Llegó el lunes y las clases se reanudaron. Fue entonces cuando Elliot tuvo una nueva oportunidad para reencontrarse con su amigo, Eric. A decir verdad, había prestado tanta atención a Sheila durante el fin de semana que había dejado de lado a su compañero de fatigas. De todas formas, tampoco lo vio merodear por el bazar el pasado sábado, ni tuvo oportunidad de cruzarse con él durante el domingo. Ni siquiera se habían visto durante el frugal desayuno de aquella mañana.
Según indicaba el horario que les habían facilitado en su primer día en Blazeditch, era el turno de la disciplina de Astronomía. Estas lecciones tendrían lugar en lo más alto de la pirámide, y las impartiría Assumpta Cassiopea. Era una bella mujer, de alto porte, espigada y tan pálida como la luz de la luna. No cabía la menor duda de que dedicaba su vida a las estrellas y, por lo tanto, era noctámbula. De hecho, no parecía hacerle mucha gracia tener que impartir aquella clase. No porque no le gustase la materia, que le encantaba, sino por la hora a la que tenía lugar. Para ella, las nueve de la mañana era un buen momento para acostarse.
Después de presentarse y pasar lista rápidamente, comenzó a dar las directrices que pensaba llevar a lo largo del curso.
—La Astronomía es una disciplina eminentemente práctica —dijo después de pronunciar un sonoro bostezo que no pudo reprimir—. Como cabe suponer, muchas clases deberemos celebrarlas en la oscuridad de la noche, para poder observar con claridad el cielo.
Entonces se dejaron oír las primeras protestas.
—¿Y no podemos crear una bóveda celeste mediante un hechizo de ilusión? Así no habría que trabajar de noche —propuso Irina Pherald.
—Señorita Pherald —repuso inmediatamente la maestra Cassiopea, que se había quedado con los nombres de muchos de los aprendices. La memoria era una importante cualidad para un astrónomo—, ¿para qué vamos a utilizar la magia si disponemos de las estrellas todas las noches? No, no y no. Debéis acostumbraros a ser buenos astrónomos, y por eso estáis aquí. —Hizo una pausa, para después sugerir—: En cualquier caso, sí os doy la opción de elegir cuándo queréis tener las sesiones prácticas de la materia, es decir, las sesiones de observatorio. Debéis decidir entre las noches del domingo al lunes o las del lunes al martes.
Ni que decir tiene que a ninguno le hacía ni pizca de gracia trabajar las noches de los domingos, después de pasar un agradable fin de semana.
—En cualquier caso, yo sugeriría las noches de los domingos —propuso de pronto la maestra— porque, si no me equivoco, las tardes de los lunes están ocupadas por otra disciplina… —Estas palabras fueron la puntilla que remató a los aprendices.
Tal como pintaban las cosas, no había mucho donde elegir, sin duda.
—Bien, creo que la decisión está tomada —anunció la maestra después de recibir las desganadas opiniones de los muchachos—. Las sesiones de observatorio se celebrarán los domingos por la noche. Pero no os alarméis. Esto sólo sucederá un par de veces al mes, pues deberemos evitar las coincidencias con los días de luna llena. Como bien sabéis, la luz de la luna dificulta enormemente la visibilidad de las estrellas.
—¿Y qué haremos durante las lecciones en las que no haya observatorio? —inquirió entonces Sheila, casi despertando a Elliot.
—Oh, estudiar —fue la escueta respuesta—. Sí, hay muchas estrellas y constelaciones que estudiar. Pero también satélites, galaxias, nebulosas e infinidad de cosas más que no voy a enumerar ahora. Lo que aprendáis en estas lecciones será lo que llevemos a la práctica en nuestras sesiones de observatorio.
Por las mentes de todos los aprendices discurría un pensamiento similar: aquella asignatura tenía toda la pinta de ser francamente aburrida.
—Si no hay más preguntas, podéis ir empezando vuestra sesión de estudio —anunció al ver el silencio de los chicos—. Aquí tenéis un planisferio con el que podéis iros familiarizando —dijo, al tiempo que les entregaba un inmenso rollo de papiro azul marino lleno a rebosar de puntitos que representaban las estrellas.
No hubo más preguntas y los aprendices tuvieron que enfrascarse durante las horas siguientes en estudiar sus respectivos planisferios. La maestra Cassiopea se quedó en su escritorio sumida en un extraño duermevela que más de uno trató de aprovechar para cotorrear con el vecino. Pero los cuchicheos terminaron tan pronto como la maestra comenzó a castigar a quienes perturbaban el sosegado ambiente del aula.
—Lo que se perturbaba era su sueño —protestó Elliot, quien también había recibido como castigo copiar tres veces su planisferio porque Sheila le había hablado durante la lección.
—¡Qué mujer! —despotricaba Sheila a su lado—. Sus clases se van a hacer insufribles. ¡Encima tendremos clase por la noche!
Eso era lo que menos le importaba a Elliot, pues disfrutaba con las estrellas. Pero lo de tener que estudiar…
—No sé si voy a poder aguantar tres horas seguidas memorizando estrellas los lunes por la mañana. ¡Si la mitad ya me las conozco!
Y lo que decía era verdad. Gemma, la mujer de Magnus Gardelegen, lo había comprobado el año anterior, a bordo del crucero Calixto III. Durante aquella experiencia, Elliot aprovechaba las noches en el barco para salir a cubierta y disfrutar de las estrellas. Con Gemma aprendió mucho más de lo que hasta entonces ya sabía sobre los confines del Universo.
Afortunadamente, la lección de la tarde, Seres Mágicos del Fuego, fue mucho más amena y dinámica que la de la mañana. Conducida por Rusul Vath, los aprendices no tardaron en entretenerse. Después de comenzar a trabajar con las salamandras, a ninguno le extrañó que el maestro Vath presentase tantas cicatrices y quemaduras en su rostro. Eso sí, más de uno se preguntó temeroso si terminaría el curso con el mismo deteriorado rostro que su maestro.
Mediada la lección, la túnica de Elliot comenzó a arder por los bajos. Afortunadamente, el maestro Vath se dio cuenta de ello a tiempo e intervino con prontitud evitando un desastre importante.
—Muchacho, lo lamento por tu túnica —dijo, no sin cierto sarcasmo, después de que ésta hubiese quedado completamente consumida hasta la altura de las rodillas. Finas volutas de humo emanaban aún de las zonas chamuscadas—. Me temo que deberás comprarte una nueva, de tela ignífuga, si pretendes seguir acercándote tanto a estas criaturas.
—Pero si estaba a más de un metro de la salamandra —se justificó, decepcionado.
—Creo que has cometido un pequeño error de cálculo, ¿eh, Tomclyde? —le preguntó en un susurro Emery Graveyard a sus espaldas.
En ese preciso instante, Elliot sintió un intenso ardor en su estómago. No le cabía la menor duda de que el irritante muchacho de tez cenicienta había tenido mucho que ver en su percance.
Eric, que en aquella lección se había colocado al fondo de la inmensa aula, lo había visto todo. Había sido testigo de cómo Emery Graveyard había incendiado voluntariamente la túnica de Elliot mientras éste se agachaba, junto a Sheila, para contemplar de cerca uno de los especímenes de salamandra. No se alegró por ello, ni mucho menos. Al contrario, sintió compasión por su amigo. Pero si éste prefería a Sheila en detrimento suyo, no tenía intención de meterse en sus asuntos. Ni siquiera en ése.
Elliot se alegró mucho, poco después de comer, cuando vio la severidad con que Sheila hablaba con Emery Graveyard, moviendo sus brazos con ímpetu y a punto de soltarle un bofetón al chico. Sin duda, estaría soltándole una buena reprimenda por su actitud en la lección de Seres Mágicos del Fuego. Nunca había visto a Sheila así, y la verdad es que asustaba. No le extrañó lo más mínimo que Graveyard se encogiese como un ratónenlo asustadizo.
El pálido muchacho pareció igual de acongojado durante la lección del día siguiente, martes. Elliot se sintió feliz por ello hasta que Ewa Palma dio comienzo a la disciplina de Naturaleza. Hacía tiempo que Elliot no sentía que una disciplina pudiese aportar tan poco a un aprendiz. «¿Cómo podrían estudiar Naturaleza en el elemento Fuego?», pensó. En parte, no le faltaba razón. Tanto las áridas tierras del desierto como los territorios volcánicos no eran precisamente famosos por su vegetación. Si al menos pudiesen estudiar en un oasis…
Evidentemente aquello no era posible, pues, por órdenes de Iceheart, seguían encerrados en la pirámide. Sin embargo, la lección del miércoles sí resultó mucho más interesante y productiva. Yvain Robichaux resultó ser su maestro de la disciplina favorita de los aprendices: Hechizos —en Blazeditch adoptaba el nombre de Fogohechizos—. Robichaux era oriundo de Francia, aunque había dado síntomas de elemental del Fuego desde muy jovencito. Sus padres se dieron cuenta de ello a sus cuatro años. Era una fría tarde de invierno y la chimenea calentaba su humilde hogar. El pequeño Yvain confundió el destello de una brasa con el de un rubí, e hizo lo que todos los niños pequeños hacen. Llevó su inocente mano al fuego… y cogió la brasa con total tranquilidad. Cuando llevó el trofeo a sus padres, su madre se desmayó del susto. Yvain tenía el rarísimo don de ser inmune al fuego.
Durante aquella primera lección aprendieron el sencillo, pero verdaderamente útil, hechizo de la bola de fuego. A Elliot le embargó la nostalgia, pues aquél era un conjuro que había visto practicar en más de una ocasión a Aureolus Pathfinder. No pudo evitar los recuerdos que surcaron su mente mientras los aprendices practicaban el hechizo. No fue de extrañar, por lo tanto, que Elliot fuese uno de los peores ejecutándolo y hubo de quedarse a perfeccionarlo aquella tarde con el maestro Robichaux.
Acudió tarde a cenar. En el comedor aún quedaba gente, pero no encontró ni a Sheila ni a Eric. En cambio, sí reconoció los rostros de Emery Graveyard, las gemelas Pherald y a un par de compañeros del curso. El muchacho del rostro picado en viruela se llamaba, si mal no recordaba, Rocco Salvaggio; mientras que la chica era Eleanor Akers. Ambos, aprendices de Blazeditch, habían terminado de comer pero seguían cuchicheando. Aunque no sentía el más mínimo interés por ellos, no pudo evitar oír algunos fragmentos de su conversación. Tuvo la impresión de que hablaban de una nueva formación o grupo. También le pareció entender que las cosas cambiarían bastante en cuanto estuviese operativo. A Elliot no le cupo ninguna duda de que hablaban de un nuevo candidato para las elecciones que tendrían lugar a finales de mes. Desconocía más detalles al respecto pero, si era del agrado de Graveyard y compañía, deseaba con todas sus fuerzas que no resultase electo.
Casi sin darse cuenta, la primera semana de clase llegó a su fin, aunque aún hubo de superar la dura prueba de la lección de Alquimia con Iceheart. Elliot sobrevivió a duras penas a sus malintencionadas preguntas y a sus constantes reprimendas por su ignorancia. No obstante, salió ileso y sin acumular nuevos castigos tras la lección.
El fin de semana volvió a suponer un nuevo suplicio por las elevadas temperaturas que hacía en el exterior de la pirámide. Sheila propuso ir el sábado a merendar a casa de su tía, pero Elliot no estaba en condiciones para ello. Habían almorzado en una pequeña terraza en la que el calor era poco menos que insufrible. Elliot había ingerido una comida especiada en exceso, acompañada de grandes cantidades de refresco, y su estómago se había resentido. Se pasó el resto del fin de semana en la cama, recuperándose.
—Siento no poderte hacer compañía —le dijo con voz melosa Sheila—, pero las normas de la escuela me impiden entrar en la zona de chicos. Creo que aprovecharé para visitar a mi tía y hacer unas compras.
Elliot fue comprensivo con ella, aunque la echó de menos durante el aburrido domingo. En cambio, se sintió ciertamente molesto con Eric. No había recibido una sola visita por su parte, ni una muestra de interés por su estado de salud. ¿Tanto rencor le guardaba por hacer un poco más de caso a Sheila? ¿Así se comportaba un verdadero amigo?
También se sintió contrariado, pues no sabía si había alguna novedad referente a las elecciones. Había prestado atención a casi todas las conversaciones de las mesas que había a su alrededor en la terraza, pero nadie mencionó nada al respecto. Revuelto como estaba en su habitación, únicamente aprovechó para escribir una carta a sus padres, que trataría de enviar el fin de semana siguiente.
El aburrimiento se prolongó durante la clase de Astronomía del lunes por la mañana. Precisamente la próxima noche coincidía con fase de luna llena, por lo que los aprendices se pasaron toda la mañana con los codos hincados sobre sus planisferios. La maestra Cassiopea apenas infligió castigos a los muchachos que, con la lección bien aprendida de la clase anterior, se abstuvieron de hablar durante la lección.
Por la tarde, tuvieron una nueva sesión con las salamandras. En esta ocasión, el protagonista de la clase fue Coreen Puckett quien, al ver que su salamandra andaba un tanto apagada, le aplicó un pequeño hechizo de Aire para reavivarla. El fogonazo, además de acarrear un castigo, los dejó a todos patidifusos por unos minutos. Elliot, por su parte, estuvo muy pendiente de no acercarse demasiado a las criaturas del Fuego, aunque también mantuvo un ojo permanentemente clavado en la figura de Emery Graveyard. No tenía ganas de que su túnica volviera a convertirse en una pira ardiente.
Curiosamente, el muchacho de tez pálida y rostro odioso no hizo ademán alguno de aproximarse a Elliot durante toda la clase. En cambio, aprovechó el desorden y el ruido que producían las salamandras al desprender fuego para cruzar breves palabras con sus compañeros más afines. ¿Habría alguna novedad respecto a las elecciones? ¿Sabrían algo referente a esa nueva coalición que podría presentarse? Fuera lo que fuese, vio que también comentaba aquella información con Salvaggio y Akers. Elliot lamentó no haber podido oír aquellas novedades; no obstante, fue la furibunda expresión de Sheila la que mantuvo a raya a Graveyard.
Transcurrida ya la primera semana de aprendizaje, las disciplinas comenzaron a cobrar ritmo e intensidad. Las prácticas se volvían más complicadas y cada vez recibían más tareas y más temas para estudiar. Lecturitis ya les había entregado un papiro de más de veinte centímetros de longitud con escritura jeroglífica para que fuesen practicando durante aquella semana. También el maestro Vath les encargó investigar en profundidad sobre cómo tratar a las salamandras cuando estaban resfriadas, para evitar que con sus estornudos prendiesen fuego a una casa.
En cuanto al jueves de aquella semana, Elliot pensó que hubiese sido mejor no haberse levantado de la cama. Quién sabe, con la manía que parecía tenerle Iceheart, hubiese sido capaz de personarse en su habitación para llevarle en persona al aula de Alquimia. El muchacho no recordaba una lección peor en toda su vida.
Si durante la primera lección de Alquimia Elliot había sido incapaz de dar una sola respuesta correcta a las incisivas preguntas formuladas por Iceheart, el resultado de la segunda clase no fue mucho mejor. Por lo menos, ya había aprendido, en resumidas cuentas, cuál era la labor de un alquimista.
—Podría resumirse en tres aspectos —dijo Elliot, en pie, respondiendo a la maestra—. En primer lugar, estaría la búsqueda de la Piedra Filosofal, que tiene la virtud de transformar cualquier metal en oro. En segundo lugar, descubrir el Elixir de la Vida, que permitiría que la materia no se corrompiese. Finalmente, alcanzar la Gran Obra, que implicaría elevar al alquimista a un grado sumo en la existencia, teniendo una posición privilegiada respecto al Universo.
—Una explicación bastante pobre e infantil —le reprochó con cara de asco la maestra cuando Elliot terminó—. Espero que sus compañeros se hayan podido enterar de algo. ¿Alguno tiene preguntas al respecto?
Emery Graveyard levantó la mano como un resorte.
—¿Sí, querido?
—No me he enterado de nada, maestra Iceheart —contestó el muchacho.
—Me lo temía. No me extraña nada, señor Graveyard —convino la maestra, antes de iniciar de nuevo la explicación.
Elliot pudo apreciar la maliciosa sonrisa que le dirigió su compañero, mientras la maestra Iceheart se explayaba. Cuando ésta terminó, Elliot no encontró diferencia alguna entre aquella explicación y lo que él había dicho.
Pero no todo quedó ahí. Iceheart les explicó el funcionamiento del alambique y algunas técnicas de destilación. Cuando terminó, les propuso una práctica para terminar aquella lección.
—Aún restan un par de horas —apuntó—. Creo que podríais iniciaros con el aceite de vitriolo.
Elliot, al igual que muchos de los presentes, no sabía más que el principal componente del aceite de vitriolo, el azufre. Pese a que la maestra les había entregado los ingredientes que componían aquella sustancia, no les había dado las proporciones adecuadas. Y así pasó lo que pasó.
La maestra debía de tener muy claro que ninguno de los aprendices lograría a las primeras de cambio la combinación adecuada para producir aceite de vitriolo, pero no contaba con las aptitudes de Elliot Tomclyde. Una vez les hubo entregado los componentes, no se preocupó de los recipientes donde debían hacer la mezcla. Evidentemente, los muchachos tenían calderos de segunda o tercera mano, que fueron utilizados para la práctica.
Cuando el fuego puso en ebullición la composición de Elliot, misteriosamente el fondo del caldero desapareció. El líquido se derramó en la mesa que, a su vez, fue devorada. El aceite de vitriolo llegó al suelo, de gruesa piedra, que rápidamente comenzó a perforar. Afortunadamente para Elliot, el griterío de sus compañeros motivó que Iceheart interviniese a tiempo.
Eric iba a felicitar a su amigo, pero Sheila se le adelantó.
—¡Has logrado producir ácido sulfúrico! —exclamó Sheila, dando la espalda a Eric.
—Pero… Se suponía que debía hacer aceite de vitriolo —dijo Elliot, muy comedido y temeroso por el castigo que recibiría a continuación.
Su temor no era infundado y Iceheart lo castigó a exprimir hígados de dragón para extraer su bilis durante el sábado, lo que le impedía salir de visita a Blazeditch. Fue entonces cuando protestó Eloise.
—¡Pero si ha conseguido hacer aceite de vitriolo! —exclamó a viva voz, poniéndose colorada cuando sintió la mirada de Elliot—. ¡Era lo que nos había pedido!
—¿Quiere usted acompañarle, señorita Fartet? —le preguntó con gélida voz Iceheart.
—No…, maestra Iceheart —contestó con la cabeza gacha Eloise.
—Si el señor Tomclyde sabía cómo hacer aceite de vitriolo, entonces también debía saber que estos calderos no resistirían ni un instante. Por su imprudencia, ha estropeado una de las piedras milenarias que componen el suelo de la pirámide de Blazeditch —acusó la maestra—. Es justo que cumpla una sanción por ello.
Nadie más decidió interceder por Elliot. Ni siquiera Eric que, una vez más, se abstuvo de hacer comentario alguno en defensa de su amigo. Había permanecido al margen de todo el asunto y, en cierto sentido, no se extrañó en absoluto de que Sheila no hubiese protestado por el castigo de Elliot. Incluso le había parecido que esbozaba una ligera sonrisa cuando esto sucedió.
La mayoría de los aprendices se alegraron cuando Iceheart dio por finalizada la lección. Quedaba un día menos para el fin de semana. Este hecho suponía un fuerte grado de motivación para afrontar la lección del viernes con el maestro Lecturitis. A los muchachos no pareció molestarles demasiado que la traducción que tenían como deberes hubiese doblado su tamaño, hasta los cuarenta centímetros. Había todo un fin de semana por delante.
Elliot no tenía eso en mente. La idea de extraer bilis de dragón a base de estrujar hígados le repelía. No tardó en recordar las palabras del señor Humpow en las que le advertía que no todos los castigos los habría de cumplir en el Refugio de Mascotas, con Pinki revoloteando a su alrededor y disfrutando de una taza de chocolate. Cuánta razón tenía el guardián de Blazeditch.
Mientras Elliot se conformaba con disponer el domingo de un poco de tiempo para acercarse a Buzón Express, a Eric se le presentaba un nuevo fin de semana en solitario. Por tercer sábado consecutivo, había decidido deambular a solas por las calurosas callejuelas de Blazeditch. Aún no se había acercado a ninguno de los bazares, pues no tenía ganas de encontrarse con Sheila, ni con Graveyard, ni las gemelas Pherald… ¿Quién le mandaría haber escogido el intercambio en Blazeditch? Si llega a saber que hacía tanto calor… Pero las altas temperaturas no eran el problema, y él lo sabía a la perfección. Todo había comenzado con Sheila. De alguna manera quería acaparar a Elliot o, por decirlo de otra forma, quería alejarle de él. ¿Acaso se había comportado mal con ella? En el primer curso, su alocada intervención motivó que pudiese asistir a la Fiesta de Florecimiento. También acudió en su ayuda al final del curso anterior, en los hielos de la Antártida. ¿Por qué mostraba aquella actitud hacia él?
Eric meditaba todas aquellas cosas, cuando una escena llamó poderosamente su atención. Acababa de dejar atrás la ancha avenida repleta de palmeras que llevaba hasta el bazar del norte. Había pasado a escasos treinta metros de una heladería atestada de aprendices que había frente al bazar, cuando vio a Sheila sentada en un corrillo entre el gentío. No se extrañó que disfrutase de un enorme y colorido helado de tres bolas, ni del hecho de que estuviese tomando el sol con el calor que hacía. Lo que verdaderamente le impactó fue su compañía. A su alrededor estaban sentadas las gemelas Pherald, Emery Graveyard, Rocco Salvaggio y Eleanor Akers.
Desde su posición, Eric únicamente podía verlos discutir, sin llegar a oír lo que decían. Vio hablar a Irina Pherald, después a Graveyard… En cualquier caso, todos parecían dirigirse a Sheila cada vez que intervenían. Eric se frotó los ojos, por si el sol le estaba jugando una mala pasada. Cuando los abrió de nuevo, la escena no había variado ni un ápice. O mucho se equivocaba, o Sheila parecía comandar aquella insólita reunión.
Decidió aproximarse todo lo posible por si podía captar el tema central de su conversación. Aprovechó que las túnicas que por allí se desplazaban eran de muy diversos y llamativos colores. Se veían algunas rojas, desde luego, de los aprendices de Blazeditch; pero también abundaban los demás colores. Sería complicado que le viesen, pues había mucha afluencia de gente durante un sábado a mediodía en las inmediaciones del bazar.
Sin embargo, todas aquellas personas hacían demasiado ruido. Hasta sus oídos llegaban los desesperados gritos de los comerciantes en sus puestos, ansiosos por atraer clientela; otros regateaban, unos pocos comentaban las gangas que acababan de comprar y la mayoría hablaba de las elecciones, para las que tan sólo quedaban dos semanas. Tantas palabras flotaban en el ambiente que le era imposible oír qué se traían entre manos Sheila, Graveyard y los demás.
Eric no podía acercarse más. Se había ocultado tras una palmera, frente a un puesto callejero de libros antiguos. Al cuarto de hora, el vendedor comenzó a protestar por su presencia, acusándole de espantar a su clientela. En ese preciso instante, el singular corrillo se puso en pie, momento que aprovechó Eric para perderse entre la multitud.
Como no tenía mucho más que hacer por la ciudad, decidió volver cuanto antes a la escuela. Lo que acababa de presenciar lo había dejado estupefacto. Tan pronto estuviese de regreso en la pirámide, iría a buscar a Elliot para contarle la doble vida que llevaba Sheila. Seguro que su amigo se quedaba de piedra.
Y, pensando esto, volvió a callejear al amparo de las casitas de adobe, buscando el cobijo de las sombras. Por el camino almorzó con desgana un kebab de pollo, pues prácticamente había perdido el apetito. Un gusanillo se revolvía en su estómago. Estaba nervioso, ya que era portador de una mala noticia para el que seguía considerando su mejor amigo; pero se sentía muy satisfecho de haber pillado in fraganti a Sheila en su doble juego, aunque aún no supiera qué estaba tramando.
Todavía hubo de esperar un par de horas tras su llegada a la pirámide para poder hablar con su amigo. Cuando apareció en la salita de la zona de chicos, su aspecto no podía haber sido más lamentable. Mientras Eric parecía un cangrejo por los efectos de la insolación, la piel de Elliot se había vuelto cetrina debido a los efectos de la bilis de dragón. Además, olía fatal. De alguna manera, podía percibirse el amargor que emanaba de su pringosa túnica.
—Quiero hablar contigo, pero creo que será mejor que antes te des una ducha —le recomendó Eric encarecidamente.
—Yo también lo creo —asintió Elliot, contento al ver que Eric no parecía guardarle rencor alguno por su relación con Sheila.
Un buen rato después, Elliot regresó a la salita. Había recuperado su habitual tono de piel y se había puesto una túnica limpia de repuesto. Encontró a Eric en la mesa de estudio, ya que había aprovechado para comenzar a trabajar en la traducción que les había encomendado el maestro Lecturitis. Salvo su amigo, la estancia estaba vacía. Los aprendices aún estarían pululando por la capital del Fuego.
—¿Qué tal te ha ido el día? —preguntó Eric, casi por cortesía.
—Fatal, como te puedes imaginar —se sinceró Elliot—. No sé de dónde ha sacado tantos hígados de dragón Vath, pero creía que no terminaríamos nunca. ¡Y qué tamaños!
—¿Vath? —inquirió sorprendido Eric, aunque no se movió de su cómodo asiento—. Vaya, pensaba que el maestro de Seres Mágicos del Fuego debía cuidar las criaturas y no exterminarlas.
—No son más que dragones de granja. Sus propiedades nada tienen que ver con los salvajes —comentó Elliot y, después de hacer una breve pausa, dijo—: En fin, querías hablar conmigo, ¿no?
—No lo sabes bien.
Sin esperar a que Elliot le preguntase de nuevo, Eric comenzó a narrar lo que había visto durante el mediodía. Primero contó las cosas tal como las había presenciado, explicando quiénes formaban el corrillo y cómo todos prestaban especial atención a Sheila, y dejó para más tarde las elucubraciones. Elliot, por su parte, aguantaba los comentarios como si le hubiesen rociado con un jarro de agua fría.
—Debes saber que fue Emery Graveyard quien te prendió la túnica en la primera lección del maestro Vath. —Eric había decidido revelar aquella información que, hasta entonces, se había guardado para sí mismo.
Elliot simplemente alzó la cabeza sin decir nada. Sus ojos parecían dos carbones a punto de arder de ira.
—No me extraña que Graveyard huya de Sheila —prosiguió Eric—. Si traman algo y ella está al mando, es lógico que éste le guarde cierto respeto.
La tez de Elliot que, hacía unos minutos acababa de salir de la ducha, se había encendido como una bombilla roja. Su tonalidad era incluso más pronunciada que la de la cara de Eric, que se había pasado la mayor parte del día al sol. Mientras el muchacho seguía con sus cavilaciones en voz alta, los ojos de Elliot se clavaron en éste como los de un halcón en un conejo. Su indignación crecía por segundos. Sus ojos, casi inyectados en sangre, miraban con odio cómo Eric criticaba una y otra vez a Sheila.
—No me extrañaría nada que le gustase Emery Graveyard —apuntó entonces Eric, en su enésima suposición—. Si no, no me explico que pueda pasar tanto tiempo a su lado.
Aquello, sin duda, fue la gota que colmó el vaso.
—¡Cómo te atreves! —gritó Elliot dando rienda suelta a toda la ira contenida—. ¡Es la mayor sarta de mentiras que he oído en mi vida!
El rostro de Eric palideció al instante, quedándose tan blanco como la tiza.
—¡Y yo que pensaba que eras mi amigo! —exclamó Elliot inmediatamente después, indignado como estaba—. ¿Acaso estás celoso? Ahora lo veo todo claro. Desde el día que llegamos has estado maquinando toda esta patraña, ¿no es cierto? Primero quisiste que se enfadara conmigo por no reservarle el desayuno aquel día. No fuiste capaz de venir a visitarme cuando estuve enfermo el fin de semana pasado y ahora me cuentas esta historia absurda. Por lo menos podrías tener una imaginación un poco más creíble. Como si me fuese a tragar que Sheila se iba a juntar con Graveyard y las gemelas Pherald.
—P… pero si lo que he contado es cierto… —insistió Eric, atónito ante la reacción de su amigo—. Pondría la mano en el fuego por que han creado un grupo de reuniones…
—¡Pues te quemarías! —bramó Elliot con la potencia de un león—. Ese grupo del que hablas es una formación que se va a presentar a las próximas elecciones de Blazeditch.
Eric frunció el entrecejo, extrañado.
—Mi padre no me ha hablado de ello…
—¡Tal vez deberías preguntarle antes de proferir tantos embustes!
Elliot estaba completamente fuera de sí, y Eric no daba crédito a lo que sus ojos estaban viendo. Al principio, su reacción interna fue la de decirle unas cuantas cosas a su amigo, pero tuvo la suficiente fortaleza mental como para recordar unas palabras que su abuelo le citara a menudo: «No digas cosas de las que más tarde te puedas arrepentir».
—¡Pide disculpas por lo que acabas de decir! —exigió Elliot a continuación, manteniendo su crispación.
Eric torció el gesto.
—¿Pedir disculpas? —preguntó inocentemente—. De ninguna manera.
—Pues entonces, nuestra relación termina aquí mismo —dictaminó Elliot, con más calma, pero con brusquedad.
Eric permaneció con el rostro serio, frío como el mármol. Aunque mantuvo la calma, le embargó un profundo sentimiento de tristeza en su interior. Si las cosas tenían que ser así, que así fueran. Pese al enfado de su amigo, él lo seguía apreciando. Pero había elegido un camino. A diferencia de Elliot, él se mordería la lengua y, puesto que estaba seguro de que sus ojos no le habían engañado durante el mediodía, decidió que llegaría hasta el fondo de aquel asunto. Con ese convencimiento se marchó a su cuarto.