La mañana del 8 de agosto, los petates estaban perfectamente dispuestos en el recibidor, donde los Tomclyde tenían un enorme espejo de cuerpo entero. Como siempre que realizaba un viaje, Elliot había madrugado ansioso por que llegase el momento de partir. Precisamente, acababa de introducir en su mochila un saquito con un surtido de cereales y pipas de girasol pensando en Pinki. Se incorporó y miró ilusionado su equipaje.
En realidad, era muy similar al que llevara al campamento de Schilchester en su día. Lo único que no iba a necesitar era una tienda de campaña, pues Eric le había avisado que ya disponían de ellas. Por otra parte, además de ir acompañado por su mascota, en esta ocasión había cambiado su linterna por la preciada Piedra de la Luz que le regalara Merak. Había quedado demostrado que emitía una luz azulada al contacto con la oscuridad; al menos, así había reaccionado en aquella misteriosa caverna mientras buscaban el Limbo de los Perdidos.
Pasadas las once de la mañana, una maraña de pelos rubios asomó por el espejo. Luego apareció la cara, con una nariz chata y cubierta de pecas y unos ojos verdes que infundían a la faz una buena dosis de pillería. En pocos segundos, se materializó en el recibidor de los Tomclyde la figura de Eric Damboury enfundada en una túnica verde botella.
—¡Hola! —saludó Elliot al ver aparecer a su amigo.
—Aquí estamos —dijo Eric sonriente—. ¿Tienes todo listo?
Acto seguido, emergió del espejo el señor Damboury luciendo su habitual mostacho y unas gafas cuya montura era de madera flexible. Se presentó ante los señores Tomclyde, pues hasta entonces nunca se habían visto. Tras pasar al confortable salón, permanecieron unos minutos charlando. A los padres de Elliot les pareció una idea estupenda que salieron unos días de acampada.
—¿Quieres tomar algo? —ofreció la señora Tomclyde, tuteando al que ya consideraban un amigo.
—Te lo agradezco, Melissa, pero no queremos entretenernos mucho —dijo el señor Damboury—. Nos gustaría tener levantado el campamento antes de que anochezca.
—¡Campamento, campamento! —gritó Pinki antes de posarse sobre el hombro de su amo.
Todos ellos rieron.
—Creo que lo mejor será que nos marchemos —convino el señor Damboury a continuación—. Mi mujer aguarda al otro lado del espejo con mis otros dos hijos, Jurien y Thomas.
—En ese caso espero que lo paséis estupendamente —les deseó el señor Tomclyde, acompañándoles hasta el recibidor.
—Ya sabéis que estáis a tiempo de veniros si lo deseáis —invitó el señor Damboury, haciendo una última tentativa.
—Oh, gracias, pero creo que estaremos bien aquí —rehusó la señora Tomclyde antes de dar un beso a su hijo—. Cuídate y pórtate bien —le susurró al oído.
Entre los tres campistas tomaron el equipaje que había en el recibidor y sin más dilación procedieron a cruzar el espejo. No hubo necesidad de practicar encantamiento alguno, pues no habían cerrado la puerta mágica al llegar.
Al otro lado les aguardaba una fresca brisa impregnada de olor a campo. Elliot reconoció rápidamente aquel terreno escabroso. Habían salido de la roca o ésa era la impresión que causaba. A su derecha el agua fluía lentamente en dirección a la enorme pared en la que se camuflaba el primer espejo que Elliot atravesara en su vida, junto a Goryn. Si aquél daba acceso a la vía fluvial, el que acababan de emplear permitía el paso a los caminantes.
—Hola, Elliot, cariño —saludó la señora Damboury, acercándose al muchacho.
La madre de Eric no había cambiado desde la primera vez que la viera en su visita a Bubbleville el año pasado. Su pelo rizado le caía sobre los hombros, conservando su expresión bondadosa. A su lado aguardaban Thomas y Jurien, los hermanos de Eric, mayor y menor respectivamente. Ambos eran físicamente muy parecidos a su madre. Thomas acababa de finalizar sus estudios en Windbourgh, mientras que Jurien se iniciaría en Hiddenwood el presente año.
—Enhorabuena, ya me ha dicho Eric que pronto empiezas tu trabajo como controlador aéreo —felicitó Elliot a Thomas.
—Sí, es lo que siempre he deseado —agradeció Thomas.
Acto seguido se dirigió al hermano pequeño de Eric.
—Imagino que te tocarán como maestros Ruf y Puf —aventuró Elliot, recordando a los dos simpáticos duendes que impartían la disciplina de Seres Mágicos Terrestres en la escuela de Hiddenwood.
—Supongo, aunque espero que no se pasen todo el año protestando porque los pegasos sufren de estrés crónico —respondió el chico ante la sorpresa de Elliot.
—¿Qué quiere decir tu hermano? —inquirió éste a Eric.
—Está muy claro. No olvides que siguieron siendo mis maestros durante el año pasado —confirmó Eric—. Se pasaron el curso entero reprochándome que realizásemos nuestra huida desesperada sobre sus lomos.
—Y no podemos decir que les falte razón —convino el señor Damboury, que se había quedado cruzado de brazos.
—Pero no teníamos más remedio —protestó Eric.
Pinki no movía un músculo. Por extraño que parezca, desde que atravesaran el espejo se había dedicado a escuchar atentamente la conversación.
—En cualquier caso, espero que os mantengáis alejados de los problemas este verano —intervino la señora Damboury, dando una palmada sobre el hombro de Eric. El interpelado se tomó aquel gesto igual que si hubiese sido un dedo acusador—. Bien, creo que es hora de ponerse en marcha.
—Cierto, tenemos veinte minutos de camino hasta la zona que hemos escogido como campamento base — añadió el padre de Eric.
Como Elliot se cargó la mochila a la espalda, Pinki no tuvo más remedio que desplegar sus alas y volar sobre las cabezas de los campistas. Con todos los fardos y sacos, comenzaron su alegre caminar entre helechos y pinos. En todo el trayecto, siempre procuraron mantener contacto visual con el lago.
Fue toda una suerte que el campamento base no se hallase muy alejado del espejo. Con todos los bultos que llevaban, no hubiesen podido marchar mucho más lejos. Apenas llevaban andando diez minutos cuando Jurien preguntó si faltaba mucho. Antes de que el señor Damboury pudiese abrir la boca, Pinki le había soltado unos cuantos improperios: «¡Gandul! ¡Marinero de agua dulce! ¡Más trabajar y menos hablar!». Todas ellas eran expresiones que había aprendido con su anterior dueño, desde luego. Sin embargo, no hizo sino amenizar el trayecto hasta alcanzar el ansiado destino.
No tardaron en encontrarse en una pequeña explanada rodeada de variopintos árboles. Era un claro, no muy extenso, cuyo suelo terroso desembocaba en la orilla del lago. Unos cuantos juncos y plantas acuáticas hacían de parapeto con el agua.
—Señor Damboury… ¿no hay más gente en esta zona? —preguntó Elliot un tanto extrañado.
—Es posible, aunque no podría asegurártelo. ¿Por qué lo preguntas?
—Simple curiosidad… En el mundo humano, suele haber mucha gente en las zonas de acampada. Demasiada a veces…
—Ah, si es por eso, no te preocupes. No creo que mucha gente nos moleste por esta zona. Según tengo entendido, aún persisten los efectos de la famosa leyenda de sir Alfred de Darkshine —comentó el señor Damboury dejando los sacos en el suelo—. ¿La conoces?
—Sí —se apresuró a contestar Elliot, quien había escuchado aquella historia en la primera noche que pasara en el campamento de Schilchester. Viejos y gratos recuerdos tenía de aquel momento.
—En cualquier caso, no olvides que los humanos no podrían vernos —puntualizó la señora Damboury.
Elliot asintió y dejó su mochila y el restante equipaje próximo al de los demás.
—Bien, creo que deberíamos repartirnos las tareas —recomendó el señor Damboury.
—Yo iré en busca de agua —se ofreció la señora Damboury—. Me servirá para preparar algo para la cena.
—Estupendo. Jurien y yo iremos a por leña para hacer una pequeña hoguera —dijo el padre de Eric—. Vosotros tres podéis ocuparos de las tiendas.
Elliot fue a hacer una pregunta, pero Thomas le dio un codazo en las costillas. Cuando se quedaron los tres muchachos solos, Elliot miró con el ceño fruncido a Thomas.
—Lo siento, era por tu bien —se excusó el mayor de los Damboury.
—¿Por mi bien? —repitió Elliot sin comprender.
—Ibas a preguntarle por qué utilizaba madera, pudiendo hacer una bola de fuego, ¿no?
—Sí, algo así… —aceptó Elliot, ahora sorprendido.
—Te hubiese soltado un discurso sobre el equilibrio y que cualquier hechizo supone una ruptura de éste —comentó Thomas—. Es lo malo de tener un padre que trabaja en la política…
—¿Es político?
—Sí. Durante un tiempo fue alcalde de Fernforest y ha sido elegido interventor para las elecciones del representante del Fuego en Blazeditch.
—¡Uau! —exclamó Elliot.
—Casi nos hemos quedado sin venir aquí por ello —agregó Eric, guiñando un ojo—. Están teniendo problemas con la validez de los papiros para votar.
—En cualquier caso, hemos conseguido venir y hay que levantar las tiendas antes de que nos lo echen en cara.
En poco más de cinco minutos, las tres tiendas de campaña estaban perfectamente armadas. En realidad, todo fue muy sencillo, pues traían un folleto de instrucciones mágicas que, seguidas al pie de la letra, ahorraban muchísimo trabajo a la hora de montarlas. Tenían capacidad para dos o tres personas cada una, dependiendo del tamaño de los ocupantes, por lo que dormirían bastante holgados.
De pronto, Elliot vio que Thomas extraía una escala de cuerda de uno de los fardos y la ataba fuertemente a una de las tiendas.
—Pero qué…
No dijo nada más, pues oyó cómo el hermano mayor de Eric practicaba un encantamiento sobre la tienda.
—Flotatum!
Acto seguido, la tienda se alzó un par de metros por encima de sus cabezas y Pinki armó un nuevo revuelo al ver que la tienda volaba. Elliot sonreía, aunque la mirada de Eric daba a entender que su comportamiento era lo más normal del mundo. Ni que decir tiene que justificaba el uso de una escala. No hubiese sido posible alcanzar la tienda de otra manera.
—¡Oh, papá, lo ha vuelto a hacer! —oyeron a sus espaldas. Era la voz de Jurien, que se acercaba junto a su padre cargado con un buen montón de ramas secas.
—Thomas, habíamos quedado en que dejaríamos a un lado los encantamientos innecesarios —le reprochó el señor Damboury.
—Y no es innecesario. Es para proteger la tienda de los osos y las alimañas. Así dormiré más tranquilo —justificó el joven elemental del Aire.
Su padre ahogó un gruñido y sacudió la cabeza, tratando de contenerse.
—Sabes lo importante que es el equilibrio en el mundo elemental, Thomas. —El señor Damboury comenzó un discurso que duró más de diez minutos. Cada dos por tres, Thomas le dirigía miradas a Elliot que venían a decir algo así como «¿Ves a lo que me refería?». Cuando terminó la monserga, la tienda seguía flotando impasible en medio del campamento.
—Puedes estar tranquilo, nadie la verá —comentó Thomas—. No hemos visto a nadie acampando por aquí, ¿verdad?
El señor Damboury, que no quería discutir con su hijo, terminó por ceder y dejó la situación tal cual estaba.
Almorzaron unos sándwiches de pollo con mostaza y jamón con tomate, que había preparado la señora Damboury con mucho esmero. Bebieron refrescos y de postre hincaron el diente a unas chocolatinas. Fueron unos gratos momentos donde discutieron qué planes tenían para los próximos días.
Durante la tarde, terminaron de apuntalar bien las tiendas para que no se las llevase el viento, recolectaron unos cuantos leños más y organizaron el campamento base. Aún les quedó tiempo para darse una vuelta por las inmediaciones mientras la señora Damboury preparaba un estupendo guiso de alubias blancas con diversas verduras para la cena. Llegaron con más apetito que nunca. Había empezado a oscurecer y las llamas de la hoguera parpadeaban sin cesar dándoles una buena dosis de luz y calor. Fue francamente agradable aquella primera cena con los Damboury. Después de recoger, se despidieron. Preferían reservar fuerzas para el día siguiente.
—Buenas noches —les deseó Thomas desde las alturas. Junen había decidido dormir finalmente en la tienda de Elliot y Eric, pues no se sentía a gusto durmiendo allá arriba.
Elliot prefirió aguardar un rato fuera de la tienda, mientras prendía el último madero de la hoguera. Oyó el batir de las alas de Pinki, que había salido a dar una de sus habituales vueltas nocturnas. Miró hacia el cielo y un montón de recuerdos le vinieron a la mente. Schilchester fue toda una aventura para él. Supuso su entrada en el mundo mágico elemental, le llevó a conocer a Sheila, escuchó por primera vez la historia de Tánatos (aunque fuera con el nombre de sir Alfred de Darkshine)…
Un leve crujido le hizo sacudirse. ¿Qué hora era? La hoguera se había apagado y apenas veía algo, pues la luna quedaba oculta tras la espesura de los árboles. Sacó la Piedra de la Luz y advirtió que pasaban tres cuartos de hora de la medianoche. Se había quedado dormido mientras aquellos agradables pensamientos surcaban su mente. Decidió que era hora de acostarse; de lo contrario podía resfriarse con el frescor nocturno.
Estaba a punto de introducir la cabeza en la tienda, cuando recordó por qué se había despertado: había oído un chasquido. Alzó la Piedra de la Luz, pero la iluminación apenas alcanzó los troncos de los primeros árboles. Pensó que podía haber sido cualquier cosa; desde el estallido de una de las últimas brasas a un tejón perdido en lo más recóndito del bosque. Por otra parte, estaban demasiado cerca del agua como para que hubiese sido un trenti y, ni por asomo, se le ocurrió volver a pensar en los espíritus de los árboles. «Para qué perder el tiempo», pensó antes de introducirse en la tienda y volver a quedarse dormido.
A la mañana siguiente, todos se despertaron con un sobresalto. Al parecer, Thomas había olvidado que dormía en las alturas y tuvo reflejos suficientes para asirse a la escala de cuerda.
—¡Te lo tienes bien merecido! —le espetó el señor Damboury, que parecía haber estado esperando aquel instante desde la tarde anterior.
Con todos despiertos, no tardó en flotar en el ambiente el agradable olor del desayuno. Elliot se alegró de que tuviesen unas buenas reservas de comida, pues sabía que buscarla por la zona era algo prácticamente imposible.
Mientras que los señores Damboury dedicarían la mañana a dar un paseo, los muchachos decidieron que irían a pescar. Vadearían un poco el lago hasta encontrar un remanso donde poder hacerse con unas buenas piezas para la comida.
La mañana transcurrió rápida y aburridamente, pues los peces no querían picar. No era de extrañar, pues Elliot y Eric no hacían más que hablar. Jurien era muy impaciente y tiraba de la caña cada dos por tres. Harto de ellos, Thomas optó por separarse unos metros… y valerse de una pequeña ayuda mágica.
—¡Eso es trampa! —gritó Eric cuando vio que su hermano practicaba un hechizo de levitación y un buen puñado de peces salía del agua flotando.
—No me habéis dejado otra alternativa —se escudó Thomas, mientras los metía en un cesto de mimbre—. Si no os gusta, no los comáis.
—Eso lo has aprendido con la maestra Phipps en Windbourgh, ¿verdad? —preguntó una voz a sus espaldas.
Los cuatro muchachos se dieron la vuelta con una sincronización casi perfecta. A unos cinco metros había un muchacho que llevaba una túnica que sólo podía ser identificada con el Aire. Era blanca, de un tejido brillante y le caía casi hasta los tobillos. Su rostro estaba enmarcado por unos chispeantes ojos marrones que desbordaban alegría. Antes de que los chicos tuviesen tiempo de hacer cualquier tipo de comentario, se presentó:
—Me llamo Coreen Puckett. ¡Caray, qué caras de susto habéis puesto! ¡Ni que fuese un fantasma!
Al ver que era un aprendiz de Windbourgh, fue Thomas el que tomó la iniciativa. Se presentó, e hizo lo propio con el resto.
—Así que tú eres Elliot Tomclyde… —dijo Coreen estrechando sus manos—. Sí, he oído a mi padre hablar de ti en alguna ocasión. Es un placer.
—Hemos acampado no muy lejos de aquí. —Thomas retomó la conversación, al tiempo que señalaba en dirección este—. ¿Y tú?
—Estoy a una hora de camino de aquí —apuntó—. Yo he venido con mis tíos. Mi padre está liado con bastante trabajo este verano… Ya sabéis, las elecciones del Fuego y todo eso. Jurien se rascó la cabeza.
—¿No hay un Puckett en la oficina de papá? —preguntó al cabo.
—¡Pues claro! —exclamó Thomas—. Tu padre estará trabajando con el nuestro en la organización de las elecciones del Fuego.
El muchacho asintió.
—Vaya una casualidad, ¿verdad? —dijo, sentándose en el saliente de roca más próximo—. Así que todos pertenecéis a la escuela de Hiddenwood, salvo tú —dijo, en clara alusión al mayor de los Damboury.
—Eso es —convino Elliot—. ¿En qué año de aprendizaje estás?
—Después de este verano comenzaré el tercero.
—¡Vaya, igual que nosotros! —exclamó Eric.
—¿En serio? ¿Dónde vais a cursar el intercambio?
Ni Elliot ni Eric supieron qué responder, pero no importó. Pronto comenzaron a hablar y a comentar qué se hacía en las diferentes escuelas. No dudó en pedir consejos a Thomas, que ya había terminado en Windbourgh.
—¡Nunca se me hubiese ocurrido usar un hechizo de levitación para pescar! —dijo entusiasmado.
—No es justo —gruñó Eric en voz baja—. Nosotros no conocemos hechizos del elemento Aire.
—Ya llegará el día, ¿no crees? —susurró Elliot, a sabiendas de que él realizaría su aprendizaje sobre todos los elementos.
Cuando hubieron colmado el cesto de mimbre con suficientes peces (sin emplear más hechizos de levitación), se despidieron de Coreen. Elliot supo que en algún momento de su aprendizaje volvería a encontrarse con aquel muchacho. Le había caído bien.
Al regresar al campamento base, se encontraron a los señores Damboury inmersos en una acalorada discusión.
—¡Me prometiste que no habría nada de trabajo! —exclamó la señora Damboury casi tirándose de los pelos.
—Lo sé, cariño. Pero falta muy poco para las elecciones y debo ir allí. No tengo más remedio —se excusó el padre de Eric en tono conciliatorio.
Al parecer, el señor Damboury se había llevado un pequeño espejo de mano que hacía las veces de transmisor de mensajes. «Algo parecido al correo electrónico», comparó Elliot, aunque ninguno de los presentes comprendió lo que quería decir. El caso es que el señor Damboury había recibido un par de memorandos a lo largo de la mañana y debía personarse en la oficina aquella misma tarde.
—Conociendo a papá, no me extrañaría que tuviese trabajo para toda la semana —susurró Eric a su amigo.
—Y seguro que mamá tiene que acompañarle, porque no sabe ni hacerse un huevo frito —apuntó Thomas.
—Muy bien, chicos. Se acabaron las vacaciones. ¡Nos vamos todos! —ordenó la señora Damboury.
—Querida…
—Pero mamá, son mis últimas vacaciones —protestó Thomas, alzando los brazos.
—¡He dicho que nos vamos!
—¿No podemos quedarnos nosotros? —preguntó Eric inocentemente—. Tenemos el campamento instalado y…
—Como si me pudiese fiar de vosotros, que os metéis en problemas en cuanto podéis —repuso ella indignada.
—Pero todo está muy tranquilo. No hay nadie en los alrededores… —insistió Thomas, olvidando mencionar al recién conocido Coreen Puckett.
—Eso es lo que me preocupa —dijo la madre.
—Cariño, tan sólo serán un par de días —prometió el señor Damboury sin mucha convicción—. No merece la pena levantar el campamento. Si se quedan los chicos, el jueves mismo podríamos estar de vuelta…
—¿A quién quieres engañar? —le espetó su mujer—. ¡Sé muy bien que cuando te enfrascas en el trabajo te puedes tirar días!
Siguieron discutiendo durante un buen rato hasta que, por fin, la señora Damboury cedió:
—Sois todos unos cabezotas… Pobres de vosotros como me entere de que hacéis algo malo —amenazó, sacudiendo vehementemente la mano en el aire.
Finalmente, los señores Damboury hubieron de abandonar el campamento, dejando a los cuatro muchachos al mando. ¡Sin duda iba a resultar una experiencia mucho más emocionante aún! Vaya si lo iba a ser.
La primera tarde sin los padres de Eric transcurrió tranquilamente y sin sobresaltos. Era tal la paz que emanaba de aquel paraje que se hacía difícilmente imaginable romper aquella monotonía. Cuando anocheció, decidieron preparar la cena. Estaban muy bien abastecidos, de manera que clavaron unas salchichas en unas finas varas y las asaron al fuego de la hoguera. Mientras comían, contaron diversas historias. Elliot aprovechó para contarles algunas anécdotas del campamento de Schilchester.
—Mañana podríamos hacer una excursión a la Gran Secuoya —propuso Elliot después de dar un buen mordisco a su grasiento embutido. La Gran Secuoya le traía muy gratos recuerdos.
—Es una idea estupenda —aceptó Thomas—. Cualquier sugerencia será bienvenida.
—Podríamos jugar a los fantasmas —sugirió entonces Jurien.—¿A los fantasmas? —repitieron los otros a coro.
—Sí… Por aquí está el campamento del señor Frostmoore, ¿no? —Elliot asintió y empezó a comprender la idea del más joven de los Damboury—. Podríamos darle un buen susto a ese señor.
—Mamá nos mataría… —repuso rápidamente Eric.
—Si se enterase —completó Thomas—. Bien, es otra idea. ¿Alguna más?
Jurien emitió un sonoro bostezo.
—Creo que eso lo dice todo. ¿Qué os parece si nos vamos a descansar? Mañana será un día muy largo.
No pusieron objeción a la proposición de Thomas, por lo que se fueron a dormir. Esta vez, Jurien se introdujo en la tienda de sus padres. Dormiría solo, como Thomas, pero a ras de suelo. Se desearon las buenas noches, mientras Elliot apagaba los últimos rescoldos del fuego con un pequeño hechizo del Agua. Una vez en los confortables sacos de dormir, al amparo del tenue brillo emitido por la Piedra de la Luz, no tardaron en quedarse dormidos.
Esa noche el chasquido sonó mucho más próximo y, por ende, más fuerte. Cuando Elliot abrió los ojos, todo estaba sumamente oscuro. Tanteó con su mano derecha a un lado y a otro, buscando un bulto que nunca encontraría. Cuando se percató de que no estaba, se levantó sobresaltado.
—¡La Piedra no está! —exclamó, despertando definitivamente a Eric. ¿Por qué no habría dado la voz de alarma Pinki? Pero, claro, el loro no debía hallarse en el campamento. Nunca solía estar de noche.
Elliot no tardó en hallarse fuera de la tienda y, oteando entre la apagada iluminación de la luna, pronto atisbo un fantasmal brillo azulado adentrándose en la espesura del bosque. Pudo percibir con claridad el compás de muchos pasos apresurados entre los helechos, acompañados de unos cuantos farfulleos indescifrables. ¿Qué estaba pasando?
—¡Me han robado la Piedra de la Luz! —afirmó a grito pelado Elliot.
Tanto Jurien como Thomas asomaron sus somnolientas caras por la abertura de sus tiendas.
—¡Hay que recuperarla! —gritó Elliot lanzándose en una desesperada persecución en pos de su pequeño tesoro.
—¡Espera! —pidió Eric, que se estaba calzando la segunda de sus botas.
Pero Elliot ya había franqueado la primera barrera de troncos. Instantes después, los tres hermanos Damboury seguían los pasos de su atolondrado amigo.
Elliot corría casi sin mirar por dónde pisaba. En más de una ocasión deseó saber conjurar una bola de fuego para iluminar el camino. Y es que recibió el impacto de más de una rama en sus costillas y algunas zarzas le desgarraron la ropa. Aun así, nunca se detuvo. Sus amigos no podían recortar distancias, incluso, parecían alejarse cada vez más. Por su parte, los saqueadores se encontraban cada vez más cerca.
Tan sólo fue una décima de segundo. Por algún casual, el portador de la Piedra la cambió de mano y, en ese instante, Elliot reconoció a los asaltantes. Eran pequeñas criaturas recubiertas de musgo y raíces. ¡Trentis! Rápidamente, Elliot analizó cuantas cosas sabía acerca de los traviesos duendes de los bosques y, con la misma rapidez que los había identificado, se dio cuenta de que había perdido su rastro. Desconcertado, se detuvo por si oía cualquier ruido que los pudiera delatar. Lo único que percibió fue la llegada de los hermanos Damboury unos segundos después.
—Los he perdido —reconoció cuando se detuvieron.
—Pero ¿quién ha sido? —preguntó Eric contemplando el rostro compungido de su amigo.
—Trentis —escupió Elliot.
—¿En serio había trentis por aquí? —preguntó Jurien, emocionado. Había oído hablar de ellos en numerosas ocasiones.
—Al menos eran tres, como la otra vez —dijo Elliot, haciendo referencia a su anterior experiencia con estas criaturas.
—Qué mala suerte —apuntó Thomas en esta ocasión, entrechocando sus manos—. De todas formas, sin luz poco vamos a poder hacer…
Elliot estaba rabioso y, sintiéndose impotente, dio una patada al árbol que tenía más próximo. Por un instante, tuvo la impresión de oír un gemido, aunque luego desechó tal idea.
—Creo que tienes razón —estuvo de acuerdo Eric—. No podemos adentrarnos más en el bosque sin una clara orientación.
—Esos trentis me las van a pagar —amenazó Elliot—. Mañana pienso ir en su busca y no descansaré hasta que los encuentre.
—¡Estupendo! ¡Ya tenemos plan para mañana! —exclamó Jurien. En realidad, el más joven de los Damboury no era consciente de cuánto valor sentimental albergaba para Elliot la Piedra.