El sol estalla, como la novela. Susan Morrow se detiene por última vez para evaluar la situación. La lectura casi ha terminado, apenas queda un capítulo. Dorothy y Henry están arriba; regresaron en el momento en que Tony dejaba sus huellas dactilares en la manilla de la puerta. Oyó sus pisadas en el porche, los oyó gritar adiós hacia el otro lado de la nieve, entrar entre risas en el vestíbulo. Ahora estaban hablando, ellos y Rosie, probablemente repitiendo las mismas historias una y otra vez.
Susan visualiza otra vez el porche con su puerta mosquitera, allá en Maine, el sendero y los peldaños en la roca junto al cobertizo de los botes, la serena y brillante bahía como un espejo en el que se reflejaba el atardecer entre los árboles. La tarde, muriendo, como su madre y su padre. Como Bobby Andes. Como sus celos. Como la escritura de Edward. Como esta novela.
Vendrá Edward, y también Arnold. Susan, sin ningún motivo preciso, está llena de aprensión.
Animales nocturnos 26
La caravana estaba abierta al bosque, sin paredes, el techo apuntalado con postes para servir de refugio. Él estaba debajo de una mesa de picnic y Ray había escapado por el lecho de un río, y otros lo buscaban porque sabían que Tony no era capaz de hacerlo. La gente que lo inquietaba se había ido, un banco de picnic le oprimía el pecho: no podía quitárselo de encima, pensó que le vendría bien descansar un poco.
Más allá de los árboles, el cielo era una cúpula oscura que poco a poco se iba tiñendo de un verde pálido. Más allá, fuera de su vista, había otra cúpula: un mundo dentro de otro mundo. Era el interior de un párpado del tamaño del mundo, pero él carecía de la fuerza suficiente para abrirlo. «Es un sueño», se dijo.
Sin embargo, no había cielo ni párpado, y no se trataba de un sueño. La oscuridad era total y las mesas de picnic y los árboles se los había inventado. Sabía que, a veces, cuando uno sueña, se pregunta si estará soñando, pero en la vigilia nunca hay duda alguna. Ahora lo sabía. Estaba despierto, y sobre los ojos tenía algo semejante a un vendaje. Aunque no veía, sabía que no se trataba de un sueño.
Recordaba la caravana, a Ray abalanzándose sobre él, y el estallido del sol. Estaba tendido en un suelo, la nuca contra una pared, el brazo derecho apretado contra un objeto voluminoso. Algo había caído sobre sus piernas. Alguna otra cosa le presionaba la cabeza.
No podía sentir lo que tenía sobre los ojos. Separó una mano del suelo y con gran esfuerzo se la llevó a los ojos; se detuvo, asustado. No se trataba de un vendaje. No quiso tocarse los ojos por miedo a lo que encontraría. «¿Estoy en la oscuridad o la oscuridad está en mí?», se preguntó. ¿Era posible que todo estuviese tan oscuro porque Ray había apagado la luz? Intentó comprobarlo, buscar la ventana, la puerta, pero no sabía cómo hacer para mirar. En la parte anterior del rostro le faltaba algo, había un espacio vacío, cables cortados. Oyó la noticia en un leve susurro: «Estoy ciego», lo que en sus años de juventud habría sido la peor noticia posible.
Movió la pierna derecha: estaba bien; la pierna izquierda, también. El objeto que estaba atravesado sobre ellas era la silla, y recordó la caída hacia atrás. Alzó la rodilla e hizo fuerza hacia un lado. Se preguntó qué les habría hecho Ray a sus ojos, si lo habría dejado ciego de un golpe en la cabeza o con algún tipo de arma punzante, un cuchillo, un tenedor, los propios dedos, aunque todavía no sentía dolor. Se preguntó por qué Ray no le había arrebatado la pistola y lo había matado de un tiro. Se preguntó cuánto tiempo había transcurrido, cuán lejos se encontraría Ray en aquel momento. «Habrá cogido mi coche —se dijo—, si es que se ha ido y no está sentado por aquí, observándome y esperando a que despierte para torturarme».
Se sentía demasiado pesado y abatido para que ese pensamiento lo asustara. Ni siquiera la ceguera lo alarmaba todavía, aunque sabía que se aproximaba el momento en que sentiría que algo, una suerte de rastrillo, lo desgarraba. Temblaba de frío. Sintió náuseas, una arcada, y volvió la cabeza, inclinándose, pero nada salió de su boca.
Tony Hastings sabía que había pasado el tiempo, pero no tenía recuerdo alguno al respecto, aparte del escozor allí donde habían estado sus ojos. Ahora sentía las oquedades ardiendo, unos hoyos cavados en su cara, llenos de anzuelos. El dolor era un ruido estridente, le impedía pensar, preguntarse, calcular, las únicas palabras eran: «Detengan esto ahora mismo». Incapaz aún de moverse debido a lo que le oprimía la cabeza, removía las piernas y la cadera contra el suelo. Metió una mano en el bolsillo en busca del pañuelo, demasiado pequeño, se arrancó la corbata, la enrolló, se la pasó por la cara, pero no fue suficiente. Se sacó los faldones de la camisa, intentó desgarrarlos, no pudo; recordó vagamente unos paños de cocina sobre un fregadero y, tras larga deliberación consigo mismo, se obligó a moverse, a pesar de la amenaza de un dolor de cabeza descomunal. Sin embargo, ningún dolor de cabeza podía ser tan malo, y por tanto descubrió que podía incorporarse. Vaciló, apoyándose contra la pared, sus pies dieron contra algún objeto grande, encontró el fregadero, buscó a tientas, dio con un paño de cocina, después con otro, cogió los dos, los arrugó, se tocó levemente con ellos los agujeros del rostro, después presionó con fuerza pero cuidadosamente para no aspirar el aire acre.
Aunque profundo y continuo, el dolor ya no era como una llamarada. Tropezó con la silla, la levantó y se sentó en ella, sin apartarse los paños de los ojos. Ignoraba si en lugar de éstos tendría las cuencas vacías, no se atrevía a comprobarlo, a averiguar si Ray se los había arrancado o sencillamente lo había golpeado, o si no había sido Ray, sino la pistola al disparase demasiado cerca de su rostro. Algún día alguien lo examinaría y se lo diría. Húmedas corrientes y costra de lecho de río en las mejillas.
«¿Estoy seguro de que son los dos ojos?», pensó. Retiró primero un paño, después el otro. El aire era como cal viva. La segunda edición de la noticia llegó como un chillido: «¡Estoy ciego!». No muerto, sino ciego. El peor de sus miedos de la infancia. «Durante el resto de mi vida andaré a tientas». Verde, amarillo, árboles, montañas, océano, tonos rojos, azules y magenta, violáceos.
¿Podría soportarlo?, se preguntó con vistas al futuro. ¿Podría aprender Braille? ¿Alguien leería para él? Un perro en lugar de ojos. Un bastón blanco.
En la silla, él mismo se había convertido en una tragedia. El escogido para las catástrofes. Las calamidades posibles pero que a uno jamás le ocurrirán. La tercera edición de la noticia. —«Estoy ciego»— fue el melancólico cumplimiento de un largo proceso de declive, la confirmación de su destino. Pensó con pesar en la vida y la carrera de Tony Hastings, en las matemáticas, en Louise Germane. Louise Germane y el ciego. Desde luego, un tipo sin suerte.
Oyó un coche aproximarse, como un antiguo símbolo de peligro. Lo que necesitaba era ayuda. Debían de venir en su busca. Tenían que echarlo de menos, no podían tardar mucho más. Procuró recordar qué era aquella cosa desagradable que empañaba los recuerdos recientes de sus amigos.
Entonces se dio cuenta de que, si Ray Marcus había cogido su coche, nadie pensaría en buscarlo allí. Tendría que ser su propio rescatador.
Tendría que salir a tientas de la caravana y, también a tientas, llegar a la carretera. Tendría que aguardar junto a ésta, con los paños ensangrentados sobre los ojos, a que un conductor se detuviera al ver su estado lamentable. Él diría: «Ayúdeme, lléveme a la comisaría de Grant Center». Sin embargo, había una razón para no ir a la comisaría de Grant Center: Bobby Andes. Estaba a punto de recordar algo. Tanteó el suelo y encontró la corbata, se sujetó con ella los paños sobre los ojos. ¿Era de noche o de día?, se preguntó. Aguzó el oído y percibió el frío y distante trino de un pájaro, dos notas cristalinas, y de nuevo —reforzado— el lejano rumor del hombre civilizado, de modo que debía de ser de día.
Cada movimiento lo dejaba exhausto, como si le pateasen el estómago. Hizo acopio de fuerzas. ¿En qué dirección estaba la puerta? Se volvió y uno de sus pies tropezó con algo grande e indefinido. Parecía un saco de tierra. Recordó haber sentido algo semejante contra él cuando estaba tendido en el suelo. Se inclinó y tocó una gruesa tela que contenía algo sólido, un brazo, un hombro, una persona.
—Ah —dijo Tony—. Usted.
Era Ray, de modo que no había huido. A partir del hombro, tanteó buscando la cabeza y retrocedió: la piel estaba fría. Levantó el brazo y lo soltó, lo oyó caer al suelo con un golpe sordo.
«Lo he matado», pensó Tony. Algo había comprado con su ceguera.
Para asegurarse de que estaba muerto, venció su asco y tocó de nuevo la cabeza, tanteó alrededor de los ojos y, más arriba, la frente calva. El contacto lo hizo estremecerse, y dejó que su mano se posara por un instante sobre la sien, las cejas, libertades que antes jamás se habría permitido. Aquel demonio tenía un cráneo como el de Tony. Aquel demonio tenía entrañas y órganos semejantes a los suyos, a los de cualquier ser humano, lo que facilitaría el trabajo de los médicos, que encontrarían las mismas cosas allá donde mirasen.
Se preguntó cómo lo había matado y si Ray habría tenido tiempo, antes de morir, de reflexionar y entender por qué moría. Pero por la charla que habían mantenido antes se daba cuenta de que era imposible que Ray entendiese, que no había modo alguno de que comprendiese lo que había hecho ni viera lo que Tony veía, la relación entre el crimen y el castigo. La única comprensión sería la que Tony fuera capaz de imaginar por él. Con el tiempo, podría convertirse en motivo de satisfacción, pero eso sería más adelante, cuando Tony fuese él mismo otra vez. Por el momento, sin embargo, no sentía nada, y Ray no era más que un cadáver.
Trató de resucitar su odio, a fin de gozar imaginando que Ray había tenido una muerte lenta, que se había desangrado hasta el último suspiro, que no había sufrido tanto a causa del dolor como de la impotencia y la conciencia de que se estaba muriendo. Pero su odio y su sed de venganza parecían sentimientos remotos, extintos, carentes ya de cualquier interés. Recordó cómo había alardeado Ray acerca del placer de matar y también su propia e imaginaria superioridad, y se preguntó si Ray lo había dejado ciego para que pagase por ese sentimiento de superioridad. Para que también fuera consciente de algo. Una refinada venganza.
Buscó a tientas la pistola. Descubrió en el suelo un espacio frío, pegajoso, una suerte de costra. La sangre coagulada de Ray Marcus. Dio un respingo y se golpeó la cabeza contra la mesa. Intentó levantarse, puso una mano sobre la mesa y encontró allí la pistola. Eso significaba que Ray Marcus había dado con el arma antes de morir desangrado.
No quería quedarse allí con el cadáver. Se guardó la pistola en el bolsillo, se puso de pie con esfuerzo y trató de rodear el obstáculo, tanteando con los pies. Aquella sustancia viscosa parecía cubrir todo el suelo. Tropezó contra el lecho allí donde éste no debía estar. Tocó la pared, el hornillo, la puerta. Salió con enorme cautela, pero aun así no encontró el suelo. Cayó y se dio con la cabeza contra las raíces de un árbol: había olvidado que la puerta de la caravana no tenía escalón.
Aguardó un rato, hasta recuperarse del dolor. Soplaba una ligera brisa, la temperatura era cálida, sentía el sol sobre el cuerpo. Intentaría encontrar el coche. Pensó que si iba colina abajo terminaría en la cuneta, en la parte baja de la curva, y podría subir al arcén. Permanecería junto a la carretera, y cuando oyera un coche se adelantaría haciendo señas. Se puso de pie y echó a andar lentamente. Resbaló y se volvió a caer. Retenido por unas ramas, se aferró a ellas, tropezó con raíces, más ramas y piedras musgosas. Siguió descendiendo, cubriendo un trecho mayor del debido. Por fin se encontró sobre una roca lisa, volvió a resbalar y acabó en el agua. Sintió una corriente fría en los tobillos.
Estaba tan cansado que se sentó en medio del agua. Sus ropas se empaparon y el frío hizo que le doliera la cintura; no podía quedarse allí. Tras aguardar un poco más para recuperar el aliento, decidió volver sobre sus pasos. Intentó erguirse, pero la piedra desnuda no lo dejaba. Se desplazó a tropezones corriente arriba y luego consiguió estirar las manos e izar su cuerpo aferrándose a unas ramas. Llegó a lo que parecía un terreno herboso. Sentía un sol que no podía ver. No tenía ni idea de dónde se encontraba la caravana o la carretera. Sin fuerzas, resolvió descansar hasta que el sonido de un coche le proporcionara alguna pista.
Minutos después pasó uno. Más cerca de lo esperado, en la dirección por la que había venido, algo a la izquierda y un poco por debajo. «Me sentaré aquí al sol y esperaré —pensó—. Lo bastante cerca para que cuando vengan, si no me han visto ya, pueda llamarlos: “¡Eh, estoy aquí!”». No sabía si por la conmoción de haberse quedado ciego o por la patada en el vientre, pero se sentía débil y percibía unos puntitos delante de los ojos, si aún tenía ojos.
«Ahora estamos en paz —pensó—. Tú mataste a mi mujer y mi hija y me has dejado ciego, y yo te he matado a ti». Eso significaba seguir perdiendo tres a uno, pero lo encajó como precio adicional por su presunción. Su ego y su vanidad, el solaz que le proporcionaban su nombre y su título, aquello tenía un precio, un precio alto, obviamente. En ese momento no significaban nada, pero en un futuro recobrarían su valor.
Del mismo modo anticipaba los planes que haría más tarde para un futuro restituido por la ceguera, como si durante el último año de penurias hubiese carecido de futuro. Habría un intervalo de preparación y aprendizaje. Le concederían un permiso en la universidad para que aprendiese a modificar sus hábitos. Nuevas maneras, cómo estudiar, cómo preparar las clases, cómo enseñar. Dónde vivir. Qué hacer en lo que se refería a vestimenta, alimentación, higiene, todos los detalles que iba avizorando de la misma manera que los árboles que cubren la ladera de una montaña se van haciendo distintos unos de otros a medida que nos aproximamos a ellos. Podía verse a sí mismo en el campus de la universidad, por las calles de su barrio, con sus gafas negras, el bastón, acaso un perro. Todos conocerían su historia: Tony Hastings, a quien dejó ciego el mismo hombre que mató a su familia. Las gafas negras que ocultaban los ojos ausentes propalarían la leyenda.
No sentía temor por la policía. «También para ellos —pensó—, la ceguera lo exoneraría. No aduciría defensa propia como había sugerido Bobby Andes: ¿cómo podría alegar defensa propia cuando había tenido una pistola? Les diría lo que había ocurrido realmente. Contarlo haría que se sintiera bien». «Encontré a Ray Marcus en la caravana, dormido. Mantuvimos una conversación». «¿Sobre qué?». ¿Y si preguntaban para qué llevaba la pistola? ¿Si decían que había tratado de provocar a Ray para que lo atacase?
Eso le recordó a Bobby Andes. ¿Todavía debía decir que a Lou Bates lo había matado Ray? La mera posibilidad le daba náuseas, pero pensó que su ceguera lo excusaba de tener que pensar en ello, y no lo hizo.
El día siguió arrastrándose, el sol brillando sobre su cabeza, la temperatura ascendente, el calor creciente. Los tempranos pájaros ahora en silencio, el bosque inmóvil a mediodía. «Puedo esperar», pensó.
Sentado allí, Tony Hastings sentía la luz a través de la piel. Reconstruyó sin ver el lugar donde estaba sentado: un claro de hierba amarillenta bajo la acción del sol que se extendía hasta unos arbustos, más allá de los cuales estaban la caravana, la curva de la carretera y su coche aparcado en el arcén. Su imaginación colocó unos grandes árboles en las demás direcciones, un roble cercano y, más allá, una pendiente boscosa. Todo tan claro como si lo viese, y se preguntó de dónde procedería ese conocimiento.
Cierta jactancia. Probemos. Cogió el arma. El roble estaba a su izquierda, le acertaría. Un ciego probando puntería; la idea lo hizo reír. Amartilló la pistola, apuntó. Fuego. La horrible detonación le echó otra vez la mano hacia atrás. El bosque recuperó su silencio al difuminarse el eco. El interminable mediodía continuó.
Después, el giro de la tierra colocó la lámpara solar directamente sobre su cara y sus ojos vendados. Debía de ser por la tarde. Lo obsesionaba pensar que su cuerpo era idéntico, en todos los aspectos formales, al de Ray Marcus. Pero cuando intentó desplazarse, se resistió como si estuviese atado al suelo. Y sus heridas ya eran viejas y familiares, dolores permanentes y por ello soportables, y él llevaba ciego la mayor parte de su vida. Jamás había comido. Jamás había orinado. Descubrió que tenía los calzoncillos mojados y helados, como si se hubiera meado sin darse cuenta. Otro efecto del estado de shock, se dijo. Supuso que no regresaba a la carretera por lo empinado de la pendiente. Esperaría hasta que la policía viniese y lo ayudara. Saldrían en su búsqueda cuando Bobby Andes informase de su prolongada ausencia. Y si a nadie se le ocurría buscar en esa carretera, George Remington vería el coche cuando regresara a su casa. No había motivo para alarmarse por la lentitud con que trascurría la jornada. No sería eterna.
Debió de quedarse dormido. Oyó voces, pasos sobre la gravilla. Palabras, no lo bastante altas como para entenderlas.
—¿Qué está haciendo aquí?
—¿Estás seguro de que es…?
—¿Adónde ha ido?
Oyó más alto una voz ronca, masculina, una cantinela, números, una ruidosa radio policial. Habían llegado, por fin. Levantó la cabeza, permaneció quieto, escuchando.
La radio policial graznaba a intervalos, en ráfagas. Las voces cesaron.
De pronto:
—¡Eh, Mike! ¡Dios bendito!
Pies que se deslizan sobre la gravilla.
—¡Joder!
Habían encontrado a Ray Marcus.
Él no oía lo que estaban diciendo.
—Mira, huellas ensangrentadas.
—Fíjate adónde conducen.
—Quédate aquí.
Oyó el estrépito, abajo, en el matorral. El ciego Tony Hastings, convertido en una presa, tendido en el suelo sin saber si era o no visible, cogió la pistola y la amartilló como precaución. «La policía es tu amiga».
Alguien gritó:
—¡Van hacia abajo, no sé adónde!
El otro:
—Déjalo. Esperaremos a los demás.
—Llama y díselo a Andes.
Y Tony sin saber todavía qué les había contado Andes sobre la muerte de Lou Bates.
—Tal vez esté en el bosque desangrándose —dijo una voz.
Tony yacía de lado, con el codo en el suelo para erguir la cabeza, tratando de escuchar, sin saber si ellos podían verlo. La radio policial seguía barbotando. No conseguía entender nada, pero supuso que aquellos hombres estaban informando de su hallazgo. Después, en la radio, claramente:
—Aquí Andes.
—¿Marcus, no Hastings?
—¿Estáis seguros, maldita sea?
«Traerán perros para seguir mi rastro ensangrentado —pensó—. Como si fuese un fugitivo. Me apuntarán con sus armas, y si no obedezco me abatirán. Porque he matado a Ray Marcus, que estaba desarmado».
Recuerda los faros aproximándose en el bosque y a él ocultándose tras un árbol para no ser visto, y la voz que intentaba localizarlo llamándolo «Tío».
«No quiero que me vean si yo no puedo verlos». Tendrá que salir en algún momento, debían de estar pensando. «Esperaré a Bobby Andes», decidió Tony.
Los oyó dar vueltas allí abajo, pero no oyó sus voces. Después, nada. Un largo silencio. Sabía que estaban allí por el sonido de la radio, aunque habían bajado el volumen y apenas podía oírla. O estaban en el coche o en la caravana, con el cadáver. Quizá estuviesen sentados en el arcén, fumando un cigarrillo. Oyó nuevamente el trino de los pájaros, las dos claras notas. Percibió la retirada del sol vespertino, cierta brisa refrescante. Un pájaro carpintero taladrando un árbol. El lejano y continuo rumor del tráfico en la interestatal, que seguía llevando a través de esa región familias y comercio y forajidos procedentes de las demás regiones.
La cuerda que lo mantenía unido a los árboles se estaba poniendo incómodamente tensa. Era una tontería esconderse como un fugitivo. Tony Hastings lo sabía. No se proponía ser un fugitivo. Si tenía alguna culpa, se había reconciliado con ella. No había olvidado sus planes ni su conversación consigo mismo de hacía unas horas. «Ha llegado el momento —se dijo—. Despierta, no puedes estar aquí eternamente».
Aun así, aguardó. Prefirió que fuesen los otros quienes lo encontrasen: por si Bobby Andes estuviera entre ellos. Por si Bobby Andes lo encontraba primero y le daba las últimas noticias acerca de la muerte de Lou Bates antes de que algún otro preguntase. Ya no faltaba mucho. Llegaron los coches, oyó los pasos de los hombres, sus radios, sus voces, sus exclamaciones. Oyó a Bobby Andes:
—¿Adónde demonios se ha ido?
He aquí lo que ocurrió: Tony quiso levantarse y llamar: «Eh, teniente Andes, mire aquí». Al girar rodó sobre la pistola que había amartillado un rato antes. Tanteó con las manos, dio con ella y la cogió con la mano izquierda para levantarse apoyándose en la derecha. Acababa de colocar un pie bajo su cuerpo y empezaba a incorporarse cuando el arma se disparó. La detonación y el retroceso le sacudieron el estómago. «¡Maldición! —exclamó para sí—, ¿por qué he hecho eso?». Por un instante pensó que se había disparado a sí mismo.
Vaya retroceso: había olvidado lo violenta que podía resultar la patada, que lo tiró al suelo. Si una bala le hubiese atravesado las tripas, estaría muerto. Se encontraba de espaldas, de cara al cielo imaginado. La explosión tensó aún más la cuerda que rodeaba su cintura. Trató de aflojarla. Intentó moverse, pero la cuerda se tensaba cada vez más, manteniéndolo tumbado. Si se trataba de una bala, no había afectado ningún órgano vital, pues no daba la impresión de estar muriéndose. Sin embargo, se abría paso dentro de él y lo empujaba, arrastrándolo hacia el suelo. «Dios mío —pensó—. Si es eso… ¿Por qué he hecho algo tan estúpido? Si estoy desangrándome…». La cuerda estaba atada, le atravesaba el vientre, sujetando los potros en el corral para que no saliesen disparados, pero no paraban de corcovear. Los ratones de campo se escurrían por debajo de la cerca.
Si ésa era realmente la gran noticia, se preguntó por qué ya no parecía importante. ¿Se sentiría una bala como se siente una cuerda?, se preguntó. Sí. Gimió al reconocerlo. «Así que aquí está —pensó— la otra vida de Tony Hastings: la agonía». Se extendería desde el pasado hasta el futuro dominada por un hecho: una bala atravesándole el vientre. Aunque es posible acostumbrarse a todo, él no estaba interesado en algo así.
Al cabo de un rato fue consciente de haber oído, bastante antes, una voz que decía: «¿Qué ha sido eso?». Cualquiera esperaría que la policía se apresurase a arrear el rebaño que los ladrones de ganado habían soltado, ¿verdad? Pues ellos no se presentaron. Llevaban largo rato sin presentarse.
Si no se presentaban, un remanente de cerebro le sugería que debería estar pensando en morir, prestando a ello toda su atención. «Tony Hastings está muriéndose», piensa. Debería estar más sorprendido. Recordó vagamente que había cosas en las que habría querido pensar cuando muriese, pero no conseguía recordar cuáles. Al menos debería figurarse por qué moría. Era la clase de pregunta que otros se formularían: cómo podría haberse evitado, qué debería haberse hecho de otra manera. Debió de confundirse de mano. Había intentado levantarse apoyando la mano derecha en el suelo, pero en cambio se había impulsado con la izquierda, que era con la que sostenía el arma contra el vientre. Una presión del dedo sobre el gatillo, en la confusión de tantear la dureza del suelo. Un error neurológico, provocado por la conmoción que le provocaba la ceguera, aunque a esas alturas debería haberse acostumbrado a estar ciego.
Se le ocurrió que si la policía llegaba a tiempo tal vez lograran salvarlo. Si tras oír el disparo lo veían aparecer arrastrándose entre la maleza pedirían por radio una ambulancia. Sin embargo, no parecía probable. No oía ninguna señal de su presencia.
Se le ocurrió que cuando encontraran su cuerpo pensarían que se había suicidado. Parecía una conclusión lógica, no los sorprendería. Se preguntó qué motivos le atribuirían. Probablemente (dirían) fue por no soportar la ceguera añadida a todo lo que había perdido. (Ignoraban que él se había conciliado con eso). O tal vez estaba tan obsesionado por la muerte de su esposa e hija y por la sed de venganza, que tras matar a Ray ya no tuvo necesidad de seguir viviendo. (Ignoraban que Louise Germane lo esperaba… si es que lo aceptaba ciego). Y si no (infravalorando su cinismo y su cobardía, aquellas importantísimas cualidades), había sido por sus convicciones: incapaz de soportar las revelaciones que Bobby Andes y Ray lo habían obligado a escuchar, las cuales ponían en evidencia que él no poseía ninguna ventaja moral sobre sus enemigos, excepto la que conservaba por el hecho de que ellos habían empezado. No obstante, lo más probable (ignorando con cuánta alegría se había conciliado él con la espera) era que lo atribuyesen a simple impaciencia frente al dolor y la muerte: tras darse cuenta no sólo de que estaba ciego, sino de que Ray le había disparado y estaba a punto de morir desangrado, no había aguantado más. Había sido demasiado para él y se había derrumbado. Era improbable que los polis calificaran de accidental su muerte.
En realidad, él no deseaba morir, quería que acudiesen a salvarlo. Entretanto, la cuerda que lo atravesaba iba explorando, trazando un mapa de su territorio. Los órganos que contenía su vientre incluían, aunque él no supiera exactamente cuál era cuál o dónde estaba cada uno, el estómago, el hígado, los riñones, el bazo, el apéndice, el páncreas, la vesícula y metros de intestino, grueso y delgado. Intentó pensar qué más había y lamentó no haber estado más familiarizado con ellos en vida.
Lo único que sabía definidamente era esto: ahora era libre de proseguir su viaje a Maine. Después de todo aquel tiempo, más de un año. Los polis —cuando finalmente llegaron— se lo dijeron, de pie junto a la portezuela, felicitándolo cuando se puso al volante y se colocó el cinturón de seguridad. El cinturón se tensó alrededor de su cintura. Le estrecharon la mano. Le desearon suerte. Le indicaron el camino e hicieron cálculos acerca de cuánto tiempo tardaría.
De modo que se había ido y ahora iba conduciendo velozmente, un poco con el vaquero y el jugador de béisbol todavía dentro de sí, casi cantando de alegría, y tardó muy poco en llegar. Vio la casa al final del camino, en lo alto de la pendiente. Era una casa de dos plantas, grande y anticuada, con gabletes en las ventanas y una galería. Tanto las ventanas como la galería tenían persianas para protegerlas del sol. Se introdujo en el sendero y las vio esperándolo en el agua. Caminó por la hierba hacia la orilla.
—Ven —dijo Laura—. Te estábamos esperando.
—¿Cómo has tardado tanto? —preguntó Helen.
—¿Está fría?
—Bastante —reconoció Laura—. Pero soportable.
—Mejora cuando llevas un rato —apuntó Helen.
Estaban de pie, con el agua hasta el cuello, de modo que sólo les veía la cabeza. A la luz de la tarde el agua despedía destellos azulados y blancos como si fuera una leche aromática, y en la bahía las islas pobladas de pinos resplandecían de júbilo estival.
Dio un paso adentrándose en el agua, helada en torno a sus pies. Laura y Helen rieron.
—Has pasado fuera demasiado tiempo —dijo Laura—. Ya no estás en forma.
Él volvió la mirada hacia el talud cubierto de hierba que conducía a la casa, alta, espaciosa, bella. La puerta en la sombra del porche protegido del sol se mantenía abierta, y también dos de las ventanas de la planta superior, no sabía por qué. Pensó en lo hermoso que sería regresar a la casa después de nadar, caminar por la hierba y entrar y sentarse en las grandes habitaciones vacías que olían a pino y disfrutar de aquella calidez después del intenso frío. Entonces podrían hablar, les diría todo lo que quería contarles. Quería comentarle a Laura lo de sus brazos balanceándose mientras subía andando hacia la casa. Quería preguntar si ellas se habían peleado. Esperaba que no. Se preguntó si alguna vez se había sentido celoso, y decidió que era improbable, y si Laura lo había estado de él, también esperaba que no, pues no creía haberle dado motivos. Quería contarle que se acordaba del campo de arándanos y de otra cosa, tiempo después, que había olvidado.
Pero todavía no, primero estaba esto. Sólo sus cabezas asomaban a la superficie, riendo y dándole ánimos, mientras él se movía con cautela por el agua helada, avanzando paso a paso hacia ellas. Era difícil moverse, lo aguardaban con una generosidad y expectativa tales que él rebosaba de dicha. Empujaba hacia delante con fuerza mientras el frío helador seguía ascendiendo. Le subió de los tobillos a las rodillas, de las rodillas a la pelvis y de la pelvis a las caderas. Se apoderó de él congelándole la cintura. Trepó hasta su pecho, le cubrió el corazón, le atenazó el cuello. Después, siguió subiendo, siguió helándolo, le alcanzó la boca y le inundó la nariz y acabó con el ardor de sus ojos.