3-PACTO EN LA MEDIANOCHE

Sheila permanecía inmóvil en un rincón de su habitación. Estaba sentada, con las piernas encogidas y abrazadas por sus delicados y pálidos brazos. Mantenía la frente recostada sobre sus rodillas y el pelo rubio le caía como una cascada a ambos lados. Desde su llegada a Blazeditch, tras finalizar el curso anterior, era frecuente encontrarla en aquel estado taciturno y pensativo.

Uno de los últimos rayos de sol del día se reflejaba sobre un sobre sin abrir que había a su lado. Había llegado aquella mañana procedente de Hiddenwood. Era la tercera carta que recibía de Elliot en aquel verano. No obstante, estaba tan deprimida que ni siquiera las palabras de ánimo de su amigo podían sacarla de su particular estado. Ya no le quedaban fuerzas ni para abrir el sobre que allí yacía.

Sheila lo estaba pasando mal. Unos años atrás, había perdido a su madre tras sufrir el ataque de una planta piraña, cuya mordedura siempre es letal. Tras el accidente, tanto su padre como ella se sintieron más unidos que nunca, más remedio que seguir adelante en el largo caminote la vida, afrontando un hecho que nunca tenía que haber sucedido. Les había costado mucho recobrarse y, justo cuando las cosas parecían marchar mejor para Sheila, su padre fue juzgado y enviado a Nucleum por pertenecer a la Guardia del Abismo. Aquello supuso un mazazo moral para la muchacha. Sentía que lo había perdido todo. Su padre era lo único que le quedaba y se lo habían arrebatado. Desde entonces, no le había quedado más remedio que ir a vivir con su tía Adelaida a Blazeditch.

La tía Adelaida era una mujer más bien entrada en años, de carácter gruñón y un tanto peculiar en lo que a gustos se refiere. No era muy alta, pero el hecho de ir siempre inclinada hacia delante la hacía más menuda de lo que realmente era. Vivía en una casa en la zona oeste de la capital del elemento Fuego, entre calderos de peltre y muchas telarañas, acompañada por un desmelenado gato negro. A veces, Sheila tenía que acompañarla al bazar del norte para realizar unas compras pero, por lo general, prefería quedarse en su habitación… o ir sola a pasear.

Un golpe sordo sacó a la muchacha de su ensimismamiento. Era tarde, pero alguien acababa de aporrear la puerta de la casa.

—Sheila, hijita, ¿por qué no abres? —demandó la tía Adelaida a viva voz desde la otra punta de la casa—. Si dejo cociendo estas sanguijuelas demasiado tiempo, se echarán a perder…

Lentamente y de mala gana, la muchacha reaccionó. Se puso en pie, pero no se molestó en sacudirse el polvo de la túnica. Salió de su habitación y recorrió el estrecho corredor que llevaba al recibidor. Sintió un escalofrío al ver el búho disecado y apolillado de la entrada. Acto seguido, abrió la puerta que daba a la calle.

Sintió que una bocanada de aire caliente le abofeteaba el rostro. Pese a que la oscuridad comenzaba a reinar, aún se mantenían las elevadas temperaturas que asolaban Egipto en verano. Entornó los ojos, pues al principio le pareció que allí fuera no había nadie. Tuvo que sacar medio cuerpo para vislumbrar a la persona que aguardaba a que abrieran la puerta.

Si el búho disecado le había provocado un escalofrío, aquella persona le hizo estremecerse. Iba cubierto por una siniestra túnica de color púrpura, y la capucha únicamente dejaba entrever la zona de la mandíbula. Una sonrisa humana, de afilados dientes amarillentos, se dibujó al contemplar a la muchacha.

—Sheila… —pronunció el hombre, o lo que fuera aquello, con una voz trémula a la vez que sibilante.

La joven aprendiz frunció ligeramente el ceño mientras a lo lejos oía a su tía preguntar quién había llamado a la puerta. Sin esperar respuesta, el extraño visitante volvió a hablar.

—Mi señor te envía este mensaje, muchacha —dijo, al tiempo que extraía un pergamino enrollado y sellado con lacre. Tenía los bordes ennegrecidos, como si hubiesen sido quemados.

Instintivamente, Sheila tendió la mano para coger el rollo. Estaba tan frío como el hielo y quizá fuera eso lo que la hizo reaccionar.

—Me temo que se trata de un error. Yo no conozco a tu señor…

—Ah, no es ningún error. Pronto lo conocerás. Pronto lo conocerás…

Y sin decir una sola palabra más, el hombre de la túnica púrpura se fundió en la oscuridad, como una sombra más. Sheila permaneció unos instantes anonadada, con el pergamino entre sus manos y admirando la insondable oscuridad. A sus espaldas, aún se podía oír la voz de la tía Adelaida, ansiosa por saber si era alguien que demandase de sus pociones curativas. Como hipnotizada, sin contestar a su tía, Sheila cerró la puerta y volvió sobre sus pasos en dirección a su habitación. Ahora no podía apartar su vista de ese pergamino. A duras penas podía distinguirse una enorme y grotesca T en el lacre negro, pero era algo que le atraía. Sintió una desaforada ansia por leer el contenido de aquella extraña misiva y, tan pronto regresó a su dormitorio, rasgó el lacre. Al hacerlo, saltó una chispa verde y el pergamino se desenrolló.

No tardó en descubrir una letra ligeramente inclinada y bien afilada. Por la forma en que estaba escrito, podía deducirse que la persona que se dirigía a ella no era un buen amigo del orden. Sin embargo, el texto era claro y directo, a la vez que breve. Sin duda, iba dirigido a ella y decía lo siguiente:

Apreciada Sheila:

Sé cuan afligida debes sentirte en estos momentos, pues la maldad y la injusticia elemental se han cebado contigo. Tu padre debe de estar pasándolo francamente mal en la inmunda prisión de Nucleum, pero yo podría arreglarlo todo.

La cuestión es… ¿cuánto estarías dispuesta a hacer tú por él?

Hoy, a la medianoche, te haré una oferta. Si quieres escucharla, deberás seguir la luz verde que tienes a tus pies… Ella te guiará.

Con afecto,

alguien dispuesto a ayudarte

Instintivamente, Sheila dirigió la mirada a sus pies y se sobresaltó al ver una fantasmal llama verdosa junto a ellos. Atemorizada, volvió a leer la carta. No decía nada más. Ni siquiera estaba firmada. Pero estaba claro que alguien le estaba ofreciendo la posibilidad de liberar a su padre de Nucleum. Alguien desconocido le preguntaba cuánto estaba dispuesta a sacrificar por él… Su padre lo era todo para ella. ¿Qué era lo máximo que podían llegar a pedirle por él? Si no escuchaba esa oferta, jamás llegaría a saberlo. Si no escuchaba esa oferta, jamás se lo perdonaría. Además, ¿qué podía perder asistiendo a esa cita secreta?

Espoleada por una vía de luz que se abría ante ella, Sheila recuperó la energía que había perdido a lo largo de los días anteriores. Firmemente decidida, fue a la habitación en la que la tía Adelaida tenía varias pociones en preparación. Al verla llegar, ésta le preguntó:

—¿Quién ha llamado tan insistentemente a la puerta? —Se apresuró a remover con fruición el humeante caldero que tenía a su derecha.

—Oh, nadie… Se habían equivocado —mintió con descaro la muchacha.

—Mucho has tardado entonces en despacharlo…

—No, yo… Ejem… Creo que necesito salir a dar un paseo —dijo Sheila. Más que una petición, era una declaración de intenciones.

—¿No es un poco tarde para eso? —inquirió la tía Adelaida, sin dejar de batir la borboteante poción. De pronto se detuvo, alzó la cabeza y esbozó una picara sonrisa—. ¡Ahora lo comprendo! Vas a salir con un chico y no me quieres decir quién es…

—No, de verdad —replicó Sheila, sobresaltada—. Es sólo que… necesito despejarme.

—En eso tienes razón —confirmó su tía, sin borrar la sonrisa de su cara—. Pero a mí no me engañas. ¿Es rubio o moreno? ¿Ojos claros u oscuros?

—De verdad, tía, no…

—No me tienes que dar explicaciones, Sheila. Puedo ser anciana, pero no tonta —la interrumpió haciendo un ademán con su mano—. Ese rubor de tu cara lo confirma todo. Una cita es una cita. Además, ya lo creo que te viene bien salir un poco. Últimamente pasas demasiado tiempo encerrada en tu habitación.

Al principio, Sheila se quedó un tanto contrariada. La tía Adelaida sospechaba que tenía un ligue en Blazeditch. Pero, pensándolo mejor, no era una mala opción. Si por algún casual se retrasaba un poco en su «cita», ella no se lo echaría en cara. Sheila se obligó a esbozar una sonrisa, aunque fuese un tanto forzada.

—¡Vamos! ¡No le vas a tener esperando todo el día! —le apremió la tía Adelaida.

Sheila dio media vuelta y se marchó con premura, antes de que su tía descubriese la verdad. Una vez más, miró sus pies y vio que la llama verde se había adelantado ligeramente. Sin duda, la llevaba al recibidor de la casa.

Tras cruzar la puerta principal, la lucecita guió a Sheila por la primera calle a la derecha. La muchacha sentía curiosidad por aquella cosa. ¿Qué clase de criatura sería? Era tan pequeña como una luciérnaga, pero volaba demasiado bajo. Sheila hubo de acelerar un poco el paso, pues el misterioso punto de luz comenzaba a alejarse en demasía. Parecía tener prisa.

Lejos de sentir miedo o nerviosismo alguno, Sheila iba entretenida siguiendo los pasos de la luz fantasmal. Casi sin darse cuenta, atravesó una callejuela tras otra, hasta llegar a las afueras de Blazeditch. Sintió algo extraño cuando sus pies comenzaron a caminar sobre la fina arena del desierto. En ese instante, se dio cuenta de que se había alejado demasiado y las dudas comenzaron a surgir.

—¿Falta mucho? —preguntó, esperando que la pequeña luciérnaga le diese una respuesta—. A la tía Adelaida no suele gustarle que me aleje demasiado de casa…

Pero la luz se alejó más y más. Sheila se encontraba en una encrucijada. Si dejaba escapar la luz, probablemente perdería la oportunidad de sacar a su padre de Nucleum. Pero a la tía Adelaida… ¡Al diablo con los remordimientos! ¡Ella pensaba que tenía una cita!

—Eh, ¡espera! —gritó, echando a correr en pos de la luz verde.

Dejaron atrás las últimas palmeras que había en las inmediaciones de Blazeditch, para adentrarse en la inmensidad del desierto. Sheila perdió la noción del tiempo y la distancia recorrida. Únicamente se amparaba en la orientación de aquella luz. No podía perderla de vista. De lo contrario… Prefería no pensarlo.

La noche era muy oscura y Sheila no veía nada a su alrededor. Nada, salvo un destello verdoso que se movía con gran agilidad por el desierto. De pronto, cuando en su fuero interno pensaba que no iba a llegar a ninguna parte, que todo obedecía a una broma pesada de alguien, sus pies pisaron suelo firme. O mucho se equivocaba, o estaba pisando piedra labrada. Por mucho que se esforzase, no podía ver nada a su alrededor. Únicamente percibía los reflejos que emitía la luz y, efectivamente, tuvo la impresión de que debía descender por unas escaleras. Qué extraño… ¿Había unas escaleras en mitad del desierto? Con más dudas que decisión, Sheila bajó el primer peldaño.

Cuando completó la primera tanda de escalones, Sheila se sintió engullida por el edificio. A medida que se desplazaba, notaba que el aire era más rancio y le costaba respirar. Miraba sin cesar a un lado y a otro pero, por mucho que lo intentaba, le era imposible identificar el lugar al que había ido a parar. Sus dilatadas pupilas prestaron más atención a la luz verde, para que no la abandonase en aquel recóndito lugar. ¿Y si ocurriese? ¿Y si la luz se metía por un lugar por el que no pudiese pasar?

Y, mientras Sheila lo pensaba, sucedió.

Como si hubiese sido absorbida por la pared, la llama verde desapareció delante de sus narices. No se había apagado, no. Había visto claramente cómo traspasaba el muro que había frente a ella. Desesperada al verse sola en la oscuridad, Sheila se abalanzó sobre éste y gritó con todas sus fuerzas.

—¡Vuelve! ¡No me dejes aquí sola! ¡He cumplido lo prometido! ¡VUELVE!

Enrabietada, fue a golpear la pared con sus puños… pero no pudo. En ese momento, se vio absorbida por un espejo que no había llegado a ver. En cuanto lo cruzó, una decena de antorchas se encendió a su alrededor.

Al principio, Sheila no supo cómo reaccionar. Hacía un segundo, se sentía abandonada en la nada, y ahora podía contemplar una estancia muy amplia, de forma circular. Cada cuatro o cinco metros prendía una antorcha, dejando entrever entre espacio y espacio unos jeroglíficos devorados por el tiempo. Miró a sus espaldas. Allí había un gran espejo que reflejaba su asustadizo rostro; probablemente, el que la había llevado hasta allí. Cuando se dio la vuelta de nuevo, se dio de bruces con una túnica.

La muchacha se asustó de veras y estuvo a punto de echar a correr, pero se contuvo a tiempo.

—Oh, yo… Lo siento, no le oí llegar —se disculpó Sheila, con un tono de voz asustadizo.

—Veo que has decidido venir a escuchar mi oferta…

Era una voz sugerente y envolvente. Cuando hablaba, parecía que todo lo que había a su alrededor era irreal. Lo único que importaba era él. Sin embargo, aquel hombre espigado que se alzaba ante ella era tan real como la vida misma. Presentaba un rostro curtido, enmarcado por una gruesa nariz y una perilla puntiaguda. Pero aquellos ojos… Eran como dos pozos negros en los que uno podía caer si se quedaba mirándolos mucho tiempo.

—Sí… En su nota, usted decía que podía hacer algo por mi padre —contestó Sheila sin andarse con rodeos.

—Efectivamente —corroboró el hombre. Miró hacia su hombro y, como restando importancia al asunto, se sacudió una mota de polvo. Al parecer, le gustaba que su túnica de color rojo satinado luciera impecable—. Creo recordar que también te preguntaba qué estabas dispuesta a hacer tú por él…

Sheila tragó saliva. No esperaba tener que decidir aquella cuestión. No sabía qué podría ser del agrado de esa persona.

—Yo…

—Tengo entendido que conoces a Elliot Tomclyde —la interrumpió de pronto.

Atenazada por los nervios, asintió tan vivamente como si tuviese un tic.

—Bien —dijo el hombre, saboreando ya la victoria—. Me gustaría tener unas palabras con ese muchacho.

Sheila frunció el entrecejo.

—Lo único que te pido es que me traigas al asq… joven Tomclyde aquí —dictaminó, extendiendo sus brazos—. A este mismo habitáculo.

—¿Y mi padre quedará libre?

El hombre torció el gesto, como si hubiese sido herido en su orgullo.

—¿Para qué quiere hablar con él? —demandó imprudentemente Sheila, acto seguido.

—Eso, niña, no es de tu incumbencia —fue la contundente réplica—. Si tú cumples con tu parte del trato, yo haré lo propio con la mía.

Sheila escrutó a su interlocutor y sintió una punzada en su corazón. Era algo tan sencillo… Únicamente tenía que traer a Elliot hasta aquel lugar y su padre quedaría en libertad. Pero ¿y si ponía en peligro a Elliot? No, no había nada de malo en que aquel hombre tuviese unas palabras con Elliot, ¿o sí? La duda surcaba su mente una y otra vez. Su sexto sentido le advertía de que estaba jugando con alguien muy peligroso, pero prefirió hacer oídos sordos por el momento. Si cumplía, conseguiría que todo volviese a la normalidad. Ella volvería a ser feliz. Pero si a Elliot le pasaba algo…

El hombre debió de atisbar las dudas que asaltaban a la joven aprendiz y, para ayudarla, simplemente dijo:

—Piénsatelo tranquilamente. Para tomar tu decisión, tienes de plazo hasta que concluya este año. Será entonces cuando debas traerme al muchacho. Como verás, todo son facilidades…

Sí, todo eran facilidades. Demasiadas. Pero necesitaba estar con su padre. No podía vivir sabiendo que permanecía encerrado en Nucleum.

Sheila seguía inmersa en sus pensamientos. Hizo ademán de dirigirse a la salida cuando una fría mano le sujetó el hombro.

—Espera. Creo que necesitarás esto para salir de aquí… y para volver.

Le entregó un pequeño tarro de cristal, con una luz verde fosforescente. Sheila lo tomó con cuidado para que no se le cayese y lo miró con determinación, mientras se dirigía de nuevo al espejo. En el interior de aquel frasco no había una luciérnaga, ni ninguna otra criatura. Era una masa informe, un gas que parecía tener vida propia.

El hombre la vio perderse tras el espejo con sus ojos inyectados en sangre. En ese instante, tuvo lugar la transformación. Su tostada piel perdió mucho color, la perilla se llenó de hebras cenicientas y creció hasta la cintura, convirtiéndose en una inigualable barba. La misma persona pareció perder unos cuantos kilos de peso y su figura se estilizó en demasía. Las manos se alargaron y sus uñas crecieron. La túnica volvía a ser negra, como siempre.

Tánatos había tendido sus redes sobre Elliot Tomclyde.