9

Susan tendrá que continuar leyendo si quiere saber lo que ha pasado. Oye que la partida de Monopoly está a punto de terminar. El ronco Mike ayuda de un tirón a la tierna Dorothy a levantarse, mientras el gordo Henry se pone en pie trabajosamente. Pasan del salón al vestíbulo.

—Buenas noches, señora Morrow.

Tiene la nariz y el mentón afilados, el rostro blanco y unos labios sonrientes. En el vestíbulo, Dorothy apoya un codo sobre el hombro de Mike y le sonríe con descaro. Susan Morrow es un poco mojigata; prefiere que lo que sea ocurra fuera de su vista, para no tener que decir nada. Alguien le da a alguien un golpe en las costillas. ¡Cabrón! Resoplidos y risitas en el vestíbulo. Eh, cuidado… Sí, Susan Morrow tiene una vena mojigata: Ojos que no ven…

Desde un rincón, en tono nasal y bien audible:

—Gracias, señora Morrow; lo he pasado muy bien.

Más risitas. Susan necesita leer otro capítulo, y todavía tardará un rato. Desde luego sabes cómo alargar las situaciones, le dice a Edward mentalmente.

Animales nocturnos 8

El coche patrulla se detuvo delante del motel, al volante había un hombre de uniforme y al lado de éste uno con traje marrón.

—¿Tony Hastings? —preguntó el del traje. Llevaba sombrero, y con dificultad sacó la mano por la ventanilla abierta a medias, como para estrechar la de Tony.

Tony subió al asiento trasero.

—Mucho gusto. Soy Bobby Andes. Me ocupo del caso.

—¿Usted ha encontrado mi coche?

—Lo han encontrado —puntualizó Andes.

—¿En el río?

—Escuche, Tony, ¿cree que sería capaz de rehacer el camino que recorrió anoche?

—No lo tengo demasiado claro. Podría intentarlo.

—Déjeme ver si lo he entendido bien… —dijo Bobby Andes.

Era un hombre gordo y bajo y llevaba un sombrero grande, por lo que su cabeza también debía de serlo. Sus redondas mejillas mostraban, como si se tratase de minúsculos granitos de pimienta negra, la sombra de una barba bien rasurada. Por teléfono se habían referido a él como el teniente Andes.

—… Dos de esos tipos se fueron en su coche con su esposa y su hija. Y se suponía que iban a encontrarse todos en la comisaría de un lugar llamado Bailey, que no existe.

—Eso es.

—Y se llamaban entre ellos Ray y Turco.

—Sí.

—Y usted fue con el otro hombre, el que llamaban Lou, en el coche de ellos.

—Así es.

—¿Cómo fue que se separaron así?

—Desde entonces no dejo de preguntármelo.

—¿Se metieron en su coche a la fuerza?

—Sí.

—¿Sí?

—Pues sí, así fue. Diría que se metieron a la fuerza.

—¿Su esposa y su hija intentaron impedírselo?

—Diría que sí, que intentaron impedírselo.

—Y usted, ¿trató de impedírselo?

—No pude hacer gran cosa.

—¿Tenían armas?

—Tenían algo. No sé lo que era.

—¿Usted lo vio?

—Lo presentí.

—De acuerdo —dijo Bobby Andes—. Vamos a ver: si vamos de nuevo a la casa de Jack Combs, ¿podría desandar el camino desde allí?

—Como le he dicho, podría intentarlo.

—De acuerdo, pues inténtelo. Vámonos.

El de uniforme conducía con bastante rapidez, y a Tony le costaba reconocer por dónde pasaban. Nadie hablaba. Atravesaron la zona posterior de Grant Center, dejaron atrás gasolineras y un local de venta de coches usados en el que había bombonas de gas, y una calle de casas señoriales pintadas de blanco y árboles frondosos. Ya en la carretera, siguieron recto por un valle de un verde intenso. El sol estaba en lo alto, y al otro lado del valle un par de techumbres, en la cima de una colina, lo reflejaban como si fuesen espejos. La radio del coche emitía un parloteo de voces, y Tony no tenía ni idea de dónde estaba.

Bobby Andes bajó el volumen de la radio.

—Vamos a aclarar otros puntos —señaló—. Usted ha dicho que ese tipo, Lou, lo condujo hasta el bosque y una vez allí lo abandonó.

—Me obligó a conducir.

—Pero lo hizo ir allí y después lo abandonó.

—Así es.

—Y cuando usted empezó a caminar, ¿los vio volver?

—Sí.

—¿Está seguro de que eran ellos?

—Me parece que sí.

—¿Qué coche era?

—Creo que era el mío.

—¿Iban Ray y el Turco en él?

—Eso creo.

—¿Cómo lo sabe?

—Por la silueta, por el sonido; no lo sé.

—¿Pudo identificarlos a pesar de la oscuridad?

—No muy bien. Apagaron las luces, se detuvieron y me llamaron.

—¿Qué dijeron?

—Dijeron: «Tío, tu mujer te llama».

—¿Por qué no fue a su encuentro?

Aunque lo satisfacía el esfuerzo de explicar las cosas, a Tony no le gustaba el modo en que las preguntas del teniente lo obligaban a comprimirlo todo dentro de cauces convencionales. Trató de pensar cómo explicar por qué no había abandonado su escondite.

—Tuve miedo.

—¿Cree que estaban con ellos?

—¿Quiénes?

—Su esposa y su hija.

El recuerdo lo hizo estremecer. Eso ocurría junto a una valla publicitaria que mostraba a un vaquero de pie, brillante a la luz del sol, a las afueras de un pueblo.

—No lo sé. En ese momento no lo creí.

—¿Dónde pensaba que estaban?

—Pensé que, si hubieran estado con ellos, mi esposa habría hablado.

—Pero no tenía ninguna teoría acerca de su paradero.

Tony trató de recordar lo que había pasado por su cabeza. Que estaban en la comisaría en Bailey. Que estaban en la caravana junto a la curva, detrás de la cortina de la ventana apenas iluminada. Que las habían abandonado como a él en algún lugar, en otro bosque. O algo peor.

—No recuerdo lo que pensaba.

—Está bien. Y luego, poco después, el coche volvió a aparecer. ¿Qué pasó esta vez?

—Resolví acercarme, pero intentaron atropellarme.

—¿Dónde fue eso?

—En la carretera comarcal, donde el sendero sale del bosque.

Bobby Andes tenía una libreta y anotó algo.

—De modo que uno de los tipos lo llevó a lo profundo del bosque y lo abandonó allí. Y los otros regresaron y volvieron a marcharse.

—Al parecer eso es lo que ocurrió.

—Y usted, ¿qué conclusión saca?

—No sé qué conclusión sacar.

—Pues a mí me da que lo mejor será que encontremos esa carretera en el bosque. ¿No le parece?

¿Qué esperaban encontrar? Súbitamente —no, súbitamente no, él lo había visto desde el principio, pero de algún modo también era un descubrimiento—, fue consciente de lo frágil que su esperanza había sido todo el tiempo, desprovista de futuro, como si aquellos hombres estuviesen ayudándolo a buscar algo que ya no existía. Lo sintió mientras rehacía sus fútiles pasos: pasos vacíos hacia caminos vacíos, bosques vacíos, coches vacíos. Un simulacro de búsqueda como para que uno pudiera decir que había buscado, que lo había intentado, puesto que no había nada más que pudiera hacer: que lo hacía comprender que no había nada que hacer.

Se preguntó por qué se habían detenido delante de aquella pequeña casa de ladrillo con una ventana de marco blanco, separada del granero por un patio descuidado.

—Bien —dijo Bobby Andes—. ¿Podrá guiarnos desde aquí?

Pensó: si había tardado tanto en reconocer la casa de Combs en el fulgor de la mañana, ¿cómo iba a rehacer el trayecto nocturno, a pesar de la huella profunda que había dejado en los sueños que aún no había tenido tiempo de tener?

—Vine por ese camino —dijo.

Rastreando, al revés. El pánico inquietante, reiterativo. —«Vaya despacio»—, porque nada le resultaba familiar, ni siquiera la forma general del valle que había construido en su imaginación basándose en las vagas sombras nocturnas. Aquel valle era ahora desigual y confuso, la carretera iba y venía más de lo que él había notado, las pequeñas granjas eran cada vez más pequeñas, se adentraban a trompicones en el bosque, que las hacía desaparecer a trozos, pero cada poco el pánico hacía que se le acelerase el pulso a la vista de algo que reconocía, por lo general después de haber pasado por su lado y volverse para mirarlo tal como lo había visto antes, cuando venía en la dirección contraria: buzón, cerca rota, casa con porche y cobertizo para herramientas, angosto puente sobre un arroyo.

El camino abandonó el valle para internarse en el bosque y Tony recordó la sensación de descenso en sus pies. Los árboles eran desiguales, cosa que él no había advertido, y se volvían gruesos y altos ante sus ojos, y formaban un bosque sobre la ladera de una colina interminable, de lo cual tampoco se había dado cuenta. Llegaron a otra carretera que corría a lo largo de la ladera de la colina, una intersección, lo que debería haber sido una referencia para la memoria, pero tampoco fue capaz de reconocerla. De modo que aminoraron la marcha hasta detenerse, y entonces Tony recordó cómo había girado hacia abajo, y dedujo el giro a la izquierda que debían realizar a continuación.

Una carretera apareció a la derecha; más arriba, la bifurcación, que recordaba de la pesadilla que había vivido despierto, como el probable punto de desviación del trayecto original con Lou, el de la iglesia perdida, la curva en la montaña y la caravana con la ventana apenas iluminada. Ahora no se parecía mucho a una bifurcación: a medida que ascendía, la carretera se hacía más angosta y describía una curva cerrada. Con razón la había pasado por alto.

Ni por un instante dejaba de pensar en Laura y Helen. «¿Adónde vas?», le preguntaban. Él intentaba excluirlas del pasado y del futuro, donde ocupaban tranquilamente sus lugares habituales, charlando y bromeando, y colocarlas en el presente real. La pregunta era, sencillamente, dónde estaban y qué estarían haciendo en esos instantes. Aguzaba el oído y en el silencio percibía el estrepitoso silencio de ellas atravesando la quietud como un rayo, y veía sus rostros inmóviles, congelados en un fragor de mármol. Intentaba devolverlas a la vida —al fin y al cabo debían de estar vivas en alguna parte, después de quién sabe qué clase de experiencia traumática, semejante a la suya propia— y las imaginaba continuamente a la vuelta de la siguiente curva —«¡ahí están!»—, caminando por el centro de la calzada, madre e hija, pañuelo rojo, pantalones veraniegos, jersey oscuro. «¿Por qué no están allí? Uno nunca encuentra lo que busca cuando lo está buscando, y si lo encuentra lo llama milagro». Otra razón para el miedo y la ansiedad, como si la simple búsqueda de su mujer y su hija en aquellas carreteras desiertas, en las que evidentemente no estaban, fuera la mejor manera de asegurarse de que jamás volverían a estar.

—¡Allí! —exclamó. Antes, mucho antes de lo que esperaba: el portillo roto, la tabla inclinada junto al poste, memorizados para identificar la entrada al camino que se internaba en el bosque, que ahora ni siquiera parecía un camino, sino más bien un sendero, una vereda, un rastro.

Se detuvieron. El teniente empezó a escribir en su libreta.

—Aquí es donde lo trajeron, ¿eh?

Tony vio la cuneta, menos profunda, más cerca de la carretera que cuando se había arrojado a ella en su pesadilla.

—¿Quiere continuar? —preguntó Bobby Andes, mirándolo.

—¿Servirá de algo? —repuso Tony Hastings, inmóvil, paralizado, renuente, temeroso—. ¿Qué podríamos encontrar?

El teniente volvió a mirarlo. Asomaban pelillos de las ventanas de su nariz, y las legañas humedecían las comisuras de sus ojos.

—Está bien —dijo—. Vamos a comprobar los otros lugares por los que pasó.

—No pude ver gran cosa —dijo Tony.

Dieron la vuelta y, por segunda vez, Tony Hastings abandonó el sendero de la montaña, como si aquello fuera una repetición del profundo sufrimiento que le producía haberse separado de su amada, ahora prisionera, y haberla abandonado cobardemente, rogando que ella comprendiese por qué lo había hecho.

Se detuvieron en la intersección con la carretera de arriba.

—Perdí la pista en algún momento —les recordó—, pero creo que pudo haber sido aquí.

—Eso cambia las cosas —dijo Andes—. Este camino viene del valle vecino atravesando la cima de la sierra.

—Si vino por ahí, es probable que haya utilizado la salida de Bear Valley —intervino el uniformado.

—Probemos a ir por allí.

El camino subía describiendo una curva, para descender al cabo de un momento. Tomaron otra curva y de pronto vieron una vieja caravana blanca entre los árboles.

—¡La caravana!

Ningún coche aparcado.

—Sigue adelante, no te detengas —le dijo Andes al conductor.

Avanzaban velozmente y al cabo de un instante la caravana quedó fuera de la vista. Debía de llevar años estacionada allí; los árboles de alrededor habían crecido, ocultándola.

—¿Está seguro? —preguntó Andes.

La pequeña iglesia blanca.

—Es esa iglesia, estoy seguro. No sé si significa algo.

—¿Qué ocurrió? ¿El tipo paró allí?

—No; me pareció ver mi coche estacionado. Él dijo que estaba equivocado, y bien podía ser.

—Lo comprobaremos.

Llegaron a un pueblo con un invernadero que Tony reconoció.

—La salida de Bear Valley, cada vez está más claro —dijo el conductor.

Vieron señales que indicaban la interestatal, la entrada a la rampa de acceso y el puente por encima. Volvieron a detenerse.

—¿Cree que podría identificar el lugar donde se detuvieron?

—¿En la interestatal? Sería difícil.

—En fin, quizá no tenga mucho sentido.

—¿El qué?

—Me refiero a la posibilidad de que halláramos alguna pista: huellas de neumáticos, marcas de pisadas, cosas así, que nos permitieran identificarlos.

—Fue en el arcén.

—Ajá.

Se detuvieron en el camino rural junto a la entrada de la interestatal. Bobby Andes reflexionó.

—Se adentraron en el camino y cuando lo vieron apagaron las luces y lo llamaron. ¿Para qué apagaron las luces?

—No tengo ni idea. Tal vez pensaran que podían acercarse sigilosamente a donde yo estaba.

Andes rió sin entusiasmo.

—Entraron y volvieron a salir e intentaron atropellarlo.

—Sí.

El teniente daba golpecitos con el índice en su libreta.

—No se alarme, pero creo que deberíamos echar un vistazo a ese camino de montaña.

Tony Hastings apretó los puños como si le hubieran dicho algo fatídico.

—Ve por la propiedad de McCorkle —le dijo Andes al conductor. Volvió la cabeza hacia Tony y añadió—: Daremos un rodeo para no tener que pasar por delante de la caravana. Por si hubiera alguien que pudiese advertir nuestra presencia.

Iban a toda velocidad por una carretera que bordeaba la sierra. Pasó un buen rato antes de que Tony se armara de valor para preguntar:

—¿Qué espera usted encontrar en ese camino?

—Lo sabremos cuando lo veamos —respondió el teniente—. Espero que nada.