1-LA MALDICIÓN DEL FARAÓN

La noche se cernía sobre la esplendorosa ciudad de El Cairo. La brisa nocturna era fresca, y mecía ligeramente las solitarias pero graciosas palmeras que se alzaban en la plaza de El Tahrir. Poca gente pululaba ya a esas horas por aquella zona que, a lo largo del día, había estado atestada de turistas ansiosos por visitar las excelencias del Museo Egipcio. Aun en las inmediaciones del imponente edificio de estilo neoclásico, uno podía sentir la magia egipcia a su alrededor. Era como si de las rosáceas paredes del museo emanase el antiguo poder de los faraones que mucho tiempo atrás dominaran las tierras del Nilo.

Era viernes y hacía ya un buen rato que había concluido el horario de apertura al público. Muy a su pesar, a las cinco de la tarde en punto, los turistas se habían visto obligados a abandonar el recinto que albergaba en sus arcas más de ciento veinte mil objetos con asombroso pasado. Todos aquellos tesoros deberían aguardar a que el museo abriese de nuevo sus puertas el lunes para una nueva e intensa jornada de visitas.

Sin embargo, aunque pareciese todo lo contrario, el museo no se hallaba completamente desierto. Podía oírse con facilidad el tranquilo deslizar de unos zapatos por el vestíbulo principal, a escasos metros de la Paleta de Narmer, en la que se encuentra relatada la unificación del Alto y el Bajo Egipto. Si bien a diario los visitantes contemplaban con admiración esta importantísima pieza por su contenido histórico, Sayid y Zahir, los dos vigilantes de seguridad, no se molestaron en mirarla. Al fin y al cabo, no iba a aportarles nada que sirviese para resolver sus problemas de la vida cotidiana.

—¿Qué tal está Khala? —preguntó Zahir fijando sus penetrantes ojos verdes en su acompañante. Llevaba más de dos años trabajando como guarda en aquel mausoleo. Sin embargo, pese a vivir en Egipto, su rostro no estaba muy curtido por el sol. Eran las desventajas que tenía el empleo de vigilante nocturno.

—Bien, qué te voy a contar que no sepas ya…

Sayid agitó entonces su oscura melena negra, frunció sus pobladas cejas y arrugó el bigote del mismo color azabache que su cabello en un gesto de denodada preocupación. Sayid y Zahir eran amigos de toda la vida. El primero en incorporarse al Museo Egipcio fue Sayid. Una vez dentro, trató de ejercer cierta influencia en favor de su amigo. Tal vez Zahir no fuese el prototipo de vigilante, por su baja estatura. No obstante, su anchura de hombros y complexión fuerte en general fueron determinantes para que, dos semanas después, Sayid consiguiera que su amigo se hiciera con la otra vacante.

—Criar a seis muchachos no es fácil. Pero ¿qué le voy a decir a un padre de siete hijos? —concluyó al cabo el propio Sayid.

—Sí, la vida es dura —apuntó su amigo, mientras dejaban atrás una de las vitrinas adyacentes con maravillosas piezas de sílex que iluminaron fugazmente las linternas—. Apenas tenemos tiempo para disfrutar de los niños. Crecen tan rápido…

—¿Le salieron ya los dientes a Hassan? Hace tiempo que no le veo. Seguro que está enorme… —aventuró Sayid.

—Y no te equivocas, amigo. Va a ser muy alto; más que tú y yo. Estoy convencido de ello.

—El tiempo lo dirá —dijo Sayid esbozando una sincera sonrisa.

Con paso cansino ascendieron al primer piso, donde estaba expuesto el preciado tesoro del rey Tutankamón. Curiosamente, los vigilantes sí se detuvieron a admirar la deslumbrante máscara funeraria del joven faraón. Era una maravillosa pieza, sin lugar a dudas. Cada vez que la enfocaban con la linterna, el oro batido con incrustaciones de piedras finas y vidrio fundido brillaba hasta deslumbrarlos.

—¿Cuántas veces habremos escuchado la historia del descubrimiento de la tumba del rey Tut? —preguntó Zahir.

—¿Cien?

—Yo creo que te quedas corto…

—Tal vez, pero nunca me cansaré de escucharla.

—La verdad es que yo tampoco —confesó Zahir al instante—. Aunque siempre tengo problemas para recordar el nombre del arqueólogo. Era un tal Howard… Howard…

—Cárter —completó su compañero, que parecía tener un poco más de memoria—. Y la excavación la financió lord Carnarvon.

—Cierto… —Zahir se quedó callado unos instantes mientras admiraba la bella pieza.

—Cuánta razón tenía Cárter cuando dijo que veía cosas maravillosas al atisbar por vez primera el interior de la tumba a través de aquel agujero, ¿no crees? —apuntó Sayid, tratando de imaginarse la escena como si él fuera el afamado arqueólogo.

Zahir se había quedado embobado contemplando la máscara, como si estuviera hechizado. Ni siquiera parecía haber oído a Sayid.

—Siempre que veo esta máscara me hago la misma pregunta —comentó casi para sus adentros el vigilante, temiendo que tras aquel ornamento se ocultara el rostro de una persona real.

—Oh, no me puedo creer que vuelvas a sacar otra vez el mismo tema —protestó Sayid, aunque miraba de reojo la máscara con cierto respeto.

—¿Será verdad que cayó una maldición sobre aquellos que osaron perturbar el sueño eterno del faraón? —Desde que las oyera por primera vez, Zahir no podía quitarse de la cabeza las palabras que formulaban la temible maldición: «La Muerte tocará con sus alas a quienes se atrevan a turbar el reposo del Faraón».

—Creí que la última vez que hablamos de ello te convenciste de que las maldiciones no existen —le espetó Sayid preparándose para dar una nueva lección a su compañero si era preciso—. Simplemente eran bulos que se decían o se plasmaban en los jeroglíficos para evitar que los saqueadores profanaran las tumbas. Bien sabes la importancia que siempre ha tenido el descanso eterno en nuestra cultura.

—Sí, lo sé… —confirmó Zahir con el entrecejo fruncido—. Aun así, hay demasiados hechos que no terminan de cuadrar en toda la historia.

Las voces de los vigilantes eran el único ruido circundante, si se descontaba el eco producido por sus palabras que resonaba en las salas colindantes. Zahir hizo una nueva pausa antes de decir:

—¿Te he comentado qué sucedió a la muerte de lord Carnarvon?

—Sí… —respondió Sayid con tono pesaroso.

Zahir hizo como que no había oído la respuesta de su amigo, pues acto seguido procedió a relatar tan sorprendente hecho.

—Precisamente en el mismo instante que fallecía en El Cairo, la ciudad sufrió un apagón que nadie pudo explicar jamás…

—Pura casualidad.

—Y en ese preciso momento —prosiguió Zahir, que aportó una nueva prueba con premura—, su perro favorito se desplomó sin vida tras emitir un lastimero aullido… ¡en Londres!

—Bah, quién sabe si eso sucedió realmente. ¿Acaso existen pruebas de ello? ¿Lo viste?

—No, pero…

—En cualquier caso, también se dice que entre los perros y sus dueños existe una especial conexión. Vamos, olvídate de las maldiciones —le animó definitivamente Sayid antes de reemprender el camino por la sala.

—Pues yo estoy convencido de que algo existe —dictaminó con terqueza Zahir, siguiendo los pasos de su compañero.

—Bah, todo son pamplinas.

Sin detenerse demasiado, las maravillas de Tutankamón que se albergan en el Museo Egipcio pueden verse en unas tres horas. Sayid y Zahir apenas tardarían un cuarto de hora, pues no tenían intención de hacer más altos en el camino. Es más, Zahir empleó todo el tiempo que estuvo en aquella sección en ir relatando uno a uno los casos que demostraban que la maldición del faraón Tutankamón se había cobrado tantas vidas como le había sido posible. Personas que habían penetrado en la tumba, profesores y doctores que habían estado en contacto con la momia del faraón… Al final, fueron diecisiete sabios los que se vieron afectados por tan mortífera maldición, muchos de los cuales murieron en el mismo Valle de los Reyes. Sin embargo, a esta cifra habría que añadir al menos una docena más de personas que participaron en uno u otro aspecto relacionado con las investigaciones, y que perecieron en circunstancias un tanto extrañas. Pero, ni con todas esas pruebas, había logrado que Sayid cambiase su opinión sobre la existencia de la maldición.

—¡Qué Alá te libere de tu ceguera, Sayid! —clamó a la desesperada su amigo, prácticamente dándose por vencido.

No tardaron en llegar a la sala de las momias. Sólo entonces Zahir cerró su boca para dejar aparcadas sus diversas teorías acerca de la maldición. Ninguno de los dos vigilantes se atrevió a pronunciar palabra alguna al entrar en aquella habitación. Tanto Sayid como Zahir conocían al dedillo las normas del museo. Una de ellas establecía que en la sala en la que se disponían a entrar se debía guardar estricto silencio. No obstante, aunque esa norma no hubiese existido, habrían permanecido igual de mudos. Y es que la sala de las momias era algo así como un templo en el que se debía profesar un profundo respeto. Así pues, los dos miembros del cuerpo de seguridad se adentraron en la sala de las momias casi conteniendo la respiración.

Sus cuerpos se estremecieron al entrar en la mencionada sala y el pelo de la espalda se les erizó como escarpias. Aunque hubiesen querido, les hubiera sido imposible articular palabra alguna. No era para menos, pues ésa era la sensación que producía encontrarse cara a cara, en medio de la oscuridad, con Ramsés el Grande. Muy poco les faltó para arrodillarse y venerar al que en su época fuera adorado como un auténtico dios.

En silencio, dieron unos pocos pasos más hasta situarse frente a uno de los faraones más poderosos y emblemáticos de la Historia. El pulso les temblaba cuando se atrevieron a iluminar el rostro del faraón con sus linternas. De pronto, sus oídos captaron un ruido prácticamente imperceptible. De no haber sido por el silencio sepulcral que allí se guardaba, casi con toda seguridad les hubiese sido imposible oírlo.

Era como si alguien se estuviese arrastrando por el suelo. ¿Se habría colado un chacal en el museo? Aunque era una idea que parecía absurda, fue lo primero que se les pasó por la cabeza. ¿Sería una serpiente? Eso ya no resultaría tan extraño. A decir verdad, nunca se habían topado con reptil alguno merodeando por las galerías; pero no sería insólito que se hubiese escurrido una víbora entre los embalajes de las muchas partidas que a diario llegaban al museo. Quién sabe si se habría colado a través de una rendija desde la misma calle…

Sin abrir la boca, Sayid indicó por gestos que él cubriría el lado derecho y su compañero haría lo propio por el lado opuesto. De esta guisa, los dos comenzaron a avanzar casi de puntillas para evitar emitir cualquier ruido que pudiera delatarles.

No había más remedio que llevar la linterna encendida. Si se trataba de una serpiente venenosa, sería mejor verla con claridad para no sufrir una terrible picadura. Pero si fuese un ladrón… En ningún caso se les había pasado por la cabeza que un ladrón hubiese tenido la osadía de penetrar a oscuras en la cámara de las momias. No, aquello era impensable.

Zahir avanzó cauteloso. Su corazón palpitaba intensamente y a duras penas conseguía mantener la linterna firme. Enfocaba exclusivamente en una dirección, pues sabía que la otra parte de la estancia estaba cubierta por Sayid. Pudo oír cómo su compañero avanzaba lentamente unos metros por delante de él, al otro lado de la galería. De pronto, el haz de luz de la linterna de Zahir se paró en seco en un sarcófago. Un extraño sonido gutural, prácticamente ahogado por la impresión, apenas se hizo espacio a través de sus cuerdas vocales. Su corazón casi dejó de latir al contemplar la inesperada escena y un sudor frío comenzó a recorrer su espina dorsal. El sarcófago estaba abierto… ¡y vacío!

La imagen le había impactado tanto que se quedó paralizado. Durante los primeros segundos, sus músculos no obedecieron las órdenes emitidas por su cerebro. ¡Habían robado una momia en el museo!

—¡Sayid! —llamó en un histérico susurro. Le daba miedo alzar la voz, por si Ramsés el Grande se enfadaba y le enviaba una maldición a él y a todos sus descendientes.

Su compañero no debía de haberle oído. El menudo vigilante no movió la vista ni un ápice del sarcófago vacío. Aún seguía sin creerse que alguien hubiese tenido el valor suficiente para llevarse una momia. Con el rabillo del ojo alcanzó a ver el haz de luz de su compañero, inmóvil, enfocando al frente sin una orientación clara. «Al menos se ha detenido», pensó aliviado Zahir.

—¡Sayid! —volvió a llamar, esta vez alzando una octava más el tono de su voz. Su boca se estaba quedando reseca por los nervios.

Al no obtener respuesta alguna, con cierta indignación tornó la cabeza en la dirección en la que se encontraba Sayid. Lejos de tranquilizarse, su corazón estuvo a punto de sufrir un nuevo colapso. El haz de luz que lanzaba la linterna de su compañero provenía del suelo. «No… Nadie hubiese sido capaz de hacer daño al bueno de Sayid. Sus seis hijos le aguardaban en casa. Khala…», se dijo a sí mismo. No se lo pensó dos veces y enfocó temeroso al suelo.

Su angustia crecía a cada segundo que pasaba. ¡Sayid no estaba allí! Por un instante había pensado que lo encontraría tumbado, inerte, sosteniendo la linterna. ¡No estaba allí! Apenas los separaban seis o siete metros y… ¿Sería la maldición de Tutankamón? ¿Acaso estarían recibiendo un castigo por ser ellos los vigilantes de los bienes del faraón? ¿Sería tal vez la venganza de otro de los monarcas que allí yacía por haber profanado su tumba? ¿Por qué la habían tomado precisamente con ellos?

Casi desesperado, Zahir corrió hasta el lugar donde se encontraba la linterna de su amigo y se apresuró a recogerla. Mientras se agachaba, un extraño rugido retumbó en aquella sala y las vitrinas temblaron al instante. Se quedó helado, sin saber qué hacer. ¿Qué estaba ocurriendo en el museo? Jamás había oído un sonido similar. Hacía tiempo que había olvidado a las serpientes y los chacales. Incluso comenzaba a dudar de si realmente eran ladrones…

Hizo acopio de valor y se levantó. Iluminó la estancia con las dos linternas, aunque no tardó en guardar una y desenfundar el arma que tenía sujeta al cinto. Se sintió un poco más seguro de esta guisa, y dio unos pasos en la dirección en la que se había oído el aterrador gruñido.

Unos metros más adelante, descubrió un segundo sarcófago vacío. Al verlo, un sudor frío recorrió la frente del guarda. Observó la tapa ladeada, como si la hubiesen abierto con sumo cuidado y la hubiesen dejado reposando junto al féretro. No… Dos momias desaparecidas en la misma noche era demasiado. No podía estar sucediéndole aquello.

Zahir se había quedado solo en el museo y las condiciones en las que se hallaba no eran muy halagüeñas. Dos momias habían desaparecido de sus nichos, Sayid había desaparecido y luego estaba aquel peculiar y escalofriante grito. ¿Quién le había mandado hablar de maldiciones en la oscuridad de la noche? ¡Vaya una ocurrencia!

Un nuevo alarido indescriptible resonó en la sala. La procedencia parecía mucho más próxima. Fuera lo que fuese, tampoco podía ser un ladrón. Al menos, no uno que actuase a la vieja usanza. Si se trataba de una nueva técnica para robar, buscando infundir pavor en los vigilantes de seguridad, a buen seguro estaba dando resultado: Zahir estaba aterrado, próximo al pánico. Para colmo de males, el haz de luz de su linterna parpadeó unos instantes, amenazando con apagarse. El vigilante respiró ligeramente aliviado al recordar que contaba con una segunda linterna. El foco de luz alumbraba nerviosamente las salas en las que se iba adentrando el solitario Zahir. Todo permanecía en una inusual y poco tranquilizadora calma. Con los cinco sentidos alerta, se adentró en la sala de las joyas de la Dinastía XII y en la sala de Akenatón. En ambos casos el silencio era el amo del lugar, y no encontró un solo rastro por el suelo. Al no toparse con goteos de sangre, albergó un hilo de esperanza en su interior. A pesar de todo, estaba convencido de que a Sayid le había ocurrido algo. Su compañero y amigo no le hubiese abandonado así como así.

Precisamente estaba pensando en él cuando su linterna detectó una mano que sobresalía tras un recodo. Zahir corrió hasta el lugar sin prestar atención a los ornamentos que decoraban aquella estancia. Si había alguien tendido en el suelo no podía ser otro que…

—Sayid…

Zahir dio la vuelta a su compañero, que estaba tumbado boca abajo. No mostraba heridas ni signos de violencia de ningún tipo pero, evidentemente, se hallaba inconsciente. Trató de despertarle zarandeándolo. Primero lo hizo levemente y luego con más fuerza. El resultado fue negativo en ambos casos. Sayid no parecía dispuesto a despertarse.

Con su compañero en aquel estado debía avisar a una ambulancia. Y de pronto se acordó. ¡La radio! Llevó su mano al cinto y tomó el walkietalkie que tenía enganchado. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido de olvidarla? Era tal la tensión que había invadido su interior, que le había impedido pensar con claridad. Pero ahora tenía su radio. Pediría ayuda y las autoridades se encargarían de investigar lo sucedido con ambas momias.

Trató de sintonizar la frecuencia adecuada, pero el aparato no respondía. No emitía ruido ni señal alguna. Ni siquiera se iluminaba el característico pivote verde cuando el aparato se encontraba encendido. Zahir lo miró enrabietado y estuvo a punto de lanzarlo contra la pared más cercana. Al reprimir su impulso, sus ojos se clavaron en la cintura de Sayid: él tenía otra radio. Sin embargo, pese a su buena voluntad, al tratar de utilizarla el resultado fue el mismo. ¿Qué demonios estaba sucediendo?

Comprobar que los dos aparatos de transmisión habían quedado inutilizados fue como si le hubiesen abofeteado sin piedad. Enfurecido, se levantó con determinación. Debía de llegar hasta el teléfono más cercano, pero no tenía intención de abandonar a Sayid a su suerte. Así pues, decidió cargar con su cuerpo inerte como buenamente pudo. Como su compañero no podía dar un solo paso, tuvo que echárselo sobre los hombros. Al fin y al cabo, no supuso una carga excesivamente pesada para él.

La luz plateada de la noche que se colaba entre las vidrieras no hacía sino generar extrañas sombras en el interior del museo. Fue precisamente éste el motivo de que Zahir no se percatase de la figura que se alzaba frente a él, escondida unos diez metros a su derecha. Fue el ensordecedor gruñido el que le heló la sangre y estuvo a punto de propiciar la caída de Sayid al suelo desde una altura considerable.

Rápidamente la linterna de Zahir se dirigió hacia la zona de la cual había provenido el tremendo sonido. Casi al instante, la luz recortó una figura que parecía sacada de una historia de terror. Verdaderamente, en el sarcófago causaba una sensación escalofriante ver una momia. Pero tenerla frente a uno mismo, de pie y gruñendo, imponía sobremanera. Sus vendajes harapientos permanecían pegados al cuerpo de la criatura. El rostro también estaba recubierto de la misma tela amarillenta, deteriorada por el paso del tiempo. Pequeños orificios daban a entender dónde se encontraban los ojos, la boca y la nariz. Zahir se quedó contemplando petrificado la imagen de la momia sin saber qué pensar. ¿Se trataba de una broma? ¿Estaba viviendo una pesadilla? Si de algo estaba seguro era de que las momias no se levantaban y andaban así como así. Más aún, ¿cómo podía caminar si a las momias se les vendaban las piernas juntas y no por separado? De hecho, ¿cómo había conseguido separar ambas piernas? ¿Y por qué tenía los orificios nasales y las cuencas oculares perfectamente definidas, si los embalsamadores los dejaban cubiertos? ¿Acaso no era la misma figura que había en el sarcófago? Desde luego no lo parecía, porque daba la impresión de medir medio metro más de alto y otro tanto de ancho…

—¡Alto ahí! —gritó nerviosamente Zahir cuando recobró la compostura. Pese a tener a Sayid colgando sobre el hombro izquierdo, se las apañó para desenfundar el arma y apuntar al ser momificado.

La momia respondió con un gruñido que volvió a poner los pelos del vigilante como escarpias.

—¡No se mueva o disparo! —le espetó Zahir.

La momia debió de entender todo lo contrario, pues dio un amenazador paso al frente.

—¡He dicho que no se mueva! —gritó Zahir a la desesperada.

Pero al ver que la momia daba un nuevo paso en su dirección, se vio obligado a disparar.

Todo sucedió con una rapidez pasmosa. El ruido de los cristales rotos de una vitrina se mezcló con el lento avance de la momia. «Es imposible. La he atravesado y ni se ha inmutado», pensó con desesperación Zahir. Varias gotas de sudor le resbalaron por el tenso rostro. La luz de la linterna mostraba con claridad el orificio quemado en la tela que envolvía a la momia a la altura del hombro izquierdo. A lo lejos, tras la enorme figura, yacían los restos del cristal de una vitrina que contenía una serie de tablillas de arcilla repletas de escritura jeroglífica. Pese a todo, la momia dio un nuevo paso al frente.

Zahir se disponía a efectuar un segundo disparo cuando sitió un golpe seco en la nuca. Apenas tuvo tiempo para darse cuenta de que sus piernas no respondían y su cuerpo se desplomó bajo el peso de Sayid. Al mismo tiempo, todo se volvía oscuro; más negro que la misma noche. Sus ojos se nublaron y perdió la noción del tiempo y la consciencia.

La sala permaneció silenciosa durante los siguientes cinco minutos. Sayid y Zahir yacían tendidos, completamente inconscientes y ajenos a lo que ocurría a su alrededor. Zahir había tenido aquel desvanecimiento merced al golpe que la segunda momia desaparecida le había asestado en la nuca. Con semejante impacto, permanecería sin sentido hasta la mañana siguiente, como poco.

El tamaño de ambos entes era colosal, sobre todo si uno lo comparaba con la estatura de Zahir. La realidad era que debían alcanzar sin problemas los dos metros. Nadie se hubiese atrevido a afirmar que eran las mismas criaturas que habían desaparecido de la sala de las momias, pero ésa era la pura verdad.

Y precisamente hacia aquella sala se dirigieron de nuevo, ahora que habían dejado fuera de combate a los dos vigilantes.

Con un paso lento y tedioso, ambas momias deshicieron el camino andado por Sayid y Zahir. Diez minutos después se adentraban en la citada sala, justo a tiempo para asistir a un hecho insólito.

Pese a la oscuridad reinante, aquel fosforescente gas verdoso era claramente visible. Brillaba con intensidad al tiempo que se desplazaba por el suelo del museo como si tuviese vida propia. No estaba muy claro si las momias podían verlo o no, pero algo sí debían percibir, pues frenaron en seco ante su presencia. No se movieron de su sitio mientras el fluido gaseoso se desplazaba a sus anchas por la sala de las momias.

Sin previo aviso, el gas verdoso se detuvo frente a un tercer sarcófago, muy bello en su factura. Su objetivo parecía fijado. Ascendió sin problemas por las paredes de éste y lo envolvió con suma facilidad. Las dos momias contemplaron intrigadas el extravagante espectáculo (al menos sus cuencas oculares estaban orientadas en aquella dirección). Pronto, el efluvio se detuvo ante un resquicio que encontró, para terminar escurriéndose hacia el interior del féretro. En pocos segundos, desapareció la fosforescencia y la sala volvió a quedar sumida en la penumbra.

Minutos después, un escalofriante chirrido seguido de un golpe sordo resonó en la sala.

Tampoco es seguro que las momias puedan oír. Lo que sí se podría afirmar con rotundidad es que de haberlo oído Zahir o Sayid, hubiesen sufrido un colapso nervioso o algo por el estilo. Ponérseles los pelos de punta hubiese sido una pobre reacción para lo que vino a continuación.

El golpe sordo no había sido otra cosa que el producido por la tapa del sarcófago al chocar con el suelo, a punto de fracturarse por la mitad. Casi al instante, una mano putrefacta y harapienta surgía del interior del féretro asiéndose a uno de los bordes para coger impulso. No tardó en aparecer la segunda mano, seguida de la cabeza y el torso, al levantarse la momia.

Con mucha más agilidad de la que cualquier persona hubiese podido imaginar, la momia se unió a sus dos congéneres. Al igual que en los dos anteriores casos, la criatura parecía haber crecido un buen puñado de centímetros toda vez que abandonó el ataúd.

Formado el trío, la sustancia gaseosa volvió a aparecer como por arte de magia. Se apartó sigilosamente del sarcófago para situarse frente a las criaturas momificadas. De ahí se dirigió con premura hacia el vestíbulo principal, siempre seguida por las momias. La terrorífica comitiva realizó el recorrido inverso al que habían tomado Zahir y Sayid.

El trayecto se hizo en estricto silencio, con el difícilmente audible arrastrar de pies de las momias. Los harapos silenciaban las pisadas de los gigantes momificados a su paso por las diferentes salas.

No tardaron en encontrarse en el solitario vestíbulo, frente a la imponente imagen de Ramsés el Grande. Casi irreverentemente pasaron a su lado sin prestar atención. Cualquier impedimento que pudiera existir en su camino, como puertas, cámaras o alarmas, fue misteriosamente solventado por el gas verdoso. Las alarmas simplemente no saltaban si eran alcanzadas por el gas, y las puertas se abrían al instante, como si obedeciesen a una orden. Y así fue cómo las tres momias salieron del Museo Egipcio a la plaza de El Tahrir, como si fuesen tres turistas que acabasen de disfrutar de la más excitante de las visitas al famoso museo. Tres momias que pasaron completamente desapercibidas ante un par de viandantes gracias a la protección que les confería el gas verdoso. Todo aquel que las miraba, las veía como tres personas normales y corrientes que habían salido a disfrutar del frescor nocturno.

Guiadas por el fluido verdoso, atravesaron calles y plazas, siempre andando. La caminata fue muy larga pero, si hay algo cierto, es que las momias no se cansan por mucho camino que hayan recorrido. Antes del amanecer, sus ajados pies habían cambiado la piedra por la arena del desierto, si bien el ritmo no varió. Nadie sabe (y nunca se supo) el camino que siguieron por el desierto, pues el viento se encargó de borrar las pocas huellas que dejaron a su paso.

Muchas horas después, llegaron frente a una extraña edificación, semienterrada en la arena, en un lugar perdido. ¿Sería una tumba desconocida? No tuvieron problemas para adentrarse en ella, pues aún estaban bajo el amparo del gas verde, cuyo tétrico brillo se había perdido con los rayos solares.

Torpe pero efectivamente descendieron por unas escaleras de piedra arenisca hasta llegar a un corredor de unos doce metros de longitud. Había varios vanos a ambos lados del pasillo, pero las momias habían de seguir el camino que les mostraba el gas verdoso.

Éste siguió de frente, hasta llegar a una superficie reflectante. Aunque apenas era visible, se situaron frente a un enorme espejo cuyo marco estaba recubierto de escritura jeroglífica.

El gas desapareció tras la superficie de cristal y las momias, para no ser menos, siguieron su camino. Casi sin darse cuenta, fueron literalmente absorbidas por el espejo.

Mientras tanto, en el Museo Egipcio la policía había acordonado la zona y se encontraba buscando, infructuosamente, huellas y rastros por todo el edificio. Zahir fue el primero en recobrar el sentido y, al ver a su compañero sobre él, se apresuró a despertarlo.

Sentían un dolor muy fuerte en sus respectivas sienes, pero ninguno de los dos recordaba nada de lo sucedido. Todo resultaba tremendamente confuso y se mostraron sorprendidos cuando les dijeron que tres momias del Museo Egipcio habían desaparecido como por arte de magia.

Los ladrones habían realizado un trabajo espléndido, pues nunca se encontró huella alguna.