitaba angustiado, con desesperación. Le faltaba el aire. Luchaba afanosamente por asirse a algo y salir de allí, pero era imposible. Notaba que su túnica pesaba demasiado y le arrastraba irremediablemente a las profundidades, y cada vez se sentía más agobiado. Sus fuerzas comenzaban a abandonarle, ahogadas por ese frío penetrante. Justo entonces, cuando comenzaban las convulsiones y su vida se veía abocada a un trágico final, apareció aquella figura de la nada.
En aquel momento se despertó.
Sintió su boca reseca y la lengua un tanto hinchada por la falta de agua. Sacudió su cabeza con vehemencia, tratando de ahuyentar aquella pesadilla que lo perseguía sin cesar cada vez que cerraba sus ojos. Era una pesadilla tan real… Y siempre se despertaba en el mismo instante del sueño. Igual que la figura que aparecía en su sueño, su mente acudía al rescate y lo devolvía a la vida.
Hacía un calor insoportable. El sol le estaba dando de lleno en su curtido rostro y pudo abrir los ojos a duras penas. Aún se mantenía recostado sobre esa palmera datilera. ¿Dónde estaba? Llevaba viajando… ¿Desde cuándo? Había perdido completamente la noción del tiempo. De alguna manera, se las apañaba para orientarse por la posición del sol. Sabía que debía atravesar un espacio amplísimo de terreno desértico, pero hacía tiempo que había olvidado el día en que vivía.
Aún estaba haciendo numerosas conjeturas cuando un extraño bufido lo sacó de aquel estado de sopor. Había sonado a sus espaldas… y muy cerca. Volvió su cabeza despacio, procurando no hacer movimientos bruscos. De pronto, una sombra se proyectó sobre su cara. Un rostro peludo de color canela, grandes orificios nasales y ojos vivarachos lo miraba fijamente. Dio un respingo y, sobresaltado, se echó hacia atrás utilizando sus manos y pies, como si de un cangrejo se tratara.
Cuando se hubo alejado un par de metros de la monstruosa criatura, comenzó a reírse a carcajadas. Allí se encontraba él, un viajero solitario en medio de ninguna parte, asustado por un animal con dos jorobas. ¡Era un camello!
No tardó en oír unas voces y unas risas más allá. Vio cómo varios hombres, enfundados en ropajes blancos y retorcidos turbantes, se apeaban de sus monturas para estirar un poco las piernas. A los camellos no les vendría mal un poco de reposo, y ellos repondrían fuerzas y rellenarían sus odres con el agua dulce de aquel oasis.
Los observó con detenimiento. Sin duda era una caravana del desierto. Contaba con una decena de camellos, cargados de provisiones y mercancías, con las que aquellos hombres se pagarían el pan y sacarían adelante a sus familias. Decidió acercarse un poco más, para tratar de oír lo que decían. Se aproximó tanto que bien podía haberse unido a la conversación como si fuese uno más. Pero no le podían ver. El era un elemental y era imposible que le descubrieran. Más aun, no debía dejarse ver por nadie; ni siquiera por un grupo de humanos.
Los hombres habían formado un pequeño corrillo mientras se llevaban algo a la boca para matar el gusanillo. Estuvo tentado de tomar algo de sus alforjas, pero se abstuvo. Llevaba alimentándose de frutos silvestres desde que partiera en aquel viaje sin fin y tenía unas ganas desbordantes de probar un bocado decente. Pero, casi con toda seguridad, aquellos mercaderes viajaban con las raciones de comida muy ajustadas y no podían permitirse el lujo de perder una sola de ellas.
Les oyó hablar de los precios que se manejaban en los mercados, de sus respectivas familias e, incluso, de algo de política. Lógicamente, no sabían nada de la política elemental, algo que le hubiese interesado sobremanera. O mucho se equivocaba, o pronto tendrían lugar las elecciones en el elemento Fuego. Eso, si no habían tenido ya lugar… Cuando los hombres comenzaron a hablar del tiempo, se alejó sobre sus propios pasos.
Comenzaba a atardecer y seguramente los viajeros acamparían allí durante la noche, para aprovechar el frescor de las primeras horas del día siguiente. El, por su parte, haría lo propio. Pero ahora le apetecía salir a dar un pequeño paseo.
Se había alejado un centenar de metros del oasis, acosado por un sinfín de preguntas. ¿Qué iba a ser de su vida a partir de aquel instante? No tenía un lugar al que ir, no tenía a nadie en quien confiar, nadie con quien hablar… Todo era un cúmulo de incertidumbres y preguntas sin respuesta que le asfixiaban hasta dejarle exhausto. Y así llevaba todo el viaje…
Algo interrumpió sus pensamientos.
—No es posible —murmuró para sus adentros.
La había visto fugazmente, pero sabía que no era un espejismo. Se había movido entre las dunas que se agolpaban no muy lejos de su posición. Sus ojos no le engañarían. Estaba acostumbrado a los desiertos, al fuego, al calor. Podía sufrir sus efectos, porque no era inmortal. Pero el Fuego era su elemento y conocía muy bien a todas sus criaturas. Si lo que acababa de ver era real, el mundo de los elementales corría un gravísimo peligro.
Y lo que acababa de ver era tan real como la vida misma.
Unos segundos después, la imagen se repitió multiplicada por cuatro. Ahora podía divisarlas con total claridad. ¡Y eran cuatro! Ese andar lento y desgarbado, esa inusual corpulencia, las vendas de lino desgastado… Hacía más de un siglo que no se veían momias en activo. Sin duda, sabía muy bien quién estaba detrás de todo aquello y lo que significaba. Tánatos estaba recuperando a sus antiguos aliados y se hacía más fuerte cada día que pasaba.
—Tánatos… —suspiró, mientras observaba cómo las criaturas avanzaban con decisión.
Las momias se detuvieron en seco. ¿Le habrían oído? ¿Acaso era posible? Parecía que miraban en su dirección. ¿Realmente podían ver? Durante un buen rato, permanecieron quietas, con sus cabezotas erguidas. Parecían estatuas recortadas por el sol poniente. Él también se mantenía inmóvil, completamente callado, conteniendo incluso la respiración.
Entonces, el viento arrastró unas alegres carcajadas procedentes de las proximidades. No era él quien había llamado la atención de las momias. Habían sido los mercaderes quienes, en su distendida situación, estaban armando un gran alboroto. El jolgorio siguió, si cabe, con mayor intensidad. Las momias, como invitadas a la fiesta, reemprendieron la marcha pero, esta vez, en dirección al pequeño oasis.
—¡Por los cuatro elementos! —exclamó el viajero desde su privilegiada posición.
Miró a sus espaldas y vio a los mercaderes charlando animosamente, con despreocupación. Si las brutales criaturas llegaban hasta allí, los iban a hacer picadillo. Con un poco de suerte, los camellos huirían a tiempo. Las mercancías se echarían a perder, desde luego. Y si alguno de los hombres sobrevivía, ¿qué sería de ellos cuando se viesen aislados en el desierto? Ellos no eran elementales. No le cabía ninguna duda de que, de sobrevivir, no podrían aguantar los duros embates del desierto.
Tenía que hacer algo para ayudar a esos pobres desgraciados, pero ¿qué? Muy pocas cosas eran las que se sabían acerca de las momias. Aunque no hubiesen sido avistadas en un siglo, sí se había debatido sobre ellas en numerosos congresos elementales. Lamentablemente, nadie había encontrado una solución satisfactoria para combatirlas. Si había algo en lo que todo el mundo parecía estar de acuerdo era en su indestructibilidad. Como tales, las momias eran criaturas muertas. No importaba que tuviesen la capacidad de andar o de destruir. Eran seres del abismo que no podían ser derrotados por ningún hechizo elemental. No obstante, en uno de aquellos congresos, alguien comentó la posibilidad de encontrar alguna criatura capaz de combatirlas como un igual. Específicamente, había hablado de los dinosaurios. Al fin y al cabo, eran animales extintos, muertos hacía millones de años… No recordaba el nombre del elemental que hizo aquel comentario, pero sí que estuvieron a punto de echarle a patadas del congreso…
Pero ahora no había dinosaurios ni nada por el estilo. Las momias avanzaban inexorablemente y él tenía que hacer algo. ¿Y si advertía a los hombres? Rápidamente desechó tal idea. Si se presentaba ante ellos como una aparición, podrían llevarse un susto morrocotudo. ¿Huirían? Tal vez sí… tal vez no. Además, si no echaban a correr, perdería un tiempo precioso explicándoles cómo había llegado hasta allí y avisándoles del peligro que corrían.
No… Tenía que hacer algo con las momias. No había hechizos capaces de derrotarlas pero ¿podría combatirlas? Probablemente no en un cuerpo a cuerpo. Confiaba en su poder, estaba en su propio elemento… pero eran cuatro. Si sólo hubiese sido una, con el rayo reductor tal vez hubiese logrado alejarla. Pero no era el caso. Necesitaba algo más contundente.
Miró a su alrededor. El cielo completamente despejado se teñía de naranja rojizo. Salvando el oasis, el resto era un cúmulo de dunas de arena fina que se perdían en el horizonte. No había nada. Ni siquiera una brizna de aire. Aire… Y aquello le dio una gran idea. No era su elemento, pero sí podía hacerlo. Estaba convencido de que podría levantar una tormenta de arena. Eso no destruiría a las momias, claro está. Pero, si cobrase la suficiente intensidad, tal vez las hiciese cambiar de idea.
¿Rompería el equilibrio con ese hechizo? Sólo de pensarlo, le hirvió la sangre. ¡Al cuerno con eso! Ahora era más importante salvar vidas. Además, ¿quién iba a rendirle cuentas?
Acto seguido, cerró sus ojos en busca de la máxima concentración. Alzó sus brazos y las holgadas mangas de su túnica desgastada le cayeron hasta los codos. Comenzó a recitar un cántico en un susurro inaudible. Únicamente las fuerzas elementales se hicieron eco de aquella voz. La túnica rojiza comenzó a ondear ligeramente al tiempo que la brisa comenzaba a rodear al viajero elemental. Poco a poco, la arena se fue levantando formando un remolino. A cada segundo que pasaba, el aire giraba con más fuerza, alzando más y más arena.
En pocos minutos, los mercaderes se asustaron al ver el tornado de arena que se estaba levantando a un centenar de metros de su posición. Estaban tratando de agrupar a sus camellos para huir de allí cuanto antes, cuando algo extrañísimo sucedió.
Fue como si un gigante hubiese asestado un mazazo con todas sus fuerzas sobre el remolino. Tan rápido como se había alzado, descendió con una indescriptible virulencia. El aire que hasta entonces giraba en dirección vertical, se expandió en una línea horizontal que abarcaba más de un kilómetro de extensión. Los mercaderes gritaron asustados al ver tan poderoso e inexplicable espectáculo, pero respiraron cuando vieron que la tormenta desatada se iba en la dirección opuesta.
El viajero permanecía impasible, alzando la voz cada vez más, sin dejar de pronunciar ese cántico elemental. La arena y el viento bailaban a su son a lo largo y ancho del desierto. Seguía con los brazos abiertos cuando abrió los ojos. Fue entonces cuando interrumpió el cántico para unir sus manos dando una fuerte palmada.
La tormenta de arena se desató sin más preámbulos y se alejó de la posición de su creador. Comenzó a devorar metros y metros de desierto, levantando cada vez más arena a su paso. Era como un rodillo de amasar pan, que alisaba todo cuanto dejaba a su paso.
Cinco minutos después, todo había terminado. Exhausto, el viajero cayó rendido al suelo. Aún no estaba tan fuerte como pensaba, pero el conjuro parecía haber surtido el efecto deseado. El desierto se mostraba tan plano como un plato y no había ni rastro de las momias. ¿Habrían quedado sepultadas? ¿Habrían volado con la tormenta? Lo ignoraba. Pero sabía que los mercaderes podrían descansar tranquilos aquella noche. Y él también.
Con paso cansino, regresó a la vera del oasis. No le extrañó que los mercaderes estuviesen hablando de la extraña tormenta que se había formado a escasos metros de sus narices y de la suerte que habían tenido. Él, por su parte, no consideraba que fuesen afortunados. No había hecho más que demorar algo que había comenzado. Si no era hoy, alguien sufriría pronto los efectos de las momias.
Preocupado, se recostó sobre su palmera datilera. Debía de recuperar fuerzas antes de iniciar de nuevo la marcha. Seguro que el Consejo de los Elementales estaba al corriente del retorno de las momias. Y si no, él no podía avisarles. No, él no…
Puesto que poco podía hacer por el momento, decidió que al día siguiente iniciaría su marcha hacia el Oasis de Chrystal. Aún quedaba lejos de allí, pero no importaba. Ese paraje era un buen refugio elemental.
Allí estaría seguro. Al menos, por ahora.