8-SORPRESAS… DESAGRADABLES

Esa misma tarde, en Hiddenwood, el ambiente que se respiraba era completamente distinto. Elliot había pasado las últimas horas junto a Gifu en casa de Úter Slipherall. No se habían visto desde la inauguración del nuevo hogar de los Tomclyde, por lo que gran parte de las conversaciones giraron en torno a la aventura que el muchacho había vivido junto a los Damboury en el Reino Trenti.

—No me lo puedo creer, no me lo puedo creer —repetía una y otra vez Gifu meneando la cabeza—. Vaya una aventura. ¡Y yo no estaba allí!

—Calla, Gifu, no interrumpas —le espetó el fantasma, al tiempo que daba un sorbo de su imaginario té al limón—. Sí, Elliot. Ibas a contarnos lo que sucedió cuando caísteis en aquel socavón.

Elliot narró la historia lo más fielmente que pudo. Hizo especial hincapié en el momento en que los trentis entraban en contacto con el agua. Aquello, unido a la extraña poción «resucitadora», llamó la atención de ambos oyentes. Pero era Gifu quien protestaba constantemente y se sentía defraudado por haberse perdido tan emocionantes acontecimientos. Cada vez que lo hacía, Úter respondía con una mueca a Pinki para que diese un picotazo en la coronilla del duende. Ni que decir tiene que el loro acataba gustosamente tal orden. Una veintena de picotazos más tarde, la narración llegaba a su fin.

—Tienes toda la razón del mundo cuando dices que el hecho de que los trentis se hayan inmunizado al agua podría suponer una alteración del equilibrio —afirmó Úter con rotundidad—. Y grave, me atrevería a añadir.

—Ya lo creo que sería grave —protestó Gifu, aunque esta vez Pinki se abstuvo de darle con el pico—. ¿Por qué esas estúpidas criaturas habrían de librarse de tal mal? ¿Qué habrán hecho para lograrlo? Cómo me gustaría averiguarlo…

—Sí, sería interesante saber algo más sobre el tema —acordó Úter, después de dar el último sorbo a su taza.

—Cierto, pero yo no voy a poder ayudaros en esta ocasión —indicó Elliot ante las incomprensivas miradas de sus compañeros—. En breve reanudaré mi aprendizaje que, este año, cursaré en Blazeditch, ¿recordáis?

—¡Es verdad!

—¡Qué tontos somos! —agregó Gifu.

—Espero que hables por ti mismo —corrigió Úter.

—Venga, no empecéis otra vez —los apaciguó Elliot—. Sabéis que debo proseguir con mis estudios, y esta vez me corresponde hacerlo en la capital del Fuego. En cualquier caso, estaré bien acompañado. Tanto Eric como Sheila realizan su intercambio allí —dijo finalmente, casi sonrojándose.

—Entonces, ¿cuándo nos abandonas? —preguntó Úter al cabo de un rato.

—Sabes bien que no es así —gruñó Elliot, frunciendo el entrecejo—, nunca os abandonaré. Aunque esta vez mi ausencia sí será más prolongada, pues estaré fuera todo el trimestre.

—Aja, pero aún no has dado respuesta a mi pregunta.

—Parece ser que las lecciones empiezan el viernes, segundo día de septiembre, por lo que supongo que me iré en breve —dedujo Elliot, que se había acercado a la ventana más próxima. El sol había comenzado a caer—. Y hablando de despedidas, creo que va siendo hora de regresar a casa.

—Lo bueno siempre dura poco, ¿verdad? —Úter se había acercado hasta Elliot—. Procura aprender todo lo que puedas y atente a las normas.

—Úter, pareces mi madre —le espetó Elliot, aunque sin ánimo de ofender.

—Se te va a echar mucho de menos en Hiddenwood, amigo —dijo Gifu, una vez se encontró fuera de la casa del fantasma.

—Sin duda —corroboró Úter desde la puerta—. Por cierto, Gifu, podrías irte unos meses con él. Así también te echaríamos en falta a ti.

—Muy gracioso…

Elliot esbozó una triste sonrisa. Sí que los iba a echar de menos.

Después de despedirse afectuosamente, Elliot regresó a Hiddenwood acompañado por Gifu. Cuando atisbaron las primeras casas, el cielo estaba rojizo y con tendencia a oscurecer.

Entonces Gifu tomó un pequeño atajo que le llevaría hasta su modesta vivienda en lo más alto de un árbol. El muchacho, por su parte, fue directo hasta su nuevo hogar. Allí le aguardaban sus padres para la cena.

Pronto se plantó frente a la puerta. No pudo evitar desviar la mirada y dirigirla hacia la casa de sus misteriosos vecinos. Desde aquella posición no alcanzaba a ver la tétrica vivienda. Sin embargo, la zona, sumida en abundante oscuridad, parecía más lúgubre que nunca.

—¡Hola, cariño! —saludó la señora Tomclyde, tan pronto Elliot se adentró en la cocina.

Elliot saludó a su madre y después a su padre, que estaba sentado en una silla mirando cómo se las apañaba su mujer en la cocina. El chico tampoco pudo reprimir su curiosidad. Y es que la señora Tomclyde cocinaba a golpes de varita mágica. Entonces Elliot captó los deliciosos efluvios que por allí flotaban y se sorprendió por no haberlos detectado antes. Al instante vio su procedencia. En el fogón se guisaba una estupenda sopa de berza y en el horno se levantaba un sabroso suflé del que resaltaba el amarillento color del queso. Al contemplarlo, Elliot lo comprendió todo.

—No me miréis así —les espetó la señora Tomclyde a ambos—. ¿No habéis visto magia nunca? La señora Pobedy me ha regalado esta varita para que pueda cocinar. ¡Contiene sus mejores recetas!

Eso lo explicaba todo. ¡Una varita que incluía el recetario de la señora Pobedy! En cualquier caso, Elliot se había quedado sorprendido, pues era la primera varita que veía en el mundo mágico. Tan sólo tenía constancia de las robustas varas de poder, que únicamente algunos elementales poseían. Si bien es cierto, el poder de aquella varita era tremendamente limitado. No sería capaz de ejecutar el más sencillo hechizo. Simplemente servía para cocinar.

Cuando los guisos estuvieron a punto, los tres Tomclyde se sentaron a la mesa para disfrutar de aquellas exquisiteces. Fue entonces, después de servirse generosas raciones de sopa, cuando el señor Tomclyde se dirigió a Elliot.

—Hijo, esta tarde se ha pasado por casa Goryn.

—¿Goryn? —preguntó el chico con cierta sorpresa—. ¿Qué quería? ¿Algo importante?

—Simplemente decirte que debes estar mañana por la mañana en la escuela —agregó su madre.

—¿Mañana? ¡Pero si es treinta y uno de agosto! —protestó de pronto Elliot.

—Lo sabemos, hijo —lo calmó el padre—. Al parecer, los que realizáis el intercambio debéis incorporaros mañana para que la llegada a vuestros destinos y posterior instalación sea menos complicada.

Los señores Tomclyde sabían desde hacía unos días que su hijo estudiaría aquel año el elemento Fuego en los desérticos territorios de Blazeditch. Elliot se lo había comunicado la misma noche en que llegara del campamento con los Damboury.

—Como siempre, no necesitarás muchas cosas allí, pues prácticamente todo lo pone la escuela —prosiguió el señor Tomclyde—. No obstante, tu madre ha querido que este año estrenes túnica.

—Llevas dos años con la misma y has crecido —apuntó ella, echando mano de un paquete que tenía escondido bajo la mesa—. La túnica verde de la escuela te queda bastante corta de mangas y he visto que necesitaría más de un remiendo. Por eso, cuando esta tarde me pasé por el mercadillo, pensé que no te vendría mal disponer de una nueva…

—Pero mamá… —Elliot iba a decir que en Blazeditch necesitaría una túnica roja, como la de los elementales del Fuego, pero interrumpió su protesta—. ¡Vaya! ¡Es fantástica!

Su madre acababa de desplegar una hermosa túnica roja con el cuello y las mangas ribeteadas en dorado. En el lado izquierdo, a la altura del corazón, tenía bordado el símbolo del Fuego: una llama que parecía prender de verdad.

—Es el modelo que necesitarás durante este año —añadió finalmente al ver la cara de ilusión de su hijo. A Elliot le venía de perlas, porque aún seguía escondiendo su vieja túnica hecha trizas bajo un hechizo de ilusión. No había tenido tiempo de adquirir una nueva…

Siguieron hablando durante un rato aventurando cómo sería su nueva escuela, aunque no podían ni imaginársela. Mientras tanto, Pinki permanecía callado, esperando a que la sopa se enfriase para hincarle el pico.

—Cuatro meses sin verte se van a hacer un poco largos —dijo su madre al cabo de un rato.

—Mamá, no empieces —le reprochó Elliot—. Estoy seguro de que lo pasarás estupendamente con la señora Pobedy. Ahora que tienes esa varita, tal vez puedas echarle una mano en El Jardín Interior —apostó el muchacho—. En cuanto a papá, creo que disfrutará paseando y estudiando a fondo todos estos bosques. Deberías hacerte amigo de unos cuantos duendes —le aconsejó—. Ellos sí que conocen la naturaleza.

No le faltaba razón al muchacho. De todas formas, pocas cosas más se dijeron antes de irse a la cama. Pese a los nervios por empezar una nueva etapa de aprendizaje y, sobre todo, de volver a ver a Sheila, Elliot no tardó mucho en quedarse dormido.

Una noche más, Pinki abandonó los aposentos de Elliot en cuanto éste se vio envuelto por sus frescas sábanas. El muchacho durmió plácidamente durante toda la noche y, precisamente, se despertó con la llegada de su mascota, justo antes del amanecer.

—Oh, Pinki… ¿Se puede saber qué haces todas las noches? ¡Me has despertado!

Pero, o el loro se había quedado profundamente dormido, o no hizo caso alguno a su amo. Elliot permaneció en la cama en duermevela durante una hora más, hasta que decidió levantarse. Después de un rápido aseo, tomó su nueva túnica. Era verdaderamente hermosa, pero, cuando se la puso, se notó muy extraño. «Debo de ser el primer Tomclyde que lleva una túnica de éstas», pensó.

Si bien había logrado conciliar el sueño con facilidad, los nervios aparecieron con intensidad en el desayuno. Pese a que su madre insistía, Elliot era incapaz de probar bocado alguno. Y así estuvo casi media hora, jugueteando con el tazón de leche y una galleta, hasta que llegó la hora de marcharse.

—Espero que aprendas mucho —le dijo su padre al despedirse con un beso y un fuerte abrazo—. Parece mentira que estés ya en tu tercer curso de aprendizaje de magia elemental.

Elliot asintió esbozando una ligera sonrisa, pues le faltaban las palabras.

—Cariño, cuídate —le recomendó su madre, estrujándole tanto que casi le privó de la respiración—. No te metas en problemas.

—No, mamá.

—¿Me lo prometes? —insistió ella.

—Ya sabes que no me gusta meterme en problemas. Pero soy un Tomclyde…

La señora Tomclyde torció el gesto. Inmediatamente fue a decir algo, pero cambió de opinión.

—No olvides escribir.

—Sí, mamá.

—Tan a menudo como puedas. He comprobado que Buzón Express funciona a las mil maravillas y…

—Mamá, ¡no te preocupes! —saltó Elliot—. No me va a suceder nada. Tendrás noticias mías, de verdad. Además, voy a estar con mis mejores amigos. No hay nada que temer.

Aunque su madre no parecía muy de acuerdo con este último comentario, ahogó su protesta en un profundo suspiro. Elliot se despidió una última vez y se marchó dejando atrás su hogar por tercer año consecutivo. Inmediatamente después, Pinki levantó el vuelo tras él.

Aunque era miércoles, la escuela de Hiddenwood mostraba un ambiente apagado. Tan sólo eran los aprendices de tercer grado los que habían de iniciar su curso aquel día. Elliot llegó allí poco antes de las diez de la mañana, hora a la que habían sido convocados.

Los jardines estaban tan cuidados como siempre. El césped parecía una alfombra y los setos estaban espléndidamente recortados. Algunos incluso presentaban formas de animales salvajes merced, a buen seguro, al ingenio y habilidad de los duendes. Por su parte, la escuela refulgía con su blancura. Nadie tenía la menor duda de que a la fachada se le había aplicado un hechizo que la hacía estar siempre impoluta. Sin embargo, aquel año no habrían de disfrutar de aquellos balcones, ni de las confortables habitaciones de su interior. No. Aquel año su destino era Blazeditch.

Elliot se encontró con Eric justo antes de cruzar el umbral de la escuela.

—¡Elliot! —exclamó Eric tan pronto lo vio—. ¡Bonita túnica!

—Gracias —respondió el interpelado. Eric llevaba una túnica verde de segunda mano que habría de teñir por medio de una ilusión—. ¿Muy nervioso?

—Bastante, para qué te voy a engañar —reconoció su amigo. El hecho de ir a una escuela diferente no era una novedad para Eric, pues el año anterior había podido estudiar Acuahechizos en Bubbleville. Sin embargo, este año lo pasaría completamente alejado de la escuela de Tierra.

Aunque no eran muchos aprendices, se hacían notar. No todos realizarían el intercambio en el tercer curso. Había algunos que preferían hacerlo durante el último año, habiendo alcanzado una mayor madurez mágica. No obstante, éstos también habían sido convocados en la escuela. Tenían que dar el debido recibimiento a los alumnos de los restantes centros que realizarían el intercambio en Hiddenwood.

—Por cierto, ¿dónde está Sheila? —preguntó Eric después de saludar a Héctor. Su compañero había adelgazado bastante debido al estirón que había pegado aquel verano—. ¿No debería estar aquí?

—Como estaba veraneando en Blazeditch, supongo que tendrá un permiso especial de Cloris Pleseck para incorporarse directamente allí —aventuró Elliot.

—Vaya, va a tener Blazeditch para rato, ¿no crees?

Pero Elliot no dijo nada. Precisamente acababa de aparecer Cloris Pleseck por uno de los laterales del inmenso recibidor. Con paso solemne, se encaminó a las puertas que daban acceso al patiojardín en el que se guardaban los espejos. Hizo una leve indicación con su mano derecha y todos los presentes la siguieron.

Elliot pudo comprobar que la sala estaba prácticamente igual que en otras ocasiones. Todos los espejos estaban expuestos siguiendo el circular perímetro. La única modificación destacable era el enorme espejo que había colocado en el centro de la estancia. Elliot lo reconoció como el mismo que había utilizado él durante el año anterior para desplazarse a la capital del Agua. A buen seguro, sería el único con capacidad para conectarse a las demás escuelas.

—Mis queridos aprendices —dijo la representante del elemento Tierra cuando hubieron entrado todos—. Habéis llegado al ecuador de vuestro aprendizaje de magia elemental y ha llegado el momento de llevar a cabo vuestro intercambio. La gran mayoría habéis optado por realizarlo este mismo curso, mientras que unos pocos lo realizaréis el año que viene.

»El intercambio es fundamental en vuestra formación. Os vais a enfrentar a un elemento que no es el vuestro y, por ende, el nivel de exigencia no va a ser el mismo. Al instante, se formaron corrillos para comentar la noticia que, evidentemente, se presumía positiva.

—¿Has oído? —inquirió Eric, dándole con el codo en las costillas a Elliot—. Con razón todo el mundo dice que los intercambios son estupendos.

—Eso parece.

Cloris Pleseck acabó con todos aquellos chismorreos emitiendo un ligero carraspeo.

—No obstante, espero que los alumnos de esta escuela, Hiddenwood, mantengan el exquisito nivel de sus predecesores —aclaró, dirigiendo su mirada a Elliot—. No es algo que deba tomarse a la ligera. Si me llega alguna queja sobre el bajo rendimiento de cualquiera de los presentes, deberá repetir curso… en Hiddenwood. Y, por supuesto, no podrá acceder a un nuevo período de intercambio.

—Apuesto a que nadie ha sido tan tonto como para repetir curso —susurró Eric, aunque llegó a oídos de la directora.

—Está en lo cierto, señor Damboury —dijo muy seria—. Por eso espero que mis alumnos se comporten adecuadamente en el destino escogido. Y digo bien, pues el aprendizaje es una parte importante de vuestro intercambio. Sin embargo, vuestros modales y comportamiento en general también lo son. Deberéis confraternizar con los aprendices e integraros en la cultura del lugar al que vayáis. Vuestro futuro, y el del mundo elemental, dependen en buena medida de las relaciones que os forjéis en vuestra juventud.

Hizo una pequeña pausa para que sus últimas palabras calasen en su atenta audiencia.

—No me queda más que desearos una muy provechosa estancia allá donde os dirijáis. —Como casi todos los años, sus ojos se enrojecieron en ese instante—. Ahora, os iré llamando en función de vuestro destino. Los que no realicéis el intercambio este curso, por favor, aguardad al fondo de la sala. Dentro de un rato deberéis acoger a nuestros nuevos huéspedes.

Fue entonces cuando los aprendices comprendieron que había llegado su hora y la emoción se adueñó del ambiente.

—Por favor, muchachos, comportaos —pidió Cloris Pleseck encarecidamente, sin que le hicieran mucho caso—. Los aprendices cuyo destino sea Bubbleville, que se acerquen hasta aquí.

En ese instante, Elliot apreció que un reducido grupo de compañeros, con los que estudió en primero, se adelantaba. Sus rostros mostraban claros síntomas de ilusión. No era para menos, pues el mundo del Agua era verdaderamente asombroso. Elliot no tuvo mucho más tiempo para evocar sus recuerdos pues, enseguida, las figuras de sus compañeros se perdieron tras el espejo que daba a la acuática escuela.

El corazón de Elliot palpitaba con emoción. ¿Serían ellos los siguientes?

—Aquellos que hayan optado por Blazeditch como su escuela de intercambio, pueden venir —indicó Cloris Pleseck. Elliot avanzó sin pensárselo dos veces. Tenía tantas ansias por encontrarse con Sheila que ni siquiera se fijó en qué aprendices habían optado por la escuela del Fuego. Daba igual. Si bien era cierto que a su lado avanzaba Eric, con paso tan decidido como el suyo, aunque no le prestó mayor atención. Al otro lado del espejo ya tendrían tiempo de ver cuántos eran.

Tantas ganas tenía de cruzar la puerta mágica que apenas percibió las palabras de la directora deseándole suerte en su nuevo centro. Bastó un asentimiento a modo de respuesta por su parte y atravesó la gelatinosa superficie justo después de su amigo Eric.

El otro lado del espejo se materializó al instante. Los ojos de Elliot captaron inmediatamente la espaciosa estancia en la que acababan de aparecer. Lo primero que notó fue que la luz no era natural, pues en aquel lugar no había ventanas. Eran las cuatro columnas que había emplazadas en el centro de la habitación las que alumbraban aquel lugar, pues eran pilares de fuego. Sin embargo, la iluminación se veía apoyada por la decena de espejos que había pegados a las paredes de piedra. Estos, al reflejar la vibrante luz procedente de las columnas, aportaban una mayor luminosidad a la estancia.

Pronto los detalles comenzaron a cobrar forma. Mirase por donde mirase el muchacho, todo el habitáculo estaba construido en piedra labrada de forma geométrica. El techo estaba perfectamente cuidado y reluciente; hasta tal punto, que parecía haber sido pulido aquella misma mañana. Por su parte, las paredes estaban repletas de pinturas jeroglíficas. Desde el primer momento, Elliot pudo notar la magia que se desprendía de aquellos textos, aunque no pudiese desentrañar su significado. Y en el suelo lucía una hermosísima alfombra persa en tonos ocres y rojos.

Como si le acabasen de destapar los oídos, Elliot se dio cuenta de los murmullos que resonaban a su alrededor. Todos sus compañeros parecían asombrados por lo que tenían ante sus ojos, y más de uno no pasó por alto el calor que hacía allí. Mas las elevadas temperaturas provenían del exterior y no de las columnas de fuego, como más de un aprendiz pensó.

—Esto es asombroso —acertó a decir un chico que Elliot no había visto en su vida. Probablemente viniese de la escuela de Windbourgh.

De pronto, Elliot recibió un pisotón en su pie izquierdo y sintió cómo Eric le susurraba al oído:

—No hay manera de librarse de ellas —dijo al tiempo que señalaba con la mirada a dos chicas prácticamente idénticas. Sus oscuras melenas, atadas en sendas coletas, destacaban en el rojo de sus túnicas—. El año pasado tuve que soportar constantemente sus críticas.

Las reconoció al instante. Eran las gemelas Irina y Tania Pherald. Elliot realizó su primer año de aprendizaje con ellas y, para ser sinceros, no guardaba gratos recuerdos de su compañía. En realidad, no había tenido mucho contacto con las gemelas, hasta aquel día en que las pillaron in fraganti haciendo trampas en las lecciones de Naturaleza. Eric no pudo reprimir su impulso y, en fin, la cosa no acabó muy bien. En cualquier caso, Elliot tenía la certeza de que tampoco ellas le tenían en muy alta estima.

—Procura no hacerles caso —recomendó Elliot, tratando de quitar hierro al asunto.

—Son odiosas.

—Odiosas, odiosas —repitió Pinki, tomando el hilo de la conversación.

—¡Hola, Elliot! —exclamó una chica a sus espaldas.

El chico apenas tuvo tiempo de darse la vuelta, aunque había reconocido al instante aquella voz.

—¡Sheila!

Su amiga lo envolvió con un cariñoso abrazo. Fue tan impetuoso que Pinki se vio obligado a alzar el vuelo. De buena gana le habría propinado un buen picotazo en la coronilla, aunque sabía que Elliot jamás se lo hubiese perdonado. Resignado, el loro fue a parar al hombro de Eric.

Aún se estaban saludando los dos amigos cuando en la sala irrumpió una mujer de porte espigado y aspecto hosco. Sus finos y rectilíneos labios mostraban una excesiva severidad en su rostro, que asustaba a cualquier aprendiz. No había que ser muy avispado para darse cuenta de que aquella maestra debía de ser de armas tomar. Sus ojos, pequeños y punzantes como agujas, otearon uno por uno a los recién llegados como un halcón acecha a su presa. Se detuvieron más de la cuenta en la figura de Elliot Tomclyde, y el muchacho percibió con total claridad la mueca de asco que le brindó la mujer.

—Sed bienvenidos a Blazeditch. —Sus primeras palabras fueron frías y carentes de emoción. Sin lugar a dudas, obedecían a un discurso obligado y preparado con antelación—. Mi nombre es Frígida Iceheart.

—Hace honor a su apellido, no cabe duda —afirmó en voz muy baja un muchacho de pelo revuelto y mirada alegre que Elliot reconoció al instante. ¡Era Coreen Puckett, el muchacho que se encontraron en el campamento!

—¿Eso cree, señor…?

—Puckett —respondió finalmente el sorprendido muchacho, tragando saliva—. Coreen Puckett.

La mirada inquisidora de Frígida Iceheart era tan cortante como su voz. Más de uno contuvo la respiración, consciente de que nada bueno podía suceder a continuación.

—¿Cuál es su escuela de procedencia, señor Puckett?

—Es… Windbourgh —contestó el aprendiz a duras penas.

—¿Y no enseñan modales en la escuela de Windbourgh, señor Puckett? —Cada vez que mencionaba su nombre al final de la pregunta, al muchacho se le ponía la piel de gallina.

—Ssí.

—Lamento decirle que no estoy muy de acuerdo con su opinión, señor Puckett. —Su respuesta provocó que el rostro del chico se tornase de un color verde pálido muy desagradable—. Tres han sido las preguntas que le he formulado, y tres las respuestas que ha dado sin finalizarlas educadamente. ¿No le han enseñado a terminar las frases con el nombre de su interlocutor, señor Puckett?

—S… sí… maestra Iceheart —respondió en esta ocasión.

—Ah, eso está mucho mejor —dijo entonces—. Sepa usted, señor Puckett, que en condiciones normales hubiese recibido un severo castigo por su falta de respeto hacia un miembro del profesorado. No obstante, acaban de llegar y ni siquiera ha comenzado el curso, por lo que su desliz no será tenido en cuenta.

—Gracias, maestra Iceheart.

—Bien, sigamos. Antes de esta pequeña interrupción estaba presentándome —dijo en tono de reproche al humillado Coreen Puckett—. Desgraciadamente, nuestro querido director, Aureolus Pathfinder, no está ya entre nosotros. —Por la expresión de su rostro, Elliot dedujo que no lo echaba mucho de menos—. Hasta que el nuevo representante del Fuego sea elegido, he asumido el mando de la escuela de Blazeditch. Además, para que me vayáis conociendo, debéis saber que imparto la apasionante disciplina de Alquimia.

Aunque muchos de los aprendices desconocían lo que era la Alquimia, todos se abstuvieron de abrir la boca.

—No espero que sepáis mucho sobre esta ciencia, pero tampoco es momento para hablar de ella. —Más de uno recuperó la respiración, especialmente Coreen Puckett, pues ya temían que empezase a pedir voluntarios para responder—. Ya llegará la ocasión.

Su risa, como la de una hiena, resonó en las frías paredes. Al oírla, Pinki escondió su cabeza bajo el ala e imitó la peculiar risotada de la maestra. El rostro de Elliot rápidamente cobró un color rojo intenso de la vergüenza que sintió. Apenas tuvo tiempo para reprochar al loro su mal comportamiento, pues la maestra avanzó con paso decidido hacia su posición.

—¿Y usted es…?

—Elliot Tomclyde, maestra Iceheart —se apresuró a responder Elliot, que ya tenía la lección bien aprendida.

—Aprende rápido, pero no me va a engañar tan fácilmente, señor Tomclyde —le espetó de pronto—. La falta de modales de su mascota deja en evidencia la educación que ha recibido. Es, claramente, una prueba palpable de su indolencia en este aspecto.

—Pero…

—No cabe justificación al respecto —repuso tajantemente la maestra—. Debe saber que en Blazeditch no está permitido llevar de paseo a una mascota por los pasillos. Este animal, como quiera que se llame, deberá permanecer en el Refugio de Mascotas que hay habilitado en los sótanos de la escuela. ¡Señor Humpow!

Nadie se había fijado hasta aquel instante en una figura que aguardaba en la entrada de aquella estancia. Tal vez porque los recién llegados pensaron que era una gárgola hasta que cobró vida. Ni siquiera la luz proveniente de las columnas conseguía dar color a su cenicienta piel. El pelo, lacio y canoso, parecía la pelambrera de una fregona. Sus ojos, que hasta el momento habían permanecido cerrados, eran amarillentos y le conferían un aspecto de amargura, como la bilis. Se aproximó lentamente, cojeando ostensiblemente, hasta la posición de la maestra Iceheart. Fue entonces cuando dejó ver la abultada joroba que sobresalía en su espalda.

—Éste es el señor Humpow, guardián de la pirámide de Blazeditch. —La maestra Iceheart lo contempló casi con tanto asco como a los aprendices—. El os conducirá a vuestros aposentos y, después, pondrá a buen recaudo a esta mascota.

El señor Humpow hizo una pronunciada reverencia a la maestra, que prácticamente le llevó a rozar el suelo con su prominente nariz. Iba a dar el primer paso, cuando la arisca maestra pronunció unas últimas palabras.

—Ah, señor Tomclyde. Mañana puede ser un buen día para que cumpla su castigo.

—¿Mi castigo? —repitió Elliot como si no hubiese comprendido bien.

—Sí, señor Tomclyde, su castigo. Así aprenderá a tener bien educada a su mascota.

Una risa hipócrita a su derecha hizo que sus ojos se cruzasen con los de un chico moreno y de mirada perversa, la de Emery Graveyard. ¿Tan mal podía empezar este nuevo curso?

En una primera impresión, el hecho de que la maestra Iceheart los hubiese dejado en manos del señor Humpow no supuso alivio alguno. Sus desagradables facciones y su torpe caminar no despertaba muchas simpatías entre los aprendices.

—Es una injusticia lo que acaba de hacer contigo —protestó Sheila cuando abandonaron la estancia de los espejos—. ¡No puede hacerlo!

—Estoy completamente de acuerdo —convino Eric, dando una palmada en el hombro de su amigo—. ¡Ha dejado sin castigar a Coreen Puckett porque no había empezado el curso!

—Y tú, que ni siquiera has abierto la boca, ya tienes que cumplir un castigo. ¡No hay derecho!

Elliot no abría la boca. Iba mirando al suelo, pensativo, con el entrecejo fruncido. Su enfado era monumental, pero el hecho de oír a Eric, y sobre todo a Sheila, apoyándole le hizo sentirse un poco mejor. Por quien más lo sentía era por Pinki, que no podría estar a su lado durante el curso.

—Esa arpía…

No tardaron en mirar a su alrededor. Aún seguían los pasos del señor Humpow, pero no tenían ni idea de dónde se encontraban. Habían perdido la cuenta de cuántos corredores habían atravesado y cuántas escaleras habían subido o bajado. Pero también les despistaban aquellas paredes de piedra labrada. Su tonalidad arenosa era constante allá por donde fueran. ¿Cómo se suponía que iban a encontrar el camino a las clases sin un plano?

Después de un cuarto de hora recorriendo aquellos asfixiantes conductos, llegaron a una sala pentagonal. Cada una de las paredes tenía una abertura, llevando a cinco destinos diferentes.

—Aquel corredor lleva a los dormitorios de las chicas —señaló el señor Humpow, con una voz de ultratumba—. Y el de la derecha, conduce a los de los chicos. Hay una habitación por persona —añadió de pronto, como señal de advertencia.

—Disculpe… —dijo Eric—. ¿Dónde está la salida?

—Entre semana no hay salida que valga —respondió sin más el señor Humpow—. Para asistir a las lecciones, debéis subir por aquellas escaleras —dijo, señalando el tercer acceso, dond una puerta impedía el paso. Obviamente, hasta que no diese comienzo el curso, ningún aprendiz tendría acceso a las aulas—. Comedor y biblioteca, por aquél.

—¿Y el Refugio de Mascotas? —preguntó al cabo Elliot, deseoso de poder realizar alguna visita a Pinki de vez en cuando.

—Abajo —contestó el guardián.

El muchacho dirigió su mirada al suelo, como si esperase encontrar un túnel que descendiese a las profundidades del abismo. Pero no era así. Cuando iba a pedirle más detalles al señor Humpow, se dio cuenta de que éste había dado media vuelta para perderse por el pasillo por el que habían llegado.

—En fin, ¿qué os parece si vemos nuestras habitaciones y después deambulamos un poco por este sitio antes del almuerzo? —propuso Eric, visiblemente emocionado.

—Por mí de acuerdo, mientras no nos crucemos con Iceheart —observó Elliot, con su humor ya más recuperado—. Me da la impresión de que no me va a gustar nada su disciplina.

—Mejor id vosotros —apuntó Sheila—. Yo ya conozco bastante bien la escuela. Llevo un par de días por aquí…

Sheila se adentró en su corredor mientras que los muchachos hicieron lo propio por el suyo. Descendieron un par de metros por una escalera de caracol y llegaron a una acogedora sala. La pared de la izquierda presentaba una original pintura de suelo a techo, como si fuese un tapiz. Tanto Elliot como Eric se mostraron de acuerdo en la falta de imaginación del dibujante. La representación mostraba una insulsa escena del desierto. Dunas y más dunas se perdían en lontananza, mientras que en la parte frontal había un egipcio, a tamaño natural, vestido con su característica túnica roja.

—Mira, su mano derecha apunta al sol —indicó Elliot.

—Su elemento, ¿no? El Fuego —dedujo rápidamente Eric.

Dejaron atrás una larga mesa de estudio y los confortables sofás, y se adentraron en un largo pasillo que llevaba a los dormitorios. No tardaron en encontrar dos habitaciones vacías, aunque no se mostraron muy contentos con las que les había correspondido. No es que los dos muchachos fuesen muy exigentes, pero aquello, salvo por el calor reinante, más bien parecían dos celdas de Nucleum antes que dos habitaciones de una escuela de magia.

—Está claro que aquí no saben lo que es una ventana, ¿no crees? —dijo Elliot, sin evitar una mueca de disgusto.

—Ni un buen colchón…

—Será mejor que nos vayamos acostumbrando, porque nos espera un año muy largo.

—Cierto, compañero —se mostró de acuerdo Eric—. ¿Qué te parece si buscamos una ventana y disfrutamos de un poco de sol?

—No es una mala idea —contestó Elliot, toda vez que abandonaban sus dormitorios.

Los muchachos dejaron atrás la sala de estar y partieron por el corredor que llevaba a la estancia que habían dado en llamar sala central, pues de ella partían cinco pasillos. Deambularon durante más de tres cuartos de hora recorriendo un montón de túneles y, de vez en cuando, adentrándose en alguna que otra sala. Quienquiera que hubiese decorado aquella escuela había tenido un gusto pésimo. Todo el complejo parecía edificado con la misma piedra arenosa. Innumerables teas, encendidas con fuego mágico, iluminaban todos y cada uno de los espacios que visitaron. Pinturas jeroglíficas y símbolos divisaron muchos; ventanas, ni una sola.

—Aquí tienen un serio problema con la luz… y con la ventilación —afirmó Eric con rotundidad.

—Tienes razón, el ambiente está un tanto cargado —corroboró Elliot, alzando la vista como si esperase encontrar una grieta por la que se pudiera colar un resquicio de aire.

—¡Y hace un calor espantoso! —protestó Eric cuando hubieron avanzado unos pasos más—. Si por lo menos hubiese un ventanuco… Creo que deberíamos hacer una queja formal.

—Si vas a la directora, no cuentes conmigo —se apresuró a decir Elliot—. Tengo la impresión de que cuanto menos me encuentre con ella, mejor para ambos.

Eric esbozó una sonrisa. Por un instante había olvidado que, por culpa de la directora, su amigo debería cumplir un castigo al día siguiente.

Poco les debió de faltar para perderse. Hacía un rato que sus estómagos habían rugido enérgicamente pidiendo un plato de suculenta comida. Ya no sabían por qué pasillos habían pasado, pues todas las pinturas les parecían idénticas. Únicamente se guiaban, y aun así resultaba difícil, por las salas con las que se topaban. Iban a doblar un recodo en su recorrido por el enésimo pasillo, cuando se dieron de bruces con Sheila.

—¡Chicos! —exclamó ella sobresaltada. Era obvio que no esperaba encontrárselos allí. Tras dudar un instante, dijo:

—¿Qué os parece si vamos a comer? Ya debe de ser la hora…

—¡Estupendo! —exclamó Eric, impetuosamente—. Me muero de hambre.

—No será para tanto —bromeó Elliot.

Sheila, que había llegado a la escuela de Blazeditch un poco antes que los muchachos, no tuvo ningún problema para conducirlos hasta donde se encontraba el comedor.

Entraron en una estancia larga y muy bien iluminada. Del techo, que se perdía muy por encima de sus cabezas, colgaban bolas de fuego cada dos o tres metros, pero las paredes estaban tan desnudas como en el resto de las salas y corredores, por lo que no se extrañaron. Frente a ellos había dos inmensas mesas de madera con sus correspondientes bancos. Ya había varios compañeros sentados, degustando las delicias que servía la escuela de Blazeditch.

Olores intensos y apetitosos llegaron hasta ellos, y no tardaron en captar su procedencia. A su derecha había una tercera mesa, a modo de aparador, provista de toda la comida que pudieran imaginar. La boca de los jóvenes se hizo agua tan pronto la vieron y no dudaron en acercarse hasta ella. Una vez cogieron sus respectivas bandejas, se dirigieron al espectacular festín.

En cuanto lo tuvieron delante, los muchachos se dieron cuenta de que no tenían tanta hambre como habían pensado. Elliot no sabía qué contenía la mitad de los platos que allí había pero, desde luego, no le entraban por la vista. Los tres aprendices se habían quedado como anonadados contemplando la comida, hasta que la voz de un compañero despertó a Elliot de su letargo. Debía de ser un aprendiz de Blazeditch, pues sabía perfectamente en qué consistían aquellos platos y se lo estaba explicando a uno de los recién llegados.

—Aquél de allí es uno de los platos que mejor se prepara en Blazeditch —oyó que le comentaba—. Es el cuscús. Está compuesto de granos de sémola de trigo, cocinados al vapor, con carne de cordero y verduras, además de otros ingredientes —a continuación, siguió presentando nuevos manjares—. Tampoco está nada mal la baba ghannoug; un puré elaborado con berenjenas peladas y asadas al horno, aliñadas con zumo de limón, aceite de oliva y ajo machacado.

Elliot vio que ambos muchachos se desplazaban un poco y no dudó en seguir sus pasos. Estaba dispuesto a conocer cuantos detalles hicieran falta antes de llevarse a la boca aquellos alimentos.

—Si te gusta la carne —prosiguió el muchacho—, te recomiendo el dóner kebab. Es aquel trozo de carne de forma cilíndrica. En el fondo no es más que carne asada, macerada con especias, que se suele tomar en bocadillo en pan de pita. Además, tienes unos cuantos platos más exóticos. En esa bandeja tienes serpiente asada —a Elliot le vino a la mente su estancia en Schilchester—, en aquel recipiente suele estar el guiso de patas de medusa a la vinagreta, y allí las hormigas culonas fritas.

Elliot sintió un mareo monumental en aquel instante. Algo similar debía de estar sucediéndole al otro muchacho, pues su tez se había verdecido. ¿Sería posible que allí se comiesen hormigas? Nunca había probado el pan de pita, pero, de pronto, la idea de alimentarse a base de cuscús y kebab se le presentaba como su única salvación. Si era preciso, sería su alimento durante el próximo año, porque no estaba dispuesto a probar esperpénticas novedades.