5-EL REINO TRENTI

Aquella noche, Elliot apenas concilio el sueño. Por un lado, porque se habían alejado tanto del campamento base que luego les fue complicado regresar. De todas formas, fueron lo suficientemente hábiles como para señalizar a duras penas el camino de vuelta, ahorrándose trabajo para el día siguiente. Por otra parte, una vez en la tienda, a Elliot se le hizo imposible no pensar en otra cosa que no fuera lo acaecido horas antes. Había perdido la Piedra de la Luz. Para él era más que una piedra que desprendía destellos; era, por así decirlo, un símbolo de la amistad que le unía a Merak, Gifu, Úter y el propio Eric. No concebía que unos rateros rencorosos se la hubiesen robado.

Y es que Elliot seguía sin comprender la situación. El hurto bien podía haberse forjado durante la noche anterior, pues recordó que se había despertado en mitad de la insondable oscuridad al percibir un ruido. Incluso, estaba casi convencido de que los trentis sabían a la perfección que el dueño de dicho objeto era Elliot Tomclyde. Le habían visto y, a buen seguro, le habrían reconocido. Entonces recordó la noche en que conociera a Sheila, atrapada en un árbol tras caer en una trampa trenti. Él logró ahuyentar a los traviesos duendecillos con el agua de su cantimplora, sin saber que ésta era sinónimo de veneno para ellos. No podían haberse olvidado de aquel episodio. Pero ¿acaso podían existir unas criaturas tan rencorosas? ¿Sería posible que sólo por venganza se hubieran arriesgado a llevar a cabo aquella estúpida acción? Lo desconocía, mas, tan pronto como asomaron los primeros rayos de sol, Elliot salió de la tienda con la firme determinación de recuperar su preciado tesoro.

Somnoliento como estaba, no tardó en encontrarse con los demás amigos junto a los rescoldos de la hoguera. Pinki también parecía agotado tras una frenética noche, aunque desperezó sus alas con prontitud.

Ni siquiera se molestaron en preparar un té para el desayuno, pues el tiempo apremiaba. Así pues, por el camino se tomaron unas cuantas rebanadas del bizcocho relleno de fresas preparado por la señora Damboury, que aún estaba tierno. Mientras comían, se adentraron entre la maleza y los pinos. El bosque era tremendamente frondoso en aquella zona y nadie se hubiera atrevido a afirmar que estaba amaneciendo, pues la oscuridad aún era notable entre aquella espesura.

Con la llegada de los madrugadores rayos de sol, atisbaron las primeras señales que habían dejado la noche anterior. En verdad, esta labor había que atribuírsela mayoritariamente a Thomas. Suya había sido la idea de dejar hojas de helecho flotando allá por donde habían pasado. Aunque las tonalidades ocres, verdes y marrones del terreno se entremezclaban en demasía con el entorno, no era muy complicado distinguir las enormes y puntiagudas hojas apuntando en la dirección en la que debían caminar.

Tres cuartos de hora después de abandonar el campamento, se encontraron en las inmediaciones de la zona en la que Elliot había perdido el rastro de los trentis la noche anterior. No tardó en percatarse del motivo de su despiste. Unos metros más adelante, el bosque se cerraba aún más. Los árboles se veían más próximos entre sí, las zarzas habían duplicado su tamaño formando una maraña casi impenetrable, los helechos y la maleza eran más propios de una selva que de un bosque y la penumbra era mucho más acentuada.

En ese punto, Pinki siguió su propio camino, elevándose por encima de las copas de los árboles para sobrevolar tan enrevesada barrera. En realidad, todos ellos hubiesen deseado tener alas como él.

En cualquier caso, Elliot no se amilanó ante el tenebroso panorama. Había visto cosas peores y había hecho frente a situaciones más adversas. Sin pensarlo dos veces, se adentró entre las afiladas ramas. Trató de abrirse paso con las manos, apartando de su camino los brotes más espinosos y pisando con cautela sobre el invisible suelo. Presumía que estaba allí, porque entre tanto hierbajo y hoja putrefacta era imposible estar seguro. Le seguían sus pasos como buenamente podían los tres Damboury. Elliot podía oír las protestas de Eric a cada corte que se llevaba.

—¿Estás seguro de que éste es el camino? —preguntó Eric, deseoso de dar media vuelta.

—Tiene toda la pinta —respondió Elliot sin detenerse.—Parece un buen refugio —opinó Jurien que, puesto que pertenecía al elemento Tierra, empezaba a interesarse por tan curiosas plantas.

Sin duda era un lugar no apto para gente de cierta envergadura. Una criatura que no llegase al metro de altura, como era el caso de un trenti, podría desplazarse por aquel lugar sin más dificultad que la de atravesar los helechos y malas hierbas. Pero ellos superaban con creces esa estatura y bien que lo estaban sufriendo.

Habrían atravesado una extensión de unos cincuenta metros cuando dejaron atrás las zarzas y los espinos. Se sintieron aliviados por esta circunstancia, pues habían recibido numerosos cortes de cintura para arriba y sus túnicas se encontraban en un estado bastante deplorable. Cuando las viese la señora Damboury les iba a caer una severa reprimenda, desde luego. Mas aquel pensamiento apenas duró unos instantes en sus cabezas. Los ojos de los muchachos se abrieron como platos al contemplar el poblado que se alzaba ante ellos.

Algún tipo de magia debía de existir en aquel lugar. De lo contrario, no sería posible explicar cómo aquellas setas habían alcanzado semejante envergadura. Por lo menos debían de medir dos metros de altura, sin contar el sombrero, que también alcanzaba medidas desproporcionadas. Todas ellas eran gruesas y deformes, con colores muy poco vivos, más bien tétricos.

—¿Os habéis fijado que todas ellas tienen aberturas en la parte inferior? —inquirió Jurien en un susurro apenas audible.

—Realmente observador, hermanito —apuntó Thomas, dándole un golpecito en el hombro.

—¿Será posible que esos duendes vivan ahí? —preguntó Jurien, imaginándose a un trenti sentado plácidamente en el interior de la seta fumando una imaginaria pipa con extractos de níscalo.

De todas formas, los gigantescos hongos no eran lo único que por allí crecía. También había árboles, de gruesos y retorcidos troncos negros, cuyas formas eran verdaderamente grotescas. No daban la impresión de haber tenido hojas en su vida y, de haberles brotado, únicamente se las hubiesen podido imaginar de color ceniza.

—Eso dicen los manuales en la escuela… —confirmó Eric, mordiéndose el labio inferior

—Chist —ordenó Elliot—. No deben oírnos.

El silencio era absoluto. No se oía ni un solo crujido, ni el más leve sonido de la brisa. Tampoco había criatura alguna por la zona. ¿A qué ser le agradaría vivir en un ambiente tan enrarecido?

No tardaron en notar que por allí flotaba una extraña humedad que olía a putrefacción. ¿Y los trentis? ¿Estarían durmiendo? Sabían que eran criaturas principalmente nocturnas pero, bien pensado, en aquel extraño lugar uno no podría distinguir nunca si era de noche o de día.

Anduvieron unos cuantos metros por la extraña linde de zarzas y espinos que parecía proteger aquel paraje y comprendieron que la extensión de setas gigantes se prolongaba bastante. El horizonte estaba sumido en tanta penumbra que no distinguían el otro extremo.

—Esto tiene toda la pinta de ser… —dijo Elliot.

—¡El Reino Trenti! —aventuró Jurien—. No puede ser otro lugar.

—Eso mismo estaba pensando yo —comentó Eric, ahogando un suspiro. En realidad, ninguno de los cuatro muchachos parecía sentir miedo. Si bien es cierto que aquel tenebroso paraje infundía un cierto respeto, sabían a la perfección que los trentis no eran unas criaturas famosas por su maldad. Todo lo contrario; eran duendecillos traviesos que podían gastarles una broma o realizarles una jugarreta, pero no infligirles mucho daño. A lo sumo, unos cortes con sus afilados dedos. Sin embargo, por aquel entonces, tenían tantos cortes en su piel que uno más suponía la menor de sus preocupaciones.

Avanzaron en silencio durante un buen rato por aquel fantasmagórico emplazamiento. De pronto divisaron un extraño brillo azulado, fosforescente, que se escapaba del interior de una seta especialmente grande. Su sombrero era muy ancho y de un color violeta moteado con tonos grises. Ni Elliot ni Eric, que habían estudiado hongos y setas en Naturaleza con Goryn, reconocieron aquella especie. A decir verdad, no les sonaba ni uno de los ejemplares que les circundaban.

—¿Crees que estará en su interior? —preguntó Eric, haciendo clara referencia a la Piedra de la Luz.

—Estoy convencido —confirmó Elliot—. No se me ocurren muchos objetos capaces de emitir un destello de luz tan poco natural.

—Y, que yo sepa, no existen setas luminiscentes —prosiguió Eric, que se mostraba de acuerdo con su amigo—. Al menos Goryn no nos ha hablado de ellas …

—Vayamos hacia allá —indicó Elliot y comenzó a andar sin esperar a sus compañeros.

El terreno estaba recubierto de hierbajos, ramas partidas, musgo reseco y mil cosas más, pero todas en estado de putrefacción. Temiendo hacer cualquier tipo de ruido que delatase su presencia allí, los muchachos anduvieron con muchísimo cuidado. Medían sus pasos, temerosos de que el suelo gritase a cada pisada. Pero nada de eso ocurrió y, sin ningún contratiempo, se plantaron frente a la seta que los doblaba en tamaño.

No tardaron en encontrar la puerta de entrada a su interior, una extraña lámina rugosa y reblandecida. Ese nimio detalle confirmó sus sospechas de que los trentis ciertamente vivían en el interior de aquellas horribles setas.

Elliot llevó su mano a la extraña protuberancia que parecía el picaporte, pero la puerta no se abrió. No importaba, sabía qué encantamiento debía ejecutar.

Sesamus —susurró acto seguido.

No parecía haber sucedido nada fuera de lo normal. Sin embargo, cuando llevó su mano por segunda vez al hechizado picaporte, la puerta no ofreció resistencia alguna.

—¡Puaj! —exclamó Eric, al llegarle el apestoso olor que emanaba el interior de la peculiar vivienda.

Es evidente que las dimensiones del interior de la seta daban para muy poco. En cualquier caso, Elliot se asombró ante el ingenio del pueblo trenti para decorar sus menudos hogares. Con piedras, raíces, musgo y desechos naturales se las habían apañado para confeccionar una pequeña butaca y una mesa. Había una diminuta escalera de caracol que llevaba al sombrero. Allí se escondía una cama de helechos cubierta con una manta de musgo. Pero eso no lo vio Elliot, pues la Piedra de la Luz se hallaba en la planta inferior, sobre la curiosa mesita de corcho.

Para evitar toparse cara a cara con el habitante de aquella seta, cuyos sonoros ronquidos delataban que estaba allí, decidió recuperar su preciado objeto y salir sin hacer el más mínimo ruido.

—Ya está —anunció el muchacho a los tres hermanos.

—Estupendo. Ahora vayámonos —apremió Eric, dándose la vuelta tan pronto como le fue posible.

Al hacerlo, se le revolvió el estómago. Lo mismo les sucedió a todos los demás cuando hicieron lo propio. Rodeados de setas y fúnebres árboles, en lontananza se alzaba la inmensa maraña de espinos y arbustos que cercaban aquel lugar. Se encontraban en mitad del poblado trenti y no tenían ni idea de qué camino tomar para regresar. Además, en esta ocasión Thomas no se había preocupado de ir señalizando los pasos que habían dado.

—¿Y ahora qué hacemos? —inquirió Jurien, consciente de que no existía una clara respuesta a su pregunta.

Para su sorpresa, Thomas dijo:

—Muy fácil, allí está la solución.

Estaba señalando hacia arriba donde, como una estrella, resaltaba el único colorido en aquel lugar.

—¡Pinki! —exclamó Elliot, en cuanto el loro se posó en su hombro—. Apareces en el momento más oportuno. Tienes que ayudarnos a salir de aquí.

—¡Ayuda! ¡Ayuda! —gritó el loro, tan alegre al sentirse útil que hizo que los pelos de los muchachos se pusiesen como escarpias.

Si había alguien en el poblado, seguro que se acababa de percatar de su presencia. Como no podía ser de otra manera, al poco rato gruñidos y farfulleos surgieron de todas partes a su alrededor.

—¡Rápido, Pinki! —ordenó Elliot.

El loro despegó y puso rumbo en dirección contraria a la que habían venido.

—¿Estás seguro de que es por ahí? —preguntó Elliot desconcertado.

Al no obtener respuesta y ver cada vez más movimiento a lo lejos, echó a correr en la dirección que iba su mascota. Los otros tres muchachos hicieron lo propio, pues no tenían intención de quedarse a saludar a los anfitriones. No importaba cómo, pero había que salir de allí.

Corrieron y sortearon cuantas setas se encontraron a su paso. Muchos trentis se habían movilizado a sus espaldas y ya habían iniciado su persecución; afortunadamente los cuatro amigos no tenían tiempo de mirar a sus espaldas.

Pinki cambió de rumbo en un par de ocasiones para desesperación de los de abajo que, aunque apenas alcanzaban a ver algo, cada vez sentían más próximo el aliento de sus perseguidores. Las hojas y las ramas quedaban atrás, aunque no parecía que avanzasen mucho a tenor de las vueltas que estaban dando. Ningún sendero se abría con claridad ante sus ojos y, quizá, era eso lo que despistaba al dubitativo loro. Definitivamente optó por una dirección y Elliot siguió su paso sin vacilar.

Por fin se encontraron a escasos pasos del espinoso linde. Iban todos agrupados, siguiendo a Pinki muy de cerca, cuando notaron que el suelo desaparecía bajo sus pies. Estaba tan recubierto de hojas y ramas secas que ninguno se fijó en el enorme agujero que tenían delante. Irremediablemente, los muchachos cayeron en un extraño vacío y la oscuridad los envolvió de pronto.

Sus cuerpos no tardaron en entrar en contacto con la tierra, húmeda y fría, al tiempo que resbalaban por una sinuosa pendiente. El desconcierto entre los chicos fue total, pues indudablemente pensaron que habían caído en una de las muchas trampas que los trentis solían colocar por el campo. ¡Cómo podían haber sido tan estúpidos! Claro que, bien pensado, no habían tenido otra escapatoria. La otra opción hubiese sido decantarse por las enrevesadas zarzas, donde hubiesen quedado atrapados como insectos en una telaraña.

Gritando por el susto y la impresión de la caída, llegó un punto en el que el extraño túnel se estabilizó y quedaron sentados en un vacío de oscuridad e incertidumbre.

—¿Dónde estamos? —preguntó Eric, como si alguno de los presentes pudiera darle la respuesta.

—Sé lo mismo que tú —fue la evidente contestación de su hermano mayor.

Un par de segundos después, la luz azulada proveniente de la Piedra iluminó la estancia. Elliot la alzó y atisbo el túnel por el que acababan de resbalar. Era tan profundo y curvado que resultaba imposible otear la abertura de la superficie. Poco a poco, fue fijando su vista en las paredes de tierra y raíces que componían aquel extraño lugar al que habían ido a parar.

—Para ser una trampa no parece estar muy bien hecha —comentó Thomas, dándose aires de entendido—. Mirad, parece que el túnel se prolonga por allí.

Y era cierto. No estaban en un compartimento estanco o en una prisión, ni mucho menos. Habían dejado de caer porque el conducto, a partir de ese punto, proseguía su camino de forma horizontal. Incluso presentaba pequeños repechos si uno seguía su curso, que fue lo que hicieron los muchachos, pues no tenían intención de quedar atrapados como ratas.

—Quizá encontremos una salida al otro extremo. Si hubiese venido Merak… —se lamentó Elliot, siempre por delante alumbrando el camino con su linterna natural—. ¿Dónde iremos a parar?

—Esperemos que no sea a la guarida de una serpiente gigante —dijo Jurien, comentario que no hizo ninguna gracia a Eric.

—O de una araña gorda y peluda, como cuentan en algunas historias —prosiguió Thomas.

Pero, hablando de animales, Elliot recordó a uno en particular.

—¿Y Pinki? ¿Qué habrá sido de él?

—No te preocupes —le animó Eric, tratando de olvidar los comentarios de sus hermanos—. Ha salido de situaciones peores que ésta.

—Puede que tengas razón —suspiró Elliot tratando de no perder la esperanza.

—Al menos no terminará en el estómago de una voraz serpiente gigante —dijo Eric en un susurro casi imperceptible.

A medida que avanzaban por el serpenteante túnel y la calma se mantenía a su alrededor, sus ánimos fueron creciendo. Seguían intranquilos y alerta ante cualquier posible movimiento, pues desconocían su destino final. Sin embargo, la ausencia de problemas y ruidos les reconfortó notablemente. Diez minutos después, el corazón les dio un vuelco. Por fin vislumbraron el final del conducto. No era fácil apreciarlo tras el brillo azulado que les acompañaba, pero se distinguía una levísima luminiscencia a un centenar de metros. Aceleraron el paso y, efectivamente, constataron que se trataba de una salida.

—¡Estupendo! —exclamó Eric. Cuando llegaron a la abertura, comprendieron por qué la luz era tan escasa. El terreno que se desplegaba ante ellos era frondoso a más no poder. Casi ni se distinguía el cielo, pues las ramas y los árboles estaban tan juntos entre sí que apenas dejaban pasar luz solar. Por otra parte, había mucha humedad en el ambiente y una extraña neblina se levantaba a pocos centímetros del suelo. No era de extrañar, pues, como comprobaron al rato, acababan de llegar a una zona pantanosa.

—Nunca hubiese imaginado que pudiera existir un territorio así en este paraje —comentó Elliot.

—Yo tampoco —estuvo de acuerdo Thomas—. Pero ya te habrás dado cuenta en numerosas ocasiones que en nuestro mundo casi todo es posible. De hecho, me atrevería a afirmar que seguimos inmersos en el Reino Trenti.

—Imposible —negó categóricamente Eric—. Los trentis odian el agua. No pueden ni verla.

—¿Estás seguro? —insistió su hermano mayor, alzando las cejas a modo de sorpresa.

—Totalmente —afirmó Eric—. Si hay algo que aprendí el año pasado de las lecciones de Ruf y Puf fue eso.

—Pues yo juraría que aquello de allí son esas horribles criaturas —dijo Thomas, señalando un punto a su derecha.

No sin cierto asombro, Elliot y Eric atisbaron a lo lejos un buen puñado de trentis rodeando lo que parecían dos marmitas. Sus pequeños pies —si es que podían ser considerados como tales— estaban en permanente contacto con el cenagal, pero lo toleraban a la perfección.

—Aquí hay algo que no encaja… —musitó Elliot.

Daban vueltas y vueltas a los calderos, mientras gritaban extraños cánticos. Cualquiera hubiese afirmado que estaban danzando y cantando. Al tiempo que hacían esto, agregaban unos ingredientes a los pucheros que, si no les confundía la distancia, debían de ser setas. Cuantas más echaban a la cocción, más humo verde salía de los calderos.

—¿Qué se supone que están haciendo? —era una nueva pregunta retórica de Eric, tan atónito como estaba.

Permanecieron en silencio, observando con curiosidad el insólito comportamiento de los trentis. Elliot tornó la cabeza en otra dirección, más a la derecha. Allí había más trentis que parecían trabajar afanosamente en un extenso campo de cultivo que quedaba guarecido en su parte posterior por un inmenso muro de roca natural. No era más que un terreno abrupto, casi vertical, que dejaba sumida en una lúgubre sombra la zona de labor. El resto del cultivo permanecía rodeado por unas enormes y vistosas flores, de capullos tan monumentales como las setas que habían visto con anterioridad.

Elliot sacudió la cabeza con incredulidad y volvió a contemplar la incesante actividad que había alrededor de los calderos. No tardó en llegar el momento en que los trentis dejaron de alimentarlos con setas. Por aquel entonces, un espeso humo de color verde fosforito invadía los alrededores de la orilla, mezclándose con la espesa niebla. Los muchachos pronto constataron que el humo verde se movía como si tuviese vida propia.

Cuatro de los duendes, que llevaban una camilla muy rudimentaria, se acercaron hasta las marmitas. Sin duda estaba cubierta con un espeso manto de musgo, que ocultaba algo o alguien. Depositaron la camilla en las inmediaciones del espeso manto de humo verde y éste se acercó lentamente a la camilla. Ante los atónitos ojos de los chicos, la sustancia gaseosa desapareció bajo el musgo. Jurien apuntó son su tembloroso dedo en dirección al bulto. Los demás no señalaron, aunque al igual que el más joven de los Damboury no daban crédito a lo que estaban presenciando. Había comenzado a moverse. Primero fue un espasmo, un movimiento brusco. Pero después, el manto de musgo comenzó a levantarse y dejó a la vista la silueta de una criatura de los bosques.

¡Un trenti!

¿Habían sido capaces de idear una poción curativa? Ni por asomo podían haber resucitado a un muerto. Con la magia elemental aquello no era posible, eso por descontado. Pero ¿y el contacto del agua y los trentis? ¿Cómo se explicaba todo aquello?

Apenas tuvieron tiempo de formularse más preguntas porque un gran revuelo se armó a continuación. Numerosos duendecillos descendían por una de las laderas en dirección a sus compañeros de los calderos. Pero no eran los únicos que se habían puesto en movimiento. En el túnel también resonaron múltiples pasos. ¡Estaban rodeados!

—¡Aprisa! Hay que moverse de aquí —indicó Elliot—. ¡Los tenemos encima!

—¡Vamos! ¡Vamos! —animó Thomas, poniéndose en marcha.

Desde luego, el chapoteo en el agua no pasó desapercibido por las criaturas de los bosques. Al ver su objetivo a tiro, lanzaron unos extraños dardos de madera muy afilada, aunque se quedaron bastante cortos en su primera intentona.

—¡Pongámonos a cubierto! —ordenó Elliot.

Era muy fácil de decir, pero no de cumplir. Estaban en un territorio completamente desconocido y a merced de los agresivos duendecillos. Se escondieron tras un par de mugrientos y abultados tocones. El flanco izquierdo lo ocupaba una estrafalaria planta, espigada, que en lugar de flor tenía un inmenso capullo amarillo. No le prestaron mayor atención porque inmediatamente después recibieron la segunda tanda de dardos, esta vez mucho más certeros en puntería. Más de uno pasó rozándoles las pantorrillas. Fue entonces cuando Elliot se incorporó y exclamó:

Scud

—No, Elliot —le interrumpió de pronto Thomas—. Déjamelos a mí. Tú busca una salida.

No les quedaban muchos recursos. Salir corriendo no era una opción, pues podían caer en alguna trampa de verdad. Además, eran demasiados trentis para hacerles frente. Era una pena que no pudiesen volar. ¡Qué lástima no poder transformarse en pájaro como hacía Pinki! Y escapar a nado por el agua… Pero ¡claro!

Un enorme reflejo de luz blanca los envolvió poco después de oír el encantamiento Escudo Protector de la boca de Thomas. Elliot no pudo evitar contemplarlo unos instantes, pues no había cobrado forma con el Agua ni con la Tierra, sino con el Aire. Aunque su forma no difería mucho de la que el muchacho conocía, sí lo hacía en su composición, que era básicamente de aire puro y blanquecino, aunque el aire normal sea incoloro.

La inmensa mole no tardó en servirles de escudo, tras el que se cobijaron todos los muchachos. Sin embargo, aquello no hizo más que empeorar las cosas. En un primer momento, los trentis asustados al ver semejante monstruosidad retrocedieron unos pasos. Fue el grito de Eric lo que los alarmó. Yacía tumbado, esquivando las embestidas de la planta amarilla que había a su lado.

—¡Socorro! ¡Es una carnívora! —gritaba mientras hacía rodar su cuerpo como una croqueta.

—¡Aguanta! —gritó Thomas, que no sabía cómo actuar contra una planta de aquellas características. En ese momento echó en falta unas cuantas lecciones de Naturaleza.

Ante la sorpresa de los tres muchachos, quien actuó fue el Escudo Protector del propio Thomas. A la vez que frenaba una nueva remesa de dardos, de su espalda salió una protuberancia alargada, como un tercer brazo. Se extendió a una velocidad de vértigo y, justo cuando Eric iba a ser mordido por la planta, el puño la frenó en seco. Agarrándola por el cuello, la estrujó y retorció hasta arrancarle de cuajo el capullo.

Pero la cosa no quedó ahí. Elliot, que igual que los demás era testigo de lo que sucedía a través del Escudo Protector, observó de reojo que uno de los trentis lanzaba unas diminutas piedras al fuego que ardía bajo las marmitas. Aquello pareció avivar las llamas, pues se alzaron unas espectaculares lenguas de fuego rojas que alcanzaron más de tres metros de altura.

—Oh, oh… Esto no tiene buena pinta —apuntó Jurien moviendo la cabeza de un lado a otro.

—Ya lo creo que no —dijo Thomas—. Venga, Elliot, mi Escudo Protector no aguantará mucho más. ¡Piensa en algo!

Elliot no necesitaba deliberar nada porque hacía un momento se le había ocurrido una vía para escapar de allí. Rápidamente introdujo sus manos en el agua fangosa y ejecutó el encantamiento Bubblelap igual que ya hiciera en anteriores ocasiones.

—¡Rápido! —oyó Elliot. Era la voz de Eric, que le apremiaba incesantemente.

Estaba tan concentrado en hacer crecer la burbuja que no se había dado cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Los Damboury observaban perplejos las llamas de fuego rojo, de las que comenzaban a brotar unas criaturas horrendas como demonios, altas y con un cuerpo cubierto de escamas rojas. Tenían un afilado cuerno sobre sus cabezas y una cola que al final presentaba una llama de fuego.

—¡Aspiretes! —confirmó Eric enseguida—. Creo que empiezo a comprender muchas cosas.

—¡Vamos! —urgió Elliot cuando la burbuja estuvo lista—. ¡Todos adentro!

De una cosa estaba seguro: los aspiretes no les seguirían bajo el agua. Pese a que eran unas de las criaturas más peligrosas del Fuego y fieles seguidores de Tánatos, el agua era incompatible con ellos. Aunque le asaltó la duda de que los trentis ahora pudiesen entrar en contacto con el agua, no tenía nada que ver con las criaturas del Fuego. En verdad eran incompatibles con el agua.

Sin más dilación, introdujo la burbuja en el fangoso líquido sin aguardar a ser embestido por la horda de aspiretes.

—Esperemos encontrar una salida bajo el pantano —suspiró Elliot—. De lo contrario, habrá que emerger de nuevo.

—Aun así, aguardaremos a que vuelva la calma —convino Eric.

—Bueno, vayamos con los ojos bien abiertos —apuntó Junen, que parecía emocionado ante su primera aventura.

Y la pompa que albergaba a los cuatro muchachos se introdujo bajo el fango del pantano emplazado en el Reino Trenti.