9-BLAZEDITCH

Elliot se sintió desilusionado durante toda la mañana del jueves. Era el primer día de septiembre y las cosas habían empezado mal, rematadamente mal. No ya sólo por el castigo, que a aquellas alturas tenía más que asumido y que supondría un pésimo colofón final a sus vacaciones. La escuela de Blazeditch le parecía un lugar desagradable y agobiante. Llevaba poco más de veinticuatro horas y no había encontrado una sola ventana, ni un resquicio de luz, ni siquiera un efímero soplo de aire fresco. Y eso por no hablar de la comida. ¿Serían capaces de sobrevivir a base de alimentos tan exóticos durante todo el curso? ¿Acaso eran comidas destinadas a agasajar a los invitados? El kebab no le había disgustado pero, tras el almuerzo del jueves, ya había ingerido tres de ellos y su estómago comenzaba a resentirse por tantas especies.

La tarde no tardó en llegar y, con ella, la hora de cumplir el castigo que le había impuesto Iceheart. Precisamente, mientras tragaba uno de los últimos trozos del kebab que se había servido a mediodía, la maestra se acercó a él con el sigilo de una serpiente. Cuando oyó su sibilina voz, Elliot se sobresaltó e instintivamente se preguntó qué habría hecho mal en aquella ocasión.

—A las cinco de la tarde, deberá encontrarse en la sala central para cumplir su castigo, señor Tomclyde —anunció la maestra esbozando una maliciosa sonrisa—. El señor Humpow se encargará de encomendarle la tarea correspondiente. Cuando oyó las palabras de la maestra, Elliot estuvo a punto de atragantarse con la carne. Fue Eric quien le devolvió a la realidad con un par de sacudidas en la espalda, toda vez que la maestra se alejó de ellos.

—¿El señor Humpow? —preguntó al cabo Sheila. Su cara mostraba un profundo sentimiento de asco—. ¿Tienes que cumplir el castigo con ese… hombre?

—Creo que no me queda otra —respondió Elliot, resignado. Apenas había cruzado unas cuantas palabras con sus amigos después de la comida, quienes le desearon ánimos para la tarde. También se sentía triste por estar alejado de su mascota. Si bien era cierto que Pinki era un bocazas, en aquellos instantes nada le hubiese consolado más que tener cerca a su querido loro.

Y allí estaba él, poco antes de las cinco de la tarde, aguardando en la convenida sala a que apareciese el señor Humpow. Pese a ser un lugar de paso, apenas desfilaron un par de aprendices de cursos más bajos, mientras él esperaba recostado contra la pared. Puntual como un reloj, la blanquecina tez del misterioso guardián de la escuela de Blazeditch hizo acto de aparición en la estancia.

—Bien, muchacho —dijo nada más verlo—. Acompáñame. Tenemos trabajo que hacer.

—¿Cuál se supone que es mi castigo? —preguntó Elliot sin moverse ni un centímetro.

—Ya lo verás. Ahora, sígueme —ordenó el señor Humpow.

Elliot no tardó en volver a verse sumido en la penumbra. Seguía los pasos del guardián, callado, mientras éste le guiaba por aquel insondable laberinto. El muchacho no tardó en perder la cuenta de escaleras descendidas y recodos doblados. Estaban en un largo pasillo, tenuemente iluminado, cuando el señor Humpow se detuvo aproximadamente en la mitad del recorrido. Elliot se percató de que a su derecha había un curioso mural que representaba un laboratorio muy antiguo. Se podían apreciar con total claridad los numerosos cachivaches y utensilios de un anciano alquimista, que aparecía haciendo una ajada túnica roja y parecía mirar de refilón a todo aquel que anduviese por el corredor.

El aprendiz se quedó pasmado al ver que el señor Humpow acercaba su mano a la pintura que había dibujada en la pared y que su dedo índice se introducía en el interior de un tubo de ensayo. Acto seguido, se oyó un chasquido y el laboratorio del alquimista desapareció dando paso a una abertura tan oscura como una noche de luna nueva.

—Es un atajo —sonrió el desdentado guía, contento al ver la expresión de incredulidad del chico.

—¡Fascinante! —exclamó Elliot con ojos chispeantes—. ¿Hay más pasadizos como éste en el edificio?

—Silencio, aún no hemos llegado.

Elliot se sintió contrariado al recibir esta respuesta y pronto recuperó su alicaído estado de ánimo.

Aún hubieron de atravesar un pasadizo más, oculto bajo el suelo de una diminuta sala de paso. Descendieron más y más escalones durante casi un cuarto de hora. Elliot no tenía ni idea de adonde se dirigían, pero sabía perfectamente que la trayectoria que habían llevado era descendente. Fuera cual fuera su destino, se encontraba en los bajos del enigmático edificio. De pronto, una pregunta asaltó su mente: ¿y si había mazmorras allí abajo? El año anterior había encontrado unas bajo la vivienda del alcalde Hethlong. En realidad, las había improvisado el criado Scunter en su propia vivienda, pero no dejaban de ser mazmorras. Elliot notó un sudor frío a medida que descendían, pensando que tal vez le iban a encerrar en un cuarto oscuro y húmedo, lleno de esqueletos, durante las próximas tres horas.

El descenso se vio interrumpido cuando llegaron a una prominente arqueta con una puerta que franqueaba el paso. Los temores de Elliot se disiparon tan pronto como reconoció el material con el que había sido construida aquella puerta. Para su sorpresa, vio que no eran más que juncos unidos entre sí y perfectamente recortados, logrando la misma silueta que la arqueta.

—Ya hemos llegado, muchacho —anunció el señor Humpow, descorriendo un minúsculo cerrojo y propinando un leve empujón a la puerta, que no opuso resistencia.

Elliot casi tuvo que frotarse los ojos al ver la habitación que se dibujaba ante él. Era tan espaciosa que lo primero que le vino a la cabeza fue que había sido ampliada mediante un hechizo. Siguió los pasos del señor Humpow, quien se detuvo tras un pequeño escritorio que había a mano derecha. Sobre éste había multitud de papiros abiertos y enrollados, plumas de pavo real, amuletos y un sinfín de objetos esparcidos con un enorme desorden. Pero no fue aquello lo que más llamó la atención del muchacho. Una mancha verde revoloteó a lo lejos y fue a posarse en su hombro, como habitualmente hacía.

—¡Pinki! —exclamó Elliot que, dando rienda suelta a su alegría, acarició el cogote de su mascota—. Entonces, esto debe de ser…

—¿El Refugio de Mascotas? —completó el señor Humpow a modo de pregunta—. Sí, así lo he denominado yo. Pese a que se han producido numerosos cambios desde que Frígida Iceheart dirige la escuela, este lugar se habilitó mucho antes. Se hizo, precisamente, en su honor. Esa mujer no soporta a los animales —comentó el señor Humpow, haciendo un grotesco guiño—. De hecho, no quería siquiera que entrasen en la escuela. Yo sugerí «mantenerlos cautivos en las profundidades del edificio».

—Pero eso no es del todo verdad —advirtió Elliot, que seguía haciendo caricias al loro. Pese a su desastrada apariencia, el señor Humpow comenzaba a caerle bien.

—Es cierto, pero ella no lo sabe —confirmó el señor Humpow, esbozando una sonrisa que daba más miedo que otra cosa—. En cualquier caso, nunca va a bajar aquí para comprobarlo. Tiene pánico a los animales…

—¿En serio?

—Ya lo creo —admitió el guardián de Blazeditch.

Elliot giró sobre sí mismo para ver las criaturas que allí tenían cobijo. Vio una enorme serpiente, casi con toda seguridad una pitón, enroscada tras una mampara de cristal. También apreció dos o tres refugios para ratas que parecían muy confortables. Dos lechuzas dormían a lo lejos, sobre una repisa. También había una tarántula gigante en una urna que imitaba su hábitat… En cierto sentido, Elliot comprendió que a la maestra Iceheart no le agradase la compañía de las mascotas de los aprendices.

—Y en aquella habitación están las salamandras —añadió orgulloso el señor Humpow, señalando una pequeña puerta de hierro que había al fondo—. Necesitan estar solas, pues, como buenas criaturas del Fuego, precisan de su elemento para sobrevivir. No te las enseño porque debe de hacer bastante calor ahí dentro. Es su hora de la siesta, ¿sabes?

—¡Es genial!

El señor Humpow se hinchó de orgullo.

—Gracias. A los muchachos que tienen mascota también les ha gustado. En fin, tenemos dos horas por delante —advirtió el señor Humpow, señalando un extraño reloj de sol en la pared que, curiosamente, marcaba la hora correcta pese a no recibir luz solar.

Fue entonces cuando Elliot recordó que debía cumplir un castigo. ¿Qué le ordenaría el señor Humpow? ¿Debería ordenar su mesa escritorio? ¿Copiar líneas? ¿Acaso debería alimentar a las salamandras?

—¿Qué prefieres, té o chocolate? —preguntó al cabo.

Elliot levantó el rostro, sin comprender muy bien al guardián de la escuela.

—No pensarás que voy a hacerte cumplir un castigo sólo porque tu mascota imitase la estúpida risa de esa bruja… —Elliot sonrió. En verdad, el señor Humpow le caía fenomenal—. Como no puedes aparecer hasta la hora de la cena, he pensado que te apetecería visitar a tu mascota y, de paso, charlar un rato.

—Eh… Sí, claro, gracias —dijo Elliot, después de decantarse por una taza de chocolate. Acto seguido, el señor Humpow hizo aparecer un platito lleno a rebosar de pastas de mantequilla.

—¡Me encantan! —dijo, tomando una. Cuando la hubo engullido, volvió a hablar—: Así que tú eres Elliot Tomclyde, el famoso Elliot Tomclyde.

Elliot asintió con entusiasmo y dio un sorbo a su chocolate caliente.

—En Blazeditch se ha oído hablar mucho de ti —confirmó—. Sobre todo a raíz de la Fiesta de Florecimiento a la que, desgraciadamente, no pude asistir. Pero llegaron muchos rumores hasta la escuela. No veas de cuántas cosas se entera uno tras los pasillos ocultos. De hecho hay uno que lleva hasta el despacho de la directora… Nunca lo frecuenté en tiempos del director Pathfinder. Echo mucho de menos al bueno de Aureolus.

—Sí, yo también —se mostró de acuerdo Elliot con total sinceridad.

—Sin él, esta escuela es distinta. Lo de las mascotas es una nimiedad, comparado con todos los cambios que hemos sufrido. La comida, especialmente seleccionada por la directora, es repugnante. Hay numerosas restricciones para los muchachos, se han incrementado el número de castigos y las salidas a la ciudad… En definitiva, hemos empeorado mucho.

Elliot pasó dos horas muy agradables con el señor Humpow. Le estuvo preguntando mucho sobre sus experiencias en otras escuelas y sus aventuras, sorprendiéndose cada vez que mencionaba a los aspiretes. También recibió ciertos consejos para las lecciones que empezarían a partir del día siguiente.

—¡Por los cuatro elementos, qué tarde es! —exclamó de pronto el señor Humpow cuando se dio cuenta de la hora que era—. Apresúrate o no probarás bocado en la cena…

—No creo que importe mucho —respondió Elliot, quien había quedado saciado de pastas de mantequilla.

El guardián de Blazeditch dirigió entonces a Elliot a un pequeño portón. El muchacho se quedó atónito al oír que aquello era un elevador que funcionaba con un par de poleas.

—Puedes estar tranquilo por Pinki, aquí está a salvo —comentó el señor Humpow cuando llegó la hora de marcharse—. Ah, y procura no recibir muchos castigos. No todos los deberás cumplir conmigo… Los hay mucho peores, créeme —le advirtió al final.

Casi sin darse cuenta, dos minutos después se hallaba a las puertas del comedor. En realidad, estaba tan saciado que no tenía intención de cenar. Sin embargo, había ido al comedor para encontrarse con Sheila y Eric; estaba ansioso por comentarles a ambos todas las novedades.

Apenas habría una veintena de aprendices en la estancia y Elliot supuso que ya habrían cenado y habrían subido a sus dormitorios. El muchacho pensó que no sería mala idea acostarse pronto, pues al día siguiente iniciaría una nueva etapa en su aprendizaje.

Bastante animado, tomó el camino que llevaba hasta su dormitorio y, una vez allí, se recostó sobre su cálido camastro.

Elliot se despertó a la mañana siguiente bastante pronto. Hacía tanto calor y sudaba tan intensamente que por poco no se había quedado pegado a la cama. Aprendida la lección de la noche anterior, había decidido dormir sobre las sábanas. Y es que las elevadas temperaturas eran insoportables y allí perduraban durante las veinticuatro horas del día. ¿Cómo se las apañarían en Blazeditch para soportar tanto calor?

A Eric le había sucedido algo parecido, a tenor de su congestionado rostro. Sin embargo, como se suele decir, no hay mal que por bien no venga. Al haberse levantado tan temprano, los muchachos fueron de los primeros en acceder al comedor aquella mañana y pudieron disfrutar de un desayuno decente. Aprovecharon para tomar una generosa ración de salchichas y tocino, acompañada de huevos revueltos y un par de tostadas. Cuando Elliot fue a reservar un plato para Sheila, Eric no se lo recomendó. «Las chicas no suelen desayunar tanto como nosotros y se le va a quedar todo frío», fue su justificación.

Saciados, los aprendices abandonaron el comedor dispuestos a iniciar un nuevo curso. Todos parecían bastante contentos. No era para menos, pues el primer día de clase era un viernes y el fin de semana tendrían libertad para deambular por Blazeditch. No obstante, Sheila no se había tomado muy a bien el comentario de Eric y no cesó de repetir en toda la mañana que tenía antojo de salchichas.

—Pero, por tu culpa, he tenido que conformarme con un par de dátiles resecos y unas gachas que más bien parecía cuscús dulce —protestó, ondeando su cabello enérgicamente a uno y otro lado.

—Bien, pues ya sabes qué tienes que hacer el próximo día —prosiguió Eric con la disputa.

—¿Esperar a que Elliot me prepare una buena ración?

—No, levantarte antes —le espetó con brusquedad antes de darle la espalda.

En ese preciso instante se adentraban en la sala central. Junto a la puerta que conducía a las aulas, aguardaba Iacopo Lecturitis. Era un hombre poco más alto que Elliot, cuyos pequeños ojos se perdían tras las gruesas lentes que llevaba. Su pelo parecía una mata de paja y le confería un aspecto de persona descuidada y desordenada.

—Bienvenidos, muchachos —dijo a modo de saludo a todos los presentes—. Soy el maestro de Escritura y Simbología, de manera que los de tercer curso, haced el favor de seguirme. En un estricto silencio, los aprendices ascendieron las escaleras que llevaban hasta el aula correspondiente. Ninguno se atrevió a abrir la boca durante el corto trayecto por miedo a que el maestro Lecturitis fuese tan severo como Iceheart. Pronto descubrieron que no era así. Pese a su desaliñado aspecto, los aprendices no tardaron en darse cuenta de la bondad de aquel maestro. Su hablar era pausado y no le importaba explicar las cosas cuantas veces fuese necesario.

—Durante este primer trimestre estudiaremos escritura jeroglífica —anunció, después de presentarse debidamente—. Pienso que lo más justo es empezar con ella para hacer honor al lugar donde se emplaza nuestra escuela, Egipto. El segundo y el tercer trimestres, los dedicaremos a runas e ideogramas chinos respectivamente. Pronto comenzaréis a disfrutar de esta disciplina y podréis descubrir cuántos secretos se esconden tras los innumerables textos que, con toda seguridad, os encontraréis en vuestras vidas.

El maestro Lecturitis hizo un repaso de la historia de los sistemas de escritura que se prolongó durante toda la mañana.

Muy poquitos fueron los que pudieron aportar datos para ubicar geográficamente la procedencia de los más antiguos sistemas. Así, además del egipcio, les habló de la escritura cuneiforme y la hitita. Estaban los ideogramas chinos, la escritura chipriota, la persa y la fenicia. También les enseñó sobre el semítico meridional, el arameo y el griego, para terminar la lección con el etrusco, el romano y el índico.

Aquella mañana transcurrió a una velocidad pasmosa y, llegando al mediodía, sus estómagos rugieron con tal vehemencia que el maestro Lecturitis decidió poner fin a la lección.

—Creo que es suficiente por hoy. Es vuestro primer día y tampoco hemos entrado en materia como para que podáis lanzaros a traducir textos —dijo, para alegría de los aprendices—. Buen fin de semana… sin deberes.

El alborozo de los aprendices al terminar su primera jornada de estudio sin tareas que realizar, y con todo un fin de semana de libertad por delante, se truncó durante la tarde. Ninguno se explicaba por qué no les dejaban salir de la escuela hasta el día siguiente, sábado. Así pues, la mayoría de los muchachos decidió dedicarse a deambular, perdidos y aburridos, por el interior de aquella monótona y oscura edificación.

Fue entonces cuando Elliot echó de veras en falta a sus compañeros de fatigas, Úter, Gifu y Merak. Era ahora, precisamente cuando no podía disfrutar de ellos, cuando realmente apreciaba aquellos buenos momentos que habían compartido en Hiddenwood. El desdén del duende ante las normas, sus constantes discusiones con el fantasma y las aventuras que habían vivido juntos invadieron su mente durante aquella tarde. Pero el problema de Elliot no terminaba allí. Lo que durante la mañana había parecido un infantil enfrentamiento entre Sheila y Eric por el desayuno, se había tornado en un serio rencor entre ambos. Elliot se encontraba entre la espada y la pared. Si defendía a Eric, Sheila no le volvería a dirigir la palabra —así se lo había advertido en más de una ocasión—; si apoyaba a Sheila, estaba seguro de que Eric haría lo propio, aunque no había recibido advertencia por su parte. Era una odiosa encrucijada. Elliot sabía a la perfección lo que suponía perder un amigo. Ya le sucedió con Jeff en el mundo humano y no quería repetir la experiencia. Pero perder a Sheila…

Únicamente le quedó la posibilidad de tratar una reconciliación entre ambos, pero no parecía muy viable. Al menos, de momento. Lo intentó durante toda la tarde del viernes y en el desayuno de la mañana siguiente, pero fue imposible. De hecho, esa misma mañana, el señor Humpow avisó a los aprendices que las puertas de la escuela quedaban abiertas durante el fin de semana.

—Si vas a estar con Sheila, prefiero hacer un poco de turismo… a solas —fue la respuesta de Eric tras el desayuno—. No quiero molestarla ni a ella ni a ti.

Con el corazón en un puño, Elliot vio cómo su amigo abandonaba el comedor, cabizbajo. ¿Qué podía hacer él? Lo había intentado todo, ¿o no? ¿Acaso había alguna solución para aquel problema?

—Vamos Elliot —la voz de Sheila le sacó de su ensimismamiento—, por fin vamos a poder tomar un poco el sol. Verás que Blazeditch es una ciudad maravillosa.

Cuando se encontraban a unos diez metros de la salida de la escuela, se vio deslumbrado por el intenso brillo de la luz solar. Era la sensación que se tenía al vivir encerrado como un topo bajo tierra y salir al descubierto. Al acercarse a la puerta, tan grande que casi podía cruzarla un gigante, vio cómo el señor Humpow le guiñaba un ojo justo antes de salir.

En ese instante, Elliot recibió una bofetada de calor que casi le hizo derretirse en el mismo umbral de la puerta. Jamás había imaginado que pudiese hacer tantísimo calor en un lugar, y estuvo tentado de dar media vuelta. De hecho, al girar su cuerpo para mirar hacia atrás, quedó sorprendido ante la magnificencia de la escuela de Blazeditch. ¡Era una inmensa pirámide! Era tan alta que parecía llegar al cielo y estaba completamente forrada de mármol blanco. El sol se reflejaba sobre éste, emitiendo unos destellos que debían de divisarse a muchos kilómetros de distancia. Ahora comprendía por qué en la escuela no había ventanas y se refugiaban a la sombra, tras aquellos gruesos muros de piedra. Por fuera era una preciosidad, pero su interior era un verdadero infierno.

Se alejaron de la escuela con paso rápido. Elliot no tardó en sentir el terrible calor de la arena del desierto que había bajo sus pies. Si seguía así mucho más tiempo, estaba seguro de que pronto le saldrían dolorosas ampollas. Si hubiese estado Gifu, hubiesen usado sus polvos mágicos para deslizarse sobre la arena casi sin entrar en contacto con ella. Una vez más, sintió nostalgia del duende.

Sorprendentemente, el calor quedó a un lado cuando pisaron el suelo empedrado de las primeras calles de la capital del Fuego. Ante ellos se alzaban multitud de casas de adobe, todas ellas cubiertas en cal y pintadas de blanco. Toldos de mil colores cubrían la casi totalidad de las estrechas calles, dando sombra a los viandantes. Callejearon un rato y, de no haber ido con Sheila, Elliot se habría perdido entre tanta callejuela. Se preguntó si Eric sería capaz de regresar a la escuela.

—Hay dos grandes bazares en Blazeditch —indicó Sheila quien, después de todo un verano, se conocía la ciudad al dedillo—. Mi tía prefiere el que está situado al norte, pero a mí me gusta más el que hay en la zona sur de la ciudad.

Elliot, como no había estado en ninguno de los dos, no puso ninguna objeción. Sentía curiosidad por conocer un bazar, fuese cual fuese.

Sheila tomó el camino más corto que llevaba al bazar del sur y no tardaron en llegar. No sabía cómo sería el del norte, pero Elliot se sintió fascinado por la hermosura de aquella carpa. Como si de un circo se tratase, ubicado en la periferia de Blazeditch, el bazar se cobijaba bajo una inmensa carpa de color ciruela y ribetes de oro. Suntuosas colgaduras y trabajados reposteros daban la bienvenida a todos los que allí desearan realizar sus compras.

Elliot había supuesto que en el interior el calor estaría mucho más concentrado, pero se equivocó. Por alguna extraña razón, hacía una temperatura estupenda que invitaba a pasar allí un rato agradable.

Decenas de puestos se aglomeraban bajo la inmensa sombra que desplegaba la carpa. Y el correcalles que se vivía en el interior no dejaba de llamar la atención a los muchachos. Había un griterío ensordecedor.

—No te doy más de un zafiro por ese saquito —regateó un cliente en un puesto de especias que había justo a mano derecha.

—Pero, señor, este saquito contiene azafrán de la mejor calidad —repuso el comerciante cuyo rostro mostraba el mal rato que estaba pasando—. Tengo una familia que alimentar. No puedo venderlo por menos de cuatro zafiros.

Elliot no tardó en descubrir que en la mayoría de los puestos sucedía algo similar. Al grito de «¡barato, barato!», la gente se acercaba dispuesta a regatear al máximo los artículos ofrecidos por los comerciantes. Elliot se quedó muy sorprendido al ver cómo un hábil anciano, con muy buenas dotes negociadoras, consiguió rebajar un escarabajo de lapislázuli a la mitad de su precio. Aun así, el muchacho tuvo la sensación de que el cliente había sido engañado, pues no creía que aquel ornamento fuese a servir como amuleto de ninguna clase.

—¡Alfombras, alfombras! —gritó a viva voz otro comerciante, casi en el oído de Elliot—. ¡Alfombras voladoras procedentes de la antigua Persia! Sí, señora, las tiene de todos los tamaños. Modelo familiar, en fila india o esta preciosidad de diseño deportivo.

Elliot no salía de su asombro al contemplar cómo a medida que el comerciante hacía una descripción de sus productos, las alfombras se desenrollaban y se desplegaban, flotando un metro por encima del suelo.

—¡Vaya! ¡Es estupendo! —comentó a Sheila, mientras oía que el comerciante aseguraba que el modelo deportivo podía alcanzar los doscientos kilómetros por hora sin ningún tipo de problemas—. Así que los elementales tienen un método más para desplazarse que no sean los espejos… Me pregunto si existen las mismas restricciones para los menores que en el caso de los espejos.

—Me temo que sí —confirmó la chica—. Es necesario un título especial para poder conducir una o para cursar la disciplina de vuelo en la escuela de Windbourgh.

Elliot hizo una mueca de desagrado. Entonces, Sheila le agarró del brazo.

—¡Mira allí! ¡Lámparas maravillosas! —exclamó visiblemente emocionada mientras se acercaban al puesto—. ¡Oh, qué bonitas son!

—¿Le gusta alguna en especial a la señorita? —preguntó el mercader, tan gordo que parecía un globo a punto de reventar, cuando se encontraron frente al puesto—. Las tengo de muchos tipos. Ese modelo que estabas mirando concede cinco deseos. Pero también las hay para uno o tres deseos; de diez o muchos más. —Al ver a Elliot, el hombretón se acercó hasta él y le dijo en un susurro—: Tengo una que concede un centenar de deseos y «sólo» cuesta cincuenta esmeraldas; es una ganga. Sería un regalo ideal para tu chica, ¿qué me dices, muchacho? A Elliot poco le faltó para salir corriendo de aquel puesto, aunque amablemente desechó la oferta. Aún hubo de recibir dos rebajas por parte del comerciante, dejándosela en un «irrechazable» precio de cuarenta esmeraldas. Pero Elliot se mantuvo en sus trece. Al final, optaron por llevarse dos lámparas que concedían un deseo. Elliot estaba convencido de que, al igual que el escarabajo de lapislázuli, aquellas lámparas no serían más que un trasto inútil. En cualquier caso, Sheila se había encaprichado y hubo de complacerla.

Mientras el vendedor empaquetaba, de mala gana, las dos lámparas que acababa de despachar, Elliot sintió curiosidad por la conversación que habían entablado dos ancianos que se habían encontrado frente al puesto de las alfombras persas. Después del habitual saludo, no tardaron en comentar los últimos rumores sobre las elecciones que tendrían lugar los primeros días de octubre.

—Pues yo pienso que deberían suspenderse —apuntó el más bajito de los dos, para sorpresa de Elliot.

—Hombre, Yusuf… ¡No pueden suspenderse las elecciones! —protestó el otro—. Aún hay tiempo para que Shafiga Wyckoff reaparezca. Y, quién sabe, tal vez Adnold Dowanhowee o Kyung Cheming se recuperen a tiempo…

Elliot, que había permanecido al margen de cualquier noticia sobre las elecciones desde el día en que se inauguró su casa, se quedó petrificado. Si no acababa de comprender mal, tres de los candidatos habían quedado fuera de juego. Más aún, entre las bajas se encontraba el tal Dowanhowee, del que tan bien había oído hablar a Cloris Pleseck. ¡Tres de los cinco candidatos no estaban en disposición de ser elegidos! Aquello tenía muy mala pinta, y no tardó en sospechar que alguien estaba tratando de sabotear las elecciones.

—¡Shafiga Wyckoff ha desaparecido! —exclamó Yusuf con sorpresa—. ¡No me digas! Pues entonces sí que deberían suspenderse. Tanto Adnold Dowanhowee como Shafiga Wyckoff eran los candidatos preferidos por la inmensa mayoría. Sin ellos, el elemento Fuego se verá abocado al fracaso.

Elliot, que se había quedado mirando a los dos ancianos con descaro, como un pasmarote, no se percató de que Sheila lo estaba llamando.

—¡Vamos, Elliot! Aún nos quedan muchos puestos por recorrer… —dijo, cogiéndole firmemente de la mano como a un niño pequeño. Tiró de él y prosiguieron su camino por el bazar.

Sin embargo, el muchacho no pudo apartar la mirada de los dos ancianos durante un buen rato. Se quedó igual que un chiquillo cuando lo apartan de una tienda de caramelos y golosinas, pero, en su caso, no era decepción lo que sentía, sino preocupación. Una nueva inquietud surgía en su interior, pues estaba convencido de que esta vez estaba en lo cierto. Tenía que ser Tánatos. No había otra persona —y fervientemente así lo deseaba— capaz de interponerse en las elecciones a un miembro del Consejo con tanto descaro. La pregunta que asaltó su mente entonces fue: ¿guardaba alguna relación este sabotaje con el extraño suceso acaecido en el Reino Trenti?

Instintivamente pensó que tenía que contárselo a Eric, pero de nuevo se vio inmerso entre puestos de verduras y otros alimentos. Los comerciantes proclamaban a viva voz las delicias y denominación de origen de sus productos, cultivados con los mejores abonos mágicos. También visitaron puestos donde vendían la más variada selección de pociones y la infinidad de componentes para producirlas por uno mismo… si se era suficientemente competente.

Sheila fue guiando a Elliot por uno y otro puesto, mostrándole todos los detalles que le había enseñado su tía. Incluso se atrevió a regatear por un par de baratijas más. El tiempo siguió transcurriendo y los muchachos se perdieron entre cestos de mimbre, serpientes encantadas, saltimbanquis y osados faquires. Divertidos como estaban admirando cómo unos escupían enormes llamaradas de fuego y otros se tragaban impresionantes cimitarras, la mente de Elliot pronto se olvidó de la conversación que había oído mantener a los ancianos.