El sol resplandecía con alegría y el ave disfrutaba del vuelo como si fuera la primera vez. Destacaba su llamativo plumaje. Aunque en su mayoría era verde esmeralda, su panza lucía tan amarilla como un limón y su cola roja como una fresa. Sus alas llevaban un buen rato batiéndose y tenía ganas de reposar. Por fin, a lo lejos, divisó un buen puñado de edificaciones entre las que destacaba una con una enorme y destellante cúpula de cristal. Era Hiddenwood; la magnífica capital del elemento Tierra en el mágico mundo de los elementales.
Se trataba de un emplazamiento sin igual, escondido e invisible para el ojo de los hombres. A decir verdad, ubicar una ciudad mágica es una tarea harto complicada. De todas formas, no lo es tanto en este caso como en los de las ciudades pertenecientes a los elementos Agua y Aire. Como quiera que sea, Hiddenwood se encontraba en algún recóndito lugar de Canadá, rodeada de los más maravillosos bosques que uno jamás pudiera imaginar. Era una ciudad impregnada de naturaleza por los cuatro costados y, sin duda alguna, era un sueño poder habitar en ella.
Sin dudarlo dos veces, el pájaro inició el descenso jugando con las corrientes de aire. En lugar de dirigirse al centro de la villa, optó por buscar una de las zonas que lindaba con los magníficos bosques. Entre aquel grupo de viviendas se encontraba su objetivo, al amparo de la vegetación.
La mayoría de las casitas estaban cortadas por el mismo patrón. Eran de piedra y con tejados de paja y brezo. Resultaba extraño que, aunque fuese verano, las chimeneas desprendiesen volutas de humo de diferentes colores que se perdían en la suave brisa que por allí flotaba.
De pronto, el ave oteó una vivienda que se encontraba un poco apartada del resto, cuya decoración era mucho más fría y tenebrosa que las colindantes. Parecía fuera de lugar. Llamado por una intensa curiosidad, el pájaro decidió sobrevolarla. Apenas podía atisbarse el gris de la piedra de sus muros, oscurecido por el paso de los años, pues la hiedra había crecido salvajemente cubriendo casi la totalidad de la superficie. Las ventanas tenían aspecto de no haber sido limpiadas desde que aquella casa se edificó. Ni siquiera parecía que nadie se molestase en abrirlas para ventilar el ambiente. El tejado estaba cubierto con unas mugrientas tejas que habían perdido el color hacía mucho, mucho tiempo.
Una verja alta de hierro y espinos cercaba la totalidad del recinto, privando el acceso incluso al jardín. En realidad, nadie en su sano juicio hubiese deseado cruzar la inmensa puerta franqueada por dos espantosas gárgolas con ojos saltones, cuernos y alas de murciélago a medio plegar, tan feas que parecían demonios (¿y si despertasen?). En cualquier caso, si alguien hubiese sido lo suficientemente atrevido, se hubiese aventurado en una maraña de hierbajos y plantas descuidadas que más bien parecían una selva. Sin duda, debía de ser el paraíso de ratones y ratas… incluso de zarigüeyas.
Al pájaro le gustaba la proximidad del bosque, pero aquella morada estaba que despedía huéspedes. Para no ser menos, batió sus alas en dirección a una casa de aspecto mucho más apetitoso y acogedor que se avistaba desde allí.
A diferencia de la extravagante residencia que acababa de sobrevolar, ésta tenía un precioso jardín. El césped lucía verde y muy bien cuidado. Las piedras que llevaban desde la entrada hasta la puerta principal estaban perfectamente recortadas e invitaban a ser pisadas sin miedo a que uno fuese atacado por una planta carnívora. Las flores eran maravillosas y mostraban un colorido excepcional en sus arriates. También los dos naranjos daban un toque de elegancia a la estancia. Por no hablar de la graciosa fuente de granito que había en el centro del parterre, de la que brotaba un finísimo chorro de agua que daba de beber a un trío de revoltosas golondrinas.
Pero si del jardín emanaba buen gusto, qué decir de la propia casa. ¡Aquello sí era un hogar! Absolutamente todo tenía un aspecto nuevo y reluciente. Las piedras que constituían los muros exteriores parecían haber sido seleccionadas una por una y colocadas con el mayor esmero posible. La madera de la puerta, de las ventanas y de las repisas era de la mejor calidad. El brezo del tejado estaba milimétricamente trenzado… Sencillamente, era una casa magnífica.
Había amanecido hacía un buen rato y el sol se colaba irremediablemente por la abierta ventana del dormitorio de Elliot Tomclyde. A primera vista, parecía un día como otro cualquiera. Sin embargo, la realidad era bien distinta; se trataba de un día muy especial. El muchacho aún se encontraba en su habitación, arrebujado entre las sábanas que cubrían su cama. Era tan agradable escuchar el canto de los pájaros y disfrutar del frescor de la brisa matutina con aromas cambiantes… A ratos se podía percibir con claridad el olor de la lavanda. Sin embargo, esta fragancia desaparecía con la misma rapidez con la que el viento cambiaba de sentido, para dejar paso a olores como el del romero, la jara o la manzanilla. No era de extrañar que a Elliot se le hubiesen pegado las sábanas aquella mañana.
—¡Buenos días! ¡Buenos días! —gritó el pájaro con un tono de voz tan estridente que sonó como si un músico tocase un violín con una sierra.
—Oh… Pinki, déjame dormir —protestó Elliot, haciéndose el remolón—. Sé un loro bueno y pórtate bien.
Y es que Pinki era un loro. En realidad, era algo más que un simple loro. Hacía escasamente dos meses, Elliot había descubierto que Pinki era una criatura mágica muy especial. Era un multimorfo; un ser capaz de transformarse en otros sujetos de un tamaño similar al suyo. La forma que habitualmente adoptaba Pinki era la de un loro con un llamativo plumaje verde. Sin embargo, también lo habían visto transformarse en un gracioso macaco de pelaje marrón. Si era capaz de transformarse en otras criaturas, Elliot lo desconocía por el momento.
—¡Galleta! ¡Galleta! —pidió insistentemente el loro.
—Más tarde —contestó Elliot antes de introducir su cabeza bajo la almohada y dar un sonoro ronquido. Había un motivo más que explicaba que el joven se sintiese especialmente holgazán a esas horas. Precisamente ese motivo era el que confería al día el calificativo de «especial».
La noche anterior, los Tomclyde estuvieron de celebración y se acostaron bien tarde. El motivo del festejo no fue otro que la inauguración de la nueva casa en la que, a partir de entonces, residirían Elliot y sus padres.
Hasta entonces, la familia Tomclyde había vivido en una humilde vivienda en Quebec. Pero ésta había pasado a la historia. El año anterior fue un suplicio en todos los sentidos de la palabra. Precisamente hacía un año que los padres de Elliot habían sido secuestrados junto a los restantes miembros de la tripulación del crucero Calixto III. Por si fuera poco, durante su amarga ausencia, una horda de despiadados aspiretes invadió la casa de los Tomclyde destrozando todo cuanto encontraron a su paso.
Irrumpieron en el salón resquebrajando el suelo y nada quedó intacto tras su visita. Sillas y sillones, estanterías y libros, cuadros y vajillas, mesas y puertas… Absolutamente todo había quedado reducido a astillas e inútiles restos. Había sido un año de desgracias y, para colmo de males, el seguro no cubría tales desperfectos. Pero esto ya pertenece a otra historia. La cuestión es que los señores Tomclyde se vieron obligados a buscar una nueva vivienda.
Había sido un mes de duro trabajo en el que los habitantes de Hiddenwood, y muy especialmente los amigos de Elliot, se habían ofrecido para ayudar a levantar la casa desde sus cimientos. Evidentemente, la magia fluyó libremente aquí y allá, acelerando el proceso sobremanera. Aun así, no era cuestión de alterar el equilibrio haciendo un uso desmedido de las fuerzas elementales, por eso todos fueron aportando su granito de arena. Todos menos uno…
—Sigo sin estar de acuerdo —protestaba la noche anterior Úter Slipherall, frunciendo el entrecejo y mostrando un claro descontento en su perlado rostro—. Hubiese podido colaborar mucho más en la edificación de esta casa —prosiguió.
Úter era un fantasma y, a decir verdad, uno de los mejores amigos de Elliot. Como tal, había asistido a la fiesta de inauguración de la nueva vivienda de los Tomclyde. Allí estaba, luciendo su habitual semitransparente túnica, casi tan blanca como la nieve. En su día debió de ser de color verde, pues Úter fue (y aún lo era) un grandísimo ilusionista, y esa categoría únicamente estaba al alcance de los elementales de la Tierra.
Sin duda, ése fue el motivo de que nadie le dejara intervenir en la construcción de la casa a Úter Slipherall. A estas alturas, ningún elemental dudaba de la bondad del fantasma ni de la fortaleza de su magia. Sin embargo, era un ilusionista. Casi con toda seguridad el mejor de todos los tiempos. Y por eso lo dejaron al margen. Por muy buenos y efectivos que fuesen sus hechizos, no dejaban de ser ilusiones. Esto, aplicado a una casa, suponía que las paredes difícilmente iban a sostener un tejado de forma permanente. O bien que al brezo le fuese imposible frenar el agua en los días de intensa lluvia.
—Pero si yo vivo en una mansión estupenda y es una pura ilusión —había repetido Úter hasta la saciedad y lo hizo una vez más en la fiesta. Fue un esfuerzo inútil, pues todos los demás se habían mostrado de acuerdo desde un principio en que él debía mantenerse al margen.—Te olvidas de que tu magnífica «mansión» tiene una base física —le espetó Merak remarcando especialmente la palabra «mansión», pues sabía que bajo la ilusoria vivienda de Úter había una vieja y destartalada cabaña de madera mohosa. Ante la terquedad del fantasma, el gnomo sacudió su enorme cabezota de color terroso, meneando sus afiladas orejas. Además de un fiel amigo de Elliot, era un experto en Geología y Mineralogía. Sin duda, empleó sus conocimientos en estos campos para planificar el forjado de la casa y abastecer de los mejores materiales a los Tomclyde.
—Podíais haberme dejado una pequeña parte del jardín —insistió Úter, que no cejaba en su empeño.
—Sabes bien que ése es terreno de los duendes —corrigió Merak, frunciendo el entrecejo—. Además, hay que reconocer que Gifu ha hecho un gran trabajo.
Y es que el diseño del jardín y todos sus componentes fue la tarea encomendada al duende Gifu, otro de los mejores amigos de Elliot. Se había esmerado en decorar los arriates con las flores más vistosas y coloridas que conocía. El parterre que rodeaba la nueva vivienda de los Tomclyde lo había cubierto con tepes de la mejor calidad. Sonrió alegremente al ver el rostro contrariado del fantasma. Por lo general se llevaban bastante bien, aunque siempre había lugar para algún que otro pique entre ambos.
—Gracias, Merak —dijo Gifu, estirando el cuello todo lo que pudo. Se sacudió su aterciopelada vestimenta verde y se ajustó el copete del mismo color.
—No olvidéis que Úter ha decorado la casa con mucho gusto —reconoció Elliot, que en ese instante se aproximaba por detrás del duende. Los había oído discutir, y no era lo más adecuado para una fiesta—. Debo agradeceros a todos el trabajo que habéis realizado. A todos.
El salón era francamente acogedor. En realidad no era muy espacioso, pero Úter se había tomado la libertad de duplicar el tamaño de la estancia para la ocasión mediante una ilusión. Había una gran chimenea a uno de los lados que aguardaba impacientemente la llegada del invierno para ser estrenada. Sobre la repisa descansaban cuatro estatuillas de bronce, que representaban a personajes de los cuatro elementos. Cada uno llevaba su correspondiente símbolo (arbusto, gota de agua, nube y llama) grabado en la túnica.
Justo en el lado opuesto, había colgado un enorme tapiz que cubría la totalidad de aquella pared. Como no podía ser menos, mostraba una típica escena del mundo mágico de los elementales. Sin ir más lejos, era una imagen de la impresionante Flor de la Armonía rodeada de las diminutas Hadas de la Armonía y de los que, se suponía (porque los rostros eran difícilmente reconocibles), debían ser los miembros del Consejo de los Elementales. El autor de este tapiz, sin duda, había sido Úter.
Pero había más objetos curiosos en la habitación, iluminados por la luz que desprendían las lámparas de aceite. Había unos cómodos sofás rellenos de plumas y una biblioteca con libros procedentes de las diversas ciudades de los elementales. De hecho, la señora Pobedy había aportado a la colección los libros Cocina elemental en cinco minutos, Recetas fáciles para momentos mágicos y Platos sin trucos ni hechizos. Tampoco podía faltar, aunque no destacase mucho por su ubicación, el antiguo medallón que daba la bienvenida a aquel mundo a los Tomclyde, que aún conservaba su pequeño marco con cobertura de cristal. Por expreso deseo de los señores Tomclyde, la casa tenía una estructura y configuración muy similares a la de Quebec. El salón, el recibidor y la cocina se encontraban en la planta baja, mientras que los dormitorios se hallaban en el piso superior. A éste se llegaba a través de una original escalera de caracol, labrada en granito y con la barandilla tallada en madera de roble. De esta forma, se sentían más que nunca en su hogar.
Así pues, tras mucho trabajo, la casa estuvo en disposición de estrenarse aquella noche. Al festejo había acudido mucha gente, además de los citados amigos de Elliot. Destacaba la presencia de la señora Pobedy, que se encargó de agasajarlos con los deliciosos manjares que frecuentemente preparaba en su posada, El Jardín Interior. Como los Tomclyde no eran una familia cualquiera, sino todo lo contrario, también asistieron los miembros del Consejo de los Elementales. Además del representante del elemento Agua y portavoz del Consejo, Magnus Gardelegen —al cual acompañó su mujer Gemma—, estuvieron Cloris Pleseck como representante de la Tierra y Mathilda Flessinga ostentando su correspondiente cargo en el elemento Aire.
Elliot permanecía junto a sus amigos, a escasa distancia de los tres miembros del Consejo que estaban aprovechando para celebrar una pequeña reunión entre ellos.
—Cuánto echo de menos a Aureolus —comentó Mathilda Flessinga, cerrando los ojos.
El fatídico suceso acaecido dos meses atrás en el que Aureolus Pathfmder, hasta entonces representante del Fuego, desaparecía bajo las heladas aguas de la Antártida, aún perduraba en la mente de los hechiceros (y todavía lo haría durante mucho más tiempo).
—Fue una lástima. Aquello no tenía que haber sucedido —convino Magnus Gardelegen con sobriedad, su mirada perdida en la oscuridad de la chimenea—. No tenía que haber sucedido…
—¿Cómo va el tema de las elecciones? —preguntó Cloris Pleseck de pronto, aprovechando para cambiar de tema. Ahora que Aureolus no estaba, el mundo mágico tenía que elegir a su sucesor—. Según me comentasteis, la semana pasada se fijó la fecha definitiva para el primer fin de semana de octubre. ¿Sabemos algo acerca de los candidatos?
—Mathilda se sabe los nombres de carrerilla —apuntó Magnus Gardelegen, esbozando una tímida sonrisa.
—Tengo constancia de que se van a presentar Adnold Dowanhowee, Kyung Cheming, Meredith Lowery, Shafiga Wyckoffy Deyan Drawoc —confirmó Mathilda Flessinga.
—Estoy seguro de que todos ellos son buenos hechiceros pero, para desgracia del mundo elemental, me temo que ninguno podrá hacer sombra a nuestro querido Aureolus —vaticinó Magnus Gardelegen—. Ojalá me equivoque, pero ésa es la impresión que tengo.
—Adnold Dowanhowee… —repitió Cloris Pleseck, asintiendo ante las palabras de su compañero—. Ese nombre no es fácil de olvidar. Sí, coincidimos en el intercambio. Era un chico muy aplicado, inteligente y bastante apuesto, por cierto.
—Todo lo contrario que Deyan Drawoc —apuntó entonces Mathilda Flessinga.
—¿Coincidiste con él? —inquirió sorprendida Cloris Pleseck.
—Oh, no, de ninguna manera —rechazó rápidamente la representante del Aire—. Es demasiado joven para haber estudiado en mi época… Simplemente he oído unos cuantos comentarios sobre él; no muy halagüeños, por cierto.
Elliot, que no había podido contener su curiosidad y había estado escuchando la conversación vecina, preguntó a sus amigos:
—¿Hay elecciones para elegir a un miembro del Consejo de los Elementales? Yo pensaba que ésa era una labor del Oráculo…
—Así se hacía… hasta la elección de Fétidus Sufreth en el año 1900 —comentó Úter, haciendo gala de sus amplios conocimientos sobre la historia de los elementales.
—Uff… Con ese nombre sólo podría pertenecer al elemento…
—Fuego —completó Úter, antes de que Gifu terminase de adivinar. Ni que decir tiene que al duende no le hizo ni pizca de gracia la interrupción—. Hombre de mucho carácter y que, antes de llegar al Consejo de los Elementales, promovió la reforma de la elección de sus miembros.
Los tres amigos escuchaban atentamente las sabias palabras del fantasma.
—Fue al poco tiempo de fallecer Selena Dunes…
Por un instante, a Úter se le fue la voz, ahogada en un leve suspiro.
—¿La llegaste a conocer? —preguntó Merak.
—¿Cómo dices? —Úter se había perdido en sus pensamientos—. ¡Ah! Sí, sí, claro que la conocí. Todo esto lo he vivido, ya sabes…
—Es cierto, Úter —reconoció el gnomo, admitiendo su torpeza al tiempo que se llevaba una mano a la frente—. Perdona mi falta de delicadeza.
—No es nada, no te preocupes. Sí… ¿Por dónde iba?
—Había fallecido Selena Dunes —se apresuró a decir Gifu.
—Es verdad. Tras su muerte, surgieron revueltas en Blazeditch y en otras ciudades del elemento Fuego. Uno de sus impulsores fue Fétidus Sufreth, alegando que eran los propios elementales quienes debían elegir a sus representantes y no siempre el Oráculo.
—Entiendo que la protesta prosperó —comentó Elliot.
—¡Pues claro que prosperó! —exclamó Úter airadamente, antes de volver a bajar el tono de voz—. Eran tiempos de paz. Tánatos había sido derrotado y apresado… Lo último que hubiese deseado el Oráculo era un desequilibrio por un tema como aquél. Así que se vio obligado a ceder…
—Entonces se celebraron las primeras elecciones y las ganó el mismo Fétidus ese, ¿no? —dedujo Gifu de nuevo.
—Efectivamente. El muy truhán lo tenía todo calculado. Supo mover a las masas y manejarlas a su antojo. Se aprovechó de que él había logrado conferir a los elementales un derecho del que, hasta entonces, adolecían. No era más que un charlatán, pero eso le concedió muchos votos.
—¿Dónde tendrán lugar estas elecciones? —preguntó Elliot inocentemente, que tenía un oído pendiente de las palabras de Magnus Gardelegen, aunque daba la impresión de que habían dejado aparcados los temas interesantes.
—En Blazeditch, como es natural —respondió Úter.
—¿Qué condiciones habría que cumplir para poder presentarse? —inquirió una vez más Elliot.
—No me puedo creer que se te haya pasado por la cabeza presentarte como aspirante —bromeó Gifu. Elliot fue a protestar, pero al ver las amplias sonrisas de sus amigos prefirió dejar a un lado sus quejas. En cambio, preguntó:
—¿Y para votar?
—Si he de serte sincero, no se piden muchos requisitos —explicó Úter—. Cualquier persona que haya superado la etapa de aprendizaje y, evidentemente, pertenezca al elemento en cuestión podrá depositar su voto en estas elecciones. Y, ya que lo preguntabas, para el caso que nos ocupa sólo podrán ser candidatos los elementales del Fuego. Pero no te preocupes, jovencito. Lo que tenga que salir, saldrá. Será la decisión de muchas personas en conjunto —dictaminó Úter dando el tema por zanjado.
—Bueno, ¿qué os parece si atacamos ese suflé de atún encebollado? —propuso entonces Gifu, rompiendo el silencio que se había adueñado de ellos—. Tiene una pinta deliciosa.
—Qué pena que no haya podido venir Eric al final —comentó Elliot toda vez que sus amigos se habían servido unas generosas raciones de suflé y él hacía lo propio.
—Ya lo creo que es una pena —dijo Gifu, dando un sustancioso bocado al pastel—. Se está perdiendo uno de los mejores banquetes que jamás haya probado. ¿No crees, Úter?
El fantasma dirigió una mirada asesina al duende. Úter, que los había estado mirando con cierta envidia, estuvo a punto de encolerizar. No tenía hambre porque un fantasma no podía tenerla. Sin embargo, no le hubiese hecho ascos a haberle hincado el diente a alguna de aquellas humeantes delicias como hiciera antaño. Y encima tenía que soportar los recochineos de Gifu…
—Amigo, eso ha sido un golpe bajo —le espetó Merak—. No deberías ser tan cruel con el bueno de Úter.
—No quería ofenderle… —se excusó Gifu, que había dejado la mirada clavada en el plato. Estaba claro que ninguno le creyó.
Una vez más, todos quedaron callados por un segundo o dos, y Merak retomó la conversación donde la habían dejado antes de la broma del duende.
—¿Por qué no ha podido venir Eric? Me hubiese hecho mucha ilusión verle de nuevo.
Eric Damboury era el compañero de fatigas de Elliot. Si Úter, Gifu y Merak eran buenos amigos, él lo era más aún. Era un chico alto y desgarbado. Tenía el pelo rubio oscuro, ojos marrones y un puñado de pecas que surcaban su chata nariz que le daban una sensación de pícaro. No obstante, era un chico en el que se podía confiar plenamente. Y así era. Elliot y él se conocieron el primer día de su aprendizaje en Hiddenwood y, desde entonces, habían vivido inolvidables aventuras. Aunque ambos muchachos eran de espíritu aventurero, a la hora de la verdad Eric era un poco más temeroso que su amigo y se pensaba dos veces (o más) las cosas antes de llevarlas a cabo.
—Sus padres estaban muy atareados preparando las vacaciones —contestó Elliot con pesar—. Como él aún es aprendiz, no puede utilizar un espejo para venir y…
—Un chico sensato, sí señor —puntualizó Úter.
—¿Y Sheila? —preguntó una vez más el gnomo, aprovechando la interrupción del fantasma.
Si Eric era su amigo inseparable, Sheila era la persona que le hacía sentir cosquillas en la tripa y en el corazón a Elliot. Cada vez que la veía perdía el habla, aunque esto sucedía ya con menos frecuencia. Precisamente el día en que se produjo la pérdida de Aureolus Pathfmder, Elliot acudió en rescate de la muchacha de cabellos dorados. Le salvó la vida y su relación se había intensificado un poquito más desde entonces.
Sin embargo, el destino se había encargado de entorpecer aquello que Elliot había logrado con valentía y esfuerzo. Desgraciadamente, Sheila era huérfana de madre y su padre había sido encerrado hacía poco en Nucleum por pertenecer a la Guardia del Abismo y ser un estrecho colaborador de la despiadada hechicera Wendolin. Todo ello había llevado a Sheila a vivir junto a su tía en Blazeditch. ¡Qué lejos quedaba aquella noche que la viera por primera vez en las inmediaciones del campamento de Schilchester!
—Estaba en Blazeditch, con su tía —confirmó Elliot al cabo, dejando escapar un leve suspiro. Al menos eran las últimas noticias que tenía. Hacía diez días que había recibido su carta. La única que le había escrito. En ella, daba la impresión de que la muchacha se encontraba alicaída y bastante afectada por el encarcelamiento de su padre en Nucleum—. Probablemente se haya ido unos días de vacaciones. En cualquier caso, su tía no la hubiese dejado cruzar el espejo sola…
—Una señora muy sensata… Muy sensata —apuntó de nuevo Úter.
—Pero si sólo hubiese sido un minutito de nada… Ninguno de nosotros los hubiésemos delatado… —aventuró Gifu.
Acto seguido hizo un pequeño gesto con la cabeza, indicando que tal vez Úter sí lo hubiese hecho. Al fin y al cabo, se había enfadado muchísimo en otras ocasiones cuando Elliot y sus amigos habían utilizado los espejos a sus espaldas.
—… ¡GALLETA!
El duende se libró por los pelos de llevarse una buena galleta de parte de Úter. Sin embargo, el grito había sonado tan fuerte que pareció real.
Elliot no pudo evitar abrir los ojos, que volvieron a encontrarse con Pinki. El loro gritaba desesperadamente que quería una galleta.
Hubiese sido inútil esconder la cabeza bajo la almohada de nuevo. Ni con ésas sería posible ahogar el estridente chillido de Pinki. Así pues, Elliot no tuvo más remedio que sacar los pies de la cama y ponerse en pie. Se sacudió el oscuro cabello y se dirigió con paso tambaleante a la ventana. Aún tenía los ojos cerrados y emitió un sonoro bostezo frente a Pinki.
Parpadeó ligeramente y, cuando abrió los ojos, entonces la vio.
Allí estaba plantada aquella horrorosa casa abandonada. Francamente, era mala suerte. Debía de ser la casa más lúgubre de todo Hiddenwood y era la única vista que tenía desde su habitación. ¿Quién viviría allí? ¿Estaría la casa realmente abandonada? Por su aspecto, así lo parecía… Mientras terminaba de despertarse, su mente volvió a recordar fragmentos de la conversación mantenida con sus amigos durante la noche anterior.
Elliot regresó al mundo de los vivos, una vez más, gracias a Pinki. Ante el escaso efecto que parecían haber causado sus chillidos, el loro decidió pasar a la acción propinando a su amo un soberano picotazo en la oreja. Elliot tuvo la sensación de que se la arrancaba de cuajo. Cuando fue a darle una sacudida, Pinki ya estaba revoloteando por la habitación al tiempo que escupía una grosería tras otra (como él bien sabía). El muchacho miró de reojo al loro. Aún tenía cara de mal genio cuando se enfundó su túnica verde, aunque su humor cambió para bien al olfatear los efluvios del delicioso desayuno que le aguardaba en la cocina.
Descendió las escaleras de dos en dos. Pinki también bajó al piso inferior, aunque guardando las distancias con Elliot. No era tonto y, por la experiencia adquirida con su anterior dueño, sabía que las personas podían llegar a albergar buenas dosis de rencor. Sin embargo, nada ocurrió y recibió su cuenco con la habitual ración de cereales variados.
La cocina estaba vacía, por lo que Elliot rápidamente dedujo que sus padres habrían salido a dar una vuelta. No le extrañó lo más mínimo, pues su padre disfrutaba de los bosques y les convenía aclimatarse a la nueva vida que deberían llevar en Hiddenwood.
Tan sólo había tragado un par de cucharadas de sus gachas de avena, cuando Elliot oyó el sonido de una campanilla. Aunque era la primera vez que la oía, no tardó en identificar que procedía del recibidor. Extrañado, no dudó en levantarse para ver quién había llamado a la puerta a aquellas horas.
Cuando la abrió, se sorprendió al ver que no había nadie tras ésta. «Estoy seguro de que ha sonado una campanilla», se dijo Elliot para sus adentros. De pronto tuvo un presentimiento. Asomó la cabeza para otear la cocina, pero Pinki seguía ocupado con sus cereales. Evidentemente no había podido ser él.
Y entonces se fijó en el pequeño buzón que tenían a la entrada de la casa. Emitía unos destellos dorados, reflejando los rayos del sol. Estaba reluciente pues, sin duda, era nuevo. Elliot se percató de que en la parte superior había una pequeña campanilla que aún oscilaba de un lado a otro como un minúsculo péndulo. «¿Habrá sido ésta la que ha sonado?», se preguntó.
Procedió a abrir el buzón sin más dilación y se llevó una sorpresa al ver que el interior albergaba dos sobres.
El primero de ellos era verde y en el reverso decía «Hiddenwood Buzón Express, trabajamos de sol a sol». Como iba dirigido a su padre, Elliot no lo abrió. De todas formas, tuvo la corazonada de que era una carta de bienvenida al servicio de correos de los elementales. Y es que los elfos, cuando gestionaban algo, cuidaban hasta el más ínfimo detalle.
La segunda carta estaba dirigida a él, Elliot Tomclyde. Entonces, el corazón le palpitó con energía. ¿Le habría escrito Sheila? ¿Se habría acordado de él Eric? Muy pronto lo sabría, pues ya había procedido a rasgar el sobre. Ansioso, extrajo un papiro color hueso, con las esquinas dobladas y plegado en forma de cuartilla.
Acto seguido, Elliot leyó el contenido de la carta.
Querido Elliot:
Antes que nada, quiero decirte que sentí muchísimo no haber asistido ayer a la inauguración de tu nueva casa. No sabes cuántas ganas tengo de conocerla. Apuesto a que Úter ha hecho de las suyas en la decoración. ¿Cómo están Gifu y Merak? Seguro que el duende sigue metiéndole el dedo en el ojo a Úter a la menor oportunidad
En fin, como ya te dije en mi anterior carta, me iba a ser imposible ir porque mis padres han estado organizando las vacaciones. Como bien sabes, Thomas terminó su aprendizaje en Windbourgh y, antes de iniciarse como controlador aéreo, quiere disfrutar de unas últimas y buenas vacaciones. Una vez que empiece a trabajar ya no sabe cuándo volverá a disponer de tranquilidad. El año pasado hicimos turismo por las ciudades del elemento Agua, y los emplazamientos del Fuego no son los más apropiados para visitar en estos momentos. Con la proximidad de unas elecciones, todo va a estar mucho más caro y agobiante de gente. Cualquier destino en el Aire ha sido descartado expresamente por Thomas. Así pues, hemos decidido irnos de acampada. Estábamos dudando entre dos o tres destinos (y aún seguimos). Lo que sí está claro es que partiremos la semana que viene.
¿Por qué no te vienes? Lo he estado hablando con mis padres y no han puesto ninguna pega. Es más, están convencidos de que tus padres no tendrán pensado moverse, pues querrán terminar de acomodarse en la nueva casa. Si estoy en lo cierto, te quedarías sin vacaciones… ¡Y eso no puede ser! ¡Tienes que venirte!
Tus padres no hacen magia, así que no pueden utilizar los espejos. Tú tampoco puedes porque nos meteríamos en un lío, por lo que pasaríamos nosotros a recogerte. ¿Te parece bien? ¿Qué opinas? Mándame tu respuesta cuanto antes por Buzón Express.
¡Hasta pronto!
Eric
Elliot tardó unos instantes en serenarse. En un primer momento, al ver que la carta era de Eric y no de Sheila, sintió un pequeño chasco. Pero el hecho de poder pasar unos días de acampada con los Damboury sería estupendo. Puesto que ya le habían enviado a Schilchester con anterioridad, sus padres no pondrían ninguna objeción.
—¡Pinki! ¡Nos vamos a ir de acampada! —exclamó Elliot tan pronto como volvió a la cocina. Visiblemente ilusionado, traía la carta en alto, cuando se detuvo en seco—. ¡Oh, serás sinvergüenza! ¡Loro malo!
Aprovechando la ausencia de Elliot, Pinki no había dudado en engullir las gachas de avena que su amo había dejado en el plato.
En realidad, Pinki le acababa de hacer un favor a Elliot. Una vez leído y asimilado el contenido de la carta, los nervios del muchacho subieron como la espuma e hicieron que perdiese rápidamente el apetito. Si bien es cierto que protestó al ver su plato vacío, enseguida se percató de que no tenía ni un ápice de hambre. Su estómago se había atiborrado de emoción e ilusión por disfrutar de unos días de vacaciones con los Damboury.
Con la carta en la mano, Elliot abandonó la cocina. En su mente únicamente tenía cabida preparar una respuesta afirmativa a la proposición de su amigo. Subió los escalones de dos en dos y llegó a su habitación. Extendió un papiro sobre su escritorio y procedió a redactar la respuesta. Cuando dejó la pluma en el tintero, un remordimiento le asaltó de pronto. ¿Le dejarían ir sus padres? Él había tomado la decisión sin dudarlo un instante pero ¿y si a sus padres no les hacía gracia quedarse solos en Hiddenwood? Eran nuevos en aquel entorno, no practicaban magia alguna y tal vez quisieran que Elliot les enseñase las costumbres elementales.
Con cierto pesar, descendió las escaleras en dirección al recibidor. Allí aguardaba Pinki, que no comprendía absolutamente nada de lo que hacía su amo. Aún prefería guardar las distancias por si acaso le abroncaba de nuevo por su desmedida glotonería.
—¿Crees que nos dejarán ir de acampada? —preguntó Elliot al loro. Pinki le miró fijamente sin emitir respuesta alguna. Evidentemente, no tenía ni idea de qué podía significar «acampada»—. Tampoco tú lo sabes, ¿verdad?
El tiempo pasaba y sus padres no llegaban. La ansiedad crecía en Elliot a cada minuto que transcurría, por lo que procuró desviar sus pensamientos en otra dirección. De pronto tuvo una idea. Ya que iba a Buzón Express, podía aprovechar para escribir una carta a Sheila. Con esta idea en la cabeza, nuevamente subió las escaleras a la carrera. Aún resoplando, se aproximó a su escritorio, tomó un papiro y mojó la pluma en el tarro de tinta negra.
Querida Sheila:
¿Qué tal te encuentras? Ayer te echamos mucho de menos. Fue una pena que no pudieses venir a la inauguración de mi nueva casa en Hiddenwood. Al final, vino bastante gente y te lo hubieses pasado en grande. La señora Pobedy se encargó de la comida y creo que aún pasaremos un buen puñado de días disfrutando de ella. ¡Sobró un montón!
Por cierto, ya nos hemos dado de alta en Buzón Express, así que no es necesario que me escribas más a El Jardín Interior. A partir de ahora, mi nueva dirección es: Paseo de los Cipreses, 47 Sector Coníferas. HIDDENWOOD
Como se acaba de construir, es la última casa de la calle. Hay que reconocer que mis amigos han realizado una gran labor y ha quedado un hogar la mar de confortable. Hubiese preferido tener una vista mejor desde mi habitación, pero no me puedo quejar. ¿Qué tal te va con tu tía Adelaida en Blazeditch? Me tienes que contar cómo es aquello. Al parecer, las elecciones para el representante del Fuego se celebran allí a principios del próximo mes de octubre. Lo estarás viviendo todo muy de cerca. ¡Qué suerte!
¿Te vas de vacaciones a algún sitio? ¡Yo me voy de acampada con Eric! Será estupendo pasar unos días con su familia, suponiendo que mis padres no se opongan, claro está. Eric tampoco pudo venir a la inauguración de la casa, precisamente porque estaban preparando la salida.
Aún no sé cuándo me iría. En cualquier caso, ¡espero tener noticias tuyas antes de empezar el nuevo curso! ¡Mucho ánimo!
Besos de
Elliot
Una vez concluida la carta, regresó a la planta inferior y allí se quedó. Probablemente fueron las dos horas más largas de la vida de Elliot. Durante lo que restaba de mañana permaneció allí, sentado en el primer escalón. Aguardaba impacientemente la llegada de sus padres, que se demoraban más y más. Elliot se levantó en incontables ocasiones para salir al jardín, por si los veía llegar. Pero el resultado siempre era negativo. ¿Dónde se habrían metido? Nada malo podía haberles ocurrido. No en Hiddenwood…
En un par de ocasiones, el chico hubo de reprimir sus impulsos de ir a Buzón Express y enviar por su cuenta la respuesta a Eric «para ir agilizando el tema». Sin embargo, estimó conveniente contar antes con el permiso de sus padres y decidió aguardar, cada vez con más impaciencia, su llegada.
Pasada la una del mediodía, la puerta principal se abrió y la luz dejó entrever la llegada de los señores Tomclyde.
—¡Por fin! —exclamó Elliot, levantándose como un resorte.
—Buenos días, hijo —saludó su madre. Su cabello cobrizo lucía resplandeciente y sus verdes ojos brillaban alegre mente. No hubiese sido necesaria su sonrisa para saber que se sentía feliz. El rostro del señor Tomclyde también presentaba un aspecto alegre. Y es que un biólogo en Hiddenwood debía de sentirse en el paraíso.
—Buenos días, mamá —se apresuró a contestar el chico—. Mirad, ha llegado…
Precisamente iba a hablarles sobre la invitación de Eric, cuando su padre se le adelantó.
—¿Ya tenemos correo? —preguntó el señor Tomclyde—. Cloris Pleseck me dijo anoche que realizaría las gestiones oportunas.
Elliot frunció el ceño. Contempló primero la carta que aún sostenía en su mano y después miró con sorpresa a su padre. Su cabello y sus ojos seguían siendo tan oscuros como los suyos. Alto, fuerte, serio… Sí, era él. Sin embargo, se le hacía extraño oír de sus labios el nombre de uno de los miembros del Consejo de los Elementales. Lo había hecho con tanta naturalidad que daba la impresión de que llevase toda la vida viviendo en Hiddenwood.
—Sí —confirmó Elliot cuando se dio cuenta de que no había respondido aún a la pregunta de su padre—. Esta mañana llegó esta carta para ti.
Hizo ademán de entregársela, pero antes de que la abriese intervino de nuevo:
—Yo también he recibido una. Es de mi amigo Eric que…
—Ah, ¿sí? ¡Qué solicitados estamos! —comentó la señora Tomclyde mientras se dirigía a la cocina.
—Desde luego la gente de por aquí es muy amable —apuntó el señor Tomclyde, al tiempo que leía la bienvenida que le daban los elfos al servicio mágico de correos—. Con decirte que ayer recibimos al menos tres invitaciones para ir de vacaciones este verano…
Al oír las palabras que salían de la boca de su padre, Elliot se quedó de piedra. ¿Tres invitaciones? Entonces aquello significaba que…
—Sería francamente interesante visitar de nuevo Bubbleville. La última vez no tuvimos mucho tiempo, ¿verdad? —Elliot apenas prestó atención a la voz de su madre. Se había quedado helado.
—Tampoco estaría mal conocer una de esas maravillosas ciudades flotantes. Según Mathilda, es imposible describirlas sin más. Hay que verlas para forjarse una idea de cómo son en realidad —insistió su padre.
Para entonces, la mente de Elliot estaba inmersa en otro mundo. La conversación que tenían sus padres iba de una ciudad mágica a otra, mientras el muchacho perdía toda esperanza de ir con los Damboury.
—De todas formas, creo que hacemos bien en quedarnos —comentó la señora Tomclyde, al cabo de un rato, desde la cocina—. Después del año tan espantoso que hemos pasado, lo que más me apetece es descansar. ¿No te parece, cariño?
—Estoy de acuerdo —corroboró el señor Tomclyde—. Además, estos bosques son ideales para relajarse y olvidar. Por quien más lo siento es por Elliot. A él tal vez le hubiese gustado hacer un poco de turismo, ¿no, hijo?
Aquellas palabras despertaron a un ensimismado Elliot. No estaba seguro de haber oído correctamente. Si no había comprendido mal, sus padres habían decidido quedarse en Hiddenwood. Entonces…
—¿Puedo ir de acampada con Eric? —preguntó de pronto, casi gritando de alegría.
Sorprendida por tan repentina pregunta, la señora Tomclyde asomó la cabeza desde la cocina.
—¿Ir de acampada? —inquirió casi sin comprender—. ¿A qué te refieres?
Elliot no tardó en explicarles el plan a sus padres, enseñándoles la carta que había recibido de su amigo.
—Pero ¿no es ése el chico con el que tuviste aquella horrible aventura en el Centro de la Tierra? —preguntó la señora Tomclyde frunciendo el entrecejo.
—Bueno…
—No estarás pensando en meterte otra vez en líos, ¿verdad? —insistió.
—¡Por supuesto que no! Yo nunca he buscado problemas… Bueno, es cierto que tuve algo que ver en lo que sucedió el año pasado… ¡pero fue porque iba en vuestra busca! —se apresuró a justificarse.
Después de muchos camelos y promesas por parte de Elliot de que no habría problemas, los señores Tomclyde, en vista de que no tenían pensado desplazarse, no tuvieron inconveniente alguno en dejar que su hijo marchara de campamento con su mejor amigo.
Tan pronto recibió la grata noticia, el muchacho partió raudo y veloz a Buzón Express para enviar las cartas que había preparado con anterioridad. Tan rápido salió que Pinki ni siquiera tuvo tiempo de unirse a él; claro que al loro no le importó, pues la señora Tomclyde había comenzado a preparar la comida y prefirió quedarse por si caía algo.
Atolondrado como fue el muchacho, apenas tardó diez minutos en llegar al original y llamativo edificio rosa. Su estructura circular terminaba con un níveo tejado en forma de espiral, como si de un pastel de fresa y nata se tratara. Había corrido tanto por miedo a que cerrasen a la hora del almuerzo que, cuando leyó el letrero de bienvenida («Hiddenwood Buzón Express, trabajamos de sol a sol»), cayó en su estupidez. ¡No cerraban nunca!
No había mucha gente, pero aguardó el turno debidamente. De pronto, una nueva duda le asaltó. ¿Cómo podía enviar las cartas? ¿Serían necesarios sellos mágicos? Sus dudas fueron aclaradas con suma amabilidad en cuanto se acercó al mostrador. Allí le atendió una elfa verdaderamente hermosa llamada Shalmayan. Tenía una tez dulce, ojos grises y un pelo largo tan rubio que casi parecía blanco. Al ver al chico, no tardó en reconocerlo.
—¡Pero si es el joven Tomclyde!
—Buenos días —acertó a decir Elliot—. Quería enviar estas dos cartas, por favor.
—De acuerdo —aceptó, al tiempo que tomaba los sobres—. Si no me equivoco, no dispones de crédito en Buzón Express, ¿verdad?
Al principio, el joven aprendiz elemental no comprendió nada. Sin embargo, Shalmayan procedió a explicarle que para realizar envíos en toda la red de Buzón Express era necesario disponer de crédito mágico. Resultaba evidente que pagar una esmeralda por un envío no era un precio adecuado. Lo que se hacía era dar créditos en función del tipo (esmeralda, rubí o amatista) y tamaño de la piedras que se entregasen en depósito. Tan pronto Elliot sacó una esmeralda del bolsillo de su túnica, la elfa le preguntó:
—¿Cuáles son los destinos de tus envíos?
—Blazeditch y Fernforest —informó Elliot.
Acto seguido, vio cómo sus cartas desaparecían en dos buzones diferentes; uno rojo y otro verde, indicativos del elemento al que pertenecían las respectivas ciudades.
—Puedes irte tranquilo, ya están en su destino —confirmó Shalmayan, haciendo indicaciones para que se adelantase el siguiente cliente.
—Muchas gracias —respondió Elliot, antes de abandonar Buzón Express.
Eric Damboury contestó a la mañana siguiente, confirmándole que pasarían a recogerle el octavo día de agosto, lunes. Al final, el destino escogido no había sido otro que el lago Saint Jean, aunque a una distancia considerable de donde se encontraba Schilchester, el campamento de verano dirigido por el señor Frostmoore. Elliot desconocía los detalles de una acampada mágica, pero supuso que tendría unas necesidades similares a las que ya tuvo en su día en el campamento de supervivencia.